Las tribulaciones de
un vendedor de prensa
Por Federico Bello
Landrove
El recuerdo del diario España de Tánger de mi infancia me lleva a glosar la complicada vida de
Salvador Andújar, la cual no puede entenderse sin ese periódico. El
conocimiento y la desastrada participación que tuvo en la poco conocida Operación
C -proyecto de conquista de Gibraltar por
Franco, nada más acabar nuestra guerra civil- completarán las aventuras y
desventuras de este jerezano de leyenda, en un mundo bien real.
1. Los comienzos
Cuando vuelvo la
vista atrás, me parece que nací con un periódico bajo el brazo, en lugar del
consabido pan del dicho popular. La verdad es que concluía el curso de
1932-1933 y yo estaba a punto de cumplir los diez años, cuando entre mi madre y
mi maestro hubo de producirse la entrevista que ha marcado el resto de mi vida.
Aunque no fui testigo de ella, sí tengo claro el lugar, el espléndido grupo
escolar Miguel de Cervantes, y la
fecha, un cálido día de finales de junio: San Pedro y San Pablo, por más
precisar. Lo recuerdo porque mamá trajo a casa tres pasteles y las apetitosas
sobras de una merendola de santo, de una de las casas en que ejercía de
lavandera, cuya hija, más niña aún que yo, se llamaba Paula. Nos dimos un buen
festín los dos y mi abuela casi inválida, que con nosotros vivía. Al acabar,
mientras esta salía a tomar el fresco al patio, mi madre me mandó sentar a su
vera y me dijo:
-
He
estado en la escuela y ya me he enterado de por qué quería hablar conmigo don
Alfredo.
Me puse un poco
nervioso. Aunque no había hecho nada malo -que yo supiera-, no deja de ser
inquietante que tu maestro -y más, siendo como don Alfredo- te dé el recado de
que tu madre vaya a verlo. Desde luego, el rostro de mi madre reflejaba más
tristeza que enfado.
-
Está
contento contigo -prosiguió-; hasta el punto de que ha querido animarme a que
te presentes después del verano al examen de ingreso para el bachiller. Dice
que estás bien preparado y que no te costaría mucho trabajo superarlo.
No se me ocurrió
ninguna contestación. Para mí y hasta entonces, el ir al Instituto era algo tan
impensable como viajar a la Luna. Y no solo yo, sino que no tenía un solo amigo
que hubiese dado aquel paso.
-
Te
lo digo -suspiró mi madre- para que estés satisfecho contigo mismo y para que
entiendas lo que, con harto dolor de mi corazón, tengo que exponerte.
La verdad es que
mi madre podría ser madre soltera y más pobre que las ratas, pero se expresaba
de maravilla. Digo yo ahora que algo se le pegaría de las casas que servía, lavando
y planchando la colada. El caso es que, con razonamiento lógico inapelable, y
con la pobreza por hilo conductor, puso ante mis ojos lo que habría de ser mi
futuro inmediato:
-
Si
ya estás preparado para superar un examen de ingreso, también lo estás para
dejar la escuela y empezar a trabajar en alguna cosilla que nos ayude a salir
adelante y a comer tres veces al día.
Lo de abandonar la
escuela me llegó al corazón. Llevaba allí cinco años y mis mejores amigos
seguirían yendo a ella. Me quedé mustio y se me humedecieron los ojos. Madre lo
captó, pero no entendió la causa -o hizo como si no la comprendiera-, pues suavizó
la noticia por donde a mí menos me importaba:
-
No
quiere decirse que dejes del todo los estudios, ni los libros. Te he buscado un
trabajo solo de mañana, que no impedirá que vayas por la tarde a la biblioteca
del Arenal, y hasta a alguna escuela nocturna, cuando seas un poco mayor… ¿No
quieres saber de qué tarea se trata?
Maldito lo que me
importaban los detalles. Estaba cansado de ver a críos y mozalbetes -en el
fondo, poco mayores que yo-, en la trasera de los carros de la basura, o
lustrando zapatos, barriendo barberías, o de lavaplatos en los cafés y los
tabancos. Todos me parecían iguales, cortados por el mismo patrón: azacaneados,
zarrapastrosos y pendencieros. Es curioso que tuviese tan mala opinión de
quienes estaban llamados a ser mis hermanos de clase proletaria. Pero mi madre
me sacó de aquella pesadilla, con solo una pregunta:
-
¿Qué
te parecería repartir periódicos por las casas? Y no cualquier cosa…: El Diario, el que más se vende en Jerez;
bueno, después de El Guadalete.
Se me daba un
ardite que fuese El Diario o El Martillo. La imagen de un chavalillo
atezado, de cara ancha y gesto amigable, con una chaqueta de adulto y los
pantalones remendados, con un cartapacio de cartón colgado del hombro con dos
cuerdas, esa imagen -digo- concitaba ya toda mi atención.
-
¿Vendedor,
cómo Joaquín?, pregunté ilusionado.
-
¡Mucho
mejor!, replicó mamá. El Quino tiene
que andar todo el día pregonando y callejeando, para volver a la calle Larga
con la mitad de los ejemplares sin vender. Tú, nada de eso: solo a tiro fijo, a
casa de los suscriptores.
-
¿Los
qué?
-
Los
suscriptores, los que están abonados al Diario
de todos los días. Y no tendrás que cobrar, con el riesgo de que te quiten
el dinero o lo pierdas, que hay mucho sinvergüenza que se aprovecharía de un
niño. Tú, a lo tuyo, a repartir cien ejemplares por tu vereda, y a casita a
descansar. Un día te voy a llevar a casa de don Juan José, para que lo conozcas
y le des las gracias por el buen trabajo que te ha proporcionado.
Yo no tenía la
menor idea de que aquel buen señor, todavía joven, empleador de mi madre a
tiempo parcial, tuviera que ver con el Diario,
hasta el punto de tener vara alta en él. Convencido por mitades, entre mamá y la
emulación de Joaquín, pregunté, algo temeroso:
-
¿Y
cuándo empiezo a trabajar?
-
En
el verano se dan de baja muchos suscriptores y no hay faena para ti. Hemos
quedado en que empezarías en septiembre; pero no creas que vas a andar por ahí,
perdiendo el tiempo. Acompañarás a uno de los veteranos y te irás
familiarizando con los nombres de las calles. Y, si a mano viene, rellenarás
las fajas de los periódicos que han de llevarse al correo: Tienes una letra muy
bonita.
Entre la cena, de
una copiosidad desacostumbrada para nosotros, y las emociones de lo
desconocido, me costó mucho trabajo conciliar el sueño aquella noche. Cuando
entré en el mundo de lo onírico, me estaba esperando -¡cómo no!- un Joaquín
remendado y poderoso, de cuyos largos faldones me colgaba, mientras él,
indiferente, pregonaba según su costumbre:
-
¡Guadalete, ABC, El Heraldo, el TBO “pa” los
críos!
¡Qué poco entendía
mi madre el alma infantil! El pregón no era un grito monótono y cansado: Para
mí era la quintaesencia vibrante de la profesión.
2. En la senda del progreso
Mientras no me vi
forzado a ello, no cambié mi trabajo de repartidor del Diario a los suscriptores. No me rentaba más que un real al día,
pero siempre caía alguna propinilla de las almas caritativas de siempre. Como
la distribución se hacía muy de mañana, tenía asegurado el desayuno, con la
invitación a tomar un vaso de leche o algún zatillo untado de aceite o
mantequilla. Si se terciaba el mandado de llevar al correo los diarios para
abonados foráneos, me correspondía una perra gorda más. Pero de lo que estaba
más orgulloso fue de mi ocurrencia de servir el periódico en la bicicleta del Diario, a los clientes del alfoz. Con
eso, además de buena forma física, ganaba un céntimo por ejemplar distribuido
sin pagar franqueo. Gracias a ello, adquirí un buen conocimiento de los pueblos
próximos, que bien me habría de venir para algo que les contaré después.
Mi buen amigo
Joaquín, en plan protector, no dejaba de darme la matraca para que dejase las
suscripciones del Diario, por una
forma menos sujeta y gravosa de ganarse el pan con la venta de prensa:
-
Estás
atado a ese periodicucho -me decía
con retintín de recién afiliado a la UGT- y un día te vas a romper la crisma
por esas carreteras de Dios. Mírame a mí: Todavía no he conseguido hacerme con
un buen sitio fijo, como el Rufino o los Rubios, pero vendo lo que quiero y,
madrugando y con buenas piernas, me planto en el Fornos, el Nacional o en
la Estación y, a media mañana, tengo vendido casi todo lo que me reparten. Hay
días que saco dos pesetas limpias, y sin salir de Jerez.
-
Ya
-le replicaba yo-, pero lo mío es seguro y, además, se lo debo a don Juan José.
¡Menuda se iba a poner mi madre si dejara el trabajo que me dieron a petición
suya!
-
Por
lo menos -insistía Quino-, acompáñame un día a la librería Gener, para que conozcas el ambiente. Te presentaré a don Miguel,
agregó muy ufano.
-
Está
bien, concedí, pero habrá de ser por la tarde, que no quiero retrasarme con el
reparto.
-
De
acuerdo. Quedaremos cuando vaya a entregar la recaudación y hacer cuentas.
De sobra conocía
yo al paso la famosa librería de la calle Larga, en cuyos escaparates llamaba
habitualmente la atención la divertida caricatura a plumilla de Adalberto. Pero
lo que se dice entrar, nunca lo había hecho: ¿para qué, sin dinero que gastar?
Aquella tarde, saqué los atrasos, gracias a la premiosidad de Joaquín y a la
tolerancia de los empleados, que bien lo conocían. Me llevó hasta el pequeño
patio trasero, donde se reunían muy de mañana los vendedores para el reparto,
que solía dirigir Mariano, el hijo del dueño, a quien todos daban por futuro
continuador de la familiar empresa. De allí salían todos, como alma que lleva
el diablo, rumbo al Arenal o al Gallo Azul, los lugares de privilegio, de los
que se decía que llegar allí los primeros era seguridad de vender todo en un
santiamén. Más me llamó la atención un dispositivo de madera, que llamaban
rotaplana, tan necesario para bien doblar por la mitad aquellas paginazas de
sesenta por cuarenta -o más-, a fin de colocarlas luego en el cartapacio o la bolsa
y trasladarlas sin detrimento hasta el punto de venta.
A punto de marcharnos,
llegó don Miguel Gener, quien saludó con cariño a Quino, lo que este aprovechó
para presentarme como vendedor exclusivo de El
Diario. El señor sonrió con afabilidad y me preguntó:
-
¿Y
qué, chico, vas saliendo adelante?
-
Ya
ve -repuse con ambigüedad-. No sé si mereció la pena haber dejado la escuela.
-
Lo
que yo le digo, don Miguel -terció Joaquín-. Tenía que unirse a nosotros.
Gener volvió sobre
lo que yo acababa de confesarle:
-
Es
triste que dejéis la escuela tan pronto, pero este trabajo no es malo para
seguir aprendiendo. Podéis leer mucho, ejercitar el cálculo y tenéis buena
parte de la tarde libre. Eso sí, agregó, no tiene futuro para los jóvenes.
Pocos son los que pueden formar una familia.
Salimos a la calle
y, mirando de hito en hito a Joaquín, me atreví a embromarlo:
-
Conque
dos pesetas, ¿eh? Una diez y gracias. Eso también lo gano yo en un día bueno.
Quino se engalló:
-
En
un día bueno… Ya me dirás cuántos días buenos te caen en un mes.
No quería discutir
y, menos aún, con un buen amigo que me sacaba casi la cabeza. Así que hice una
cata en el bolsillo para no meter la pata y ofrecí:
-
Pues
hoy ha sido uno de esos días. Anda, que te invito a una gaseosa de boliche.
***
Al final, fue la necesidad la que me forzó
a tomar el camino que Joaquín me aconsejaba. En la noche del 14 al 15 de abril
de 1936, a raíz de diversos incidentes serios en la celebración del quinto
aniversario de la República, los energúmenos de izquierdas replicaron a los de
derechas quemando las instalaciones de los dos periódicos conservadores de más
tirada de Jerez, El Guadalete y El Diario. De la noche a la mañana, me
quedé en la calle y sin expectativas de colocarme, por más que don Juan José le
asegurase a mi madre que, no tardando, saldría a la calle un diario que
sucedería a los dos destruidos, aunque -claro está- no podía asegurarle que
tuviera tirada e influencias, como para recolocar a los cesantes. Fue cuando
decidí echar mano de Joaquín, aunque estaba de lo más crítico con mis
anteriores reticencias:
-
Se
veía venir -aseguró-. Por si fuera poco apoyar a la CEDA, van y se vuelven
Tradicionalistas. No está el horno en Jerez para esos bollos apostólicos.
-
Déjate
de monsergas y ayúdame con Gener para que me admita entre sus distribuidores
ambulantes.
-
No
creo que sea difícil, respondió. Conoces la ciudad y el oficio. Eso sí, al
principio tendrás que pechar con los periódicos más difíciles de vender.
-
Echaré
mano de la bicicleta. En los pueblos no harán remilgos a la hora de coger lo
que les llegue.
-
La
bicicleta… No me digas que te la has quedado, al cerrar el Diario.
-
Estaba
medio quemada pero, con tubulares nuevos y una mano de pintura, ha quedado mejor
que antes. Será mi indemnización por despido, concluí.
Todo salió como
esperábamos y el día de San Pedro y San Pablo -casualmente, a los tres años
justos de mi vocación periodística-
empecé a vocear por las calles los diarios que me adjudicaron en Gener, con la
tolerancia de mis compañeros competidores. Cómo estaría de verde que, al echar un vistazo a las publicaciones de Madrid que me
daban, protesté airadamente:
-
Oiga,
don Mariano, que estos periódicos son de ayer.
-
Nos
ha fastidiado el nene, gruñó uno, apodado El
Sopo. Todavía no se ha enterado de que no llegan a Jerez hasta la noche.
En fin, sin tiempo
para ambientarme, el 1 de julio aparecía el primer número de Ayer, el anunciado sustituto de los dos
diarios desaparecidos. Y el día 18, como bien saben ustedes, empezó la guerra
civil. A punto de cumplir los trece años y sin formación política, solo me
preocupaban dos cosas: que siguieran saliendo los periódicos y que no subieran
los precios de la comida y las alpargatas. Luego, entre las ejecuciones, la
censura y las charlas con Joaquín -a quien sus quince años y don Miguel
libraron de represalias-, me fui dando cuenta de que otras muchas cosas
importantes podían afectarme. Pero, por de pronto, yo caí de pie en la
contienda. Les explicaré el porqué.
***
Mariano, el hijo
de don Miguel, dejó inmediatamente el negocio y se alistó, con los nacionales, naturalmente. Por estudios e
ideas, pronto lo hicieron alférez provisional de Caballería. Más tarde,
ascendería a teniente y permanecería en filas hasta el final de la guerra. A
otro empleado de la librería lo llamaron también a combatir, así como a algunos
de los repartidores callejeros. Gener, preocupado por el descenso de ventas, no
parecía inclinado a contratar en firme a sustitutos: Se puso al frente a tiempo
completo y acudió a familiares y amigos para que le echaran una mano en los
momentos más comprometidos. Fue así como, una tarde, me encontré en la
trastienda con que iba a rendir cuentas de la recaudación diaria con un viejo y
respetable conocido:
-
¡Don
Alfredo!, ¿cómo usted por aquí?
Por el tiempo
transcurrido y la poca luz de la habitación, mi antiguo maestro no fue capaz de
reconocerme.
-
Soy
Salvador, Salvador Andújar, de la calle Álvar López.
-
¡Acabáramos!
Ya decía yo que conocía esa cara. ¿Qué es de tu vida? ¿Y tu madre?
¡Para qué seguir!
Le puse brevemente en antecedentes de mi vida y milagros, de forma un tanto
optimista, pues notaba que estaba entristecido de que un buen alumno suyo
anduviera tan niño en trabajos así de rudos. Acabé mi informe y, mientras iba
poniendo dinero y cuenta encima de la mesa, inquirí a mi vez:
-
¿Y
usted? ¿Sigue dando clase a los de cuarto?
-
No,
hijo. Me han… despedido. Por eso estoy aquí.
Aunque no era un
lince, entendí perfectamente que lo habían echado por sus ideas; no porque las
conociera -que él jamás hizo propaganda, ni catequizó a sus alumnos- sino
porque mi madre me había contado que don Alfredo nunca acompañaba a su mujer a
misa de diez en San Dionisio, y que había sido de los maestros que con más vigor
había defendido la integración de nuestra escuela de niños con la de Santa
Teresa para niñas, que hasta entonces estaban separadas, aunque en el mismo
edificio. Yo, en el fondo, le alababa el gusto a mi maestro, pues tampoco me
agradaba ir a Misa y, por el contrario, las chicas me habían ido gustando cada
vez más.
Aquella tarde
hicimos cuentas y nada más hablamos, pero unos días más tarde, me llamó a
capítulo don Miguel, seguro que aleccionado por su amigo Alfredo, y me dijo:
-
Dice
tu maestro que eras uno de los mejores alumnos y que puedo confiar, así en tus
conocimientos, como en tu honradez. ¿Estás dispuesto a no dejarlo en mal lugar?
-
Claro,
repuse sin conocer la trascendencia de mi contestación. Procuro leer mucho,
como usted me aconsejó.
-
Bien
está, porque voy a proponerte algo muy importante. Seguro que te interesa
trabajar para mí, con un sueldo semanal fijo.
Abrí los ojos como
platos. Había oído que los dependientes de la librería y de la distribuidora no
salían por menos de un duro diario. Así que las expectativas eran
deslumbradoras.
-
Eres
todavía muy chico para lidiar con tus hasta ahora colegas de la prensa, que no
aguantarían tenerte por encima de ellos. Así que me ayudarás en la librería: ya
sabes, limpieza del local, quitar el polvo de las estanterías, colocación de
los libros y los artículos de papelería que vayan llegando… Y, cuando estés al
tanto de las existencias y de los precios, podrás atender a los clientes de
menos pelo. Vendrás a trabajar una hora antes de que abramos y te irás… cuando
termines lo que se te mande. Y, respecto al salario, ¿cuánto crees tú que sería
lo justo?
La pregunta tenía
su buena dosis de malicia, pero no contaba el patrón con que conocía el dato:
-
Los
mayores cobran cinco pesetas; de modo que yo, mientras sea aprendiz, creo que
dos cincuenta estaría bien.
Don Miguel sonrió:
-
Empezarás
con dos pesetas, dijo, pero te prometo subir a tres para el año que viene, si
es que cumples tan bien como me ha asegurado don Alfredo.
No rechisté. Él se
quedó mirando mi atuendo con cierta desaprobación:
-
Te
voy a adelantar el sueldo de una semana, para que te compre tu madre ropa nueva
y un par de zapatos. Te facilitaré un guardapolvo y veré si nos queda por los
armarios alguna prenda de Mariano, de cuando era un muchacho.
Salí camino de
casa, mano derecha en el bolsillo, con el puño férreamente cerrado en torno al
capital de dos duros. Tenía tanto miedo por ellos, que apenas me dio por
imaginar la alegría de mi madre, ni la sana envidia de Joaquín cuando se
enterara de mis progresos.
3. Un mozalbete en el Estrecho
¿Quién me iba a
decir, cuando vestí el guardapolvo gris y agarré la escoba que, dos años
después, iba a atender de corbata a los clientes de la Librería Gener? Pese a que mi gorrilla de visera
daba a entender medias tintas y adolescencia, Joaquín no podía dejar de reír la
primera vez que me vio encorbatado:
-
¿Para
cuándo la pajarita y el sombrero?, farfulló entre carcajadas.
-
Tú
ríete -repliqué amostazado-, pero un día…
-
…Un
día, la Librería Gener se llamará de
Andújar, concluyó desternillándose.
En realidad,
detrás de todo estaba don Alfredo. Según creo, el maestro represaliado no podía
ponerse tras el mostrador, sin que la generosidad de don Miguel provocara
habladurías de rojerío. Optaron,
pues, por que se quedara medio escondido en la trastienda, en labores de
administración y de rendición de cuentas de los vendedores callejeros. A ratos
perdidos, don Alfredo me cogía por banda, como cuando estaba en la escuela, y
ordenaba:
-
Toma
estos libros que acaban de llegar. Haz una lectura rápida de las primeras
páginas y del final. Luego te diré yo alguna cosa sobre el autor.
-
Pero
así no voy a enterarme de nada…
-
Se
trata de que puedas aparentar conocimiento y aconsejar al cliente. Si quieres
paladear buenas obras, ya te prestaré yo algunas.
De aquí, lo de la
corbata: ¿Cómo iba a ejercer de dependiente de librero un chavalete
descamisado? Aunque no era solo la fachenda. Poco a poco fui aprendiendo la
inestimable técnica de hablar sin saber o, como la llamaba don Miguel, de tocar
de oído. Recuerdo mi contribución al éxito de ventas del infumable -al menos, para el lector ordinario- Poema de la Bestia y el Ángel: nada menos que 157 ejemplares en el
primer mes lo que, para Jerez y en guerra, era todo un alarde. Claro que Pemán
por aquellos pagos era un dios y que, como afirmaba don Alfredo, muchos
compraban la obra por los dantescos o patrióticos grabados de Sáenz de Tejada,
para los que yo sugería un destino que ignoro si, a la postre, seguirían:
-
Si
los separa con cuidado del libro y los enmarca, le pueden quedar ideales en el
despacho o el cuarto de estar.
¡Valiente alevín
de librero, aconsejando mutilar El Poema!
Ese libro de Pemán
se recibió a mediados del 38. Fue a finales del mismo año cuando apareció una
publicación mucho menos literaria pero igualmente ambiciosa. ¡Quién lo habría
de decir! Del otro lado del Estrecho nos llegaron los primeros números del
diario España, de Tánger; ese
periódico al que, a veces, le canto entre bromas y veras el corrido de moda: Tú, solo tú, eres causa de todo mi llanto,
de mi desencanto y desesperación. Tal vez exagero un poco. Veámoslo.
***
Según tengo
entendido, la distribución del España tuvieron
que metérsela a don Miguel, en un principio, por orden de la Autoridad. Era
lógico pues poco atractivo parecía tener un periódico nacido en África, con el
claro objetivo de promover allí los intereses y el crédito de Franco, quien ya
acariciaba el triunfo en nuestra guerra. No tardó, empero, el señor Gener en
cambiar de opinión: El periódico tenía muy buena presentación para la época;
las firmas de los redactores y colaboradores eran conocidas y reconocidas; por
si fuera poco, daba la impresión de que la censura oficial se relajaba un poco
con él, comparada con la que se sufría en la Península. A mayores, de Sevilla
para abajo, no existía un diario que mereciera la pena. En concreto, las
provincias de Cádiz y Málaga eran un verdadero erial periodístico. Don Miguel
hizo sus cálculos -no sin contar con su hijo y esperado sucesor en el negocio-
y, un buen día de marzo del año 39, junto con el bombazo de la rendición de
Casado, me llegó otro bastante más personal, de labios de mi antiguo maestro:
-
Don
Miguel ha conseguido la distribución del España
de Tánger para todo el país. Me parece que tiene una oferta que hacerte. Yo
que tú la aceptaría, aunque suponga viajar diariamente. Ya tienes dieciséis
años…
-
Quince.
-
Bueno,
de cualquier forma ya eres un hombre. En estos tiempos -suspiró-, u os hacéis
hombres o acabáis en el cementerio, todo antes de tiempo.
Con semejante
preámbulo, ya no me pilló de sorpresa la llamada de don Miguel, ni el encargo
que tenía que hacerme. Mejor se lo cuento yo, que no poner en su boca todos los
detalles, con la parsimonia que, como persona mayor y pensador, se gastaba.
El señor Gener me
ratificó lo anticipado por don Alfredo: Había asumido la distribución para
España del citado diario tangerino. No me explicó los motivos, como
correspondía a mi humilde condición laboral y al secretismo de aquella época.
La consecuencia sería la de tener que viajar diariamente hasta Tarifa, con una
camioneta que regresaría a Jerez con todos los ejemplares, prestos para su
distribución a la Península, por carretera o ferrocarril. Y en esta operación
entraba yo:
-
Eres
un chico despierto y de toda confianza. Acompañarás de madrugada al chófer
hasta Tarifa y te encargarás de controlar la carga, firmar las entregas, llevar
los números de muestra al censor y regresar a Jerez lo antes posible. El
periódico tiene que estar disponible en toda Andalucía y en Madrid a mediodía,
y en el resto de España a media tarde, como mucho.
-
Por
lo que creo entender, don Miguel, se tratará de varios miles de ejemplares.
-
Desde
luego, y si la cosa marcha, habrá que fletar otra camioneta, o un vehículo más
grande.
-
Pues
entonces deje que me acompañe una persona conocida nuestra, que sea fuerte,
experimentada y bien dispuesta.
-
¿En
quién estás pensando?
-
En
Joaquín Naranjo, el repartidor.
-
De
acuerdo, pero por dos pesetas diarias, ni un céntimo más. Si le parece poco,
repartes con él tu sueldo.
-
Que
será de…
-
Lo
mismo que ahora ganas en la librería. Y, si te encuentras con ganas de venir a
trabajar de dependiente por las tardes, cobrarás dos cincuenta más.
No era ninguna
bicoca, teniendo que levantarme a eso de las cuatro de la mañana, pero acepté.
Don Alfredo me lo había recomendado y él siempre sabía lo que decía. En cuanto
a Joaquín, aceptó con una condición que don Miguel consentiría:
-
Quiero
la exclusiva de venta del España en
Jerez por la mañana. A partir de las
once, pueden repartirlo los demás.
***
La cosa parecía rutinaria, pero tenía su
miga. Durante todo el tiempo que estuve al frente del transporte, el España llegó a Tarifa en un falucho de
pesca, alquilado por los responsables del diario en Tánger. Un barquichuelo así
tenía la ventaja de ser muy manejable y rápido, con una tripulación entregada y
de confianza, pero no habían contado con las condiciones de la mar en el
Estrecho, casi siempre picada y con frecuencia sometida a fuertes vientos, y
aún temporales. Embutidos en cajas de madera, como si fueran besugos o jureles,
los ejemplares recibían las rociadas de agua marina, hasta el punto de llegar
con frecuencia mojados y, en bastantes ocasiones, empapados. Yo juraba en
arameo, mientras el patrón, Abdul, sonreía, entre orgulloso y socarrón:
-
Tranquilo,
sibi. Hemos pasado, ¿no es verdad?
¡Claro que era
verdad! No sé si llegarían a una docena de días en el año los que el España se quedaba en Tánger, o el Sahm optaba por darse la vuelta.
-
Por
lo menos -sugerí-, podrían usarse unas cajas más herméticas.
Su sonrisa pasaba
a ser risa contenida:
-
Las
cajas… Mejor tú no tocas. Nadie tocar.
Con el tiempo
aprendí que aquellas humildes cajas podían convertirse en cofres del tesoro.
Lotería benéfica de Tánger -muy solicitada en España-, divisas de varios
países, contrabando de pequeños objetos eléctricos o de ropa femenina… Dicen
que, incluso, publicaciones políticas prohibidas venían con el honrado España. Todo desaparecía en un
santiamén, allá en el muelle dormido, supongo que con el beneplácito de los
aduaneros y la indiferencia de la Guardia Civil. Acabamos por acostumbrarnos
sin sobresalto. Como decía Joaquín: Para
la desvergüenza y el delito, no existe censura.
***
Hablando de
censura, permítanme que diga unas palabritas a los listillos de turno. He
tenido que oír que el éxito del España era
debido a no tener que pasar la censura de prensa, o que se lo censuraba en
Cádiz. Nada de eso es cierto. Tan pronto empezaba la descarga, yo cogía un par
de ejemplares y me iba a casa del censor tarifeño, si es que no habíamos
quedado el día anterior en otra parte. Con el ojo y la velocidad propios del
oficio, el corrector pasaba las páginas y hacía las observaciones y tachaduras
que tenía por conveniente. Y a fe que no actuaba a la ligera: Calculo que un
número de cada diez se quedaría en Tarifa, porque don Catón -como yo lo llamaba para los amigos- no ponía el sello
que validaría su venta. La verdad es que, a fuerza de roce, acabó por
dispensarme un trato amable y, al final, hasta me explicaba las razones de su
rechazo y toleraba mis réplicas. Mucho aprendí yo de los criterios de su
censura, tan objetivos como caprichosos. Órdenes
de arriba, era su inapelable disculpa, pero yo bien sabía de qué pie moral
cojeaba: el de no entender -como tampoco yo- qué pintaba un periódico del
Tánger libre e internacional, en la España opresiva y oscura de la época. ¡Y
que se vendía cada vez mejor! Para eso, Quino también tenía una frase hecha: Alguien se quedará con los beneficios.
***
Era muy poco el
tiempo que pasábamos en el puerto de Tarifa: el justo para descargar las cajas
y meter los periódicos en la camioneta. Entre tanto, yo corría al censor, para
pasar el duro trámite de su venia administrativa. En cuento regresaba, nos
poníamos en marcha, rumbo a Jerez. Caso de no haber conseguido el beneplácito
de la censura, teníamos permiso para llevar los diarios a la distribuidora,
donde don Miguel -¡pobre de él si no lo hiciese!- se encargaba de venderlos
como papel viejo a un trapero de su
confianza. Una vez en casa Gener, se
nos planteaba el problema de qué hacer con los ejemplares más afectados por el
agua marina. Lo habitual era retirar los empapados y dejar que los meramente
húmedos siguieran su camino. Si los
rechazan, allá ellos, decía mi patrón, con una mezcla de fatalismo y de
orgullo por la calidad de la mercancía, aun averiada. Pero yo tuve una
ocurrencia que hizo subir muchos enteros mi consideración ante los Gener:
-
A
las horas en que llegamos a Jerez, los panaderos ya han sacado su mercancía de los
hornos, pero estos todavía permanecen calentititos. Tal vez, si metemos en
ellos los ejemplares, bien colocados…
Dicho y hecho.
Hicimos la prueba y resultó un moderado éxito. Desde entonces, cuando la
mojadura era importante, dejábamos en la distribuidora los números menos
afectados y llevábamos el resto a una tahona de la calle Santo Domingo, donde
los templaban hasta la hora crítica de llevarlos al tren o al autocar. Mientras
se secaban un poco, el chófer y yo dormitábamos -o nos dormíamos como troncos-.
Luego, los de la panadería nos ayudaban a volver a cargar y cobraban por el
servicio. ¿Y Joaquín? Pues, aguantándose el sueño, ya andaba por el mercado y
los cafés vendiendo el España y el
resto de la prensa, con su peculiar sentido del humor:
-
¡ABC, Marca,
Ayer; el España, con la sal del Estrecho!
Como ven,
andábamos a la carrera, aunque no tanto como para que Quino no echara unos
lingotazos de cazalla con los
pescadores tarifeños y charlara unos momentos con ellos. Un día, a poco de
terminada nuestra guerra, me contó en el viaje de vuelta:
-
No
sabes la que están liando los militares por
la zona: trincheras, parapetos, caminos… Están llegando a miles los presos
republicanos y los agrupan en batallones de trabajadores.
-
¿De
qué zona hablas? ¿De la de Tarifa?
-
También
pero, mayormente, del Campo de Gibraltar.
-
En
algo tendrán que ocuparlos, con la de ellos que son. Bien vendría que bachearan
las carreteras.
-
Eres
un panoli. Esos van a por el Peñón.
-
¡No
digas disparates! Estamos como para meternos en otra guerra.
Joaquín se puso
muy serio y concluyó:
-
Eso
pensaría cualquiera con sentido común, pero yo no me fío, que están a punto de
llamarme a filas. Voy a ver si hablo con Mariano y él me da informes.
Mariano, el hijo
de don Miguel, acababa de licenciarse de teniente y ya estaba entre nosotros,
ayudando a su padre y haciéndose con los resortes del negocio. Como oficial y
como afín a las ideas del Régimen, no debió de ser muy explícito con Quino,
hasta el punto de que este buscó la información directa:
-
Un
domingo de estos por la tarde, me voy a Algeciras, a ver lo que averiguo.
¿Quieres acompañarme?
-
Está
bien, rezongué, pero, si empiezas a sonsacar más de la cuenta, te dejo
plantado.
***
El domingo de estos tardó en llegar y se
echó encima el otoño. Se ve que Joaquín no veía el modo de buscar algún
informador sin comprometerse, pues era obvio que lo que indagaba era una averiguación
formalmente ilegal, aunque el secreto, en la zona, lo fuera a voces. Pero su
incorporación a filas estaba muy próxima y la preocupación le acuciaba. Decidí
ayudarlo de la mejor forma que se me ocurrió. Sugerí a don Mariano:
-
Se
dice que hay un montón de militares y de trabajadores en el Campo de Gibraltar
y, sin embargo, se vende más o menos lo mismo que siempre. Tal vez podría yo
sondear la posibilidad de un abastecimiento directo en los destacamentos.
Seguro que usted conoce a algunos oficiales que pudieran ayudarnos.
Gener hijo me
miró extrañado y con pocas ganas de explorar aquel filón tan peligroso.
Finalmente, comprendiendo que yo estaba al cabo de la calle, concedió a medias
lo que le indicaba:
-
No
creo que los trabajadores tengan medios ni autorización para comprar el
periódico. En cuanto a los militares de los campamentos, con algunos diarios en
las residencias y las cantinas tendrán suficiente.
-
Pero
es probable que ningún vendedor llegue hasta allí para repartirlos, y sería
todo un detalle prestarles ese servicio, ¿no le parece?
-
Hombre,
visto así… ¿Qué se te ocurre?
-
Pues
que algún vehículo del Ejército se llegara de madrugada hasta Tarifa y cogiera
todos los periódicos que necesitaran. Incluso podría hacérseles un precio
especial, ya que los distribuirán ellos mismos: En vez de a quince céntimos,
podrían ser a doce. Todavía ganaríamos algo.
-
No
me parece mala idea, opinó don Mariano. Déjame hablarlo con mi padre y hacer
alguna llamada. Ya te daré contestación.
La decisión fue
positiva. Gracias a ella, no solo pudieron leer los periódicos del día los
esforzados ingenieros y artilleros empeñados en la defensa del Campo de Gibraltar, sino que Joaquín obtuvo la ominosa
respuesta de sus preocupaciones y yo satisfice mi curiosidad juvenil sobre
aquellas obras faraónicas de la que luego llamarían Operación C. Aunque solo fuera por salir de Jerez, bastantes tardes
de domingo las pasé en Algeciras o La Línea, en compañía de Quino, bañándonos
en la bahía, presenciando los partidos de la Balompédica Linense o del
Algeciras, y alternando con los soldados en los lugares de costumbre. Así,
hasta que don Miguel descubrió, con la ayuda del chófer oficial, que usábamos
como medio de transporte la camioneta del reparto de prensa, más o menos
hábilmente guiada por Joaquín. Aquí acabaron nuestras escapadas, pues andar
cogiendo el autobús suponía perder mucho tiempo y emoción. De todos modos,
aquellos meses fueron suficientes para que algunos se fijaran en mí, como a
continuación se verá.
4. La tentación de Tánger
Al concluir el Año de la Victoria, llamaron a filas a
Joaquín. No le tocó en la zona del Estrecho, como él había temido, sino en
Valladolid, tan lejos de Jerez, como para suponer que solo nos veríamos si le
daban un permiso largo. Gener le prometió guardarle la plaza hasta su vuelta y
yo, mandarle algún paquete de comida de vez en cuando. Quino, suspicaz, me
replicó:
-
Mejor
me giras un dinerillo, no sea que los chorizos se pierdan por el camino.
A primeros de
junio, con la guerra mundial zumbando sobre Francia, me llamó don Mariano, para
invitarme a acompañarle en un viaje a Tánger. Según él, se trataba de renovar
las condiciones del contrato de distribución del diario España pero, a juzgar por lo que pasaría días después, he llegado a
suponer que ya tenía idea de que Franco iba a invadir la Zona internacional,
convirtiéndola en la práctica en parte de nuestro Protectorado. Aquello iba a
suponer una indudable progresión para el periódico en lo tocante a ventas, pero
un mayor control de sus contenidos, pues podrían ser censurados en origen, si a
las Autoridades españolas les daba la gana.
Cruzamos el
Estrecho, no en el falucho en que viajaban los Españas, sino en un buen vapor de bandera italiana; toda una
garantía, pues Italia aún no había entrado en la guerra. De camino, Mariano -me
pidió que, en lo sucesivo, apeara el don- me fue indicando lo que quería que
dijera yo en la reunión a celebrar con el señor Corrochano -director del
periódico- y los suyos. Se trataba de poner de manifiesto los problemas de todo
tipo que suscitaba el bautismo marino
de los periódicos, así como la severidad con que la censura de la Península
trataba al España, tan alejada de la
relativa libertad con que sus redactores podían manifestarse en Tánger. Vamos,
aportaría mi experiencia personal, con vistas a que rebajaran sus exigencias
económicas.
No entraré en
detalles sobre aquel contacto primero mío con la hermosa ciudad tangerina. Diré
tan solo que nos hospedamos en una habitación doble del hotel Continental, frente al puerto, pues era
la última que les quedaba libre. De las gestiones con los jefes del diario,
poco podría indicar pues, una vez expuse lo que venía a decirles, Mariano me
invitó cortésmente a ocupar el resto de la jornada en visita turística,
esperándolo en el hotel a la hora de cenar.
Apenas hube salido de la sala donde se
desarrollaba la negociación, me alcanzó uno de los redactores -que debió de
salir tras de mí- y, muy cortés, se ofreció como guía de mi recorrido por
Tánger. No voy a dar más detalles de su persona, por elementales razones de
seguridad para él, que ustedes entenderán más adelante. Naturalmente, acepté
muy agradecido la deferencia, gratitud que se hermanó con el asombro, tan
pronto aquel caballero dejó fluir sus conocimientos, no solo de la ciudad y su
historia, sino también de cuanto se cocía en ella en esos tiempos tan duros y
complejos. Con todo, su amabilidad y bonhomía no le impedían ser muy reservado
en lo personal. Recuerdo que me dejó perplejo, al responder a una inocente
pregunta mía:
-
Sabe
usted una barbaridad sobre Tánger. ¿Lleva viviendo aquí mucho tiempo?
-
La
mayor parte de los europeos de Tánger, salvo los artistas, vienen aquí porque
no tienen otro sitio mejor donde estar.
A buen entendedor…
Empezaba a caer la
tarde y, entre el calor y la caminata, estábamos bastante agobiados. Recibí,
pues, como una bendición su oferta de sentarnos en la terraza del Café Hafa, para degustar un té a la marroquí,
contemplando la maravillosa marina, con España allá al fondo. Tan pronto
elegimos mesa, el señor V. -lo llamaré así- disculpó una ausencia momentánea,
pues tenía que hacer una llamada telefónica. Al regresar, noté en él un cambio
radical: parecía tenso, sumamente incómodo. Al cabo de unos momentos, no pudo
contenerse más y me explicó, aunque a medias:
-
Verá
usted, señor Andújar, a quien he llamado es a un amigo inglés, que va a hacerle
una oferta tentadora, pero peligrosa. Yo no voy a decirle nada más. Si no le
interesa el dinero cuando viene preñado de complicaciones, podemos marcharnos
ahora mismo… De todos modos, también puede escuchar lo que tenga que decirle y
responderle que no, o que se lo pensará. Por mi parte, tan pronto llegue él,
iré a sentarme dentro del café y allí esperaré a que ustedes terminen de
hablar.
En efecto, un
cuarto de hora más tarde apareció Mister
Brown. El señor V. hizo las
presentaciones y se retiró, como me había anunciado. Tan pronto nos quedamos
solos, el supuesto Brown se explicó:
-
Seré
breve, pues ahora en esta ciudad las paredes tienen ojos. Sé que usted es
distribuidor de prensa y, como tal, tiene fácil acceso a lugares en que otros
serían sospechosos, o no podrían llegar. En tal condición, me consta que ha
tomado constancia de los trabajos defensivos
que el Ejército español está llevando a cabo en los alrededores de nuestra
Roca.
-
No
le negaré que algo he visto y, sobre todo, escuchado, pero no creo que le interese,
cualquiera que sea su intención. Todos los habitantes del Campo de Gibraltar
están al tanto de lo que pasa y podrían informarle mejor que yo.
El inglés sonrió:
-
Verá,
de lo que están haciendo en Algeciras y sus alrededores estamos bastante bien
informados. Para lo que pido su colaboración es acerca de lo que se cuece por
donde vive usted, es decir, en Jerez y los pueblos próximos.
-
¿En
Jerez? No tengo ni idea.
Brown lo creyó,
pues me puso en antecedentes de lo que conocía. Según él, se estaba acumulando
en la zona de Jerez gran cantidad de munición para artillería de grueso
calibre. A mayores, para conseguir un rápido traslado de armas, pertrechos y
tropas, estaba avanzada la construcción de un ramal ferroviario, que enlazaría
de modo directo el puerto de Cádiz con el Campo de Gibraltar y, más allá, con
la zona mediterránea, lo suficientemente al interior, como para eludir la
posible réplica de la Marina británica. Yo le corté:
-
Me
consta que están llevando a la zona a trabajadores forzados, pero militares no
he visto muchos.
-
Amigo,
me contestó, tienen en proyecto una movilización de medio millón de soldados.
Usted, que está próximo a la edad de reclutamiento, ándese con ojo.
Lo dijo como lo
más sabido y natural del mundo. De pronto, me vino a la mente el miedo por
Quino, por mí y por tantos como nosotros. ¡Serían cabrones! Por una mierda de
Peñón, nos iban a meter en otra guerra y, esta vez, internacional. Me dio un
pronto, del que nunca me he arrepentido lo bastante, y le dije:
-
Bueno,
no sé nada, pero podría enterarme.
-
¿Y
decírnoslo?
-
¡Hombre!,
no me lo voy a guardar para cuando escriba mis memorias.
Brown se echó a
reír.
-
Es
que no es corriente que nos den tantas facilidades, dijo.
-
¡Un
momento, Mister Brown! Una cosa es que esté dispuesto a colaborar y otra, que
lo haga gratis y sin garantías.
-
Por
supuesto -convino-, pero esas no son cosas para hablar de prisa y corriendo, en
la terraza de un café. Baste con su buena disposición. En Jerez o alguien
contactará con usted dentro de unos días y le dará información e instrucciones.
Lo reconocerá porque se le va a presentar como viajante de las bodegas Williams & Humbert, aunque por
supuesto que no lo es.
-
Menos
mal que no tengo que volver a Tánger. No tendría disculpa para hacerlo.
-
Tánger
se va a poner muy hostil para nosotros, no tardando mucho. Mejor en cualquier
otra parte.
Hizo una seña
hacia el interior del café y el señor V. reapareció como por ensalmo. Antes de
que llegase a nuestra mesa, pregunté medio en broma:
-
Por
cierto, Brown, no hace más que decir nosotros,
nosotros. ¿Quiénes son nosotros?
-
Usted
y yo, y todos los que luchamos por la libertad.
Me gustó la
contestación; como, así mismo, me reconfortó la frase de ánimo de V. cuando le
dije -sin que él me lo preguntase- que, en principio, iba a colaborar con
Brown. Recuerdo exactamente sus palabras:
-
Gracias
a gente como tú, tal vez la derrota se trueque en victoria; y no para unos o
para otros: para todo nuestro pueblo.
5. Con una cámara en el bolsillo
En los días que
mediaron entre mi viaje a Tánger y la aparición ante mí del representante de Williams & Humbert,
cayó Francia en poder de los nazis y Franco ocupó con disculpas baladíes la
Zona internacional tangerina. Mucho más tarde, me enteraría de que, como si
fuese el momento pintiparado para hacerlo, los alemanes ofrecieron al Caudillo
toda su cooperación para reconquistar Gibraltar pues, lo que para nosotros era
cuestión de honrilla, para Hitler lo era de geoestrategia militar.
Yo no hacía más
que darle vueltas a mi compromiso tangerino, del que me arrepentía y enorgullecía,
según el momento. Al final, como buen vitalista que era, decidí fiar todo a mi
buena suerte, con dos ayudas complementarias: cobrar lo bastante para salir de
pobre y no llevar mis indagaciones más allá de lo que juzgara seguro.
El representante se me apareció una
bochornosa tarde de julio, a mi salida de la librería. Se identificó como
empleado de las susodichas bodegas y agregó:
-
A
las diez de esta noche, en el parque de El Retiro, junto al Castillito.
Se esfumó a toda
prisa. Habría jurado que no tenía acento extranjero.
En el lugar y hora
señalados, vinimos a encontrarnos. Como él y yo teníamos muy preparada la
entrevista, su desarrollo fue breve. Concretó mi cometido en informar con todo
detalle de las obras en la vía férrea pomposamente denominada de Jerez a
Almargén, aunque al parecer sólo estaba en construcción el tramo hasta Jédula.
También tendría que explorar en lo posible algunos pueblos y cortijos en que,
según su información previa, se estaban almacenando municiones de artillería.
En eso, me preguntó:
-
Nos
han hablado de Las Mesas, La Peñuela, Jédula y Jedulilla. ¿Le suenan esos
lugares?
-
Unos
más que otros, contesté ambiguamente.
-
Interesan
más los dos últimos, precisó. Son los que quedan más próximos al nuevo
ferrocarril.
-
Entonces,
opiné, no habrá mucho problema. Conozco perfectamente la zona, de cuando
repartía el Diario en tiempos de la
República.
-
¡Ah,
bueno! Como usted no parece buen conocedor de las instalaciones y almacenes
militares, le voy a dar algo que nos será muy útil.
Echó mano al bolso
de la sahariana y sacó una pequeña cámara fotográfica. Me la puso en las manos,
al tiempo que preguntaba:
-
¿Sabe
cómo funciona?
Me engallé:
-
Amigo,
me han salido los dientes entre periódicos. ¿Cómo no voy a saber sacar
fotografías? Además -mentí-, tengo una cámara Voigtländer de mi propiedad.
-
Esta
es una Kodak 35 de tres velocidades.
No tendrá problemas con ella… Espere, que voy a darle unos cuantos carretes. No
escatime el material.
-
Ni
ustedes el dinero. ¿Cuánto me ofrece por hacer este trabajo?
-
Eso
dependerá del tiempo y de los resultados.
-
¡Ah,
no!, repliqué aparentando indignación. Si quieren que empiece a trabajar, exijo
mil pesetas todos los meses, en mano y en billetes pequeños y usados. Cuando
les falle, o consideren que mi trabajo no vale la pena, me despiden y en paz.
Y, si me piden alguna tarea especialmente difícil o peligrosa, les pediré una
paga extraordinaria, como la que nos dan el 18 de julio.
Me dio la
impresión de que la cifra no le había asustado,
pero sí la forma regular de abonarla. Objetó:
-
Esos
pagos en fecha fija, como si fuese un salario, no me gustan. Nos obligan a
encuentros demasiado frecuentes y prefijados.
-
Yo
soy un vulgar trabajador. No quiero ni oír hablar de abonos por banco.
Llamarían la atención a las primeras de cambio. Quedamos, en principio, todos
los meses: Ustedes me pagan y yo les doy el material que haya obtenido, escrito
y gráfico.
El representante vacilaba. Muy en mis
puntos, hice ademán de devolverle cámara y carretes, con estas palabras:
-
No
le veo muy convencido. ¡Ea!, pues lo dejamos. Vale más un tomate con tranquilidad
que langosta entre peligros.
-
Está
bien, concedió mi interlocutor. Aprovecharemos sus viajes a Tarifa a recoger el
periódico de Tánger. El primer domingo de cada mes, le buscará una persona de
nuestra confianza y harán el intercambio.
Si no pudiera ser, se verán al lunes siguiente. Si tampoco aparece, es que algo
sucede y entonces no confíe en nadie más que el mí. El emisario se le
presentará diciendo que viene de parte del señor Julio, o Agosto, o del mes en
que se esté. No cambiarán más palabras. Cualquier comunicación adicional entre
nosotros estará dentro del sobre en que vayan la información o el dinero.
¿Entendido?
-
Desde
luego. Ahora solo falta que me adelante el primer pago. No pretenderá que
corran de mi menguada cuenta los gastos de desplazamientos y demás.
Echó nuevamente
mano al bolsillo y, billete a billete, juntó quinientas pesetas.
-
Tome,
dijo. No tengo más en este momento. El resto lo cobrará conforme a lo
convenido.
Nos separamos
inmediatamente y, aunque con un nudo de preocupación en el estómago, me
felicité por el camino a casa de lo bien que había gestionado la entrevista,
para ser un novato que aún no había cumplido los diecisiete años. Si hubiese
sabido que numerosos generales de Franco cobraban de Inglaterra cantidades millonarias,
sin otro compromiso que el de procurar disuadir al Caudillo de que se echara en
los brazos de Hitler, tengo por seguro que me habría dado de bofetadas y
mandado al diablo aquel peligroso juego de espías por cuatro perras, por muy
loables que fueran mis intenciones.
***
No pretendo
detallar mis modestas aproximaciones a la realidad medio escondida de los
preparativos para conquistar el Peñón. Simplemente diré que, entre lo que vi y
lo que me contaron, puedo asegurar que no menos de treinta mil presos políticos
y de guerra, encuadrados en batallones de trabajadores, fueron empleados para
los trabajos más duros y menos cualificados, en unión y a las órdenes de
unidades regulares del Ejército, principalmente de las armas de Artillería e
Ingenieros; que se levantaron parapetos, búnkeres y fortificaciones,
guarnecidas con cientos de cañones y obuses de grueso calibre; que se excavaron
trincheras, refugios y zanjas para vías férreas; que se ampliaron o trazaron de
nueva planta caminos y carreteras.
En lo que de mí se
esperaba, pude dar cuenta y muestra fotográfica de que, en efecto, se montaron
en la zona de Jédula improvisados almacenes de munición para medianos y gruesos
calibres, así como se llegó a trazar la vía férrea entre Jerez y la estación de
Jédula, distantes más de veinte kilómetros. Precisamente, en la tarde del domingo,
15 de diciembre de 1940, cuando me encontraba en las inmediaciones de dicha
estación, me dieron el alto los de una patrulla de Infantería, de vigilancia
por la zona. Fue en vano que, exhibiendo la bicicleta, con el rótulo España improvisado en la barra y una
decena de ejemplares en el transportín, pretendiera convencerles de que estaba
repartiendo el diario por la zona. Me llevaron ante un teniente que, por
primera providencia, ordenó que me registrasen. La cámara de fotos me delató,
sin haber tenido oportunidad de sacar o velar el carrete. Mis días de espionaje
habían concluido.
6. Sobreviviendo a duras penas
Los militares de
Jerez me instruyeron las primeras diligencias y tengo que reconocer que se
comportaron con corrección. La verdad, yo estaba dispuesto a contarles de pe a
pa todo lo que sabía, y aún lo que imaginaba con fundamento, pero un resto de
dignidad y valentía me llevó a plantear las cosas de forma que el representante de Jerez y los enlaces de
Tarifa tuviesen tiempo de enterarse de mi detención y acogerse al seguro de
Gibraltar. Así, al teniente que iba a tomarme declaración, le dije:
-
Estoy
dispuesto a confesar de modo general mis culpas y poner a su disposición las
pruebas que las evidencian. La máquina de fotos ya me la han incautado. En casa
tengo otro carrete más, así como el dinero que me han pagado por mi trabajo. Yo
le diré dónde lo guardo todo. Pero permítame que una declaración completa y
detallada la reserve para el señor Juez de Espionaje, que es quien ha de sacar
partido y consecuencia de ella.
Lo dije con tal
aplomo y muestras de sinceridad, que el instructor accidental -sin formación,
ni mucho interés por el aspecto penal del caso- consintió en ello, así como en
permitir la visita de mi madre, que nada sabía hasta entonces de las andanzas
de su hijo como espía. Me pasaron luego a la Prisión del Partido jerezana y
allí hube de esperar diez días, hasta que estuvo dispuesto mi traslado a
Sevilla, donde entonces radicaba la sede principal del Juzgado Especial de
Espionaje. Mariano Gener tuvo el valor y la gentileza de visitarme en la
cárcel. No podía creer la acusación, hasta que yo le confirmé la veracidad de
la misma. Su reacción me aleccionó un poco:
-
Pues
lo tienes muy mal, Salvador. Colabora
con ellos todo lo que puedas e
insiste en que todavía eres menor de dieciocho años. ¿Era muy comprometedor lo
que tenías fotografiado?
-
No.
Son cosas que se pueden ver si te acercas y das un paseo por allí. Nunca me
colé en ninguna instalación, ni fotografié interiores.
-
Pues
eso puede jugar a tu favor, al menos, para que no te apliquen la agravante de
gravedad del daño.
Como decía, hacia
finales de año me trasladaron a Sevilla, donde quedé ingresado en la Prisión
Provincial, a disposición del Juzgado Especial de Espionaje, cuyo titular era
el general Jesualdo de la Iglesia, un hombre muy mayor ya entonces y que tenía
fama de ser sumamente severo. En lo poco que como acusado lo traté, tampoco
tengo de él ninguna queja. Mi impresión personal es que la mayoría de los
militares fueron simples esbirros y marionetas en las manos de Franco y demás
jefazos del Movimiento, cuyo mayor pecado fue el de obedecer en todo
rutinariamente, sin pestañear.
El día en que el
General me tomó declaración, empezó haciéndome una pregunta totalmente
inesperada:
-
¿De
qué conoces tú al requeté Palomino?
-
En
tiempos de la República, vendía por las calles su periódico, El Diario de Jerez.
-
Y,
habiendo tenido tan buen principio, ¿cómo es que te dejaste engatusar por los
ingleses? ¿No sabes que nos robaron Gibraltar hace más de doscientos años y no
habrá manera de recuperarlo, si no es por la fuerza?
-
Mi
general, podría decirle que lo hice por sacar a mi familia de la pobreza, o
porque tenía dieciséis años y me engatusaron. Eso sería parte de la verdad. La
otra es que, si atacamos ahora Gibraltar, nos meteremos de lleno en la guerra
mundial y, la verdad, no me parece bien que los jóvenes españoles tengamos que
morir por una roca, cuando acaban de caer cientos de miles hace cuatro días.
Ahora le tocaba
don Jesualdo quedarse sorprendido. Durante unos segundos calló y me miró tan
fijamente, que bajé los ojos en señal de respeto. Al cabo, dijo con cierta
adustez:
-
Está
bien. Vamos al grano.
Mi declaración fue
bastante breve, pues el juez ya tenía el guion de la que había prestado en
Jerez, quince días antes. Di todos los detalles sobre el representante de Williams & Humbert, así como del Mister Brown de Tánger, naturalmente,
sin implicar al redactor V. del diario España.
Como don Mariano me había aconsejado, enfaticé que mis informes y fotos no
habían rebasado en ningún caso lo que cualquiera podía conocer u observar
dándose una vuelta por el entorno de las zonas militares. Insistí en que había
actuado solo y sin dar cuenta a nadie de lo que estaba haciendo. Y, en fin,
terminé afirmando que estaba arrepentido y dispuesto a reparar el mal que
pudiera haber causado. Tanta sumisión irritó un poco al General:
-
¿Cómo?
¿Estás dispuesto a hacer ahora espionaje a los ingleses por cuenta nuestra?,
preguntó con ironía.
-
No
señor, pero sí a unirme a un batallón de trabajadores y trabajar duro en lo que
me manden.
-
Está
bien. Secretario -agregó dirigiéndose al teniente que ejercía de tal-, lea lo escrito
y pasemos a firmarlo. Tenemos una mañana muy cargada y el señor Andújar ya nos
ha entretenido bastante.
***
Tuve la mayor
alegría de mi vida cuando me hicieron llegar el acta de acusación del fiscal.
Me aplicaba la agravante de obrar por dinero y la atenuante de ser menor de
dieciocho años: Total, solicitaba me impusieran la pena de treinta años de
reclusión mayor. A cualquiera se le habría caído el mundo encima, pero no a mí,
que bien conocía por referencias en qué quedaban prácticamente los montones de
años de prisión. Lo único que importaba es que no te impusieran pena de muerte.
En último extremo, como decía aquel gitano, de
la cárcel se sale; del cementerio, no.
Me juzgaron en
consejo de guerra celebrado en los Cuarteles de Carlos III de Cádiz. Yo era el
único acusado y había otros tres juicios en aquella mañana de abril de 1941. El
capitán que me defendía quedó extrañado de que el tribunal dedicara tres cuartos
de hora a un caso tan sencillo, sin cortar los interrogatorios y examinando con
verdadero interés las fotografías reveladas. Tengo para mí que les resultaba
curioso, por ser de los pocos casos auténticos de espionaje que les había
tocado juzgar, pues los más correspondían al impreciso rótulo de otras actividades marxistas. Al final de
la mañana, salió la sentencia: el Consejo había partido la diferencia entre la
petición del fiscal y la del defensor. Me cayeron veinticinco años.
Al ser tan joven,
me recluyeron en una prisión especial para delincuentes juveniles que había en
Carabanchel, en donde pasé cuatro años y pico, hasta cumplir los veintiuno,
momento que pasó a ser entonces el de la mayoría de edad. Luego, me mandaron a
Burgos y allí me llegó la libertad condicional, gracias a las sucesivas
reducciones de condena por indulto y trabajo, la última de las cuales en
diciembre de 1949. Así que echen ustedes la cuenta y verán que me pasé nueve
años recluido. Al salir, tenía veintiséis y, como me escribían madre y Joaquín,
toda la vida por delante. Bueno, no
toda pues, tan pronto me dieron la libertad, me llamaron para cumplir el
servicio militar. Estuve en un tris de escapar al extranjero, pero habría sido
una locura. Así que pasé otros dos años privado de verdadera libertad, marcando
el paso y fungiendo de escribiente en un regimiento de Granada. Al fin, en
vísperas de mi vigésimo noveno cumpleaños, me licenciaron y mi libertad
penitenciaria pasó a ser definitiva.
***
De regreso a
Jerez, encontré que mi abuela había fallecido y mi madre, todavía en buena
edad, se había colocado interna en una casa rica, ahorrándose así el alquiler
de nuestro bajo de la calle Álvar López. En tales circunstancias, yo iba a
servirle más de embeleco que de otra cosa. Así que tomé una decisión: o lograba
colocarme inmediatamente, o me marcharía lejos de mi tierra.
Aparecí una mañana
de sopetón en la librería Gener. Don
Miguel, muy achacoso ya, no llevaba el negocio, siendo su hijo Mariano quien lo
gestionaba a todos los efectos. Noté que no estaba muy contento de verme y, por supuesto, se lamentó de lo
medianamente que les iban las cosas, así como de no tener ningún puesto vacante
que ofrecerme. Así las cosas, se me iluminó la mente y le pregunté:
-
¿Siguen
ustedes distribuyendo el España?
-
Desde
luego. Es de lo poco que funciona aceptablemente.
-
¿Lo
sigue dirigiendo el señor Corrochano?
-
En
efecto, aunque se le nota un poco cansado, como con ganas de dejarlo.
-
Siendo
así, podría intentar colocarme en Tánger. ¿Sería tan amable de escribirme una
carta de presentación para él? No creo que se acuerde de nuestra visita del año
cuarenta.
-
Desde
luego, aunque no sé si te va a ser fácil salir de España. Ya sabes que ha
vuelto a establecerse la Zona internacional.
-
No
se preocupe, don Mariano. Ya me las arreglaré con la Policía.
Se puso en el acto
a la tarea y, en pocas palabras, recordó mi trabajo en pro del diario y mi
apurada situación presente, como consecuencia de haber estado en la cárcel por motivos políticos. Era más elegante
y digno que poner por espionaje, y yo
lo agradecí.
Una visita que no
podía faltar era la de Joaquín Naranjo. El chico que yo conocí había engordado
y estaba medio calvo; se había casado y tenía un par de críos, que ya iban a la
escuela. Me recibió entre abrazos y exclamaciones y, a las primeras de cambio,
me ofreció su casa por todo el tiempo que quisiera. Por lo demás, había montado
un pequeño quiosco de madera el pie del Teatro Villamarta, que atendía con la ayuda de su mujer, cuando él se
desplazaba al Café Fornos y otros
locales de postín, donde servía la prensa a los clientes.
Le agradecí la
invitación a su casa, pero todavía me quedaba algún dinero del peculio de la
cárcel y de las pocas pesetas que, como cabo, había ido reuniendo en el
cuartel. Así que le deseé lo mejor, prometiendo escribirle, y tomé el primer
autobús a Tarifa.
Resultó que Abdul
se había retirado y, con él, el desvencijado Sahm. El barco sustituto era también un falucho pesquero,
ligeramente más grande y de mejor pinta, que llevaba el nombre, más a la moda,
de Seastar. Me presenté a su patrón
como amigo del director del España, a
quien debía llevar urgentemente unos documentos de parte de don Mariano Gener. Mentí
con tal aplomo, que el actual emisario de la distribuidora se encogió de
hombros y los tripulantes me hicieron un hueco, máxime cuando puse un billete
de cinco duros en manos de su principal. A esas horas y tratándose de un barco
conocido, la Guardia Civil y los aduaneros no aparecieron.
7. Epílogo
Escribo estas
líneas en 1958, cuando Marruecos hace dos años que alcanzó su independencia y
no tardará mucho en hacerse con esta ruina de otra época, en que Tánger -el
Tánger internacional- se va convirtiendo. Y, tras la ciudad y su huella
española, es de suponer que le llegue el final a nuestro España, todavía hoy poderoso, vivo y muy presente en la Península.
Y digo nuestro España, por lo que ustedes
supondrán. Hace siete años que trabajo en el diario, modestamente hablando. No
he escrito para él una sola línea, pero sí he sudado tinta en los talleres y,
de algún tiempo a esta parte, me encargo de labores administrativas:
suscripciones, nóminas, distribución y todas esas cosas. Ahora desde este lado
sur del Estrecho, sigo ligado al periódico que -como al principio les dije-
aplico la canción de Pedro Infante, o de Miguel Aceves Mejía: Eres la causa de todo mi llanto, etc.,
etc. Aunque, bien mirado, eso fue más verdad hace tiempo. Ahora se ha
convertido en el consuelo de mi barriga y de mi corazón. Les explico,
brevemente, lo del corazón.
Al emplearme en el
51, me ofreció una habitación, por módico precio, un compañero marroquí.
Acepté, probé, me gustó y allí me quedé hasta contraer matrimonio. Claro que la
gentil novia era Halima, hija mayor de mi hospedador y colega. De modo que nos
permitieron agregar un par de habitaciones en el sobrado y seguimos en la Kasbah, haciendo las dos familias vida casi
en común. Y así, hasta que Allah quiera, o bien, mientras el rey Muhammad V
tenga a bien permitir la convivencia de culturas que hasta ahora hemos
conocido.
Bibliografía
Cuando un relato
mezcla la fantasía y la historia, el lector tiene el derecho de que se le
facilite información sobre las fuentes básicas consultadas por el autor, a fin
de poder separar la realidad de la fantasía y, en su caso, profundizar en
aquella. Esa es la finalidad de este apartado, en el que preciso cuáles de los
siguientes documentos -manejados por mí- son libremente accesibles por
Internet.
Sobre el ambiente
jerezano durante la II República, Diego Caro Cancela, Vida política y luchas sociales: la Segunda República en Jerez de la
Frontera (1931-1936), Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de Jerez,
Jerez de la Frontera, 2001.
Para aproximarse a
la prensa jerezana del primer tercio del siglo XX, Virginia Montero Díaz, Del periodismo político al periodismo de
empresa: el caso de El Guadalete (Jerez, 1898-1936), Universidad de
Sevilla, trabajo de Fin de Máster en Comunicación y Cultura, 2013. Es de libre
acceso por Internet.
Vivencias de
primera mano de un vendedor de prensa jerezano (del que me he permitido tomar
su nombre e imagen), en Joaquín Naranjo Guerrero (1920-2012), Confección, distribución y venta de
periódicos en el siglo pasado, Conferencia pronunciada en el Club Nazaret
de Jerez de la Frontera, el 9 de noviembre de 2001 (accesible por Internet).
Para conocer la Operación C (proyecto de Franco para la
conquista del Peñón de Gibraltar), Manuel Ros Agudo, La guerra secreta de Franco, editorial Crítica, Barcelona, 2002, y
del mismo autor, Preparativos secretos de
Franco para atacar Gibraltar (1939-1941), “Cuadernos de Historia
Contemporánea”, nº 23, 2001, 299-313 (accesible por Internet). En particular,
sobre la cuestión de los batallones de trabajadores forzados, véase José Manuel
Algarbani Rodríguez, Los caminos de
prisioneros. La represión de la postguerra en el sur de España. Los batallones
de trabajadores, editorial Universidad de Almería, 2007 (texto de 16
páginas, de libre acceso por Internet).
Sobre el Tánger de
la época de mi relato y otras próximas, Bernabé López García, Los españoles de Tánger, en la revista “Awraq”,
números 5-6, 2012, 1-44. Puede consultarse por Internet.
Acerca del diario España de Tánger, su significado y
relevancia, véase el video (17:48 minutos de duración) del Colegio de
Periodistas de Andalucía, Una luz en la
oscuridad. Diario España de Tánger, 2015, accesible en Youtube. De forma mucho más amplia, Juan Manuel Menéndez de las
Heras, La epopeya de “El Chato”,
editorial Bubok Librería, 1ª edición, 2009 (el autor, que utiliza también el
seudónimo “Agencia Febus”, tiene numerosos artículos en Internet, acerca del
diario España de Tánger, así como una
página homónima en Facebook).
Finalmente, sobre
el Jurado Especial de Espionaje y su primer titular, véase Juan José del Águila
Torres, El General Jesualdo de la Iglesia
Rosillo, primer Juez Militar Instructor del Juzgado Especial de Espionaje. Un
perfil biográfico para la represión, revista “Coetánea”, Universidad de La
Rioja, 2012, 197-210 (puede consultarse en abierto por Internet).
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