Psicopatología de
vida amorosa (IX)
La vida es un viaje
con destino incierto
Por Federico Bello
Landrove
Nuestro amigo, el doctor del A., emprende en
el ocaso de su vida un viaje, pertrechado de un equipaje de certezas. En el
itinerario, la convivencia con otra pasajera le llevará a deshacerse de tales
bagajes, quizá de modo imprudente y contra su real voluntad. ¿Estará a tiempo
de embarcarse para Citerea[1]?
La respuesta a esta pregunta comporta la relación de este relato con la Psicopatología
amorosa, al coincidir médico y paciente, en una nueva versión del alguacil
alguacilado.
1. El viaje
Ciertos viajes para la tercera
edad tienen una fama de relajo o, cuando menos, de exceso, que me resumía
el doctor del A. con esta pedestre estrofa, plagiada de otra, ya arcaica, que
aludía a los retrasos de los ferrocarriles españoles en los años cuarenta:
Y los viajes del
Inserso[2]
solo tienen una pega:
que se sabe con quién
sales
pero nunca con quién
llegas.
De estar presente
su hijo Alberto, invariablemente apostillaba a capella:
¡Ay, qué tío,
ay, que tío!
¡Qué puyazo
le ha metío!
Valga la jocosa
introducción, para presentar el viaje a París –una semana, con régimen de media
pensión, en hotel de segunda categoría, muy céntrico- que don Isaías del A. realizó
en la primavera de 1982, del cual no ha quedado constancia escrita, pero sí una
tradición oral, que yo he recogido concienzudamente para ofrecérsela a ustedes.
***
Tres años antes, había
fallecido doña Inga Palacios, víctima de un cáncer de páncreas, dejando viudo
al Doctor, que contaba a la sazón sesenta y tres años de edad. Se hallaba en
plenitud de facultades y soportaba largas jornadas de profesor y psiquiatra con
consulta privada (al cumplir los sesenta, se había jubilado anticipadamente
como médico titular del Psiquiátrico provincial). No obstante, o precisamente
por ello, sus hijos le insinuaban cada vez con más insistencia que la soledad era muy mala, o que ahí tenía al doctor Villagrá, que había
buscado compañía con los setenta bien cumplidos. En honor a la verdad,
afirmo que Alberto era el menos pesado de todos, pero su hermana Fina –uno de
mis amores de juventud- era de lo más insistente. Recuerdo que se lo eché en
cara con rudeza:
-
Pero,
¿de qué soledad hablas? Está siempre rodeado de alumnos o pacientes y, por si
fuera poco, comparte casa con su hermana Amalia, que es un encanto.
-
No
te hagas el tonto, Fede, que de sobra sabes a qué soledad me refiero. Y, en
cuanto a la Madrina[3],
te consta lo delicada que está del hígado.
Yo callaba, sin
pasar adelante, aunque bien podrían entre los tres hijos controlar y cuidar a
su padre, para el caso de que llegase a necesitarlo; pero parece ser mejor que
lo haga otro –otra- y meterse a
arreglar vidas ajenas, en vez de ayudar con la propia. Claro que, en eso de
meterse a redentor, tenían a quien parecerse y ya se sabe que el que a lo suyos se parece, honra merece.
Por lo demás, el
Doctor no precisaba de mi valimiento. Después de treinta años de feliz
matrimonio, ni quería oír hablar de otras mujeres, y eso que partidos no le
iban a faltar. Yo creo que era de los que piensan que pretender una segunda
relación satisfactoria es como tentar a la divina providencia. Bien lo sabía
él, médico de almas en penas y componedor de corazones destrozados. Así que
hizo oídos sordos a los consejos filiales y se centró en su trabajo y las
famosas partidas de ajedrez rápido de todas las tardes en el café Español. Como
mucho, consentiría en hacer alguna escapada tranquila, con gentes de su quinta,
vale decir, de las del club de los sexagenarios. Y aquella semanita de París en
primavera prometía, máxime en compañía de su buen amigo Anselmo, el notario. De
modo que hizo un ligero equipaje y recaló en la estación de autobuses el primer
día de las vacaciones de Semana Santa, refunfuñando del madrugón impuesto por
la agencia de viajes. Todo lo contrario que su solterón compañero de fatigas
quien, tocado con un vistoso canotier,
custodiaba sus dos voluminosas maletas, tarareando aquello de maravilla de París, sinfonía de luces en
gris[4].
A don Isaías le agitó un escalofrío –y no sólo por el céfiro auroral. Por
un momento le vino a la mente aquello de que viajar enseña mucho… sobre los compañeros de viaje. Luego, bultos
al maletero y viajeros al autocar. Anselmo subió a toda prisa, con un voy a coger un buen sitio. Cuando el
Doctor se reunió con él, observó que los asientos anteriores iban ocupados por
dos vistosas féminas. Volvió el rostro hacia su compañero quien, sonriente, le
hizo un guiño de complicidad.
2. Hay formas y formas
Como era de
esperar, a los dos días de viaje Anselmo e Isaías eran inseparables de las dos
señoras de marras, de una edad parecida a la suya. El notario, manirroto y
dicharachero, no tardó en congeniar con la más agraciada físicamente de ambas,
Lupita, a quien él apodaba la Rancherita,
por aquello de las connotaciones mejicanas del nombre. Hasta dónde iba llegando
la intimidad entre ellos es cosa que, aunque yo supiera, no la manifestaría. Lo
cierto es que al Doctor le llevaban los demonios, cada vez que la pareja
desaparecía con el pretexto de comprar carrete para la cámara o de contemplar
con mayor detalle la columna Vendôme. El colmo llegó la a cuarta noche de
estancia, cuando inopinadamente don Isaías se vio desplazado a una habitación individual
en la buhardilla del hotel, so pretexto de que roncaba tanto, que no dejaba
dormir a su hasta entonces compañero de cuarto. Se indignó con el
recepcionista:
-
Pero
vamos a ver. Aún en el supuesto de que el motivo sea cierto, ¿por qué no han
trasladado a don Anselmo de la Cruz, que es el descontento, y no a mí?
-
Creímos
que, como amigos, ya lo habían hablado entre ustedes. Por otra parte, como su
habitación es bastante más pequeña y Monsieur
de la Cruz padece de claustrofobia…
En fin, todo sea
por los amigos, si bien el doctor empezaba a creer que tendría que replantearse
la relación, tan pronto volviesen a Castellar. Entre tanto, habría de resolver
lo de las dobles parejas, convertidas de pronto en un dúo. La cosa no resultaba
mollar pues don Isaías era un caballero, algo tímido con el sexo llamado
entonces débil, y su acompañante había resultado ser una mujer atractiva,
dentro de sus profundas diferencias. Y no era la menor, desde luego, el que no
hiciera ascos a los requiebros o invitaciones de los demás miembros de la
expedición sin alianzas, por así decir. Pero todo se despejó como por ensalmo a
la mañana siguiente del desahucio por razón de ruido.
-
Si
no es indiscreción, Isaías, ¿en dónde has pasado la noche?
No sé si el
interrogado habría respondido de forma educada, pues Etelvina no le dio tiempo
y prorrumpió en una carcajada. Luego, en vista de la severa faz del galeno, se
puso colorada, recuperó la compostura y explicó:
-
Dirás
que maldito lo que me importa pero es que mi compañera de habitación no ha
aparecido por esta en toda la noche y, claro está, no hace falta ser muy lista
para comprender en dónde ni con quién ha pasado la velada. Así que, salvo que
hayáis formado un trío…
-
No
tal, repuso Isaías con hosquedad, probablemente fingida. El galán tuvo antes la
gentileza de buscarme acomodo en una buhardilla del último piso. Cuatro
cocotones me llevo dados con las vigas.
-
¡Cuánto
lo siento! No sé si atreverme a ofrecerte mi hospitalidad para esta noche y las
sucesivas. Dicen que los golpes en la cabeza pueden tener graves consecuencias.
-
Muchísimas
gracias, pero mi subconsciente ya ha tomado la medida de los techos. Lo que aún
no he calibrado es la medida de los peligros que me acechan en esta situación
de vodevil.
Etelvina –Telva,
para sus conocidos- volvió a reír, esta vez, con más contención y decidió que
era el momento de sincerarse con aquel caballero, digno de toda atención y
entrega. Mas, antes de darle la palabra, bueno será que sepamos de ella lo poco
que ya conocía su interlocutor:
Asturiana de Gijón, hija de médico
generalista de la Seguridad Social, había cursado en Oviedo la carrera de
Filosofía y Letras y llevaba toda la vida
de colegio en colegio, desasnando
rapacinos en toda clase de materias, desde la Lengua a la Historia del
Arte, su asignatura preferida, como demostraba tan pronto se le ponía tiro
Nôtre Dame o el Panteón. Había tenido tres hijos, ya mayores e independientes,
de un matrimonio poco afortunado con un capitán mercante, del que se había
separado definitivamente un montón de años atrás, si bien no había podido
alcanzar el divorcio hasta finales del anterior, gracias a la reforma legal
correspondiente. Por lo demás, coqueto silencio sobre edades y posibles nietos.
Con todo, a la vista estaba que andaría por los sesenta, llevados con estilo y
garbo.
-
Verás, Isaías,
incluso antes de mi divorcio, ya eché la caña varias veces y pesqué las más de
ellas. ¿Qué quieres? Porque una se haya equivocado una vez, no va a dejar de
tener ilusiones y procurar rehacer su vida. Eso sí, de forma poco estridente y
dando prioridad a los hijos. Pero ahora, divorciada y con los chicos volando
por su cuenta, ¿qué me impide vivir lo que antes no pude? ¡Qué demonios! Puede
que sea ya un poco tarde, pero tengo el corazón de una chiquilla y me siento
capaz de ofrecer mucho. A fin de cuentas, nunca seremos más jóvenes que hoy.
-
Entonces, este
viaje…
-
Una forma como
otra cualquiera de conocer gente. Ya
sabes, París, la primavera, l’amour…
-
¿Y un servidor?
-
Un hombre
encantador, si no estuviese tan a la defensiva. Pero no temas: precisamente mi
apertura de miras te libra de todo compromiso. Carpe diem, que se dice. De todos modos, si te sientes incómodo, no
tienes más que decírmelo y me buscaré otra compañía para lo que queda de
estancia.
-
No será necesario,
siempre que me permitas también sincerarme y hacerte algunas observaciones
profesionales. Tómalo como rutina, o como deformación.
-
Descuida. En
cualquier caso no solo no me parecerá mal, sino que te lo agradezco. Admiro a
los médicos, viendo en ellos algo de la personalidad de mi padre, que lo era
maravilloso. ¡Ahí es nada, Isaías!: Tener un psiquiatra para mí sola.
-
No te felicites
tan pronto, rezongó el Doctor. Hay quien dice que algunos psiquiatras están más
locos que muchos de sus pacientes.
El
Doctor, buscando mayor tranquilidad, invitó a Telva a pasar a un saloncito
desierto y allí, con toda la pompa de sus disertaciones, comenzó así su
exposición:
-
Nadie sabe mejor
que yo de las trampas del amor y de las múltiples formas que los mortales
inventan para superarlas. Admitámoslas, siempre que ayuden a alcanzar algo
parecido a la felicidad o, cuando menos, al reposo espiritual. Pero, eso sí,
afrontemos las situaciones con racionalidad y con mesura.
-
¡Qué razón
tienes! –exclamó con cierta sorna la alumna improvisada-. Vamos, pues, con lo
de la racionalidad, aunque ya sabes eso de que el corazón tiene razones que la
razón desconoce.
-
No veo que la
víscera cardiaca tenga mucho que ver en estos temas, más allá de que sea una
forma de hablar. Quiero decir que, partiendo de la dicotomía de relaciones
sentimentales felices y desgraciadas, podemos entender racional que los
afortunados, al perder su dicha, bien traten de repetirla, bien decidan vivir
de los bellos recuerdos y no tentar a la suerte.
-
Que es lo que has
hecho tú, me parece.
-
En efecto. Y, en
cuanto a los desdichados, considero lo más lógico no lanzarse de nuevo a la
ventura, alocadamente…
-
Ahí entro yo.
-
… alocadamente, digo,
sino analizar en profundidad los errores y quiebras de la relación anterior y,
una vez constatados, rectificar todo lo preciso, antes de realizar un nuevo
intento.
-
Vaya, menos mal.
Creí que ibas a recomendarme el ingreso en un convento.
-
No es mi estilo.
Si, pese a tu edad y experiencias, sigues conservando ilusiones y esperanzas,
pues adelante. Eso sí, con tranquilidad y reflexión. Es cuanto me atrevo a
recomendarte con lo poco que te conozco.
Súbitamente, Telva se había puesto seria y
hasta pensativa. Parecía esperar unas prescripciones facultativas mucho más
detalladas y extensas. Así que, al concluir el Doctor tan bruscamente, no pudo
menos que volver al humor y la cordialidad y le replicó:
-
Conque quieres
conocerme mejor. Estupendo: tenemos todavía cuatro días para ello.
***
Fueron en verdad cuatro días magníficos,
que en el imaginario del Doctor se mezclaban con las maravillas de la capital
de Francia y con los resplandores de
su crepúsculo vital. Entre Telva y él todo se había aclarado y, más allá de
equívocos y definiciones, vivieron aquella amistad sincera y sin inhibiciones
que, por aquel entonces, llamábase un
ligue. Mas la relatividad del tiempo tiene un límite y este llegó sin
alterar la terapia de tranquilidad y reflexión, recomendada por el doctor del
A. Telva había resultado una discípula fiel y aventajada y, por lo que respecta
a Isaías, no hubo que aplicarle aquello de consejos
vendo y para mí no tengo. Quiero significar que se dijeron adiós y cada uno
volvió a su ambiente. En lo que al castellarense respecta, las ondas de aquel
impacto sentimental fueron difuminándose como las de la piedra en el estanque.
Mi natural escéptico me hacía pensar que, en lo referente a la gijonesa, habría
vuelto a las andadas, pasados los días de reflexión y tranquilidad. Pero la
capacidad humana de confundirse es ilimitada, como tuve ocasión de comprobar,
gracias a la longevidad de don Anselmo de la Cruz.
3.
Conclusión inesperada
Menos mal que los notarios se jubilan a
los setenta años. De no ser así, probablemente habría batido el tal don Anselmo
el récord cronológico como pensionista. Noventa y seis años tenía cumplidos en
el momento de mi entrevista en el Casino, y todavía vivió alguno más, siempre
lúcido y picarón. Veamos.
-
Alberto del
Águila me ha informado de que anda usted preparando una serie histórica sobre su
padre, que en paz descanse. ¡Qué gran persona, como hombre y como médico! Eso
sí, recto y estricto, como una vara de medir. Ya no hay personas como él.
-
Y seguramente
había muy pocas en su época, ¿verdad usted?
-
Desde luego. Yo
mismo, que fui íntimo suyo durante muchos años, era de muy otra pasta. No obstante,
siempre nos llevamos bien. ¡Era tan comprensivo!
-
¡Y que lo diga!
Buena paciencia tuvo conmigo desde chiquillo. Fue un ejemplo para mí, que tanto
lo traté, sobre todo, ya de mayor, cuando se quedó viudo.
Don Anselmo parece quedarse en blanco por
unos momentos. De repente, sonríe y me pregunta:
-
¿Sabía usted que
estuvo a punto de volverse a casar?
-
Ni idea. Cuente,
cuente.
-
Bueno, la cosa no
llegó a tanto, pero, si con la intención basta… En fin, sepa que hicimos juntos
una excursión en grupo a Paris, allá por el ochenta y dos o el ochenta y tres.
Allí conocimos a un par de jamonas
estupendas, asturianas ellas. Yo me lo pasé de miedo con la que me cupo en
suerte; para qué detallar más. Isaías, en cambio, era lento de reflejos y solo al
regreso cayó en la cuenta de que la suya estaba por sus huesos y que merecía
mucho la pena. Vamos que, al cabo de unas semanas, estaba prendado de ella como
un colegial.
-
¡Caramba, don
Anselmo!, ¿y cómo lo sabe usted?
-
La cosa requiere
su explicación. La escribió desde Castellar una carta que era toda una
declaración de amor, con propuesta de matrimonio incluida. Pero, cosa
increíble, la dama le dio calabazas, de la forma más amable que pudo. Ahí es
nada, Isaías lanzándose en picado y la cabeza
loca, poniendo pie en pared. ¡La monda!
-
Eso huele a
venganza, o disculpa o qué sé yo. A lo mejor la asturiana tenía ya algún
compromiso en el Principado.
-
Así pensé yo al
principio, pero ahora viene mi intervención en el asunto. Como yo había quedado
a partir un piñón con Lupe –la mía-,
Isaías me pidió que hiciera de intermediario, a fin de que ella nos informara
con total claridad de lo que pasaba y, si era posible, le hiciera reconsiderar
la negativa. A poco, recibí su carta que, por supuesto, leí y trasladé a mi
amigo.
-
¿Recuerda qué
decía?
-
Desde luego, como
también la reacción de Isaías. Todavía me parece estar oyéndolo: Me da de mi propia medicina; me está bien
empleado, por metomentodo; aventajada me salió la alumna, y cosas así.
-
¿Pero qué
diantres decía la carta?
-
No pretenderá que
le revele su contenido. Bástele con una sola frase que parece lo resumía todo y
que, para mí, era chino o poco menos: En
cuanto a Telva, los días de vino y rosas han quedado atrás. Ante ella se abre
el tiempo de la tranquilidad y la reflexión. Eso dice mi amiga, que agrega: nadie mejor que Isaías debería saberlo,
pues le debo esta conversión de mi vida, gracias a sus consejos y su ejemplo.
Como ustedes comprenderán, lo que a don
Anselmo era chino, para mí resultó
paladino español. Solo me asalta una duda no menor: ¿Fue Telva sincera o
vindicativa? Pero, a estas alturas, nadie puede darme la respuesta.
[1] Como se sabe, embarcarse para Citerea es tanto como estar dispuesto a viajar a la
tierra del amor, por antonomasia.
[2] Inserso (luego, Imserso) es el principal
Organismo del Gobierno de España en la gestión de programas para personas
mayores, incluidos los viajes de tipo terapéutico, lúdico y cultural.
[3]
Personaje de algún otro relato anterior
de esta serie psicopatológica.
[4] Maravilla
de París es una canción popularizada por Luis Mariano en la película El cantor de Méjico (R. Pottier, 1956)
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