A vueltas con la
Genética. Entrega nº 9
Por Federico Bello
Landrove
El mundo de la Genética está en constante
evolución. Esta serie de ensayos pretende ser una aproximación a algunos de los
avances y descubrimientos científicos más recientes en la materia. Al propio
tiempo, puede suponer una actualización del trabajo general presentado en este
blog, bajo el título de Lamarck y Darwin se unen: Revisión general de la doctrina en materia de
aleatoriedad de las mutaciones.
1. Una ojeada a nuestra historia evolutiva
Al haberse acabado
de secuenciar, no solo el ADN actual de nuestra especie, sino el de todos los grandes monos (gorila, orangután,
bonobo, chimpancé) y buena parte del de nuestros parientes homínidos más
próximos (neandertales, denisovanos), los genetistas han decidido entrar a
fondo en las grandes preguntas y tratar de precisar no solo lo que nos hace
humanos (es decir, las diferencias o caracteres más sobresalientes y
diferenciales del Homo sapiens sapiens),
sino los fundamentos genéticos de los mismos. Un reciente número monográfico de
la benemérita revista Investigación y
Ciencia[1] ha sido
dedicado al tema de nuestra historia evolutiva. En este apartado del ensayo he
recogido los artículos más relacionados con la Genética, algunos de los cuales
luego desarrollaré, con base en ulteriores lecturas.
La mente neandertal.[2]
Como se sabe, los neandertales son homininos extintos, que
vivieron en Eurasia entre 350.000 y 39.000 años antes de Cristo, más o menos.
Tradicionalmente, han sido despreciados por
entender que tenían un cerebro funcionalmente muy inferior al de nuestra
especie, así como por el mero hecho de haberse extinguido sin linaje que
continuara la suya. Con todo, recientes estudios parecen confirmar que tuvieron
capacidades similares a las de Homo
sapiens sapiens (en lo sucesivo, H.s.s.), cosa que ahora empieza a poder
dilucidarse genéticamente, aprovechando la circunstancia de que durante un
periodo de varios milenios (entre 6.000 y 10.000 años) los neandertales
coexistieron con los sapiens y
llegaron a hibridarse, al no existir una barrera reproductiva. Hay hombres
actuales que comparten hasta un 2% de su genoma con los neandertales. El hecho
de que los genes compartidos no sean siempre los mismos, permite llegar a
conocer entre uno y dos tercios del genoma del Homo neanderthaliensis (en lo sucesivo, H.n.). La pregunta brota
espontánea: ¿en dónde se encuentran las principales diferencias entre el genoma
de H.s.s. y el de H.n.?
Los primeros pasos
en la respuesta a tal interrogante parecen enfocados hacia los genes implicados
en el desarrollo y las funciones cerebrales, como puede ser el lenguaje. Pero
también es posible que las diferencias se expliquen, no porque los genes sean
distintos, sino por la activación o desactivación de los mismos. El genetista
de la Universidad de Texas, John Blangero, ha formulado la primera tesis
general en relación con las disparidades del cerebro de H.s.s. y H.n. Puede
resumirse así: A) No hay diferencia en el tamaño del cerebro, pero sí en su
forma y en las dimensiones de algunas regiones cerebrales, singularmente
aquellas en que abunda más la sustancia gris superficial (que es la que ayuda a
procesar la información), en el área de Broca (lenguaje) y en la amígdala
(motivación y control emocional). B) Los neandertales tenían menos sustancia
blanca y, por ende, una menor conectividad neuronal. En consecuencia, podríamos
afirmar que H.n. era menos apto que H.s.s. en el plano cognitivo.
Sin embargo, los
estudios sobre la Prehistoria cada vez aproximan más las habilidades y formas
de vida de los neandertales con sus coetáneos H.s.s., los cromañones, no
pudiendo saberse hasta qué punto pudieron influir los unos en los otros. Eso,
unido a lo poco que por ahora se conoce del ADN neandertal, hace que muchos
autores no crean posible establecer ya diferencias genéticas claras entre ambas
especies. Y, en cuanto al estigma de
la extinción, no está nada mal para los neandertales haber vivido más de
trescientos mil años, máxime siendo una especie que siempre tuvo un número de
individuos muy reducido, teniendo que soportar al final la presión de otra
mucho más numerosa, como lo fue desde un principio la del H.s.s.
Origen de la piel desnuda.[3]
Para quienes tanto
admiramos nuestro cerebro y la genética que le ha dado origen, puede ser una
buena cura de humildad la de referirse a nuestra piel como signo distintivo de
la especie[4]
y reconocer la existencia de una ingente cantidad de genes para codificar sus
proteínas. De hecho, la comparación del genoma humano con el del chimpancé
revela que una de las principales diferencias está en los genes que codifican
proteínas de/para la piel. Esta diversidad dérmica está encaminada a mejorar
las cualidades cutáneas (permeabilidad, resistencia, transpiración), dirigidas
a compensar la carencia casi total de pelo en los humanos. La doctora Jablonski
aborda el tema en el indicado artículo -véase nota 3- con un detalle que yo no
creo oportuno acoger aquí.
La larga vida de los humanos. [5]
Los estudios de
Caleb Finch y otros sobre las momias prehistóricas acreditan la mucho mayor
longevidad de los humanos modernos, así como el retraso en surgir los síntomas
del envejecimiento. Una de las causas parece ser la conversión del hombre en
omnívoro, gracias a la aparición de genes que le han permitido aprovechar
carne, leche y otros productos animales ricos en proteínas. Eso, que nuestros
ancestros y los monos no tienen, también ha permitido a los humanos adaptarse a
todos los ecosistemas terrestres, trasladarse a grandes distancias y hacer
otras actividades que precisan de mucha energía.
También han
aparecido variantes genéticas positivas en el sistema inmunológico y para la
asimilación de las grasas. Las primeras son esenciales para combatir las
enfermedades infecciosas y las segundas, para obtener mayor energía y
desarrollar el cerebro.
Con todo, no
siempre los efectos de estas adaptaciones genéticas son ventajosos: el uso terapéutico de la inflamación puede
potenciar la aterosclerosis; el exceso de grasas genera hipercolesterolemia;
un sistema inmunitario más fuerte ha generado un exceso de alergias y de
reacciones a ciertos alimentos (celiaquía, enfermedad de Crohn).
Pérdidas de ADN durante nuestra evolución.[6]
La comparación de los genomas
completos de hombre, chimpancé, macaco y ratón ha permitido hallar unos
quinientos segmentos de ADN de los que el hombre carece. No siempre se trata de
genes perdidos, sino de interruptores de
genes, es decir, de potenciadores de su metilación o desmetilación, un proceso
que puede convertir a los genes, bien en activos, bien en durmientes. Muchos de
estos segmentos perdidos afectan al tamaño y organización del cerebro y al
bipedismo. Otros pueden estar conservados en mujeres y no en hombres, o
viceversa. Pero lo más llamativo del estudio -según el profesor Reno- ha sido
encontrar diferencias en aspectos sexuales de nuestra anatomía o fisiología,
que acaban incidiendo decisivamente en nuestro comportamiento; por ejemplo,
influyendo en establecer entre los sexos humanos relaciones más monogámicas y
persistentes, con lo que ello afecta también al cuidado de los niños. La
pérdida en los humanos masculinos de las espinas peneanas es el ejemplo más
sobresaliente de esos cambios anatómicos a que se alude.
Es muy interesante
constatar que varias de esas pérdidas de ADN en humanos están funcionalmente
relacionadas, así como que el efecto positivo o negativo de la modificación
genética puede tener que ver con la alteración del medio ambiente. Quiere
decirse que, si la pérdida de
funcionalidad fuese solo epigenética, la misma podría ser reversible, caso de
modificarse nuevamente el entorno.
Genes humanos para ambientes extremos. [7]
Nuestra especie
surgió en África hace unos 200.000 años y desde entonces ha estado sometida a
presiones evolutivas, que han generado cambios genéticos relacionados, sobre
todo, con el sistema inmunitario y el metabolismo. Tales presiones y los
cambios que han generado/aprovechado solo han sido favorables en determinados
ambientes inhóspitos, para los que nuestra especie no estaba inicialmente
adaptada: frío, hipoxia, gran escasez de vegetales, numerosos microbios o
parásitos. Estudiar estas adaptaciones extremas es útil para entender mejor las
más moderadas, así como para aplicar las experiencias a diversas enfermedades,
incluso el cáncer.
La obtención y
generalización de fenotipos favorables para cada ambiente ha sido muchas veces
considerablemente rápida, como en materia de pigmentación de la piel y de
adaptación a la hipoxia de la altura. En ocasiones, las adaptaciones
ambientales han sido coincidentes en los efectos, pero diversas en sus vías
genéticas y bioquímicas (evolución convergente).
Las adaptaciones
son, como decimos, bastante rápidas, pero no tanto como las modificaciones
bruscas del ambiente pueden exigir. Por ello, un carácter favorable que llega a
extenderse y hacerse dominante en la población puede llegar a ser perjudicial
e incluso patógeno. Es el caso de la tendencia a la obesidad (que pudo ser
favorable cuando el alimento escaseaba) o del sistema inmunológico muy activo
(perjudicial cuando los patógenos disminuyen, o cuando ciertos alérgenos no
perjudiciales per se aumentan
considerablemente).
El futuro de la evolución humana. [8]
Aunque en los últimos 30.000 años los
humanos hemos evolucionado mucho, el gran progreso alcanzado tiende a hacernos
creer que la evolución genética puede ser ya innecesaria: Tan poderosa e
inteligente ha llegado a creerse la especie humana. Obviamente, ello no es así
y abundan los ejemplos que nos lo evidencian. Están en marcha adaptaciones en
materia de pigmentación de la piel; digestión por los adultos de la leche;
adaptaciones a enfermedades, como la malaria; variantes del pelo y del color de
los ojos; disminución del tamaño de dientes y mandíbulas; mayor eficacia
digestiva de la saliva… Y, aunque admitamos que todo ello pueda ser fruto del
azar, no cabe duda de que el número y eficacia expansiva de las mutaciones (en
especial, las favorables) se potencia por la globalización y el enorme aumento
de población humana (unos 7,5 miles de millones de hombres), cosas que tienen
gran influencia en la genética de poblaciones. Con todo. mientras la humanidad
no se convierta en una única población, las mutaciones dominantes para
conseguir un determinado carácter seguirán siendo varias y distintas, en
función de dónde y cuándo hayan aparecido.
Por tanto, si seguimos viviendo,
seguiremos evolucionando, pero ¿hacia una mayor diversidad o hacia una mayor
homogeneidad fenotípica? J. Hawks opina que, dado que la mayoría de las
mutaciones son neutrales y la mayoría de los caracteres poligénicos, iremos
hacia la aparición de tipos muy numerosos y hacia genomas más hibridados. Yo me
permito opinar que esa tendencia es bastante discutible, sobre todo en lo que
se refiere a caracteres muy dispares y a mutaciones que sean claramente
dominantes.
2. Insistiendo en las pérdidas de ADN que nos hacen humanos
Todo empezó
cuando, secuenciados los genomas de hombres y chimpancés, surgió la relativa
sorpresa de que el número de genes en ambos era muy similar y de que la
coincidencia genética alcanzaba -se dijo entonces- a casi el 99% del ADN de
ambas especies. Pareció como si resultara urgente encontrar algo que nos diferenciara de los simios
de una manera radical. En esa línea pareció situarse un conocido artículo de
Arcadi Navarro y Nick Barton[9],
empeñado en justificar por qué, pese a la enorme similitud genética y a que la
separación de ambas especies era relativamente reciente (unos diez millones de
años atrás), éramos tan diferentes de nuestros primos primates. Dichos genetistas encontraban la clave en que el
corto 1,24% de divergencia genómica entre ambas especies[10]
se había realizado, en buena parte, mediante reordenación cromosómica, lo que
supone dos efectos básicos: 1º. Alcanzar la especiación unas 2,2 veces más
aprisa que por otras vías. 2º. Lograrse aquella con menor variabilidad de los
nucleótidos. Los autores indicaban que las mayores diferencias entre hombres y
chimpancés se daban en los cromosomas 1, 4, 5, 9, 12, 15, 16, 17 y 18. Además,
el cromosoma 2 humano resultaba de la fusión de dos de los de los primates.
Con todo
-proseguían- esas diferencias genéticas podían tener una gran importancia
funcional, o bien limitarse, más que nada, a marcar una barrera reproductiva
que impidiera la hibridación (que, por otra parte, es probable que se diera
entre homínidos y chimpancés durante varios millones de años[11]).
Para responder al dilema, Navarro y Barton acudieron a la técnica de fijar el
cociente entre sustituciones no sinónimas y sinónimas, es decir, entre
sustituciones que determinan nuevos aminoácidos (y, por tanto, diferentes
proteínas) y las que no. Dicha cifra indicaba un nivel alto de sustituciones no
sinónimas y, por tanto, se explicaba así la notable incidencia práctica y
positiva de las variaciones genéticas entre las dos especies. Las grandes
distancias funcionales entre hombres y chimpancés quedaban, así, genómicamente
explicadas.
***
Una línea de
hallazgos muy diferente -y menos pretenciosa
para la especie humana- aportó un trascendental artículo publicado en 2011[12],
también encaminado a buscar las razones genéticas de nuestros principales
rasgos diferenciales como especie o, dicho de manera más vulgar, aquello que
nos hace humanos. Este crucial trabajo constataba que, mucho más que
divergencias en los genes, la disparidad humana con los primates existe en el
ADN regulador (hasta 510 deleciones confirmadas de secuencias reguladoras
-RS-), entre las que destacaban las relativas a andrógenos (los humanos han
perdido pilosidad genéricamente masculina; han desaparecido los grandes caninos
de los machos; carecen de espinas peneanas) y las afectantes al desarrollo del
cerebro, tanto en tamaño, como en organización. Curiosamente, algunas de las
secuencias ahora desaparecidas todavía estaban presentes en el genoma
neandertal.
Explicando las
consecuencias que podían tener esas desapariciones de secuencias reguladoras,
los autores indicaban que la desaparición de las espinas peneanas había
influido de manera clara en la forma de entender la sexualidad humana y en la
estabilización de la pareja para la crianza de la prole. Y, en lo tocante al
cerebro, se señalaba la importancia de la expansión de su tamaño y, sobre todo,
del volumen del córtex.
¿Cuál es la
consecuencia de que nuestra especiación haya tomado la vía de la pérdida de
secuencias reguladoras, no la del incremento o de la pérdida de genes? Pues que
los genes siguen presentes en el ADN, pero carentes de expresión y de actividad
proteica; es decir, están en posición de apagado -off-, por ahora, de forma permanente. Esas secuencias perdidas en
humanos representan aproximadamente el 3,5% del ADN del chimpancé. Y, lo que es
muy importante, la mayoría de las RS de las que carecemos habían sido
conservadas a todo lo largo de la evolución de los mamíferos.
Uno de los autores
del citado artículo de 2011 ha vuelto sobre el tema en 2018[13],
asumiendo dicho artículo señero y extendiendo la posibilidad que abre a otras
cualidades humanas, como la marcha bípeda y el consiguiente perfeccionamiento
de las manos. En esta revisión y comentario de 2018, Philip L. Reno se centra
en su importancia para la rapidez de la evolución de los humanos. Algunas de
las pérdidas de secuencias reguladoras -dice- son antiguas, pero otras no se
habían producido aún hace unos cientos de miles, o decenas de miles, de años en
los neandertales y denisovanos. Tales descubrimientos están en la misma línea
de los de los de los peces espinosos, cuya variedad y rápida adaptación tampoco
han sido fruto de nuevos genes, sino de su regulación, determinando su encendido y apagado -on/off- en el momento y lugar adecuados.
Por lo mismo, no tiene por qué tratarse de elaborar proteínas completamente
nuevas, sino solo de alterar algún aminoácido de valor funcional.
Cabe preguntarse
si la pérdida de importancia de la mutación o deleción de los genes afecta a la
validez de las tesis darwinistas, centradas en la evolución a través de las
mutaciones. Así se lo preguntó por escrito un aficionado al propio Philip Reno, quien le contestó que no creía
que estos descubrimientos afectaran a la validez de las tesis de Darwin, toda
vez que lo que se había constatado no dejaban de ser mutaciones por deleción,
aunque no afectasen a genes, sino a las secuencias reguladoras del ADN. De
todas formas, también como aficionado, pienso que el profesor Reno está
olvidando que esa pequeña diferencia
afecta decisivamente a algo que Darwin no admitía: que los cambios genéticos
actúen de manera muy rápida para la marcha de la Evolución.
3. Metilación comparada del ADN en humanos y grandes monos
La especiación
conseguida, más por la vía de la regulación génica, que de las mutaciones de
genes presenta cierto parecido con los métodos epigenéticos, con la diferencia
sustancial de que la examinada en el capítulo 2 supone deleciones en el ADN, en
tanto que la epigenética implica la conservación del genoma. Con todo, el
relevante valor de las secuencias reguladoras puede traer a un primer plano el
epigenoma de los humanos y de los grandes monos (chimpancé, bonobo, gorila, orangután),
hasta hace no mucho poco estudiado a nivel general. Tal vez el primer estudio
comparativo global se produjo en 2013, comparando -todavía de forma modesta,
cuantitativamente hablando- el epigenoma completo de 9 humanos y 23 primates de
las cuatro especies indicadas[14].
Se llegó a la conclusión de que, cuando menos, había 800 genes diversamente
metilados en las especies de grandes monos y 171 con metilación en humanos
diferente de la de cualquiera de los primates, relacionados dichos genes con
funciones neurológicas diversificadas en periodo reciente de la Evolución. Es
un refuerzo de algo que a nadie perspicaz ya se oculta: que las diferencias y
alteraciones epigenéticas son una importante fuerza evolutiva, pese a que,
hasta ese momento (2013) estuviera poco explorada. Los autores entienden que las
diferencias entre hombres y primates tienen más que ver con la regulación
genética o epigenética de los genes, que no con las mutaciones de estos.
Se parte de que la
especiación divergente de los primates pudo iniciarse hace unos quince millones
de años, siendo posterior (unos diez millones de años) la de hombres y
chimpancés. Sin embargo, ya encontramos entre un 12 y un 18% de genes
diversamente metilados, según el tejido que consideremos. Si esos cambios
llegarán, o no, a convertirse en definitivos, o si han sido, o no, fruto de
factores medioambientales, es cosa que no puede dilucidarse indubitadamente. Lo
que sí puede analizarse es la importancia potencial de la diversa epigenética
entre estas especies. Pues bien, de los 171 genes con metilación específica en
humanos, los hay que tienen que ver con el aparato circulatorio, el desarrollo
ontogénico, las funciones neurológicas y la producción de ciertas enfermedades.
Algunos de los genes afectados son tan importantes, como ARTN (supervivencia de
las neuronas periféricas del simpático y de las neuronas dopaminérgicas),
COL2A1 (colágeno tipo II, que actúa en cartílagos, oído interno y humor vítreo)
y PGAM2 (enzima implicada en la vía glicolítica). En ocasiones, la diferencia
de los humanos es compartida por algunos otros de los primates: así, la
metilación diferenciada de GABBR1, gen importantísimo para toda la inhibición
simpática, que compartimos con el gorila.
También es
importante reflejar que la metilación diferencial ocurre sobre todo en las orillas de las islas CpG; como también
es significativo que las diferencias se aprecian con mucha mayor intensidad en
ciertas zonas del genoma, lo que parece apuntar en el sentido de que incidan
con preferencia en elementos reguladores distales,
es decir, operantes a larga distancia genética. También se han hallado
diferencias significativas en la inactivación del segundo cromosoma X, por más
que esta se dé en todas las especies estudiadas.
Si la comparación
epigenética se hace entre el hombre y el chimpancé, el trabajo examinado ha hallado
hasta 2.500 genes con diverso grado de metilación (hipo o hiper), con un
significativo número de cambios no sinónimos, es decir, con incidencia en la
codificación o nivel de producción de proteínas. Y estos cambios se conservan
en los diversos tejidos examinados (sangre, corazón, hígado y riñones).
¿Qué conclusiones
pueden extraerse del estudio expuesto? Sus autores señalan las siguientes: 1ª.
La importancia de la epigenética en el proceso de especiación humana y de los
grandes monos. 2ª. Importantes diferencias de metilación entre el hombre y el chimpancé
(hasta en un 9% de sus genes), incluyendo alteraciones de proteínas y zonas de
presión evolutiva. 3ª, Bastantes de los 171 genes con metilación específica
humana parecen tener que ver con rasgos genuinamente humanos, entre otros, la
deambulación bípeda, que requiere de cambios en la presión sanguínea y el oído
interno. 4ª. Sin perjuicio de la necesidad de ulteriores estudios, se robustece
con este el valor que se va reconociendo a lo epigenético en los cambios
evolutivos, que han dado lugar a la diversificación de los humanos y de las
cuatro especies de grandes monos.
[1]
Investigación y Ciencia. Temas. Número 92 (2º trimestre de 2018). Los
artículos, autores y páginas de este capítulo de mi ensayo hacen referencia a
dichos número y revista.
[2] Trabajo
de Kate Wong, pp. 42-49.
[3] Trabajo
de Nina Jablonski, íbidem, pp. 60-67
[4]
En esto es inexcusable la referencia al zoólogo y etólogo británico, Desmond
Morris, y a su famosísima serie de libros de divulgación que empezó en 1967,
con la publicación de El mono desnudo (The naked man).
[5] Heather
Pringle, íbidem, pp. 68-75.
[6]
Philip L. Reno, íbidem, pp. 75-81. Se
desarrolla más ampliamente este aspecto evolutivo en el capítulo 2 de este
mismo ensayo.
[7] Matteo
Fumagalli y Luca Pagani, íbidem, pp.
82-89.
[8]
John Hawks, íbidem, pp. 90-95.
[9]
Arcadi Navarro & Nick Barton, Chromosomal
speciation and molecular divergence-accelerated in rearranged chromosomes,
Science, vol 300, 11 april 2003, pp. 321-324.
[10]
Hoy se admite un mayor porcentaje de diferenciación, del orden del 4%, aunque
la mayor parte de él parece afectar al ADN no génico, históricamente conocido
por genoma basura.
[11]
El citado artículo establecía en 6 o 7 millones de años la divergencia
específica de hombres y chimpancés, una cifra que hoy suele elevarse hasta 10
millones, lo que aún da más tiempo para posibles hibridaciones.
[12]
Cory Y. McLean, Philip L. Reno, Alex A. Pollen, Abraham I. Bassan, Terence D.
Capellini, Catherine Guenther, Vahan B. Indjeian, Xinhong Lim, Douglas B. Menke,
Bruce T. Schaar, Aaron M. Wenger, Gill Bejerano & David M. Kingsley, Human-specific loss of regulatory DNA and
the evolution of human-specific traits, Nature, 471 (7337), 10 March 2011,
pp. 216-219.
[13] Philip
L. Reno, Pérdidas de ADN en nuestra
evolución, Investigación y Ciencia, abril 2018, Nº 499.
[14]
Irene Hernando-Herráez, Javier Prado-Martínez, Paras Garg, Marcos
Fernández-Callejo, Holger Heyn, Christina Hvilsom, Arcadi Navarro, Manel
Esteller, Andrew J. Sharp & Tomás Marques-Bonet, Dynamics of DNA methylation in recent human and great ape evolution, PLoS
Genet 9(9): e1003763, published September 5, 2013.
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