El maleficio del
genio
Por Federico Bello Landrove
Muchos son los relatos que tienen un cuadro o fotografía como objeto de
atención, o protagonista inerte de la peripecia. En este caso, un amigo me pone
sobre la pista de la desgracia que cayó sobre él, a consecuencia de un dibujo
de Beethoven; aunque, bien mirado,
¿tiene algo que ver el genio de Bonn en el suceso? Lean y juzguen ustedes
mismos.
-
Ya
conoces, amigo Federico, dos de mis debilidades. La primera, una falta total de
habilidad para el dibujo. La segunda, mi entusiasmo por las obras de Beethoven.
Ello era especialmente cierto en los años de mi adolescencia, cuando aún tenía
recientes los sofocos para aprobar raspadamente la asignatura de Dibujo Lineal
y todavía no había sustituido a Ludwig por Amadeus, en mi primacía de los
compositores.
-
En
efecto, Miguel. Conozco bien esas debilidades tuyas, pero supongo que no
me habrás llamado para recordar lo ya sabido, sino para hacerme un encargo. Al
menos, eso me dijiste por teléfono.
-
Tienes
razón: vamos al grano, que tiempo habrá luego de explayarse.
Desapareció de mi vista, pasillo adelante, para regresar a los pocos
momentos con una especie de grabado, enmarcado en negro a la antigua y
protegido por el consabido cristal. Un cordón blanco trenzado serviría para
colgar el cuadro, caso de pretenderlo.
Dejó el objeto sobre la mesa camilla a la que nos sentábamos, como si no
quisiera más contacto o familiaridad con aquel, que los estrictamente precisos.
Tomé, pues, la iniciativa de cogerlo y ponerlo frente a mí. Un Beethoven
treintañero me contemplaba, con rostro sereno, cabellera crespa y paletó de
cuello alto que dejaba asomar un corbatín de encaje. Insinué:
-
Me
recuerda los retratos de la época de la Heroica.
-
Y
no te engañas. Lo copié de la funda de un disco de la Deutsche Gramophon,
que contenía una hermosa versión de la Tercera, dirigida por Markevitch[1].
-
¿Que
tú...?
No terminé la frase de asombro, para mirar la firma, con letra clara,
que acreditaba la autoría del presunto grabado. No cabía duda: M.
Lafuente, y rubricada. Miguel sonrió con un deje de cansancio, o de
tristeza, y respondió a la esbozada pregunta:
-
En
efecto, yo, la persona de quien menos podías suponer que pudiese firmar un
aceptable retrato, dibujado a tinta china y sin un solo borrón.
Levanté la vista del cuadro y miré atentamente a mi amigo:
-
¿Y
se puede saber qué encomienda me vas a encargar, respecto de este Beethoven de
tu mano?
-
Como
tú, me quedé viudo hace unos años; solo que he decidido retirarme a una residencia.
Tengo que levantar la casa, puesto que el piso es alquilado. Llevaré algunas
cosas a mi minúscula habitación en el Hogar Nuevos Horizontes y, en
cuanto al resto, mis hijos se lo repartirán o lo tirarán a un contenedor. Pero
esto...
-
No
me vas a decir que has decidido legármelo en vida.
-
Pues,
sí. Quiero que tengas un recuerdo mío, en aras de nuestra vieja amistad. Y que
haya pensado en este modesto dibujo no responde, solo, a tu amor por la música,
sino a la historia que hay tras él.
-
¿Historia?
-
Por
supuesto. Voy a contártela y así podrás calibrar la importancia que tiene para
mí. Luego, si el relato te incomoda, no tienes más que rechazar gentilmente el
regalo y procuraré reemplazarlo por algo menos inquietante.
Volvió a desaparecer bruscamente de mi vista, para retornar con un par
de cervezas y unos cacahuetes, por lo que colegí que la historia iba a
ser un poco larga. Espero que no se les haga tal a ustedes, aunque no tengan a
mano frutos secos y una bebida fría. Vamos allá.
***
Has de saber –comenzó Miguel- que mi vida sentimental no tuvo un buen
principio. Cual hermosa manzana del Árbol de la Vida, cayó en nuestras manos
quinceañeras el fruto de un amor, tan tierno e inexperto como todos a esa edad,
pero con el buen fundamento y futuro que nos brindaba la armonía de caracteres
y la existencia de sólidos lazos de amistad entre nuestras familias. Vamos, lo
que suele decirse un amor para siempre, o estar hechos el uno para el otro.
Con cierta cursilería, he empleado el símil del árbol inocente del
Paraíso. Otros debieron entender que el fruto procedía del maléfico de la
Ciencia del Bien y del Mal. Quiero decir que, aprovechando la proximidad entre
las familias y nuestra propia debilidad, se interfirieron en aquella unión
incipiente, de todas las formas posibles: quien, reprochando su prematuridad;
quien, el riesgo para la moral; unos, animando a no cejar en el empeño; otros,
minimizando nuestras virtudes y exaltando las imperfecciones. Aquella orquesta
disonante de sujeciones y de impulsos vino a resultar fatídica para personas
tan jóvenes, de sentimientos inexpertos. Ella, de forma paulatina y yo,
tajantemente, cedimos en nuestro afecto o, cuando menos, en su armonía y
manifestación. El futuro no estaba aún escrito, pero el presente había sido
aniquilado.
La música clásica, entonces apenas comprendida, era mi mayor solaz y
consuelo. De entre los pocos discos que oía una y otra vez, los orquestales de
Beethoven me llegaban al corazón y evocaban mi felicidad perdida. El dulce adagio
del concierto Emperador significaba en mi corazón los paseos con mi
amada junto al río, majestuoso y profundo; pero era de la Heroica la
armonía, violenta y versátil, que mejor cuadraba a mi estado de ánimo y con la
fuerza que yo necesitaba, pero estaba lejos de poseer. Y cada vez que tomaba el
disco, o lo guardaba en su estuche, el rostro del genial compositor, embellecido
respecto del retrato original, me miraba, olímpico y cercano, sobre un fondo de
columnas dóricas.
¿Qué me impulsaría a emplear parte de las vacaciones de Navidad de aquel
año en reproducir la imagen? Tal vez, el hecho de que esta resultaba sencilla
de perfilar, con sus manchas negras y espacios blancos, estrictamente
bidimensional. El hecho es que tomé una lámina sobrante de mis lecciones del
bachiller y, primero a lápiz, con tinta china después, emprendí la ímproba
tarea de crear mi Beethoven. Yo mismo me iba admirando de lo bien que quedaba,
habida cuenta de que el Señor apenas me dio las manos para acariciar y, si
acaso, para escribir.
Creo recordar que era un domingo gélido y nublado. Mis padres habían
salido con el confesado objetivo de ir a misa. Se conoce que la liturgia les
inspiraría la fraternal idea de ir a felicitar las pascuas a aquellos amigos de
siempre, ahora un poco distantes con las fricciones y discrepancias por sus
hijos. Intuyo que la iniciativa sería bien recibida de adverso –como
dicen los abogados-, porque sonó el teléfono y, por él, la voz sonora de mi
padre:
-
Miguel,
estamos en casa de los de Alvarado. ¿Por qué no te vistes en un momento y
vienes tú también a saludarlos?
Aunque supongo que me quedaría atónito y deseando decir que sí, recuerdo
que mi respuesta fue evasiva. Mi padre –cosa rara- insistió:
-
Anda,
hombre. También está aquí la hija.
Aquello fue demasiado. Los mayores daban y quitaban a voluntad; así, de
golpe y porrazo, sin más, por un capricho navideño. Y, además, estaba
Beethoven, mi amigo, mi líder, cuyo retrato estaba en trance de acabar aquella
misma mañana:
-
Que
no, papá. No me apetece salir ahora, que estoy terminando un trabajo.
Como es natural, aunque algo corrido, mi progenitor no insistió. He
olvidado si me echaron en cara a la vuelta mi desobediencia. Para entonces, el
Beethoven estaba terminado y yo, buscando afanosamente un digno albergue para
su busto: el mismo que ahora ves, que tomé prestado de una litografía del
salón, con permiso de mi madre, naturalmente. ¿Qué podrá negar una madre a su
hijo artista?
Podrás suponer que, aquella misma tarde, empecé a lamentar mi negativa.
Me habría dado de bofetadas por haber rechazado la oportunidad -¿quién sabe?-
de obtener la aquiescencia de los mayores y el perdón de la menor, a fin de reanudar aquella maravillosa relación. Pero ya
era tarde: tenía un retrato de Beethoven, a cambio de la felicidad perdida.
¿Perdida? Como corresponde a mi mente calenturienta de entonces, se me ocurrió
la salida más compleja y más extraña. Nada de sincerarme con mis padres, de
dejarme caer por el hogar de mi amada o de invitarla a salir, aunque solo fuera
para visitar el famoso belén del Oratorio. ¡No! Un retrato había tenido la
culpa: otro supondría la penitencia del pecado.
Con más atrevimiento de lo habitual, pedí a su hermano alguna fotografía
de mi bien. Aquel, comprensivo y tolerante, me hizo llegar una de medio plano,
en que la bella sonreía abiertamente a la cámara, apoyada ligeramente en una
repisa, con fondo de arbolito de Navidad. Esta era la mía. El dibujante de
cualidades ocultas, emergidas al son de la Heroica,
bien podía repetir éxito con su amada del alma y ofrendarle un digno retrato en
señal de desagravio. Por un árbol entró
la muerte en el mundo… En este caso, entre retratos andaría el juego.
Pasé el resto de las vacaciones tratando de trasladar los entrañables
rasgos de la fotografía a la lámina de dibujo. Fue en vano. Los que quieran
encontrar al hecho una explicación racional, aludirán a lo complejo de
trasponer los volúmenes huidizos de una instantánea, a la superficie y el
nítido perfil del lápiz, y aún del carboncillo. Los irónicos me repetirán que
no me llamaba Dios por los caminos de las bellas artes. Pero yo, cruel y
agotado, tenía que reconocer que la fotografía ya había cumplido su objetivo
con grabárseme a fuego en el corazón; allí donde sigue ahora, amigo mío, tan
clara como entonces y, por descontado, mucho más intangible.
Han pasado de aquello cincuenta años. Ni un solo día ha dejado Beethoven
de mirarme desde la pared más desembarazada de mi dormitorio. Me extraña, en
efecto, que no te fijaras en el cuadro alguna de las veces que me visitaste en
la enfermedad. Allí estaba el signo de mi deuda para con el gran músico, pero
también la señal de mi cobardía y el símbolo de mi fracaso. Pues habrás de
saber que, oportunidad tras oportunidad, un error tras otro, nuestro futuro se
fue escribiendo al hilo y al dictado de aquellas navidades aciagas.
***
Calló Miguel y hablé yo, entre sorprendido y molesto:
-
Según
todo lo que me has contado, este retrato es una honda revelación de amor y de
penitencia. ¿Por qué no lo llevas contigo a la residencia? ¿No lo echarás en
falta, tras tantos años conviviendo con él?
-
Amigo
mío –respondió Miguel-, se ve que no es solo el cuadro lo que te ha pasado
desapercibido. Habrás de saber que la mujer de mi vida fue quien a ti te hizo
feliz durante los muchos años que estuvisteis casados. Creo, pues, que este
retrato del genio, y su atormentada historia, son también un poco tuyos.
[1]
Igor Markevitch (o Ihor Markévych), compositor y director de orquesta
(Kiev, 1912-Antibes, 1983), primer director de la Orquesta Sinfónica de Radio
Televisión Española (1965).
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