Adrián y las flores
Por Federico Bello
Landrove
Bien podría haber titulado este cuento El lenguaje de las flores, pero no quiero recordar tan vergonzantemente
a mi tocayo García Lorca. El caso es exponer, como en una parábola, la actitud
de mi amigo Adrián ante las flores y ante la vida. Y ustedes perdonen la
sobreabundancia de nombres de plantas: ¡son tan hermosos!
Adrián Palazuelo
entraba y salía una y otra vez de las varias habitaciones de su casa. Revoloteaba
por entre los muebles, acariciaba tapicerías, alisaba paños, borraba con los
dedos la menor huella de polvo de rincones y cornisas. Pero, por encima de
todo, echaba el ojo, escrutador y complacido, a las huellas de vida y de color,
que su mejor voluntad y sentido artístico había colocado en repisas y
maceteros, o posado sobre búcaros y mesillas. Al fin, entre cansado y satisfecho,
se sentó en un sillón de la sala y pensó.
Ante él estaba la
obra de su vida, el destino de sus ahorros, el ambiente que habría de acogerlo
hasta que Dios tuviese a bien llamarlo a su seno. No era nada probable que
aquel trabajo, pleno y bien diseñado, hubiera de sufrir nuevas reformas ni
retoques. ¡Vade retro!, volver a
pelear con obreros, discutir con familiares, rebatir a decoradores. Cerró los
ojos y, en la pantalla del envés de sus párpados, se proyectó la imagen de
Norma, la locuaz y vistosa dueña de la floristería Ikebana, a quien había tenido la ocurrencia de encargar el ornato
vegetal de la casa, por consejo de un vecino de su confianza.
Y no es que Adrián
fuese un novato en eso de poner una
planta en su vida. Muy al contrario, siempre había creído en la importancia
suprema de su belleza, como forma de potenciar la recóndita infraestructura de
una vivienda y la elegancia del mobiliario. Precisamente, tal experiencia le
había dotado de un sexto sentido en cuanto a lo que iba o no iba con sus
posibilidades y, sobre todo, con su tranquilidad. Sucesivos ensayos y mudanzas
le pusieron sobre aviso de su antagonismo con las especies más delicadas, aquellas
que esparcían y regalaban vida a través del aroma y el color de sus flores.
Invariablemente, la crisis y la muerte hacían presa en aquellos adorables seres
vivos. El florista siempre encontraba algún motivo: mucho sol; excesiva agua;
falta de abono o de mullido en la tierra; temperatura baja en exceso. Adrián
movía la cabeza, entre escéptico y negativo. Uno le salió por peteneras:
-
Será
que no les habla. ¿Les pone música de vez en cuando? La de Vivaldi va de
maravilla.
Adrián respetaba
las plantas, como fuente de alegría y de aire puro. Reconocía sus derechos,
como seres vivos verdaderamente superiores. No tenía empacho en reconocerles
una vida privada [1].
A lo que no estaba dispuesto era a organizar su vida propia alrededor de una
fucsia, ni a dedicar su voz ni su tiempo a las hortensias. Así que, tras honda
y pretérita deliberación –muy anterior a las calendas de nuestra historia-,
había fijado una regla práctica de inexorable cumplimiento:
-
Nada
de plantas de exterior, ni interiores con flores. Hojas y más hojas, de todas
formas y matices. Para el color, lo artificial. Y, si tuviese mucha nostalgia
de los pétalos, unas flores secas podrían calmármela.
***
Norma, la gentil florista, puso el grito
en el cielo, pese a no conocerlo o, tal vez, porque no lo conocía:
-
¡Hombre
de Dios! Toda una casa florida, pero sin flores. ¿En qué cabeza cabe?
-
En
la mía –replicó Adrián, hosco-. Y no va a cambiarme la opinión por nada.
-
Hay
plantas para todos los ambientes, resistentes a todo, insistió la profesional.
No tiene más que pedir… Le aseguro el éxito, o me la como literalmente.
Adrián, aburrido, salió por la tangente:
-
Vamos
a ver algunas cosas sencillitas y
desdolidas [2]
entre las plantas de hoja.
Y, como experto con ideas propias, fue
señalando plumas y cintas, potus y
helechos, esparragueras y yedras, ficus
y cactos. Norma lo seguía, tomaba nota y, de vez en cuando, dejaba caer algún
consejo:
-
Mire
qué maranta tan contrastada.
-
Ni
hablar. Emiten efluvios venenosos.
-
No
me dirá, que esta bromelia…
-
Quiá.
En el trópico, tal vez, pero aquí se cargan de humedad en el cogollo y se
pudren.
-
¿Y
este anturio? La espata, pese a su color, no deja de parecerse a una hoja…
Adrián explotó:
-
No
ignoro que la espata es una bráctea y que estas son hojas modificadas. Ahora,
si le parece, dejemos la lección de Botánica y sigamos con la selección.
Ni que decir tiene que la voluntariosa
discípula de Flora no volvió a abrir la boca, hasta el momento de concretar
precios y suministro. Ya más calmado y sin ápice de su anterior severidad,
Adrián pasó a la zona de las plantas artificiales, donde seleccionó dos centros
de flores secas y el más lucido y polícromo conjunto de rosas, azaleas,
margaritas, orquídeas, lirios y tulipanes que ocurrírsele pudo. Mentalmente,
los iba ubicando en las dependencias y muebles de la casa, sin dejar jarrón,
repisa o estante libre de su carga multicolor. Por fin, relajó su ansia
compradora y sonrió a la estupefacta Norma, que maldito si sabía qué pintaba su
talento de diseñadora ante aquel Juan
Palomo de tan mal genio.
-
¿Qué
me aconsejaría para poner en la mesilla de noche? Pienso decorarla con unas
velitas y…
-
Deje
que me ocupe –repuso la diplomada en decoración floral, al fin correspondida en
su autoestima-. Será una sorpresa… y mi regalo para su casa, que espero
disfrute muchísimos años.
Adrián, repanchigado en el sillón, contuvo
la risa. Norma le hizo llegar por un propio un espécimen crecidito de
atrapamoscas, como obsequio de inauguración. El donatario no se ofendió, pero
optó por regalarla, a su vez, a Samuel, el hijo pequeño de su vecino Paco. No
era cosa, en efecto, de seguir cada noche el consejo que Norma había plasmado
en la tarjeta de dedicación:
No
deje de dar la luz cada vez que eche la mano hacia la mesita.
***
Y, antes de quedarse traspuesto, Adrián
pensó complacido que la casa, su ajuar y la decoración floral elegida
respondían a su personalidad, prolongaban su experiencia personal y se
ajustaban a sus deseos. La imagen de Norma fue difuminándose en la sombría
pantalla de sus párpados, a hacer compañía a otras Normas del pasado, que ya poblaban los anaqueles del polvoriento
armario de sus sueños.
[1] Con toda probabilidad, nuestro protagonista
era asiduo lector de un libro absolutamente recomendable: La vida privada de las plantas, de David Attenborough, publicado en
España por edit. Planeta. La primera edición data de 1995.
[2] Ya es hora de que la Real Academia acoja este
hermoso y diáfano adjetivo, de uso habitual en tierras de Salamanca, con el sentido
de necesitado de escaso cuidado para medrar.
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