Criss-cross Café
In honorem Marilyn Pauline Novak
Cuatro mujeres en una encrucijada. ¿O, tal
vez, varias imágenes de la misma persona? Seres de ficción en un mundo próximo
al autor. ¿O, quizá, avatares de una mujer, excepcional y espacialmente lejana?
¿Son la realidad y la fantasía las que se entrecruzan en ese café de tan
fílmico rótulo[1]?
La dedicatoria honorífica del relato puede que contenga las respuestas.
Siempre el mismo sueño, áspero, sofocante, demoledor: En la
oscuridad de la noche, alguien grita con su voz profunda y cálida, a la vera de
un tapial que prolonga la sólida arquitectura de un convento, coronado de ramas
despojadas y retorcidas, como manos sarmentosas que le ofrecieran un vano
auxilio entre la niebla. Luego, silencio, sangre y el camino interminable de su
casa, hasta que el tiempo y la angustia le hagan despertar, sin haber llegado nunca
a su destino.
Se lo detectaron
en una exploración ginecológica rutinaria:
-
Tienes
seriamente afectado el cuello del útero. ¿Tuviste algún percance de niña?
-
¿Qué
trascendencia tiene? –preguntó ella, a su vez, sin responder-.
-
La
esterilidad. Cogido a tiempo, tal vez se habría evitado, pero a estas alturas…
Por otra parte, podría haber habido infección –el galeno parecía un vidente- y,
en ese caso, estar afectada la función ovulatoria. ¿Quieres que…?
-
Tal
vez, en otro momento…
… En
otro momento, se habría levantado, tomaría un vaso de leche tibia y
regresaría a la cama, tratando de volver a conciliar el sueño. Pero hoy es un
día especial. Se pone una bata sobre su mínimo camisón, toma de la mesilla de
noche la lista del equipaje y se encamina al salón, donde se amontonan las
maletas para su viaje. Enciende la lámpara de pie y, en la grata penumbra,
repasa una y otra vez lo escrito. Tacha aquí, añade allá, trata de subsanar
olvidos. Las agujas del reloj avanzan lentamente, provocándole una tensión
angustiosa. Todo lo material es
prescindible –susurra-, mirando alternativamente los bultos con las fauces
abiertas y los mil cachivaches que habrá de dejar atrás.
Bosteza. Dirígese
al baño más próximo. Una cara cansada la mira desde el espejo. El cabello,
corto y rizado, parece una maraña de hilos de oro. Lo peina con energía y luego
lo ahueca con los dedos. Moja lentamente el rostro y lo enjuga, acariciándolo con
la toalla. Con el frescor en las sienes llega la primera claridad de la aurora.
Regresa a la sala y entreabre la vidriera a la terraza. ¿Qué estarán haciendo
ahora las otras? Todavía muchas horas
para reunirse con ellas. Opta por volver al lecho y su frescor le hace
acurrucarse. Insensiblemente, su mente va quedando en blanco y la invade un
dulce sopor.
***
A esa misma hora,
Paulina Novo, la notable pintora con la
mano izquierda –como maliciosamente precisan algunos críticos-, se las
tiene con el embalaje de las últimas esculturas, apenas unos bibelots nacidos
de sus recientes prácticas de modelado. A la puerta, el camión de mudanzas con
los muebles y el furgón en que, con más cuidado, yacen espejos y cuadros.
Dentro de la casa, los recuerdos indelebles de la inundación y el ajuar
prescindible, que ha enajenado junto con este molino de los demonios.
Tenía que haberle
pasado precisamente a ella. Su hermana mayor, tan acostumbrada a los estragos
de los traslados y de los niños, la sermoneaba siempre, a propósito de su apego
por los objetos y los ambientes. Y no es que Paulina sea acaparadora ni
materialista, sino que un sexto sentido le advertía que una vida tan intensa y
agitada como la suya necesitaba del asidero de la memoria, de la raigambre de
unas raíces, por adventicias que fueran. Bien sabe ella que los treinta y pocos
años no son una edad como para contemplar el pasado y echarse a temblar; pero
es que la vida…
Recordaba su
primer estudio, luminoso y recoleto, en la última planta de aquel inmueble
impersonal alzado en pleno centro de la ciudad, dominando el viejo mercado,
tratando de igual a igual la mole pétrea de la seo. En aquel recinto, de
cristal y líneas oblicuas –buena metáfora de su juventud-, había pintado,
sufrido, amado; tal vez, no en ese mismo orden. Su mundo, que poco a poco había
colmado de memoriales y de sueños, se había convertido en fuego y humo y nada,
por obra y gracia del descuido de una vieja vecina, que había pagado con su
vida tal pecado. ¡Nunca más servir a
señor que se me pueda morir![2] Paulina huyó de la ominosa
compañía de los hombres y fue a refugiarse en un viejo molino, a orillas del
padre río, entre pájaros y flores. Allí dio rienda suelta a sus manías más
entrañables: rodearse de bichos
sinceros, cuadros de colores fuertes y de amigos que nada sabían de su pasado
metropolitano.
Entonces sucedió.
El río creció incontenible, anegó su casa, arrastró sus enseres, arruinó sus
obras. Escapó con lo puesto, a un cobijo familiar, tan impersonal como
insignificante. Volvió en cuanto pudo. El veterinario, que había cuidado de los
animales en su ausencia, le hizo una oferta irresistible:
-
La
sierra. Eso sí que es naturaleza en estado puro: árboles frondosos, arroyos en
cascadas, jugosos pastos y casas de piedra a prueba de incendios. Conozco una
aldea abandonada. Una breve restauración y ¡hale!, a vivir y a pintar.
-
¿Y,
tal vez, amar?
-
Cualquier
veterinario te firmaría esa receta. Yo mismo, sin ir más lejos.
El sol de mayo se
abre paso por el ventanal y hiere a traición el espejo mural del aparador. Allí
está ella, entre sorprendida y ausente, con esos ojos almendrados que adquieren
un tono malva a la luz crepuscular. Antes de que se vuelvan verdes, entorna los
párpados, como deslumbrada o temerosa, y se pone de nuevo a la faena, no sin
recordarse:
-
Tengo
que acabar de recoger, a tiempo para reunirme con las otras.
***
¿Será la
perseverancia científica, o la intuición que da el amor? Porque a ella, el
Doctor no la engaña. Tiene ojos, oídos y piel para captar sus señales. ¿A ton
de qué, si no, el concienzudo psiquiatra –médico del alma-, tiene que solicitarle
a cada consulta que se desvista de cintura para arriba? ¿Pues no está su mal en
la cabeza? Mientras suena en el tocadiscos el adagio del concierto de Paganini[3], Linda yergue su armoniosa
figura, se ajusta el suéter y muestra su complacencia ante la turgente
prominencia que le devuelve la luna del ropero de cerezo. Lentamente, baja la
cremallera de la prenda, hasta descubrir la tenue curva de sus hombros, el
resalte simétrico de los omóplatos, el surco sutil de la columna, que se pierde
en el negro abismo de angora. Cierra los ojos y le parece seguir escuchando la
voz, nasal y suave de aquél médico, tan joven -¡ay!- y tan casado, que susurra en su oído:
-
Muchos
grandes hombres, muchas mujeres excelsas, han tenido, y tienen, trastorno
bipolar. Un día, se estigmatizó como locura maniaco-depresiva. Pero todo
depende del grado de afectación. En su caso, no me ofrece duda la eficacia del
tratamiento farmacológico.
-
¿Entonces,
doctor, mis depresiones, los cambios de humor?
-
Todo
dimana de la misma fuente. En usted, por suerte o por desgracia, la fase
depresiva es mucho más acusada que la contraria.
Ahí radicaba-
quería creer- su fracaso escolar; la ligereza de cascos, que tanto repugnaba a
su padre; el abarcar mucho para no apretar en nada, al decir de mamá; esa
pasividad –por no decir impasibilidad-, que encocoraba a los hombres que la
amaban y entusiasmaba a quienes la deseaban tan solo. Pero si no significa nada, era su constante ritornelo. Arlina, su
hermana mayor, se hacía cruces ante aquellas entregas, indiferentes y ligeras,
que tan desagradable apelativo recibían entre la vecindad.
Subió con esfuerzo
la cremallera y, mentón erguido, se enfrentó con su imagen, como si la hubiese
echado en cara su pasado: el abandono de los estudios; los sucesivos empleos
cara al público, luciendo su palmito; los viajes a Madrid, con equívocas
ofertas de modelo.
El pomposo reloj
de péndulo del salón canta la una. Habrá de darse una vuelta por la cocina, a
ver cómo lleva Felisa el estofado de lentejas. ¡Señor, y qué vulgar su
Guillermo! Mucho hacerla de menos y mucho leer a Shakespeare, pero tiene gustos
de barrio y modos cuarteleros. ¿Qué vería en él para casarse? Conforme: llegó a
estar enamorada, o se le echó encima de repente el calendario. El hombre era
fornido, autoritario, con bigotito a la Clark Gable y una sinecura envidiable.
Un poco bruto en el trato, es verdad, y chapado a la antigua en su forma de
entender la familia. Ya le había hecho cuatro hijos y todavía despreciaba las
precauciones. Y ahora, con eso de los cambios políticos, tiene un humor de
todos los diablos. Cada vez con mayor frecuencia discuten, y se distancian.
Pero, en el fondo, ¿es que tienen todavía algo que compartir? ¡Ay!, si se lo
hubiese pensado mejor, como le sugería su madrina, pobre pero honrada, como el resto de su parentela. Pero ahora ya ha
dado con la clave: la conquistó abusando de su trastorno bipolar. El otro día,
le preguntó a su confesor:
-
Padre,
¿cree usted que el trastorno bipolar será motivo para anular un matrimonio?
-
Quita
allá, hija. ¡Zarandajas y conveniencias! Lo que queréis es el divorcio. El
divorcio y el amor libre.
-
Eso
es lo que le he dicho yo a mi amiga –disimuló-. Que aguante, aunque solo sea
por los hijos.
Hijos, amor libre,
psiquiatría, todo revuelto. ¡Pues no le ha venido la sangre a la cabeza! Por un
momento, se ha imaginado desnuda en el diván del psiquiatra, encargando el quinto. ¡Merecido se lo
tiene Guillermo, por terco y egoísta! ¡Cómo se ve que él apenas se ocupa de la
prole!
Vuelve a la
normalidad con los timbrazos del teléfono. ¿Quién será? ¡Ah, claro!, alguna de las otras, para recordarle la cita de
esta tarde. Sí, rica, sí, a las siete y
media en el Criss-cross. Cuelga.
¡De qué buena gana
hacía la maleta y se iba ella también! ¿Y por qué no? Guillermo tiene hoy por
la tarde reunión con el gobernador civil.
-
En
fin, vamos a ver cómo marcha el guiso. Me lo pensaré después de comer.
***
Siempre había
tenido un cuidado especial en no lucir las piernas más allá de lo inevitable.
Ya era juicio riguroso el autocensurarse por apenas uno o dos centímetros de
rotundidad superflua –que, desde luego, yo no la consideraba tal-. De hecho, me
había granjeado su amistad, no con mis consejos como letrado, sino por la
admiración que un día sorprendió en mi mirada:
-
¡Oh,
por favor, Raúl, no me las mires!
Cada vez que la moda sube un dedo las faldas, me siento desfallecer.
-
Pero,
querida, si son espléndidas. Perfectas para con tacón alto.
Se echó a reír y
replicó, sin asomo de insinuación:
-
Eso
es porque no has visto lo de más arriba.
En efecto: no lo
había visto. Y así hube de seguir. Mis consejos legales no dieron para más.
Eso, por no hablar de su afición por los pantalones,… femeninos, se entiende.
Dudo que aquella
sentida deformidad le sirviera para
encajar lo que iba a venir más tarde. Tan tarde, cuanto la vida pasa a
denominarse otoño o atardecer. Lo tuvo al principio en secreto. Luego, lo
comunicó a tambor batiente:
-
Tengo
cáncer de mama. Me lo han cogido a tiempo y no será necesario operar.
Otrora, se habían
hecho lenguas –viperinas- de su falta de personalidad y exceso de maquillaje.
Ahora, sin abandonar el cuidado de su apariencia, se había convertido en una
mujer fuerte, segura, decidida. En el complicado término medio entre lo uno y
lo otro, había tenido esa debilidad, que la cirugía plástica de entonces
convirtió en un rictus de permanente sonrisa. Me la encontré a eso de las
cinco, cuando volvía a mi despacho, tras jugar la partida habitual.
-
Me
voy, Raúl. He acabado el tratamiento y lo que haya de ser, que sea en plena
naturaleza.
-
Me
parece estupendo. Hazme llegar noticias tuyas y ya sabes dónde me tienes.
-
Lo
sé. Por si sí o por si no, te he nombrado mi albacea; de modo que estaremos en
contacto, por un motivo u otro.
Me guiñó el ojo y
se despidió:
-
Voy
a la peluquería, que he quedado con las
otras esta tarde.
-
¿Las
otras?
Me dio un beso y
se perdió por los soportales. Adosado a las columnas, un cartelón multicolor
anunciaba una película que echaban por aquellas calendas. Me acuerdo muy bien: El espejo roto, interpretada por muchas
viejas glorias –tan ilustres, como avejentadas-. La que mejor se conservaba,
Kim Novak[4].
***
Café Criss-cross, 19:48 horas. Una hermosa
dama rubia, de estatura más que mediana y formas un poco generosas, que viste de negro y porta un joyero tipo neceser de
piel beis, se acerca a la mesa de un caballero de fisonomía vulgar y simpática,
quien se levanta al verla acercarse e insinúa una aproximación cariñosa, que
ella corta en agraz, sintiéndose observada admirativamente por los
circunstantes. Se sientan a la mesa. El hombre niega gestualmente cuando el
camarero se les acerca. La dama –cuya edad, difícilmente calculable, eludiremos
por cortesía- mira a un lado y a otro, nerviosa; otea a su espalda a través del
espejo cimero del diván; se estremece a cada chirrido de la puerta giratoria.
El varón inquiere:
-
¿Esperas
a alguien para despedirte, querida?
Ella permanece
ensimismada. Ante la reiteración de la pregunta, sonríe, volviendo al presente,
y responde:
-
Perdona,
Roberto. Vámonos cuando quieras. Todo lo que tenía que decir, dicho queda.
O, como si
dijéramos: Aplaudid, amigos. Se acabó la
comedia[5].
[1] Criss-cross
(encrucijada) es el título original de una famosa película de cine negro,
conocida en España como El abrazo de la
muerte (Robert Siodmak, 1949).
[2] Palabras de San Francisco de Borja, ante el
cadáver corrupto de la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos I de
España. Fueron pronunciadas en mayo de 1539.
[3] Si de mí dependiese, sería el correspondiente
al Concierto número 1, en Re mayor, para violín y orquesta; pero hay otros
gustos.
[4] El espejo roto (The mirror crack’d), filme dirigido por Guy
Hamilton en 1980. Entre sus viejas
glorias, Elisabeth Taylor, Rock Hudson, Kim Novak, Tony Curtis y Geraldine
Chaplin. En España se estrenó en agosto de 1981, lo que puede servir de dato
para la cronología de esta historia.
[5] Últimas palabras, atribuidas a Octavio César
Augusto (63 a.C.-14 d.C.): Plaudite,
amici. Finita est comoedia.
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