La cuarta dimensión
Por Federico Bello Landrove
Dicen que la diferencia más evidente entre la cuarta dimensión (el
tiempo) y las otras tres es que aquella solo puede recorrerse en un sentido:
hacia adelante, para entendernos. Los numerosos literatos y científicos que han
especulado con lo contrario han sido tachados de visionarios. Yo discrepo. El
mundo está lleno de personas que se estancan o retroceden en su tiempo y ni siquiera es
preciso –aunque sí conveniente- que se trate de sujetos inmaduros. Este relato
divaga respecto de todas esas cosas y va dedicado a uno de los escritores que
fabularon al respecto de forma muy inteligente y un tanto desvergonzada[1].
In memoriam, Witold Gombrowicz
(1904-1969)
1. La
mañana
Luis E. conecta sus neuronas, acompasándolas al sonido de la alarma de
su viejo celular. Sus padres le han privado del androide de enésima generación,
con la pretensión de que salga de su habitación uterina y acepte encaminarse al
colegio, cuya estructura de cárcel modelo adivina mucho más allá de la
epidermis de los visillos. Estira el brazo y coge el antediluviano fórceps
–móvil del año en que él nació-, que al menos le sirve para aplicar al teclado
el movimiento espasmódico de sus dedos. El inconsciente tamborileo genera, no
obstante su carácter reflejo, un mensaje reiterado y –cosa insólita- sin
abreviaturas: SOCORRO. Lanza la llamada al espacio de sus contactos y
favoritos, pero nadie responde. El emisor carece de contrato y de saldo.
Los pasos de un troyano por el
pasillo lo alarman. Últimamente han encarnado en sus padres y vigilan todos sus
movimientos informáticos. Intenta echar el pestillo a la puerta pero es en
vano. Lo han privado hasta de esa última huella de privacidad. Aproxima el sofá
y lo usa de barricada. Agotado del esfuerzo, tan superior a sus músculos
flácidos, se sienta y recuerda.
Hubo un tiempo en que él era feliz. Desayunaba los últimos adelantos
dietéticos de healthandfitness.com, preferiblemente, los consistentes en
aportes sintéticos encapsulados. Aguzaba su ingenio con la consola. Su
capacidad de juicio para las personas estaba garantizada por los juegos de
astucia y de combate. Ejercitaba su físico con los arduos deportes de mando y
pantalla. Desarrollaba una abrumadora vida social a través de las redes más acreditadas. Los mensajes de texto y what’s-up ponían a sus amigos al
corriente del curso de sus pensamientos y de los complejos viajes al salón o al
escusado. Finalmente, la noche era el momento feliz del chateo con su chica del
momento, aleccionado por las páginas para mayores de dieciocho años y la dulce
intimidad de la cámara web. El sueño lo acogía a las tantas, después de
platicar por medio de Skype con sus conocidos de países con bendito
desfase horario.
Pero ahora esas personas, que se dicen sus progenitores, han decidido
hacerse eco de las opiniones y consejos de médicos arcaicos y profesores
plúmbeos. La vida se le ha tornado insufrible. Todo había empezado por exigirle
que comiera en la cocina, en unión de esos otros individuos llamados su
familia. Luego, apareció por casa un animalejo en 3D, ladrador e invasivo,
con la pretensión de que lo sacase a mear cuatro veces al día al parque de
junto a casa. Más tarde, su padre –el peor de los virus de su software,
con diferencia- le sugirió descorrer el estor para saludar con el gesto a
Paloma, la vecinita de enfrente, cuya transpiración acre le horrorizaba cuando,
de ciento en viento, coincidían en el ascensor. Por el cumpleaños de Bill
Gates, cambiando parcialmente de método, que no de objetivos, su madre
–pintoresco espécimen de persona no deseada- tomó la perversa costumbre de
despertarlo a las ocho de la mañana y, seguidamente, poner patas arriba la
habitación, con la inestimable colaboración de la spam de la asistenta.
Las memorias portátiles y los discos duros externos desaparecían
sospechosamente en estas limpiezas. En un rasgo de generosidad,
impensable por sí, su flamante portátil fue prestado sine die al
coadjutor de la parroquia, a fin de que preparase con mayor facilidad y sapiencia
las oposiciones a canónigo de la catedral.
Solo le han dejado la vieja y robusta computadora, con toda clase de
filtros y vetos paternales, a fin de que le sirva de ayuda en sus tareas
escolares.
Sus quince años le han dotado de firmeza
de carácter, hasta extremos de estoicismo. Aferra el móvil antediluviano y
penosamente se levanta del sofá-parapeto, contemplando atónito el prodigio de
su ombligo. Ya en sueños había imaginado hallarse en un paritorio, donde su
padre manejaba con destreza la ventosa obstétrica, para extraerlo del seno
materno. Se despertó con un intenso dolor de barriga y, al incorporarse, notó
que alguien tiraba de él hacia la mesa del ordenador personal. A duras penas
pudo subir la persiana y la radiante luz de la mañana le trajo la confirmación.
De las tripas del viejo P.C. surgía un cable casi transparente, como de un dedo
de grueso, por el que fluía perezosamente un gel verde esmeralda, hasta
perderse en el puerto USB de su propio vientre. Hurgó en su zona umbilical pero
tan solo pudo constatar que el cable penetraba en el abdomen y se hundía,
peritoneo adelante, a juzgar por las cosquillas que sentía al desembocar aquel
flujo de información en sus entrañas. Se aproximó a la unidad central, que
emanaba una suave calidez y siguió el recorrido de aquel cordón que lo ligaba,
mágica y sólidamente, a la máquina maternal. También por este extremo era
perceptible el punto de entrada, en forma de estrella, y el vínculo se perdía
en el interior, sin enchufe o conexión conspicuos.
Empujó con todas sus fuerzas la mesa del ordenador, hasta que la maraña
de cables dijo basta. Ello le proporcionó el margen de maniobra para sentarse
en la cama y sentirse de nuevo el rey de la creación. Tenía la excusa infalible
para convertir aquella habitación en su cosmos; el ordenador, en su matriz y
alma Minerva; el mundo virtual, en toda su vida. Era poderoso, sabio,
autosuficiente, el centro del Universo. Pero la amenaza avanzaba por el
corredor en zapatillas, presta a su destructiva visita, cual águila de Júpiter
ávida de desgarrar sus entrañas y devorar su hígado. Fue entonces cuando, en un
supremo esfuerzo, adosó el sofá a la puerta y se sentó en él, dispuesto a
vender cara su vida.
No fue preciso llegar a tales extremos. Mientras mamá pronunciaba in
crescendo su nombre y aporreaba tratando de entrar, Luis E. adoptó posición
fetal, entornó los ojos y comenzó a chuparse el pulgar derecho. El ordenador
procesó la situación, envió una dulcísima melodía que recordaba la canción de
cuna de Brahms y, lentamente, cerró la sesión y autodesconectó, going to sleep.
Cuando su madre logró acceder a la habitación, Luis había desaparecido
misteriosamente. Intuyo que, si algún día se abrieren las entretelas de su
ordenador y se hiciere una autopsia concienzuda, podrá llegarse a la conclusión
de que el aparato está embarazado de un feto humano quinceañero, de sexo
masculino, que un día prefirió guarecerse en la caja de Pandora, antes que
convertirse en polvo de estrellas.
2. Mediodía
El despacho oficial de doña Laura V. daba a la plaza de San Juan, con
sus prunos rojizos, su césped sembrado de cagarrutas perrunas y su fuente,
centro de atracción de niños y vagabundos. El efluvio dulzón de los tilos
penetraba por el balcón entreabierto, en aquella mañana de inicio de verano.
Sonrió mientras se decía:
-
¡Qué
curioso! Este olor me recuerda el perfume del Jefe.
El Jefe, desde luego, era Belarmino de la Higuera, secretario
regional del Partido, cuya amplia sonrisa, sobre un traje gris perla y un
cuello camisero sin corbata, iluminaba el amplio recinto desde la consola. Ella
aparecía a su derecha, un tanto desvaída, pues eran aún los tiempos en que no
había llegado a la presidencia provincial. ¡Cielos! ¿Cómo habría sobrevivido a
las zancadillas y codazos de aquellos duros años, sin titulares de prensa ni
coche oficial? Lo dicho: la sonrisa sobre el traje; encima, las gafas de sol,
el cabello levemente engominado y cuatro dedos de frente, que hacían suponer
prudencia y talento.
La mesa de nogal, sepultada por periódicos y expedientes. Las paredes,
tachonadas de siglas y símbolos multicolores –vegetales o animales: ¡qué más
da!-, que el sol aclara y ajan los años. Al fondo, en un sospechoso mismo
nivel, los retratos del Rey y de Aurelio, el mandamás. También le había costado
lo suyo a Laura conseguir del prócer nacional que pronunciara esas palabras
mágicas, llenas de promisión y condescendencia:
-
Sí,
sí. Te recuerdo perfectamente. Pero llámame Aurelio...
Desdeñó momentáneamente la lectura del correo, puntualmente abierto y
seleccionado por sus dos secretarios, y se centró en la preparación del
discurso del día siguiente, en el pleno de la Cámara. El cerdo ibérico. Cuando
se lo encargaron, se echó a reír y hasta se atrevió con la consabida broma:
-
¡Pero,
Consejera, si yo del cerdo, el jamón y poco más!
-
Siento
pasarte el marrón, querida, pero tengo un viaje oficial a las Maldivas. Además,
afecta sobre todo a tu provincia. No te costará documentarte.
Laura era un poco novata pero, por eso mismo, todavía no era tonta. La
preocupación no era por desconocer, sino por dar la cara y poner la voz en el
Parlamento por vez primera, en un tema candente. Se lo dejó caer a su padrino
político, el vicepresidente Olarte. Era perro viejo y resumía como nadie:
-
Habla
poco y di menos aún. Y ya sabes: patriotismo de campanario, victimismo y las
culpas, ajenas. Te lo he dicho siempre.
Ella bajó la cabeza, avergonzada. Su interlocutor se compadeció:
-
Ya
verás como lo haces mejor que la consejera, lo que no es difícil. Y, al final,
ovación y mayoría absoluta. Ya conoces aquello.
Laura sonrió mientras escribía la contraseña y dejaba al ordenador
cargar. ¿Cómo se las arreglaría Olarte para decir semejantes burradas y que
todos lo tolerasen? Él le habría respondido: Sencillo, chica: mucha
información y bastante inteligencia. Cierto, la pregunta a hacerse no era
esa, sino esta otra: ¿Qué demonios hacía Olarte en política, tantos años y en
cargos de medio pelo? Se iba a contestar, cuando la computadora avisó de que
estaba lista.
-
Vamos
a ello. Después de todo, ya lo dice el refrán: del cerdo, hasta los andares. Y
también: del cerdo, hasta la conversación. Y de la conversación a un discurso
de tono coloquial, solo hay un paso.
Tenía ya un par de folios escritos, cuando le pasaron una llamada de su
admirado Belarmino. Su tono melifluo presagiaba malas noticias.
Afortunadamente, solo resultó una componenda:
-
Verás,
Laurita, es por lo del ibérico. El Ministro se ha visto obligado a
aceptar el punto de vista de Vandalucía por la proximidad de las elecciones.
Nos pide que no hagamos cuestión del tema. Luego, ya vendrán los reglamentos y
la vista gorda en las inspecciones. Así que dale un pasavolante: cinco
minutitos y sin entrar en honduras.
-
Comprendo
tu punto de vista, Mino, pero para esta provincia es cuestión crucial.
Hay mucha gente que vive del cerdo. Nos la podemos jugar...
-
Ya
te digo que se trata de un paripé. Hasta nos puede venir bien para que Estados
Unidos y China carguen con nuestros jamones.
-
Está
bien, jefe. ¿Entonces?
-
Acabo
de mandarte por correo electrónico unas ideas. Nada concreto, solo unas
orientaciones. Y recuerda que cuentas con mi plena confianza.
-
Gracias.
Seguiré tus indicaciones, que sabéis mejor que yo lo que procede.
-
Eres
un encanto. Hasta mañana, pues.
Mientras abría su cuenta de correo, le martilleaba insistentemente su
propia frase: sabéis mejor que yo lo que procede. ¿Dónde diablos había
oído antes algo parecido? Todavía sin respuesta, leyó el mensaje, meramente orientador y nada concreto, de
Belarmino. Incluía hasta los puntos suspensivos tras las frases ovacionables y
las notas a pie de página, encaminadas al diario oficial y las más reputadas
vulgaridades de la web. Laurita, bisoña aún –como decimos- y letrada ejerciente,
estuvo a punto de saltar. ¡A buenas horas, a la hija de su padre le iban a...!
-
¡Eureka!
¡Mi padre; era de mi padre! Qué gracia: yo sé mejor que vosotros lo que
procede. Y con qué énfasis nos lo decía. Claro que eran otros tiempos. Si
ahora, yo... Pero, eso sí, Belarmino de la Higuera puede permitírselo. Ahora
que lo pienso, hasta se tiene un aire a papá.
Se ha puesto algo mustia. Como cuando niña, baja los ojos y se mira las
manos, que frota una con otra, de modo compulsivo. ¡Tiene rajada una uña!
Seguro: de tanto oprimir el pulsador del voto, o el del ordenanza, o el que
convoca a su confesor en las Salesas. En un rasgo de valor imprime, no solo el guía-burros
enviado por Belarmino, sino el par de folios de su acendrada defensa del
cerdo serrano del tocino mágico. ¡Cuán hermosa composición! Ni los comentarios
de texto del COU le salieron nunca tan repulidos. Es lástima que se pierda en
la trituradora. Ordena por intercomunicador que no la molesten, echa la llave,
sale al balcón y empieza la lectura.
Es un piso primero. Venciendo la inicial timidez y alzando
insensiblemente la voz, desgrana, para gorriones y mariposas, las excelencias
del gorrino pseudo-ibérico, las glorias de la chacinería provincial, los fastos
de matanzas y montaneras. ¡En la ventana inmediata, un chico de las Jóvenes
Promesas está fumando un cigarrillo! Algo ha debido de oír, porque la mira
sonriente y le guiña un ojo. Ella sabe que su físico todavía despierta cierta
admiración, pero el chaval finge un gruñido porcino, lo que define bien a las
claras el objeto de su interés. Roja como un tomate, se mete para adentro y
cierra el balcón. Acude al lavabo privado para refrescarse.
El espejo le devuelve la imagen de la niña que fue. Una niña, como los
superiores la tratan; una niña, que juega con sus iguales a las mentiras más gordas
y las prendas más caras; una niña, que hace de mamá de los de abajo,
cuando los busca cada cuatro años o se los encuentra en mítines y congresos. La
Laurita de su padre que ahora, al fin, ha vuelto a ser Laurita para el
excelentísimo señor don Belarmino de la Higuera y Leiva.
Baja escopetada las escaleras. Compra un tierno peluche y una peonza de
plástico chillón en un chino y corre a jugar con los niños del parque,
buscando en cada voz, en cada rostro, a Pili y Andresín, los amigos de antaño.
No están. Seguro que ya han partido con sus papás de veraneo para El Grove. Un
poco mohína, coge una ramita y se pone en cuclillas a jugar con las hormigas.
3. El
atardecer
A diferencia del resto de mis compañeros, no voy a decir aquello de que
no sabía en dónde me metía, ni que los hijos nos dejan tirados cuando en verdad
los necesitamos. Tan pronto cerró el ojo mi pobre Juani, yo le vi las orejas al
lobo. Vendí el piso, repartí entre los hijos lo que quisieron llevarse –el
precio, ni hablar, por supuesto- y me busqué la residencia de ancianos mejor de
la ciudad. Recuerdo que, al entrevistarme con la directora, esta me preguntó
muy cuca:
-
¿Cómo
es que se viene usted tan pronto a una residencia? Los aquí ingresados están
casi todos incapacitados para vivir solos. En cambio usted…
-
En
todas mis cosas, señora, he procurado ser prudente e ir por delante de los
acontecimientos. Prefiero irme acostumbrando a la nueva vida cuando todavía
puedo llevar otra. Ya sabe, lo que los deportistas llaman el entrenamiento, o
los conductores, el rodaje. Además, según su publicidad, esto es el paraíso en
la tierra.
-
No
tanto, hombre, no tanto –replicó riendo-. Eso sí: hacemos cuanto podemos.
Y así fue como, va para dos años, ingresé en El dulce atardecer. Pero aguarden un momento. Veo que el narrador
de los otros capítulos ha dado el nombre de los demás protagonistas. Me
presentaré en consonancia: me llamo Ramón V. y no tengo ningún empacho en
reconocer que, en vida administrativa, fui empleado de Correos.
Como les iba diciendo, me vine aquí por propia voluntad. Es más, mi hija
menor no dejó de echarme en cara que no la hubiera consultado antes. Todo un
detalle. Pero lo que es yo siempre lo tuve muy claro:
-
Puedes
venir a verme cuando quieras –le dije-; hasta invitarme a pasar unos días con
vosotros en Navidad o cuando os venga bien. Tengo teléfono móvil e Internet en
la habitación, para comunicarnos. Pero vuestra vida es, eso, solo vuestra; y
pronto puedo necesitar de cuidados profesionales. Esto es lo mejor y estoy
seguro de que tus hermanos opinan lo mismo.
-
Mis
hermanos… -repitió-.
No dijimos más. Ni falta que hacía.
***
Dicen que lo peor de la cárcel son las malas compañías. Pues lo peor de
los geriátricos son los viejos. Y eso lo afirmo yo, que he encontrado aquí
buenos compañeros y hasta he hecho un par de amigos. Pero es que no hay
remedio. Se le cae a uno el alma a los pies viendo lo que hay: demencia,
invalidez, abandono familiar, envidias, enredos. ¡Y celos! Pero no celos por la
sonrisa de una cuidadora –extranjera, generalmente-, o por el yogur de frutas
de la merienda, ni por un buen sitio en el salón de televisión. No: celos, en
el más puro y duro sentido de la palabra. Por las atenciones de una mujer o de
un hombre. Vamos, como en el colegio; y eso que yo no viví la experiencia pues
en mi época no se llevaba la coeducación.
Tengo la suerte, ya digo, de que las piernas me responden y la cabeza me
funciona acorde con mi edad y circunstancias. Todos los días me hago la misma
vereda que tenía cuando era cartero. Por las tardes le juego al ordenador una o
dos partiditas de ajedrez y no hago mal papel –le duro más de veinte jugadas-.
Frecuento el gimnasio y recuerdo los cumpleaños de hijos y nietos. Eso sí, de
las cartas, ni pum y del dominó, poco más o menos. Pero eso no es cosa de la
edad, sino de que tuve poco tiempo de aprender y ejercitarme. Ahora lo siento.
No estoy mal, pero algo sí que chocheo. Por ejemplo, tiendo a contar mis
batallitas, como ustedes podrán
observar. El que dice ser el autor de este relato me ha llamado la atención, al orden, como piden –infructuosamente,
por supuesto- en el Parlamento. Y es que de lo que se trata, por lo visto, es
de que les hable de los viajes atrás en el tiempo. ¡Pues claro!, como que es el
deporte favorito en El feliz atardecer. Ya
lo dice el refrán, que la vejez es una segunda infancia. Incluso, en el amor y
hasta en el sexo. Perdonen que me refiera a ello.
No nos pongamos melodramáticos. Pero un año antes de entrar yo, una asilada se
tiró desde la terraza, al parecer, porque su amigo había estado haciendo carantoñas a otra en el parque de La
Vaguada. Hace seis meses, tuvieron que llamar a la Policía porque un anciano le
había sacudido un garrotazo a otro y este le había sacado una navaja. ¡Menudo
escándalo, un juicio de faltas entre octogenarios! Lo hicieron pasar como una
gresca de juego, pero quiá: Todos sabíamos que había de por medio un lío de
faldas. En La Gaceta del 23 de marzo
pasado –lo tengo recortado- recogían la noticia de que un vejestorio de
Calahorra había ganado el primer premio en un concurso literario del Imserso con un poema titulado El aroma de tu seno, dedicado a una de
las mozas que servían en el comedor. De ser el seno algo más que una licencia poética, habrán de reconocer que hay
gente pa tó, como decía El Guerra.
Pero a lo que iba. Al susodicho gachó
del garrotazo le pusieron una condena de 300 euros de multa o quince días
de prisión. Como no era cosa de que el pobre Benito fuera a chirona, entre los
más amigos pusimos cincuenta euros por cabeza y le pagamos la sanción, que él
estaba sin blanca. Quedó muy agradecido. Tanto, que me atreví y, sentados él y
yo en un banco del jardín, le pregunté bastante tiempo después:
-
Pero
Benito, como diantre se te pudieron cruzar los cables por una señora que ni a
oscuras…, y perdona que te lo diga.
-
Fue
todo cosa del espejo, me respondió con una seriedad imponente.
-
¿Del
espejo? Pues como no te expliques mejor…
Y se explicó, ¡vaya si lo hizo! Otra cosa es que sus motivos resultasen
coherentes para una persona cuerda y realista, como yo. Sobre poco más o menos,
me dijo lo siguiente:
-
Por
la grosería que acabas de soltar –y que te disculpo por amistad-, intuyo que a ti
Rufina y las de su edad no te ponen,
como dice mi nieto. Pues a mí, ya lo creo. Era ver entrar a Rufi por la puerta del salón y el
corazón me daba un vuelco y se ponía a cien. Cuando me saludaba, la timidez me
invadía. Si no me dirigía la palabra, para mí no salía el sol. Esperaba
ansiosamente el momento en que nos repartían los yogures o los zumos, para
arrimarme a ella, con el pretexto de si quería cambiar el que le hubiese
tocado. No había momento mejor en el día que aquel en que, arriba y abajo, paseábamos
por el jardín, hasta que nos sentábamos rendidos. Ya sabes que le cogía la
mano: menudo choteo hubo sobre eso los primeros días. No lo vas a creer, pero
junto al gimnasio teníamos un pilar que lo llamábamos la columna de los besos, por razones que huelga explicitar. Cuando
nos despedíamos para ir a la cama, decíamos ciertas cosas que nos ayudaban a
soñar. En fin, nada del otro mundo: ella y yo habíamos pasado más de una vez
por aquellas ansias; solo que, ahora, por la edad, comprendíamos que sería la
última.
Es el caso
que, al cabo de un par de meses o así, cuando me miraba al espejo, empecé a
encontrarme más joven. Ayer no me veía un frunce en la nariz; hoy me parecía
estar menos encorvado; mañana diría que tenía más pelo por la coronilla. Y así,
hasta que, entre cómo me veía en los sueños y cómo me encontraba cuando
despierto, vine en afirmar para mí aquello de Paco Martínez Soria: estoy hecho un chaval. ¡Y lo más gordo
es que a Rufi le parecía lo mismo, de ella y de mí! ¿Cómo iba entonces, pedazo de
atún, a decir que ni a oscuras?
¡Claro que mejor a oscuras, pero la deseaba a plena luz del sol, y de la luna. Por eso,
cundo el gilipuertas de Casimiro le
dijo una procacidad en el salón delante de mí, le sacudí un garrotazo; y más
que le habría dado, de no intervenir el celador y sacar él la navaja, que
menudo susto me dio.
Bueno, con esto me parece suficiente. Claro que él lo expresó menos
florido, pues aquí donde me ve, a culto pocos me ganan, que entre lo que había
que estudiar para las oposiciones de entonces y lo que después llevo leído, ya
lo dice mi hija Laura: Papá, de haber
sido joven ahora, habrías salido concejal con la gorra. Pero me tocó el
franquismo y, ya se sabe, lo mejor, ver, oír y callar. ¡Y no digamos un
funcionario, porque los carteros éramos entonces funcionarios públicos! Ahora,
ni se sabe lo que son, pero, eso sí, de amarillo chillón y en moto. Lo que le
digo, otros tiempos: ni mejores, ni peores, sino distintos.
4. De noche
Si no le corto al bueno de Ramón, no acabamos nunca. Aún así, se nos ha
hecho de noche, según rubrico este
último fragmento. Mas, aunque domine la oscuridad, yo quiero aportar un poquito
de luz al final del relato. Siempre respetando, por supuesto, la parte alícuota
de imaginación e inteligencia que ha de reconocerse en mis lectores.
Sea lo primero, que no he traído a colación, con más o menos licencias y
exageraciones, tres casos lejanos entre sí. Luis E. era –o es: como ustedes
quieran- hijo de aquella bondadosa benjamina, que pareció enfadarse cuando su
padre optó por acogerse a El feliz
atardecer. A lo mejor es que se sentía más sola, al pasar ante la
habitación vacía en que el muchacho consumó su abducción informática.
Por su parte, Laura V. –la prometedora política- no es otra que la hija
mayor de Ramón, aquella que –con buen conocimiento de causa- le imaginaba
concejal de hogaño, con tan solo lucir la labia premiosa y la cultura de
almanaque que le hemos sufrido.
Y, en lo que respecta a Ramón V. pues, era Ramón V., aunque tan vez ya
no lo sea. Me explico. Yo era feliz, constatando que un hombre sensato y en sus
cabales era capaz de vivir en el presente, recordando el pasado y previendo
prudentemente el futuro. Y es que –claro- una persona madura ha de ser capaz de
sobreponerse al contagio de los errores ajenos y ser ella misma, asumiendo su edad, sus
deficiencias y hasta sus responsabilidades.
Pues bien, ya no estoy tan seguro de ello. El otro día, me encontré en
la calle con la directora de El feliz
atardecer y, para mi sorpresa, me puso de vuelta y media:
-
¡Vaya
error que cometí, dejándole entrevistar a Ramón! ¿De qué rayos estuvieron
hablando? Fue marchar usted y quedarse como un pasmarote, dubitativo, mustio,
sin comer apenas. Se pasó dos días dándole vueltas al ordenador y llamando a
sus antiguos compañeros de Correos. Finalmente, al cabo de quince días, lió el
petate y, sin dar explicaciones a nadie, se largó para Castellar. Bueno, eso es
lo que supieron sus hijos una semana después, cuando ya estaba la Policía haciendo
gestiones.
-
¡Sorprendente!
Parecía muy a gusto aquí. Pero, ¿por qué me achaca usted lo que únicamente ha
sido decisión de Ramón?
-
Eso,
usted sabrá. ¿No ha hablado con sus hijos últimamente?
-
No,
desde que lo hice con el fugitivo en el geriátrico.
-
Pues
les dio un recado para usted. Era algo así como: No dejéis de decirle a ese escritor que me entrevistó, que me he venido
para Castellar, en busca de mi primer amor, y que gracias por abrirme los ojos.
De modo que es el mayor culpable. ¡Mira que embaucar a un pobre anciano!
Así dijo y partió al punto, dejándome con la palabra en la boca. Con la
palabra y con un tremendo presentimiento: ¿Será verdad que el pasado nos ata,
que existe el eterno retorno, que la vida es un círculo? Y, lo que es más importante para mí: ¿qué tal
le irá a Ramón V. en su viaje al pasado?
[1] Aludo a la novela Ferdydurke, ediciones Rój, Varsovia, 1937. La primera edición en español apareció en
Argentina, donde entonces vivía su autor: editorial Argos, Buenos Aires, 1947.
La primera edición en España es –si no me equivoco- la de Edhasa, Barcelona,
1984.
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