Enseñando a una
maestra
Por Federico Bello Landrove
Todos tenemos mucho que aprender y, más que nadie, los maestros. Siempre
se ha dicho que enseñando
se aprende. Lo que descubrió la protagonista de este relato es que no
siempre son los alumnos quienes aleccionan, ni lo aprendido tiene por qué ser
estrictamente académico o intelectual. La historia es, sin duda, original del
autor, pero este no ha podido menos de observar curiosos parecidos y
oposiciones con una famosa novela, a la que se rinde tributo en la dedicatoria.
In memoriam, Charlotte Brontë
(1816-1855)
1. Una
alumna aventajada
Permitid que vuelva la vista atrás y retorne con la imaginación a los
felices momentos en que la vida pareció sonreírme, por vez primera en mucho
tiempo. Aquellos primeros años de la quinta década de la vida, en que dejé
atrás los tiempos tormentosos de mi matrimonio y accedí al profesorado en un
famoso liceo, cuyas puertas me fueron franqueadas por la fama que había ido
adquiriendo con la publicación de mis ensayos y narraciones.
En uno de los primeros cursos en que profesé Lengua y Literatura, tuve
entre mis alumnas a una diablilla adolescente, bulliciosa y charlatana,
cuyo apellido juzgaba coincidente por casualidad con el de un famoso poeta y
dramaturgo, muy en el candelero en aquellas calendas –permítanme que no dé más
detalles del personaje, para no provocar su ira, pues aún vive, ignoro si
felizmente-. No se estilaba entonces tanto como ahora la conexión constante
entre profesores y padres de alumnos, pero la cosa entre mi discípula y
yo llegó a unos niveles, que me impulsaron a enviar un aviso de entrevista a
los padres de la muchacha. Su tutora, mi colega de Matemáticas, me advirtió:
-
Los
padres están en trámites de separación. Probablemente, vendrá la madre, que es
una charlatana de tomo y lomo.
Pero resultó que quien hizo acto de presencia fue el padre. De entrada,
el hombre impresionaba: todavía joven; de estatura más que mediana; fornido,
sin alcanzar la excesiva corpulencia; bien parecido y perfectamente trajeado;
despidiendo un grato aroma a lavanda con un toque de jengibre. Pero todo ello
quedaba en segundo plano, cuando hablaba: voz grave y expresión cadenciosa, que
inevitablemente concitaban atención e invitaban al silencio, atrayendo a sus
oyentes con una bien dosificada mixtura de cortesía, distanciamiento y palabras
eufónicas y medidas. Claro que tan bellas cualidades quedaron en buena parte
explicadas, cuando dejó traslucir que aquel Carlos Claraval no era otro que el
famoso escritor y ponderado periodista, cuyos poemas yo reputaba entre los más
inspirados y hermosos de los artistas de su generación.
Me pareció ligeramente engreído y decidí darle un castigo, sin duda,
excesivo, viniendo de una profesora de Literatura. Hice como si su nombre no me
dijese nada, ni hubiera leído ninguna de sus obras. Él, por supuesto, me pagó
con la misma moneda, en lo referente a mis modestos y aún poco conocidos
trabajos. Por lo demás, en lo relativo a su hija, estuvimos sustancialmente de
acuerdo. Al despedirse, me pareció que se fijaba en mi silueta más de lo que
esta merecía y se comprometió:
-
Seguiré
más de cerca los progresos de mi hija en su asignatura y volveré para ver cómo
responde en conducta.
Eso fue todo. La chica –llamémosla Clara- mejoró razonablemente su
comportamiento y yo no tuve que esperar mucho a recibir la petición de
audiencia por parte de su famoso padre. El día fijado aparqué mi
habitual ropaje informal y reduje al máximo permisible el grosor y la holgura
de las telas. ¡Qué caramba! No se recibe todos los días la visita de un
literato famoso a mitad del camino de mi vida, como habría
definido el momento el inmortal florentino. Por lo demás, era dudoso que yo me
encontrase perdida, ni creo mereciese el liceo “Bernardo del Carpio” la
consideración de selva oscura y terrorífica [1]–cuando
menos, en aquel entonces-.
Aquella segunda entrevista tuvo un desarrollo muy distinto al de la
precedente. Ignoro lo que a ello contribuyese mi indumentaria, un poco
provocativa para lo que era costumbre en tan severo recinto. En cambio, él
vestía de modo casi deportivo, exhalando frescor y fuerza por cada uno de sus
poros. Como si de nuestro primer encuentro se tratase, ambos olvidamos las manidas
tácticas entre colegas y nos reconocimos como buenos lectores recíprocos, con
su parte alícuota de alabanza por nuestra obra. Creo recordar que, aunque la
charla fue larga, Clarita ocupó pequeña parte de ella. Al decir de su padre, mi maestría, con un leve toque por su parte,
le había dado la vuelta a la chiquilla como a un calcetín. Símil bastante
mediocre para un poeta, ahora que lo pienso.
Como ustedes supondrán, el segundo encuentro enlazó con un tercero,
lejos esta vez de la sala de visitas del liceo. Al hilo de las cosas que convenía supiese de su hija,
me hizo una sinopsis de su vida de familia, indudablemente sesgada, para
destacar las desavenencias conyugales y la trascendencia que ellas estaban
teniendo en su trabajo intelectual. Algo debió hacerme reflexionar su orgullosa
matización de que hablaba de dificultades
logísticas, que no de inspiración, la cual se mantenía incólume. ¿Qué
quieren? ¿Podrá pedirse reflexión y perspicacia a quien, como yo, había pasado
años atrás por una ruptura tremendamente conflictiva? ¿Cómo mantener la cabeza
fría, cuando un hombre encantador te toma de la mano y te eleva hasta su Olimpo,
para hacerte las más sinceras confidencias?
Y así llegamos a un punto, que me cuesta trabajo trasladar al papel, y no porque sea una mojigata, que más de una
vez he tenido que recibir críticas por lo contrario. Es, más bien, indignación
conmigo misma, al haber caído en la celada contra la que tantas veces antes me precaví. Aludo a la actitud de dejarse querer, de cerrar los ojos a lo
evidente y creer en las palabras, haciendo abstracción de su contexto.
¿Entienden lo que quiero decir? Pues eso. Entre su imponente suficiencia, su
atractivo poético y varonil y los cantos de sirena de la soledad presente y la
felicidad futura, acabé en sus brazos como una colegiala, que apura la vida de
un trago, víctima de la ansiedad y la embriaguez, sin preocuparle en el fondo
otra cosa que lo que siente en el momento.
Me he referido a sus brazos.
¡Y qué brazos! No me duelen prendas al reconocer que el poeta era un amante experto
y generoso. Bueno, la verdad es que yo tenía muy pocos puntos de comparación,
por así decir. Con él viví la plenitud del amor, hasta extremos que tenían muy
poco que ver con la tranquilidad de espíritu ni con mi experiencia anterior. No
me cabe duda –porque aún lo siento muy dentro- que esa fue la gota maravillosa
que hizo rebosar el vaso de mi felicidad y entrega. Es verdad que parecíamos
almas gemelas, por dedicación literaria y comunes amistades y aficiones.
También lo es que tenía la sensación de que la vida me estaba dando por fin
cuanto merecía, después de ser tan avara conmigo en cariño, cuanto pródiga en
decepciones. Todo eso, sin embargo, significaba poco o nada. Eran los momentos
de alcoba, la dación total y placentera lo que contaba. Tan es así que, si
hubiera sabido entonces el desenlace, me habría comportado lo mismo. Todavía
hoy doy por bueno lo acaecido, aunque mi afirmación resulte incongruente con el
ajuste de cuentas que suponen estas
páginas. Las releo y noto que he incurrido en un defecto imperdonable para una
escritora con oficio: casi les he contado el final de la historia, cuando están
a mitad de ella. Es obvio que, si tanto lo hubiese llegado a despreciar, si
hasta tal punto lamentase haberlo conocido y amado, tendría la frialdad de
guardar para el final el factor sorpresa, tan necesario para embelesar a los
lectores.
2. Lo que la vida enseña
Me he preguntado muchas veces por
la primera señal de alarma, obviamente desoída por mi corazón en deliquio. Doy
por cierto que fue el desdén que Carlos empezó a manifestar por mis nuevos
trabajos literarios, lo cual despertó en mí el recuerdo del ahora llamado maltrato psicológico, que asfixió mi
matrimonio. No le di suficiente importancia, entendiendo que no era sino
envanecimiento varonil por su éxito social, unido a un superficial encono hacia
la mujer que había roto sus esquemas y colocado al borde de la ruptura
familiar. A fin de cuentas, lo que realmente valía –pensaba yo- era lo que él
me daba, no su crítica profesional, la cual siempre he tenido en poco, venga de
quien viniere.
Algunas imágenes de este tiempo de plenitud han quedado grabadas a fuego
en mi memoria. La solidez de nuestro amor tenía reflejo en aquellas reuniones
de escritores, a las que acudíamos juntos, sin rebozo alguno; o en las fiestas de tiros largos, donde lucíamos nuestra
maestría como bailarines y él brillaba, apolíneo y chispeante. Era entonces
cuando me llegaba, reflejada en el espejo de otras gentes, su imagen superior y
envidiada, apurando mi vanidad de mujer.
No parecía importarnos el formalizar socialmente nuestras relaciones. No
obstante, fue para mí fue muy emocionante que Carlos sugiriese acompañarme en
el anual viaje a mis raíces, como he
llamado siempre al tradicional retorno a mis padres y a la tierra en que nací.
Viajar con él, presentarle a mis seres queridos, visitar los lugares en que
transcurrió mi infancia y mi juventud, tuvo aquel año mucho de periplo
iniciático. Personas y ámbitos adquirían nuevos significado y apariencia, al mostrárselos
a mi amado. Al tiempo, aquel ritual rejuvenecía mi alma y purificaba mi corazón,
como una novia virginal que se muestra ante el mundo, diciéndole sin voz: Heme aquí; soy yo; hasta hoy, insignificante
e indiferenciada pero, desde ahora, transfigurada por la felicidad de mi amor.
Los dioses primero encumbran a quienes quieren destruir. Al regreso de
tan mágico viaje, empecé a sentir ciertos desarreglos menstruales, que decidí
consultar clínicamente. El diagnóstico fue la tremenda palabra de las seis
letras, que augura los peores presagios. Todos conocemos el tratamiento:
cirugía, ulterior terapia destructiva y –si ha lugar- severo control posterior.
Carlos fue la primera persona a quien revelé la ominosa noticia. Como es lógico,
atónito y alterado, pidió un tiempo para digerir la nueva y actuar en
consonancia. La operación, no obstante, había de ser inmediata, hasta el punto
de que resolví no avisar a nadie de mi familia que viviese lejos de Buenos
Aires. Mi amante tardó varios días en reaparecer y, cuando lo hizo, fue para
formularme una absurda pregunta:
-
¿Qué
pronóstico tiene el caso, si la cirugía cumple su cometido?
-
Pues
te puedes figurar. Radioterapia, quimio
y rezar para que no haya ya metástasis, o se produzcan recidivas.
-
¿Y
así, por cuanto tiempo?
-
Los
cinco años de rigor…, por lo menos.
Si alguna vez el cáncer ha servido de alivio para alguien, lo fue
entonces para mí. No era el momento, ni tenía ganas, de preocuparme por otra
cosa que sumergirme en los preparativos de la operación, desde los puramente
médicos, a los legales y familiares. Por eso recuerdo, con tanta frialdad como
desgarro, la sinopsis de su vergonzosa despedida, en la cafetería del hospital.
Más o menos, esto:
-
Juana,
es posible que yo sea más débil de lo que nos figurábamos. En todo caso, no
tomes lo que voy a decirte por insensibilidad o falta de cariño. Yo puedo
asumir una mortal incertidumbre por un tiempo. Tal vez pueda superar las
limitaciones permanentes que habrás de tener como mujer en el futuro. Pero no
me considero preparado para soportar años y años de convivencia con una
situación de interinidad y desasosiego, temblando ante los chequeos y
suspirando por que cada año que pasemos juntos no sea el último.
-
En
fin, Carlos, que no estás preparado para que mi enfermedad agüe tu fiesta.
-
Comprendo
tu rudeza, pero trata también tú de aceptar mi punto de vista. Siempre hemos
sido sinceros y no puedo ofrecerte la seguridad de algo que me considero inepto
para intentar y cumplir.
-
Bien,
siendo así, no sé si tenemos más que decirnos, ni si harás por volverme a ver.
-
¡Qué
severa eres! No voy a negar que lo que está pasando me impulsa a replantear la
relación con mi familia pero, por encima de todo, está lo nuestro. Estaré informado en todo momento, te visitaré –por
supuesto- y, si necesitas algo…
-
Gracias,
Carlos. Afortunadamente, concerté hace un par de años un buen seguro, que
cubrirá todo. Bueno, casi todo.
Bien, vale como resumen, dialogado incluso. Y no hace falta que les
confirme que el poeta del amor y del sexo no pisó por el sanatorio. En aras de
la objetividad, reconozco que me llamó un par de veces por teléfono. Y luego…,
Buenos Aires es muy grande y mi corazón se ha vuelto muy duro. Con eso, está
todo dicho.
¡Ah, claro, tienen razón! Y les agradezco su interés. Aunque limitada permanentemente como mujer,
creo que sobreviviré al cáncer de útero. De hecho, estoy escribiendo
malévolamente estas líneas, ocho años después de que se me detectara. Por otra
parte, su inquietud por mí no tiene, bien mirado, mucho fundamento. La vida es
una guerra que siempre se pierde, por más victorias parciales que se logren.
Tal vez con el amor suceda lo mismo.
3. Epílogo
Hasta aquí, las páginas que su autora me hizo llegar, meses ha, al cuaderno de bitácora, con un mensaje
que, debidamente alterado en sus datos personales, decía así:
Estimado Federico: La alusión al
gran Borges en el título de su blog
movióme a acceder a este y leer, con interés y respeto, algunas de sus
historias. Constato similitudes en las protagonistas de algunas de ellas
conmigo misma. He aconsejado a algunos de mis amigos y colegas su lectura, con
resultado vario, todo hay que decirlo. En fin, las bases están puestas para
rogarle que inserte en su cuaderno informático el relato que adjunto, el cual
nadie se ha atrevido a publicar en la Argentina, por temor a la reacción,
incluso judicial, del pomposo e influyente Carlos, baqueteado en la historia con verdad y con desprecio. Si decide
aceptar mi proposición, habrá rendido, por tanto, un servicio a la libertad de
expresión y a esta su lectora amiga, que lo saluda muy afectuosamente, Juana Aires.
P.S. Como no me mueve mi honor como
escritora, sino el esclarecimiento de la verdad sobre un grajo soberbio[2],
le ruego presente el relato como suyo. De ese modo, no resaltará entre los
demás hermanos de ubicación y sentimientos.
Así estaba dispuesto a hacerlo, hasta reflexionar sobre lo contagiosa
que es la enfermedad del grajo. De
modo que cumplo con el jurídico principio de dar a cada uno lo suyo. Espero que
doña Juana no tome a mal este prurito de legista.
[1] Este
párrafo contiene obvias y conocidas alusiones a los primeros versos de la Divina
Comedia. Pido perdón a los lectores por tan elevada referencia.
[2] Obvia alusión a la fábula clásica Graculus superbus et pavo, en la que, a
fin de parecer más hermoso, el grajo se adorna con plumas de pavo real, como si
le fuesen propias.