Psicopatología de la
vida amorosa (VIII)
Las relaciones
asimétricas. El complejo de Creek
Por Federico Bello
Landrove
A Sátur y Rosa, por su silenciosa hospitalidad
No se diagnostique ni prescriba sin
reconocer al enfermo. He aquí un aforismo que los médicos olvidan con cierta
frecuencia. Y así le fue a nuestro conocido doctor del A., al enfrentarse con
un caso de psicopatología amorosa que le pareció sencillo. Por cierto, si algún
lector se interesa por el complejo de Creek, le aconsejo que mire en torno
suyo, en vez de acudir a Internet o a la literatura especializada: La realidad
es mucho más amplia que su descripción científica.
1. Un congreso en Ciudad de Panamá
Muchos
profesionales notables pasan por la vida sin notoriedad alguna. Mi admirado
doctor del A. habría sido uno de ellos, a no ser por el momento de gloria que
le dispensó su famosa exposición del complejo de Creek en una revista española
de prestigio; un éxito que, como suele suceder, exigió su precio. Yo lo conocí
y esta es su historia.
***
El cuarto congreso
de la Sociedad Iberoamericana de Psicología y Psiquiatría se celebró en Ciudad
de Panamá, allá por mil novecientos cincuenta y tantos. Catedrático novel, el
Doctor preparó a conciencia su intervención en el citado simposio, con una
ponencia nacida de su consulta privada: las relaciones amorosas desiguales o
asimétricas. No quiero aburrirles con un sesudo resumen de las páginas de
archivo que tengo ante mis ojos. Solo les recordaré, con cierto sadismo, el
caso de la Balbina, que del A. tuvo ocasión de tratar cuando la asesina fue
recluida en el Psiquiátrico de Castellar, después de pasar por el de Foncalent[1]. La tal Balbina era la
cocinera de toda la vida en una buena casa
de Alcalá de la Campiña y madre de una preciosa muchacha de la que se
encaprichó uno de los hijos del señor. Contra
lo habitual en la época, el joven se enfrentó al criterio de la familia y llevó
hasta el altar a su amada. Luego, el amor rebelde trocose en dominación y en
desprecio, hasta un punto que Balbina –testigo constante de los hechos- no pudo
consentir y obsequió a su yerno con un carajillo
al cianuro potásico. Aunque la cocinera asumió en juicio su exclusiva
responsabilidad, planeó sobre la investigación la inducción de la hija,
posibilidad que la familia del difunto dio por cierta, expulsándola de la casa,
embarazada como estaba, y quedándose caprichosamente con la custodia de Luisito,
el hijo de dos años de edad. Es lo que Balbina le decía a del A.:
-
A
mí me condenan por matar a aquel canalla y bien merecido que lo tengo. Pero
también tendrían que hacerlo con los señoritos,
que pusieron a mi hija preñada en la calle y le quitaron la compañía de su
niño.
-
Pero,
mujer, su hija se administró un matarratas a sí misma, sin que nadie la
ayudara.
-
¿De
verdad cree usted que nadie la ayudó, doctor?
De donde se
infiere, no solo el desastrado fin de los protagonistas de este horrendo
suceso, sino que la Balbina puede que estuviese loca, pero no tonta. No seré yo
quien lleve la contraria a los forenses y psiquiatras que –tal vez, por piedad-
la juzgaron demente. El hecho es que el Doctor se ganó su aprecio y confianza
siguiendo la pista de su nieto y haciéndole llegar noticias y alguna que otra
foto:
-
Así
que dice usted que ha aprobado la Reválida de Cuarto[2]…
-
Y
con notable. Creo que va a ir por Ciencias.
-
Sale
a mi hija que, aunque sin estudios, sabía de cuentas más que la bestia de su
marido.
-
Mujer,
su yerno era abogado y ya se sabe que esos solo hacen cuentas para ver lo que
cobran a sus clientes.
Algún otro favor
le hacía el Doctor, a juzgar por una nota de la floristería Canavell, que se ha
deslizado entre los papeles del expediente de La cocinera del cianuro, que ahora consulto. Dice así:
Ramo de pensamientos y dalias blancas, con
cinta dedicada, De tu madre, que no te olvida, llevado al Cementerio, veinticinco pesetas.
Así que no me
extraña el comentario de mi amigo Alberto, cuando le explico que he tomado pie
en este caso para convertirlo en relato publicable:
-
Mi
padre era la leche. ¿Querrás creer
que la tal Balbina –vaya usted a saber cómo- le preparó un pastel por su santo
y él nos lo hizo probar a toda la familia? Todavía me acuerdo de los esfuerzos
para tragarlo. Pero ¡menudo era mi padre!
-
Salvo
con sus enfermos.
-
Tienes
razón: con ellos y con sus mejores servidores. ¿Sabes cómo lo llamaba el
taxista que solía llevarlo al principio al Psiquiátrico? El bueno de don Isaías.
Yo aún
sé algo más, gracias a los documentos que consulto:
16
de junio de 1973. Giro visita en la enfermería a Balbina G., cuyo fracaso renal
irreversible le causa un creciente sopor. Me hace señas de que me incline hacia
ella y me susurra: Quiero dejarle las arracadas de mi madre. Yo le contesto que
las leyes no lo permiten[3].
Y ella: Me cisco en las leyes. Además, son para que las use su mujer.
Hablando de la esposa del Doctor, ella
pudo ser la culpable de mucho de lo que viene a continuación, con aquel pánico suyo
a los aviones, que venía de los bombardeos de la guerra[4], y que le impidió
acompañar a su marido a Panamá. Pero dejémosla en paz y sigamos al doctor del
A., quien en el avión de ida da los últimos retoques a la versión escrita de Relaciones amorosas desiguales. Un caso
clínico destacado. No hace falta precisar que dicho caso era el de la
Balbina, mal que bien resumido en lo que antecede.
***
Dejemos, pues, a Balbina y sus cuitas y
traslademos nuestra atención a otro de los expedientes del archivo del Doctor,
muy relacionado con el anterior. Lleva la extraña rúbrica de Felician Creek y su complejo. Si
continúan leyendo, no tardarán en dar con su sentido. Por ahora, reunámonos con
del A., el cual acaba de exponer su disertación sobre las relaciones desiguales[5]. Yo no estuve allí pero
supongo que las escasas dotes oratorias de don Isaías y lo manido del tema
darían lugar a que la conferencia pasase casi desapercibida, a pesar del gancho que suelen tener los casos
criminales para la mayoría de los mortales. Y escribo casi porque, a la salida del paraninfo de la Universidad, le abordó
una atractiva dama, como de cuarenta años, con vaporosa indumentaria y la
credencial de invitada al Congreso.
Su interpelación dejó perplejo al Doctor:
-
Permítame
el atrevimiento, señor, pero he de decirle que estoy al corriente de todo lo
contrario.
Entre las deficiencias del español
empleado y la sorpresa, del A. no supo que decir. Incluso, debió llegar a
pensar que la señora impugnaba las conclusiones de su trabajo. Con todo, don
Isaías era muy dialogante y buen admirador de la belleza femenina. De modo que,
a falta de otros compromisos o colegas que se interesaran por comentar su charla,
tomó del brazo a la mujer hasta una salita contigua, escuetamente amueblada con
un diván, dos sillones y una mesa baja, y trató de aclarar la situación, cosa
que apenas llevó unos minutos. En efecto, lo que la ya presentada Cynthia había
querido expresarle –además de su admiración, por supuesto- es que ella estaba
al tanto de otros casos de relaciones desiguales, asimismo letales, o poco
menos, solo que inversas.
-
¿Inversas,
dice? No acabo de entender…, farfulló el Doctor.
-
Inversas,
sí. O sea, en que la víctima no es el inferior, sino el superior.
-
Ya,
algo como si, en lugar de ser el patrono el que explota al obrero, fuera este
quien se aprovechara de él y lo atormentase.
La señora captó la ironía y sonrió:
-
¡Oh,
no me tome por una ingenua. Estoy refiriéndome a relaciones sentimentales y a
una desigualdad nacida no necesariamente de la diferencia de clase social, como
la del caso que usted ha expuesto.
El Doctor reflexionó instantáneamente
sobre el campo que se abría a su consideración. De golpe, le lanzó una
invitación para almorzar. Cynthia replicó:
-
Lo
siento. He quedado para comer con mi hijo, que está haciendo el servicio
militar en el Canal. Si aplaza su invitación hasta la cena, la acepto
encantada.
-
Sea.
Elija usted el lugar, que no tengo ni idea. Yo, a cambio, decidiré el tema
principal de conversación.
-
No
sé por qué, pero me lo figuraba, replicó la dama, con su mejor sonrisa.
2. Una amiga maltratada
-
Aquí
donde me ve, doctor, pasé de niña varios años en Venezuela, donde mi padre era
ingeniero de una refinería en Maracaibo. De ahí, mis conocimientos de español,
aunque un tanto oxidados. Luego, el voluntariado de mi hijo en la zona del
Canal y ciertos lazos con el Departamento de Psicología de Columbia me han
traído hasta aquí, como observadora y relatora de cuanto acontezca. Habré de
presentar un informe de todo lo importante para la Facultad que me ha
comisionado y puede estar seguro de que su ponencia contará entre ello.
-
No
tiene mayor importancia. Es una materia conocida y de tópicas conclusiones. Lo
verdaderamente interesante es el caso concreto, esa pobre mujer y, sobre todo,
la hija, que un día pudo soñar con la felicidad, para acabar siendo más
desgraciada con un señorito que con un pordiosero cualquiera.
-
Ya.
En cambio, con lo que voy a contarle pasa todo lo contrario. No hay veneno de
por medio y, por otro lado, parecen faltar la lógica y la racionalidad…
-
Como
en cualquier relación amorosa un poco apasionada, dicho sea de paso.
-
¡Je!
Un poco negativo lo veo. No obstante, he de reconocer que, absurdo o no, el
caso no deja de ser bastante frecuente. Yo misma conozco varios. En fin, le voy
a contar el que me toca más de cerca, el más… paradigmático.
El combate de don Isaías con el caparazón
de la langosta estaba en su momento álgido. Con todo, contuvo su derroche de
energías y fijó los ojos en la narradora. Esta, con voz pausada y contenida,
relató:
-
Tengo
una amiga, profesora de Literatura española en la Universidad de Cornell, que
hace muchos años casó con un joven médico de Ithaca, de prometedora carrera
profesional. De hecho, hizo toda la licenciatura gracias a ayudas académicas y
a compartir el tiempo entre los estudios y el trabajo, pues su madre era una
viuda de escasa pensión y tenía otros dos hermanos menores, chico y chica, que
sacar adelante. No me pregunte qué pudo llevarla a enamorarse de él, aunque
tengo para mí que fueron su insistencia y un cierto descaro sexual, materia en que la chica era toda una bisoña.
-
¿Y
a él? ¿Qué es lo que más le atrajo de su amiga? Lo pregunto por mera curiosidad
intelectual.
-
Ya,
pero me temo no poder responderle con solidez. Entre el tiempo transcurrido y
la doblez del sujeto, comprenderá que vacile.
-
No
se preocupe. Siga y ya procuraré atar cabos en su momento.
-
Bien.
Decía que se casaron y, por razones seguramente muy distintas, decidieron tener
hijos enseguida, de modo que, en tres años, ya eran cuatro en la familia.
-
Intuyo
por su forma de expresarlo, que tal cosa no fue precisamente una bendición.
-
Podemos
juzgarlo así. El hecho es que mi amiga comenzó a notar que, con ese pretexto,
su marido le exigía más y más dedicación al hogar, escurriendo el bulto él en
todo lo que podía, so pretexto de las exigencias de su profesión, los estudios
precisos para ascender y la conveniencia de abrir consulta privada para
redondear el presupuesto familiar. La esposa, cada vez más agobiada y
desasistida, hubo de ceder a sus sugerencias y abandonar el profesorado, a fin
de centrarse en la crianza de los hijos y la llevanza de la casa.
-
¿No
probaron la posibilidad de contratar alguna criada o niñera?
-
Imposible.
Ahí empieza la segunda parte de esta desdichada historia, que he llegado a juzgar
premeditada y progresiva. Bajo disculpa de hacer de ella una mujer ahorradora, no una manirrota
malcriada, empezó a controlarle al céntimo todos los gastos, incluso los
que financiaba con sus ahorros y la generosidad de sus padres. Semejante
marcaje se extendía a criticar todas sus iniciativas, el diseño de sus ropas,
las salidas de casa… En fin, fue haciendo de ella una especie de sierva, sin
escatimar gruñidos, críticas e ironías de mal gusto, que la hacían de menos y
eran cada vez más notadas y compartidas por los niños. Era el momento de pasar
a la tercera fase.
-
Tiene
toda la apariencia de una sobrecompensación del complejo de inferioridad: hacer
de menos a quien se tiene por superior, hasta hundirlo, para así hacer valer
las cualidades propias. Lo malo es que el complejo sigue y la degradación del otro
nunca es suficiente.
-
Ya,
pero ¿qué sentido tiene aquí ese complejo de inferioridad? Felician -llamemos
así al marido de mi amiga- era un hombre de mérito, que se había labrado un
buen porvenir. Por otra parte, su esposa nunca le había echado nada en cara, ni
había presumido de sus cualidades, aunque ciertamente fuesen excelentes.
-
La
ilógica del amor, estimada Cynthia. En vez de sentirse afortunado por haber pescado una joya y tenerla poco menos
que en palmitas, se siente desgraciado por no estar a su altura y trata de
rebajarla hasta la saciedad, en vez de elevarse a sí mismo, con la sana
emulación de tan notable pareja. En fin, lo de todos los acomplejados, que
suelen tener un fundamento para ello, pero lo exageran hasta carecer de medida,
lógica ni límites. Alguien lo definió muy bien: ser infelices, haciendo
infelices a los demás.
-
Exacto.
Bien, voy con la prometida tercera parte. Partiendo de unos celos ambiguos y
completamente infundados, el tal Felician convirtió el hogar en una cárcel. No
hacían otras salidas que a casa de su madre. Rechazaba las invitaciones y ponía
mala cara a las visitas. Impedía a mi amiga salir de casa, como no fuera al
supermercado o a recoger a los niños… En fin, la aisló de tal forma, que estuvo
a punto de perder la cabeza.
-
No
lo entiendo. Si estuviese en España, lo comprendería, dadas las circunstancias
sociales y la inexistencia de divorcio, pero en los Estados Unidos…
-
Ahí
entran la mendacidad y la perfidia. Ese sádico de puertas adentro, era un
bendito en su trabajo y ante los extraños. Alababa a su esposa y decía adorar a
ella y a sus hijos; carecía de vicios ostensibles; aparentaba preocuparse por
los niños y le echaba en cara no atenderlos lo suficiente… De todas formas,
tiene usted razón: Mi amiga decidió enfrentar la situación al fin, no como la
culpable, sino como víctima, en nombre propio y de sus hijos, que captaban ya
sin duda la situación y tomaban partido por uno u otro de sus progenitores,
aprovechando con infantil astucia la disparidad constante de pareceres. Muchas
veces planteó a su marido la disyuntiva de cambiar radicalmente o divorciarse.
Vano ultimátum. Una y otra vez, él negaba, prometía, suplicaba, lloraba
incluso. Pero, al mismo tiempo, socavaba aún más la posición de mi amiga,
malmetiéndola con sus próximos y aludiendo a trastornos y exageraciones, que
tenían que ver con algún proceso depresivo y hasta delirante. ¡Le era tan fácil
inventar síntomas, siendo médico!
-
He
conocido casos de esos: Si no logran que el antagonista se vuelva loco, lo
presentan como tal.
-
Cierto.
Menos mal que mi amiga encontró un antídoto contra su venenoso marido.
Dominadora del idioma y dotada de gran inventiva, le dio por aprovechar los
pocos ratos libres escribiendo a escondidas: Cuentos para niños, narraciones
sentimentales breves, historias policiacas; hasta un par de novelas eróticas.
Un día, se lió la manta a la cabeza y lo hizo llegar a un par de antiguos colegas
de Cornell. En fin, casi sin su consentimiento, se publicaron dos antologías
de relatos cortos y el éxito fue considerable. Ni que decir tiene que el marido
ha puesto el grito en el cielo, pero la victoria está próxima. ¿Quién puede
acallar la voz de una escritora prestigiosa? ¿Cómo asfixiar la iniciativa de
quien tiene medios propios y amigos insobornables?
-
Me
parece, querida señora, que su optimismo es un tanto prematuro y excesivo. Él
encontrará siempre el medio de hundir a su esposa. ¿Cree que la frescura y la
inventiva resistirán aquel ambiente mefítico? ¿Tiene sentido jugarse la
dignidad y la salud mental, ahora que supongo que los hijos ya estarán a punto
de levantar el vuelo del hogar? Si he encontrado credibilidad a sus ojos,
aconseje de mi parte a su amiga que rompa las cadenas y se abra a una nueva
vida, antes de que sea demasiado tarde. Eso sí, sin rencor. El tal Felician
merece más bien un psiquiatra que un verdugo.
Cynthia sonrió:
-
Descuide,
doctor: si el supuesto señor Creek asume que es un enfermo, le recomendaré que
acuda a su consulta.
-
No
creo que merezca yo el honor de que me visiten desde los Estados Unidos. Eso
sí, lo que me encantaría es que me diese noticias de su amiga. Tengo interés en
conocer el desenlace de su caso.
-
Es
lo menos que debo hacer por usted, después de esta espléndida cena. Lástima que
el almuerzo haya resultado mucho menos grato.
-
¿Problemas
con su hijo?
Un brillo especial apareció en sus ojos y
el doctor creyó apreciar una ligera quiebra de la voz, cuando le respondió:
-
Por
esta noche, ya hemos tenido bastante, ¿no le parece?
3. Desenlace, que equivale a una moraleja
Pasaron varios meses sin que el doctor del
A. tuviese noticias de Cynthia, conforme a lo prometido. No le extrañó pues
supuso que habría declinado el compromiso de aconsejar a su amiga en los
términos que el Doctor le sugirió. O, tal vez, la escritora había decidido
rechazar sus consejos, o bien, el desenlace tardaba en llegar. Entre tanto, del
A. redactó un extenso artículo de revista[6], que naturalmente intituló
Relaciones amorosas desiguales. El
complejo de Creek. Antes de enviarlo para su publicación, tuvo un impulso
en el último momento y, agradecido, insertó la siguiente dedicatoria:
A Cynthia Johnson, por su relevante
cooperación
Luego, como ya sabemos, el éxito académico
y la fama, siempre relativos y un tanto efímeros. De hecho, yo no he visto que
en publicaciones de los últimos tiempos aparezca citado. Sic transit gloria mundi.
Pasaron los años y del A. perdió el
interés y la esperanza de recibir carta de Cynthia. La habitual veleidad de la mujer americana, pensó, aunque no tuviese
motivos para hacer un juicio tan radical. El caso es que el 15 de julio de 1967
–según consta en el expediente-, con ocasión de un viaje de don Isaías y su
esposa por Suiza, coincidieron en Gastadt con una simpática profesora de
Columbia. Una premonición debió de llevarle a preguntar:
-
No
habrás conocido a una antigua profesora de literatura hispánica de Cornell, que
luego resultó una notable escritora de narrativa.
-
Quizá
te refieres a la pobre Cynthia Jonhson, contestó compungida la interrogada.
Un relámpago cruzó la mente del Doctor.
¡Cómo no se habría percatado antes! La amiga
de Cynthia era, obviamente, ¡ella misma! Súbitamente, recobró todo su
interés por el caso. Insistió:
-
¿Qué
ha sido de ella?
-
Murió
a manos de su marido, va para ocho años. Él libró la silla eléctrica, pero se
pudrirá de por vida en Sing Sing[7].
Don Isaías era valiente y se atrevió a
insistir:
-
¡Qué
horror! ¿Y cómo ocurrió?
-
Pues
ya ves, una desgraciada casualidad. Ella le contó su vida a un tipo en un
congreso y él no tuvo cosa mejor que hacer que publicarlo, con dedicatoria y
todo. Creo que era un compatriota tuyo.
[1] Famoso Psiquiátrico Penitenciario alicantino,
donde la rea estuvo recluida nueve años, hasta que se la consideró no peligrosa
y el Tribunal sentenciador aceptó el consejo médico de aproximarla a su
familia.
[2] Examen que los estudiantes de Enseñanza Media
sufrían hacia sus catorce años, para obtener el título de Bachiller Elemental.
[3] Serán las leyes de la deontología
profesional, pues el Código civil no contempla esa incapacidad para suceder:
véanse sus artículos 752 y 754.
[4] Doña Inge Hofmann había pasado la mayor parte
de la II Guerra Mundial en Alemania. He hecho su presentación en el relato El hombre que amaba lo imposible, que
pueden encontrar en este blog, bajo
la rúbrica Psicopatología de la vida
amorosa.
[5] Empleo indistintamente los epítetos de desiguales y asimétricas. Aunque en la literatura oficial ha acabado por
imponerse este, me inclino por juzgarlo anacrónico, dada la fecha en que se
celebró el Congreso.
[6] Concretamente, nueve páginas, sin apéndices
ni estadísticas. ¡Qué suerte tienen los médicos, que han de leer textos
usualmente breves de sus colegas! Como jurista, yo los envidio en eso. ¿Y mis
lectores?
[7] Famosa cárcel de Ossining, en el Estado de
Nueva York, construida en 1825.
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