Rosas para la
eternidad
Por Federico Bello
Landrove
Dos escritores purgan sus pecados literarios meditando indefinidamente sobre ellos en un mismo cementerio. ¿Quiénes
son, o fueron? ¿Qué los ha llevado allí? ¿Hay entre ellos algún nexo conocido? ¿Cómo
podrán lograr al fin que se haga la luz en su alma? El presente relato les dará
respuesta.
1. La sentencia
Pecaste de soberbia, censurando la justicia
de los planes divinos y culpando a Dios del triste sino de la mujer en la
Historia. No entrarás en la Gloria hasta que, reflexionando sobre la Biblia de
la que mal usaste en el mundo, alcances a comprender el designio divino y a
conformarte plenamente con él.
¿Cuánto hace que,
sentada en el zócalo de cualquier sepultura, o en la basa de la cruz -bajo la
dulce vigilancia de Santa Rosalía[1]-,
repasa incesantemente las páginas ilustradas de su biblia de tres reales,
leyendo una y otra vez los inicios del Génesis[2]?
Nada la distrae en este camposanto inusitadamente desierto, en que las tumbas
se abren por arte de magia y las flores se posan sobre las lápidas como traídas
por el viento[3]. Todo lo
preside esa capilla blanca, donde Clara y Rosalía fungen de arcángeles inermes,
y aquella pirámide negra, coronada de nubes, que reemplaza el viejo decorado
marino en que de niña perdía la mirada, cuando levantaba la vista de las
sagradas páginas[4], entre
cansada y soñadora. Ni esa gracia -piensa- quiso hacerme el juez que me tocó en
suerte:
-
¿Acaso
olvidas que hiciste del mar refugio de tu desvarío?, pues dijiste: ¡Déjame en el mar, que me penetre siempre el
mar![5]
Y luego prosiguió:
-
Cantaste
a Nuestra Señora, devota y jubilosa, como rosa
de salud inmarchitable[6].
Ella te lo paga, benévola, estableciendo para tu penitencia un hermoso lugar,
la Ciudad de las Perpetuas Rosas.
La rosa. La de Gustavo Adolfo, la de Rubén,
la de Vicente, las de sus Júbilos, antes
de que María del Mar se fuese a bordo de su nombre[7].
¿Será ese acaso el motivo de recluirla precisamente en un cementerio, para
meditar por siglos de siglos? De otro modo, lo tendría claro: Por mucho que ame
las rosas, se marchitarán sobre la tumba; como se evaporan las lágrimas[8];
como se mueren los muertos cuando se
los olvida, según falso y herético apotegma en la portada de ingreso a este
recinto de penitencia[9].
Pero todo esto es el
fruto agraz de su libertad soberbia que, aún no domeñada, dispersa su atención
del objetivo que persigue, acongojada y constante, en el día sin noche de su
expiación. ¡Qué fácil sería prescindir de la Serpiente, de la severa sentencia
general de Dios, del Arcángel de la espada flamígera, y posar sus ojos en el
Nazareno que acoge y perdona, que escribe sobre la arena de la plaza, que huele
a nardo y apenas se reclama intangible cuando ha resucitado! Pero tal no es
posible:
-
¿Acaso
dudas de la unidad de Dios -le han dicho-, u osas caer en el sacrilegio de
anteponer al Hijo, arrumbando a Jehová como a un padre caprichoso y molesto?
Y, así, vuelve de
nuevo sus ojos al Génesis y su inteligencia torna a perderse en los áridos
versículos que insensiblemente llevan la música de sus inicuos reproches:
***
El hombre pasea
incesantemente por entre las tumbas, sin dejar de recitar, o cantar a veces,
los mismos versos de arte menor. Resulta extraño que nadie se pare a
escucharlo, ni siquiera se fije en él. Es cierto que su lengua no es la
vernácula del país pero eso, lejos de ser un obstáculo para la curiosidad,
debería, si acaso, acrecentarla.
Mucho antes que la
mujer -si es que el tiempo cuenta para esta penitencia sin término prefijado-,
hubo de escuchar su sentencia final:
Expresaste poéticamente el deseo de no
vivir, cuando tus amores y amigos de juventud hubieran muerto, porque una vida
en soledad no merece vivirse. Convertida en canción muy popular, esa actitud
tuya, ajena a la virtud de la Esperanza y
proclive al suicidio, apoyó sentimientos y actitudes desesperadas en la etapa
romántica en que te cumplió estar en el mundo[11]. No fuiste consciente del escándalo y por
ello no serás condenado; mas no entrarás en la Gloria hasta que comprendas
plenamente que todas las etapas de la vida están bendecidas con la fuerza y el
gozo de la voluntad de Dios.
-
¿Se
me concederá una petición?, preguntó. Desearía buscar la verdad en un
camposanto, donde la reflexión sobre el final de la vida es más ejemplar y
profunda… Tal vez, en Hornsey, que acogió a mi hijita Bárbara, por aquellas
malhadadas fechas en que se popularizaba la canción[12].
-
Empleaste
para el símil la última rosa del verano-se le respondió-. Viajarás hasta un
lugar en que esas flores, como la vida, florezcan en cualquier estación del
año.
Y desde entonces
vaga, obseso y abstraído, por los senderos del cementerio de San Lorenzo,
desmenuzando los versos, repasando las estrofas. Cuando se cansa de jugar con
las palabras, cada vez más áridas e inmutables, canturrea la monótona y
sentimental partitura que hizo famosas aquellas, maldiciendo interiormente a
las divas de Londres y a las lavanderas de Dublín que las hicieron famosas. Pero
los pájaros reproducen en sus trinos los lentos compases melosos y la lluvia
remeda las notas en el teclado de mármol de las lápidas. El hombre se encoge de
hombros y reanuda su cantinela, tratando de hallar un sendero aún no hollado, o
alguna tumba recién cerrada que le aporte una idea nueva, un paliativo a la
monotonía.
***
El hombre y la
mujer ya se han encontrado, inevitablemente, aunque ella busca los contornos
soleados y abiertos y él, los senderos recónditos, las escalinatas sombreadas
de los panteones, los viejos cuadros donde las tumbas se desmoronan y
abigarran. Parece que fuesen los únicos habitantes de aquel enclave entre la
vida y la muerte. Sin embargo, lejos de intentar el contacto, dan por cierto
que cumplen allí un destino personalísimo y eluden interpelarse. ¿Es por
vergüenza, o ley no escrita, o anhelo de intimidad? Hacen como si no se vieran,
procuran no coincidir, fingen la contemplación del lejano cielo. La mujer no
quiere que la distraiga la salmodia del varón, en una lengua cuya música le es
extraña. El hombre se siente cohibido ante la lectura constante por parte de la
mujer, que apenas abandona para caminar un corto trecho o cambiar de postura.
Una y otro han empezado a sentirse recíprocamente parte inane del paisaje, como
la cruz frente a la ermita, el enlosado de los caminos o el Volcán del Agua[13].
Después de todo -podrían pensar-, escrito está que los vivos deben rezar por
los difuntos y las almas gloriosas interceder por aquellos. De lo que nadie se
ha preocupado es de indagar si las almas del Purgatorio pueden compartir entre
sí sus penas y sufragios. Y, hasta ahora, la mujer y el hombre no aparentan el
menor interés por averiguarlo.
2. El encuentro
La confusión de
lenguas no rige para los resucitados. Por ello, la mujer capta el significado
de los versos del hombre, que la brisa ha hecho llegar hasta sus oídos, de modo
imprevisto. Al principio, son palabras familiares, que evocan la soledad de la
última rosa que florece, mas pronto la sobresalta la inesperada consecuencia
que el hombre extrae: arrancar aquella flor tardía y esparcir sus pétalos por
el suelo en que yacen los de sus compañeras, ya sin perfume y muertas.
Intrigada de tan insólita forma de piedad, aguza el oído y escucha el poema
hasta su final, la pregunta que el hombre formula desde su propia soledad.
Es seguro que, de
reconocer en su compañero un alma penitente, la mujer no habría interrumpido su
meditación; pero piensa que se trata de uno de tantos vivientes como acuden a los cementerios, tratando de encontrar
sentido o consuelo. Quizás este hombre es el único se le ha revelado, a fin de
que ella le preste ayuda antes de que lleve a término tan sombríos presagios.
Respira hondo, cierra su biblia y lo interpela:
-
¡Buen
hombre! Debe de venir de lejanas tierras cuando se apiada de las tardías rosas
del verano en un lugar de eterna primavera.
El hombre se
sobresalta. Interrumpe su meditación, yergue su figura y, por primera vez, contempla
atento a la mujer, frente a frente, juzgándola también una mortal, que ocupa su ocio en constantes lecturas y -a lo que ahora
se ve- en trabar conversación con desconocidos. Con todo, no deja de ser una
ruptura de su monotonía y la responde cortésmente:
-
Posiblemente
el término floral del símil esté aquí fuera de lugar -replica-, pero el término
humano de la comparación está más allá del espacio y del tiempo. ¿No lo cree
así?
-
Algo
me ha parecido oírle sobre un mundo solitario y sombrío y de la necesidad de
seguir cuanto antes hasta la tumba a nuestros amores muertos, pero no he
captado bien el sentido de su reflexión. No es mi costumbre escuchar los
soliloquios de quienes meditan y sufren.
El hombre decide
despachar en un vuelo a la importuna:
-
Mi
poema asevera que la vida no tiene razón ni sentido, en cuanto nos falten las
personas amadas y los amigos bondadosos.
-
¡Ah,
ya!, pero ¿es que el amor, la bondad y la amistad se apagan necesariamente,
como lo hace la luz del día?
-
¡Cómo
se nota que la señora es feliz o, cuando menos, ha sabido sustituir las
relaciones personales por la… literatura!
La mujer suspira.
Le ha tocado en suerte un sujeto duro de pelar y algo impertinente.
-
La
literatura que usted dice es la
Biblia; en mi caso, no un lenitivo del dolor, sino un tormento. Pero vamos
primero con su planteamiento. Luego, si quiere y por corresponder, podrá
preguntarme por el mío.
El hombre siente
por momentos que escapa del círculo sin fin de su solipsismo. Se sienta sobre
una lápida y, para empezar, recita completas las tres estrofas de rosas y de
hombres. Luego, sin aludir para nada al juicio de la Providencia, expone:
-
No
he encontrado la forma de cohonestar la vida con la pérdida del amor y la
amistad; y, aún no siendo mi intención abominar de la vejez o inducir al
suicidio de los abandonados, dicen que algunos han tomado mis palabras en ese
sentido.
-
Es
el sino de los poetas -asegura la mujer, como buena conocedora-. De todos
modos, no le quito la razón: Hay vidas y momentos que parecen no encajar en la
promesa divina de que el yugo es suave y la carga ligera.
-
También
se dijo que había que cargar con la cruz -replica el hombre- pero yo, como
Cristo en Getsemaní, pido que se aparte de mí. Ese mero deseo es lo que expreso
en la canción.
-
No
hay soledad -contesta la mujer- si los cansados y agobiados acuden al Señor.
Claro que tal vez carezca usted de fe pero, como poeta, tendrá, al menos,
sensibilidad suficiente para considerar cruel y absurdo acabar con la última
rosa, en lugar de cuidarla y protegerla.
El hombre titubea
y su interlocutora aprovecha el momento:
-
Y
lo que para las flores es un sinsentido, para los hombres es un error, mi
estimado amigo: el error de creer que el amor y la amistad declinan y perecen,
como el vigor y la belleza del cuerpo. El sentimiento perdura lo que la vida y
amores y amistades brotan en todo momento, con tal que nos entreguemos a ellos.
Ni la amistad ni el amor son patrimonio exclusivo de la juventud.
Una luz interior
transforma sutilmente el círculo de interminables reflexiones en una espiral de
salida a la Verdad. Y la mujer concluye:
-
Las
rosas no morirán para ti, si no dejas apagar el fuego intemporal que surge del
corazón.
***
El hombre sintió
una inmensa sensación de paz. Su razón, tanto tiempo perdida en un laberinto
sin hallar la salida, saltaba de argumento en argumento, cada vez más alto, de
vez en vez más profundo. Pese a su inexperiencia al respecto, comprendió que se
había iniciado el proceso de salida del Purgatorio, cualesquiera que fuesen los
trámites a seguir. Pero también se sintió en deuda con aquella mujer, a la que
había menospreciado en un principio y que parecía propicia a exponerle ahora sus
dificultades. De bien nacidos es ser
agradecidos -se dijo para sí- y, creyéndola aún en este mundo, la requirió:
-
Ahora
le toca exponerme esas cuitas, que tan constante trata de superar leyendo la
Biblia.
No tenía más
remedio que cumplir su anterior promesa de sincerarse con él. A fin de cuentas,
pensó, los militantes pueden ayudar a
los purgantes, si están en gracia. En
consecuencia, le expuso, como si fuera una inquietud pasajera, el fallo de su
sentencia final, con estas palabras:
-
Como
hombre, es probable que encuentre fuera de lugar mis veleidades feministas,
pero es el hecho que he dado en pensar que fue el propio Dios Padre, con la
tentación y el castigo en el Edén, el origen de la torpe y cruel dominación de
la mujer por el hombre. Y no me vale el recurso fácil a la bondadosa acogida de
las mujeres por Cristo, dado que en nada pudo alterar los previos decretos de
Jehová.
El hombre
permaneció en silencio durante unos minutos, que a la mujer se hicieron
interminables. Meditaba aquel acerca de la conveniencia de traer a colación
aquellas tesis de crítica bíblica, que habían proliferado en el siglo que le
había visto nacer para el mundo. ¿Cómo las asimilará esta mujer?, se decía. A
ver si la convierto en una librepensadora a la Voltaire… Procuró ser prudente,
dentro de la necesaria sinceridad:
-
¿Por
qué no pasa la narración del Génesis por el cedazo de los Evangelios?, preguntó
a la mujer. Quedarán el amor de Dios; su labor creadora; el hombre a imagen y
semejanza suya, con capacidad de dominar la Tierra; la libertad plena del hombre,
hasta para oponerse a la voluntad de Dios; la responsabilidad de los humanos,
desde que alcanzan un conocimiento superior al de los animales; las
consecuencias de premio o castigo, subsiguientes al valor de sus obras; la
igualdad esencial del hombre y de la mujer; la promesa de redención a través de
la mediación de una Virgen. Todo eso y algunas cosas más, que ahora no vienen
al caso, son reales, directas y de fe. Otras varias, como la serpiente, la
manzana, que la mujer cayera la primera en la tentación, el Árbol de la Ciencia
y las escenas dialogadas como en un drama teatral, todo eso, y más, son
símbolos, adaptaciones a la mentalidad judía de la época y aproximaciones al
saber de los pueblos vecinos del hebreo.
-
Muy
cómodo creerlo así, por lógico que parezca. ¿Qué criterio servirá para
discriminar lo real, lo simbólico y lo ficticio, si no seguimos al pie de la
letra la palabra de Dios en el Génesis?
-
Nada
más, y nada menos, que las palabras y los hechos de Jesucristo en el Evangelio.
En un ambiente en que la mujer tan poco contaba, Él hizo todo lo posible para
incorporar a las mujeres a su discipulado y, desde luego, a su Reino. Pero, tal
como dices, no se trata de arrumbar a
Jehová tras la venida de su Mesías, sino de que Jehová, Yahvé, o como quieras
llamar al Dios del Testamento judío no oculte al Dios Padre de todos los
hombres en todos los tiempos, al que solo conoce su Hijo y aquellos a quienes
el Hijo se lo quiere revelar. Y no olvides que, como Cristo estableció, Él es
el camino, la imagen y la palabra del Padre; que está en Él, como Él está en el
Padre.
-
Pero
-insistió aún la mujer- en la pérdida del Paraíso han fundado muchos la culpa
original de la Mujer, que dicen explica la sumisión y la inferioridad social
frente al Hombre.
El hombre sonrió
con cierta condescendencia:
-
Amiga
-replicó-, me hablas de lo cambiante. Ya en mis tiempos en la Tierra, el papel
y la posición de las mujeres no tenía punto de comparación con la de los
tiempos antiguos. Tú sabrás cómo andan las cosas ahora para vosotras, pero
imagino que mucho mejor.
La mujer quedó
atónita y solo acertó a preguntar:
-
Luego
¿tú también eres un alma que pena?
Y el hombre:
-
El
también me pone de manifiesto que
debo el fin de mi penitencia a otra alma que lloraba su pecado.
La mujer siente que su cuerpo resplandece y
empieza a elevarse sobre el camposanto de las rosas perpetuas. Tiende su mano
hacia el hombre, como tratando de llevarlo con ella pero, donde hace un momento
estaba su compañero, ahora ya solo permanece un olor suavísimo de incienso, que
asciende como una oración hacia la Gloria, ese estado de felicidad eterna al
que el Padre llama a sus hijos, uno por uno, pero sin olvidar la fuerza
inmarcesible de la fraternidad.
3. Anexo
Me temo que, pese a
las notas a pie de página, mi relato no pueda ser del todo entendido sin
conocer Mujer sin Edén, de Carmen
Conde, y La última rosa del verano,
de Thomas Moore. Lo primero no puedo salvarlo ahora, si no es recomendando
vivamente la lectura de la obra, verdadero hito en la poética española del
siglo XX. Lo segundo voy a evitarlo incluyendo a continuación el poema, tanto
en su forma original inglesa, como razonablemente traducido al castellano. Helo
aquí:
'Tis the last rose of summer,
Left blooming alone;
All her lovely companions
Are faded and gone;
No flower of her kindred,
No rosebud is nigh,
To reflect back her blushes,
Or give sigh for sigh.
I'll not leave thee, thou lone one!
To pine on the stem;
Since the lovely are sleeping,
Go, sleep thou with them.
Thus kindly I scatter,
Thy leaves o'er the bed,
Where thy mates of the garden
Lie scentless and dead.
So soon may I follow,
When friendships decay,
And from Love's shining circle
The gems drop away.
When true hearts lie withered,
And fond ones are flown,
Oh! who would inhabit
This bleak world alone?
Es la última rosa del verano,
que sigue floreciendo solitaria;
Todas sus encantadoras compañeras
Se han marchitado y han caído;
No hay flor de su linaje,
No hay capullo cercano,
Para responder a su rubor,
O devolverle suspiro por suspiro.
No dejaré que tú, ¡tú sola!,
Languidezcas en el tallo;
Puesto que tus amadas ya duermen,
Ve a reposar con ellas.
Así yo esparciré, suavemente,
Tus pétalos sobre el lecho
Donde tus compañeras del jardín
Yacen sin perfume y muertas.
Ojalá pueda seguirte,
Tan pronto las amistades se extingan,
Y hayan caído las gemas
del brillante anillo del Amor.
Cuando los corazones sinceros yazgan marchitos
Y los buenos hayan desaparecido,
¡Oh! ¿Quién podría vivir
Solo en ese mundo vacío?
[1]
Imagen de Santa Rosalía de Palermo, en la fachada de la ermita del actual
cementerio de San Lorenzo, en la ciudad de Antigua Guatemala, llamada la Ciudad de las perpetuas rosas. La
acompaña, entre otras, la escultura de Santa Clara de Asís, citada poco más
adelante.
[2]
Alusiones a episodios de la vida de la escritora Carmen Conde Abellán
(1907-1996), cuando tenía unos doce años. Véanse sus recuerdos y memorias, en
sus libros, Empezando la vida: memorias
de una infancia en Marruecos (1914-1920), edit. Al-Motamid, Tetuán, 1955
(nueva edición, sustituyendo la palabra Marruecos
por Melilla, editada por la UNED,
Melilla, 1991); Por el camino, viendo sus
orillas, 3 volúmenes, edit. Plaza y Janés, Esplugas de Llobregat
(Barcelona), 1986.
[3]
La inteligencia de mis lectores les dará la explicación: Según mi exposición,
vivos y muertos transitan por el
cementerio sin poder verse ni comunicarse.
[4]
Nueva alusión a la vida de Carmen Conde, preadolescente. Ver textos citados en
nota 2 y, además, José Luis Vicente Ferris, Vida
y obra de Carmen Conde (1907-1996), tesis doctoral de la Universidad de Alicante,
año 2007, páginas 61-121 (accesible en Internet). La tesis fue editada ese
mismo año por Temas de Hoy, en Madrid.
[5]
Versos de Carmen Conde Abellán, Mujer sin
Edén, edit. Jura, Madrid, 1947, Canto tercero, poema Junto al mar. Es mucho más asequible la edición de Torremozas,
Madrid, 1985.
[6] Carmen
Conde, Mujer sin Edén, cit., Canto
cuarto, poema La mujer divinizada.
[7]
Alusiones a los poetas Gustavo Adolfo Bécquer, Rubén Darío y Vicente Aleixandre
-muy cercanos a Carmen Conde-, y a su hija nonata, a la que iba a llamar María
del Mar, a la que dedicó el libro Júbilos.
Poemas de niños, rosas, animales, máquinas y vientos, edit. de “La Verdad”,
Murcia, 1934, con estas palabras: “A María del Mar, que se fue a bordo de su
nombre”.
[8]
Carmen Conde quedó impresionada para
siempre de la lectura infantil en el camposanto del conocido poema en prosa,
basado en San Agustín: Una lágrima en su recuerdo se evapora; una flor sobre su
tumba se marchita; una oración por su alma la recoge Dios.
[9]
Inscripción que adorna la portada de
ingreso al cementerio de San Lorenzo de Antigua Guatemala: La vida de los muertos
consiste en la memoria de los vivos. Si bien quedó destruida en 1976, esa
portada fue luego objeto de restauración.
[11]
Este protagonista masculino de mi relato es el poeta irlandés Thomas Moore
(1779-1852). El texto alude a su poema The
last rose of summer, escrito hacia 1805, pero editado en 1813 (A section of Irish melodies). En 1807
fue convertido en canción, siendo autor de la música Sir John Andrew Stevenson,
melodía que sirvió de inspiración a compositores del talento de Beethoven y
Mendelssohn, hasta ser incluida en la famosa ópera Martha (1847), de Friedrich von Flotow (1812-1883).
[12]
Thomas Moore murió después que sus cinco hijos. En concreto, su hija Anne
Barbara falleció a los cinco años (1817), siendo enterrada en el cementerio de
Hornsey, entonces a las afueras de Londres.
[13]
Nombre del volcán más visible desde Antigua Guatemala y, en concreto, desde el
cementerio en que se desarrolla el presente cuento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario