Lo inescrutable
Por Federico Bello
Landrove
Preguntémoslo francamente: ¿Sería buena o
mala la reencarnación? ¿Nos ata el pasado? ¿El amor nos hace esclavos o libres?
No son malas preguntas para inspirar una divagación literaria. Con la impagable
ayuda de un viaje en ferrocarril, estas son mis respuestas. Y, si no les
gustan, ya saben: la culpa fue del chacachá del tren.
A falta de otros sentidos, la agudeza del
oído le permite captar la irresistible fluidez de la música de Vivaldi que, a
no dudar, emite en su honor el hilo musical del hospital. No sabe cómo, pero
vence a la pesadez de la sedación y desemboza la cama metálica. Se pone en pie
y, con gotero y todo, emboca el pasillo y su levedad le permite flotar entre
los rostros conocidos de las últimas noches: el residente checo con el que
recordó entre sopores a Janácek y a Kúndera; la guardiana nocturna y su eterna
labor de ganchillo; su hijo Berto, que pasea arriba y abajo en la habitación
escuchando por los auriculares música clásica. Ahora que lo piensa, fue un
fragmento del concierto vivaldiano la última música que oyó, antes de que
apareciese el capellán, sin duda avisado por Merche.
Pasa junto a la cafetería y le llega la
fusión de olores que le hacía insoportables las sesiones de radiación en el
semisótano. ¡Dios, y qué curioso! Detestar la terapia, no por su ineficacia,
sino por el ultraje de la pituitaria. ¿Qué fue lo último que comió, sueros
aparte? A la puerta del nosocomio, la consabida plétora de visitantes y
sanitarios escaqueados. ¡Taxi, taxi! Es inútil, la voz aún no le obedece. Tendré
que ir caminando, por más ligero de ropa que me halle. Caminar, sí,
pero ¿a dónde?
***
Ha resultado llevadero. Helo aquí, sentado
en el avión, rumbo al futuro. Bueno, es una forma de narrar, pues no sabe del
destino, ni acerca de la aeronave, ni propiamente el nerviosismo le deja
descansar. Curioso aparato este, sin otros pasajeros, ni azafatas, ni paisaje
por las ventanillas. De fondo, una pantalla transmite su banquete de homenaje.
Las imágenes son confusas, pero las palabras resultan inequívocas: es su voz,
su deje pausado, sus humoradas benévolamente coreadas con risas. Merche le tira
de la chaqueta, rogándole más brevedad, menos bromas. Parece como si aquel
gesto imaginado lo sujetase efectivamente ahora. Titubea, como entonces, y
pasan por su memoria los últimos tiempos saludables: las clases de francés, con
las ventanas abiertas a su última primavera como profesor; Lucía, en su
sillita, esperando la salida por la verja del yayo; doña Remedios, la
directora, comisionándolo contra su voluntad para controlar la Selectividad. Queridos
colegas, estimados amigos, liberté, égalité, fraternité... et un petit peu de
discipline. Grandes aplausos.
Por cierto, ¿me ha devuelto ya Cristina mis
Cimetières[2]?
Tengo cariño a ese ejemplar, porque es una primera edición.
***
Suena el segundo movimiento del susodicho
concierto, lento, dulce, adormecedor. Con todo, Fabio se siente incómodo.
Redacta la carta a Sara con una prudente dosis de generosidad y de
distanciamiento. ¡Qué joven de aspecto y cuán viejo en el fondo! La nave que lo
lleva parece seguir su derrota, cumpliendo con las apariencias del movimiento
uniforme. ¿O se habrá detenido, tal vez? Pero la carta no se detiene, vuela,
planea, cae sobre un escritorio chippendale. Echa hacia adelante la
cabeza, tratando de identificar el rostro difuso de la receptora. Total, ¿para
qué, si de sobra sabe que es ella? Amigo
para siempre; siempre a tu disposición; podrás estar siempre segura... Siempre, siempre. ¿Cuántos
días es siempre, o cuántas cobardías y traiciones son nunca?
Silencio. La imagen se desvanece; lo último, la carta entre los dedos de Sara,
de uñas bien cuidadas, barnizadas en rojo carmesí.
Vivaldi, siempre Vivaldi. En eso, de la
cabina surge una voz, demasiado ronca para cantar un bolero: Si tú me dices
ven, lo dejo todo. Duele.
***
¡Qué bien cantaba Merche! Es lo primero
que lo entusiasmó de ella. Bueno, y el busto generoso. Siempre ha sido un
admirador de esas galas femeninas. El frío aprieta y nuestro viajero y su madre
y madrina aguardan a la puerta de la iglesia. ¡Esta pérfida costumbre de las novias, de hacerse
esperar! De soslayo, mira hacia el fondo de Santa Clara y cree reconocer en un
banco a toda la parentela de la otra.
Así es como despectivamente llama ahora a Sara, en el fondo, por el crimen
horrendo de habérsele adelantado con su boda. El cierzo resulta bueno para
convocar las sombras. A lo lejos, entre la niebla, se adivina el coche de punto
que, sin duda, trae a su prometida con el lechuguino de su hermanito. Ya están
aquí. Entre el velo, asoma el rostro de Sara, que ríe. Fabio, alucinando, se
sujeta firmemente al brazo de su madre, quien lo empuja hacia el interior del templo.
Tras él, la brillante voz de mezzo de
Merche ataca el aria:
Voi
che sapete che cosa è l’amor,
¡Menos mal que la cantante interpela a las
mujeres! Si hubiese sido a él, no sabría qué haber respondido.
***
El
niño juega a hacer ondas en el estanque. Se siente solo y un poco perdido en
aquel enorme parque sin palmeras, con bustos de bronce que nada le dicen, sin
que el azul del cielo se refleje en el mar. La imagen se vuelve cada vez más
difusa; sus movimientos, lentos; los sonidos, casi imperceptibles. Se le acerca
su madre, con una niña de la mano: Fabio,
esta nena tan guapa es… mi amiga… jugar con ella. El niño, que se llama
como él, se va volviendo más y más pequeño. Mira al suelo, recoge hojas secas,
se empeña en perseguir a los ligeidos[4].
El viajero se anonada. No es sino
minúsculo bebé bidimensional que trata de agarrase a un pezón. Luego…
Las cuerdas atacaron el vibrante tercer
movimiento del concierto y aquel espíritu, mínimo, con pasado pero ya sin
memoria, fue proyectado fuera de su nave, hacia un mundo nuevo, en un entorno
desconocido.
***
La enfermera de guardia en el paritorio
del Royal Children’s Hospital habría jurado que un centelleo fugaz
iluminaba una de las incubadoras. Lo cierto es que el bebé ocupante dormía
plácidamente y las pantallas solo acusaban una leve taquicardia. Leyó la
pulsera talar, sonrió y dijo para sí:
-
Thomas, ¿eh? Pues, al parecer, has nacido con
estrella.
2. La
casa de Sara Alba
Desde que, por imperativo docente, le
habían hecho leer La casa de Bernarda
Alba[5],
a Leticia le parecía que la fachada de ladrillos rojos de su casa, erosionados
y deslucidos, encubría las gruesas paredes blancas de la represión. La calle
del Tinte, a la vera de la Iglesia Mayor, era, para los efectos, el cortijo
andaluz de sus ensueños. La alcoba, con ventanuco a la escalera, apenas era
capaz de acoger la cama camera, la mesilla de noche con el despertador y el
retrato de pared del bisabuelo, que decían había sido diputado y, a lo que
parecía, el último pariente varón digno de encomio. Leticia había llegado a
pensar si, para alcanzar tal consideración, era obligado morirse con la ayuda
de torturas, en la cárcel de Pamplona.
Su abuela había volado al cielo cuando ella
tenía diez años pero, con bastón inclusive, era la viva imagen de Bernarda,
aunque se llamara Sara. La mayor de tres hermanos, le había tocado pechar con
la bradipsiquia de su madre, que afortunadamente murió más bien joven,
quedándose como un pajarito en la butaca, contemplando extasiada cómo ondeaban
las sábanas en el balcón, las que confundía con la bandera republicana de sus
deliquios.
Sara Alba
había tenido que espabilarse para sacar de la miseria aquel hogar, otrora
desahogado, y ahora comido de la ruina y la desolación. Y no es que faltaran
los hombres en la casa (¡ojalá hubiera sido así!). Valentín, su hermano
mediano, había regresado del frente lleno de piojos y con la mano derecha
anquilosada. Como había sufrido la invalidez combatiendo con los vencedores, le
quedó una mínima pensión y una patente de vendedor ambulante de lotería. Las
lenguas ociosas decían que se beneficiaba a su jefa, una viuda de buen ver, con
administración en el Corrillo. Lo cierto es que se había convertido en el señorito
que la guerra no le había dejado ser: bebedor, indiferente y parásito de su
familia por la sangre. Sara gruñía, pero
tragaba. Valentín –siempre la mejor habitación, la carne más magra-
dejaba caer de ciento en viento un billete de cinco duros y susurraba zalamero
a su hermana:
-
Sara,
cielo, plánchame bien el pantalón, que parece que vendo más, cuando voy mejor
vestido.
Un día, por desengaño o por desfalco, la
viuda lo despidió disciplinariamente y
Valentín pasó a rentista-sableador con dedicación exclusiva: de los solitarios
en casa, al dominó en el Café Nacional.
No obstante, los pantalones debían seguir teniendo la raya bien trazada y los
billetes de veinticinco pesetas trocábanse como mucho en monedas de a duro.
Leticia aún acertó a lograr alguna de propina en los últimos tiempos, poco
antes de que el tío falleciese de un cáncer de próstata. A juzgar por el gentío
que fue al entierro, fue el miembro más popular de la antaño ilustre familia de
los Colmenares.
***
Aquello fue por el año sesenta, muy poco
después de que la abuela Sara soltase el bastón y dejase por defunción la casa
en manos de la madre de Leticia. Pero, mal que me pese, todavía he de
presentarles a un par de hombres más.
El hermano menor de la abuela Sara había salido
más listo que el hambre, y nunca mejor dicho. Libró de las armas por la edad y
fue simultaneando los estudios con algún pequeño trabajo ocasional. Su hermana
mayor –que lo adoraba- no habría permitido que perdiese un solo sobresaliente
por repartir comestibles o despachar gaseosas. La carrera de abogado costó
bastante más, pues un Colmenares no tenía derecho a beca, por definición. Entre
las matrículas de honor y los trabajos de mecanografía para el amable letrado
del primero derecha, había sobrevivido en el proceloso mar del aprendizaje de la jurispericia, sonora frase de
don Teodoro, el catedrático de Derecho Civil. Luego, pasantía con Mendizábal, el águila de la ley, y apertura de un
pequeño pero expansivo bufete en la calle del Perú.
¿Había llegado el momento de recoger los
frutos? No tal. Francisco, prometedor abogado en aquella mefítica familia de
izquierdas tuvo a bien, por amor o por prudencia, emparentar rápidamente con
Pitita Cifuentes, hija de un óptico de frente a Correos, con un buen pasar y un
mejor currículo de camisa vieja[6].
Sara y su flamante cuñada tarifaron a primera vista, cosa lamentable que puso a
Paco en la disyuntiva de optar entre su mujer y sus deudos. El letrado eligió
sabiamente y, aún lamentándolo mucho, dejó a sus deudos con sus deudas.
Dios aprieta pero no ahoga. Quiero decir
que la pobre Sara, digna de las páginas de Perrault o de los hermanos Grimm, no
dejó de tener su momento de felicidad. Lástima que fuese solo un momento, con
lo cual casi todo queda dicho.
Fabio Delclós era hijo de un diputado de
Esquerra Republicana por Gerona, del que, sin duda, muchos de ustedes habrán
oído hablar. Por vía paterna, Fabio y Sara habrían tenido escasas posibilidades
de conocerse, dado que el padre de esta –el señor del cuadro- tenía muy poca
simpatía hacía los catalanistas. Pero las madres respectivas habían sido
compañeras en el colegio de las Teresianas de Castellar y podían mantener
amistoso contacto, gracias a que Juanita Alcalleres de Delclós no perdía
ocasión de visitar a sus familiares castellarenses y de frecuentar a sus amigas
de toda la vida. Decían que, en uno
de esos viajes, los niños Sara y Fabio habían estado jugando a los cromos junto
al estanque del Campo. Al menos, eso es lo que le recordó aquella a este,
muchos años después, con la matización consiguiente:
-
Bueno,
jugar, lo que se dice jugar, no mucho. Tú te dedicabas a coger bichos y yo
tenía prohibido por mamá andar con porquerías.
Fabio, ya todo un señor profesor, se echó
a reír de muy buena gana. No recordaba la anécdota, pero era muy verosímil, a
juzgar por su afición a las disecciones entomológicas. Puntualizó:
-
En
efecto, yo era entonces un perfecto cochinón. Menos mal que me pulí en París,
con mis padres, y luego con los tíos en Barcelona. Ahora, aquí donde me ves, me
dedico a torturar con refinamiento francés a especímenes de dos patas.
Habían congeniado desde el primer momento.
Todo los unía: pasado, ideología, manera muy seria de ser. Contra lo que Sara
había temido al principio, a Fabio se le daba un ardite su pobreza, sus
trabajos serviles, la falta de
cultura libresca. Se encontraban a gusto juntos. Hasta ahí, Leticia tenía las
cosas claras. Cuando se perdía en los vericuetos de la historia familiar era a
la hora de explicarse cómo una pareja tan conveniente se había venido abajo en
un instante. Era tradición sin confirmar que ello había sucedido en el baile
ferial de La Pérgola, uno de los pocos días que Sara lograra encajar a su
hermano Paco el cuidado de su madre. En cuanto a Valentín, si no andaba
mariposeando por la misma verbena, estaría tomando el último clarete con jamón
de mono[7] en la
taberna de Onsurbe.
-
Sara,
cariño, me sale una plaza que ni pintada en el Instituto San Isidro de Madrid. Fíjate qué oportunidad para simultanear con
clases en el Liceo Francés, o en la
Universidad.
La chica tuvo que agarrarse de Fabio más
de lo debido, para no caerse. La sugerencia implícita era inequívoca: Cielo, deja todo lo que te ata a tu familia
y a tu pasado y huye conmigo. ¿Qué hacer? El vocalista le
envió la respuesta en brazos del viento: Si
tú me dices ven, lo dejo todo.
-
Entonces,
¿qué me dices? ¿Vendrás conmigo?
-
Pero ¿es
que tienes ya decidido lo de Madrid?
-
Mujer,
te consta que mi venida acá fue pura chiripa. A mí, Castellar me agobia.
-
Ya, pero
sin preparar primero un poco las cosas... Sabes lo necesaria que soy en casa.
-
Podríamos
mandarles algo de dinero. Yo, en Madrid, ganaría bastante más.
Sara empezaba a perder los estribos.
Aquella falta de preámbulos y de tacto…
-
No sabes
cómo lo siento, Fabio, pero no puedo marchar por ahora, salvo que me lleve la
familia conmigo.
Fabio perdió el compás y salieron
lentamente de la pista. Volvieron a sentarse a su velador. Él, mirando hacia
los rosales, insistió:
-
No es
solo Castellar lo que me agobia; es también tu familia. Me siento incapaz de
cargar…, perdón, de convivir con todos en la misma casa.
-
Lo
comprendo, pero hazte cuenta de mi situación. Dame tiempo.
En fin –imaginaba Leticia-, que como la
abuela Sara hay pocos, para bien y para mal. Con ella rompieron el molde del
sacrificio personal. Fabio no transigió y marchó a Madrid al comenzar el curso
siguiente. Hasta ahí, todo normal, razonable, cotidiano. Lo que la abuela no
podía consentir –y ello le amargó la vida- fue la persona elegida por su amor
frustrado para reemplazarla. ¡Nada menos que Merche, la de Monsalve, uña y
carne de Pitita, la novia de su hermano! ¡Como que la había debido de conocer
por medio de él! Cuando se enteró, no salía de su asombro:
-
¿Será posible
que el desgraciado se timara con esa señoritinga cuando todavía me hacía
arrumacos a mí?
Le hervía la sangre y ya se sabe que no
hay peor río para salirse de madre que el de llanas y plácidas orillas. No se
le ocurrió mejor cosa que dar, al fin, palabra de matrimonio a Matías, dueño de
la panadería donde Sara se surtía, y del que sus amigos no sabían bien si su
querencia por la moza era un desvarío político o un capricho de macho
insistente y pretencioso. Tampoco lo sabía Leticia, para quien el genio y las
formas hombrunas de su abuela, cuando vieja, no le dejaban ver las prendas
atrayentes de su juventud. En fin, que Sara se comprometió con Matías, a
una doble condición:
-
Mi madre
está ya muy mal y no puedo abandonarla. Y la boda tendrá que celebrarse en
seguida, para que la pobre, pueda verme casada.
No dejaba de ser una mala disculpa,
estando la pobre señora casi como un vegetal. Matías lo dio todo por bueno y
así pudo tener Sara un último triunfo moral, a costa del orgullo de Fabio. Este,
por consideración a Paco, tragó quina, acudió al casamiento y, a la recíproca,
no dejó de invitar a su himeneo a todos los Colmenares. De hecho, fue de órdago
la melopea que se allí cogieron a dúo Valentín y Matías. Un día es un día.
3.
Quien
bien te quiera...
Si su abuela Sara era, para Leticia, la Bernarda
Alba del drama, a su madre le asignaba el papel de Adela, en el caso
de que esta no se hubiese suicidado. Lo tenía más difícil para el casting de
Pepe el Romano, por la sencilla razón de que no conocía a su padre. Pero
no adelantemos acontecimientos y volvamos al matrimonio del panadero y la
costurera, vale decir, de Matías y de Sara.
Tendremos que darnos prisa pues, como era
de esperar, la convivencia acabó pronto. Y no es que Matías se llevara mal con
los Colmenares: de hecho, toleraba las miserias de su ensimismada suegra y se
corría alguna francachela con su cuñado el lotero. Con Paco, poco hay de qué
hablar, pues por aquellas calendas tenía ya un pie en la calle del Tinte y otro
con su novia y su despacho profesional. Tampoco se trataba de que Sara hiciese
ascos a atender la panadería pues, al fin y al cabo, vivían de ella mejor que
con la costura. La cuestión era que su marido resultó gastador, borrachuzo y de
manos largas. Mal que bien, Sara lo sufría y volcaba todo su afecto en la
pequeña que habían tenido al año de casados. Matías se creció y llegó a creer
que todo le estaba permitido impunemente. Se equivocaba: la hija del diputado
tenía su límite y este lo alcanzó cuando, de boca de varias clientas, le llegó
a los oídos la infidelidad de su esposo con una pescadera del mercado de Portugalete.
Por una vez, la ayudó el tener un hermano
abogado. Un lunes de Pascua, Sara no apareció por la panadería. A la hora del
almuerzo, Matías se encontró con la cerradura cambiada y un par de maletones a
la puerta. Sus estrepitosas llamadas tuvieron respuesta en la fornida figura de
Paco quien, en el rellano y en voz baja, le explicó la situación y sus razones,
concluyendo con estas palabras:
-
Si echas
en falta algún efecto personal, me llamas al bufete y hablaremos. Por lo demás,
dentro de unos días recibirás del Juzgado copia de la demanda de separación.
-
¡Qué
separación, ni que…! Y, además, está la niña.
-
…Que
tiene tres años y adora a su madre. Como es natural, tendrás el derecho de
visitarla y el deber de pasarle pensión alimenticia.
Aquello de la pensión le bajó los humos.
En aquel entonces, Castellar era un pañuelo, pero Matías trasladó la tahona al
barrio de Las Delicias y no hizo por dejarse ver, ni él, ni la ayuda económica
que el juez le impuso. Sara volvió a la costura y su hija, a crecer y educarse.
Elvira –esa era su gracia- se crió, pues, sin padre. Algo así como lo que
podría haberle pasado a un hipotético vástago de Adela y Pepe el Romano
-imaginaba Leticia-. Además, en aquellos tiempos no se llevaban aún las
lucubraciones genéticas: una hija sin padre era una huérfana, para todos los
efectos. Lo del cincuenta por ciento del ADN todavía tendría que esperar unas
décadas.
***
Crecer
y educarse. De lo primero, no había ninguna duda: Elvira era una real moza,
hermosa y firme, por más que la vida no le hubiese sido fácil ni saludable. En
lo tocante a la educación, Sara hizo el esfuerzo de no sacarla de la escuela
hasta los catorce años, si bien contaba con ella para las faenas domésticas y
los recados del taller. Con eso y las lecturas al anochecer de la expurgada
biblioteca familiar, la chica tuvo bastante para su modesta vida social y para
colocarse en la perfumería La Moderna,
al concluir sus estudios.
Debió de ser por aquellas calendas, cuando
el viaje de Fabio a Castellar, para formar parte de un tribunal de reválida. Es
muy probable que hubiese visitado la ciudad en otras muchas ocasiones
anteriores: de hecho, Paco hablaba con frecuencia de él y de Merche, de sus
progresos individuales y de sus desavenencias de pareja. Pero lo cierto es que
esperó a aquel mes de junio, para visitarlas formalmente. Me confesaba Leticia,
maliciosa, que tanta amabilidad tal vez se hubiera debido a que, esa vez, Fabio
viajaba sin su esposa.
La tradición no escrita de los Colmenares
recoge que Sara y Fabio se reunieron en el salón de la casa, ante un aromático
café y aquellos dulces de El horno
francés, que tanto gustaban al profesor de esa lengua. Elvira, tras la
oportuna presentación al invitado, fue conminada a retirarse a la lejana sala
de costura –al otro extremo de la casa-, a pegar los botones de las camisas en
hechura. Y así lo cumplió la niña, durante unos minutos, volviendo
sigilosamente luego con un par de prendas y los útiles de costura, para
agazaparse en la pieza contigua y pegar la oreja al tabique medianero con la
gran sala. En aquel momento, estaba hablando Fabio:
-
… Así
que recibiste mi carta. Al no obtener contestación, tuve mis dudas.
-
En
efecto, la recibí y te la agradecí sinceramente, pero…
-
… Pero
no tanto, como para contestarme.
Sara, sin duda, se sintió molesta con este
reproche, apenas encubierto, y se sinceró:
-
Verás,
Fabio, no es fácil para una mujer, separada y pobre, recibir una generosa
ofrenda de amistad y de ayuda y no aceptarla. No obstante, lo hice así y no me
arrepiento de ello. Cada cual debe pechar con las consecuencias de sus actos y
no contar con antiguos amigos. Si, al
menos, tu carta hubiese sido una más entre muchas… Pero así, de golpe y
porrazo, me pareció –no sé- provocada por otros, o fruto de sentimientos
irrecuperables. En fin, no sé cómo explicarlo, pero entonces estaba muy agobiada y, tal vez, no
hice lo correcto y cometí una grosería.
-
Tú lo
dices, tal vez, pero lo pasado,
pasado está. Ahora soy yo quien dice tal
vez. Tal vez podríamos sentirnos nuevamente próximos, fraternales. Tu hija…
Sara decidió cambiar de tema, en vista del
camino que Fabio tomaba:
-
Por
cierto, no me has hablado de los tuyos. ¿Cuántos hijos tienes?
-
Dos,
Roberto y Alejandro…
Las tijeras se escurrieron de las manos de
Elvira y, tras rebotar en el mullido asiento de terciopelo, cayeron contra los
baldosines, con lo que a la desobediente pareció un estrépito morrocotudo.
Maldiciendo su suerte, salió escopetada de puntillas, pasillo adelante, hasta
empotrarse en el sofá del cuarto de costura. ¡Adiós confidencias robadas al
tabique! Pasó un buen rato y, al fin, abrieron la puerta y oyó la voz de su
madre:
-
Niña,
que se va el señor. Ven a despedirte.
El
señor le dio un beso en la frente y prometió:
-
Me dice
tu mamá que vas a emplearte en una perfumería. En esas tiendas, saber un poco
de francés es importante. Te haré llegar algunos libros muy elementales y, con
la ayuda de tu madre…
Tiempo después, Elvira relataría a su
hija:
-
La
abuela y el profesor se despidieron con un apretón de manos muy largo. Luego,
ella regresó al salón, cerró la puerta y se estuvo allí hasta la hora de
preparar la cena. Yo estaba muy nerviosa, como puedes figurarte, pero no hubo
reacción ninguna a la caída de las tijeras. Días después, recibí los libros
prometidos. Por la librería andan, empaquetados, tal y como llegaron. A mí,
maldita la falta que me hacían y, en cuanto a la abuela, no volví a oírle una
sola palabra sobre aquel caballero.
Leticia imaginaba en qué habría quedado la
magna tragedia lorquiana, si las mujeres hubieran sido capaces de encerrar el
caballo de Pepe el Romano en una
cuadra sin puertas, como su abuela Sara había sepultado aquellos libros con
aroma a Fabio entre los anaqueles de una librería. Ahora empezaba a comprender
su aseveración, que siempre aplicaba a otros, como si ella ya estuviera por
encima del bien y del mal:
-
Niña,
quien bien te quiera no te hará llorar.
4. Perfumes,
acordes y texturas
El año 1949 fue de aquellos que no se olvidan. Empezó con el óbito de la
bisabuela Esperanza, aquella que se quedaba arrobada viendo ondear las sábanas
tendidas al oreo. Tuvo que morirse, para que Elvira tuviera por su madre la
confirmación de lo que suponía:
-
Pobre mamá –le dijo durante el velatorio a la
esposa del abogado del primero-. Desde que se llevaron a mi padre los
militares, no volvió a ser ella. Y fíjese, doce años ya se han cumplido de aquello.
Había otro motivo de que aquel año fuese inolvidable en la familia
Colmenares. Ese fue el nacimiento de Leticia, para San Esteban[8]; y eso sí que requiere una
referencia más detallada.
El final de la Segunda Guerra Mundial propició el retorno de la
perfumería francesa al primer lugar en España. Elvira, ya una pollita,
contaba con el favor del encargado de La Moderna, cosa nada peligrosa
para la moral, dado que el buen señor era un completo y notorio afeminado. Las
dueñas iban poco por el negocio y, cuando lo hacían –apenas visibles entre
capas de maquillaje y perifollos-, siempre tenían alguna palabra amable hacia
su modesta empleada:
-
Elvirita, estás monísima. ¿Qué tal tu mamá?
Eran los restos, sin duda, del respeto hacia las buenas clientas de
antes de nuestra guerra. A ella le hacía feliz y sonreía, imaginando a la Sara
del día con casquete floreado y blusa de encajes, como en los buenos tiempos
del pasado.
Iba de medio luto por su abuela recién fallecida, cuando apareció por la
perfumería un representante de la casa Guerlain, chapurrando el castellano con
tremendo acento gabacho. Guapo, espléndidamente trajeado y oliendo a Mouchoir[9], pronto estuvo rodeado por
toda la plantilla de la tienda, incluido –por supuesto- Basilio, el encargado.
Sylvain Rivarol repartió sonrisas, donosuras y muestras gratuitas a diestro y
siniestro, dejando bien claro que su visita era una especial consideración de la Casa para con la perfumería más
afamada de la zona. Recibió parabienes y pedidos. Luego, formuló una solicitud,
que dejó un poco descolocado al personal:
-
¿Podrían
ustedes indicarme el camino hasta El
horno francés? Trabaja conmigo en París un emigrado que me ha encarecido de
tal modo sus dulces, que no quiero partir sin adquirir algunas cajas. Tal vez,
lo hayan conocido: se trata de Monsieur
Garrote.
No era muy
conveniente el derrotero que tomaba la conversación: conocer a cierta gente
estaba entonces mal visto. Basilio suspiró por no poder acompañar al adonis,
pero su categoría hacia inadecuado que se ausentase en horas de trabajo.
Ordenó:
-
Elvira,
acompaña tú al señor.
***
Cuando llegamos a
este momento, Leticia calló, se cerró en banda y no hubo forma de que me diera
más detalles de aquel episodio, que había comenzado con una dulce compra de exquisiteces
y concluyó en el dulce encargo de la
niña que ahora, ya mayor, me contaba las batallitas de la calle del Tinte. Se
explicó:
-
No
vayas a creer que lo hago por mojigatería, o porque no quiera sacarle los
colores a mi madre. Es que, realmente, nunca me contó los detalles de aquello.
Hasta es posible que, novata y un poco ñoña, como era entonces, tenga de todo
ello una mezcla de vergüenza y confusión.
-
Pues
no está tan desorientada, a la hora de recordar el nombre y apellido de su galán.
Leticia se echó a reír:
-
¿Pero
no te has dado cuenta de que es un seudónimo? Nunca hubo un Sylvain Rivarol en
la casa Guerlain. Me he encargado de comprobarlo por varias fuentes. Por lo
demás, no tengo más deseos de conocer a mi padre, que las que él ha mostrado en
cuarenta años de conocerme a mí.
Agotado este tema,
volvimos a tomar el hilo del relato:
El embarazo de
Elvira constituyó todo un mazazo para aquella casa que, mal que bien, iba
saliendo del duelo y las penurias. Sara tomó providencias de forma fulminante:
no en vano estaba acostumbrada a bandearse sola y a criar así a su hija. Como
le confesaba a Valentín –por un tiempo, más responsable y juicioso-, no le
importaba que lo que viniera tuviese que salir adelante sin padre –total, para lo que sirven algunos…-, ni le afectaba la extrema juventud de la futura
mamá –ella se lo buscó: hay que responder de los propios actos-, sino el baldón
moral para la familia de Colmenares, cuando ya iban quedando atrás maltratos y
desprecios. Si de ella hubiera dependido, Elvira habría ido a pasar la preñez
en el otro extremo del mundo y su fruto allí habría quedado, al cuidado de
quien lo quisiera. Su hermano, expeditivo, le sugirió una fórmula más drástica:
-
Yo
de esas cosas no entiendo, pero Isidora sin duda conoce a quien pueda hacerlo.
Todo es tener algo de dinero.
-
Valentín,
repuso Sara, eres un bestia. Mientras viva su abuela, a ese niño no le ha de
faltar una cuna ni un trozo de pan. Esas cosas, para la Isidora y otras como tu
querida.
-
Mujer,
no hay que faltar. Ella de esto no sabe nada. Era solo una ocurrencia mía.
En resumen, Elvira
dejó su trabajo y retornó al taller del Tinte, para ayudar a su madre. Salió
durante la gestación lo menos posible de casa y, al fin, el ilustre doctor
Laguna, médico de los Colmenares mientras
mi pecho aliente, ayudó a traer al mundo, no a un niño, sino a una preciosa
niña igualita a su madre, salvo en la rubicundez, indudable don del perfumista
de allende los Pirineos. El sexo de la neonata redundó en fortuna suya, pues la
abuela se tranquilizó, acostumbrada como estaba a confiar en las mujeres mucho
más que en los varones. Y, de su parte, Valentín se mostró por un tiempo mucho
más familiar y generoso de lo habitual; algo que con pomposidad afirmaba,
mientras empujaba el carrito de Leticia entre la endiablada niebla
castellarense:
-
En
cuanto la cojo yo, deja de llorar. Y es que tengo mano para las mujeres.
¡Ya lo creo que la tienes!, apostillaba
invariablemente Elvira.
***
Es probable que el
gabacho legase a Leticia algo más que
su precioso cabello rojizo. La niña tenía una preciosa voz de soprano que, de
haberla cultivado, la habría llevado lejos. Yo acerté a escucharla en una
velada de Santo Tomás de Aquino, en el Instituto, cuando estudiaba el último
curso del bachiller y ella era –para mí- una señora de muy buen ver. Seguro que eso me atrajo más que el
programa musical, que yo no recordaría, de no contar con la inestimable ayuda
de su conservación por mi interlocutora de hoy. Nada menos que Pensar en él y Una voce poco fà[10].
Se diría que en aquel mundo suyo, que ella transmutaba en la casa de Bernarda Alba, la música clásica era el lenitivo de sus
tristezas y la mejor maestra de su sensibilidad. La voz y la guitarra eran la afirmación
de su personalidad y enfrentamiento al mundo. Aquí estoy y nada podrá
impedírmelo.
No todo en ella
era tan notable como su voz y su oído musical. En opinión de sus profesores era
distraída, algo tarda de comprensión y de no feliz memoria. Resultaban
obstáculos formidables para estudiar una carrera. Elvira, ya dueña y señora del
taller familiar, aceptaba de mal grado aquellas valoraciones, tan negativas
como coincidentes. Pero a duras penas concluyó el bachiller y su madre se lo
planteó francamente:
-
Leticia,
cariño, ¿no preferirías cambiar el martirio de las lecciones por el de la
máquina de coser?
La chica, en uno
de esos prontos que le daban, echó los brazos al cuello de su madre, mientras
bromeaba:
-
¡Claro
que sí, mamá! Por lo menos, mientras cosemos, podré cantar.
Y así la conocí yo,
la primera vez que acompañé a mi madre a una prueba. Cantaba a media voz no sé
qué tonadilla, mientras Elvira se ocupaba de mi madre y su chaquetón de
cheviot. Al concluir, me guiñó el ojo y dijo:
-
Como
verás, aquí no necesitamos canario.
No sé cómo superé
mi timidez de niño, para responderle:
-
Cantas
muy bien.
-
¡Toma!,
y otras muchas cosas. Si vuelves por aquí, te haré una demostración.
Una vez en casa,
relaté a mi hermana pequeña lo sucedido y debió picarle la curiosidad pues, a
la siguiente vez que mamá fue de pruebas, Silvia insistió en acompañarla,
prometiendo la más completa de las quietudes. Yo, la verdad, no estaba para
tales visitas, teniendo en perspectiva un buen partido de fútbol. Así que, a su
regreso, mi hermana nos contó asombrada, a mi padre y a mí, lo sucedido:
-
…Y
se vendó los ojos para no ver y acertaba todas las telas y luego los muebles y
hasta los colores…
Mamá aprovechó la
pausa de Silvia para coger aire y explicó mucho más comprensiblemente:
-
La
hija de la modista, que es un prodigio de tacto, en sentido estricto. Es capaz
de distinguir, con solo tocarlo, cualquier tejido, o la madera de que están
hechos los muebles sin lacar. Y lo mismo, con otras muchas cosas. Es un
verdadero don natural.
-
¿No
será que anda mal de la vista?, apuntó mi padre. Los ciegos y quienes no ven
bien suelen desarrollar mucho más el tacto.
-
No
lo parece –indiqué yo-. No lleva gafas.
-
Sí
que lleva, me contradijo Silvia, como de costumbre. Se las he visto puestas.
Por una vez, mi
hermana no tenía razón. Entonces, la de las gafas era Elvira.
5. El paraíso perdido
Nunca me preocupó
mi diferencia de edad con Leticia: ¿diez, doce años, tal vez? Yo aprendí con
ella a superar mi timidez y a tratar a
las chicas, como denominaba esa ciencia arcana y empírica, que, adolescente
de una época de represión, tanto necesitaba. Más difícil me resulta de imaginar
lo que ella encontraba en mí para sentirse contenta en mi compañía. Tal vez, mi
concentrada atención a su inacabable charla; o acaso mi apellido, tan cercano
en el destino al del señor del cuadro;
o, más allá del materialismo y del tiempo, ese insondable atractivo
interpersonal, que ahora damos en llamar química.
Todo aquel mundo era nuestro, solo nuestro, claro, libre, con olor a cera de
carnauba y ecos de frufrú.
Aquel paraíso, que
yo frecuentaba con cualquier pretexto, fue diluyéndose en la barahúnda de la
juventud, cuando creí saberlo todo. Camino de la Facultad, los pies me llevaban
a la calle del Tinte, hasta que aprendí a echar por el desvío. Ahora, cara a
cara con Leticia, no imagino mi pasado sin su sonrisa, ni acierto a explicarme
la necedad de mi alejamiento. Pero ella tiene disculpas para todo lo mío:
-
Las
cosas cambiaron mucho por aquel entonces, no vayas a creer. El hijo menor del
abogado del primero presentó a mi madre a uno de los encargados de Galerías Preciados, que iba a abrir
almacén en Castellar[11]. La entrevista resultó
positiva y nos convirtió en arreglistas de aquel emporio, lo que implicaba
alquilar algún local amplio y emplear a otras oficialas. Esta casa pasó a ser
una mera vivienda, solitaria la mayor parte del día.
-
Dices
que la entrevista resultó positiva. ¡Y
tanto!
-
¡Vaya,
ya salieron los trapos sucios! En
fin, sabes que estás en lo cierto. Mi madre se entendió durante un tiempo con
aquel encargado y, aunque lo hizo de forma muy discreta, yo me sentí distante
de ella y decidí establecerme por mi cuenta. Así que no hay mal que por bien no
venga.
¡Qué tiempos
aquellos! Mi noviazgo con Clara; la licenciatura y la oposición; la libertad
política recién estrenada, que Elvira celebró colocando el retrato de su abuelo
en el salón, sobre una consola ornada de flores, como si se tratara de un santo
laico. Luego, mi debut profesional en La Coruña y la boda en la intimidad, por
el reciente fallecimiento de mi padre.
-
¿Te
acuerdas de la sorpresa que te llevaste al entrar en la tienda y verme?
¡Claro que me
acuerdo! Clarita se empeñó, contra todo precedente, en que la acompañase a la
primera prueba del traje de novia. Era una mínima boutique en la calle de la Pasión -¡adecuado nombre para tal evento!-
y allí estaba Leticia, un poco más ajada y un bastante más gruesa de lo que la
recordaba.
-
En
realidad, Luis, para mí no fue ningún imprevisto. Os había visto juntos más de
una vez y, luego, al apuntar los datos de Clara y charlar con ella tomándole
medidas, lo confirmé. Por cierto, fue una acertadísima elección.
-
¿La
del vestido de bodas?
-
¡Tonto!
La de la novia.
-
Solo
tuve que procurar que se pareciese a ti.
***
Aquella tiendecita de vestidos de novia se
ha convertido hoy en una peletería amplia, en cuya atención se reparten los
dueños, Leticia y Thomas, con un par de empleadas y un mozo de taller.
Precisamente ahora nos encontramos en la trastienda, perdidos en los meandros
de esta interminable narración. A fin de cuentas, ¿quién soy yo para decidir
cortar las confidencias de Leticia sobre la saga de los Colmenares?
Lo de Thomas nunca
me ha resultado comprensible. Que un melburniano[12], casado y cuarentón,
venga a Castilla a comprar ovejas merinas con las que mejorar sus rebaños,
pase; pero que, habiendo encontrado a Leticia, lo deje todo por ella y monte
una peletería, me parece algo increíble, por mucho que valga la señora. A la
feliz pareja todo se les vuelve decir que están hechos el uno para el otro, que
tienen afinidades increíbles, o que los ha unido el destino. No me parece una
forma correcta de concluir un relato verídico, esa de apelar al retorno al
pasado, la transmigración de las almas o los dejà vu[13].
He vuelto, pues, a
la vieja casa de la calle del Tinte. Allí me espera doña Elvira, todavía arrecha, que parece contenta de verme y con la
que recorro de nuevo el interminable pasillo y visito aquellas habitaciones que
fueron antaño el escenario de mis sueños. En la alcoba de Leticia, el gran
despertador redondo ha sido sustituido por una foto de novia, en marco de
plata. Ahora que me percato, ni ella ni yo hemos asistido a nuestras
respectivas bodas.
El sol de la tarde
acaricia de soslayo la baranda del balcón. La sala que sirvió de obrador se ha
convertido en improvisado cuarto de estar, por obra y gracia de un amplio sofá,
aparejado de cama. Nos sentamos a la camilla. Señalo:
-
La
vieja Singer[14]. Seguro que todavía le da
al pedal.
-
Me
falla la vista. Por lo demás, mantengo la carcasa, pero le he acoplado un
motorcito.
La conversación
languidece. Nunca tuvimos, ella y yo, mucho que contarnos.
-
Bien.
Vamos con lo de Thomas.
Se levanta y me
precede hasta el aposento ciego en que, desde siempre, tuvieron la librería.
Más de una vez estuve allí con Leticia, para que me prestase algún volumen, de
historia o animales, mis predilectos.
Elvira escudriña
en los estantes inferiores del armario-biblioteca. Me señala un paquete de
tamaño mediano, envuelto en grueso papel sepia, cuidadosamente encordado con
bramante. Una cuartilla blanca pegada, con señas y sellos antiguos, evidencia
que se recibió por correo. Permanece lacrado. Mi guía pregunta:
-
¿No
te ha contado Leticia sobre este paquete?
Niego. Nos encaminamos nuevamente a la
sala. Me explica:
-
Fue
la primera vez que Thomas vino a esta casa. Leticia, ya sin duda interesada por
él, le fue enseñando hasta los últimos rincones. Yo, prudente, me quedé donde
estamos ahora. Al llegar a la biblioteca, escuché bien distinta la voz del
australiano, que decía: Pero cómo, ¿no
habéis abierto todavía el paquete de los libros franceses?
-
Así
de claro… ¿No le parece una construcción un poco complicada para quien apenas
se manejaría con la lengua castellana?
-
¡Toma!,
pues ahí está el busilis, respondió
Elvira risueña, como una niña que disfruta sorprendiendo a un listillo.
***
Así quedó por
entonces la cosa. Solo años más tarde, según he ido sabiendo más detalles y
adquiriendo soltura con las palabras, me atreví a poner un inicio fantasioso a
este, por lo demás, verídico relato: Es cuanto se recoge en su capítulo
primero. Así que, si no les gusta la literatura de ficción, lo olvidan y en
paz.
Para mí que, de
actuar así, habrían hecho un flaco negocio.
[1] Seguramente, en Sol mayor, RV 532, obra de
Antonio Vivaldi (1678-1741).
[2] Supongo que la referencia completa será a Les
grands cimetières sous la lune, obra literaria y política de Georges
Bernanos, sobre la guerra civil española, aparecida en 1938 (en Paris, edit.
Plon).
[3] Breve y muy conocida aria de la ópera
mozartiana, Las bodas de Fígaro. Su
traducción podría ser: Mujeres, vosotras que sabéis lo que es amor, ved si yo
lo tengo en el corazón.
[4] Lygaeus saxatilis, chinche de campo rojinegra, de buen tamaño y muy
abundante en los parques españoles.
[5] Obra teatral de Federico García Lorca,
escrita seguramente en 1936, pero estrenada en Buenos Aires en 1945. En lo que
sigue, se hacen alusiones a esta tragedia y a algunos de sus personajes.
[6] Expresión bien conocida en la España
franquista, alusiva a los falangistas de primera época.
[7] Expresión coloquial, usada corrientemente,
para referirse a los cacahuetes.
[8] Este santo se celebra el 26 de diciembre. No
obstante, Leticia me ha invitado algunos años a su natalicio el 27. Incluso, le
he gastado en ocasiones la broma de, si llegas a retrasarte un poco, habrías
sido una Inocente. En fin, minucias.
[9] Si no estoy equivocado, la fragancia Mouchoir
para caballeros apareció en el mercado en 1904, siendo el más antiguo
perfume Guerlain pour monsieur.
[10]
Son dos conocidas arias, respectivamente, de las óperas Marina, de Arrieta, y El
barbero de Sevilla, de Rossini.
[11] No descubro nada que ustedes no sepan, si les
recuerdo que dicha apertura se produjo en 1974.
[12] Como la palabra no figura en el Diccionario
de la Real Academia, me siento obligado a indicar que aludo a un natural o
vecino de Melbourne, gran ciudad australiana, capital del Estado de Victoria.
[13] Sensaciones de haber conocido o vivido lo
que, en realidad, es nuevo o no experimentado. La palabra científica exacta es paramnesia.
[14] Marca de conocidas máquinas de coser, fundada
en Nueva York en 1851.
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