Lealtad y cariño
Por Federico Bello
Landrove
¿Hasta dónde pueden llegar la lealtad y el
cariño que una mujer siente hacia un hombre, o viceversa? ¿Hasta anonadarse o
dejarse fagocitar? El caso de María de la O Lejárraga (1874-1974) y su esposo,
Gregorio Martínez Sierra (1881-1947) es arquetípico a este respecto. Pero no es
único, ni mucho menos. Dejemos que nos guíe por esta vía la propia María
Martínez Sierra, sin apenas dejar
resquicio a la imaginación.
El famoso
columnista de ABC ha concluido la
entrevista. El salón, insensiblemente, ha quedado en la penumbra del atardecer.
María se da cuenta y formula una disculpa:
-
¡Las
siete! ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Pero si ni le he dado la luz! Habrá tomado usted
sus notas prácticamente a ciegas.
-
No
se preocupe, doña María. Todo lo que hemos hablado ha quedado bien transcrito
y, donde no, para eso está mi buena memoria de periodista.
-
Claro.
Seguro que están ustedes obligados a ejercerla a un nivel muy alto, aun a riesgo
de que los entrevistados renieguen de lo pongan en su boca al verterlo al
papel.
-
¡Desde
luego! ¡Menudas broncas e inquinas nos ganamos, a costa de los titulares
escandalosos y los presuntos equívocos! Pero algo me dice que, en su caso, ni
serían esos los modales, ni tendrá de qué quejarse.
-
Eso
espero… Pero esta anocheciendo. ¿Quiere tomar conmigo el café de la tarde?
Sin esperar la
respuesta de Augusto Olmedilla[1], la señora de la casa
pulsa el timbre y, a los pocos momentos, aparece la sirvienta con el servicio
de costumbre. Doña María la corrige:
-
Emilia,
trae otra taza para el señor.
El señor tiene en la cabeza una segunda
parte de la entrevista, aún no formulada, que le ronda desde que se la
encargaron, pero que no ha hecho explícita por temor a ser despedido sin
respuestas. La cortesía de la anfitriona le da tiempo y ambiente propicio para
formularla, pero ha de entrar con cuidado, perifrásticamente:
-
Usted,
que ha sido maestra, comprenderá el valor de la fidelidad y respeto a quienes
nos enseñaron la profesión. En mi caso, debo mucho a un periodista de raza,
aunque no muy bienquisto, don José María Carretero [2].
-
Un
notable columnista, aunque un tanto osado. En nuestro caso, se portó muy
injustamente con mi marido, al que en cierto modo hasta ridiculizó.
-
Perdón,
no sabía…
-
¡Claro,
pasó hace muchos años! Supongo que estará usted al corriente del rumor. Hoy es
moneda corriente en los mentideros madrileños.
-
Madrileños
y de medio mundo. Son ustedes famosísimos. Y ahora, con las películas…
María se siente halagada por la cortesía
de Olmedilla, quien no la atosiga con el tema, ni mucho menos le formula la
consabida pregunta: ¿es verdad que…?
En pago de la gentileza –y para evitar que la misma se convierta en malsana
curiosidad-, decide tomar la iniciativa y descolocar
al discípulo supuesto de El caballero
audaz.
-
En
último extremo, don Augusto, ¿qué importancia tendría que el bulo resultara
total o parcialmente cierto? En cualquier casa de este país, hay decenas de
mujeres que, por lealtad y cariño,
entregan lo mejor de ellas, y hasta su vida, en bien de los maridos y de sus
hijos. ¿No lo cree así?
-
Sin
duda, doña María. Mas no me parece lo mismo entregar la comida cocinada o la
ropa limpia, que las más luminosas obras del ingenio humano, las creaciones
literarias. Y, por otra parte, no adivino en su caso, de ser cierto, la
reciprocidad que aprecio en las relaciones familiares.
-
¡Reciprocidad…!
Querido amigo, permita que ilustre tan hermosa palabra con un ejemplo de esta
misma casa. Naturalmente, cuento con su absoluta discreción, pues afecta a una
empleada mía.
-
Tiene
usted mi palabra.
Doña María vuelve a pulsar el timbre.
Reaparece Emilia y su señora sonríe enigmáticamente:
-
Anda,
trae un servicio más, que tenemos otra persona a merendar.
La criada cumple rápidamente con lo
ordenado. María la deja boquiabierta:
-
Siéntate
con nosotros y sírvete, que quiero que estés presente, mientras refiero a este
señor lo más reciente de tu historia.
-
¡Pero,
señora!
-
No
te inquietes. Nada de ello aparecerá en el periódico. Es solo que quiero
ponerte como ejemplo de lo mejor de que es capaz una mujer.
Emilia enrojece y mira fijamente la
alfombra. Ni siquiera se sirve. Augusto, atento a ello, cumple el rito:
-
¿Cuántos
terrones?
María sonríe y da comienzo al relato.
***
Conocerá usted sin duda a mi amiga,
Encarnación Aragoneses[3]. Por medio de ella, conocí
a Emilia, que se ha convertido en mi sirvienta de toda confianza, tras mi
regreso de Cagnes-sur-Mer. Su dedicación a mí es total, solo que con una
condición: he de dejar que pernocte en su casa de la Ciudad Lineal. ¿Sabe usted
por qué? Claro, es una pregunta retórica, que yo misma he de contestar. Porque
Emilia tiene tres hijos aún muy niños, que necesitan sentir la presencia de su
madre, al menos, al acostarse y, por la mañana, cuando afrontan el nuevo día y
salen hacia el colegio. Pero aún hay más. Tiene con ellos a su suegra,
prácticamente impedida, que hace las veces de madre cuando Emilia está en mi
casa pero que, a su vez, precisa de esta para su aseo, vestido y preparación de
las comidas. Y ¿sabe usted qué fue del marido de Emilia?
-
Probablemente
haya fallecido, aventuró Olmedilla.
No tal –prosiguió María-. El caballero vivió a costa de ella, sin
cuidarse del bien de la familia, ni de la fidelidad conyugal, hasta el momento
en que el esposo de mi amiga Encarnación intervino manu militari y le puso en la tesitura de, o trabajar y llevar una
vida discreta, o alejarse de Emilia. El conminado optó por independizarse…,
hasta cierto punto. Yo bien sé que su mujer le asiste económicamente y le paga
el tabuco en el que vive, por la Ribera de Curtidores. Así que ya ve usted en
que queda, para Emilia y para tantas otras, su famosa reciprocidad.
La historia concluye, pero el periodista
no se atreve a romper el silencio ni a despedirse, pese a lo avanzado de la
hora. Es María quien reacciona:
-
Anda,
hija, vete calentando la cena, que se te está haciendo tarde. Ya quitaré yo el
servicio de café.
Emilia se ausenta y su señora se levanta.
Augusto lo interpreta como un preámbulo de despedida y la imita, pero María lo
detiene:
-
Un
momento, todavía. Quiero enseñarle algo.
Desaparece pasillo adelante, para retornar
en un par de minutos con un documento de apenas cuatro líneas, con tres firmas
al pie. Lo pone en manos de Olmedilla. Este lee la letra clara del texto:
Declaro
para todos los efectos legales que todas mis obras están escritas en
colaboración con mi mujer, Dª María de la O Lejárraga y García. Y para que
conste firmo esta en Madrid a catorce de abril de mil novecientos treinta. G.
Martínez Sierra.
Testigo, Eusebio de Gorbea. Testigo,
Enrique Ucelay.
Sorprendido, nuestro lector levanta la
vista del papel y fija los ojos en María. Esta sonríe con sorna:
-
No
es una declaración de autoría, sino un mero formulismo para que pueda reclamar
los derechos de autor en su ausencia. Vamos, algo así como un poder informal
para ante la Sociedad de Autores.
-
Algo
es algo, doña María. Al menos, su marido ha cumplido a su modo con la
reciprocidad.
La pareja se despide. Ya en la calle,
Augusto Olmedilla musita:
-
¡Vaya
encarguito! Lo que puedo contar carece de interés y lo interesante me está
vedado publicarlo.
Suspira. La brisa de la noche le trae los
ecos de la voz de don Torcuato[4]: Las noticias las hacen grandes los buenos periodistas. ¿Lo era él?
***
María ha despedido a su secretaria y a
Emilia. Se ha quedado sola. Sumergida en los expedientes del Patronato de Protección a la Mujer [5],
ha dejado enfriar la sopa, apenas probada. La tortilla francesa le servirá de
desayuno mañana. La carátula del expediente que tiene entre manos reza: Amelia Resines Polanco. Hojea los
documentos interiores. Lo de siempre: juventud, desarraigo, familias rotas,
trabajos dudosos. Algo llama su atención. No diré que sea lo de siempre, pero sí lo que
dicen todas, o muchas. El dinero del pecado
vuela a los padres que dejó en el pueblo, al rufián que le tiene sorbido el
seso, al hijo que medio esconde para que no acabe en la inclusa. La vida imita
al arte. El drama vive en los escenarios; también en las zahúrdas. María
levanta los ojos, como si buscara a ese periodista que ha estado con ella hace
un rato, tan pinturero, tan respetuoso. ¡Qué ganas le dan de rematar con el verduguillo
de la prostitución su cantinela de la reciprocidad, de la peculiaridad de su
servidumbre literaria a Gregorio! Pero no, ¿para qué? No busquemos en los
burdeles, ni en las calles de mala nota. Allá donde lata un corazón amoroso,
anidará la entrega desinteresada, la ayuda anónima, la fusión en el amado. ¿Es
ello bueno o malo, justo o injusto, deseable u odioso?
Simplemente, ES.
[1] En realidad, Augusto Martínez Olmedilla,
periodista de ABC que, en 1931,
entrevistó a María Lejárraga para la sección “Un día de…” Aparte de las consabidas páginas de Internet, recibo
los datos para este relato de la biografía de Antonina Rodrigo, María Lejárraga, una mujer en la sombra,
ediciones VOSA, Madrid, 1994.
[2] Periodista y escritor que hizo famoso el
seudónimo de El caballero audaz. Hacia
1915, fue de los primeros en detectar que María Lejárraga hacía de negra de su marido, Gregorio Martínez
Sierra. Sobre ello llegó a escribir una novela, titulado Mi marido soy yo (Memorias de Helia Torres), cuya edición más
conocida data de 1945.
[3] Encarnación Aragoneses
Urquijo, más conocida por el seudónimo de Elena
Fortún, adquirió fama general e imperecedera con la serie de relatos de la
niña Celia, conocidos y apreciados
por dos generaciones -al menos- de hispanohablantes. Estaba casada con el
militar Eusebio de Gorbea, amigo personal de Gregorio Martínez Sierra.
[4] Torcuato Luca de Tena y Álvarez-Ossorio
(1861-1929), fundador del diario ABC,
amigo del matrimonio Martínez Sierra. En las fechas en que está ambientado este
relato (segunda mitad de 1931) había, pues, fallecido.
[5] Contra lo que tantas veces se ha afirmado,
este Patronato (sucesor del Patronato Real para la represión de la trata de
blancas, fundado en 1904) no fue creado por el Franquismo, sino por la
II República (11-9-1931), siendo María Lejárraga su primera presidenta
–provisional- y, posteriormente, vocal. Lo que sí realizó el Franquismo fue una
ampliación de las funciones de la Institución, que desapareció en 1978.
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