Las relaciones
desiguales
Por Federico Bello
Landrove
La lectura de la novela delibiana La hoja roja, a una edad muy próxima -¡ay!- a la de su protagonista masculino, ha
inspirado este relato. ¿Cómo podría ser una relación parecida a la de Don Eloy
y la Desi, con la superioridad social de parte de la mujer? ¿Cómo pondría yo
colofón a una historia que Delibes concluyó de manera semiabierta? Bien, he
aquí el resultado y que los lectores me perdonen el atrevimiento.
1. La profesora
Lo había tenido
todo en la vida, menos suerte. Claro que, recién jubilada y con sesenta y cinco
tacos, esa afirmación era muy
relativa y forzoso realizarla en tiempo pasado. En el discurso de su homenaje,
el catedrático de Penal algo reflejó, con su lengua de escalpelo:
-
Querida
Ángeles, nos abandonas antes de que sea forzoso, mucho antes de lo que
desearíamos, pero comprendemos tu decisión, en la que tanto hay de anhelo de
merecido descanso, como de desengaño universitario.
Desengaño universitario: Dícese del
sentimiento de que las Universidades españolas son, en su conjunto, un desastre
mayúsculo. -Como, desde hacía un par
de décadas, lo estaba siendo todo en su vida-.
Tumbada sobre la
cama, con los pies realzados por una almohada, cerraba los ojos al sol poniente,
que se empeñaba en colarse por la persiana, y a los recuerdos que afloraban en
su memoria. Mal que bien, había construido por momentos en torno suyo esa vida
de costumbres y comodidad a que recomiendan acogerse hacia los cuarenta. Bien
sabía que nadie recibe nada de gracia. Había tenido que tirar por la ventana su
prometedor futuro profesional, cimentado en una inteligencia fuera de lo común
y el hábito del estudio serio y constante. A cambio, convertida en una aceptable
ama de casa, había criado a dos hijos, casi tan serios y competentes como ella,
y logrado el respeto y la mesura de trato de Celso, su marido.
Sonríe mirando al
techo. ¡Pues no le está entrando el complejo de Menchu!
Ahora vendrá lo de que ella, tan admirada por su serena belleza, acabó
conquistada por un condiscípulo desgalichado y miope, sin otros atractivos que
la insistencia y el sentido del humor –que, por cierto, se le fue acidando con
los años: ¡vaya que sí!-. Acabó cediendo, tal vez, por llevar la contraria a
sus padres y ahí acabaron sus sueños. Bueno, dicho así, parecería una pava sin criterio. La verdad es que el
muchacho se esforzó de firme, sacó unas buenas oposiciones a la primera (gracias a ti, mi vida) y la colmó de
atenciones materiales, remejidas con el cereal y los rebaños de la herencia de
su madre en Urueña. Luego, entre los niños y los sucesivos destinos de Celso
donde Quintano
dio las tres voces, hubo de vivir su vida para los demás o, tal vez, la vida de
los demás, alienada, como tanto se
decía entonces.
Un buen día, a la cola de la familia, aterrizó en Santander. Los chicos ya
iban crecidos y Celso –por suerte o por desgracia- la había bajado del
pedestal. Entre el trabajo, la vida social privada y la bebida, su rústico adorador -¡siempre los apelativos
de su madre!- íbase volviendo áspero y distante, justo cuando empezaba a echar
barriga y ella, a descubrirse día a día arrugas y manchas en la piel. Una
imprevista oferta de trabajo fue como aquel rayo de esperanza que viene a
iluminar el alma.
Tuvo suerte:
-
Celso,
el catedrático Valtierra me ha ofrecido una plaza de profesora de clases
prácticas en la Facultad. Ya sabes que era amigo de mi padre.
-
Poca
cosa es, pero si te entretiene… Eso sí, ponte al día, no vayas a dejarme en mal
lugar, que en esta ciudad todo el mundo me conoce.
Ángeles se da la
vuelta hacia la pared -¡este maldito sol de junio!- y busca los parecidos
razonables en los relieves del gotelé. Dejarle
en mal lugar…, ya, ya. A los tres años, era titular
y sobrenadaba entre colegas envidiosos y alumnos escasamente comprometidos. No
era la Arcadia feliz, pero por primera vez en muchos años, estaba trabajando en
lo suyo.
***
Todo empezó con
una tos insistente de Celso; o, tal vez, con sus choques con el hijo mayor y
los sucesivos fracasos de este para colocarse. Paco era un chico retraído y
obstinado, que tropezó constantemente con su padre, desde la adolescencia.
Celso le pagaba con la crítica mordaz y la minusvalía de sus escasos éxitos. En
verdad, el muchacho era tímido, poco lucido
y tan desgarbado como su padre, de quien físicamente era un calco. El
psiquiatra sospechaba que el padre no soportaba ver la mente taciturna y
endeble de su retoño en un cuerpo que cantaba a gritos la progenie. Ángeles, al
contrario, hacía por reconocerse en la manera de ser de su primogénito y rezaba
–último remedio de su mente razonadora- para que el chico madurase y siguiera la corriente a su padre, como hacía el pequeño.
De pronto, el
mundo pareció hundirse en su derredor. La tos de Celso resultó ser un cáncer de
pulmón, que la insistencia del paciente en no acudir a los médicos hizo
incurable. Dejó de fumar, con los cambios de humor y metabolismo que bien
conocen los adictos a la nicotina. Debilitado por el tratamiento, hubo de
acogerse a una licencia laboral y se recluyó en casa, como reducto de su
misantropía o de su orgullo. A buenas horas iba a pasear por los jardines de
Pereda o a tomar el aire en el Sardinero, para que los conocidos lo cosieran a
preguntas médicas, o los compañeros le contaran el último juicio sonado o las
torpezas de sus colegas, que él ahora veía tan lejanas y ajenas a su vida.
Curiosamente, la hipocondría lo acercó a aquel hijo, cuyo esfuerzo mental para
opositar suscitaba síntomas de depresión y excentricidad más y más evidentes:
-
¿Por
qué no dejas esas malditas oposiciones? Cada vez hay menos plazas y más
recomendaciones. Te sabes el programa de pe a pa. Colócate de pasante en algún
buen bufete. Conozco algunos.
-
Ya
lo había pensado. Mi condiscípulo Fefiñanes está en el de Damián Elósegui y le
va bastante bien.
-
¡Elósegui!
¡Pero si es un presumido y un mafioso! ¡No se te ocurra!
Se le ocurrió.
Mejor dicho, se le ocurrió al tal Elósegui, joven abogado con apariencia de
galán televisivo, metido en turbios negocios y con más capas que una cebolla.
Se maliciaba Ángeles que aquella unión contra natura había tenido mucho que ver
con ser Paco hijo de su padre, cuyo trabajo e influencias bien podrían ayudarle
al mafioso a ganar puntos. Luego, las
cosas no salieron de su gusto, o vinieron a menos por la larga enfermedad de
Celso. El caso es que Elósegui puso finamente en la calle a Paco; finamente, es cierto, pero de manera
fulminante y sin darle finiquito.
Ángeles se
revuelve. La tarde es calurosa pero su circulación deja ya bastante que desear.
Se le enfrían los pies, aún con medias. Envuelve las piernas en el bajo de la
colcha y permanece boca arriba, con el antebrazo sobre la frente. ¡Esquizofrenia!, era la palabra maldita.
Al cabo, diagnosticaron un trastorno bipolar. El psiquiatra lo valoró como un
mal tratable y con el que se podía convivir aceptablemente. Lo malo es que el
joven era muy suyo, se encerraba en sí mismo y tenía un miedo horrible a
fracasar. ¿Entonces, doctor, en qué va a
poder ocuparse? Pues en algo que domine y no le plantee ninguna complicación. Vamos,
barrendero o destripaterrones, imaginaba Ángeles, y las lágrimas acompañaban
tan tristes presagios.
Por su parte, el
oncólogo de su marido se encogió de hombros: Seis meses, más o menos. Ángeles había empezado a preparar el
futuro:
-
Celso,
digo que si no será mejor que nos volvamos a Castellar. Allí tenemos familia y
amigos, además de las tierras de la Mota. Y el clima: ¿te acuerdas de cómo es
un cielo azul?
-
Por
mí, ahora que tengo la incapacidad permanente… Pero está Carlos. Ese sí que va
a salir adelante. Aquí tiene un buen preparador y se encuentra cómodo. No nos
moveremos mientras no saque las oposiciones.
¿A quién habría
salido Carlos, en medio de este maremágnum de familia? Ángeles hasta llegó a temer
si no sería un poco de la acera de enfrente: tan dulce, tan detallista, tan
cuidadoso de todas sus cosas… No le había conocido ninguna novia y eso que las
chicas lo asediaban. Su desarrollo físico, amplio y enérgico, parecía no
afectar a su rostro aniñado, a sus ademanes armoniosos, al relativamente agudo
tono de su voz. En fin, la calma precede a la tempestad. Sin un mal gesto, sin
la menor tensión aparente, su Carlos,
tan de ella como Paco salía a Celso, en menos de un año vistió la toga
pretorial, se casó con Orosia, una grata y decidida colega somontana, y voló
tan lejos de Cantabria, como se lo permitía el mapa de España. En otro tiempo,
también eso hacía llorar a su madre. Ahora, feliz abuela, bendecía la decisión
filial de ejercer en Madrid, junto a su esposa. Para girar en torno de Paco y
sus manías, bastaba con ella; y más en este momento, en que había decidido al
fin jubilarse.
-
Me
sobra el dinero y, en cambio, necesito tiempo. Cada día que pasa, estoy más
torpe. Y para las satisfacciones que
da la docencia…
Ha pensado en voz alta y
sus propias palabras la sorprenden y estremecen. ¿O quizás es que se está
quedando fría? Lo dicho, cada día, más achacosa. Y menos mal que aquella
verruga que le extirparon no resultó maligna, como se suponía. Se levanta y
toma la ruta de la cocina, a prepararse una menta poleo. Las chuletas de
cordero le han sentado como un tiro. A mitad del interminable pasillo, suena el
fijo:
-
¿Doña
Ángeles? Que Paco ha vuelto muy raro del convite. Anda diciendo no sé qué del
final de la vida. Debe de ser el vino.
***
Menos mal que no
se había desvestido. ¿Quién le mandaría insistir a su hijo para que fuera a
los actos de la jubilación? Carlos se había excusado, por un juicio con jurado,
inaplazable. Entonces, ¿qué menos que Paco? Van a pensar, si no, que está
enemistada con los suyos. Además, le conviene salir y relacionarse, sobre todo,
ahora que está pasando una buena racha. ¡El vino! Claro: vino, champán,
chupito… Todo lo aderezamos con alcohol. Y la falta de costumbre, que no suele
catarlo, por la medicación. La verdad es que no se excedió: lo estuve
observando desde la mesa presidencial y hasta le hice algún gesto para que se
abstuviera. En fin, habrá que ir a verlo. De todos modos, esta Balbina tiene
menos espíritu…
Tal vez habría sido mejor que la sirvienta
viviera con ella. ¡Anda, que será por espacio! Este caserón de mis padres tiene
más habitaciones que días el mes, como bromeaba mi hermano. Y lo bien situado
que está, frente al parque. Pero Paco, erre que erre: Que no quiere molestar;
que prefiere vivir solo; que así tengo –tiene- más independencia… Y el
psiquiatra, lo mismo: Déjelo, señora, que
es buena señal. Ustedes las madres, siempre tan protectoras. ¡Un cuerno!
Anda, que no estaría yo bien, a partir de ahora, en Benidorm o en Marbella,
tostándome al sol y bailando todas las noches.
¡Jesús, qué cosas
se me ocurren! Debe ser la influencia de Leti de Juan, con su matraca de los
viajes de La edad dorada. Eso, o la
soledad que me espera. Va para doce años que murió Celso. El pobre apenas llegó
a tiempo de aposentarse en esta ciudad y de disfrutar con los éxitos de Carlos.
En cambio, su padre: El buen señor estará en silla de ruedas, pero ya ha
cumplido los noventa. Sola, sí. Para acabarlo de rematar, mi idea de que
Balbina se fuera con Paco, para cuidarlo y limpiarle el apartamento. Es
bastante simple, pero llevaba con nosotros treinta años, desde que estuvimos en
Orgaz. Hasta ahora, hacía por quedarme en el seminario hasta las nueve, aunque
solo fuera charlando con unos y con otros. Y los fines de semana, preparar las
clases y los casos prácticos. Lo que es ahora…
Ángeles sale aguda
a la Acera de Teatinos, dorada por el poniente. Deslumbrada, cala las gafas de
sol y toma el camino del centro. No deja de ser una buena imagen de su vida:
tras la luz cegadora, el equilibrio…, si la dejan.
2. El mandadero
No habría pasado
de ser un labriego –y a mucha honra-, de no ser por su padre y por la Comunidad
Europea. Al primero debía Nicolás, además de la vida, el reconocimiento de que
era bastante más listo que sus hermanos, por lo que darle algunos estudios no
sería dinero perdido. A Bruselas
correspondía el dudoso honor de haberle hecho un poco más letrado y un mucho
más vago, viviendo de burocracia y subvenciones, más que de cultivar la tierra.
Y, cuando el dinero no le alcanzaba, su talante viajero y despejado le llevaba
a fungir de tratante de ganado. En la sierra abulense natal abundaba el vacuno
de carne que trashumaba a Extremadura. Olfateaba a la legua el negocio y
conocía bien los mercados, de Benavente hasta Zafra, pasando por Medina del
Campo. En Medina fue donde conoció al padre de Celso, allá por el año en que la
Real Sociedad ganó la liga. El señor andaba buscando
una buena punta que cruzar con sus reses y Nicolás llevaba al pelo un semental
y media docena de vacas abiertas. Se cayeron bien y el terrateniente lo convidó
a comer. Nicolás se sintió en deuda:
-
De
que pase por la Mota, me llego a su casa y veo cómo les pinta a esos animales.
Están acostumbrados a pastar libres por la sierra y no sé si se harán al pienso
y al heno.
Cumplió su palabra
meses después. Le presentaron a un señor, más o menos de su edad, como hijo del
patrón. El mayoral comentó:
-
Es
juez y está de visita. Ahora anda por Canarias.
***
De tanto hablar de
ganado, casi hemos olvidado presentar a Nicolás, aunque poco hay que comentar,
la verdad sea dicha. Era una medianía casi perfecta. Mediano de estatura, de
proporciones, de gallardía; en las fechas de su visita a la Mota, hasta de
edad. Solo en una cosa destacaba y, según él, le había sido suficiente: una
listeza natural, denotada por unos ojillos verde oscuro, que resaltaban en
aquel rostro moreno, atezado, surcado por las prematuras arrugas que dejan el
sol y el viento cortante de la sierra. Nicolás –Colás para los amigos, entre los que me cuento- me guiñaba el ojo
imperceptiblemente y sentenciaba:
-
Es
el maridaje del mercado y el campo. No he conocido a ningún tonto en estos
ambientes. Eso sí, listos, a muchos; hasta demasiados.
Habrá quien diga
que, además de por una nutrida cuenta bancaria, la sabiduría de Colás se
infería de haberse mantenido soltero. Ya se sabe, una novia de mozo; algún apaño, cuando por un tiempo se colocó de
carnicero mayorista en Madrid, y pare usted de contar. Se rumoreaba que había
dejado un hijo por tierras extremeñas pero, si así fue, lo pudo arreglar con
discreción o llamándose andana.
Vivía Colás en una
casa de planta baja, con amplio corral anejo, en la que eran pocas las comodidades
y más escaso aún el aseo. Heredada de su madre, la consideraba su palacio y su
reducto, nunca dispuesto a escuchar los cantos de sirena de la familia, un
tanto codiciosa de aquel inmueble solariego, plantado en medio del pueblo. Eso
sí, con el cuento de una herencia en vida, provocaba la atención de sus
hermanas, que hacían de vez en cuando la limpieza y le llevaban con frecuencia
su buen pote de patatas con torrezno, o de fabada. Al final, acabó dando la
razón a su suspicaz cuñado Celao y la
casa fue a parar, por rigurosa compraventa, a un señorito madrileño, que tenía
ganas de pasar los fines de semana tirando a los conejos o podando manzanos.
Colás recogió la ganancia y, de un día para otro, desapareció del pueblo y dio
de lado los tratos. Como era muy suyo, sus próximos le tildaron de egoísta y
desagradecido. Si se hubiera dignado explicarse, tal vez habrían sido menos
severos con él.
***
Es lo cierto que,
a poco de cumplir los sesenta, empezó a notar sofocos y fatiga. Un día,
cargando vacas viejas para el matadero, cayó redondo en el corral del concejo y
estuvo a punto de ser pisoteado por las bestias. El especialista de Ávila fue
claro y tajante:
-
Tiene
usted una seria insuficiencia coronaria y la mitral, estenosada.
-
¿Y
eso tiene cura?
-
Según
y cómo. Por de pronto, habría que operar para ponerle una válvula artificial.
Luego, vida cuidada y nada de esfuerzos, que tiene el corazón muy gastado.
Colás consultó el
apuro con la cuenta corriente y con la almohada. Decidió que podía hacer caso
al cardiólogo en lo del reposo, pero que lo de meterle mano en el corazón para
ponerle un cacho de metal, era como para pensárselo muy despacio. Comprendiendo
que no estaba por sí capacitado para procurarse una vida cuidada, echó una instancia para lograr plaza en residencia de
ancianos de la Seguridad Social. El oficinista abulense lo desengañó:
-
¡Huy,
no sabe usted lo solicitadas que están! Los hay que tienen que esperar hasta
cinco años, o más. Con su pensión y teniendo casa propia…
-
Pero
estoy muy enfermo del corazón y no tengo quien me cuide.
El burócrata
sonrió con cierta malicia –o eso le pareció a Colás-:
-
El
dinero todo lo puede. Búsquese una señora que…
Era el colmo. Una
criada estable, y en aquel pueblacho suyo, le costaría un riñón, por no aludir
a las habladurías y a la inevitable pérdida de libertad. Cambió de parecer y se
puso en contacto con el señorito madrileño de los manzanos y los conejos. Su
mujer, castellarense de pro, terció en la conversación:
-
Mi
tía monja está de directora en una residencia de ancianos privada, en pleno
centro de Castellar. Podría llamarla y recomendarle.
-
¿Y
qué se me ha perdido a mí en esa ciudad? No conozco a nadie.
-
Toma
–arguyó el señorito-, con lo hablador
que tú eres y lo bien que juegas a las cartas, en tres días te haces el amo.
Además, allí hay muy buenos especialistas. Y luego, la ventaja de estar en la
ciudad, no como esas residencias en medio de ninguna parte: mucho aire, mucho
jardín, pero todo el día viendo la jeta solo a los cuidadores y los asilados. Eso
son cárceles mortuorias.
En fin, que Colás
volvió a conferenciar con la almohada; echó cuentas y constató que El reposo de San Liberto quedaba frente
por frente del parque más grande de Castellar y que, sangrando
parsimoniosamente su hucha, tenía para
quince años y seis meses en habitación individual, o para veintiún años en una
doble. Arduo dilema, por cierto. Al fin, nuestro buen tratante decidió
encomendarse al santo patrono de la residencia y, como es natural, San Liberto
le aconsejó la libertad.
Ergo don Nicolás
resolvió que ningún compañero de aposento le turbaría el sueño con sus toses ni
sus ronquidos. Entró en el asilo por la puerta grande y, desde el primer
momento, concitó la envidia de los residentes y la amable curiosidad de las residentas. Y es que un asilo es un
modelo a escala de la sociedad circundante, por más que se acoja a la
administración monjil y a la intercesión del santo obispo de Cambrai.
***
Apenas aclimatado
a su nuevo hábitat, el corazón volvió a avisarle seriamente. Nicolás hubo de
pasar por el quirófano para que le implantaran una válvula porcina –con
perdón-. El cirujano le comentó que, dada su edad, tendría para unos quince
años. El paciente, muy en sus puntos, le replicó que le confirmase tal duración
mínima de su supervivencia, para que la
muerte del cerdo resultara rentable; un donaire del que disfrutaron, además
del galeno, dos compañeros de residencia y una enfermera. Para sus familiares,
Castellar estaba demasiado lejos, aún en el caso de que Colás hubiera decidido comunicarles
su operación.
La intervención
resultó un éxito; hasta el punto de que el barrio se le quedó pequeño y sus
acompañantes, tardos. Sor Inocencia, con su habitual perspicacia, dio utilidad
a capacidad física tan inusual en aquel ambiente:
-
Oye,
Nicolás, ¿por qué no te encargas de los recados o diligencias que necesiten tus
compañeros más torpes?
Colás aceptó,
convirtiéndose de la noche a la mañana en el mandadero de la residencia, dotado de una libertad de horarios
fuera de lo común y hasta de alguna atención culinaria especial. De propinas,
nunca quiso ni oír hablar: con la gratitud y la popularidad tenía bastante. Y
así, a sus sesenta y tantos años, el egoísta
empedernido, el que no movía un dedo
por los demás, el que solo se cuidaba de sí mismo –dicterios de sus
allegados de antaño-, empezó a poner sus fuerzas y habilidades al servicio de
otros.
Y no eran solo
esas las fuerzas y habilidades las que
entregaba a los demás. Una noche de San Liberto , tras una sesión de baile
agarrado y copiosas libaciones, había acabado retozando en su cámara con una
maestra jubilada, bastante potable,
sin que el pudor y el etilismo le permitieran serme más explícito.
Afortunadamente, la señora era muy vergonzosa y el personal andaba en aquellos
momentos un tanto desmadrado. La reputación de Colás no experimentó, pues,
alteraciones de nota, pero algo debió revolverse en su interior. Como él mismo
me dijo una vez:
-
Aquello
me vacunó contra la lujuria vespertina,
como dice Sor Inocencia. Cada cosa, a su tiempo, aunque, si yo te contara lo
que se ve en El reposo… Hasta
navajazos hay.
-
Luego
Sor Inocencia tiene razón de conjurar a esos diablos crepusculares.
-
¿Mande?
Como ven, Colás se
hace el tonto, pero yo bien sé que de la noche de San Liberto sacó otras
enseñanzas. La culpa la tuvo una rumana, treintañera y metidita en carnes, que
cuidaba de los asilados con una dulzura especial. Una tarde, que libraba,
invitó bajo cuerda a mi amigo para que le conociera la casa. Mayormente, lo que
llegó a ver fue el dormitorio. La buena de Camelia tenía que sacar adelante a
dos hijos en España y más familia en
Sibiu: Total, que no le llegaba con el sueldo. Nicolás estaba todavía terne y
tenía fama de ricacho. El hombre pasó un mal rato:
-
A
mi edad, estoy hecho a todo, pero me dolió en el alma lo de aquella chica tan
maja, que estaba dispuesta a entenderse conmigo por pobreza, aunque solo fuera
relativa. Y, para remate…, no sé si debo…
-
Cuenta
lo que quieras: ya sabes que quedará entre nosotros.
-
Pues
que se notaba que no era una profesional, de las que hacen que te creas un toro
bravo. Tanto así, que me hizo comprender sin quererlo que yo estaba de más allí,
falto de potencia y de apasionamiento. Que tan solo era un tipo de buena faltriquera, con el corazón remendado y
piernas para hacer recados.
-
¿Y
qué pasó luego?
-
Hablé
francamente con ella y no me privé de hacerle regalos, mientras estuvo con
nosotros, que no fue mucho. Me escribió un par de cartas: Que andaba por
Madrid, trabajando de cocinera, y que se había traído de Rumanía a su madre y a
una hermana pequeña. Figúrate: tú, que no puedes…
***
Lo sé. Estoy
hablando demasiado de Nicolás, por más que le tenga cariño. A fin de cuentas, a
los lectores –como a los jueces de instrucción- les interesan más los hechos
que las personas. Así que voy concluyendo el capítulo, yéndonos a encontrar con
el viejo tratante en su lugar favorito: el Parque Inglés de Castellar, a la
vera de El reposo.
Dos veces al día,
Colás se tomaba su tiempo entre las frondas del parque. A eso del mediodía, cumplidos los mandados,
reposaba bajo los castaños de Indias que contorneaban el reloj floral, frente a
la estatua del Poeta. Repasaba mentalmente las gestiones de la mañana y hojeaba
su pequeña libreta de anotaciones contables. De vez en cuando, levantaba la
vista y la pasaba aprensivamente en derredor, recelando tanto más de transeúntes
mal encarados, cuanto mayor fuese la cantidad de dinero que portaba en el
bolsillo interior, escrupulosamente cerrado por cremallera.
A la tarde, con
una o dos revistas de actualidad o divulgación cultural, hacía la digestión en
el banco bajo el gran sicómoro, junto a la pajarera vieja. Aquella perfecta y
no buscada simbiosis del árbol y el libro nutría la mente de Nicolás, como Isis
amamantaba al faraón. Y así, sin frecuentar
las peluquerías, ni matricularse en la Universidad
de la experiencia, su información y conocimientos mejoraron hasta extremos
que para sí habría querido en la flor de su edad.
3. El palomar escondido
Unos lo llaman la
pajarera vieja; otros, la pagoda. Yo,
por conveniencias de nuestra historia, lo llamaré el palomar escondido. Total,
los castellarenses lo conocemos todos y los de afuera, eso que se pierden.
Si alguien se
hubiese tomado la molestia de vigilar aquel paraje, habría comprobado que casi todos
los miércoles por la tarde, a eso de las cuatro, una pareja, ya mayor, y un anciano
provecto en silla de ruedas, acuden al lugar, se acomodan a la sombra de un
árbol imponente y practican un mismo ritual. Primero, el señor que ha empujado
hasta allá la silla lee en voz alta ciertos textos de revistas, en atención y
homenaje al inválido. Luego, invariablemente dormido este al soniquete de la
lectura, la pareja, sentada muy junta en el banco, habla…
A las cinco en
punto, el caballero es despertado para reconfortarlo con algún yogur, o un zumo,
si el calor aprieta. Seguidamente, el trío retorna por el mismo camino de
ingreso, sale del parque y toma la avenida arbolada que ha de llevarlos en un
santiamén a la residencia de la que habían partido, casi dos horas antes: un
edificio de ladrillo, de dos plantas y galería cimera techada, resguardado tras
verja y pequeño jardín de arbustos, con senderos de gravilla. Momentos después,
la pareja, ya desembarazada del inválido, pasea hasta el monumento al
Descubridor, donde se despiden pausadamente.
Es casi
innecesario que haga las presentaciones. La pareja recatada y madura no son
otros que Ángeles, la profesora recién jubilada, y Nicolás, el mandadero de San Liberto. Más averiguaciones habría que hacer para
acertar con la identidad del nonagenario que ocupa la silla de ruedas. No es
otro que Don Arcadio Sinovas, hacendado de la Mota y suegro de Ángeles –a quien
él, cuando la reconoce y tiene ganas de hablar, llama Nines-.
No le fue fácil a
Colás identificar en aquella ruina sobre ruedas al caballero que en Medina le
había comprado el hato de avileñas y
había visitado más de una vez en sus posesiones motanas, siendo de él
agasajado. Treinta años habían pasado desde entonces, aunque ciertas cosas no
cambian nunca. Como por ejemplo, que un señor sigue siendo un señor, mientras
tenga dinero. Lejos de mí hacer crítica fácil de las caritativas monjitas,
quienes, para que Don Arcadio durmiera mejor y estuviera más atendido, le
habían preparado una confortable suite
en la zona conventual, de la que apenas salía para algún tratamiento médico o
para tomar el aire en la terraza cubierta.
Nicolás entró en contacto con él gracias a
su tarea de mandadero pues, aunque el señor tenía en Castellar a dos hijas –amén
de su nuera-, estas no se ocupaban en gestiones menudas y solo visitaban por
turno a su padre los domingos. Ya sabemos que Colás era maestro en el arte de
dar palique, pudiendo muy pronto comprobar que el señor Sinovas, como todos los
viejos decrépitos, vivía en, y del, pasado. Fue hablarle de terneros charoleses
y de ovejas churras, y el anciano pareció revivir y perderse en un anecdotario
sin cuento de sus tiempos de hacendado en activo. Nicolás, por afecto y
respeto, le seguía la corriente y repetía las noticias del periódico sobre el
precio de la remolacha o la cosecha de cereales. Pero lo que hacía las delicias
del inválido era que Colás –perteneciente al numeroso grupo de los fumadores a
escondidas- prendiera un pitillo y se lo pusiera entre los labios. Don Arcadio
sonreía de oreja a oreja, con la inocente rechifla de su matutero:
-
Esto
sí que es buen aire, ¿eh, Don Arcadio?, y no el biruje de la galería.
***
Ángeles, como las
monjas, sabía de estas pillerías. Aquella visitaba esporádicamente a su
suegro, quien siempre le había resultado distante y con el que ahora cumplía un
rito de reverencia filial, en representación de su marido muerto. El primer día
que coincidieron en torno a la silla de ruedas, un humo sospechoso flotaba aún
en el aire de la suite. Muy seria, ella objetó, dirigiéndose a Don Arcadio:
-
Pero,
papá, ¿no te ha dicho el médico…?
-
Discúlpelo
–intercedió Nicolás-. Nos habíamos olvidado de que el tabaco acorta la vida
diez años, por término medio.
Luego, de forma más seria, se presentó y
recordó el día en que había conocido al
señor juez en la Mota:
-
Creo
que, por aquel entonces, vivían en Canarias. No recuerdo haberla visto a usted,
pero sí a sus hijos. Uno se llamaba Paco –creo- y era un diablillo. El pequeño solo
hacía que ir detrás de las gallinas.
Hablaba y hablaba: del campo; de las tierras que Celso tanto había añorado; de las pequeñas
incidencias del asilo; de las ocurrencias del abuelo. Este, tras prestar atención durante un rato, se adormeció.
Colás hurgó en el armario del dormitorio y vino provisto de una boina y una
manta, con las que arropó concienzudamente al inválido. Ángeles pensó que, de
sentirse alguna vez desamparada, le gustaría tener cerca a una persona como
aquel rústico.
A partir de aquel
día, como por ensalmo, empezaron a menudear sus imprevistos encuentros: en el
supermercado, en la residencia de ancianos, en la biblioteca pública del
parque. Posiblemente tales coincidencias entre personas casi vecinas ya se habrían
producido antes, solo que entonces no se conocían. Lo que no era casualidad es
el buen partido que Colás sacaba siempre de esos tropiezos: ayudarla con la compra, informarla en detalle de la salud
de Don Arsenio o pedirle consejo sobre algún libro de actualidad. Ángeles
recelaba, pero todo parecía tan natural y él era tan correcto, que acabó por
acostumbrarse a aquella devoción, nada untuosa. De hecho, ella misma visitaba
ahora bastante más a su suegro y echaba a faltar en su casa la charla entretenida
y variada de su interlocutor habitual.
Nicolás, entre
tanto, cultivaba aquellas reglas de urbanidad aprendidas, mucho tiempo atrás,
de boca de sus mayores y las ponía en práctica de manera eficaz y espontánea:
No rozarse con las señoras; ir un paso por detrás de ellas; permanecer de pie,
aunque ellas te inviten a tomar asiento. Y, por encima de todas, una norma
básica, que nuestro ingenioso ganadero había inferido del grado de tensión de
su acompañante: no traspasar aquella línea roja que, por modo general, marcaban
los límites del parque con la Acera de Teatinos, en cuyo número 12 Ángeles
vivía. Era una divisoria casi inexorable, trazada desde la estatua del Poeta, al
monumento al Descubridor. Solo si transportaba carga, Colás se dejaba llegar
hasta el portalón del inmueble, procurando que Matías, el portero, lo relevara.
De cara a sus amigos,
Ángeles trataba de eludir habladurías, presentando a Colás como un conocido de
la familia de Celso, compañero y cuidador de su suegro en El reposo. La buena educación exigía que la conversación derivara
hacia el estado de Don Arcadio, tema que el intruso dominaba. Hablaba entonces
lo justo y, si la cosa se alargaba, despedíase con una fórmula estereotipada:
-
Ea,
doña Ángeles, tengo un poco de prisa. Queden ustedes con Dios.
Un día que nuestra
profesora jubilada se sentía particularmente decaída, mientras era acompañada
al regreso del asilo, se le ocurrió de golpe:
-
Nicolás,
yo creo que a mi suegro le haría bien salir de vez en cuando a la calle.
Estando el parque tan cerca de la residencia, ¿no podría sacarle a pasear algún
día en la silla?
-
Pues,
no sé, doña Ángeles. Es una responsabilidad y, además, no creo que las monjas
me diesen permiso.
-
Solo
cuando yo vaya a verlo. Asumo los riesgos.
-
En
ese caso, conforme.
-
Los
miércoles, pues. A eso de las cuatro.
Tiempo después,
Nicolás recordaba la sorpresa que le produjo tan tajante y frecuente fijación
de las salidas. Dadas las circunstancias, yo me sorprendo, más bien, de lo que
tardó Ángeles en dar un paso decidido y explícito hacia quien se había
convertido en su amparo y confidente.
¿En qué me baso
para asignar a Nicolás tan importantes títulos? Si continúan leyendo, se lo
explicaré.
4. Relaciones maternofiliales
Desde la fiesta de jubilación, Paco no había vuelto a levantar cabeza.
Sumido en una depresión cada vez más profunda, dio en albergar ideas de
suicidio o, como decía su médico, de autolisis. En un ineluctable viaje
hacia la terrible esquizofrenia, padecía alucinaciones auditivas, en las que la
voz de su padre le suplicaba que lo acompañara en el Más Allá, para preparar
juntos las oposiciones a la judicatura. Ángeles, desesperada, concibió la idea
de forzarle a convivir con ella, dejando de pagar el alquiler de su
apartamento; mas el psiquiatra seguía con su conocida tesis:
-
Todo lo que sea obligarlo y apartarlo de su ambiente
resulta negativo. No olvide, señora, una verdad comprobada: quien realmente
quiere suicidarse, acaba consiguiéndolo.
Tamaño exabrupto casi da con la madre del potencial suicida en el suelo.
Como pudo, salió de la consulta y, contra su costumbre, telefoneó a Nicolás y
le puso al corriente de sus inquietudes. Colás procuró tranquilizarla y se pasó
media noche imaginando qué podría hacer él para salvar la situación. Era muy
propio de mi amigo, tratar de asumir el control de una empresa cuando nadie más
parecía poder hacerlo. Su razonamiento era aplastante:
-
Cuando compites con otros, conviene que midas tus
fuerzas; pero, si nadie hace nada, ¿qué puede perderse cogiendo tú las riendas?
Claro que olvidaba aquello de que las cosas siempre pueden ponerse peor
de lo que están; o de que es más fácil de criticar quien actúa que aquel que no
hace nada. Todo en vano. A la mañana siguiente, devolvió la llamada y quedó
citado con Ángeles en una discreta cafetería del Paseo del Poeta.
En mi modesta opinión –y supongo que en la de Ángeles- el rústico
valiente estuvo superior. Se informó a fondo, por su interlocutora, de la voz y
personalidad del difunto Celso, así como de las circunstancias de aquellas
famosas oposiciones. Luego, sin revelar los detalles de su plan, convino
con la madre en la forma de abordar a Paco.
Las cosas salieron que ni pintadas. Ángeles exhortó a su primogénito a
que fuesen juntos a visitar al abuelo Arcadio. Allí se presentó Colás y, por el
hilo de las verdades a medias, fueron llegando al ovillo de la terapia colasiana.
Según ello, resultaba que Don Celso y Nicolás habían sido amigos en la Mota
desde la infancia –en lo que convino Don Arcadio, como si efectivamente lo
recordase-; que, años más tarde, cuando Paco y Carlos eran unos pequeñuelos,
Colás había salvado a aquel de ser corneado por una vaca con la mosca –en esto,
era Ángeles quien asentía, ante la sorpresa del salvado-; y que,
emocionado y agradecido, Celso había asegurado: Ya puedes ponerte las pilas –expresión
típica de Celso-, porque, de ahora en adelante, te llamaré siempre que se
necesite para salvar la vida de este arrapiezo –nuevo guiño al lenguaje
usual del magistrado-.
-
Y eso no es todo –prosiguió Colás-. Desde hace unos
meses, vengo oyendo voces.
-
¿Voces? –inquirió Ángeles-. ¿Qué clase de voces?
-
Me da reparo confesarlo, pero suenan como la de su
difunto marido. Me urgen a que cumpla el encargo que me dio, hace tantos años.
Claro que, ahora que veo al señorito Paco tan mozo y tan bueno, tengo que
reconocer que habrá sido un sueño, o que me estaré volviendo chaveta.
Madre e hijo se miraron de hito en hito. Paco estaba arrebolado,
sudoroso; jadeaba como si le faltase el aire. En su mirada, Ángeles comprendió
que le reclamaba silencio, que quería ser él quien gestionase la insólita
situación. Ella le dejó hacer:
-
Por si acaso, déjelo estar y escuche lo que tengan
de decir esas voces. Uno nunca sabe...
Fue lo más que Paco se acercó a confesar sus alucinaciones; suficiente
para que Colás y Ángeles comprendieran que había picado el anzuelo.
***
Como era de esperar, las voces dispusieron que no era preciso el
viaje de Paco al Más Allá para lograr que su padre ejerciera de preparador del frustrado opositor. Sería su gran amigo
Colás quien cogería el timón y dirigiría la nueva etapa de exámenes. Paco se
mostró disconforme:
-
¿Cómo demonios me vas a controlar tú, si solo sabes
de vacas y remolacha?
-
¡Velay! Por probar no se pierde nada.
Sabiamente aconsejado por Ángeles, Colás dejó boquiabierto a su alumno.
Y, a donde no llegaba la sabiduría prestada, alcanzaban los mensajes del
espectro de Celso. Paco renunció a la autolisis y procuró centrarse en
el estudio de los temas jurídicos. El psiquiatra comentó alborozado a la madre
del paciente:
-
Es el primer caso que he visto en que un enfermo mantenga
alucinaciones opuestas; a dos bandas, podríamos decir. Se ha inventado a un tal
Nicolás, que le aconseja todo lo contrario de lo que él imaginaba. Y lo
describe con tal lujo de detalles, que parece real.
Ángeles vaciló sobre qué responder. Finalmente, decidió ser práctica:
-
Y ese tal Colás, ¿es una influencia buena o mala?
-
Mujer, según se mire. Clínicamente complica las
cosas, pero a su hijo le ha quitado la decisión de matarse.
-
Pues, entonces, mejor así. Pensaremos que es como un
medicamento.
Internamente, se desternillaba. Había nacido la nicolacina.
-
¿Le pasa algo, señora?... Como ha roto a reír tan
sin motivo...
-
¡Huy!, claro que hay motivo. He encontrado al mejor
amigo del mundo.
Ángeles debió de contarle a Nicolás la entrevista, con sus mismas
palabras. El hecho es que, pocos días más tarde, se presentó este con un
pequeño teckel color canela, de pelaje largo y sedoso, que daba gusto
acariciarlo:
-
Toma –se le escapó el tuteo-; este sí que es el
mejor amigo del mundo. Los demás estamos a lo que estamos.
La profesora –toda de azul cobalto, con chaquetón gris perla- tuvo que pensar de qué pasta estaba hecho
aquel vaquero, que trataba de ponerla en guardia contra sí mismo. Pero a ella
no le importó correr riesgos:
-
¿Cómo se llama esta monada?
-
Billy. Son unos perros muy caseros.
-
Gracias, Nicolás, me hará mucha compañía. Por
cierto, ¿cuánto hace que no vas al cine?
-
Desde que estuve en la mili.
-
Pues ya llovió. Anda, pídeles permiso a las monjas y
vamos esta noche. Hay que celebrar la entrada de Billy en mi vida.
Fueron al Roxy, remanente de un glorioso pasado. También la
película tenía un montón de años encima: En mitad de la noche.
Ángeles disfrutaba imaginando el arrobo de Nicolás al contemplar la belleza y
atractivo de la protagonista. En efecto, en la pantalla, aquella noche de mayo,
estaba Kim Novak...
... Y en el patio de butacas, la fiel amiga, Leti de Juan.
***
Esto no es una novela de Tolstoi, por más que su prolijidad provoque la
comparanza. De modo que eludiremos la cáustica reacción de la amiga del alma y
nos bastará con recoger las consideraciones, más relevantes y mesuradas, de
Carlos, en la siguiente visita que hizo a su madre.
Comprendámoslo: era mucho para tan poco tiempo. El abuelo paseaba en
silla empujada por un tal Nicolás. Paco preparaba oposiciones bajo la tutela de
ciertas voces, que interpretaba Nicolás. Sus propios hijos estaban como locos,
jugando con un chucho,... regalo de Nicolás. Nicolás, Nicolás... Y, para más
inri, había tenido que irse enterando de la situación por otros –en
particular, esa viborilla de Leti-, mientras su madre salía por la tangente.
Carlos era prudente, pero cauteloso. Se imponía una visita a Don Arcadio en El
reposo, máxime llevando dos años sin visitarlo. Llegó, vio y juzgó. Al fin
y al cabo, ese era su oficio.
No le pareció mal sujeto el tal Nicolás: cariñoso, despejado y buen
conocedor de la Mota de sus juegos infantiles; pero no tanto, como para que su
madre perdiese la cabeza, en expresión de su amiga, erigida en portavoz
de la buena sociedad a la que Ángeles pertenecía. Aunque, después de
todo, ella estaba muy sola y tan deprimida por lo de Paco... Tenía que hablar
con ella, pero con tacto.
Le salió a Ángeles toda la quina que había estado tragando durante los
años en que Carlos se había ido distanciando de ella, física y moralmente.
Defendió su reducto de libertad y dejó claro que de nadie aceptaba lecciones de
buena crianza. Con su hijo atónito y batiéndose en retirada, dio el ataque
definitivo: Estaba bonito que su propio retoño aceptara habladurías sobre su
madre y anduviera investigando a sus conocidos. Vamos que, si Carlos había
abrigado dudas al principio, ahora estaba todo clarísimo: su madre sentía lo
suficiente por Nicolás, como para perder la compostura.
Lo que viene ahora, me costó siempre trabajo creerlo. Dicho esto, me
acogeré al privilegio de los narradores, de que la verdad no nos estropee una
bonita historia; o, al modo italiano, se
non è vero, è ben trovato. Es el caso que, bien Carlos, bien su esposa,
entendieron –o creyeron comprender- que la clave del peligroso ascendiente de
Nicolás sobre Ángeles era la relación de aquel con Paco. Había, pues, que
llevar la luz del raciocinio a la confundida mente del pobre loco. Eso sí, lo
hicieron con discreción:
-
Pero, Paco, hombre, ¿crees tú que papá iba a hacer
encargos a ese Nicolás, en lugar de confiarlos a alguien de la familia, o a algún
compañero de profesión?
-
Como eran amigos de la infancia…
-
¿Seguro? ¿Por qué no le preguntas algo concreto sobre
aquellos años? Por ejemplo, dónde estudió papá el bachiller o cómo conoció a
mamá.
Paco lo estuvo rumiando durante días. Por su experiencia de las voces, imaginaba que, como el Santo
Espíritu, soplaban donde querían. Pero también había sufrido otrora la burla y
la mentira de quienes había supuesto amigos o benefactores. Decidió seguir el
consejo fraterno y salir de dudas:
-
Nicolás, ¿recuerdas a dónde fue papá a estudiar el
bachillerato?
-
Nicolás, ¿es verdad que papá y mamá se conocieron en
las fiestas de Medina?
-
Oye, Colás, debo de estar perdiendo la memoria. ¿Qué
número hacía mi padre entre sus hermanos?
El interpelado salió del paso como solía, contraatacando a fondo:
-
Me está dando la impresión de que hoy no te has
estudiado los temas y por eso quieres enredarme… Aquí soy yo quien pregunta y a
ti toca contestar… Mis voces son, por lo menos, tan ciertas como las tuyas… Así
que, si dudas de mí, me marcho y en paz.
-
Pues ahí tienes la puerta. Para el caso que me has
hecho…
De haber tenido otra edad, Nicolás se le habría tirado al cuello. Ahora,
para bien o para mal, tomó una resolución bastante menos violenta. Se puso en
pie y se encaminó a la puerta, con evidente parsimonia. Desde el umbral, alzó
la voz:
-
Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.
Pensó en llamar a Ángeles para contarle lo ocurrido. No tuvo fuerzas.
Necesitaba encontrar alguna mejor salida para aquel fiasco, dar algún tiempo a
Paco, a ver si rectificaba. Desistió, pues, de su primera intención y se
recluyó en su habitación de la residencia, con el móvil al alcance de la mano y
se dispuso a esperar. Pensar y esperar.
***
A la mañana siguiente, con nuevas ideas incubadas durante toda la noche,
comunicó con el móvil de Ángeles. Tan nervioso estaba, que no se percató del
timbre de voz de la que le contestaba:
-
Ángeles, soy Nicolás. Que ayer Paco empezó a hacerme
preguntas con mala intención. Me parece que ha descubierto el engaño. Pero,
tranquila, que creo haber dado con la solución…
-
Lo dudo mucho, caballero –respondió Orosia, la mujer
de Carlos-. Paco se mató ayer a la anochecida, tirándose desde la ventana de su
apartamento.
-
…
-
Como comprenderá, después de lo sucedido, la familia no considera oportuna su
presencia.
Ese mismo día, Nicolás hizo la maleta y abandonó Castellar con rumbo desconocido. Y no seré yo
quien lo desvele, siendo infiel a su memoria.