El carácter y el
genio
Por Federico Bello Landrove
Una
atrevida comparación entre literatura y música pone en evidencia que una cosa
es adquirir carácter y otra, domar el mal genio. Es más, con frecuencia no
sabemos fortalecer aquel sin incrementar este. El obispo Acuña, el alcalde
Ronquillo y el genial violinista Paganini son traídos a cuento, mal que bien,
para ilustrar todas estas cosas.
1. Espadas
y violines
Había otras muchas razones para que me hubiera fijado en ella, pero lo
que más me había llamado la atención era que, cuantas veces la había visto
fuera del Instituto, iba siempre en compañía de un violín, convenientemente
enfundado en un estuche negro, un tanto raído. Bueno, lo de siempre no
deja de ser una exageración, pues en aquella ciudad mesetaria, era fácil
encontrarse por casualidad y ya iba para cinco años que Carmina y yo
compartíamos claustro. Me acuerdo bien de la presentación que le hizo el
director, la primera vez que tomó asiento entre todos nosotros:
-
A
los que todavía no la conocéis, os presento a Carmen Villalón, la nueva
catedrática de Lengua y Literatura. Viene de Albacete, pero nació en este
Castellar de nuestros desvelos. Seguro que habréis leído u oído hablar de
alguno de sus libros.
La verdad sea dicha, a mí la tal escritora no me sonaba de nada, bien
por mi poca afición literaria, bien por la diferencia generacional; un concepto
que mi juventud de entonces ligaba al simple hecho de que una persona me
resultase claramente mayor en edad. Con todo, no dejaban de agradarme ciertas
prendas de aquella señora: sus grandes ojos negros, su media melena tan
rebelde, la voz fresca y bien timbrada. Hasta llegaba a encontrar atractivo su
tipo, que iba ya perdiendo la esbeltez juvenil, si bien lejos aún de la inevitable
y monótona macicez.
Pues bien, a la tercera vez que la vi acompañada del endiablado
instrumento[1],
no pude menos de pararla y hacerle un comentario, más o menos jocoso:
-
¡Caramba,
colega, cuánto arte tiene usted! No le basta con la literatura. Ahora, también,
la música.
Aunque forzosamente extrañada de que me propasase a llevar el saludo más
allá de un “adiós” –como era mi lacónica costumbre-, Carmen reaccionó
ágilmente:
-
Estimado
profesor, no confundamos la dedicación con la belleza.
-
¿Hace
mucho que practicas?
-
¡Uf!
Lo menos sesenta años.
Sin duda, advirtió mi perplejidad, pues ella ni por asomo alcanzaba tal
edad. Según se alejaba, se despidió misteriosa:
-
Tengo
prisa. Otro día te contaré.
De aquello, pasaron unos meses; los suficientes para hallarme enfrascado
en la preparación del tema de los Comuneros[2],
en aquella época lejana en que no contábamos con la inestimable ayuda de
Internet. En aras de despertar la curiosidad de mis alumnos, se me ocurrió
centrar el debate en la vida y relaciones del obispo Acuña y el alcalde
Ronquillo, tema dramático y atrayente donde los haya[3].
Como es sabido, además del tratamiento histórico, dichas figuras han sido
centro de numerosas leyendas y de no pocas visitaciones literarias. Y por ahí, buscando
ayuda, vine a dar en la profesora violinista. Se prestó gustosa:
-
Dame
un par de días, para buscar algunos textos.
-
Por
supuesto, pero no te afanes en exceso. Ya sabes, Zorrilla, Hartzenbusch...
Vamos, los más famosos.
-
Descuida,
sé bien hasta donde llegan la atención y el interés de nuestros alumnos.
Expirado el breve plazo, Carmen me abordó en la sala de profesores:
-
Creo
que ya tengo lo que me pediste pero, si quieres que te haga alguna acotación o
comentario, preferiría que nos reuniéramos fuera del Instituto. Aquí, cualquier
intento de concentrarse resulta casi imposible.
-
De
acuerdo. Fija tú el cuándo y el dónde.
-
¿Te
parece bien mañana por la tarde, a las cinco?
-
Perfecto.
-
Entonces,
en El Suizo. Nos queda cerca a los dos.
Asentí y le di las gracias. Recuerdo que pensé:
-
No
tengo ni idea de dónde vive. ¿Cómo conocerá ella dónde moro yo?
Ya se sabe: las mujeres suelen ser más detallistas... y estar mejor
informadas de ciertas cosas.
***
Compareció en la cafetería provista de tres libros decimonónicos y
algunas fotocopias, amén de su consabido violín. Les haré gracia de su fluida
explicación acerca de aquellos bártulos deslucidos[4],
así como del curioso recorrido por las leyendas del ciclo acuño-ronquillano,
desde Los cofres del obispo a El diablo en Valladolid [5].
Yo tomaba breves notas y ya me relamía, imaginando el éxito de mi disertación
ante los alumnos. El tiempo volaba y Carmen miró un par de veces la hora.
Finalmente, cuando me disponía a corresponder a su lección literaria con otra
histórica a mi cargo, se disculpó:
-
Me
vas a perdonar. Todo esto es interesantísimo, pero tengo clase de música dentro
de un cuarto de hora.
-
Desde
luego. Ha sido un abuso en toda regla por mi parte. ¿Te importa que te
acompañe?
-
Claro
que no. Así podemos seguir charlando.
El paseo fue breve: apenas lo justo para pasar de los libros al violín.
Entonces recordé:
-
Por
cierto, me debes una explicación sobre aquello de que tocas el violín desde
hace sesenta años.
Sonrió, rozó mi brazo derecho, cargado de literatura, y musitó: Otro
día.
El zaguán de su academia era escalonado. Me detuve, mientras ella subía
los pocos peldaños. Desde el rellano, volvióse y dijo:
-
¿Podría
asistir a tu clase sobre los Comuneros? Así me devolverías el favor.
-
No
creo que merezca la pena, pero lo dejo a tu criterio.
-
Pues
avísame unos días antes. Podemos reunir a nuestros muchachos en el salón de
actos.
Ni que decir tiene que preparé la clase a conciencia. Tenía datos de
sobra. El problema era otro: ¿Qué destacar entre tanta maraña; qué hilo
conductor ofrecer; qué antagonismo psíquico destacar de nuestros enfrentados
personajes? Buena o mala, la respuesta determinó el nacimiento de esta
historia: el carácter de Acuña, el genio de Ronquillo... y el violín de Paganini.
***
El boca a boca –por no decir a
oreja- llevó al paraninfo a cuatro grupos de alumnos y media docena de
profesores, que no tenían cosa mejor que hacer. Afortunadamente, mi puesta en
escena fue concienzuda y reputada como atractiva por el auditorio. ¡Con decir
que hasta me ovacionaron al final! Vamos, un éxito por todo lo alto.
Es inevitable que les resuma mi charla, si quieren enterarse
medianamente del relato. Contra lo que suele afirmarse, presenté al torvo y
violento Acuña como un modelo de sujeto adaptable a cada momento y con la
sinuosa astucia del clérigo curtido en la diplomacia vaticana. Su violencia no
era otra cosa que la última razón a la que apelar cuando se le habían acabado
las razones; eso sí, empleada con firmeza y eficacia para conseguir los
resultados apetecidos. En fin, en mi discutible opinión, un tipo de carácter.
De la otra parte, el llamado Ronquillo[6],
obediente al poder y leguleyo abusivo, que fracasa una y otra vez cuando,
saliendo de su ámbito y corriendo riesgos, pretende transformar la espada de la
justicia en mandoble de combate; con
ambiciones de autonomía y dominio pero, al fin, servidor del poder y sumiso a
la reprimenda. El exceso es la fuente de su fama y confianza. En suma:
demasiado riguroso para ser justo; en exceso legalista, para ser hombre de
acción. Es lo que yo presenté como un sujeto de genio, en el sentido peyorativo
de la expresión.
Por último, aquel choque reiterado y fragoroso de personalidades no era
para mí un ejemplo de venganza, sino la inevitable consecuencia de sus
diferencias de temperamento, en un mundo de recíprocas hostilidades, de guerra
civil. El trágico desenlace de Simancas significaba la inquina del Emperador y
el servilismo del alcalde esbirro, ayuno de cualquier atisbo de vindicativa
grandeza.
Así pues, el carácter y el genio.
No me gustan las moralejas, pero me encantan las comparaciones atrevidas. De
modo que concluí, más o menos, de esta guisa:
Como personas en constante
formación, debemos todos fortalecer el carácter y domar el genio. Suele ser más
fácil aquello que esto, de modo parecido a como el violinista es capaz de
mejorar extraordinariamente la digitación de la mano izquierda, pero no siempre
puede superar la debilidad o la dureza de la diestra, que con el arco pulsa las
cuerdas.
Ignoro lo que al respecto habría opinado mi admirado Paganini, pero no
tardé en conocer la reacción de la violinista aficionada de la tercera fila,
que, aun sin yo pretenderlo, se sintió interpelada o, cuando menos, aludida.
2. Pulsando
las cuerdas de la vida
-
No estuvo mal lo del otro día, señor historiador.
Solo le faltó invitarme a subir al estrado para tocar El trino del diablo[7], a fin
de ilustrar su disertación.
Menos mal que el humo de los cafés –y de
los cigarrillos, entonces fumados en interiores- velaba sus ojos, pues Carmen
me estaba lanzando la más intensa andanada de ellos, mientras valoraba mi
charla comunera.
-
Mujer, no supondrás que mi alusión musical estuvo
hecha en consideración a ti. Si me permites la humorada, entre Paganini y tú no
creo haya más similitud que la del amor por el violín.
Carmen sonrió, no sin un rictus de amargura:
-
Lo del amor no
deja de ser una forma poética de hablar.
Para provocar las confidencias, me retrepé
y fijé mis ojos en su rostro, como aquel que espera escuchar una larga
historia. La suya no fue tal, aunque seguramente mucho más amplia que el
resumen que seguidamente les ofrezco:
-
No me ha llamado Dios por la senda de la música. De
hecho, mi oído es mediano y mi digitación, bastante torpe. Puede decirse que
busco en el violín, más que el deleite personal, la intimidad con mi padre.
Observo tu perplejidad, inevitable en quien, aunque no tan alejado de mis
años, pertenece en el fondo a otra generación, que no vivió la Guerra Civil y
ha crecido pobre en libertades –es cierto-, pero no en medios materiales ni en
afecto.
No tengo contigo aún la suficiente confianza como para contarte mi vida,
ni abrumarte con mi dolor ni mi amargura. Baste decir que mi padre era concertino de la Sinfónica de Castellar
–nombre en exceso pomposo, seguramente, para tan humilde orquesta- y, aunque lo
mataron cuando yo tenía solo siete años, mis mejores recuerdos infantiles lo
incluyen a él, violín en ristre, ensayando, enseñando a sus alumnos o,
simplemente, tocando para alegrarme o llamarme al sueño.
Aquel violín no era precisamente un Stradivarius,
pero mi madre lo escondió en la carbonera, evitando que los energúmenos nos lo
incautaran. Para nosotras era mucho más que un instrumento: era una parte de mi
padre, una seña de identidad, un arma de vida y de belleza. El pobre hizo
compañía a la antracita y las telarañas, esperando a que cesara la violencia y
su dueño fuera un pálido recuerdo. Entonces pasó a ocupar lugar de honor en la
sala, hasta que yo hube de marchar de la casa natal, rumbo a mi primer destino
profesoral.
Mi madre, entonces ya gravemente enferma, insistió en que incluyera el
violín en mi equipaje, como raíz y como enseña. Y yo, aunque talludita y sin
dotes para ello, me empeñé en aprender a tocarlo, como si buscase el tiempo
perdido o pudiera resucitar a mi padre. Y así, hasta ahora; o sea, contando los
de mi padre, sesenta años de ejecución, más o menos. ¡Esta sí que es una
ejecución lenta!
Así dijo, tratando de ocultar con el humor
más melancólicos sentimientos. No andaba yo muy lejos de compartir la
sospechosa humedad de sus ojos, cuando vino en mi ayuda la vena de historiador:
-
Con lo que me has revelado, estimada amiga, se
aclara lo de la sesentena, pero no me
has despejado un interrogante… ¿Qué había en mi comparación de Acuña y
Ronquillo con las dos manos de un violinista, para sentirte aludida o, por lo
menos, reflejada en el símil?
Dejó pasar unos segundos antes de
contestar, no sé si ordenando las ideas o poniendo límites a sus recuerdos.
Luego, suspiró y dijo:
-
La profesora que vino de Albacete, la escritora que
publica en Seix Barral [8], tiene
tras de sí una vida mucho más tensa y sufrida de lo que mis modestos triunfos
académicos o literarios han podido darte a entender. Aquella niña llamada a la
dicha, a la que su padre hacía reír con sus pizzicatos,
ha tenido que soportar pobreza, muerte, enfermedad, desprecios… He aquí mi mano
izquierda, larga, ágil, firme, que ha aprendido a pulsar la vida con precisión
y fortaleza. Pero tú tenías razón: Cuanto más fuerte, me he hecho más
insensible; a más sufrida, más severa. Es el precio que ha tenido que pagar mi
mano derecha, que maneja el arco a modo de látigo o de férula. Dura y fría,
cada vez me parezco más a la imagen que en apariencia ofrezco; hiero las
cuerdas de quienes me quieren, arrancando sonidos chirriantes, desafinados.
Claro, no todos hemos nacido con un violín en la mano, viviendo para él, transmitiendo
por intermedio suyo nuestro ser y nuestro amor. En resumen, muy pocos elegidos
pueden ser como Paganini.
-
Mi querida y pesimista amiga, dicen que a Niccolò le
ayudó mucho el diablo. No pretenderás que…
-
… Del que probablemente no estuvo libre mi obispo Acuña, a juzgar por algunas
descripciones fidedignas[10].
Carmina enarcó las cejas y, cogiendo el
rimero de exámenes por corregir que tenía a su vera, concluyó:
-
Pues lo que
Marfan ha unido, que no lo separen los hombres.
[1] El
irrespetuoso epíteto endiablado alude,
no solo a sus grandes dificultades, sino a la presunta colaboración del diablo
con el gran violinista y compositor Niccolò Paganini (1782-1840), como más
adelante se dirá.
[2] Rebeldes castellanos a la autoridad del rey
Carlos I (emperador Carlos V), que mantuvieron contra su gobierno lucha armada
(1520-1521), hasta su derrota en Villalar y la ulterior toma de Toledo (1522).
[3] No
creo que haya buenas biografías generales sobre el alcalde Ronquillo
(¿1471?-1552), aunque sí obras de polémica o reivindicación: Lorenzo del Fresno
Garcia, Controversia histórica o el
Alcalde Ronquillo, imprenta de A. Avrial, Madrid, 1895; Eduardo Ruiz
Ayúcar, El Alcalde Ronquillo. Su época.
Su falsa leyenda negra, librería Senén Marín, Ávila, 1958 (nueva edición,
1997). Sobre el obispo Acuña (¿1459?-1526), he manejado la siguiente obra:
Alfonso M. Guilarte, El obispo Acuña.
Historia de un comunero, 1ª edición, edit. Miñón, Valladolid, 1979. Para el dramático episodio de la fortaleza de
Simancas (febrero-marzo de 1526), es del todo recomendable la obra de Matías
Sangrador y Vítores, Causa formada en
1526 a D. Antonio de Acuña, obispo de Zamora, por la muerte que dio a Mendo de
Noguerol, alcaide de la fortaleza de Simancas, imprenta de D.M. Aparicio,
Valladolid, 1849.
[4] Sin
duda, Carmina Villalón sería portadora, al menos, de las siguientes obras:
Patricio de la Escosura, El bulto vestido
de negro capuz (1835); Juan Eugenio de Hartzenbusch, El Alcalde Ronquillo (c. 1848), fragmento Muerte del obispo de Zamora; José Zorrilla, El Alcalde Ronquillo o El Diablo en Valladolid (1845); Manuel
Fernández y González, El Alcalde
Ronquillo (Memorias del tiempo de Carlos V) (1868).
[5] Las
leyendas sobre Acuña y Ronquillo integran un verdadero ciclo del que, además de
las dos citadas en el texto, podrían añadirse las relativas a la violación del
Viernes Santo por el obispo Acuña, en la catedral de Toledo (o de Zamora); la
de su resurrección tras la hipotética decapitación (¿) en Simancas, o las muy
numerosas que presentan su ejecución como una venganza de Ronquillo, ejecutada
de propia mano.
[6] El
llamado… Seguramente, el autor alude al llamativo cambio del apellido Velázquez
de Cuéllar por el más vulgar de Ronquillo, producido en tiempos de su padre
(seguramente por un defecto de fonación de este). El apodo pasó a sustituir al
primitivo apellido. Algunos suponen una imaginaria (y absurda) procedencia de una familia del valle del Roncal.
[7] Nombre
dado, por lo menos, a dos composiciones violinísticas (de Tartini y de
Paganini), sin duda, por el virtuosismo de que ha de hacer gala un buen
intérprete de las mismas.
[8] Famosa editorial barcelonesa, fundada en 1911,
con dedicación preferente a la novelística y la narración breve. Desde 1982, se
ha integrado en el Grupo Planeta.
[9] Síndrome
que, entre otras cosas, se caracteriza por la excesiva longitud de las
extremidades, la aracnodactilia y una insólita flexibilidad articular, todo lo
cual pudo contribuir a la gloria de Paganini, si es que lo padeció, como
parece.
[10] Antonio Cabezudo, Antigüedades de Simancas, manuscrito de
1580, que se conoce por transcripciones posteriores, presenta la siguiente
imagen literaria de Acuña: alto, seco, moreno, de dedos largos y ojos saltones y feroces. El autor de este
cuento formula aquí una hipótesis, cuya plausibilidad queda al criterio de los
lectores.
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