El mal menor
Por Federico Bello
Landrove
Cuando yo empezaba mi carrera profesional,
la concluía don Ricardo Bolado Pita. En herencia me dejó este relato, que
imagino tiene tanto de verdad como de fantasía -él era así-. De todas formas,
ilustra muy bien una verdad sin tacha: Aún en los momentos más difíciles, hay
que intentar hacer algo por la piedad y la justicia, sin apartarse de la acción
por lo incierto de los resultados finales.
1.
Me roza una revolución
En octubre de 1934, llevaba cuatro meses destinado en
Infiesto[1],
ejerciendo mi primer destino en la Carrera judicial. No sé si, a estas alturas,
tales mes y año te dirán algo. Por si acaso, aún a riesgo de resultar prolijo,
recordaré que fueron los tiempos de la Revolución de Asturias. No sé qué habría
sido de mi persona, a no ser por un teniente de la Guardia Civil, que se me
presentó en el Juzgado en la mañana del domingo, día 7, para decirme:
-
Señoría,
lamento informarle de que Infiesto va a quedar a merced de los revolucionarios.
Vamos a concentrar a todos los guardias en el cuartel de Nava.
-
No
veo que haya mucho movimiento por
aquí, repuse. Tal vez se calmen las cosas, como parece que está sucediendo en
el resto de España.
-
Me
temo que no sea así, replicó el teniente. Hemos recibido noticias de que
cientos de mineros y obreros de talleres y fábricas vienen para acá desde
Langreo. Yo que usted, mantendría cerrado el Juzgado y buscaría refugio seguro.
Tal vez podría venirse con nosotros…
-
No,
muchas gracias. Voy a telefonear al Presidente de la Audiencia para informarle
y pedir consejo; y, en todo caso, he de reunir al personal del Juzgado para
ponerlo al corriente de lo que decida. Me va a llevar su tiempo, siendo
domingo.
Como me temía, los
intentos de comunicar con la Audiencia o el Juzgado de Guardia de Oviedo fueron
inútiles. En consecuencia, metí en una bolsa de viaje lo más perentorio
-incluidas las Leyes de Medina y Marañón[2]
y la toga y demás atributos judiciales-, cerré con llave casa y Juzgado y
busqué a Firme, el agente judicial,
encontrándolo en la huerta de junto a su domicilio:
-
He
recibido aviso de la Guardia Civil de que los revolucionarios van a venir desde
Langreo y peligra el Juzgado; así que mantenlo cerrado hasta nueva orden y
avisa al Secretario, al Forense y el resto del personal, por si quieren tomar
alguna medida de seguridad personal.
-
Ya
sabe usted que, siendo domingo, don David andará por Oviedo y el doctor
Rendueles en Gijón. De los demás ya me encargo, aunque no creo que haya nada
que temer.
-
Eso
deseo. De hecho, si nada pasa de aquí a mañana a las nueve, abriremos como si
tal cosa. Entre tanto, nos olvidaremos del servicio de guardia.
-
¿Quiere
quedarse aquí? -ofreció, señalando mi equipaje-. No creo que le haya visto
nadie venir.
-
Muchas
gracias, Firme, pero no. Tal vez me
vaya con los guardias, que también se han prestado.
No dejaba de ser
una media mentira, para no informar a nadie de mi real paradero, por más que el
agente me pareciera de fiar. Volví a la Plaza del Ayuntamiento, donde lo tenía
aparcado, cogí mi Rosalie[3] y no paré hasta Cangas de Onís, que me
pareció lo suficientemente lejano de la marea proletaria y lo bastante próximo a
mi Castilla natal. Llené de gasolina el depósito y tomé una habitación en una
pensión al inicio de la carretera de Riaño. Tentado estuve de cruzar los
montes, pero los deberes judiciales me disuadieron por el momento.
Al día siguiente, telefoneé
al Ayuntamiento piloñés. Lo confuso de la comunicación me hizo suponer que
había sido ocupado por los rebeldes, cosa que confirmé a través de mi colega de
Cangas, que se informó por la Guardia Civil: Infiesto había sido ocupado la
tarde anterior por una gran columna de mineros
langreanos, quienes habían seguido luego en dirección a Oviedo. El
compañero me invitó a compartir su casa pero, comoquiera que tenía varios
chiquillos y yo soy muy partidario de la tranquilidad y del silencio, decliné
su amable invitación, rogándole me tuviera al tanto de la situación, para no
demorarme más de lo debido fuera de mi sede. Con todo, hube de permanecer
resguardado hasta el domingo siguiente, 14 de octubre, cuando Infiesto fue
liberado casi simultáneamente por los guardias civiles de la zona y por la
columna del Ejército que mandaba el general Solchaga[4].
Mi regreso al
Juzgado fue menos doloroso de lo que barruntaba. Bien por ausencia de
oposición, bien porque tuvieran prisa por hacerse con otras villas mejor
defendidas, los que llamaré milicianos se limitaron a saquear diversas tiendas
y casas de gente de posibles, pero respetaron los edificios públicos y no
quemaron archivos ni registros, como hicieron en otros sitios. Los lugareños
tampoco debían de tener cuentas
pendientes, pues no ejercieron entre ellos violencias o represalias. Con
todo, en las semanas siguientes me fueron informando de sucesos e incidencias
desagradables, pronto superadas por las conductas desatentadas de la represión
que los siguió. La declaración de estado de guerra y -por qué no decirlo- la
escasa firmeza y cooperación entre quienes algo
tendríamos que haber hecho por el respeto de la ley, no sirvieron sino para
menguar nuestro prestigio y enconar los ánimos. Un año y cuatro meses más
tarde, en las elecciones generales de febrero de 1936, las fuerzas estuvieron
muy igualadas pues, aunque ganó la candidatura de derechas, los frentepopulistas obtuvieron en Piloña casi el
48,5% de los sufragios.
Nada más he de
decir sobre aquellos tiempos difíciles de mi primer bienio judicial, pues lo
que he recogido solo pretende ser un preámbulo para lo que, con mucho mayor
detalle, expondré a continuación. Cuanto he dejado dicho ha de servir para
explicar dos actitudes mías en tiempos futuros: procurar ser útil desde mi
puesto en la sociedad y elegir bando en función de mis intereses, no de
consideraciones abstractas. Me parece que no es mal programa en teoría, pero
veamos el uso que hice de él en la práctica.
2. Una decisión atrevida
El 15 de julio de
1936, miércoles, inicié mis vacaciones anuales, sin otra preocupación a la
vista que la de tener que concursar a mi vuelta para un juzgado de ascenso[5].
Gracias al vehículo antes aludido -regalo de mi padre al ganar yo las
oposiciones-, me encontraba en Burgos a primera hora de la noche de aquel mismo
día. Mi progenitor -abogado de prestigio, bien relacionado y, en consecuencia,
bien informado- respiró con alivio al abrazarme en el vestíbulo de casa:
-
Gracias
a Dios, Ricardo. No veía el momento de tenerte aquí.
-
Pues
¿qué? -respondí con ligereza-, ¿acaso temes otro 34?
-
Peor.
Me temo que esta vez nadie va a volverse atrás.
En efecto, tras
día y medio de tensión y titubeos, la ciudad de Burgos cayó sin lucha en manos
de los militares sublevados quienes, con diverso resultado, se aprestaron a
poner la capital a buen recaudo -tomando por la fuerza el norte de la provincia
y enlazando con la también sublevada Navarra- y a intentar un golpe de suerte
hacia Madrid -lo que no consiguieron-. Mi padre estaba afiliado al pequeño y
moderado Partido Republicano Conservador, al que también pertenecía el Alcalde
burgalés, también abogado y buen amigo suyo. No tuvimos, en consecuencia,
contratiempo ninguno, al margen del sufrimiento que suponía ver a la ciudad y
al país en tan triste estado. Por mi parte, la mayor preocupación era la de qué
hacer en aquel trance, dada mi condición de Juez de Primera Instancia. Mi señor
padre resolvió por mí:
-
Desde
luego, nada de tratar de regresar a tu puesto, ni de ponerte a disposición del
Ministro de Madrid, pues no tardarían los militares en buscarte las vueltas.
Pero tampoco significarte por lo contrario, que no sería el primer
pronunciamiento que finalmente fracasa. Quédate en casa y haremos como si
siguieses fuera. Cuando la situación se decante, nos moveremos según de dónde
sople el viento.
Desde luego, era
lo más sensato. De Asturias llegaban informaciones confusas, como si en la
región se estuviera luchando duramente. Luego resultó que, salvo Oviedo y
Gijón, el territorio había caído del lado republicano, no siendo Infiesto
excepción a esa realidad. En la desigual pugna, Oviedo fue cercado
estrechamente y Gijón tomado por el Gobierno al cabo de un mes. Con eso y la
confirmación del paso del Estrecho por parte del Ejército de Marruecos -columna
vertebral del español-, llegó el momento de adoptar una resolución. Yo tenía
claro el fondo, pero vacilaba en la forma:
-
La
verdad, padre -dije al que lo era mío-, puesto a elegir, no tengo ninguna duda,
teniendo en cuenta dónde estoy y la profesión que ejerzo. Lo que me preocupa es
que vayan a depurarme o me manden al frente, a pegar tiros.
-
Por
esto último no creo tengas que inquietarte, teniendo ya veintiocho años y el
servicio militar cumplido. En cuanto a lo otro, malo será que, entre el Alcalde
y el general Cortés no vayas a salir airoso.
Al oír el apellido
del ilustre Jurídico Militar[6],
se me abrieron los cielos. Ahí es nada, que se hallara en Burgos mi respetado
preparador de las oposiciones. Decidí empezar por visitarlo en su casa, en la
convicción de que su afecto y cortesía lo aprobarían. En efecto, el Auditor
-como yo simplemente lo llamaba- me recibió con los brazos abiertos y se
sinceró desde el primer momento:
-
No
sabes la alegría que me da verte. ¿Te pilló, como a mí, el Alzamiento de
vacaciones?
Pese a la
confianza, alteré la realidad de forma que justificara la tardanza en
presentarme:
-
En
efecto, tenía concedida licencia desde el 15 de julio, pero me demoré unos días
por Ribadesella y Covadonga, y me cogió el Movimiento. Tuve que decidir sobre pasar o quedarme y, a continuación,
buscar algún puerto recóndito para cruzar la divisoria. ¡No vea los riesgos!
Opté por no darle
fechas concretas, para no pillarme los dedos. Concluí:
-
Así
que aquí me tiene, dispuesto a cumplir mi función de la forma que nuestras
Autoridades decidan; pero, antes, he preferido presentarme a usted, que me
conoce bien. Ya sabe cómo están los tiempos, ¡como para tratar con desconocidos!
-
Has
hecho muy bien, pero la situación todavía anda muy confusa y yo mismo ni sé
hasta ahora cuál va a ser mi puesto. De todos modos, ven mañana por casa, a eso
de las nueve, y te llevaré a cumplimentar a mis compañeros[7]
de la Junta de Defensa. Y ahora pasa a saludar a mi mujer y a merendar con
nosotros.
***
Como es natural,
la casi totalidad de los miembros de la citada Junta se hallaban dispersos por
la zona nacional, dirigiendo las operaciones militares. El Presidente,
Cabanellas[8],
se encontraba muy ocupado esa mañana
-según nos dijeron-, por lo que nos recibió el Secretario, coronel Montaner[9].
Me trató con la respetuosa deferencia que yo casi siempre he encontrado en los
militares hacia los jueces y convino con don Luis Cortés el mejor camino a
seguir:
-
Por
de pronto, señor Bolado, vamos a redactar un acta de comparecencia, a fin de
que quede certificado que su señoría se ha presentado ante esta Junta para
quedar a disposición de las Autoridades legítimas.
Para lo que usted pretende, es decir, que se le asigne algún cargo adecuado a
su función pública, mi consejo es que pida ser recibido por el Gobernador Civil
y por el Presidente de la Audiencia. Ellos verán si es posible acceder a su
solicitud.
-
Tal
vez podríamos hacerle un hueco en la Auditoría del Cuartel General, apuntó
Cortés.
-
Eso
ya queda de su mano, mi general, pero creo preferible que el señor juez intente
primero situarse en su Jurisdicción.
Así pues, salí del
palacio de Capitanía con un documento que parecía garantizar mi adhesión al
Movimiento, aunque fuese bastante forzada y tardía, y con unos consejos
complementarios, que parecían sensatos pero a la postre resultaron
decepcionantes. Para empezar, en el Gobierno Civil -entonces en manos de un
jefe del Ejército, de cuyo nombre no soy a acordarme- me recibió con demora y
malos modos un jefe de negociado, que, tras tomar nota por un subordinado de mi
identidad e intenciones, me echó un buen jarro de agua fría:
-
Ya
veo que le avala gente importante pero, de todas formas, como funcionario
procedente de la zona roja, tendrá usted que pasar por el expediente de
depuración.
-
Siendo
así -repliqué un poco irritado-, como no pertenezco a la Administración civil,
sino a la de Justicia, entiendo que la competencia para instruir dicho
expediente corresponderá a mis superiores judiciales.
-
Desde
luego -aclaró mi interlocutor-, lo comunicaremos al Presidente de la Audiencia
pero no olvide que, dado el estado de guerra en que nos encontramos, la
decisión será en todo caso de la Autoridad militar.
Vamos, que yo
esperaba poco menos que una felicitación por haber abandonado a los republicanos,
pero me encontraba con un expediente depurativo.
En cuanto a suspenderme de empleo y sueldo, ni falta que hacía: Ya se estaba
encargando el Gobierno de Madrid de irnos cesando a todos los que no nos
incorporábamos a nuestros destinos anteriores al 18 de julio.
En el palacio de
la Audiencia no hicieron sino confirmar, con mayor precisión, lo que en el
Gobierno Civil me habían adelantado:
-
El
paso que ahora das -el Presidente conocía bien a mi padre: de ahí el tuteo- te
honra y, cuando menos, supone una vehemente presunción de adhesión al
Movimiento. No obstante, tu plaza está en Asturias y, en tanto aquella región
es liberada, quedarás cesante y, te guste o no, suspendido en la práctica de
empleo y sueldo. De modo que, yo que tú, estaría contento de cumplir ahora con
el trámite de la depuración, por enojoso que te parezca. Una vez concluido el
expediente de forma favorable -de lo que no me cabe duda-, será el momento de
gestionar tu incorporación a la Justicia del Movimiento.
-
¿Y
quién instruirá dicho expediente?
-
Voy
a ponerme en contacto con el Gobierno Civil para que me lo pasen. Luego, lo de
resolverlo será cosa de la Junta de Defensa. Tú no salgas de Burgos, para que
las diligencias no sufran dilación ninguna.
***
Toda la semana
siguiente la pasé en casa, ayudando a mi padre en el estudio de sus pleitos y
siguiendo los grandes progresos de las
gloriosas fuerzas nacionales por Extremadura, la sierra de Madrid,
Guipúzcoa y otros muchos lugares -entre ellos, el occidente astur, lo que poco
valía para la liberación de mi Infiesto,
que se hallaba en la dirección opuesta-. Aunque el conjunto de la información
daba a entender un progreso de los militares sublevados, el detalle no era de
creer, como en todas las guerras pasa. La mejor evidencia que teníamos sobre la
marcha de las operaciones es que nuestra ciudad no pasaba por apuros de ninguna
clase, ni bombardeos, ni carencia de suministros. Ello hacía menos
comprensibles las noticias que mi hermana Benita y la tata Casilda me traían de la calle, infringiendo la ley de silencio
que, indudablemente, se habían impuesto mis padres para conmigo, a fin de no
excitar mis sentimientos.
Me refiero, como es
natural, a la violencia de las represalias para con los desafectos a la
sublevación, en forma de ejecuciones en juicios sumarísimos, paseos[10],
sacas carcelarias[11],
centenares de detenciones en espera de juicio, etcétera. En algunas ocasiones,
los casos nos eran notorios, por afectar a personas conocidas: vecinos,
amistades, compañeros de estudios, novios de amigas… Para enterarme mejor, opté
por no dirigirme a mi padre -lo que habría supuesto una bronca suya a mis
primeras informantes- y acudí a uno de
los jueces de Burgos, con quien había hecho prácticas durante mi etapa de
aspirantazgo. El ahora compañero no se anduvo con tapujos:
-
Esto
es tremendo, Ricardo, una masacre en toda regla. Dicen que en el otro lado las cosas son aún peores
-por lo menos, para nosotros[12]-,
pero aquí, que mandan los de siempre y no ha habido resistencia, es una vergüenza.
-
Me
han dicho -precisé- que incluso se está matando a gente sin juicio previo; que
van a buscarlos a su casa o a la cárcel y se acabó.
-
En
efecto, aunque cada vez va pasando menos. Ahora están empezando a funcionar a
pleno rendimiento los Consejos de Guerra que, a toda velocidad, instruyen,
juzgan y sentencian. Y yo diría que la mitad de las penas que imponen son de
muerte.
-
¡Qué
horror! ¿Y qué estamos haciendo nosotros? Quiero decir, los jueces y fiscales
de carrera.
-
¿Qué
quieres que hagamos, si nos han quitado la competencia para enjuiciar todos los
delitos políticos?
-
Pero
el asesinato de un civil por otros civiles no está dentro de la jurisdicción
militar…
-
¿Y
qué? ¿Vamos a jugarnos la carrera y, tal vez, la libertad o la vida, para no
conseguir maldita la cosa?
-
Eso
está por ver. Si actuásemos en común, con los Presidentes a la cabeza, no creo
que se atrevieran a…
-
Oye,
oye -me cortó-, tú estuviste en Asturias en el 34 y está por ver que pararas
los pies a unos o a otros. Y ahora, por casualidad o por causalidad, has dejado
tu juzgado y has venido a lugar seguro. No creo que estés en condiciones de
darnos ejemplo ni, menos aún, de echarnos en cara nuestra pasividad e
ineficacia.
-
Seguro
que yo no soy un ejemplo de conducta, pero la verdad es que todos nosotros ya
somos mayorcitos y expertos, como para necesitar otro modelo que la estatua de
la Justicia.
Me di cuenta de
que había hablado de más y en tono grandilocuente. Después de todo, no conocía bien
al colega con el que me había sincerado tanto. ¡Tendría gracia que me hubiera
buscado un problema, no por acciones positivas, sino por palabras huecas! Así
que me escabullí como pude:
-
De
cualquier modo -concluí-, allá cada cual con su conciencia.
***
Mi conversación
con aquel juez de Burgos me impulsó a predicar con el ejemplo. Para saber si
era posible hacer algo por mejorar la situación, no había otra forma que la de
insertarse en ella, y yo tenía cómo hacerlo. Volví a casa de don Luis Cortés y
le dije:
-
Mientras
no terminen mi expediente de depuración, no será posible que se me dé cargo
alguno en la Justicia civil. En casa me ahogo. ¿No tendría usted algo en
Auditoría, por mínimo que sea?
-
No
sé si va a gustarte el ambiente ni la función pero, en fin, por probar…
Se quedó
silencioso unos momentos, pensando. Luego:
-
Como
no vas a cobrar, nadie va a objetar a que ejerzas funciones de secretaría a mis
órdenes. Lo que va a resultar llamativo es que andes por allí de paisano. ¿Qué
graduación tenías cuando te licenciaron de la mili, hace unos años?
-
Sargento
de complemento del arma de Caballería.
-
Pues
voy a preparar las cosas para que autoricen tu reincorporación temporal y te
faciliten un uniforme.
-
¿Y
el expediente de depuración?
-
Que
siga su curso. En lo militar, yo te avalo... No vayas a dejarme mal -bromeó-.
-
Ya
me conoce -repuse, con forzada solemnidad-: soy discípulo suyo.
Bueno será que
recuerde mi relación con don Luis, surgida de que, al terminar la Carrera en la
Universidad de Castellar, tuve la ocurrencia de preparar las oposiciones a
Jurídico Militar, sin duda, por estar haciendo el Servicio como secretario del
Juzgado de Cuerpo en el regimiento de Caballería de Burgos. Luego, por consejo
de mi padre, cambié la preparación por la de la Judicatura civil, pero continué
con el mismo preparador, dada la buena relación que habíamos establecido. En
dos años saqué las oposiciones, tiempo en que frecuenté la casa de don Luis
tres veces por semana. Aquello había sido entre el año 32 y el 34, cuando el
Auditor Cortés andaba por los cuarenta y pocos años, con una carrera
profesional fulgurante a sus espaldas. Mi padre se hacía lenguas de ella:
-
Es
un hombre preparadísimo. Y no creas que solo en Derecho: también es un
historiador de nota. Pocos saben de Burgos tanto como él.
-
Y,
a pesar de todo, carlista, repliqué con guasa.
Mi padre se echó a
reír y dijo:
-
Algo
malo habría de tener tanto apego al pasado y a la tradición.
***
Entre unas cosas y
otras, se nos hizo el mes de octubre, aquél que empezó con la entronización -como la llamaba mi padre-
de Franco en Burgos, como Jefe del Estado. El Boletín Oficial publicó que mi
expediente de depuración había sido aprobado sin exigencia de
responsabilidades. El día 5, lunes, me incorporé de uniforme a la Auditoría,
dispuesto a cumplir mis secretos objetivos de eficacia y humanidad, con el
magisterio y ayuda probables de parte de don Luis. Días antes, el 2 de octubre,
el Generalísimo había formado su primer Gobierno, llamado Junta Técnica del
Estado, en el que aparecía una Comisión
de Justicia, al frente de la cual estaba un tal José Cortés López. Yo no lo
conocía de nada, aparte de por figurar en el escalafón de magistrados. El
Auditor me informó al respecto:
-
Estaba
de Gobernador Civil en Las Palmas, donde antes había sido Presidente de una de
las Salas de su Audiencia. Supongo que Franco lo conoció cuando fue Comandante
General en Canarias. Tú verás si quieres cumplimentarlo y pedirle algún
destino.
-
Saludarlo
sí que lo haré, pero no voy a pedirle nada por ahora. Ya tengo un trabajo
interesante con usted. El futuro inmediato de España está en la vida militar.
Cortés rio de
buena gana y dijo:
-
No
me digas que ahora te arrepientes de haber elegido la Justicia civil.
Apenas me dio
tiempo de calentar la silla. El 1 de noviembre, el Boletín publicaba un Decreto
creando el Alto Tribunal de Justicia Militar y nombrando a don Luis vocal del
mismo. Y el 5 del mismo mes, otro Decreto creaba para Madrid los Consejos de
Guerra permanentes, admitiendo la posibilidad de que jueces y fiscales civiles
formasen parte de los mismos, caso de no haber Jurídicos Militares o de Marina
suficientes[13]. Era la
ocasión pintiparada para que un loco
como yo se infiltrara en la Justicia castrense, y no como chupatintas, sino
como Asesor Jurídico o como Fiscal en los Consejos de Guerra, con voz y voto.
Cortés y yo coincidimos en que era mi momento.
Pero, pese a mi reserva, él me leía la mente y se sintió obligado a
aconsejarme, antes de que me alejara de su lado protector:
-
Bien
sabes que los militares juristas no somos crueles, ni nos gusta la ilegalidad.
Por tanto, cuanto hagas con el marchamo del Código de Justicia Militar y de la
moderación será bien recibido. Pero, por encima del Consejo de Guerra, están
los Jefes militares que, con ayuda de los Fiscales y de los Auditores, cumplen
exigencias políticas de crueldad y de miedo a la derrota. Cuidado con ellos
pues, a la menor discrepancia, te echarán con cajas destempladas e informes
desfavorables.
-
La
verdad, don Luis, mi objetivo es hacer lo que pueda, nada más y nada menos. No
tengo madera de héroe.
-
De
todos modos, cuando te destinen, me informas y yo escribiré al Auditor de allá
recomendándote.
-
¿No
sería mejor pasar desapercibido?
-
No
lo creo, aunque hay quien no se fía de los paisanos, recomendados o no.
El Auditor se
quedó mirándome fijamente y luego preguntó:
-
¿Puedo
pedirte que me hagas una lista con los objetivos que te has marcado? Si decides
abrirte a mí, procura ser concreto.
-
No
tengo muy decidido el plan pero, de hoy para mañana, haré la lista que me pide y
podremos comentarla.
Ante mi
disponibilidad, Cortés se sintió satisfecho y decidió compensarme con un
regalo, que podía ser envenenado:
-
Hay
casos -dijo- en que cierta dosis de sinceridad resulta la mejor táctica. La
constitución del Alto Tribunal va a ser pública y solemne: cuestión de
propaganda. Asiste a ella, con traje de civil, y te presentaré a gente
importante para tu futuro como Jurídico Militar provisional.
3. Un capitán con hechuras
Al día siguiente,
entregué a don Luis un folio escrito a máquina, con el siguiente contenido
(todavía guardo una copia a papel carbón):
Me propongo insistir o hacer hincapié en los
siguientes puntos:
-
Precisar conforme a Derecho el delito
de rebelión militar (prácticamente el único que puede suponer pena de muerte o
cadena perpetua), estableciendo: a) La necesidad de que se haya cometido
después de la proclamación del bando declarativo del estado de guerra; b)
también, después de que se haya realizado una intimación en regla, para que los
alzados puedan deponer su actitud; c) excluyendo de la rebelión conductas
pasivas o meramente verbales; d) diferenciando con precisión la rebelión
propiamente dicha del mero auxilio a la misma; e) distinguiendo asimismo a los
autores principales de los meros partícipes, y f) aplicando en caso de duda lo
más favorable para el acusado.
-
No considerar rutinariamente las
agravantes de especial gravedad del daño o de especial relevancia de la persona
responsable y, por el contrario, considerar que la atenuante de ser menor de 18
años impide legalmente la imposición al culpable de la pena de muerte.
-
De no concurrir agravantes no
compensadas, imponer la pena en su grado medio, no llegando a la de muerte si
no se ha acreditado la comisión de graves delitos de sangre, o el de violación.
-
Procurar que, ya que se trata de
procesos sumarísimos de urgencia, se adopten no obstante precauciones mínimas,
en orden a evitar errores o parcialidades, tales como: a) que el apuntamiento
del Instructor se ajuste a lo efectivamente investigado; b) que se admitan
testigos de descargo, si se ofrecen y los ha habido de cargo; c) que se procure
que los conocimientos y la graduación del Defensor sean proporcionados a la
gravedad de los delitos y a la calidad y número de los acusados; d) que se dé
escaso valor a las manifestaciones de denunciantes y testigos que sean
conocidamente enemigos del acusado; e) que se facilite el mayor tiempo posible
para el estudio de las causas más extensas y graves; f) que se procure dividir
la continencia de las causas multitudinarias; g) que no se considere deshonroso
ni contrario a la disciplina la formulación de votos discrepantes con la
mayoría.
-
Usar de generosidad en la solicitud e
informe de los indultos, cuando haya razones familiares, de edad,
arrepentimiento, etc. que lo aconsejen.
Don Luis leyó
detenidamente el texto, haciendo en él varias tachaduras a lápiz, y me lo
devolvió con el siguiente comentario oral:
-
Salvo
las correcciones que te he hecho, inspiradas por la prudencia y el realismo, no
por la legalidad, todo lo demás me parece correcto, por no decir obligado. Si
lo llevas adelante con finura y oportunidad, te auguro un cierto éxito en tu
empresa. Sobre todo, pugna porque se imponga la menor cantidad posible de penas
capitales. En cuanto a las demás, no tardarán en ser papel mojado: las cárceles
no podrán aguantar tales masas de reclusos, en cuanto acabe la guerra.
***
La toma de
posesión de los miembros del flamante Alto Tribunal fue solemne. Tan pronto
concluyó, me destaqué entre el público para saludar al Auditor de División,
señor Cortés. Mi maestro se abrazó conmigo unos instantes y, al punto, encontró
un hueco para presentarme al Presidente, Conde de Jordana[14],
y a un comandante bajito, de bigote, todavía joven, al que me introdujo como un excelente juez de la Asturias irredenta,
enamorado de la Justicia Militar. Luego, añadió:
-
Aquí,
el comandante Fuset[15],
que es el jefe de la Auditoria del Cuartel General del Caudillo. Es de tu
estilo: técnico, objetivo y realista.
Fuset sonrió
complacido, ante el juicio halagüeño de tan calificado superior. Estrechó mi
mano y se ofreció:
-
Si,
por fin, ingresa usted en lo Jurídico Militar, no dude en consultarme lo que se
le ofrezca. Es mejor prevenir que tratar de curar.
Aquel si, por fin, me pareció demasiado
precavido pero ¡qué razón tenía! Los juzgados y tribunales creados para entrar
en funcionamiento en el Madrid conquistado tendrían que esperar casi dos años y
medio para hacerse efectivos. Franco se equivocó de medio a medio en su
cronología triunfal[16]
y pocos datos lo prueban con mayor evidencia que este.
Ese mismo día tuve
el encuentro más fructífero para mis planes de legalidad en un mundo hostil. Se
me acercó espontáneamente cuando salía de la sala. Sin duda le había llamado la
atención ver el traje azul marino cruzado que yo vestía, entre tantísimas
guerreras caquis y verdes. Me interpeló con estas, o parecidas, palabras:
-
Perdone,
¿tiene usted relación con el Tribunal que acaba de crear el general Franco?
Su fuerte acento lo
delataba como corresponsal americano en España. Ello me dio una idea, para cuyo
desarrollo tenía que empezar yo poniendo algo de mi parte.
-
No
directamente, pero puedo informarle de lo que quiera pues soy un juez civil
profesional, que actualmente está destacado
en tribunales militares.
El caballero -que
resultó ser californiano- vio los cielos abiertos y me asaetó a preguntas, que
yo procuré responder de manera veraz, aunque lo más favorable posible para la
Justicia del bando nacional. Periodista del Examiner
de San Francisco y, por extensión, de los diarios de la cadena Hearst, me
prometió mantener reserva de la fuente.
Sin abandonar la
charla, paseamos por el Espolón y luego nos acogimos al calorcillo de una de
las tascas próximas a la Catedral. Se estaba haciendo la hora de comer y me
animé a invitarlo al consabido cocido de garbanzos, regado con vino de Roa. El
reportero, Freddy Conklin, tras llenar su libreta, hizo luego lo propio con el
estómago. Decidí aprovechar el momento:
-
Decían
los latinos aquello de do ut des, facio
ut facias. ¿Sabes lo que significa?
-
Creo
que sí.
-
Pues
ahora voy a pedirte yo un pequeño favor, aunque los beneficiarios van a ser
otros. Cuento con tu discreción.
-
Palabra
de honor de periodista -bromeó-.
Y, de forma
escueta, le hice saber mis propósitos regeneradores
de la Justicia militar, para lo cual podía ser muy importante el factor
propagandístico, materia en la que el bando de Franco estaba perdiendo claramente
la partida. Freddy podía reflejar en la prensa americana la posibilidad de
alcanzar mejores resultados judiciales, gracias a la creación del Alto Tribunal
y la de tribunales permanentes, más técnicos y profesionales, así como a la
apertura de las filas de la Justicia militar a expertos civiles.
-
Para
redondear la noticia -concluí- puedes reflejar que, mientras en la zona
republicana se considera una conquista poner los tribunales en manos de
ignorantes y desharrapados, en la nuestra no hay obstáculo en que jueces,
fiscales y abogados profesionales ayuden a los Jurídicos militares en los
consejos de guerra y las Auditorías, de lo que en el mismo Burgos has conocido
personalmente algún ejemplo -el mío-.
-
Ningún
problema; antes bien, la cadena Hearst es favorable a los militares sublevados
y a sus valedores, alemanes e italianos. Así que aceptaré tu punto de vista y lo
publicaré conforme me sugieres. Ojalá no vuelva a ver cadáveres flotando por
los ríos ni abandonados en las cunetas.
-
En
efecto, ojalá.
***
Al no caer
inmediatamente Madrid, como Franco esperaba, hube de volver a vestir el
uniforme de sargento y regresar a la Auditoría burgalesa. A fines de noviembre,
don Luis requirió urgentemente mi presencia en el último piso de Capitanía,
donde habían instalado precariamente el Alto Tribunal de Justicia Militar. Me
esperaba con una sonrisa de oreja a oreja y un ejemplar del Diario de Burgos en la mano.
-
Supongo
que habrás sido tú el inductor de este delito, me dijo en guasa, al tiempo que
me pasaba el periódico. ¿No lo has leído?
-
No
todavía. Suelo hacerlo a la hora de comer.
Ojeé la primera
plana. A dos columnas, rezaba así un titular: La justicia del Movimiento reconocida por la prensa americana. Comprendí,
sin necesidad de leer más:
-
En
efecto, mi general. Soy el promotor de esta noticia, que creo está muy lejos de
ser un crimen.
-
No
opina lo mismo, entre otros, mi compañero -y, sin embargo, no amigo- Conde
Pumpido[17],
que ha entendido el texto como denigrante para los jueces puramente militares.
-
No
era esa mi intención. De todos modos, yo no soy responsable de la manera con
que el periodista haya reflejado nuestra conversación.
-
Pues
siento que me digas eso -repuso Cortés, conteniendo la risa-, porque me ha
venido a ver Fuset para decirme que el Caudillo ha quedado muy complacido,
literalmente, de que se nos reconozca
algo bueno en la patria del señor Roosevelt. Y, a mayores, que quiere conocer
al juez civil que ha sido el responsable
de ello.
-
O
sea, don Luis, que ha dado usted mi nombre, antes de escuchar mi confesión.
-
¡Hombre!,
no creo que haya en Burgos otro sargento que se atreva a tanto.
En fin, al día
siguiente, a eso de la una de la tarde, el Generalísimo se dignó departir
conmigo dos minutos, para ponderar mi conducta y, dirigiéndose a Fuset, allí
presente, ordenarle que se aprovechara mi buena disposición y entrega a la
Justicia militar. Creo recordar que, al mismo tiempo, se tocó la manga, como
aludiendo a la modestia de los galones que adornaban la mía. Cuando ya me
disponía a cuadrarme y salir, el Jefe del Estado me dio una muestra del
detallismo que lo caracterizaba:
-
Su
apellido, Pita -el que llevo por parte de madre-, ¿procede de El Ferrol?
-
De
La Coruña, mi general.
-
Bien; de la provincia coruñesa, en cualquier caso, concluyó.
Con tales
antecedentes, no es extraño que mi proyección fuera fulgurante. Una semana
después, se me trasladaba a las oficinas del Alto Tribunal y, sin apenas tiempo
para intervenir en ningún asunto de enjundia, a finales de enero de 1937[18],
se me promovió a capitán honorífico de complemento del Cuerpo Jurídico Militar
del Ejército. Quedaba por ver el destino. Ya con mis flamantes tres estrellas
en la manga, fui a ver a don Luis con el objetivo de impetrar no fuese muy
lejos de Burgos.
-
Tranquilo,
me dijo. Los tribunales permanentes se van a crear en todas las capitales de
provincia, no solo en las recién liberadas. Ya me moveré para que no te manden
a las quimbambas, entre otras cosas, porque habrás visto que no se os
asigna en principio un sueldo[19].
-
¡Qué
le vamos a hacer!, repuse. Es una injusticia. Tendré que volver a pedir a papá
la propina.
El general Cortés
cumplió, como siempre. Me enviaron a Castellar, a poco más de cien quilómetros
de Burgos, a una ciudad que yo conocía bien por haber estudiado la carrera de
Derecho en su Universidad.
El día de la
partida, me despedí de mi madre y de la tata
en el vestíbulo. Camino ya de la escalera, las oí hablar entre ellas:
-
¡Qué
bien le sienta el uniforme!, dijo mi madre. Y Casilda:
-
¡Es
que tiene unas hechuras…!
Nunca le pregunté
si se refería a mi complexión corpórea o a las excelencias del corte y
confección de mi sastre.
4. Primeros pasos en el infierno
Mi llegada a
Castellar debió de ir precedida de algunos telefonazos pues, cuando me presenté
al coronel jefe de la Auditoría, encontré de su parte una deferencia casi
respetuosa. Prueba de ello es que me concedió unos días para ponerme al
corriente del trabajo, sin hacerme aún encargos concretos, y me animó a
presenciar como espectador algunos Consejos de Guerra, que confirmaron mi
opinión de ligereza y crueldad. Uno de los presidentes habituales de los
Consejos era un teniente coronel de Artillería, famoso por sus exabruptos y por
conceder muy poca capacidad de decisión a los demás vocales, a quienes apabullaba
con su supuesto conocimiento del Código, que no era más que rutina de leguleyo.
Los fiscales, tenientes ambos, no se esforzaban apenas, contando con que sus
tesis, en siendo rigurosas, tenían las de prosperar. El punto más débil de todo
aquel entramado, que ya contaba con unos malos precedentes de medio año, eran
los jueces instructores, poco estables en su cargo y carentes de conocimientos
técnicos, mangoneados a veces por los secretarios de los Juzgados, uno de los
cuales era un alférez provisional, licenciado en Derecho, culto y listo, que llevaba
la instrucción de las causas, sin evidenciar en la práctica todas aquellas
cualidades.
Por fin, me
encargaron el primer caso, muy parecido a tantos otros, aunque bastante
notorio, al ser el único acusado el ex alcalde de Navaumbrosa -pueblo de
ochocientos habitantes, en el sureste de la provincia-, que había estado huido
en el monte la friolera de cuatro meses, viviendo de lo que cazaba a punta de
escopeta, hasta que se le acabaron las municiones. Eso le había librado de un
juicio colectivo, desarrollado en noviembre anterior, en el que fueron
condenados diecisiete acusados, aplicando a cuatro de ellos la pena capital
-dos concejales, el jefe del sindicato agrario socialista y un sujeto, cuñado
del alcalde, a quien presuntamente hallaron en posesión de una escopeta de caza
y de un revólver de la época de las guerras carlistas-.
Cuando confirmaron
mi intervención como vocal ponente, el asunto ya había sido calificado por el
fiscal -pidiendo pena de muerte- y se había señalado la vista pública para tres
días más tarde. No perdí tiempo y me presenté en el Juzgado, exigiendo ver todo
lo actuado y el resumen que de ello iba a presentar el instructor al Tribunal.
Era esencial su contenido pues los jueces solían conformarse con escuchar el
compendio y casi nunca examinaban el sumario completo.
-
Ya
he tomado nota de todo lo instruido -dije al secretario, que era precisamente
el joven licenciado en Derecho, al que antes me referí-. Ahora quiero examinar
el apuntamiento que va a leerse ante el Consejo.
-
No
sé si ya lo tiene listo el juez -aventuró mendazmente-.
-
Estamos
a menos de cuarenta y ocho horas del juicio. No me digas que no lo has terminado, repliqué con malicia,
dando por supuesto -con razón- que era él quien se ocupaba de hecho en
redactarlo.
Un tanto
abochornado, abrió uno de los cajones de su mesa y sacó un folio escrito a mano
por ambas caras, con la grafía clara, regular y sin florituras, que lo
caracterizaba. Me senté y lo leí detenidamente, tomando notas aparte. Era lo
que me temía:
-
Alférez,
echo a faltar dos cosas importantes, que pueden favorecer al acusado. En primer
lugar, el informe favorable del párroco y los dos escritos que mandaron
espontáneamente el mayor contribuyente del pueblo y el abogado Retamares…
-
Ninguno
de los dos está ratificado -argumentó especiosamente el secretario-.
-
Naturalmente
-argüí desdeñosamente-; como que a los testigos de descargo no se les llama a
declarar, salvo casos excepcionales.
Y proseguí:
-
Por
otra parte, se dice que al detenido se le ocupó una escopeta de caza de dos
cañones, marca Aya, pero no se recoge
que estaba descargada y que su portador tampoco llevaba munición.
-
Es
un hecho negativo -volvió al sofisma- y lo negativo ni existe, ni prueba.
-
¡Cómo
que no! -estallé-. ¿No sabes que portar un arma sin autorización es delito en
sí mismo y puede constituir agravante para el delito de rebelión?
-
Pero
el arma lo es, cargada o no -insistió balbuciente-.
-
Deja
que sobre eso decidamos el Tribunal y los Auditores. Así que ¿lo completas o
tendré que quejarme de tu actitud ante el instructor y el Consejo?
El Alférez tragó
quina y se dispuso a sobrelinear cuanto le exigía, pero yo no me conformé:
-
Redacta
un nuevo resumen, para que tu Juez no
tenga dificultad en leerlo. Y, mejor y más rápido, díctalo a un mecanógrafo y hazme
llegar una copia esta misma mañana, para ir yo preparando el juicio.
***
El día anterior me
puse en contacto con el reportero Conklin, tratando de reforzar mi situación.
-
Me
pillas en Burgos de milagro, dijo. Salgo mañana para el sur de Madrid pues
parece que se ha preparado una batalla en toda regla[20].
-
¡Válgame
Dios, Freddy! Dentro de tres días actúo en mi primer consejo de guerra y
pensaba invitarte para que lo presenciaras y escribieses un artículo favorable
a mis tesis.
-
Lo
siento, chico, pero no puedo demorarme… Espera, ¿qué tal si te envío a un
compañero? Es del Daily Telegraph,
que ya sabes lo conservador que es. Está a partir un piñón con los franquistas.
-
Estupendo.
Háblale de mí lo que tú ya sabes y mándamelo para acá el día antes del juicio.
Dile que le pagaré viaje y estancia, y que le garantizo una entrevista con el
general de la División de Castellar, si le interesa el personaje -seguramente,
estaba vendiendo la piel del oso antes de cazarlo-.
Todavía adopte
otra prevención, la más arriesgada, pues podría entenderse como muestra de
favoritismo. Me enteré de quién había sido designado abogado defensor, un
teniente del Regimiento de Infantería. Lo llamé por teléfono para decirle:
-
Es
posible que el fiscal pida que el Tribunal escuche a algunos de sus testigos.
Aunque no creo que le hagamos caso, lleve usted también al consejo de guerra a
dos o tres personas que estén dispuestas a hablar en favor del acusado. Voy a
hacer todo lo posible porque haya imparcialidad: Si se escucha a unos, hay que
oír también a los contrarios.
Con todo ello,
entendí hecho cuanto podía anticipar. El resto sería cosa de pelear con firmeza
y guante de terciopelo, con el Código de Justicia Militar como única arma.
***
El juicio duró
media hora y se desarrolló de la forma rutinaria y anodina que era ya habitual.
Al concluir y despejar la sala, el presidente se dirigió a mí, sabiéndome
novato:
-
Supongo
que no tendrás objeción alguna a la pena de muerte. Es la que venimos aplicando
en casos como este, máxime tratándose de un alcalde y habiendo toreado a la
Guardia Civil durante cuatro meses.
-
Mi
teniente coronel, repuse, no vaya usted a creer que soy un civil bisoño.
Estudié para Jurídico Militar, me he fogueado en la Auditoría de Burgos y en el
Alto Tribunal y cuento con la confianza del Caudillo, aunque me esté mal el
decirlo. No tiene más que llamar, si lo pone en duda, a su Auditor, Lorenzo
Fuset.
El Presidente se
puso en guardia; los otros cuatro vocales me miraban atónitos.
-
No
hace falta molestar a nadie: lo creo; pero, ¿qué es lo que quiere usted? ¿No
está conforme con el fusilamiento?
-
Con
lo que no estoy conforme es con el delito de rebelión.
Y antes de que
pudieran replicarme, los apabullé con la enumeración: El acusado no había hecho
nada por oponerse al levantamiento; en el pueblo nadie había confirmado
expresamente el estado de guerra; el ex alcalde, tan pronto se enteró de que
llegaba la Guardia Civil y los falangistas de la cabecera de la comarca, se
había escapado al monte; no había hecho uso de la escopeta sino para cazar
conejos y perdices para poder comer; no había ofrecido resistencia alguna a
quienes lo detuvieron, entregándose a la primera intimación…
A continuación,
leí los artículos de la rebelión y el Bando General declarativo del Estado de
Guerra[21].
Luego, me metí con las agravantes invocadas por el Fiscal:
-
Se
trata, sí, de un alcalde, pero de un pueblo relativamente pequeño. Era
socialista y de la UGT, no comunista ni de la FAI. Navaumbrosa fue tomada sin
resistencia. Por tanto, ni hay especial relevancia del acusado, ni daño o
consecuencias graves por su conducta de mera huida. Y, a mayores, había sido
una persona pacífica, equilibrada y que había parado los pies a los
frentepopulistas más aviesos de la localidad.
El Presidente,
abrumado por mis argumentos, echaba lumbre por los ojos:
-
Entonces,
dijo, ¿qué coño quieres que hagamos? ¿Que lo absolvamos y le reintegremos a la
alcaldía? ¿En qué lugar quedamos nosotros, habiendo mandado al paredón a otros,
con menor significación?
-
Cada
caso es distinto a los demás y, de todas formas, no son las mismas
circunstancias de hace meses, cuando el Movimiento peligraba seriamente y el
orden no se había impuesto. Pero ahora nuestras fuerzas triunfan por doquier y
es voluntad del Generalísimo que se haga justicia equilibrada y cristiana, no
dando pie para que nuestros enemigos y los extranjeros nos avergüencen.
-
¿Y
con qué cara elevamos una sentencia de absolución a la Auditoría y al General?
Nos mandarían a todos al frente o a presidio.
-
Asumo
toda la responsabilidad, como ponente y asesor jurídico. Yo mismo llevaré en
mano la resolución. Sin embargo, nadie ha dicho que se absuelva al acusado. No
soy tonto ni loco y sé que la ley tiene que interpretarse con sentido común y
dentro de lo posible.
Hubo cierta
relajación y todos quedaron expectantes:
-
Ese
alcalde era un rojo, aunque moderado y buena persona. En vez de entregarse, se
echó al monte y ha obligado a un trabajo de meses para cogerlo. Se llevó un
arma cargada -lo que no deja de ser tenencia ilícita- y lo mismo que mató
liebres, podía haberse cargado a un guardia civil. Y hay que dar un
escarmiento, pero con mesura. Lo que yo propongo es condenarlo sin agravantes
y, valorando los buenos informes personales, ponerle la pena de rebelión en
grado medio: veinticinco años de reclusión. ¿Qué les parece?
Cuchichearon entre
sí, mientras yo mandaba recoger los autos al secretario y, dando por hecho el
acuerdo, llamaba al Fiscal, que entró sorprendido de lo que habíamos tardado en
decidir. Dije:
-
Con
su permiso, señor Presidente, ¿podemos felicitar ya al fiscal por su informe y
decirle que vamos a condenar al acusado, sin circunstancias agravantes, a
veinticinco años de reclusión mayor?
-
¿Veinticinco
años? -repitió decepcionado el fiscal-. ¿Y sin agravantes?, recalcó.
El teniente
coronel sintió por encima de todo el sobresí del rango:
-
¿Qué
demonios quería usted? ¿Le parece poco picar piedra durante cinco lustros? Aquí
el capitán Bolado le aclarará las cosas, si lo tiene a bien… Vamos, capitán,
redacte cuanto antes la sentencia, que tenemos que irnos a comer.
Supongo que los
demás miembros del Consejo comerían con sus familias. Yo lo hice con el
corresponsal del Telegraph, a quien
tuve que explicar en espanglish cómo
se podía imponer veinticinco años de cárcel a alguien por el mero hecho de huir
en compañía de una escopeta de caza -eso sí, de nacionalidad norteamericana-.
***
Al día siguiente, con la sentencia redactada
y firmada por todos los jueces, me personé en la Auditoría. El Jefe de la misma
ya había sido alertado por el fiscal y me recibió de uñas:
-
¿Se
puede saber lo que pretendes? ¿Es que vas tú solito a desmontar todo el
tinglado de la Justicia militar?
Me indignó su
cinismo, al definir aquella máquina de matar como tinglado. Me referí a Benavente[22]:
-
Tan
solo pretendo que ese tinglado no sea el de la farsa.
En vez de echarme
una bronca, el Auditor aminoró sus ímpetus:
-
Si
de mí dependiera, las cosas serían de muy otra manera, pero tenemos encima la
espada de Damocles de la Autoridad Militar. ¿Qué crees que va a decir el
General cuando le vaya con una sentencia tan blanda, que se aparta de todo lo
hecho hasta ahora?
-
¿Puedo
hablarle con franqueza, señor?
-
Supongo
que eso es lo que vienes haciendo hasta ahora -respondió-.
-
Ya
está bien de esconder nuestros conocimientos y nuestra conciencia, para
ponerlos a recaudo de los superiores. Estos, como nosotros, son justos e
injustos, duros y humanos, decididos y acomodaticios. Sin ir más lejos, los
generales a quienes mejor conozco me han dado muestras de respeto por la ley y
la razonable iniciativa de quienes la aplican. Me refiero al Auditor General
Cortés y al mismísimo general Franco. Si mi sentencia le parece ajustada a
Derecho, fírmela y preséntela a la aprobación del General de la División. Y, si
por esta vez muestra su desacuerdo, que resuelva el Alto Tribunal Militar, que
para eso está.
Empezaba a
titubear ante mis embates. Dijo:
-
¿Está
conforme Fuset con tu pintoresca manera de actuar?
-
Sin
duda -aventuré-, pero ya verá como no hay que picar tan alto. El Caudillo no se
mete en temas de justicia, salvo contadísimas excepciones. Lo suyo es indultar
o no las penas de muerte[23]
y bien podríamos facilitarle su tarea no imponiéndolas a millares.
-
Por
esta vez, me mostraré conforme con una sentencia tan benévola, para no dar un
escándalo. No obstante, te relevo de participar en más consejos de guerra.
Otros temas habrá en la Auditoría que perturben menos tu conciencia.
-
Como
guste. Y, si no ordena otra cosa, querría pasarme por Capitanía con un
periodista inglés, para ver si lo recibe el General.
-
¿Cómo
es que ha conectado contigo a tal fin?
-
Porque
empiezo a ser famoso en el extranjero por mi correcta aplicación del Código de
Justicia Militar -repliqué con retintín-.
En efecto, el Jefe
de la División recibió encantado al corresponsal, sirviendo yo de mediocre
intérprete. Supongo que tal entrevista contribuyó a suavizar luego la reacción
del General, cuando otras personas fueron a malmeterlo contra mí, intentando
que no aprobase la sentencia contra el
ex alcalde de Navaumbrosa. Ahora les cuento y concluyo mi relato.
***
No dudo de que el
presidente del Consejo de guerra y el fiscal hallarían los medios de hacer
llegar al General el escándalo de una
sentencia que no había condenado a muerte a un alcalde socialista, aunque fuese
una buena persona en un pueblo sin importancia. El Auditor me lo apuntó,
dejando claro que no había sido él quien levantara la liebre:
-
Como
comprenderás -me dijo- yo le pasé a la firma la sentencia sin hacerle ningún
comentario: No iba a tirar piedras contra mi propio tejado. Él firmó el conforme sin ningún problema, pues hay
muchos juicios y tiene plena confianza en mi criterio. Pero no veas cómo se ha
puesto cuando le han contado después tu hazaña.
Yo he asumido la responsabilidad y la bronca, asegurándole que nunca más
formarías parte de un consejo de guerra, pero ha insistido en que vayas a
verlo. Mi consejo es que agaches las orejas y le ofrezcas tu renuncia.
El general, cuando
me tuvo delante, en pie y posición de firmes, me leyó la cartilla a modo:
-
Tienes
suerte de ser Jurídico de complemento y de estar muy apoyado. De no ser así, a
estas horas estabas en el calabozo y, en cuarenta y ocho horas, te mandaba con
un batallón de castigo a pegar tiros al frente. ¡Qué demonio de hombre! Lo que
más me indigna, y me admira al mismo tiempo, es que te hayas llevado al huerto
al tribunal, el fiscal, mi auditor y a mí mismo, que me la he tragado como un
imbécil. Sí, sí, mucho despotricar y decir pestes de ti pero el caso es que la
sentencia ya ha sido declarada firme y ejecutoria. No hay, pues, nada que
hacer: Has ganado la partida y tan contento que estarás. Pero ¿en qué rayos
pensáis los jueces civiles? Han de estaros matando y todavía andaréis con
miramientos legales. Y, por si fuera poco, me metes por las narices a un periodista
extranjero para que luego cante las excelencias de la Justicia militar que no olvida la reflexión ni la humanidad. ¡Me
cago en tal! Todavía vamos a tener que estarte agradecidos.
Calló mi interlocutor
y aproveché para efectuar lo que el Auditor me había sugerido:
-
Ya
veo, mi general, que he provocado su indignación y desagrado. Si en algo puedo
aliviarlos, estoy dispuesto a presentar inmediatamente mi renuncia al cargo,
por razones de salud.
-
Muy
considerado te veo. Si de mi dependiera, te habría echado de manera deshonrosa,
pero corresponde a la Secretaría de Guerra y todavía hay por allí quien dice
que tu criterio jurídico es digno de ser tenido en consideración, aunque no se
comparta. ¡No te jode!
Por un momento,
imaginé a don Luis Cortés echándome un capote salvador; pero tampoco era cosa
de abusar de los amigos.
-
Entonces,
mi general, ¿renuncio?
Su respuesta
estuvo a punto de desbaratar mi marcial compostura:
-
¡Cómo
que si renuncias! ¡Perdiendo el culo!
***
Esto es cuanto
tengo que relatar de mi corta experiencia con la Justicia militar en nuestra
guerra civil. Poco es pero, al fin, lo intenté y salí indemne. ¡Si al menos el
ex alcalde de Navaumbrosa hubiera vivido para contarlo! Pero, cumpliendo el
segundo año de reclusión en el Castillo de San Cristóbal, cerca de Pamplona, le
dio por secundar la fuga masiva de mayo del 38 y perdió la vida tratando de
llegar a Francia. Así que no me extraña la frase de despedida de mi maestro, el
Auditor, cuando me reincorporé al juzgado de Infiesto a primeros de 1938, una vez liberada Asturias del yugo marxista:
-
Mucha
suerte, Ricardo, y que se cumplan todos tus buenos propósitos que,
conociéndote, no dudo de que serán muchos.
En efecto, así fue
pero todos mis éxitos y aciertos nunca sirvieron para hacerme olvidar la
frustración de haber fracasado, cuando estaba en juego la vida de mis
semejantes.
[1] Cabeza
de partido judicial asturiano. Está enclavada en el concejo o municipio de
Piloña.
[2] Famoso
compendio impreso de legislación, de uso constante por los juristas de la
época.
[3]
Denominación coloquial de una gama de turismos Citroën de éxito, que se comercializaron
entre 1932 y 1938. Se fabricaron unas 95.000 unidades de todos los modelos.
[4] José Solchaga Zala (1881-1953), que jugaría
también un papel relevante en la Guerra Civil (1936-1939), al servicio del
bando nacional.
[5]
Infiesto era juzgado de entrada y, en
el promedio de un par de años, los jueces tenían que trasladarse a otro juzgado
de mayor volumen de trabajo, llamado de
ascenso.
[6]
Luis Cortés Echánove (1891-1980), que alcanzó el grado de General Auditor de
División y la categoría de Presidente de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo.
Fue, además, autor de publicaciones sobre temas históricos.
[7]
Compañeros, como militares profesionales de alta graduación, pues el Auditor
Cortés no formaba parte de dicha Junta.
[8] Miguel
Cabanellas Ferrer (1872-1938), general de división.
[9] Federico
Montaner Canet (1874-1938), oficial de Estado Mayor y muy distinguido
cartógrafo.
[10]
Ejecuciones por particulares, consentidas o favorecidas por las Autoridades.
[11]
Extracciones de presos, para ser ejecutados sin mandamiento judicial y, en
muchas ocasiones, sin previo juicio. La mayoría fueron autorizadas, cuando
menos, por los directores de las prisiones.
[12]
Según la Causa General (La dominación roja en España), que en
este punto considero veraz e informada, a lo largo de la Guerra Civil -sobre
todo, en sus primeros tiempos- fueron ejecutados por razones políticas o
asesinados en la zona republicana española, 42 jueces y magistrados, 5
jueces-aspirantes, 19 fiscales, 30 secretarios de juzgados y tribunales, 19
médicos forenses y 12 funcionarios auxiliares.
[13] Ver
Decreto número 55, de 1º de noviembre de 1936 (BOE nº 22, del 5 de noviembre).
[14] Francisco
Gómez-Jordana Souza (1876-1944), entonces Teniente General en la reserva. Luego
entraría en la Historia grande como Ministro de Asuntos Exteriores (1937-1939 y
1942-1944).
[15] Lorenzo
Martínez Fuset (1899-1961), jefe de la Auditoría Jurídica del Cuartel General
de Franco (1936-1939). Ascendería a Teniente Coronel en 1937.
[17]
Luciano Conde Pumpido, Coronel Auditor del Cuerpo Jurídico de la Armada cuando
fue nombrado, en noviembre de 1936, Vocal del Alto Tribunal de Justicia
Militar.
[18] Decreto de 20 de enero de 1937 (BOE del día
27), de creación de Consejos de Guerra en plazas liberadas.
[19]
En principio, no estaban previstos sueldo ni ascensos para los Jurídicos
Militares Honoríficos. Posteriormente (3 de diciembre de 1937 y 8 de agosto de
1938), fueron rectificadas en parte tan leoninas condiciones, que dicen muy
poco en favor de acoger a civiles en la Justicia militar.
[20]
Sin duda, se trata de la batalla del Jarama, desarrollada al sur y al este de
Madrid, entre los días 6 y 27 de febrero de 1937.
[21]
Dicho Bando, firmado por el general Miguel Cabanellas, en su calidad de
Presidente de la Junta de Defensa Nacional de España, lleva la fecha de 28 de
julio de 1936, habiéndose publicado en Burgos el siguiente día 30, en el Boletín Oficial de dicha Junta de Defensa.
[22]
Alusión a una conocida frase, con la que comienza el Prólogo de Los intereses creados (1907), obra
teatral de Jacinto Benavente Martínez (1866-1954), premio Nobel de Literatura
de 1922.
[23]
En principio, la conmutación de las penas de muerte correspondió a las
Autoridades militares de cada zona, con tendencia a centralizarla en la Junta
de Defensa Nacional. Al crearse el Alto Tribunal de Justicia Militar, la
conmutación de penas fue una de sus competencias (artº 1º c, de su Decreto
fundacional). Ante el escándalo de las ejecuciones que siguieron a la conquista
de Málaga (febrero de 1937) por las tropas italianas y franquistas, el
Generalísimo decidió asumir la plenitud del poder de indultar las penas de
muerte (previo informe de su Auditoría, dirigida por el Jurídico Militar,
Lorenzo Martínez Fuset) y así se mantuvo ya durante toda la Guerra Civil.
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