¿La historia se
repite?
Por Federico Bello
Landrove
Muchas personas, en momentos cruciales de su vida, cambiaron –o
parecieron cambiar- de modo de pensar y, a veces, de actuar. ¿Es esto bueno o
malo? ¿Las denigra o las ensalza? Como el profesor que narra esta historia, yo
no tengo respuestas generales, pero sí algunos ejemplos, tan diversos como
señeros.
1.
Hombres de una pieza
La segunda ponencia de la mañana había resultado bastante conflictiva o,
cuando menos, polémica. La disertación había corrido a cargo del profesor y
publicista don Pío Roa, famoso por su enfoque peculiar y heterodoxo de muchos
temas de nuestra Guerra Civil. El título ya prometía: Del no es esto[1], al cambio de chaqueta. Ya digo, prometía bastante; tanto, que yo
–riguroso por naturaleza- había decidido ocupar su hora paseando por el parque.
No había regresado a Compostela para escuchar ocurrencias y broncas, sino para
aprender algo de los especialistas serios.
Como había quedado para comer con unos colegas de Castellar, de paladar
menos exquisito que el mío para las conferencias, me tocó sufrir las secuelas
de la de marras, en forma de extractos y comentarios, a los que procuré hacer
oídos de mercader y dedicar toda mi atención a las vieiras rebozadas de mi
plato y a los espléndidos ojos de la profesora granadina que se había agregado
a nuestra mesa, sin saber de cierto en donde se metía. Pero el hombre propone y…:
-
El
tío podrá ser borde y mal intencionado, pero lo que es, informado está un rato.
¿Te acuerdas de cómo le respondió a Julito Valdosón? Vamos, que lo dejó planchado.
-
Poco
imaginaba Julio que Roa conocía tan de cerca a los personajes castellarenses de
aquella época.
-
Por
cierto, Lorenzo, que uno de los casos que recordó fue el de un pariente tuyo…
-
…
Y el del testamento del alcalde Fontana.
Sin duda, estaban
tirándome de la lengua; así que, con cierto esfuerzo para contenerme, les
repliqué:
-
No
hay forma más sutil de ser injusto que la de hacer comparaciones odiosas,
metiendo a todos en el mismo saco. Por lo demás, rectificar es de sabios y
arrepentirse, de santos. Eso es lo que tendríais que hacer vosotros, que os
estáis perdiendo unas vieiras de muerte
por unos crustáceos que son todo cáscara.
La conversación
cambió de rumbo y pude llegar al final del almuerzo sin una excesiva secreción
de bilis. Me disponía a retirarme para la siesta, cuando la bella granadina me
abordó:
-
Te
invito a una copa… La verdad es que tengo que preguntarte algo.
-
Que
sea una copita de chinchón. Ello te dará derecho a formular tres preguntas
–bromeé-.
-
Con
una me conformo.
Como ya
sospechaba, la cuestión tenía que ver con los supuestos voltafaccia[2]
a que se había aludido durante la comida. Algo me inducía a creer en la buena
fe de su curiosidad, pero la verdad es que yo seguía poco proclive a improvisar
sobre un tema tan personal. Así que nos arrellanamos en un sofá y, tras el
primer sorbo de anís, rectifiqué mi primitiva oferta:
-
Amiga
Carmen, permite que sea yo quien protagonice ahora un voltafaccia, mucho más indiscutible que los que te traen a mal
traer. No voy a despachar en dos palabras, y bajo los efectos de un bien regado
banquete, episodios tan complejos y dolorosos, como aquellos por los que
preguntas. Tiempo habrá de meditar sobre ellos y -¿quién sabe?- de puntualizar
y tratar de explicarlos. Entre tanto, ya que no con respuestas, te pagaré la
invitación con un cuento.
-
¿Un
cuento?, inquirió Carmen, entre la curiosidad y la decepción.
-
Bueno,
un cuento de historiador; es decir, de los que tienen nueve partes de verdad y
una de fantasía. Como el caso se ha reabierto no hace mucho, y en los Estados
Unidos, no creo que lo conozcas. En todo caso, coincidirás conmigo en que tiene
bastante que ver con los episodios españoles de tu interés, y por más de un
concepto.
-
Está
bien, docto profesor, puede usted comenzar cuando guste.
***
Érase una vez un
país muy lejano, en que hace muchísimo tiempo hubo una terrible guerra civil.
Y, entre tantos energúmenos y arribistas como participaron en ella, había un
sabio y ponderado militar, un tanto viejo para aquella época, que tenía el ánimo dividido. Su mente y su conveniencia le
llevaban a encabezar un bando, mientras su corazón y sus próximos lo impulsaban
a dirigir el otro. Al fin, ganó el corazón, pero aquel general se puso una condición
a sí mismo: luchar con honor y sin odio, para poder volver a hermanarse con
todos sus compatriotas, tan pronto concluyera la guerra.
Supo llevar tan a
rajatabla su compromiso, que personificó uno de los más asombrosos ejemplos en
la vida militar: ser querido y obedecido a cierra ojos por los suyos y contar
con el respeto y el temor reverencial de sus enemigos. Finalmente, llegó a
personificar cuanto de respetable y honroso hubo en quienes lucharon en aquella
contienda, larga y sangrienta, que al cabo le tocó perder.
Aquellos
americanos debían ser menos crueles que nosotros, los españoles de muchos años
después. Menos crueles, pero igualmente sádicos y estúpidos. Quiero decir que
respetaron la vida del héroe vencido, pero lo trataron como a un apestado y,
entre otras sanciones, le privaron de su nacionalidad, condenándole a la
apatridia, a menos que jurase fidelidad y apoyo a las normas que habían dado
lugar a la contienda civil y contra las que él había luchado con todo su valor
y ciencia.
Una vez más, hubieron de enfrentarse en su
ánimo fuerzas y valores opuestos, mas ahora su corazón no tenía motivos para
domeñar su mente: desde el fondo de aquel, sentía que, acabada la guerra, era
llegada la hora de la verdadera paz y la concordia. Es de suponer que muchos
tratarían de disuadirlo de suscribir formalmente el juramento para la amnistía.
Fue en vano. Acudió prontamente ante el notario público y suscribió con letra
amplia y clara el documento, que probaba ante el mundo que las furias de la
posguerra no harían presa en él.
-
Aleccionador,
en verdad –comentó Carmen, confundiendo mi pausa con el final del relato-,
aunque no muy similar a los casos que esta mañana se comentaron.
-
Espera
a conocer el final de mi historia, pues pienso que todavía nos falta lo mejor y
más curioso de ella.
2. El veredicto de la Historia
Has de saber
–proseguí- que, contra lo que habría sido de esperar, los vencedores no
airearon aquel juramento de fidelidad, tal vez, prefiriendo, al baldón de la
renuncia, el placer de una más cumplida venganza. El hecho es que sepultaron la
solicitud de amnistía del general en los registros públicos y aquella simbólica
firma pasó al olvido. En consecuencia, el héroe fue durante lo poco que le
quedaba de vida un extranjero para su patria. El orgullo lo impulsó a no
preguntar nunca por el destino de su pública promesa, ni a reclamar las
legítimas consecuencias de la misma.
Afortunadamente
para el país, si no para él, el respeto al hombre primó sobre la rigurosa
observancia de la ley. Quiere decirse que, disponiendo de inclinación y
experiencia, aceptó el rectorado de un modesto –aunque histórico- colegio
superior en las inmediaciones de su domicilio. Durante los cinco años que lo
rigió, instiló en su espíritu tales dosis de diálogo armonioso y de democrática
desenvoltura, que lo convirtió en una institución modélica de enseñanza.
Todavía hoy, la Universidad que alumbró lleva ufana su nombre y procura seguir
las normas y el ejemplo de quien, hace más de un siglo, la gobernó y en ella
está enterrado.
Ahora sí que
podemos dar por acabado en cuento. Pero, antes del colorín colorado, permite que saque de la chistera un final todavía
más feliz, al menos, desde el punto de vista de un historiador. Sucedió hace
pocos años, cuando uno de esos ratones
de bibliotecas y registros, desempolvó en los archivos centrales de la capital
de la Nación el famoso documento, firmado por el general, más de cien años
antes. ¡Oh maravillosa sorpresa! ¿Llegó a tanto la reverencia a su signatario,
que los escamoteadores no se atrevieron a destruirlo? ¿O será que, a la postre,
todo fue obra de la incuria de un empleado negligente, o de un pudoroso azar?
Bien, como es lógico, el historiador, más contento que unas castañuelas,
publicó el hallazgo e hizo pasar aquella oscurecida hoja de papel a los honores
de una vitrina de relevancia.
Cinco años más
tarde, una comitiva de políticos dudosamente dignos de honrar al héroe recorría
las estancias académicas de su Universidad.
El Presidente de la Nación pronunciaba en loor del gran general un breve
discurso, para ofrendarle la concesión por el Senado de aquella nacionalidad
perdida ciento diez años atrás. El narrador imagina la estatua funeraria
esbozando una sonrisa, irónica y ligeramente despectiva, al contestar a tan
oportunistas ditirambos:
-
Señor
Presidente, yo soy un gran americano, no por obra y gracia de los políticos,
sino por el veredicto de la Historia.
***
-
Amigo
narrador, este cuento no paga tu deuda conmigo –protestó Carmen-, ni aunque me tengas
la amabilidad de poner nombre a su noble protagonista.
-
Tal
vez, una vez en casa, me atreva a rendir tributo a tu curiosidad y a la memoria
de mis deudos. En cuanto a la identidad de nuestro héroe, te diré que su
espíritu late en toda persona que diga con verdad, al concluir una guerra
civil, que es deber de todos el unirse en la restauración del país y el
restablecimiento de la paz y la armonía[3]… Y no creo que puedas
pedirme más a cambio de una copita de chinchón.
[1] “No es esto, no es esto”, severa crítica de
Ortega y Gasset a los radicalismos de ciertos partidarios de la II República
española, en un artículo publicado en la revista Crisol del 9
de septiembre de 19 31. Pasa por ser el primer paso atrás famoso de
un prócer, partidario inicialmente del advenimiento de la República en España.
[2] Vocablo italiano de uso universal (tal cual, o
en su versión francesa volte face),
empleado para designar los cambios radicales y rápidos en la forma de pensar o
de actuar.
[3] Seré menos circunspecto con mis lectores, que
el profesor Lorenzo Vidarte con su bella colega granadina. El protagonista de
su cuento es sin duda el general estadounidense Robert Edward Lee (1807-1870).
Su juramento de amnistía lleva fecha
de 2 de octubre de
18 65. El documento reapareció en 1970. La recuperación plena de la
nacionalidad por el General se produjo en 1975.
No hay comentarios:
Publicar un comentario