El simposio del
primer amor
Por Federico Bello
Landrove
Estamos condenados a un primer amor…
Francisco Umbral (“El
Mundo”, 14-12-2006 )
¡Hasta dónde vamos a llegar: Ya hay agencias que buscan y propician
encuentros de reviviscencia de quienes vivieron su primer amor, décadas atrás!
Y resulta que ello tiene su fundamento científico y –por supuesto- estadístico.
Pero no siempre las cosas salen conforme a cálculos de probabilidades ni a lo
que las buenas intenciones prevén. Este cuento se acerca, peligrosamente, a
todas estas cosas.
1. Un suicida de pega
Debo de ser de los
pocos en quienes no se cumple el aforismo amatorio de Francisco Pérez Martínez[1], que encabeza este relato.
No quiero decir con esto que no me haya enamorado, sino que no caí en las redes
de Venus hasta pasados mis veinte años y de forma tan firme y compartida, que
he llegado a considerarla definitiva. Es decir, que ese primer amor de condena, que suele brotar al final de
la infancia o en la adolescencia, era para mí desconocido. Y, sin embargo…
Para seguir el
hilo del argumento, habré de decir algo de mi peripecia vital. Como el citado
escritor, yo también soy periodista y no ando lejos de los pagos y linotipias
en que Paco escribió sus primeras
columnas. Mi debut fue en El Noticiero de
Castellar, que no era mala palestra hace veinte años. Ahora, centenario y
achacoso, va cayendo en las manos inmisericordes de grupos capitalistas, que
imponen disciplinas de partido y reducen personal autóctono y secciones
inveteradas. Yo mismo, redactor del área de sucesos y tribunales, he llegado a
estar en la lista roja de los prescindibles, lo que explica algunos repentinos
cambios en mi línea. Ya saben: Estos son
mis principios pero, si no les gustan, tengo otros. En fin, a lo que iba,
que me estoy yendo por las ramas.
El periodismo
propio y el primer amor ajeno se dieron la mano en mi más conocido éxito
profesional, que me catapultó al aplauso de mi barrio y a los bisbiseos
admirativos cuando entraba en el Café
España. En los pequeños anales de mi profesión, el caso es conocido como El artículo 143[2]. Seguro que muchos de
ustedes lo recuerdan. Para quienes no, les haré un resumen de mi genial
actuación previa.
***
Pasa por las
afueras de mi ciudad un arroyo, con ínfulas de río en primavera, llamado de San
Miguel. En sus aguas recrecidas tenía lugar todos los años, a principios de la
estación vernal, un extraño episodio, que ocupaba en discreta vigilancia a
guardias y curiosos. Un sujeto de mediana edad, correctamente vestido, pasaba
la barandilla a horcajadas, descendía las escaleras del malecón, y se sumergía
en las frías aguas del San Miguel, dejándose llevar de la corriente. Aquello,
que los primeros años pudo ser un acto de desesperación o de locura, fue
convirtiéndose con el paso del tiempo en objeto de instantáneas y comentarios,
que indefectiblemente acababa con el individuo envuelto en una manta piadosa y
una sanción administrativa por bañarse en
lugar no autorizado. Matías, el veterano sargento de los municipales,
gruñía y desaprobaba:
-
Esto,
en mis tiempos, habría sido una alteración grave del orden público y a chirona. Pero, claro, ahora, con la
Constitución…
-
Sargento,
le repliqué yo, esto no es un desorden público: esto es un espectáculo de
entrada libre. El pobre hombre no convoca a nadie. Aquí solo viene el que
quiere pasar el rato.
Ese diálogo debió
de producirse el tercer año en que cubrí la noticia para mi diario. Para
entonces, empezaba a estar un poco harto del caballero de las gafas y la
corbata a rayas; tan harto, como para desear que algún año le pillara un buen
deshielo.
Pues bien, el
primer pálpito para mi gran exclusiva, me vino de una anciana espectadora de
primera fila, que dejó caer una frase en mis oídos:
-
A
mí, ya no me pilla de sorpresa. Siempre lo hace por estas fechas y en martes.
-
¿Siempre
en martes? ¿Está segura?
-
Segurísima;
como que es el día de la semana que voy al cementerio, a rezar en la tumba de
mi Anselmo, que en paz descanse.
Hasta aquí, toda
la gloria tendría que haber sido para la buena señora, que había puesto patas
arriba la general opinión de que el bañista elegía ocasión al tuntún. Pero fui
yo –y solo yo- quien dio con la clave para resolver el enigma, con la ayuda de
la hemeroteca de El Noticiero. Puesto
que el acontecimiento ya llevaba produciéndose cosa de una década, la cuestión
era: ¿tenían algo en común los martes de la zambullida?
Me costó hora y media constatarlo: todos eran Martes de Pascua. ¡Así que el
suicida autocomplaciente no elegía la fecha por el nivel de las aguas, sino por
ser el aniversario de algún hecho cuyo recuerdo le quitaba las ganas de vivir!
¿Cuál sería? Desde luego, nada tan decisivo como para tomarse el suicidio en
serio. ¿O es que aún concebía alguna esperanza de superarlo?
Alguien dijo que la paciencia todo lo alcanza. Y otro,
que para poder ver, suele ser necesario mirar. Solo que tan buena costumbre me
llevó a hacer el ridículo en más de una ocasión:
-
¡Eh,
Miguel!, ¿para dónde miras? ¿No ves que el nadador queda a tu espalda?
Claro está que me había
percatado de lo que asombraba a mi fotógrafo. Solo que yo conocía de memoria la
escena y me interesaba más la apariencia y reacción del público que se había
congregado. Algo que, al parecer, compartía una señora con paraguas de Chanel que, en la encrucijada de la
avenida del Cauce con el paseo del Cementerio, apenas levantaba la vista del
suelo, no obstante lo cual y la persistente llovizna, no se escabulló hasta que
el suicida fue sacado del agua, sin más detrimento que la pérdida de un zapato.
Como quiera que aquel paraguas quedase
asociado en mi memoria con el anual y monótono suceso, al siguiente martes de
Pascua madrugué más de lo habitual y me senté en un banco de espaldas al cauce,
con la esperanza de que la dama también se presentara sin el previo aviso de la
alarma de los transeúntes y las sirenas policiales. Ello sería prueba de que
compartíamos el secreto de la fecha pascual.
Siendo esto un
cuento, no habrá de extrañarles que lo extraordinario se haga realidad. Pero
yo, como espectador en vivo de la historia, sentí un escalofrío cuando la vi
aparecer entre los árboles del parque fluvial. No había duda posible: aunque el
día era radiante, portaba el mismo paraguas negro con ribete blanco, solo que
cerrado, ayudándose rítmicamente de él para dar el paso. Al comprobar que el
protagonista aún no había decidido que era la hora del remojón, entró en una
cafetería junto al parque, sin duda impelida por el gris. La seguí y pegué la
hebra lo mejor que supe:
-
¡Vaya
mañanita fresca! Menos mal que, por ahora, el paraguas no es necesario.
Sorprendida del
inesperado comentario, miró alternativamente a su interlocutor y el paraguas,
sin responder. Comprendí que tenía que ser más directo:
-
Ya
podía haber escogido ese señor para bañarse el día de Santiago, en vez del
martes de Pascua.
La señora dio un
respingo, pero recuperó inmediatamente la compostura:
-
¿Martes
de Pascua? –y luego, simulando ignorancia-, ¿de qué baño me habla?
-
Como
periodista –respondí-, procuro que no se me escape una. Y una que no se me ha
escapado es esta: siempre que hay baño, está usted presente, pero como
agazapada.
Me miró durante
unos momentos, con evidentes ganas de escapar de allí. Pienso que, si no lo
hizo, fue por la poderosa razón de no haber pagado aún su café con leche.
Pareció reflexionar y volver de su primitivo impulso:
-
¿Me
hará usted un favor, si le cuento la toda la verdad de esta historia?
-
Por
supuesto –concedí- y hasta le prometo mantener en secreto la fuente y todo
aquello no esencial que me pida no publique.
-
Debe
ser mi día de suerte –bromeó-. He dado con un gacetillero respetable. En fin, preste atención a lo que voy a
contarle pues, en cuanto le vea sacar papel y bolígrafo, mi paraguas y yo
desapareceremos de su vista para siempre.
2. La dama del paraguas
-
No
tiene usted razón –inició su relato- cuando dice que he presenciado este triste
episodio desde sus inicios. A decir verdad, fue usted, con sus reportajes sobre
él, quien despertó mi curiosidad. Vivo en una lejana ciudad y los periódicos de
esta, en que viví de joven, me llegan tarde y esporádicamente. Alcancé a leer
el de hace cinco años y, aunque tienen ustedes la gentileza de no dar su
nombre, la fotografía no me dejó lugar a dudas: aquel hombre envuelto en una
manta era Vicente, mi primer amor.
-
Se
llama Vicente, en efecto. ¿Y cree usted que lo que hace sea consecuencia de su
antigua relación con él?
-
Caballero,
su seguimiento del caso y la forma afectuosa en que lo hace, me llevan a
hacerle depositario de mis confidencias. Claro que, si va a sonsacarme, o a
interrumpirme a cada paso, tendré que…
-
Perdone,
siga. Cuidaré mis modales.
-
Le
contestaré por esta vez: Él nada concreto me ha dicho…, no es su estilo. No
obstante, estoy segura de ello. Pues habrá de saber que aquel primer amor acabó
mal y no me pregunte por qué. Los expertos ofrecen estadísticas y motivos, pero
acaban con la misma cantinela. El tiempo y la exacerbación sentimental llevan a
que, cuando los viejos amantes se preguntan qué falló, no sepan a ciencia
cierta qué responder y se acojan al consabido remedio de echar la culpa al
otro…, o a sí mismo –lo que es todavía mucho peor-.
-
La
veo muy enterada del tema. Se diría que…
-
Y
diría bien, señor periodista. Una ha aprovechado las pocas oportunidades que le
ha dado la vida. Ya sabe, no hay mal que
por bien no venga.
Buscó en el bolso
y sacó una tarjeta de visita, que me tendió. En ella podía leerse:
Edelmira Cabiedes
González de la Quebrada
Psicóloga Clínica
Consultoría sentimental
y sexual
-
Tal
vez lo encuentre un poco rimbombante –agregó-, pero ¡qué quiere! De algo hay
que vivir.
-
…
-
Le
recompensaré su silencio con una confidencia que no pensaba hacerle. Soy una
auténtica víctima del primer amor, no solo en la forma directa y romántica de
la mayoría, sino en esa, larvada y profunda, que mis colegas Martín Alonso y
Díaz Loving[3]
han descrito tan acertadamente. ¿Le dice a usted algo el patrón de atracción?
¿Y la impregnación sentimental?
-
No
sé qué le diga. Algo leí hace muchos años sobre los patitos que, al ver una
gata nada más salir del cascarón, la tomaron por su madre y la seguían en fila
a todas partes. Y, lo más curioso, es que la felina los adoptó como propios.
-
¡Justamente!
Pues eso es lo que esos autores sostienen: que la experiencia del primer amor
nos marca para toda la vida. Reaccionamos y nos comportamos en los nuevos
procesos eróticos buscando en el primero la fuente de inspiración o, como en mi
caso, la vía de antítesis o repulsión. Pero veo que lo estoy cansando…
-
¡Oh!,
no se trata de eso: Es muy interesante. Lo que pasa es que don Vicente puede
aparecer de un momento a otro y no es cosa de hacerle esperar.
-
Claro
está, no sea que se acatarre. Abreviaré este triste punto de mi confesión. El
hecho es que me casé con un tipo, todo lo contrario que Vicente: divertido,
apasionado, un poco brutal[4], y así me fue. Por fuera,
yo abominaba del amor sensible y cuadriculado de nuestro bañista pero, en el
fondo, él me había marcado para siempre con su seriedad y su discreto
romanticismo. Vamos, que mi matrimonio ha sido un desastre, como poco más o
menos ha acaecido con los romances o ligues ulteriores. ¡El colmo! Soy una
psicóloga especializada, que no ha logrado superar en treinta años la estéril
rebeldía, ni la confusión. Bien podría usted decirme como aquel: Médico, cúrate a ti mismo. Y, aun
sabiendo cómo hacerlo, no podría.
-
¿No
volvió a ver a nuestro amigo hasta la foto del periódico? Por cierto, el
compañero que la sacó es el que está en la barra departiendo con el camarero.
Hice una seña de
saludo al aludido, pero la señora me dio a entender que no quería intromisiones
en nuestra plática. Prosiguió:
-
Verlo,
lo que se dice verlo, no, pero desde que supo de mí, no ha dejado de escribirme
un montón de veces todos los años. Ya sabe, cumpleaños, Navidades, aniversarios
de nuestras cosas… Y así, desde que supo de mi paradero, por Internet.
-
Supongo
que una de esas fechas señaladas será el martes de Pascua.
-
¡Ni
me lo miente! Según él, ese es el día que se me declaró. Yo, la verdad, no
tenía ni idea (nunca he sido muy religiosa), pero él me lo recordaba año tras
año. ¡Qué complicado sigue siendo el pobre! ¡Con lo fácil que habría sido fijar
el no-sé-cuantos de abril y ya está! En fin, genio y figura…
Por su forma de
sonreír, habría dicho que no le desagradaba tamaña persistencia. Mi colega se
había llegado a la puerta y oteaba impaciente el horizonte fluvial. La
interrogué:
-
¿Por
qué llegó a convertir el recuerdo en desesperación, celebrando la efeméride con
una peligrosa zambullida?
-
¡Je!
Eso tendría que preguntárselo a él. El caso es que, por más que sus misivas
fuesen un tanto inocuas y yo le conservara cierto afecto, nunca quise
contestarle. ¡Menudo trabajo publicó hace años la doctora Kalish al respecto!
-
No
me diga que su caso es objeto de estudio…
Edelmira suspiró:
-
Tal
vez lo merecería, pero no. Mi colega californiana ha evaluado una estadística
impresionante. Verá usted: Los amores que llegan al matrimonio solo perduran en
un cuarenta por ciento de los casos, y eso, más por tolerancia o indiferencia,
que por verdadero afecto. En cambio, los primeros amores que se reanudan al
cabo de un montón de años, prosperan ¡en un cincuenta y cinco por ciento de los
casos!
-
¡Pues
vaya con los adolescentes, qué pesquis tienen!
-
Y
no es eso todo –le salía la vena profesoral, en forma de arrebol y locuacidad-.
Digan lo que quieran los aguafiestas, el primer amor no se olvida. Lo han
estudiado Iris Zúñiga y Marcia Kesternich: Si hay un amor para siempre, ese es
el primero. ¿Sabe usted lo que es la dopamina?
Tenía alguna idea
de esa hormona, pero mi fotógrafo estaba empezando a hacerme señas con el reloj
y Edelmira, a elevar algo más de la cuenta el tono de voz. Cambié un poco de
tercio:
-
Siendo
así, profesora, y no teniendo usted
nada que perder, ¿por qué no le siguió la corriente o, al menos, le dio
carrete? Mire que es usted mala, dejar que el pobre Vicente se agarrase una
depresión con ideas de suicidio.
-
De
eso habría mucho que hablar –replicó desabrida-. Los suicidios de Vicen que me los claven a mí en la
frente. Lo cierto es que, de una parte, no tengo interés en volver con él al
pasado pero, de otra, me preocupa que un día le dé un calambre o una pulmonía y
tengamos una desgracia. Y ahí es donde entra usted, amigo gacetillero. He
satisfecho su curiosidad y, a poco que se esfuerce, sacará de aquí un buen
artículo. Lo menos que puedo pedirle es que me haga un favor a cambio.
-
Usted
dirá, contesté preocupado, pues tengo una amarga experiencia de los toma y daca
entre el periodista y su fuente.
Y dijo, pero este capítulo ya va
resultando demasiado largo. Dejémoslo, pues, para el siguiente.
3. Un recado bien cumplido
-
Verá
usted, estoy hasta el moño de pasarme el martes de Pascua con el corazón en un
puño y el resto del año, poco menos. Cada vez que me asomo a una playa o me
meto en una bañera, se me aparece la imagen de Vicente envuelto en una manta,
tal como la vi en su periódico. Por supuesto, él nada me ha imputado, ni
chantajeado siquiera: Sigue siendo un perfecto caballero. Mas lo cierto es que
me siento responsable de lo que pasa y daría todo el oro del mundo por recibir
la primavera con el gozo que se supone en toda osteópata, sin tener pesadillas
ni tomar el tren para Castellar, incapaz de aguardar en mi casa, o dondequiera
que me halle, la improbable noticia de su desgracia.
-
La comprendo, pero no sé qué pueda hacer yo a este respecto mejor que usted.
-
Ya
le he dicho que no quiero reaparecer de ninguna manera en su vida. Así que
tendrá que hacer por mí aquello para lo que estoy psicológicamente
incapacitada. Algo que le disuada definitivamente de seguirse sumergiendo en el
San Miguel, o algo peor.
-
¿Y
qué me recomienda? Yo de estas cosas no entiendo nada.
-
Lo
que se le ocurra, con tal de que me aparte de su mente. No sé. Dicen que la
magia del primer amor está en la idealización, en la fantasía que altera su
recuerdo. Tal vez, si me bajara del pedestal de mi perdida juventud y de su perenne
romanticismo…
En esto, Alberto
agitó la cámara y gritó:
-
¡Vamos,
Gabriel, que ya viene!
Nos levantamos
escopetados. Casi olvida el paraguas. Todavía acerté a oír su advertencia:
-
Y,
por encima de todo, no le revele que estoy detrás de todo esto, ni vuelva a
ponerse en contacto conmigo.
-
¿Sabe
que es usted una señora muy poco sociable?, repliqué con sorna.
En lo que pagué
las consumiciones, Edelmira desapareció de mi vista… hasta ahora.
***
No sabía cómo hincarle el diente al encarguito. Es posible que lo hubiera archivado en el baúl de las
buenas intenciones, a no ser por Anselmo Pruneda, el redactor de temas
científicos de El Noticiero. Tomando
café un día, se me ocurrió preguntarle:
-
¿Has
oído hablar de una psicóloga especializada en sexología? La conozco algo. Se
llama Edelmira Cabiedes…
-
¡Hombre,
claro! Fue Premio Cupido hace unos
años. En su concesión nos largó un discurso lleno de tristeza y malos rollos.
-
Tal
vez sea que, ni los hombres, ni la vida le han dado muchas satisfacciones.
-
Pues
qué pena que no sea escritora. Como alguna vez dijo Borges, las dichas nunca
dan para hacer literatura.
En fin, localicé
el paradero de Vicente en una pequeña ciudad de Galicia y, aprovechando para
darme –yo, por esta vez- unos baños, allá que me fui, sin avisarlo. En mente
llevaba ya el esquema de un reportaje, todavía sin final. Si me pudo el afán de
engrandecerlo, o si me comporté como el aprendiz de brujo, es cosa que habrán
de juzgar ustedes al final de mi relato.
***
-
En
esta ocasión, don Vicente, no vengo como periodista, sino como amigo.
-
Menos
mal, porque cada año me trata usted peor.
-
¡No
me diga que se lee mi versión de sus hazañas natatorias!
-
Pues
sí. Y la de este año me ha llamado la atención y preocupado, a un tiempo.
Parece como supiese algo importante que, por ahora, no quisiera revelar a sus
lectores.
-
En
efecto, y eso es lo que me ha decidido a venir hasta aquí para distraer su
atención. He conocido a Edelmira.
Su rostro
convirtiose en la imagen del estupor. Luego, se fue poniendo lívido, se quitó
las gafas y se agarró a la tapa de la mesa, buscando sostén. Finalmente, dejó
caer la espalda contra el respaldo del diván y permaneció con la mirada perdida
durante unos segundos.
Todo este drama
mudo –que tanto me recordaba la reacción del culpable ante las aplastantes
deducciones de Sherlock Holmes- se desarrollaba en la cafetería, solitaria y
penumbrosa, de mi hotel, donde habíamos quedado citados a temprana hora
matinal. Nunca supe si era casado, ni su dedicación profesional, pero aquella
entrevista reunía todas las circunstancias para poder afirmar que lo que menos deseaba
Vicente era que se supiese de nuestro encuentro. En lo que a mí respecta, voy a
respetar en lo posible esas elusiones.
-
Repóngase,
amigo –dije al cabo, ofreciéndole una copa de agua-, no veo qué hay de malo en
que haya descubierto su secreto quien, aunque reportero, sabe ser prudente y
callar, cuando es menester.
Todavía algo
postrado, Vicen acertó a replicar:
-
Así
que ha logrado hablar con Edelmira. ¿Qué le dijo de mí? ¿No será que ella ha
ido por Castellar algún martes de Pascua?
-
Calma,
vayamos por partes. Naturalmente que hablamos de usted: era nuestro único conocido
común. En cuanto a lo otro, se equivoca, caballero. Edelmira no tiene mayor
interés por sus zambullidas, como no sea el que se las quite de la cabeza.
Coincidimos en el III Simposio del Primer Amor, que se celebró hace meses en la
Facultad de Psicología de Castellar. ¡Qué pena que no se enterase usted de su
desarrollo! Habría visto a su adorada en plenitud.
-
¿Estuvo
bien? ¿De qué trató?
Yo ya estaba
lanzado por el camino de la fantasía:
-
Disertó
sobre un tema peliagudo: Fijación morbosa
del primer amor en las personas obsesivas e inmaduras.
Se puso como la
grana: Había captado la diatriba. Era mi momento. Afectando indiferencia,
procuré abreviar:
-
Verá,
no soy quien para darle consejos, ni Edelmira me pidió nada semejante, pero yo
que usted dejaría de hacer el ridículo –fueron
sus mismas palabras- con esa pantomima de
suicidio. Por lo que ella me confesó, jamás sacrificará su tranquilidad y
su vida presente por un espectro del pasado, tan molesto e insistente como el
tábano de Ío. Así que, si lo que pretende con su ceremonia pascual es llamar su
atención o su piedad, va listo.
-
¿También
son esas palabras textuales?, preguntó cariacontecido.
-
Son
un fiel resumen de nuestra conversación. Desde luego, el símil del tábano es de
su cosecha. La mitología no es mi fuerte.
Se hizo un
silencio espeso. La verdad es que Vicente no tenía ninguna gana de hablar y yo
corría el riesgo de hacerlo en demasía. Llamé al camarero pero mi interlocutor
se empeñó en pagar: A cambio de una
lección inolvidable –dijo-.
-
…
La cual deseo fervientemente que le aproveche. No querría tener que cubrir
nuevas zambullidas en el San Miguel.
-
Se
lo prometo, respondió tras unos momentos de vacilación.
Sentí la jubilosa
satisfacción del deber cumplido.
4. Epílogo
Como periodista,
tengo la sana costumbre de no fiarme de nadie. Quiere decirse que, al siguiente
martes de Pascua –un borrascoso día de marzo-, el fotógrafo y yo montamos
guardia en la cafetería de marras, junto al arroyo de San Miguel, por la crecida, ahora río respetable. Fue en vano. Ni el suicida de pacotilla, ni la psicóloga del
paraguas, hicieron acto de presencia hasta la hora de comer. Decidimos levantar
el campo y, a punto de montarnos en el coche, me sonó el móvil:
-
¿Gabriel?
Aquí, Serviliano. Id cuanto antes al río, que acaban de sacar a un ahogado.
-
¿El
río? ¿Qué río?
-
Pues
el Fauces, hombre. ¿Qué otro hay en Castellar, que merezca tal nombre? Lo
tienen esperando al juez, a la altura del puente de la Academia.
Le dije a mi
colega:
-
Alberto,
tío, tira para el puente de la
Academia, que tenemos un ahogado.
-
¿A
ver si va a ser…?
Ni él, ni yo,
cruzamos más palabras hasta llegar a la orilla del río, crecido y barroso. Allí
reposaba Vicente, tapado por una manta, que esta vez también le cubría el
rostro. Al fin había decidido tomarse en serio lo de la eternidad del primer
amor.
***
Aquella misma
noche redacté mi famoso El artículo 143.
Recordarán ustedes que empezaba diciendo:
Vicente N. había llegado a ser a nuestros
ojos un histrión, un embaucador, un extravagante. Estábamos equivocados. Su
drama no había llegado al último acto. Ayer lo representó. Aplaudid, amigos,
que –ahora sí- finita es comoedia…
Y seguía, y
seguía: Páginas centrales, a toda plana, con fotografías en color. Todo muy en
la línea del famoso estigma de mi profesión: que la verdad no te eche a perder una buena exclusiva. Porque yo,
en el hondón de la conciencia, sabía que lo que había matado a Vicente no era
el deseo de respetabilidad, ni el anhelo de ofrecer un buen espectáculo. A
Vicente lo había matado yo, al arrojar a su amada del pedestal al lodo,
haciéndole ver que toda su vida había estado adorando a una entelequia, a una
mujer en que anidaban la insensibilidad y el desprecio. Yo había privado de
sentido su dolor y su espera. Él, simplemente, había obrado en consecuencia.
[1] Periodista y literato español, más conocido
por el seudónimo de Francisco (o Paco) Umbral (1932-2007).
[2] Nota
del editor: El narrador debe aludir al artº 143 del Código Penal español de
1995, que tipifica en ciertos casos el auxilio y la inducción al suicidio.
Baste con esta apostilla, para entender por donde pueden ir los vagos lazos del
titular periodístico con lo relatado en esta historia.
[3] Algunos de los nombres de este relato corresponden
a personas reales. El atrevimiento no es mío, sino de la señora Edelmira
Cabiedes, su ilustre protagonista.
[4] De modo reservado y un tanto sibilino, doña
Edelmira puso en relación su cojera con alguna violencia marital. Para
disimular su leve claudicación era para lo que –según creo- empleaba en
ocasiones el paraguas, aun siendo innecesario desde el punto de vista
climatológico.
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