jueves, 20 de febrero de 2025

"LA REGENTA" Y "PEQUEÑECES". UN ENSAYO COMPARATIVO

 


La Regenta y Pequeñeces. Un ensayo comparativo

Por Federico Bello Landrove

 





Sumario por capítulos

1.Presentación de este ensayo.- 2. Dos autores talludos, primerizos y marcados.- 3. Aparición de ambas novelas: momento, forma y algunos pormenores. 4. El escándalo.- 5. Algunas causas del escándalo provocado por ambas novelas.- 6. Unos escándalos con múltiples consecuencias: Contribución al éxito.- 7. Aspectos negativos de los escándalos para las obras y sus autores.- 8. “La Regenta”, “Pequeñeces” y el futuro de sus autores.- 9. Temas escabrosos en ambas novelas.- 10. “La Regenta” y “Pequeñeces”, ¿novelas de clave?.- 11. “La Regenta” y “Pequeñeces”: sátira, tesis adoctrinamiento.- 12. El “naturalismo” de “La Regenta” y de “Pequeñeces”.- 13.- Parecidos, parentescos, influencias… 14. Dos novelas “de adulterio”.- 15. Algo acerca de la ideología política de Leopoldo Alas y Luis Coloma.- 16. El papel restrictivo de la Iglesia y de la Compañía de Jesús.- 17. Los ambientes: Vetusta, Madrid y lo rural.- 18. Unos personajes poco amables al lector, por su debilidad o su maldad.- 19. Incidencia del tema de la maternidad, existente o frustrada.- 20. Belleza, carácter y destino de las protagonistas.- 21. Opinión de “Clarín” sobre “Pequeñeces”.- 22. La masonería en “Pequeñeces”.- 23. Dos duelos similares y penalmente impunes.

 

1.      Presentación de este ensayo

 

     Con el breve intervalo de unos seis años (1885-1891) aparecieron en las librerías de España dos extensas novelas, llamadas a tener un recorrido largo y brillante. La primera en publicarse llevaba por título La Regenta y su autor era Leopoldo Alas, Clarín[1], a la sazón conocido mayormente como periodista y crítico literario, aunque su profesión y ocupación principal era la de catedrático universitario[2], que desempeñaba su magisterio en la cátedra de Derecho Romano de la facultad de Derecho de la universidad ovetense[3]. Y la segunda de tales novelas en imprimirse llevaba por título Pequeñeces, siendo su autor el sacerdote jesuita, Luis Coloma Roldán, que ya tenía a sus espaldas una amplia labor como periodista, autor de relatos breves y docente en colegios de la Compañía de Jesús[4].

     Consecuencia del parecido que hacían presagiar el contenido y tono de ambas novelas, así como ciertos rasgos de la personalidad de sus autores, La Regenta y Pequeñeces provocaron sendos escándalos en la sociedad y en los medios de comunicación de su tiempo, que constituyen otro punto de encuentro entre ambas obras. Al alboroto, como suele ser habitual, le acompañó la fama popular de los autores y el éxito de ventas, muy superior este para la novela de Coloma que para de la de Alas. Pero aquí acabaron -o parecieron terminar- las vidas paralelas de las dos narraciones pues, mientras La Regenta emprendía, con todos los obstáculos y retrasos que se quiera, la vía de la inmortalidad, hasta considerarla una de las mejores novelas en español de todos los tiempos[5], Pequeñeces -con alguna resurrección ocasional- pasaba de la gloria al olvido en dos o tres generaciones. Si con ello se ha hecho justicia artística plena en uno y otro caso, es cuestión que queda fuera de mi competencia y, por tanto, de lo que explícitamente se abordará en el presente ensayo.

     Acabo de definir este empeño mío como ensayo, lo que, aun sin excluir el compromiso de bien hacer, limita el alcance y la extensión de la tarea. Con todo, el título dado a sus diversos capítulos pone de manifiesto que no serán pocos los temas a abordar, con el expreso intento de tocar buena parte de los puntos de encuentro o de diferencia entre las dos novelas comentadas. Pero conozco bien los límites de mis conocimientos y sé que mis indagaciones han de quedar en el terreno del contenido argumental de las obras examinadas, así como en el de la historia y la biografía pertinentes. Por tanto, procuraré excluir toda referencia de mi cosecha a su crítica formal y valoración literaria -aunque sea al nivel de mera opinión personal-, con el objeto de no rebasar con rotunda notoriedad los límites de mis modestas capacidades.

 

 

2.      Dos autores talludos, primerizos y marcados


     Si tenemos en cuenta la fecha de publicación de ambas novelas y la perspectiva de aquella época acerca de la edad[6], convendremos en que, tanto Alas, como Coloma, merecían el epíteto de talludos, es decir, personas que están dejando de ser jóvenes[7]. Las fechas de real aparición de las dos partes de La Regenta fueron enero y junio o julio de 1885, siendo así que Clarín había nacido en abril de 1852, por lo que tenía al aparecer el segundo volumen 33 años de edad[8]. Por su parte, la efectiva aparición de los dos tomos o volúmenes de Pequeñeces tuvo lugar en febrero de 1891, cuando Coloma había cumplido  40 años, como nacido en enero de 1851[9].

     La edad de ambos escritores fue, tal vez, lo que les permitió comenzar su corta carrera como novelistas en unas circunstancias que alguien, con dudosa discriminación, ha valorado como diferentes de la mayoría de sus colegas, quienes ya eran a sus años verdaderos profesionales de la ficción literaria extensa. No sé si lo que se ha querido decir con ello es que Alas y Coloma tenían un trabajo y un modus vivendi al margen de sus tareas como escritores[10], por más que ambos vinieran dedicándose también al periodismo -mucho más Clarín- y tuviesen tras de sí una amplia ejecutoria como cuentistas.

      Quedemos, pues, en que La Regenta y Pequeñeces tenían en común el ser primeras novelas de autores de edad algo avanzada para ser padres primerizos de esas sus criaturas literarias. No me cabe duda de que su adultez[11] les facilitó alcanzar el éxito en su primer intento de novelar, aunque la bisoñez podría jugarles alguna mala pasada, o aminorar la calidad y fluidez de su narrativa. Ello es particularmente cierto en el caso de Coloma que, acercándose por vez primera al empeño de escribir una novela, consta que trató de prepararse específicamente y a conciencia[12]: no solo documentándose acerca de personajes y hechos históricos, sino sobre la técnica novelística -que desconocía-, empleando para ello -lógica es su opción, aunque no muy patriótica- obras de autores franceses, de Dumas padre a Zola[13]. No consta -creo- que se detuviera en La Regenta.

     Con todo, para destacar un punto relevante de parecido entre Alas y Coloma en el momento de aparecer sus primeras novelas, sugiero el de que ambos estaban marcados de antemano, como víctimas vulnerables del prejuicio y la crítica hacia sus obras, en consideración a las personas de los autores. Allá por 1885, Clarín era un periodista y crítico literario bien conocido en toda España por su pluma satírica, ácida y severa, que ya había dejado a numerosos políticos y literatos ansiosos de tomarse venganza o, al menos, cumplida réplica de sus sarcasmos y diatribas[14]. Era, pues, de esperar que la recepción de La Regenta tuviese todos los matices de la reprobación, estuviese justificada o no: desde el rechazo provocado de antemano, hasta la crítica superficial o el silencio deliberado, caso de que la obra -como, en efecto, sucedió- fuese de una calidad fuera de toda duda. Ya veremos en ulteriores capítulos de este ensayo[15] que eso es lo que efectivamente sucedió.

      En el caso del Padre Coloma, a la altura de 1891, su personalidad no concitaba especiales motivos de crítica, en lo que a su labor periodística anterior se refiere. Por el contrario, su condición sacerdotal y jesuítica habría de provocar recelos y enojos en cuanto su Pequeñeces reflejase una reflexión crítica o satírica acerca de la sociedad y la política del momento. Y ello era inevitable, no solo por el motivo clerical -aducido, entre otros muchos, por Pardo-Bazán[16]-, sino por la conocida postura integrista de Coloma y de los jesuitas en su conjunto, frente a la triunfante Restauración y a su tan incipiente como adulterado liberalismo[17]. Por todo ello, Coloma hubo de sufrir, hasta cierto punto como Clarín, esa orquestada reacción de valoración prejuiciosa, crítica superficial y silencio deliberado, que procuraré detallar un poco en el decurso de este trabajo[18].

     Antes de cerrar este capítulo, me permito formular la siguiente pregunta: ¿Es que a La Regenta clariniana no le pasó factura -como a Pequeñeces- la ideología y adscripción políticas de su autor, que podríamos calificar de republicanas[19]? En buena lógica, la respuesta tendría que ser afirmativa, pero con un importante matiz, respecto de lo que le ocurrió a Coloma: El de que el argumento y el enfoque axiológico de la novela de Alas se prestaban mucho menos a relacionarlos con sus conocidas ideas políticas, de lo que, por el contrario, acaecía con Pequeñeces, centrada en la crítica de la aristocracia madrileña y del régimen político al que sostenía. Pues no nos engañemos: Como agudamente señaló la condesa de Pardo-Bazán, “la prevaricación esencial de la aristocracia no consiste, para Coloma, en infracciones del Decálogo, sino en la aceptación de la legalidad vigente de la Restauración”[20].



Leopoldo Alas, Clarín

 

 

3.      Aparición de ambas novelas: momento, forma y algunos pormenores

 

     Puede parecer una cuestión menor la del momento en que aparecieron en las librerías las dos novelas de las que tratamos: 1885, en el caso de La Regenta, y 1891, en el de Pequeñeces. Pero, si -como es el caso- las obras tratan de temas escabrosos, o presentan notables implicaciones políticas o sociales, la ocasión puede desembocar en oportunidad o inconveniencia, con la consiguiente repercusión en la recepción del libro o, incluso, en su destino a medio o largo plazo. Y, tratándose de novelas con alto componente de sátira hacia gente importante, bien podría decirse que ningún momento habría resultado verdaderamente bueno para darlas a conocer.

     1885 -año de publicación de La Regenta- fue también de verdadera crisis para el régimen de la Restauración, nacido diez años atrás con la entronización del Alfonso XII, poniendo fin definitivamente en España al complicadísimo sexenio transicional -simplistamente tildado de democrático- transcurrido entre 1868 y 1874. En efecto, el 25 de noviembre de 1885 fallecía el monarca español, víctima de tuberculosis pulmonar, a los 27 años de edad, todavía sin sucesión masculina -su segunda esposa se hallaba a la sazón encinta de quien llegaría a ser Alfonso XIII-. Se abría una situación de prolongada regencia, a cargo de una reina consorte viuda, que por el momento carecía de arraigo y popularidad en el país. Mal que bien, los indiscutidos jefes de los principales partidos dinásticos -Cánovas, por el partido conservador, y Sagasta, por los liberales- llegaron in extremis, estando el rey a punto de fallecer, a un acuerdo reservado, llamado el Pacto de El Pardo, por virtud del cual, en interés de la estabilidad política, se decidía la alternancia en el poder cada cierto tiempo, amañando las elecciones cuanto fuera preciso para que su resultado coincidiese con dicha alternancia. Pues bien, estos complicados primeros tiempos de la segunda etapa restauracionista no eran los más oportunos para la recepción de novelas que satirizasen de manera muy realista la sociedad y la política de su tiempo. En tal sentido -quizá de manera un tanto alambicada-, se ha sostenido que La Regenta presentaba ciertos ribetes de inconveniencia sociopolítica, tanto más resaltables conociéndose -como era general en el país- la ideología de Alas, poco favorable hacia las corrientes que entonces dominaban en la política nacional. Víctor Celemín[21] compendia varios de los acontecimientos de la época que hicieron coincidir aspectos argumentales de la obra de Clarín con sucesos o situaciones históricas que, aunque de manera inesperada, “ayudarían, de alguna forma, a aumentar la desconfianza hacia el autor”. Celemín entresaca los siguientes:

     1º. La temática adulterina de la novela que, dado que Alfonso XIII fue hijo póstumo[22], podría provocar ciertos malentendidos o suspicacias en la Corte, “donde Clarín, ya entonces, era un intelectual reconocido y temido, por su acidez periodística y por su republicanismo”.

     2º. El propio título de la novela, La Regenta[23], podía prestarse fácilmente a relacionarlo con la reina regente, cosa inadecuada, habida cuenta de los excesos de carácter y comportamiento del personaje clariniano, a más de su adulterio final. Añado de mi cosecha, que llamar regente al presidente de una Audiencia -y, por extensión, regenta a su esposa- era ya en los tiempos de Clarín una denominación un tanto anticuada, aunque vigente en el habla diaria[24]. Ello hacía más factible -como Celemín apunta- el que la posible confusión “regenta” y “(reina) regente” se juzgase malintencionada.

     3º. En el capítulo XVI de la novela -primero de la segunda parte-, el personaje de don Víctor Quintanar desliza una frase incidental en el curso de una representación de Don Juan Tenorio, señalando que “bueno estaría que, ahora que vamos a perder Cuba, resto de nuestras grandezas, nos diéramos esos aires…” Es innecesario recordar que, aunque La Regenta se publicó en plena tregua en la guerra de Cuba (pacto o paz de Zanjón de 1878), cualquier referencia a la pérdida de Cuba habría de levantar ampollas en España a nivel general, por muy quimérico o irreflexivo que fuera quien tal quebranto anunciase. Es curioso que el Alas novelista realizara tal anticipación de la independencia cubana, siendo así que en 1897 -es decir, reanudada la insurrección y a poco más de un año de perder la colonia-, el Clarín periodista afirmaba un absurdo: “Cuba será para los cubanos sin dejar de ser española, como Galicia para los gallegos”[25]. Sin comentarios.

     4º. Todavía parece más anecdótica la cita en el capítulo XXVI de la obra, nada menos que a las famosas bombas orsini, de uso frecuente entre los anarquistas de la época. Nuevamente es el personaje de don Víctor Quintanar, el regente, quien exclama en el curso de la procesión del Corpus en Vetusta: “Si yo tuviera aquí una bomba orsini, se la arrojaba sin inconveniente al señor magistral”. No muchos años después, bombas de esa o similar clase fueron empleadas para atentados terroristas mortales en Barcelona y, precisamente, una de ellas fue arrojada durante la procesión del Corpus en la capital catalana[26]. Es muy dudoso que tan explosivas palabras del señor Quintanar pasaran de considerarse una mera curiosidad por parte de los lectores.

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     La aparición de Pequeñeces (1890, 1891) no coincide con un momento político tan complejo en España como el que hemos resumido para La Regenta. Tras el citado pacto de El Pardo, se inicia el periodo más tranquilo y representativo de la Restauración: el que discurre entre el citado pacto y la reanudación a gran escala de la guerra de Cuba (1895) y consiguiente pérdida de nuestras últimas colonias americanas (1898). La bestia negra del Padre Coloma, autor de Pequeñeces, es decir, don Antonio Cánovas del Castillo, tras ocupar la presidencia del Consejo de Ministros entre 1884 y 1885, había cedido su turno por primera vez al jefe del Partido Liberal, Práxedes Mateo Sagasta, que sería presidente en el lustro 1885-1890, para ceder nuevamente la poltrona a Cánovas, que fungiría de presidente en el bienio 1890-1892[27].

     Habida cuenta de la condición sacerdotal y jesuítica del Padre Coloma y del carácter intensamente doctrinal y beligerante de su novela, nos interesan más los avatares religiosos de la época de aparición de Pequeñeces. Muy particularmente son de destacar los vientos que soplaban desde Roma, a los que tan sensible era la Compañía de Jesús. En 1891, el papa León XIII dio a la luz la encíclica Rerum novarum, el más notable de los documentos pontificios hasta entonces publicados en favor de la justicia social, para un más justo reparto de la riqueza entre los ciudadanos; y al año siguiente, la encíclica Au milieu des sollicitudes implicaba una aproximación -en todo caso, insuficiente y en parte frustrada- a la III República Francesa, admitiendo la compatibilidad de la Iglesia con los regímenes republicanos, así como la participación de los católicos franceses en la política de su país. Son dos muestras de cierta evolución del Vaticano en temas de directa implicación en la mentalidad y actuación de los eclesiásticos españoles, así como de la influencia que una novela, como Pequeñeces, podía tener en sus lectores de clase media y baja. Más adelante[28] me detendré en esa posible proyección de la obra de Coloma en los trabajadores alfabetizados de España[29].

     Cerraré esta referencia a los años cercanos a la publicación de Pequeñeces, con el cambio experimentado por el partido político más afín a las convicciones de Coloma, la Unión Católica, presidida por Alejandro Pidal y Mon, que, tras un amplio periodo de oposición frontal a la Restauración, pasó a adoptar una actitud posibilista y, de hecho, a participar en el gobierno. A raíz de un viaje de Pidal a Roma, su entrevista con León XIII le convenció de que no era necesario ni conveniente que los católicos hispanos se mantuviesen radicalmente fuera de la vida política, ni que se vieran obligados a participar en ella precisamente en partidos confesionales. Apenas al año siguiente, 1884, Pidal protagonizará un decisivo acercamiento al partido conservador de Cánovas, integrándose él mismo en el gabinete como ministro de Fomento, cargo que desempeñará hasta la caída del gobierno, tras el acuerdo de El Pardo y las elecciones de 1886[30].

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     Una de las más conocidas similitudes en la aparición de La Regenta y Pequeñeces es la de que sus respectivas primeras ediciones se presentaron en dos volúmenes. Quizá merezca la pena indicar las circunstancias en que se produjo tal división en tomos, así como las razones y consecuencias de ella que, como vamos a ver, fueron bastante diversas entre sí.

     Desde luego, el motivo principal y común de tal publicación en dos libros es el de su considerable extensión, potenciada en el caso de la novela de Alas -con diferencia, de muchas más páginas que Pequeñeces[31]- por la circunstancia de venir enriquecida con numerosas ilustraciones[32]. Sin duda, también facilitó la división el hecho de que ambas obras están divididas en un número par de partes: dos, en el caso de La Regenta y cuatro -llamadas libros- en el de Pequeñeces. Fuera de esto, pocas o ninguna coincidencia hay en las dicotomías de los dos textos, como tendré oportunidad de exponer acto seguido, comenzando, en orden cronológico, por la novela de Clarín.

     Leopoldo Alas confió la primera edición de La Regenta a la editorial barcelonesa Daniel Cortezo y Compañía, que, en las negociaciones con el autor, puso la condición de que la obra apareciese en dos tomos. Se ha sostenido que el motivo de dicha división era el de la gran extensión de la novela. No lo pongo en duda; pero me permito aducir otra razón más, tan poderosa o más que la anterior. Así como Clarín tenía ultimada y lista para su publicación la primera parte de su obra hacia noviembre de 1884[33] -y de aquí, la fecha de 1884 que consta en el tomo primero, aunque no apareciese en las librerías hasta enero del año siguiente-, no sucedía otro tanto con la segunda parte, que Alas no perfeccionó hasta abril de 1885, con la consiguiente presión de los editores para que les facilitase todo el original debidamente concluso. Esta fue la razón de que la parte segunda de La Regenta no se pusiera a la venta hasta junio o julio de 1885, es decir, cinco o seis meses después de la primera. Entre tanto, Clarín tuvo ocasión de repasar con detalle el ejemplar del tomo primero ya puesto a la venta, sufriendo el enfado y la decepción -que manifestó por carta a los editores- de que presentaba más de un centenar de erratas, que atribuyó a que el original se mandó a la imprenta sin rectificar los errores que él mismo se había encargado de corregir en las pruebas.

     Posiblemente, muchos de estos detalles no vienen muy a cuento para este ensayo, si no fuera por las consecuencias negativas que podían producirse entre los lectores, por el hecho de tener que esperar varios meses a tener en sus manos la segunda parte de la obra. No es del caso señalar, por obvias, algunas de ellas, aunque también del suspense podía derivar una mayor expectación e interés por leer en su totalidad tan atractiva y artística novela. En cualquier caso, Clarín solo a regañadientes aceptó que La Regenta apareciese en dos volúmenes de manera sucesiva, no simultánea. Más adelante[34] se apuntará la tormentosa recepción de la primera parte de la novela, que lo mismo pudo contribuir a que se vendiese mejor la segunda, que a todo lo contrario.

     De todas formas, habría mucho que decir sobre el disgusto de Alas por la aparición de La Regenta en dos tomos. Martínez Cachero[35], invocando el autorizado testimonio de Adolfo Posada[36], afirma que “el asunto de la novela fue creciendo sin forzamiento alguno en manos de su autor, por lo que este solicitó de su editor nuevo contrato para dos tomos y recibió la cantidad de once mil reales”[37]. Luego fue Clarín en cierto modo el responsable de que Daniel Cortezo y Compañía se vieran impulsados a una impresión en dos volúmenes, con pleno asentimiento, al parecer, del autor.

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     Como antes apuntaba, también la primera edición en libro de la novela Pequeñeces apareció en dos tomos, pero en circunstancias bastante diferentes que La Regenta. Para empezar, la obra de Coloma estaba llegando por vez primera al público mediante una presentación en fascículos, a cargo de la editorial de los jesuitas, El Mensajero del Corazón de Jesús[38], que a la sazón emitía en Bilbao un boletín mensual para sus suscriptores, que se dice conformaban un importante colectivo de 18.000 personas, con evidente predominio de colegios e instituciones religiosas y de personas muy rendidas a la religión católica y, en particular, a la Compañía de Jesús[39]. Pues bien, las entregas de Pequeñeces acompañaron al boletín mensual del Mensajero durante quince meses consecutivos -de enero de 1890, a marzo de 1891-.

     Sin haber concluido aún la publicación fascicular, en febrero de ese año de 1891 la misma editorial lanzaba a las librerías las Pequeñeces de Coloma, en dos tomos, pero de aparición simultánea y -me figuro- para su adquisición conjunta. De hecho, se fijó un precio único de tres pesetas para los dos volúmenes[40]; un desembolso considerado bajo para lo habitual en casos análogos de la época, lo que muy bien pudo ser debido a que, dada la vinculación entre editorial y autor, temas como el de los derechos de autor, o el del margen comercial de la editorial, se dejasen en un segundo plano, prefiriendo que la novela tuviese una venta masiva. En todo caso, cuando se celebra el gran éxito de ventas de esta obra, debería también tomarse en consideración la excelente relación calidad-precio[41], lo que siempre es un estímulo para los compradores. Para que sirva de comparación, se recuerda que cada uno de los tomos de La Regenta se había vendido, en 1885, en la cantidad de tres pesetas[42], es decir, doble que Pequeñeces, si bien la obra de Clarín era más extensa y había sido presentada en pasta dura y con abundantes ilustraciones, cosas ambas de las que carecía el libro del Padre Coloma.

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     Unas palabras sobre la tirada de las primeras ediciones de La Regenta y de Pequeñeces. Curiosamente, se trata de un tema que vuelve a hermanar ambas novelas, al menos, desde las dudas y lagunas que hoy tenemos a ese propósito. Secundariamente, el hermanamiento se extiende al número muy parecido de ejemplares que parece constituyeron el total de ejemplares que se pusieron a la venta en la primera edición.

     Es curioso -o nos lo parece actualmente- que no se conozca con seguridad la tirada de la primera edición de La Regenta. Así lo reconocen autores de la fiabilidad de Martínez Cachero y Botrel. El primero de ellos[43], sobre la base de lo escrito por Adolfo Posada[44], no se atreve a hacer mayor precisión que la de que se pusieron a la venta “varios miles de ejemplares”, que se agotaron “en poco tiempo”. Esta última apreciación parece corroborada por el propio Clarín, cuando expresa por carta a un editor de Madrid en enero de 1893 que La Regenta estaba agotada desde hacía tiempo, por lo que consideraba factible su reedición[45].

     Por su parte, Jean-François Botrel, acoge con escepticismo la cifra de diez mil ejemplares, que es la estimación de José Luis Gómez[46] como tiraje de la primera edición de La Regenta. Opina el profesor francés que el agotamiento de la obra en bastante menos de diez años (según Alas) no parece posible para diez mil ejemplares, en la España de aquel tiempo[47]. En todo caso, la cifra real no cree que estuviera muy lejos de la decena de millar, aunque solo sea por comparación con la que sí conocemos con mayor precisión, de 6.000 ejemplares para Su único hijo[48], segunda y última novela publicada por Alas, en 1891, y seguramente con bastante menos pretensiones que su antecesora.

     De forma más escueta, expondré las dudas acerca de los ejemplares que formaron la primera edición de Pequeñeces. Me mueve a ello la consideración de que, así como análoga cuestión era relevante para La Regenta, toda vez que no se reeditaría hasta bastantes años después[49], la novela primera de Coloma contó con cuatro ediciones en los primeros meses de aparición, todavía en 1891; por lo cual, el número de libros de la edición prínceps resulta poco significativo del éxito de su recepción. Rubio Cremades[50] aventura, con los datos que posee, una tirada de alrededor de diez mil ejemplares, con un posible error por exceso de no más de dos mil -es decir, mínimo de 8.000-. Me parece que también sería posible que el desfase fuera por defecto, habiendo llegado esa primera edición a los 12.000 ejemplares.

     En cualquier caso, las dudas continúan cuando se pretende sumar las obras puestas a la venta en las cuatro primeras ediciones, que aparecieron sucesivamente a velocidad fulmínea. Romero Casanova[51] sostiene que en esos meses de 1891 se pusieron a la venta unos 48.000 ejemplares de Pequeñeces. Y, si aludimos a las diez ediciones que aparecieron en vida de Coloma -es decir, hasta el 10 de junio de 1915-, el total podría ser de unas cien mil copias. 


4.      El escándalo

 

     Si hay algún ingrediente común a la aparición de La Regenta y de Pequeñeces, es el del escándalo que las acompañó. Y, como casi todos los escándalos literarios, este tuvo numerosos elementos comunes, tanto en sus causas, como en los efectos. Entre estos, no fue menor el de contribuir a que las novelas fuesen conocidas por un mayor número de personas o, al menos, a que hablasen de ellas gentes que, de otro modo, ni habrían comprado las obras, ni siquiera comentado la publicación de las mismas.

     Pero, al lado de los parecidos, también hubo considerables diferencias. Explicar algunas de ellas es el objetivo principal de este capítulo, dejando para los siguientes[52] la exposición de las causas y de los efectos de la algarada -como la llamó la condesa de Pardo-Bazán, aludiendo a la de Pequeñeces-.

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     Tal vez, la mayor disparidad entre los escándalos de La Regenta y de Pequeñeces fue la de su extensión geográfica, consecuencia, a su vez, de la diversa repercusión social de la sátira que ambas novelas encerraban, pero también del alcance que a la misma se dio por la sociedad de la época. Sin esperar la aparición de la segunda parte de La Regenta, que seguramente planteaba con mayor crudeza y detenimiento algunos temas morales clave de la misma -adulterio de la protagonista, rijosidad del magistral-, ya la primera entrega suscitó un escándalo que, dada la escasa presencia de la prensa local en la región asturiana[53] -no digamos, de su difusión en el resto de España-, hubo de propagarse mediante lo que algún autor ha calificado de un boca a boca[54], que lógicamente empezaría en los labios de quienes hubiesen leído ya la primera parte de la novela. Tiende a responsabilizarse a la iglesia ovetense de encabezar el alboroto, por sentirse la más atacada, ya directamente en algunas de sus personas destacadas, ya por entender que la obra clariniana resultaba ofensiva para ciertas creencias o normas morales cristianas. En esta opinión, que da prioridad o preeminencia al enfado eclesial, tiene indudablemente mucho que ver la postura explícita del obispo de Oviedo que, no por suficientemente conocida[55], podemos dejar de resumir a continuación.

     Que el obispo de Oviedo leyó escandalizado la primera parte de La Regenta a poco de publicarse[56] es bien conocido, a juzgar por lo que enseguida manifestó; pero es posible que su protesta hubiese sido más mesurada de no llegar a sus oídos un infundio, que irresponsablemente juzgó cierto sin informarse: El de que Alas -catedrático de Derecho Romano en Oviedo a la sazón- había repartido gratuitamente en clase ejemplares de la novela a sus alumnos. La calumnia tuvo su origen, según Azorín, en la torpe justificación que dio a su padre un estudiante de Derecho, cuando su progenitor le reprendió por estar leyendo semejante libro. El hecho es que el obispo ovetense redactó un párrafo al final de su carta pastoral de fecha 25 de abril de 1885[57]. En él, aludiendo implícitamente a La Regenta, se la censuraba severamente como un libro moralmente peligroso, por estar “saturado de erotismo, de escarnio a las prácticas cristianas y de alusiones injuriosas a respetabilísimas personas”, reputando a su autor, por esta última infracción, un “salteador de honras ajenas”. A mayores, acusaba a un catedrático de Derecho de haber repartido el libro entre sus alumnos universitarios, haciendo con ello “propaganda pública de ateísmo y corrupción”. La alusión del prelado, con todo lo exagerada y superficial que fuese, no cabe duda de que ponía el dedo en algunas de las llagas que, andando el tiempo, llevarían a juzgar La Regenta como una novela propensa a la controversia y la diatriba: poder ser entendida como una novela de clave y abordar con detenimiento algunos temas escabrosos, principalmente de índole sexual[58]. En próximos capítulos de este ensayo se precisará acerca de estas consideraciones[59].

     La respuesta de Clarín a las palabras del obispo se formuló en términos de una carta abierta, fechada en Oviedo a 11 de mayo de 1885 y publicada en el semanario madrileño, Madrid Cómico, en el que aquel publicaba sus paliques[60]. Dicha respuesta, con tono firme y respetuoso[61], se centró en el punto en que la réplica del escritor era más sencilla: el de ser calumnioso todo lo relativo a la distribución en clase de la novela a sus alumnos. Era, en algún sentido, el tema menos necesitado de refutación personal, ya que cuatro catedráticos de la facultad de Derecho ovetense, “íntegramente católicos” -se decían- desmintieron la supuesta donación en comunicación inserta en el diario ovetense El Carbayón -ejemplar de 12 de mayo de 1885, página 3-; como también hicieron los 29 alumnos de Leopoldo Alas, en nota que todos firmaron. Pero, en sentido contrario, resultaba muy oportuno refutarlo con rotundidad, pues la consecuencia de la denuncia del obispo podía ser el que se abriera expediente a Alas catedrático, por conducta atentatoria a la moral que debía observar como profesor y funcionario. En todo caso, era mucho más fácil desmentir aquella calumnia, que rechazar los reproches de erotismo y de alusión más o menos velada a personas concretas de Oviedo, hechas a la novela. Es en esos puntos -sobre los que Clarín pasa de forma mucho más escueta que sobre el de la difusión gratuita a estudiantes- donde el autor responde con su famosa frase: “Por lo demás, yo creo que mi novela es moral, porque es sátira de malas costumbres, sin necesidad de aludir a nadie directamente”. Es una forma, tan sucinta, como discutible, de replicar a aquello de que el libro -no se olvide, todavía solo su primera parte- estaba “saturado de erotismo y de alusiones injuriosas a respetabilísimas personas” -según aseveró el obispo Martínez Vigil-.

     Concluiré, por ahora, con el tema del escándalo de La Regenta, señalando lo discutible que pudo ser el que Clarín contestara al obispo de Oviedo desde un medio madrileño, por reducida que fuese su tirada y difusión[62], dado que ello podría contribuir a propagar la mala opinión moral sobre la novela más allá de la provincia y diócesis ovetenses. ¿Es que ninguna publicación asturiana se avino a recoger una refutación tan directa y extensa de las opiniones episcopales? ¿Acaso no tenía reparo Clarín en multiplicar el alcance del escándalo o, incluso, quería ponerlo de manifiesto sin sordina en la capital de España? Pues bien, sea como fuere, ello serviría para poner parcialmente en solfa la afirmación de que el alboroto solo había afectado a Vetusta y su entorno. Si en algún sentido continuó La Regenta encerrada en su heroica ciudad, fue solo en el terreno de las personas que fueron, o se sintieron, aludidas.

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     En su discurso de ingreso en la Real Academia Española[63], El Padre Coloma se sintió obligado a hacer una referencia, por escueta que fuese, a la tormentosa recepción de su novela, Pequeñeces, diecisiete años atrás. El jesuita juzgó “imprevisto y doloroso” el escándalo causado por su obra, fruto de haberse empeñado los lectores en buscar claves para identificar a sus personajes imaginarios con personas reales y conocidas, tarea hecha “con malicia e imbecilidad”. A ello “contribuyeron unos y otros” -añadió Coloma en tan solemne sesión-, pero mucho tiempo antes había cargado la responsabilidad sobre la espalda de la prensa baja y francmasona.

      La verdad es que Pequeñeces fue acogida con inmediato éxito, pero también el escándalo fue fulminante y, desde luego, mucho más previsible de lo que reconoció tiempo después su autor. Podríamos decir que el alboroto estaba cantado. Botrel[64] lo resume en una especie de adición de sumandos cuyo total no podía ser otro que el bullicio: Un jesuita, que escribe un duro alegato contra la aristocracia madrileña y contra la Restauración, “de manera satírica y desgarrada”, en forma de novela de clave. El mismo autor viene a concluir que el escándalo estaba “calculado” porque, por poca que fuese la crítica que recibiera, ya la versión por entregas de El Mensajero había despertado cierto guirigay, incluso en la Orden jesuítica.

     Cierto es que el binomio jesuita + novela de claves es constantemente invocado por los críticos de la novela, ya desde su primera edición. Juan Valera[65] parece reducir tal binomio a un único término -el ser el autor sacerdote jesuita-, como suficiente para que resulte casi imposible amalgamar esa consideración con la de literato, cuando el fruto de la escritura es una obra como Pequeñeces. El resultado no podía ser otro -opina Valera-, siendo la novela una obra de calidad, que un triunfo literario y un escándalo deplorable. Pardo-Bazán[66] participaba del parecer de su colega egabrense, si bien parecía lamentar que la recepción de las obras de un sacerdote tuviera que pasar por una censura basada en el estigma de su estado religioso, un poco al modo -aprovechaba la escritora coruñesa para citar su propio caso- de lo que en su tiempo acontecía con las mujeres que se dedicaban a la literatura.

     No es ocioso referirse al ingrediente jesuítico del escándalo, dado que muchos de quienes escribieron en su día acerca de Pequeñeces involucraron a la Compañía de Jesús en la algarada. Algunos quisieron implicar a los jesuitas -individual o corporativamente- en un supuesto propósito de apoyar la novela de Coloma, como parte de una campaña de descrédito de un régimen político con el que en modo alguno estaban de acuerdo. Otros, por el contrario, juzgan que los jesuitas lamentaron el enfado que en la clase social aristocrática -que tanto los apoyaba económica y doctrinalmente- estaba causando la diatriba de Coloma contra muchos próceres que formaban parte de aquella. Todo eso puede debatirse sin muchas posibilidades de llegar, siglo y pico después, a conclusiones incontrovertibles. Mas en lo que sí podemos llegar a una cierta concordancia es en el hecho de que, si bien la Orden de los jesuitas apoyó desde su editorial la publicación de la novela, intervino pronto para aconsejar -u ordenar- a Coloma una cierta actitud de reserva ante la avalancha de críticas que se le venía encima -y a sus compañeros de congregación, por extensión-. Merece la pena hacer algunas puntualizaciones al respecto, sin perjuicio de volver sobre el tema más ampliamente en un próximo capítulo[67].

     La aparición de Pequeñeces a comienzos de 1891 halló a su autor fuera de Madrid, pese a lo cual, gracias a cartas y periódicos, fue inmediatamente sabedor del escándalo provocado por su novela. En un primer momento, el jesuita reaccionó con cierta virulencia a las más duras críticas recibidas -sobre todo, las de juzgar Pequeñeces como novela de clave-. Fue ese el tiempo en que Coloma culpó de tal infundio a “la prensa baja y francmasona”, como antes recordábamos. Pero la Compañía de Jesús debió de comprender que entrar en la palestra con tales bríos solo podía servir para aumentar el escándalo y la polémica. Por tanto, la citada Orden trató de minimizar daños con prudencia y, a ser posible, en silencio. Coloma acató el criterio de sus superiores -en lo que pudo favorecer su no muy boyante estado de salud- y, en vez de batallar en la prensa, optó por desactivar directa y privadamente el enfado, movilizando a ciertos aristócratas conocidos e influyentes -como el conde de Guaqui-, con los que trató de explicarse y, al propio tiempo, de lograr su aplacadora mediación.

     Esta táctica pacificadora pareció tener un éxito casi tan fulminante, como lo había sido el bochinche inicial. Lo más grueso del escándalo y del consiguiente enfado de quienes se sentían aludidos u ofendidos duró apenas unos meses. De creer a la condesa de Pardo Bazán, al regresar del veraneo de aquel año, la prensa y los patricios parecían haber olvidado la polémica de Pequeñeces. De forma menos precisa, otros apuntan a que las aguas solo volvieron a su cauce al concluir el año 1891. En cualquier caso, esa primera oleada crítica a modo de sunami puede verse resumida en la conocida frase del periodista Ducazcal[68] que, precisamente, fallecería el 15 de octubre del citado año: “Un literato bueno, un sectario apasionado, un libro escandaloso y un acontecimiento que ha hecho salir de su habitual indiferencia a las gentes”.

 

 

5.      Algunas causas del escándalo provocado por ambas novelas

 

          Ciertas consideraciones que voy a verter en este capítulo ya figuran apuntadas en alguno de los precedentes[69], como la de la gran importancia que tuvo en el escándalo generado por La Regenta y Pequeñeces la personalidad de sus autores. A estos efectos causales, me parece que las circunstancias de Coloma pudieron influir más que las de Clarín. No obstante, por razones de prioridad temporal, comenzaré por aludir a las de este último.

     Por poco que tuviera que ver con el argumento y caracteres de su novela, existía una predisposición a recibir cualquier exceso o acidez satírica de Leopoldo Alas como una consecuencia de las suspicacias que despertaba su republicanismo y de la inquina que se había ganado con la severidad y el humor sardónico, que reflejaban muchas de sus críticas literarias[70]. Pero esas peculiaridades de la biografía del Clarín anterior a La Regenta[71] son más relevantes a la hora de tratar de la recepción crítica de la obra, que no para explicar el escándalo que esta originó. En este último sentido, comparto la opinión de Esteban Padrós[72], cuando considera que las claves del escándalo y la oposición para con La Regenta fueron dos: la incomodidad -por no decir escabrosidad- para su época de varios de los temas abordados y el alboroto que produjo a nivel local (Oviedo) el considerarla una obra de clave.

    Apuntando tan solo, por ahora[73], al compromiso en que ponían a la novela algunos aspectos de su argumento y desarrollo, me parece que los destacados por la censura de la época franquista[74] coinciden con los que, más de medio siglo atrás, hubieron de ofender los paladares más exquisitos, a saber, el anticlericalismo -que no se detenía ante ciertas jerarquías, como los canónigos y beneficiados del cabildo catedralicio de Vetusta-, y el erotismo y ciertos atentados contra la moral sexual dominante en la época. Claro está: no se trata de mi punto de vista, sino del de los censores de la novela en los años centrales del siglo XX. Son ellos quienes, mezclando una vez más conceptos próximos, pero diferentes, pasaban de la tacha de anticlericalismo a la del ataque a la Iglesia y algunas de sus creencias; como, igualmente, fusionaban la alusión al erotismo que rezuman numerosos pasajes de la novela, con el directo atentado a la moral sexual, o a la moral sin más. Se supone que la ética presuntamente ofendida era la católica, que se imponía entonces en España como común a toda la sociedad.

     En todo caso, la extensión de este motivo de escándalo a la opinión y mentalidad de todos los hispanos susceptibles de escandalizarse, perturbó la recepción de La Regenta en el conjunto de España, con efectos muy diversos, entre los cuales no fueron los menores el de proporcionar una mayor publicidad a la novela y el de otorgar a su autor una mayor fama como escritor de la que hasta entonces disfrutaba, con la consiguiente mayor aceptación por parte de editores y de directores de publicaciones periódicas. Por esa razón, me permito discrepar del biógrafo, Cabezas, cuando indica que, en el fondo, el escándalo de La Regenta no rebasó los límites de Oviedo, salvo en lo tocante a enemigos literarios y clérigos integristas[75]; pero, eso sí -añade-, en la capital asturiana la reacción fue fulminante y temible, incluso antes de que apareciese su tomo segundo. Probablemente, esa reacción furiosa era ya esperada por Clarín: Hay quien sostiene que por ello mantuvo muy en secreto el proceso de creación y escritura de la novela, así como que tuvo que ver en que su primera edición se publicase por una empresa de Barcelona[76].

     Quizá debiera apuntar ahora, junto al hecho de abordar temas moral o socialmente conflictivos, el de la forma de tratarlos. Es lo que en cierto sentido se ha calificado del naturalismo de La Regenta. Más adelante será el momento de analizar brevemente lo que supone -y si es correcto afirmarlo- que esta novela pudiera ser, en efecto, naturalista, o no[77]; pero de lo que no cabe duda es de que el tratamiento de temas polémicos o escabrosos sin pelos en la lengua -o mejor, en la pluma- y sin eludir ciertos hechos o situaciones un tanto extremosos, contribuyó al escándalo generado por esta obra de Clarín.

     Por supuesto que el segundo gran motivo de enfado social ante la aparición de La Regenta -el considerarla novela de clave- sí que quedó circunscrito al ámbito de Oviedo y, en su caso, de los lugares concretos en que morasen o fueran conocidas las personas supuestamente aludidas en su texto de forma peyorativa. En general, se trataba de personas que no tenían proyección significativa fuera de Asturias[78], aunque varias de ellas poseyesen cierta notoriedad por razones nobiliarias, de jerarquía religiosa o en partidos políticos. No es del caso, por el momento[79], discutir la vidriosa cuestión de si, detrás de bastantes personajes de la novela, aparecían los rostros de sujetos que formaban parte de la vida real ovetense. Basta con que tal cosa se creyese de modo generalizado, como parte de la sátira severa y despiadada con que eran descritos. El obispo Martínez Vigil asumió de entrada esa consideración, al censurar en La Regenta las “alusiones injuriosas a respetabilísimas personas”. Podríamos preguntarnos qué entendía el prelado por personas respetabilísimas, lo que no está lejos de ser una interrogación retórica.

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     Al comienzo de este capítulo he sostenido que la personalidad de Coloma pudo influir en el escándalo generado por Pequeñeces, más de lo que la de Alas en el de La Regenta. Y es que la condición de sacerdote y jesuita de aquel era mucho más reconocible para cualquier lector de sus obras, que la de profesor de Derecho y crítico literario de este; mucho más reconocible y también mucho más intolerable para quienes se sintieran ofendidos de alguna manera por el argumento o la forma de escribir del ilustre jerezano. ¡No digamos si los humillados y ofendidos tenían conciencia de que el clérigo que traicionaba su confianza, no solo era jesuita, sino que arrastraba su sotana por los salones de la alta sociedad y contaba con un coro de señoras que se confesaban con él! ¡Menudo individuo aquel, muy avispado, que figuraba en grandes recepciones y en tertulias mundanas, que luego plasmaba en aquella novela de éxito apabullante, que arrasaba en ventas y provocaba entusiastas y escandalizados comentarios![80]

Padre Luis Coloma, S.J.

     ¿Qué decir específicamente de las causas del escándalo provocado por Pequeñeces? ¿Coinciden en lo sustancial con las de la algarada de La Regenta? Recordemos cuáles eran estas: escabrosidad de la temática de la novela; naturalismo de su tratamiento; ser, presuntamente, una novela de clave. Pues bien, citemos algunas opiniones autorizadas que tratan de responder a los indicados interrogantes, dejando para ulteriores capítulos un análisis más detallado del acierto de tales respuestas[81].

     Enrique Rubio[82], aun sin proponerse enumerar los motivos de escándalo de la novela de Coloma, señala diversas razones por las que su texto pudo ser tenido por inadecuado u ofensivo. Respondiendo al enfoque de su trabajo, Rubio se centra en los aspectos argumentales de Pequeñeces, más que en los estilísticos. Así, comienza por destacar la carga que para la recepción de la novela supuso el ser una obra de tesis, o doctrinaria, que directamente pretendía defender a ultranza los ideales católicos de la época, que el autor -con más o menos razón- juzgaba traicionados por la Restauración borbónica y la deriva liberal que iba tomando de manera parsimoniosa. Este abandono de la España católica por naturaleza lo cifraba Coloma en su novela en la actitud acomodaticia y materialista de la aristocracia, y ese fue otro motivo de escándalo de su obra: la crítica feroz a que sometió a los aristócratas, que calificaríamos de madrileños o capitalinos, clase social clave en la vida de la Corte y en la política de la Restauración. Y, finalmente -last but not least-, los lectores habían hallado en Pequeñeces un venero de claves, para identificar a diversos personajes de la novela -vituperados o satirizados en la misma- con personas reales y famosas de la sociedad madrileña, empezando por el propio Antonio Cánovas, a la sazón presidente del Consejo de Ministros.

     En su famosa carta de Currita Albornoz al padre Luis Coloma, Valera realizó la crítica más conocida y, tal vez, más rigurosa de Pequeñeces[83]. Esquematizando sus motivos y procurando dejar a un lado los meramente literarios, dicho comentarista acogía de algún modo los tres motivos clásicos de censura de la obra y, a un tiempo, del escándalo que produjo: 1º. Ser una novela de clave, cosa que Valera juzgaba indiscutible, y lo ejemplificaba. 2º. Incurrir, por su doctrinarismo, en una censura exagerada y plenamente injustificada de la vida social y de la aristocracia de Madrid y, por extensión, de España, como si fuese un antro de perversión, cuando el buen conocimiento que Valera tenía de diversos países y capitales europeas le permitía afirmar que era todo lo contrario -mayor inmoralidad en el extranjero-. 3º. Un naturalismo que se proyectaba, no solo sobre la clase social alta globalmente considerada, sino sobre los personajes de la novela, tratados en sus defectos de forma exagerada y maniquea, hasta llegar en el caso de la protagonista, Curra de Albornoz, hasta un maltrato excesivo e impiadoso. Con todo, Valera reconocía el papel multiplicador del escándalo que había tenido el hecho de ser jesuita el autor, procurando sus detractores imaginar que, detrás de él, se adivinaba la moralidad y la política fomentadas por su Orden.

     Por su parte, Botrel[84], al preguntarse directamente por los porqués del escándalo de Pequeñeces, recoge especialmente tres motivos: la crítica política y social que rezumaba la novela; la opinión general de que se trataba de una novela de clave, con censura áspera y/o satírica de personas muy conocidas de la vida social y política madrileña; el hecho de ser jesuita el autor. Es una postura muy similar a la de Ignacio Elizalde[85], quien se pregunta con mayor detalle por los puntos más debatidos y criticados de la novela, al ser interpretada en términos socio-políticos: el de la religiosidad, el del integrismo político y el de la aceptación a regañadientes del posibilismo alfonsino frente al carlismo rampante.

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     Así pues, temas conflictivos, naturalismo en su tratamiento, novelas de clave: todo ello parece coincidir en La Regenta y Pequeñeces como motivos del escándalo que provocó su aparición. Pero, si profundizamos algo más, hallaremos algunas diferencias notables entre los de una y otra; no simplemente de matiz, sino de fondo. En concreto, será en el punto concerniente a las cuestiones escabrosas donde apreciaremos las mayores disparidades entre ambas novelas. Pero ello será más adelante[86]. Antes, me parece lógico que abordemos la materia de los efectos o consecuencias que el tan manido escándalo provocó en la recepción de ambas obras, tanto en la época en que se publicaron, como en los muchos años transcurridos desde entonces.

 

 

6.      Unos escándalos con múltiples consecuencias: Contribución al éxito

 

     Cuando el escándalo acompaña a la aparición de una obra literaria, entre sus primeras consecuencias suele figurar la de la mayor repercusión del acontecimiento y, por ende, un cierto éxito de ventas, a veces, mayor de lo que harían presagiar sus méritos. Luego, las aguas vuelven a su cauce y, pasado el alboroto, el texto -novela en este caso- se va acomodando en el lugar que le estaba destinado por sus cualidades artísticas y la opinión reposada de críticos y lectores. Hasta aquí, el que podríamos llamar aspecto positivo de la conmoción, en términos de publicidad y de ventas. Pero el escándalo también tiene consecuencias negativas que, aunque menos constantes que las positivas, también es frecuente que se repitan, si es que la escandalera tiene los mismos o parecidos motivos. Algo de esa coincidencia se produjo en los casos bulliciosos de La Regenta y Pequeñeces, como tendremos ocasión de constatar en el capítulo 7 de este ensayo.

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     No se puede decir que, antes de publicar sus respectivas primeras novelas, fuesen Clarín y Coloma unos desconocidos en el mundo de las letras, pero sí autores reputados menores y socialmente poco conocidos, fuera del ambiente literario. La Regenta y Pequeñeces proyectarán a ambos a posiciones de vanguardia, a ser notorios como escritores y reconocidos como novelistas de relevantes cualidades, pudiesen gustar o no los resultados concretos de sus aptitudes. Ahora bien -podemos preguntarnos-, ¿no habría sido posible que ese ascenso social en el conocimiento y la valoración se hubiesen producido por el simple valor de sus obras, sin necesidad de que las mismas hubieran despertado tan gran conmoción? Es una pregunta que, como todas las de historia virtual, no puede tener una contestación apodíctica[87]; pero, a tenor de la intensidad y rapidez del fenómeno expansivo de su fama, podemos convenir en que el escándalo fue un ingrediente necesario de los efectos -positivos y negativos- de la aparición de aquellas dos novelas primerizas; tanto más, cuanto más brusco y resonante fuese el estruendo. Según eso, de poder sostenerse que la cantidad de éxito tiene directa relación con la intensidad del escándalo, concluiríamos que este fue mayor en el caso de Pequeñeces, dado que la notoriedad del Padre Coloma tuvo un progreso colosal y meteórico. Pero no demos de lado el caso de Clarín, aunque su éxito fuese menor en proporción al escándalo[88]. He aquí una muestra de ello, no muy conocida, que recoge su biógrafo, Juan Antonio Cabezas: Al año siguiente de publicarse La Regenta -es decir, en 1886-, Clarín y su familia se trasladaron durante unos meses a Madrid, bajo los auspicios de Emilio Castelar, con el propósito de seguir con mayor lucimiento su carrera literaria y emprender seriamente labores políticas. El resultado no satisfizo las aspiraciones ni los ideales de Alas, que regresó meses después a Asturias, para no dejar de ser ya, ni por asomo, el provinciano universal[89]. Parece lógico suponer que ese conato madrileño, pronto frustrado, no se habría producido sin el éxito y el fulgor de La Regenta. 

     El éxito de la primera novela clariniana se cifra, más bien, en activos inmateriales, derivados de la fama que le proporcionó como escritor. De ahí, una mayor aceptación de sus trabajos por los editores y las publicaciones periódicas, aunque estas últimas ya tenían de antes sus páginas abiertas a quien era unos de los críticos literarios más notables y conocidos de España. En el fondo, poco podía jugar, para bien o para mal, un alboroto, muy sonado en Oviedo, pero de poca repercusión en el resto del país, como no fuera entre enemigos precedentes y clérigos integristas[90].

     Medido el moderado éxito en términos de venta y reedición de la novela, tenemos, para empezar, el inconveniente de que desconocemos el número exacto de ejemplares de la primera edición, dándose como probable el de diez mil, que constituye una tirada interesante para un novelista bisoño[91]. La obra debió de venderse bien, aunque tampoco sobre ello tengamos otra referencia fiable que la del propio Leopoldo Alas quien, en carta datada el 7 de enero de 1893[92] -es decir, seis años y medio después de aparecida la segunda parte en la edición prínceps- afirma que la novela está agotada desde hace tiempo, por lo que sería oportuno y lucrativo reeditarla. De ser exacto lo que sostiene Clarín, la venta de La Regenta habría ido, como quien dice, viento en popa a toda vela, para lo que era habitual en la España de su tiempo, incluso en el caso de escritores consagrados. Pero lo cierto es que dicha novela tendría que aguardar hasta 1901 -un par de meses antes de la muerte de su autor- para alcanzar una reedición autorizada y solvente, famosa por el significativo prólogo de Galdós, que tanto se hizo esperar[93]. Entre una edición y otra, aparece una especie de tirada fantasma -quién sabe si debidamente autorizada por el autor-, en fascículos aparecidos a partir de comienzos de 1894, junto con los números del diario barcelonés La Publicidad, del que a la sazón era colaborador asiduo Clarín. Y, a continuación de la segunda edición de 1901, cerrando lo que podríamos llamar la primera época de La Regenta, o sus ediciones “incunables”, aparecería la de 1908, con bastantes similitudes con la de 1884-1885, como su origen barcelonés y la inclusión de numerosas ilustraciones[94]. En resumen: una novela que se difundió ampliamente y con cierto éxito a lo largo de su primer cuarto de siglo de vida, plazo que me he fijado para comentar esta circunstancia de la obra.

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     Pasemos ahora a referirnos al escandaloso éxito de Pequeñeces, que resiste muy pocas comparaciones con los de otras obras literarias aparecidas en España hasta entonces[95]. Si nos atenemos al número de ejemplares editados a partir de su primera edición en dos tomos (1891)[96], y siempre jugando con los márgenes de error habituales en los tirajes de aquella época, podemos ofrecer las siguientes cifras[97]:

-          La primera edición tuvo una tirada de unos diez mil ejemplares, que les quitaron de las manos a los libreros -como reconoce, entre otros, la condesa de Pardo-Bazán-. Ello motivó que, todavía dentro del mismo año (1891) apareciesen otras tres ediciones, de parecido o mayor número de ejemplares, calculándose en unas treinta mil -o poco menos- las copias de Pequeñeces puestas a la venta[98], con un éxito inmediato.

-          Hasta la muerte del Padre Coloma (1915), el número de ediciones alcanzó las diez, lo que, de suponer tiradas medias de diez mil ejemplares, significaría un total de cien mil -probablemente exagerado-.

-          A partir de esa fecha, por unas u otras razones, la difusión de Pequeñeces menguó significativamente. En la Biblioteca Nacional de España[99], se conserva un ejemplar de la décima cuarta edición, del año 1927, como testigo más moderno de dicha novela hasta la época del franquismo: en concreto, hasta 1942. Ese es el momento en que la editorial El Mensajero del Corazón de Jesús de Bilbao deja de hacerse cargo de su publicación, en beneficio de otras empresas, como Razón y Fe en España, o Espasa-Calpe en Argentina.

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     Otro criterio muy usado para medir el éxito de las obras literarias es el de su traducción a idiomas extranjeros. Con arreglo a él, no cabe duda de que Clarín sufriría una decepción, al constatar que el interés por La Regenta de algunas revistas especializadas -en particular, francesas- no llegaba a cuajar en forma de versiones de la misma a lenguas extranjeras. Y me atrevo a suponer tal desilusión, por cuanto el escritor llegó a tener ofertas y/o a entablar negociaciones para traducir La Regenta al francés y al inglés -desde Estados Unidos-[100]. De hecho, lo sucedido con la demora en traducir una gran novela, como lo es la de Leopoldo Alas, es tan escandaloso, como la recepción de la obra en España. No puede tener mejor explicación que lo poco valorada que fue en muchos ambientes de su misma patria, lo que no era la mejor credencial para impulsar su difusión en el extranjero. Baste decir que la primera traducción de La Regenta a idioma extranjero fue la que se hizo al italiano, allá por 1960[101]. La anunciada versión al inglés no se publicó -conjuntamente para el Reino Unido y los Estados Unidos- hasta 1984[102]; y la traducción francesa, que seguramente Clarín deseaba tanto, hubo de esperar hasta 1987[103].

     En cambio, y en lo que atañe a los primeros tiempos de la novela, Pequeñeces alcanzó un temprano éxito en lo que a traducciones se refiere. En sus primeros cinco años de existencia, fue traducida, en primer lugar, al polaco (1892)[104], siguiendo pronto las versiones al neerlandés (1895) y al alemán (1896)[105]. El profesor Botrel, deshaciendo el error de otros estudiosos anteriores, ha demostrado que Pequeñeces fue traducida al francés por vez primera en 1893, no en 1895[106].

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     Lo habitual es que los éxitos nacidos del escándalo no duren mucho. La algazara se aplaca y se olvida, con lo que las obras que la motivaron pasan a valer exclusivamente por sus calidades duraderas. Eso es lo que ha tenido que suceder con La Regenta y Pequeñeces, con muy distintas consecuencias para una y otra novela. Veámoslo breve y simplificadamente, dejando para ulteriores capítulos del ensayo algunos detalles[107].

     En el caso de la novela de Clarín, ya hemos señalado que el escándalo que produjo tuvo una proyección más bien local -Oviedo y su entorno-. También hemos indicado que el éxito nacido del mero alboroto no tuvo mucho de particular: cimentar una fama literaria que ya tenía el autor como crítico y como autor de relatos breves; favorecer la venta de una primera edición de su obra, que se agotó en unos pocos años; darle medianamente a conocer en el extranjero -especialmente en Francia-, aunque sin la suficiente fuerza como para lograr la traducción de La Regenta. Si bien se mira, al contrapesar los pros y los contras de una recepción escandalosa, Leopoldo Alas parece que salió perdiendo, incluso en el corto plazo al que suelen reducirse los efectos de un bochinche. Si La Regenta fue recibida -valga el símil taurino- con división de opiniones y si, finalmente, acabó por imponerse su valoración positiva, fue por su calidad excelente, que acabaría por reconocerse casi sin oposición hacia mediados del siglo siguiente a su aparición. ¿Por qué me lo fiais tan largo? Sin duda, por motivos históricos, aunque no hay que echar toda la culpa a las dictaduras -primorriverista, franquista- que se irían sucediendo. El hecho es que esos regímenes políticos, potenciando y prolongando las voces y los ecos de los primitivos escandalizados, demoraron un triunfo artístico que La Regenta merecía per se. Concluyendo, la novela de Clarín ha ido de menos a más, según pasaba el tiempo y, al éxito dudoso y efímero de sus momentos iniciales, ha sustituido el permanente e indubitable de la posteridad[108].

     Por el contrario, en el caso de Pequeñeces, simplificando la tendencia, podría decirse que, partiendo de unos datos iniciales muy elevados, el crecimiento de su difusión y la valoración crítica de su calidad van lentificándose, para alcanzar su estancamiento hacia la época de la muerte de Coloma (1915). A partir de entonces -sobre todo, en lo tocante a popularidad-, esta novela inicia una decadencia que, sin estridencias, se extenderá por décadas. El clima ideológico favorable de los primeros años del franquismo traerá consigo un renacimiento del interés por el Padre Coloma, que se plasmará en la edición de sus obras completas (primera edición, 1940-1942), que conocerán cuatro ediciones hasta 1960[109], siempre a cargo de editoriales de la Compañía de Jesús. Parece cumplirse en esto lo que expresó Clarín, muchos años antes, en uno de sus paliques: Sabido es que la Compañía de Jesús procura el crédito de todo lo suyo[110].

     A partir de esos años centrales del siglo XX, parece apreciarse un olvido creciente de la novela de Coloma; mas, por debajo del dato de las sucesivas ediciones de Pequeñeces, subyace una constante general de reputarla una novela muy sobrevalorada en su primera época, pero seguramente infravalorada con posterioridad[111]. Lo más justo puede ser moverse en un término medio, a lo que puede contribuir una cierta corriente de interés y de análisis serio de la novela, lejos de clichés exagerados, como parece observarse contemporáneamente, incluso al nivel académico de dedicarle tesis doctorales[112].

 

 

7.      Aspectos negativos de los escándalos para las obras y sus autores

 

     El escándalo que acompañó la aparición de La Regenta y de Pequeñeces tuvo en ambos casos efectos perjudiciales en su estimación e, incluso, para la vida ulterior de sus autores. En este capítulo procuraré resumir algunos de ellos, lo que simultáneamente me permitirá destacar ciertos parecidos y diferencias entre los de un caso y otro. Desarrollaré la materia siguiendo el siguiente esquema: 1º. Una crítica, en general, muy defectuosa: superficial, prejuiciosa, meramente privada o, simplemente, rehuida. 2º. En consecuencia, una recepción de las novelas con valoración global deficiente y exagerada. 3º. Anulación o bloqueo de la ulterior labor de Alas y de Coloma como novelistas. 4º. En el caso de Clarín, un pertinaz vacío, un hosco silencio, que ha dado en calificarse con la expresión jurídica latina, damnatio memoriae[113]. Me referiré a los dos primeros apartados en este capítulo, dejando para el siguiente la alusión al tercero y al cuarto.

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     Empezando por el caso de La Regenta, es opinión generalizada que, entre las cuentas pendientes que muchos tenían contra el Clarín crítico literario y el escándalo suscitado por el presunto naturalismo y las claves de la novela, los críticos y los novelistas redujeron por lo general sus opiniones a una labor vengativa, superficial, o de elogio y sinceridad meramente privados. María José Tintoré[114] reconoce que, dada la labor crítica anterior de Clarín, era obvio que la valoración de su novela se iba a hacer por razón de ideología o de venganza, si bien, llegado el momento de la verdad, hay que matizar mucho esa afirmación, sobre todo, por el hecho de que la calidad de la novela obligó a una mayor ponderación. En consecuencia, muchos cambiaron sus previstos denuestos por otra táctica menos mendaz, pero igualmente dañina. Así -sostiene la citada autora- impresionan el silencio y el vacío de los críticos especializados, como forma probable de hundir la obra, sin necesidad de mentir acerca de su calidad. Y, en lo que concierne a los colegas distinguidos de Alas, muchos de ellos amigos, es de lamentar -como el propio Clarín hizo de forma mesurada[115]- que se limitasen a verter sus críticas favorables en cartas privadas, no en forma de públicas valoraciones, aunque muchos de ellos eran asiduos cultivadores de la crítica periodística; una actitud circunspecta, que parece tener mucho de preocupación para no ser alcanzados por la vorágine que levantó La Regenta.

     Con todo, cuando se entra en el detalle de la recepción de La Regenta por la prensa de su tiempo, conviene no exagerar el negativismo ni el silencio de dicho medio. Así, la señora Tintoré, hace al respecto varias precisiones cuantitativas y cualitativas de mucho interés, de las que entresaco las siguientes: 1ª. Solo dos publicaciones de Barcelona se olvidaron de comentar la aparición de la citada novela, si bien es cierto que las referencias fueron meras reseñas, salvo la de El Barcelonés, que le hizo una crítica de mediana profundidad y moderadamente elogiosa. 2ª. En la prensa madrileña más significativa, tras hacer la oportuna campaña de envío de ejemplares de La Regenta a las redacciones, se logró ampliar el número de meras referencias o ecos de su aparición hasta un total de trece medios, frente a los siete que la habían comentado de entrada y espontáneamente; solo dos diarios importantes mantuvieron su silencio, pese a haber recibido el libro con el ruego de dar cuenta de su publicación. 3ª. Donde el vacío fue clamoroso fue en lo relativo a verdaderas críticas, a cargo de los mayores especialistas en la materia; aunque no consta el número preciso de aquellos a los que se hizo llegar el libro, lo cierto es que solo respondió efectivamente una primera firma -Orlando-, corriendo el resto de la crítica a cargo de nombres menores. 4ª. En total, La Regenta llegó a recibir en diarios y revistas de Madrid y Barcelona hasta quince críticas que merecieran el nombre de tales, de las que doce fueron decididamente elogiosas: lo suficiente para que, en los resúmenes de literatura de aquellos años, fuera Alas reconocido como un narrador a la altura, por ejemplo, de Pereda, Palacio Valdés o Jacinto Octavio Picón.

     Amplío mi referencia al resumen de Tintoré[116], con la constatación de que tampoco en el extranjero contó La Regenta con mucho apoyo, ni siquiera en Francia, donde podría haberle favorecido su afinidad con la novela de Flaubert, Madame Bovary. Suele entenderse que la mano negra que hubo detrás de tan poca repercusión exterior fue la de la influyente condesa de Pardo-Bazán, aunque su distanciamiento notorio de Clarín no se produjera hasta años después[117].

     ¿Cómo podríamos interpretar todos estos datos? Tintoré lo resume claramente así: “Si podemos afirmar que no se prestó la atención debida a La Regenta, es sobre todo porque quienes más motivos tenían para hablar de ella no lo hicieron” [118]. Quiénes eran esos que no cumplieron con su deber literario fueron señalados por el propio Clarín, años más tarde, de la forma general y correcta siguiente: tengo los cajones de mi mesa llenos de cartas cariñosas de ilustres académicos, de grandes novelistas, críticos y poetas ... pero todo ello manuscrito [119].

     En su amplio estudio sobre la recepción de La Regenta, Martínez Cachero realiza un recorrido por la crítica de la época[120], del que me voy a valer para completar lo expuesto con base en el trabajo de Tintoré. Mi propósito no es otro que el de presentar un resumen del artículo del citado profesor, sin perjuicio de volver sobre él cuando, en capítulos posteriores aluda a ciertos aspectos de la novela que pueden explicar los puntos más negativos de su recepción[121].

A)     Recepción epistolar. Lamentaba Martínez-Cachero, a la altura de 1984, que el epistolario entonces conocido de las cartas enviadas a Clarín estuviera muy incompleto, al permanecer unas ochocientas misivas en manos de Dionisio Gamallo Fierros[122], de quien esperaba las editase con motivo del primer centenario de La Regenta. La completitud era necesaria, cuando menos, para confirmar lo que, con profunda tristeza había manifestado el biógrafo clariniano, Juan Antonio Cabezas, desde 1936[123]: “No tuvo entonces La Regenta un amigo de buena fe… un crítico desapasionado que le señalase defectos y destacase sus muchos aciertos y bellezas”. Por esos condicionantes, Martínez Cachero, aun conociendo su existencia, se ve impedido de recoger las impresiones epistolares que de su novela hacen a Clarín personajes, como Campoamor, Palacio Valdés, Narciso Oller o Giner de los Ríos. Y, en lo atinente a ilustres escritores, de quienes le constaban sus juicios -bien por carta directa a Leopoldo Alas, bien por misivas cruzadas con otros corresponsales-, se refiere, en primer lugar, a Pereda, cuyo juicio global es muy favorable, pero sin excusar defectos no pequeños, lo que le lleva a reclamar de Clarín “un poco de juicio y de imparcialidad”, con los que podría hacer grandes cosas. Seguidamente, Martínez Cachero resume el amplio parecer de Menéndez Pelayo[124], muy positivo por lo general -estilo enteramente maduro; prosa muy precisa; jugo y virtud descriptivas; muy felices los personajes que pueden pasar por secundarios; lo relativo al relato de las personas y costumbres de la Vetusta regentina (sic)-, pero sin eludir un punto clave, que será objeto de controversia desde entonces: encuentra a las figuras centrales de la novela -la regenta y el magistral- “demasiado complicadas y, por decirlo así, compuestas”; ni esconder otra rémora de la novela: “la tristeza que comunica al libro la presencia de tanto cura”, pues, siendo La Regenta una “novela de costumbres a la moderna”, no hay razón para conceder tanto espacio a unos modos de comportamiento que, al presente, “son restos de un estado social distinto”. Y cierra Martínez Cachero su espigueo de escritores ilustres con Galdós -no el del prólogo de la edición de 1901, sino el que acababa de leer por primera vez La Regenta-, cuyo juicio de la novela era tan positivo, que Clarín -tal vez oliendo el ditirambo y prefiriendo una opinión que le sirva para el futuro, procedente de un escritor al que admira- llega a pedirle que entre en detalles y resalte los defectos; y la verdad es que el grancanario no parece que esté especialmente acertado -tal vez, no haya asimilado aún la novela clariniana, dado que algunas de sus cartas llevan fecha anterior a la salida de su segunda parte-, cuando pone como defectos grandes que nota en la obra, “la preocupación por la lujuria, la demasiada lascivia”, y el ser “la obra excesivamente extensa”[125]; y, soslayando en ese momento la crítica de las dos figuras protagonistas -la regenta y el magistral-, destaca y pondera a algunos secundarios, singularmente a don Álvaro Mesía –“no he visto nunca en novelas españolas un elegante tan bien hecho”-, mientras que, por el extremo contrario, se fija en el regente, D. Víctor Quintanar, del que dice que ”es el personaje que menos me gusta, porque resulta excesivamente simple, y es cabrón desde el principio”.

B)     Recepción positiva en parte de la prensa. Según el criterio de Martínez Cachero, entre las diversas reseñas breves o gacetillas aparecidas en las publicaciones más relevantes, destacan las publicadas por Madrid Cómico (sucesivas a la aparición de los dos tomos de la novela) y por El Correo, también de Madrid, al publicarse la primera parte de La Regenta.

Mucho menos abundantes son los verdaderos comentarios o críticas con cierta profundidad o enjundia. Martínez Cachero destaca cuatro, comenzando por la del colega novelista de Leopoldo Alas, Jacinto Octavio Picón, verdaderamente entusiasta, pero que no extendió a analizar el tomo segundo de la novela. Seguidamente, alude a la extensa e interesante crítica del ya citado Orlando -seudónimo de Antonio Lara y Pedrajas-, igualmente muy positiva, pero bastante más amplia y matizada, como corresponde a haberla escrito en septiembre de 1885, cuando ya ha leído y asimilado los dos volúmenes de la obra; una crítica que tiene, entre otros, el valor de haber ponderado la grandeza e importancia del personaje del magistral, como superior y más valioso que “sus compañeros de protagonismo”. Es el tercer glosado el famoso periodista, Luis Morote -único que escribe en periódico de provincias, concretamente, de Palma de Mallorca-, quien se admira del brillante paso de Alas, de la crítica, a la novela extensa y que, sin perjuicio de algunas objeciones argumentales, sostiene sin vacilar que el estudio psicológico del cerebro de una mujer -obviamente, la regenta- y también el estudio social de una ciudad, acaso no encuentre quien los iguale entre los novelistas españoles contemporáneos. Y, por último, Martínez Cachero se detiene en las opiniones de Jerónimo Vida, que no ahorra objeciones o crítica de defectos, al lado del elogio global de la novela, que considera de relevantes méritos y admirables perfecciones, para concluir que después de “La desheredada” de Galdós, es la de más miga, más seria, más fundamental, más científica de cuantas han visto la luz en lengua castellana en estos tiempos.

C)      La recepción negativa. Clarín tuvo el dudoso honor de que algunos de sus críticos más irreductibles y vehementes plasmaran sus reproches regentinos en verdaderos folletos de publicación independiente[126]. Con todo, Martínez Cachero, limita sus citas en este trabajo a las censuras publicadas en prensa, con la sola excepción de la primera de las cuatro que recoge en aquél. Es esta la del padre Blanco García[127] quien, en su libro, La literatura española en el siglo XIX, afirma de La Regenta que es un “disforme relato de dos mortales tomos, que alguien calificó de arca de Noé, con personajes de todas las especies y que, si en el fondo rebosa de porquerías, vulgaridades y cinismo, delata en la forma una premiosidad violenta y cansada, digna de cualquier principiante cerril”. Más famosa es la diatriba de Luis Bonafoux Quintero -Aramis de seudónimo-, acuñador del símil del arca de Noé para referirse a La Regenta, a la que considera el libro “más pesado que se ha hecho en todo lo que va de Era Cristiana”, “atestado de personajes que dicen y hacen todo lo que se le antoja al autor”, verdad incontestable que poco más adelante aclara: son insatisfactorios y nada auténticos, sin excluir al celebrado magistral, “carácter completamente falso y completamente lila en prosa naturalista”; y propone el título de “Los chismes de Vetusta” para esta obra, de “un estilo atroz y plagado de galicismos y otros defectos de lenguaje”. El tercer crítico negativo citado es Ramón León Maínez -Baltasar Gracián de seudónimo-, quien comenta, según él, “para que la verdad se abra paso” y “para desagraviar a la literatura de los insultos chabacanos del tonto -Clarín- de Asturias o de Zamora”; por esas razones, la emprende contra La Regenta, juzgándola una obra llena de “interminables descripciones… reflexiones e incidentes empalagosos, diálogos alargados caprichosamente,… con exceso de hojarasca… lo secundario se impone a lo principal… de los dos tomos de la novela, sobra uno”; en suma, una novela “realista, naturalista, hasta pornográfica” de la escuela de Zola, pero sin las cualidades positivas de este, como el talento observador, las disposiciones creadoras o los propósitos transcendentales, que permiten al autor francés copiar el realismo de la vida social contemporánea. Y cierra su cuarteto de críticos negativos con Luis Siboni, quien juzga La Regenta una obra de prosa desgarbada, llena de atentados perpetrados contra el sentido común, escrita con una pluma mojada en mezcla de sublimado corrosivo y sangre putrefacta, con personajes tan inverosímiles y majaderos, como el marido de la regenta, o tan innobles y monstruosos, como la madre del magistral.

Martínez Cachero concluye que, “con los cuatro críticos repasados -Blanco García, Bonafoux, Maínez y Siboni- queda constancia de una recepción negativa de La Regenta, cuyos argumentos, cualquiera que sea su grado de verdad, aparecen distorsionados por la pasión hostil hacia novelista y novela”.

***

     La recepción de Pequeñeces tuvo, en el orden crítico, notables parecidos con la de La Regenta, junto a diferencias muy estimables. Centrándome, por ahora, en los hechos, no en sus causas, creo que la principal disparidad es la menor acritud y pasión que encontramos en los detractores de la obra de Coloma, seguramente porque su autor concitaba a priori mucha menor animadversión y ánimo de venganza. Pero también existían en Coloma y en su novela motivos para que muchas personas se molestaran o se indignasen, y ello acarreó a la postre parecidas consecuencias que las de la obra de Clarín: superficialidad crítica; escasos deseos de comprometerse entre los consagrados; silencio y vacío en las publicaciones menos cercanas a las ideas del autor; censuras claramente formuladas ad hominem… Claro está, todo ello en circunstancias muy diferentes, entre las que puede citarse el deseo del Padre Coloma -y de su Orden religiosa- de acogerse al silencio, huyendo de réplicas -a fin de cuentas, tenían ya el éxito de difusión más que asegurado-; la calidad claramente inferior de Pequeñeces frente a la de La Regenta, o el propio hecho de que el escándalo y la controversia fueron de mucha menor duración -no hubo para Coloma la damnatio memoriae, que alcanzaría durante décadas a Leopoldo Alas-.

     Hechas estas consideraciones iniciales, estamos ya en condiciones de acogernos -como acabamos de hacerlo con La Regenta- al criterio de especialistas en la materia, como lo son los profesores Rubio Cremades, Botrel y Elizalde[128].

     El profesor Rubio Cremades valora globalmente la recepción de Pequeñeces por la prensa como corroboradora del éxito de público que la novela tuvo desde un principio; existiendo también uniformidad a la hora de destacar, como notas más sobresalientes de la obra, la sátira social y la identificación de determinados personales de ficción con los del mundo real. Es esa sátira, centrada en la censura de la aristocracia, la que llevará aparejada la mayor oleada desfavorable de los críticos ideológicos de la novela, entre los que pronto destacará Martínez Barrionuevo[129], que le dedicará un folleto específico, editado en Barcelona con tal éxito que, emulando el de Pequeñeces, alcanzará no menos de ocho reimpresiones en 1891. Precisamente, este crítico, que formaba parte a la sazón del elenco periodístico del diario madrileño, La Época, resumirá en el mismo su opinión de la obra de Coloma, al tildarla de libro nefasto, con lo cual se apartaba de la postura favorable a la novela de su crítico literario, Luis Alfonso, que le dedicó dos extensos artículos, en los que, entre otras cosas, señalaba la vinculación de Pequeñeces con el credo naturalista zolesco. La Época acabará por convertirse en el mayor escaparate para dicha novela y su autor, dedicándole espacio para una breve biografía y un nuevo artículo, que insiste en el contenido social y crítico de la obra de Coloma, así como para un artículo de doña Emilia Pardo-Bazán, que luego será recogido en folleto[130], donde la escritora coruñesa, sin perjuicio de ensalzar las cualidades literarias de la novela, insistirá en su carácter populista y en el integrismo religioso que rezuma, plenamente contrario al liberalismo y a la legalidad vigente de la Restauración.

     Botrel, por su parte, hace un recorrido mucho más amplio por la prensa de la época, lo que, entre otras cosas, le permite establecer unas consideraciones generales, que permiten aproximar el comportamiento de periodistas y escritores ante Pequeñeces, al que ya habían tenido respecto de La Regenta: A) Silencio de la mayoría de los autores de prestigio, hasta que el enorme éxito popular de la novela y la campaña promovida por El Heraldo de Madrid -a la que seguidamente aludiré- les forzó  a pronunciarse, aunque casi siempre de forma breve y superficial. B) Pese a la participación muy numerosa de la prensa en el debate sobre Pequeñeces, siguió habiendo numerosos medios -principalmente conservadores- que prefirieron silenciar la crítica de la novela, en lo que se puede interpretar como “indiferencia voluntaria”.

     Al parecer, entre los grandes, solo la Pardo-Bazán se pronunció motu proprio sobre Pequeñeces, de modo encomiástico y, en el mismo sentido de potenciar la acogida de la novela, dio a conocer a su autor mediante una breve biografía. En muy otro sentido, Valera publica también de inmediato su famosa “carta”, Currita Albornoz al Padre Luis Coloma[131], en folleto anónimo, que constituye la crítica actualmente más conocida del libro. Los demás autores de mayor predicamento -entre los que Botrel cita a Castelar, Clarín[132] y P. Muiños- no entrarán en liza, casi siempre con críticas negativas, hasta que los mueva la campaña de El Heraldo de Madrid, en la que participará una multitud de lectores y gentes anónimas, hasta términos que el citado profesor francés juzga una especie de debate nacional, necesariamente limitado, pero más democrático que la mayoría de los de la época. Fue un gran acierto periodístico del citado diario, a la vez que forzó a pronunciarse sobre la novela y su alcance literario y político a cuantos en el país eran entonces “portavoces consagrados” de la pública opinión.

     El Imparcial de Madrid fue uno de los pocos diarios que incluyeron críticas serias y medidas de Pequeñeces. Una de ellas corresponde a Mariano de Cavia, que no se anduvo por las ramas a la hora de censurar la novela, a la que tilda de novela de sermón y de pasquín; ni tampoco a su autor, que bien puede ser un “padre”, pero aquí se ha convertido en un padrastro para casi todos los personajes y las clases reflejadas en su obra. Mayor relevancia ha tenido, en el mismo periódico, la crítica de Federico Balart, juzgada una de las tres mejores de Pequeñeces, junto a las ya citadas de Valera y Pardo-Bazán[133]. Apareció en los números de 13 y 20 de abril de 1891 de “Los lunes de El Imparcial”, y es considerada por Rubio Cremades un ejemplo del aplomo y la independencia habituales en Balart. En conjunto puede ser considerada como crítica favorable[134], aunque con muy importantes observaciones negativas, como la crucial de que no hay verdaderos caracteres en Pequeñeces, ni siquiera el de Currita, su protagonista absoluta, cosa con la que Clarín estuvo plenamente de acuerdo[135].

     Para terminar, recojamos algunos de los datos e ideas del profesor Elizalde, a propósito de las objeciones hechas a Pequeñeces desde el punto de vista político, no sin antes señalar el atrabiliario chaparrón que -pese a otras muchas citas favorables y/o benévolas- se dedicó a Coloma en La Época y, de paso, a la Orden jesuítica: clérigo, que es un antiguo calavera, que pretende dinamitar el complejo equilibrio de las fuerzas restauradoras, haciendo el caldo gordo a los carlistas y a sus secuelas. Tenemos aquí ya, entre otras lindezas, dos puntos clave que harán muy difícil asumir la novela como una obra literaria personal del autor, que como tal tendría que ser juzgada: el de que la Compañía de Jesús dirigía la pluma de Coloma, y el de valorar Pequeñeces en términos de proximidad con los valores y las prácticas de los partidos políticos. Estamos, a la vez, cerca y lejos de la recepción de La Regenta: lejos, por las objeciones de integrismo y adoctrinamiento clerical; pero cerca, en lo referente a repudiar al autor y posicionarse respecto de su novela por prejuicios y motivos extraños a lo estrictamente literario.

     En uno de tantos artículos de opinión que, dentro de la campaña abierta antes citada,  aparecieron en El Heraldo de Madrid de forma anónima o -como este- con seudónimo, Pedro de Arbués sintetiza perfectamente el parecer de que Pequeñeces forma parte de maniobras orquestadas por la Compañía de Jesús, al escribir: “Sabido es que entre los jesuitas nadie se mueve sin orden superior; los actos todos de cada uno de los individuos se encaminan a un fin determinado; fin que muchas veces ignora el autor, convertido en mero instrumento de sus superiores... El P. Coloma, S. J. ha escrito su libro con anuencia o por mandato de sus superiores; esto es indudable. Reconocido esto, como hecho indudable, ocurre preguntar. ¿Qué objeto se proponen los jesuitas?”[136] Y el conspicuo carlista, Pablo Morales, pese a su orientación política, no se corta a la hora de afirmar en el curso de una conferencia, según la reseña de El Heraldo: “…el espíritu dominante en la Compañía es el integrismo, contrario a la suavidad y prudencia del episcopado”; y ve en la novela Pequeñeces “un indicio de vastos proyectos de comunismo católico o socialismo teocrático; una especie de proyecto de falansterio jesuítico”[137]. El crítico Luis Alfonso, periodista de La Época, llega hasta a aventurar que Pequeñeces se alzaba amenazante, cual terrible ariete, sobre la cabeza de un niño inocente[138]. Y la propia Pardo-Bazán, tan simpatizante de Coloma, no excusaba la crítica política de que Pequeñeces, al poner en la picota a la aristocracia, en el fondo hacía otro tanto con la Restauración.

     En suma, concluye Elizalde, la cita de los testimonios de matiz político contra Coloma sería inacabable. Pequeñeces -se decía- es un libelo, una sátira cruel contra la aristocracia y la Restauración. El P. Coloma -afirmábase- es un sectario, un discípulo de Zola, un instrumento de los manejos maquiavélicos de la Orden jesuítica.

 

 

8.      La Regenta, Pequeñeces y el futuro de sus autores

 

     No oculto mi preocupación al abordar este capítulo, pues en él he de tratar de una materia que, al menos a nivel de resumen sin muchos matices, me parece difícil de abordar por un no especialista, como es mi caso. Me refiero al de la transcendencia negativa a medio o largo plazo que tuvo para Leopoldo Alas y para Luis Coloma su autoría respectiva de La Regenta y de Pequeñeces. Pero es un tema que creo no puede estar ausente del presente ensayo, en el que pretendo estudiarlo en dos partes, como ya indiqué al comienzo del capítulo anterior: 1ª. La repercusión perniciosa de dichas novelas en sus autores, más allá del razonable límite cronológico de los respectivos escándalos, hasta llegar en el caso de Alas a la llamada damnatio memoriae. 2ª. La posibilidad de que, de un modo u otro, el éxito de sus primeras novelas largas acabara por perjudicar seriamente el futuro de Alas y Coloma como novelistas para ulteriores empeños literarios.

8.1.            El perjuicio a medio y largo plazo. La damnatio memoriae.

     Por razones del todo comprensibles, romperé en este apartado el orden cronológico, para referirme en primer lugar al Padre Coloma y su Pequeñeces. El motivo principal no es otro sino el de que puede ponerse en duda que, en su caso, el daño derivado del escándalo haya sobrepasado el corto plazo -pongamos, como término máximo para este, el de un año-.

     Ya he expuesto anteriormente[139] que existe una opinión bastante generalizada, en el sentido de entender de muy corta duración el escándalo generado por Pequeñeces, como cosa de unos meses, un año a lo más. Este parecer solo puede sostenerse si nos referimos al escándalo popular; pero no era esa repercusión la que más preocupaba a Coloma ni, por extensión, a la Compañía de Jesús. El mero alboroto de críticos y ciudadanos corrientes -muchos de los cuales no paraban de hablar de lo que ni siquiera habían leído- era algo de esperar ante una novela de un contenido tal y, para paliar y acortar sus nocivas consecuencias, el autor y su Orden religiosa adoptaron una postura de pasividad y silencio[140]. Todo lo más, adoptaron la precaución de que el autor no aportara por Madrid, so pretexto -verídico a medias- de sus achaques de salud[141].

     La mayor preocupación de Coloma y de los jesuitas en general era de más duración y calado: temían la reacción airada y el desapego que pudieran despertar en la aristocracia e, incluso, en la Corte, con un libro que contenía una censura severa y mordaz del comportamiento de muchos de los próceres que pululaban en las altas esferas madrileñas; por no aludir, además, a que el Padre Coloma aparentaba un conocimiento tal de las interioridades de muchos de sus personajes de clave, que bien podría haberse beneficiado de confidencias de confesonario[142].

     Las expresadas inquietudes no podían ser arrostradas meramente con pasividad y silencio. Con independencia de la profilaxis que llevara a cabo la Orden jesuítica -de la que trataré con cierto detalle en un capítulo posterior[143]-, Coloma aprovechó sus buenas relaciones y amistad con destacados miembros de la nobleza para explicarse acerca de sus objetivos al escribir Pequeñeces y contra la falacia de que hubiese querido retratar en varios de sus personajes a individuos concretos de la alta sociedad madrileña. Algunos de los nobles solicitados por él llevaron a cabo, en efecto, una labor de intermediación, aunque no estuviesen muy convencidos de las explicaciones del Padre. Tampoco está muy claro que los inicialmente molestos u ofendidos se vinieran a razones, pero sí parece que la mayoría aceptó las disculpas, de tal modo que Coloma siguió siendo recibido en los círculos aristocráticos que hasta entonces había frecuentado, manteniendo el concepto precedente de sacerdote distinguido y en buenas relaciones con los próceres.

      La máxima inquietud del autor de Pequeñeces fue por la reacción ante su novela de la Reina Regente, que venía distinguiéndolo con su deferencia. Tal preocupación no tenía base objetiva, pero las sospechas de carlismo en Coloma -aunque infundadas-, así como la crítica airada de la política de la Restauración que rezumaba la novela, se prestaban a provocar un cambio en la buena relación con Doña María Cristina. Afortunadamente para Coloma, la Regente lo mantuvo en amistosa consideración, dando pruebas patentes de ello[144], que contribuirían a que los cortesanos dejasen su animadversión hacia Coloma, si es que la tenían, para su fuero interno o su intimidad.

     En suma: No hay causa suficiente para entender que el escándalo de Pequeñeces generase al Padre Coloma perjuicios o quebrantos personales, hasta el punto de afectar significativamente a su vida posterior ni, mucho menos, ese vacío y olvido de sus obras y cualidades que se denomina -con cierto énfasis- damnatio memoriae.

***

     ¿Hubo, por el contrario, tal damnatio en el caso de Leopoldo Alas, como consecuencia, principalmente, de haber publicado La Regenta? Eso es lo que expresamente afirman algunos autores que recientemente han abordado el tema[145]. Pero ¿incurren en exageración, habida cuenta de que, a la letra, la sanción a la que se refieren tiene que ser absoluta y oficial? No me creo capacitado para contestar con un sí o un no a tales interrogantes. Prefiero acoger con espíritu crítico varios de los hechos invocados como relevantes por los estudiosos del tema, dejando que sean los lectores quienes, reflexionando sobre ellos, extraigan sus propias conclusiones:

     1º. Coincidiendo con el epicentro del escándalo provocado por La Regenta, cuando se alude a la damnatio clariniana suele destacarse el protagonismo en ella de las fuerzas vivas ovetenses más directamente alcanzadas por la sátira o la presunta alusión personal[146]. Lo cierto es que Leopoldo Alas siguió viviendo en Oviedo hasta su muerte en 1901, sin el prestigio o la justa popularidad que deberían haberle granjeado su obra literaria y su buen desempeño académico, en una situación de recelo y vacío bastante generalizado, que su biógrafo Cabezas concreta en algunas frases muy expresivas: “Clarín empieza a ser ciudadano del mundo. Pronto será un provinciano universal… Oviedo, en cambio, nunca comprendió a Clarín”. “Esta fue la tragedia de Clarín. Vivió en Oviedo como un extraño, si exceptuamos una tertulia de cuatro amigos…”[147] Con todo, Alas fue un catedrático prestigioso y su escasa vocación política en un partido minoritario -el Republicano, o Demócrata, Posibilista, presidido por Emilio Castelar- lo llevó por elección popular al ayuntamiento de Oviedo en calidad de concejal (1887-1891), no llegando a ser nombrado alcalde por apenas dos votos de diferencia con el que resultó elegido. Y, al fallecer, recibió el homenaje póstumo, tanto de la universidad, como del ayuntamiento[148].

     2º. Por referirme tan solo, entre los homenajes dedicados a su memoria, a los propios de las instituciones y las gentes de Oviedo, quiero aludir en primer lugar, por orden cronológico, al acordado por el ayuntamiento ovetense a los ocho días de su fallecimiento, dando el nombre de Leopoldo Alas a una de las calles más próximas a aquellas en que había vivido de niño y la mayor parte de su etapa ovetense de adulto. El acuerdo se llevó a término con toda solemnidad en octubre de 1902, coincidiendo con un homenaje general de otras corporaciones, incluida la Universidad de Oviedo. Y, si bien es notorio que, durante el asedio de Oviedo en la guerra civil de 1936-1939, el citado ayuntamiento acordó -obviamente, por motivos políticos- retirar el recuerdo a Clarín del nomenclátor de las calles ovetenses (acuerdo de 11 de febrero de 1937), no es menos cierto que, en fecha relativamente próxima (4 de octubre de 1945), se restituyó a la antigua calle de la Puerta Nueva Alta el rótulo del autor de La Regenta[149].

     3º. En alguna ocasión, se ha relacionado el hecho de que La Regenta dejara de reeditarse durante décadas, a partir de su edición de 1908, con la voluntad decidida de que la novela y su autor pasaran a ser unos entes desconocidos para el común de los españoles, por no hablar de los extranjeros, que carecieron también durante muchos años de una traducción a sus lenguas vernáculas. El hecho es ese, pero, en lo que se refiere al periodo que transcurre hasta la guerra civil y el triunfo del bando nacional, no encuentro razonable llevar la fuerza de la damnatio memoriae hasta el extremo de que ningún editor se hubiese resuelto a publicarla, siempre que estuviese agotada, juzgase su reedición un buen negocio y contase con la autorización y acuerdo de los herederos de Clarín, titulares de los derechos de autor en su momento.

     4º. Una vez concluida la guerra civil e iniciados los treinta y tantos años del régimen de Franco, sí que puede sostenerse -como en relación con otras obras literarias juzgadas poco convenientes políticamente-, que La Regenta entró en una fase de hibernación en la que, por razones de censura ético-religiosa, tuvo dificultades casi insalvables para ser reeditada[150], a diferencia de lo acaecido en Hispanoamérica. Esta situación duró hasta la década de 1960: En 1962, la censura oficial concedió finalmente la autorización para volver a publicarla, en atención a sus extraordinarios méritos artísticos, tratándose de una “novela capital en nuestras letras contemporáneas”[151]. En 1963, aparece la edición de Planeta, con estudio introductorio de Martínez Cachero. En 1966, Alianza Editorial lanza los diez mil ejemplares de su primera edición de dicha novela, en formato de libro de bolsillo, que será reimpresa en numerosas ocasiones en los años siguientes. Y en 1969, una edición encuadernada en tela, formato 20 x 12, inicia su difusión en el selecto y amplio público suscriptor de Círculo de Lectores, con una segunda edición en 1973. La Regenta entrará en el conocimiento general de las nuevas generaciones de españoles y serán ya pocos críticos y autores de libros de texto los que osen juzgarla una buena novela más, obra de un autor de calidad mediana. Y, en cuanto a sus traducciones a otros idiomas, no creo necesario detallar más de lo recogido antes, en el capítulo 6 del presente ensayo.

     5º. Con este ordinal, entro en el vidrioso y, por muchos conceptos, lamentable asunto del memorial de Clarín en el Campo de San Francisco de la ciudad de Oviedo. Se trataba inicialmente de una fuente con tratamiento escultórico[152], que fue sufragada por suscripción popular e inaugurada en mayo de 1931, es decir, a los treinta años de la muerte del homenajeado, a los catorce de iniciarse los trámites e ideas para el homenaje, y coincidiendo con los inicios de la Segunda República. Pues bien, como fruto de un acto vandálico producido en febrero de 1937[153], de evidente connotación política, el citado monumento fue reducido a un montón informe de piedras, que permanecieron in situ, no se sabe si por incuria, por ludibrio o para memoria del honor y de la barbarie. Otros treinta y un años más habrían de pasar para que, con ciertos retoques de pudibundo objetivo[154], fuese restaurado el memorial, el día 26 de abril de 1968. ¿Podemos entender que todo esto sea fruto de una damnatio memoriae en sentido estricto, es decir, dirigida y controlada conforme al principio de autoridad? Creo que no.

     6º. Cierro las referencias a hechos invocados como indicios o pruebas de tal damnatio con la ejecución del hijo mayor de Leopoldo Alas Clarín, de nombre Leopoldo García-Alas y García-Argüelles; como su padre, catedrático de la facultad de Derecho ovetense, y rector de esa universidad entre 1931 y 1936. Detenido al comienzo de nuestra guerra civil, fue juzgado en consejo de guerra celebrado en Oviedo en febrero de 1937, por el cargo de inducción a la rebelión, y condenado a muerte, sentencia que se ejecutó por fusilamiento en la cárcel ovetense, el día 20 de febrero de 1937. La falta del menor fundamento jurídico ni ético que denota la indicada sentencia a la pena capital, ha llevado a una generalidad de comentaristas a entender que, entre los pretextos que se buscaron para matarlo, se encontraría implícitamente el de ser hijo de Clarín, persona nada grata a muchos adeptos al bando nacional de la contienda. Según se mire, tal impresión puede reputarse, desde una obviedad, hasta una conclusión sin fundamento probado. Como persona con medianos conocimientos y experiencia en la materia del Derecho y la guerra civil española, estoy por afirmar que ninguna necesidad había de indagar en la filiación de los acusados de rebelión para quitarles entonces la vida, por pocos argumentos o pretextos que se tuvieran para ello.


Monumento a Clarín en Oviedo (estado actual)

 

8.2.            ¿Perjuicios en sus posteriores carreras como novelistas?

     Partamos de una reflexión, que parece razonable. Si un novelista principiante alcanza un importante éxito con su primera novela extensa, es bastante probable que ello le anime a proseguir su carrera de narrador y, al propio tiempo, le abra de par en par las puertas de las editoriales. Pero si esa novela inicial causa un escándalo de considerables proporciones y ofende a numerosas personas influyentes de su entorno, es también previsible que genere en el autor una circunspección, que le lleve a pensarse dos veces el proseguir con desenfado por el camino argumental y estilístico ya iniciado. ¿Hubo algo de todo esto en Leopoldo Alas y en Luis Coloma tras la aparición de La Regenta y de Pequeñeces, respectivamente? Acerquémonos a los hechos y procuremos, a continuación, extraer algunas consecuencias.

***

     Comencemos por el caso de Clarín. Publicada La Regenta a sus treinta y tres años, tenía teóricamente ante sí una extensa carrera como novelista. Por otra parte, su primera novela ofrecía -también hipotéticamente- una gran oportunidad de abrir un ciclo o serie de relatos, aprovechando en parte el ambiente y los personajes regentinos[155]. Pero, de otra parte, el escritor se decía perplejo acerca de ir, o no, para novelista, cuando menos, al modo fecundísimo y de dedicación casi exclusiva de un Galdós, por ejemplo[156]. En cualquier caso, tardó unos seis años en publicar su segunda novela, Su único hijo[157], y, pese a los buenos propósitos y hasta a anuncios concretos[158], sus restantes empeños novelísticos quedaron para siempre en el tintero. Quizá merezca la pena insistir algo más sobre los fallidos proyectos novelescos de Leopoldo Alas pues, ni son muy conocidos, ni existe plena coincidencia sobre los mismos.

     Emilio Alarcos[159], además de a Su único hijo, se refiere a tres nonnatas novelas, tituladas Una medianía, Juanito Reseco y Speraindeo, llamadas a formar sucesivamente una serie con La Regenta y Su único hijo; es decir, teniendo en la novela regentina la matriz del conjunto. De las tres obras truncadas se conocen algunos fragmentos.

     Martínez Cachero asevera que existen partes de seis novelas largas que Clarín no llegó a culminar, más otras dos, que quedaron en mero proyecto; y creo entender que el citado especialista en Clarín considera que el proyecto global tenía, más bien, la clave en Su único hijo, por más que la idea general fuese la de que el ciclo tuviera una continuidad de ambientes y personajes, pero con la independencia necesaria unas obras de otras, como para poder ser leídas de manera independiente[160].

     Sea como fuere, algunos mantienen la opinión de que los designios de Clarín eran utópicos, habiéndose mantenido siempre dubitativo, inseguro de poder abordar un ciclo novelístico; cuanto más, de acabarlo[161].

     El que las frustradas novelas arrancasen de La Regenta o de Su único hijo no es una cuestión baladí. Ya hemos visto lo suficiente acerca de la recepción de La Regenta, como para inferir la carga hereditaria -positiva y negativa- que ello podía implicar. En cambio, nada he indicado hasta ahora de lo que habría supuesto una cierta filiación respecto de Su único hijo. Pues bien, en este caso las consecuencias habrían sido del todo desfavorables: La segunda novela de Clarín fue casi invariablemente recibida de forma negativa, lo que posiblemente decepcionó a su autor de modo definitivo, en orden a seguir publicando novelas y, más aún, en la línea de las precedentes. Si Alas había calificado con orgullo La Regenta de “obra de arte” y recibido muchas críticas elogiosas, así como cierto éxito popular, nada de eso pudo alimentar su resolución después de la fría acogida -por decirlo finamente- de Su único hijo, por más que la justicia brillara en ello por su ausencia. De hecho, hubo que esperar hasta mediados del siglo XX para que se empezara a comprenderla a fondo y apreciarla[162], aunque desde luego a mucha distancia de su hermana mayor.

     Vayamos a nuestro grano: ¿Tuvo algo que ver la recepción escandalosa y no siempre favorable de La Regenta en que, al menos, a partir de 1890, se truncase la carrera como novelista de Clarín? Entiendo que no, a juzgar por sus indicados proyectos de futuro. ¿Tuvo algo que ver el aparente fracaso de crítica y público de Su único hijo? Yo diría que sí, en la medida en que, a diferencia del caso de La Regenta, suponía una casi completa incomprensión de su trabajo, no la reacción visceral ante el mismo. Tampoco puede olvidarse que, además de la recepción fría u hostil, Clarín no podía ignorar que su segunda novela -pórtico a un ciclo de relatos que podía llevarle toda su vida- era un retroceso en su biografía literaria; que no tenía el impulso, el corazón, la precisión y la grandeza de La Regenta. Queriéndolo o no, Alas había puesto en Su único hijo la mirada más incompasiva y la técnica narrativa más fría que, tal vez, pueda encontrarse en la novelística hispana del siglo XIX.

     Pero hay otros enfoques que pretenden explicar que Clarín no pasara de su segunda novela extensa. Uno de ellos[163] parece paradójico. Según este enfoque, el caso sobresaliente de La Regenta, fue el único en que verdaderamente se salió Clarín del ámbito en que constantemente brilló como uno de los más grandes -si no el mejor- de los autores decimonónicos españoles: el campo del cuento y de la novela breve. De hecho, si Clarín lo hubiese intentado, poco podría haberle costado convertir varios de sus relatos de extensión media en novelas relativamente amplias, sin más que haberlas hinchado, con técnicas que bien conocen los escritores profesionales. Pensemos en los casos de Doña Berta, Pipá, Superchería y algunos otros. No quiero con ello decir que Su único hijo sea un caso de inflación: No puede decirse que su extenso texto[164] sea un cuento o novela corta artificialmente extendidos, pero sí que revela una ficción que tiene mucho parentesco con los cuentos satíricos del autor. La pregunta surge espontánea: ¿Sería Clarín uno de esos novelistas -y no pocos, desde luego- que llevan dentro su novela, publicada la cual pierden interés o impulso para seguir construyendo extensas fabulaciones? O bien, ¿puso Clarín tanto de su fecundidad y de su alma en La Regenta que, como escribió Galdós[165], “no ha querido reservar nada para otra vez”?

     Claro está que caben interpretaciones menos atrevidas, ceñidas a la biografía de Leopoldo Alas, así la humana, como la propiamente literaria. Muchas cosas parecen conjugarse para explicar su corta trayectoria de novelista propiamente dicho. Yo me inclino por aceptar esa justificación y resumo, sin más detalle, tales motivos: Un alto nivel de autoexigencia, potenciado por la enorme altura alcanzada con su primera novela; un concepto de la forma literaria que, sin hacer de él un estilista puro o perfecto, le hacía tener la suficiente preocupación por la forma -la “obra de arte”- y por acercarse a la perfección, que le ayudaron para no poder con nuevas novelas; una salud deficiente, que le afectó, al menos, durante la última década de su vida, cuya duración fue notablemente breve -murió a los 49 años-; la atención de su profesión de catedrático universitario, desempeñada con entrega y vocación; la crítica feroz de que era objeto en todas sus facetas literarias[166]; sus otras ocupaciones literarias no novelísticas, que en ocasiones alcanzaron el carácter de alimenticias, aunque la urgencia fuese más bien fruto de la exigencia de directores de periódicos y de editores…

     Resumamos, a tenor de la rúbrica de este apartado del ensayo: En conjunto, La Regenta, ¿perjudicó la posterior carrera de Clarín como novelista? Como poco, a la vista de lo que aconteció después, podemos decir que no la favoreció. Para afirmar que, lejos de ello, la perjudicó, opino que tendríamos que hacer historia virtual, lo que rebasa los objetivos de este trabajo.

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     Los hechos posteriores a la publicación de Pequeñeces tienen en la vida literaria del Padre Coloma un parecido muy significativo con los que afectaron a Clarín tras la de La Regenta, siquiera la similitud tenga causas o circunstancias no coincidentes. Para empezar, la aparición de la primera parte de la siguiente novela de Coloma, titulada Boy, se demoró unos cinco años, publicándose por entregas en los años 1895 y 1896[167]. En el intervalo 1891-1895, parece que la vida de Coloma pasó por diversos episodios de salud quebrada, que aconsejaron su permanencia en la casa de la Compañía de Jesús de Deusto (barrio de Bilbao), cosa que en nada favorecería el evidente designio del escritor de redactar y publicar una nueva novela que, en cierto modo, fuera continuación o, al menos, estuviese en la línea de la precedente[168]. Sobre si contribuyó a la demora el escándalo de Pequeñeces, es de suponer que sí, hasta que el mismo remitiera y fuese asimilado, tanto por Coloma, como por la Orden jesuítica.

     Es en el transcurso de la aparición fascicular de Boy cuando surge la radical divergencia entre los casos de Clarín y de Coloma, pues este recibe el impulso negativo de sus superiores jesuitas, que empiezan a ver en la novela en curso de publicación elementos que les recuerdan mucho a los de Pequeñeces y, por tanto, les hacen temer un alboroto de parecidas características, con la agravante de la reincidencia. Amparados, no solo en su autoridad, sino en el hecho de que las entregas estén siendo editadas en la imprenta de El Mensajero del Corazón de Jesús, acuerdan la suspensión de la publicación, al concluir la primera parte de la novela[169], lo que no fue sumisamente recibido por el autor: Hacia 1903, Coloma conoció en Zarauz y en Cestona al joven y aristocrático escritor, Antonio Hoyos y Vinent[170], a quien animó para que escribiese la segunda parte de Boy, continuando lo aparecido en El Mensajero. El interpelado rechazó el encargo, por entender que lo ya publicado de Boy, más aún que Pequeñeces, no era una novela que contara la vida tal cual era, sino como podría ser vista en una cátedra de moral o en un confesonario[171]. Con el tiempo, Coloma prefirió sacrificar su honor literario, que no la continuidad de la novela, la cual hizo él finalmente, en 1910[172], aunque con un ritmo acelerado y numerosas correcciones que nunca explicó, pero que le hicieron confesar a otro académico de la Española: Estoy mutilado y reducido. Boy es tan solo un pálido reflejo del original[173]. Con todo, el Boy a la medida de los gustos jesuíticos iniciaba una próspera andadura, en lo que a difusión popular se entiende[174], y sin mayores objeciones de la aristocracia, que seguramente había evolucionado mucho desde los tiempos de Pequeñeces, cuando menos, en sus tragaderas para con la sátira de sus malas costumbres al estilo del Padre Coloma.

     Reanudando el parecido de los casos de Clarín y Coloma, podemos decir que, tras Pequeñeces, el rastro del escándalo anterior persiguió al jesuita, hasta el punto de no poder seguir su camino novelesco personal y deseado, cerrando con solo una novela más dicha trayectoria. Pero, a diferencia de Alas, Coloma optó por tomar una nueva vía de hacer novelas, mucho más grata para su Orden, a la que el escritor se acomodó con facilidad e indudable éxito: la de la novela histórica, con toques de religiosidad, espíritu patriótico y sentimentalismo. Esta nueva vía la inició en 1898 con La reina mártir, sobre la reina de Escocia, María Estuardo; en 1905 la continuaba con un gran éxito, Jeromín, biografía novelada de Don Juan de Austria[175], y la concluía en 1914 con Fray Francisco, sobre el Cardenal Cisneros. Gracias a este giro radical de su quehacer novelístico, la Compañía de Jesús estuvo conforme con el regreso a Madrid del Padre Coloma (1899), lo que le permitió disfrutar de la vida cultural y social de la capital de España hasta su muerte, acaecida en el año 1915.

 

 

9.      Temas escabrosos en ambas novelas

 

     Escribiendo sobre La Regenta, sostiene Torrente Ballester que los mayores, los adultos, suelen escandalizarse de la verdad[176]. Para la gran novela de Clarín, como para Pequeñeces, eso es una realidad a medias, como no lo ignora el escritor ferrolano, que poco más adelante pone en relación con un presunto “naturalismo” el hecho de que La Regenta fuese recibida como pecado público y escandalizante (sic). Creo que no podremos entender la capacidad vejatoria de las dos novelas examinadas, si prescindimos de muchos de los temas que abordan, con más o menos detenimiento y preeminencia, y que he calificado en la rúbrica de este capítulo de “escabrosos”. ¿Cuáles eran estos, en el sentir de los lectores de su tiempo? ¿Coinciden algunos en las dos obras que analizo? Procuraré dar respuesta a ambos interrogantes, comenzando por La Regenta, sin detenerme mucho en la revisión. Más adelante, dedicaré algunos capítulos a profundizar en los temas escabrosos que me parezcan más dignos de reflexión para ambas obras[177].

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     Como no podía ser de otra forma, en La Regenta se han encontrado numerosos puntos de escándalo o de reparo para la sociedad biempensante de su tiempo. Recopilando y escogiendo media docena de ellos[178], voy a referirme a los siguientes:

     El adulterio. Es uno de los temas clave de la novela de Clarín, en la línea de tantas otras del siglo XIX -por aludir solo a su siglo-, pero, a mi parecer, no el más relevante, ni tan sustancial como para conceptuar sin matices La Regenta como una “novela de adulterio”. El quebranto de la fidelidad conyugal física va surgiendo en el texto a partir de un plano secundario, que no alcanzará plenitud y consumación hasta el final de la obra, y no tanto en un ámbito de mera satisfacción sexual -para la regenta-, sino dentro de un proceso de rebelión espiritual de la protagonista[179]. En cualquier caso, tales sutilezas, sobre ser poco o nada tranquilizadoras para la sociedad de entonces, no me propongo que marquen el sentido de este ensayo, por rebasar ampliamente sus objetivos. Y, de todas maneras, el tema del adulterio será uno sobre los que haya de volver, como antes he indicado.

     El papel de la mujer. La regenta -y casi todo el coro femenino de la novela- es un personaje lastrado y vulnerable a causa del puesto que, por razón de su sexo, le viene establecido en una sociedad que niega o escatima su igualdad con el hombre, su derecho a la formación integral y su rol dentro de la familia. Solo con esos parámetros pueden entenderse la evolución, los vaivenes y esa psicología excitable de Ana Ozores que, en ocasiones, ha sido calificada de histérica[180].

     La educación. Es un tema conflictivo que subyace en La Regenta, aflorando en ocasiones de modo indirecto. Con todos los matices y la evolución que se quiera, parece que Leopoldo Alas, desde su etapa de formación académica en Madrid[181], enfoca la educación con esas notas de idealismo, moralidad y anti dogmatismo, que en la España de la época se entienden patrimonio del krausismo, hasta el punto de utilizar esa alusión filosófica como un sambenito que se colgaba a cualquier intelectual o docente que se apartara del patrón dominante, basado -dicho sea con cierta desmesura- en la sumisión y el dogmatismo. Este patrón era cultivado de preferencia por las Órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza y, por antonomasia, se vinculaba con los jesuitas. El antagonismo, krausismo frente a jesuitismo, nos pone sobre la pista de la manera tan contradictoria en que se considerará -implícita o explícitamente- la formación personal en La Regenta -obra de un krausista, hasta cierto punto- y en Pequeñeces, novela doctrinal o de tesis, nada menos que de un jesuita militante. Dejemos, por ahora, ese presunto antagonismo aquí, no sin antes insistir en que Clarín, a diferencia de Coloma, no pretendió aleccionar con la novela a sus lectores.

     La religión. Este punto, aunque tratado por Alas de manera cuidadosa y equilibrada, fue desde un principio objeto de interpretaciones equivocadas, cuando no maliciosas, que fueron pasando, desde la tacha de anticlericalismo -aceptable iuxta módum-, a la de irreligiosidad y, de esta, a la de escarnio o rechazo de la liturgia y/o los dogmas católicos. Lo cierto es que la propia novela es un claro y formal mentís de esas lecturas sesgadas, pues en ella misma se reflejan con nitidez los puntos de vista de su autor, encarnados en algunos de sus personajes más destacados: De una parte, la religión vivida en forma sincera y espiritual, de la que puede ser buen ejemplo el obispo de Vetusta. De otra, la manera falsa e interesada, encarnada por el canónigo magistral, que es la que acabará produciendo su tragedia y la de la regenta.

     La política. La conocida adscripción política de Leopoldo Alas a tendencias que hoy llamaríamos progresistas o de izquierdas, no puede hacernos perder de vista que La Regenta en modo alguno es una novela en donde la política salga a colación ni, menos aún, juegue un papel relevante. Todo lo más, podemos inferir una crítica velada de la política caciquil y falsamente democrática de la Restauración, en el detalle de cómo se entienden los rivales vetustenses que encabezan los partidos liberal y conservador[182], encarnando para su ciudad y provincia el sistema de turnos nacido del llamado Pacto de El Pardo. Pero un arraigado sistema de prejuicios y de convicciones acomodaticias hará que se ponga en el debe de Clarín cualquier censura o sátira en su novela que, aun de lejos, tenga que ver con la política. En un capítulo posterior de este trabajo[183] trataré específicamente de la ideología política de Alas y de Coloma, para aludir a sus parecidos y diferencias, en la línea de lo que pretendemos analizar.

     La familia. No todos los próceres, los religiosos y los cabezas de familia del tiempo de Clarín estaban dispuestos a reconocer a la institución familiar el papel decisivo que aquel le atribuye a lo largo de su gran novela: no solo como la célula básica de la convivencia social, sino también de la religión -eso que, con el tiempo, se conocería como iglesia doméstica[184]-. Es una idea clave para la asunción de la convivencia y de la religiosidad por cualquier persona, pero La Regenta la refiere especialmente a las mujeres y, en concreto, a su protagonista, Ana Ozores. De aquí podemos arrancar la gran importancia que tendrá en la peripecia argumental la maternidad frustrada de la regenta; una cuestión que devendrá escabrosa cuando se pretenda hacer de ella una gran parte de la explicación de su manera de ser y de su comportamiento. El tema merecerá de nuevo mi atención, en un capítulo posterior[185], pues lo entiendo crucial en punto a comparar la Regenta y Pequeñeces.

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     Seguramente que la gran mayoría de los primeros lectores de La Regenta estuvieron lejos de percatarse de que la novela trataba -siquiera de manera indirecta o tangencial- de todos esos temas escabrosos que, a título de ejemplo, acabo de desgranar. De hecho, me parece útil destacar, de entre todos ellos, los que las gentes de su tiempo juzgaron tratados de manera más naturalista y deplorable, desde su particular punto de vista. Entiendo que la ya aludida crítica pública y escrita del obispo de Oviedo, Martínez Vigil, puede ser la mejor forma de compendiar el criterio de los críticos regentinos desde el punto de vista ético-social. Pues bien, el citado monseñor se permitió calificar el libro[186] de infame y a su autor, de salteador de honras ajenas, justificando tan peyorativas valoraciones por los siguientes motivos: La obra estaba saturada de erotismo; hacía escarnio de prácticas cristianas; contenía alusiones injuriosas a personas respetabilísimas y se mofaba de reverendas personas encargadas del culto. Según eso, descartando, por ahora, el tema concreto de las ofensas personales basadas en descripciones o alusiones injuriosas -cuestión que, como ligada a ser o no ser La Regenta una novela de clave, ha de tratarse en otro apartado de este ensayo[187]-, la censura episcopal juzgaba dañosamente afectado el tema de la religión y, si acaso -por aquello del erotismo- el del adulterio. Del tratamiento de las demás cuestiones conflictivas, la novela parecía salir indemne o, cuando menos, sus deslices habían pasado inadvertidos.

     Curiosamente, el segundo punto de contraste que voy a utilizar -el de los censores franquistas- parece un calco o mera repetición del episcopal de Martínez Vigil, pese a haber transcurrido entre uno y otro no menos de sesenta años. Así, la censura oficial del año 1946, aconsejaba a la autoridad competente, que no autorizase la reedición de La Regenta en España ni la introducción de ejemplares en español procedentes de los países hispanoamericanos, por los siguientes motivos: “En esta obra Clarín parece que tiene una cuestión personal con el clero[188]. Las Dignidades (sic) eclesiásticas lo ponen fuera de sí. La obra, meritoria en diversos aspectos es, en general, peligrosa para personas que no estén suficientemente formadas en el orden moral y religioso… en ocasiones roza la herejía”[189].

     En circunstancia y con contenido similares, pero en 1956, la censura entiende que La Regenta no ataca al dogma, pero sí a la moral, a la Iglesia y a sus ministros, dentro de la inveterada fobia anticlerical del autor. Y, de forma radical, los censores deciden no señalar párrafos ni páginas por no hacer interminable su lista, ya que el espíritu de la obra y la letra de toda ella son absolutamente censurables.

     Incluso en 1962, pese a aconsejar que se autorice la reedición de La Regenta por su gran valor literario -y por tener un público bastante restringido, al tratarse de la novela de un intelectual-, el censor sostiene que “la novela responde en muchas de sus páginas al inveterado y soez anticlericalismo español de entonces y de ahora”.

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     Pasando a tratar de los temas escabrosos de Pequeñeces, ha llegado a sostenerse[190] que toda la escabrosidad de la novela se centra en la crítica severa, a la par que satírica, de la política de la Restauración, personificada -por la época en que discurre la peripecia novelesca- en la persona de Antonio Cánovas. Todo lo demás -se dice- gira en torno a esa crítica. Incluso la censura religiosa que se desprende de esta novela de tesis está referida, en el fondo, a determinadas directrices que ya apuntaba el régimen político del momento: liberalismo, tendencia a minimizar en lo posible la confesionalidad del Estado y aceptación final de las precedentes desamortizaciones, entre otros[191]. De modo irónico lo resumía así la condesa de Pardo-Bazán: “La prevaricación esencial de la aristocracia no consiste, para Coloma, en infracciones del Decálogo, sino en la aceptación de la legalidad vigente de la Restauración”[192]. Mas, con todo, creo que se impone desmenuzar un tanto las ideas controvertidas que vertió Coloma en Pequeñeces, al menos, para hacer una comparativa con las de La Regenta clariniana. Apuntaré -como en el apartado homólogo que acabo de dedicar a Clarín- seis cuestiones polémicas:

     Crítica de la aristocracia “madrileña”. Es evidente para la gran mayoría de los autores que han tratado el tema, que uno de los objetivos y de las consecuencias de Pequeñeces es vapulear, de forma más o menos satírica, el papel que empezaba a cumplir en el régimen de la Restauración la clase aristocrática que, por hallarse en el ámbito madrileño, tenía una mayor influencia en la política del país y en la Corte. Pero no resulta ocioso, en mi parecer, analizar más adelante[193] a qué aristocracia se refiere principalmente Coloma y qué es lo que le echa en cara de su conducta general. Tal disquisición viene impuesta, tanto por los autores que, como Fray Candil, dudan de la sinceridad del Padre Coloma al vituperar a gentes con las que sigue alternando habitual y amistosamente[194], como por quienes, cual Pío Baroja, consideran a nuestro jesuita una especie de elitista refinado, que truena contra los nuevos aristócratas de la política y los negocios, no contra la aristocracia de rancio abolengo y católica por tradición y/o convicción[195].

     Defensa de la confesionalidad católica. No parece que fuera muy necesaria esta defensa, cuando la Constitución española de 1876 (artículo 11, párrafo primero) afirmaba que la religión católica, apostólica, romana es la del Estado. La nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Pero no es menos cierto que se admitía en materia religiosa la libre manifestación de las opiniones, con el debido respeto a la religión del Estado, así como el culto privado de otras religiones (artículo 11, párrafo segundo); como también, que la Constitución reconocía la libertad para fundar y sostener establecimientos de instrucción y educación con arreglo a las leyes (artículo 12, párrafo segundo). Para un integrista -y Coloma lo era- era de difícil digestión admitir el culto de otras religiones, aunque fuese privado, así como el que otras personas o instituciones religiosas o filosóficas pudieran ser puestas el pie de igualdad con la Iglesia católica y sus congregaciones, a la hora de abrir y sostener escuelas y otros centros docentes. Y no digamos el aceptar como hecho consumado las desamortizaciones que habían afectado anteriormente a los entes eclesiásticos, sin que el nuevo régimen, ni restituyera, ni acordase indemnizaciones adicionales[196].

     Integrismo y corporativismo político versus liberalismo. Más o menos disfrazada con el rebozo de la moralidad, Coloma refleja en Pequeñeces la ideología política que había abrazado desde su juventud y que, andando el tiempo, se concretaría en una notable proximidad al llamado integrismo moderado o posibilista, acaudillado a la sazón en España por Alejandro Pidal y Mon. La verdad es que, habiendo adoptado ya el estado clerical regular, no tenía otra opción, salvo que asumiese una beligerancia católica aún mayor, en la línea del movimiento de El siglo futuro, dirigido formalmente por Cándido Nocedal. No podemos olvidar que la doctrina pontificia de la época era la de la total incompatibilidad entre el liberalismo político y el catolicismo[197], así como la de defender el corporativismo político-laboral, frente a la libertad e individualismo del contrato de trabajo, obrero por obrero y patrono por patrono[198]. Tan es así, que Coloma no tenía otro camino, que en su época tuvo críticas por supuesta tibieza de sus escritos y actitudes jesuíticas, consideradas menos tajantes de lo que aconsejaba el seguimiento a ultranza de las directrices pontificias. Más adelante[199] se insistirá en estas cuestiones políticas, desde el punto de vista de la biografía del Padre y de un posible papel coercitivo del mismo por la Orden a la que perteneció.

     Alusiones a la masonería. Los estudios del experto en el tema, Ricardo Serna Galindo[200], merecerán por mi parte una referencia más extensa en un capítulo ulterior de este ensayo[201]. En resumen, diré ahora que Coloma dedica a la masonería un interés en Pequeñeces, que ha sido juzgado por algunos -como don Juan Valera[202]- superfluo para la buena marcha literaria de la obra, como una especie de excurso o novela dentro de la novela, que no se justifica a efectos constructivos ni de desarrollo de aquella. No comparto tan radical censura literaria, pero eso es lo de menos ahora. Lo que importa es resaltar que extensas alusiones a la masonería en aquel tiempo eran pasto indefectible para un debate -en ocasiones, hipócrita- entre quienes eran masones y ejercían como tales y aquellos otros que seguían la doctrina de la Iglesia, contraria a tan influyente institución y a cualesquiera otras sociedades secretas[203]. Por tanto, el que Coloma tomase la masonería como objeto de ficción en Pequeñeces habría de contribuir al escándalo levantado por su obra, aunque él lo abordase de manera bastante mesurada y centrada en el naciente reino de Italia. Por lo demás, es claro que criticar las ideas y, sobre todo, las formas violentas y vengativas de ciertos masones podía reforzar la diatriba contra la Restauración y sus hombres, masones o simpatizantes de la masonería muchos de ellos.

     Las censuras morales que se formulan en la novela. Entre jocunda y lastimera, Currita Albornoz censuraba al Padre Coloma el no dejar títere con cabeza respecto de los personajes novelísticos de su entorno y de ella misma, según la imaginaria carta redactada por don Juan Valera; y este mismo criticaba a Coloma sus exageraciones sobre la inmoralidad de la aristocracia madrileña de la época. Quiero decir que sería interminable enumerar los vicios y defectos que el Padre reconoce y fustiga en Pequeñeces, que acaban por resumirse en dos, alternativamente padecidos por la mayor parte de sus personajes: ya el de entregarse a vicios y ligerezas contrarias a la religión y a los deberes cívicos y familiares, ya el jalear tales comportamientos sin escandalizarse de ellos, ni combatirlos. Entre tales lacras morales, está -¡cómo no!- la del adulterio, ocasional o estable, lascivo o interesado. La propia protagonista lo viene practicando con asiduidad desde la primera época de su matrimonio, de manera tan ligera por su parte, como desenfadada por la de su marido. A diferencia de lo que acontece en La Regenta, la infidelidad conyugal parece vivirse como uno de tantos avatares normales y hasta públicos, que en poco alteran la psicología de las mujeres, ni la calma de la sociedad en que se desenvuelven. En tal sentido, creo que puede adelantarse ya que Pequeñeces no es una genuina novela de adulterio; no más, en todo caso, que de avaricia, ambición de poder o despreocupación por los hijos, por poner algunos ejemplos. En cualquier caso, como este calificativo de novela de adulterio puede cuadrar mejor a La Regenta, creo oportuno volver sobre él -también respecto de Pequeñeces- en un posterior capítulo de este trabajo -el número 14-.

     Necesidad de una educación cristiana. Sin duda, Pequeñeces despertó una oleada de críticas, al entender que su autor había obrado pro domo sua, a la hora de proponer, entre los remedios a la inmoralidad ambiente que retrataba, el de cuidar al máximo la formación y educación de niños y adolescentes mediante técnicas y prácticas, que eran los presuntamente vividos en los colegios de la Compañía de Jesús. El propio Coloma había enseñado durante algún tiempo en escuelas de la Orden y estaba sinceramente imbuido de sus valores. No me parece que, puesto a luchar contra el abandono y la relajación con que se trataba a muchos jóvenes, pudiese ofrecer mejor alternativa que la que el mismo vivía como propia[204]. Y, aunque pueda parecer un disparate comparar las ideas educativas de Leopoldo Alas con las de Luis Coloma, observo que en las de este aparece un compendio de sinceridad, formación del carácter y cooperación con las familias, que podría formar parte del acervo de las de aquel. En todo caso, el jesuitismo tenía como uno de sus ejes educativos el de marchar al paso con los padres y las familias, en la convicción de que ambos mundos -escuela y hogar- tenían que ser armónicos y complementarios. Que esto pudiera facilitar a los docentes jesuitas el entremeterse en el ámbito doméstico de sus alumnos y mediatizar a los adultos so pretexto de educar a sus niños, es un desasosiego que no dejarían de sentir quienes llevaban a sus hijos a los jesuitas para que recibiesen una buena enseñanza, o por clasismo, pero no para que los profesores agobiasen a alumnos y familiares con constantes intromisiones.

     Pues bien, tras esquematizar algunos de los temas escabrosos tratados en Pequeñeces, tenemos que preguntarnos cuáles de entre ellos fueron los más importantes, tanto para el autor, como para los lectores que se sintieron concernidos por ellos. La elección parece fácil, de acoger la opinión generalizada de sus comentaristas: Todo orbita en torno del tema político de la crítica a la Restauración y a cómo la aristocracia ha acogido el nuevo régimen de manera acrítica o, por mejor decir, abdicando de su misión histórica y de los valores religiosos que la inspiraron. Creo que es un punto de vista que quienes entonces leyeron la novela compartirían con los actuales estudiosos de esta. Pero para saber si coincide con la intención y objetivos del autor, tenemos algo más que conjeturas y meras deducciones: el llamado prólogo[205] de la obra, en el que Coloma manifiesta de modo claro y expreso lo que se ha propuesto al escribirla. Más adelante entraremos en detalles[206]. Baste ahora con recoger que el autor se propone una doble misión, criticar y adoctrinar: Criticar la mala política española de su tiempo y la recepción acomodaticia y materialista que de ella ha hecho la aristocracia de la nación. Pero también adoctrinar, es decir, reflejar el componente moral con arreglo a cuyos valores habrá de ser reconducida una política nueva y mejor. Dicha doctrina no es otra, lógicamente, que la del catolicismo militante, que plante cara, no solo a los promotores y pancistas, sino a quienes, con su regodeo o su silencio, admiten lo escandaloso y toleran sus mal llamadas pequeñeces.

***

     Reexaminando ahora los temas conflictivos o escabrosos de ambas novelas, La Regenta y Pequeñeces, encontramos cuestiones comunes, como pueden ser la educativa, la religiosa y la de la censura moral, pero eso no nos dice mucho cuando se trata de comparar las perspectivas con las que los ofrecen al lector. Para interpretar las coincidencias como analogías, sería necesario que se pusiera en dichos temas un énfasis parecido y que se ofrecieran valoraciones y alternativas similares. A tenor de cuanto hemos escrito en este capítulo se infiere que, de modo general, no es esa la relación entre las ideas de Alas y las de Coloma. Más adelante[207], cuando se trate específicamente de cuestiones tales, como el papel coercitivo de la Iglesia, la ideología política de ambos escritores o la consideración de sus novelas, sí o no, como de adulterio, tendremos ocasión de subrayar las notorias diferencias y los eventuales parecidos entre La Regenta y Pequeñeces, al tratar de dichas materias.

 

 

10.    La Regenta y Pequeñeces, ¿novelas de clave?

 

Portada de la primera edición de La Regenta

 

     Está claro que un ensayo como este no puede enfrascarse en una discusión sobre lo que deba entenderse por novela de clave, ni hasta qué punto el hecho de que un relato lo sea altere su valor literario o la técnica narrativa de su autor. Pero, para entendernos, sí que resulta pertinente hacer algunas consideraciones semánticas y literarias acerca de la posición que voy a mantener al exponer este capítulo. Y sea la primera la de que asumo que sea novela de clave aquella en que el autor, mediante ciertos artificios o códigos, tiene el objetivo de poner al lector sobre la pista de que los personajes de su novela -cuantos más y más relevantes, mejor- se corresponden con personas de la vida real generalmente conocidas, tanto del novelista, como de quien procede a su lectura.

     El hecho de que un relato sea de clave, o lo parezca, no lo hace mejor ni peor que otro de personajes enteramente imaginarios, pero sí presenta algunas connotaciones que merecen ser destacadas: 1ª. Desde el punto de vista de la creación imaginativa, disminuye su nivel, al encontrar ya el autor más o menos hecha la invención del personaje. 2ª. Establece una complicidad entre el escritor y sus lectores proclive a alcanzar un mayor éxito popular, al alimentar la malicia o curiosidad de aquellos. 3ª. Si, como es frecuente, se destacan del personaje real los rasgos menos favorecedores -incluso, con un componente de sátira y/o exageración-, tiende a provocarse un escándalo, tanto más considerable, cuanto más notorias sean las personas hipotéticamente aludidas.

     Claro está: La novela de clave, per se, tiene una inexorable caducidad. La clave se difumina y pierde; las personas convertidas en personajes mueren y se olvidan; el escándalo se apaga. A la postre, el relato acabará valiendo, o no, por la elevación artística que posea, y la clave quedará, si acaso, como un conjunto de notas a pie de página para uso de eruditos y curiosos.

     Pues bien, así esquematizado mi punto de vista, aproximémonos sucesivamente a La Regenta y a Pequeñeces, examinándolas en este aspecto: ¿Son, o no, novelas de clave, como afirmaron en su tiempo muchos lectores y, aún hoy, sostienen numerosos estudiosos de las mismas? Sigamos el orden cronológico y comencemos por tratar de La Regenta.

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     El profesor Martínez Cachero[208] se preguntó expresamente si La Regenta era una novela de clave y, su respuesta fue tan cauta como esta: “Es una hipótesis de trabajo poseedora de algún fundamento”. Sin embargo, al desarrollar su argumento fue aportando numerosos datos y opiniones que permitían concluir, no solo que la pregunta no era infundada, sino que la contestación bien podría ser positiva. Esquematizaré dicha línea argumental, destacando sus hitos más destacados: 1º. Diversos lectores de aquellos tiempos dejaron constancia -aunque con tantas contradicciones, cuantas coincidencias- de presuntas identidades entre personajes de la novela y personas reales, casi siempre vinculadas a figuras no protagonistas, no a personajes principales, como la regenta, su esposo, o su amante, Álvaro Mesía. 2º. El Carbayón, único periódico de Oviedo que acogió en serio la recepción de los dos tomos de la novela, acabó por dejar en blanco la crítica de la misma, no sin explicar veladamente el motivo de su silencio: no fomentar la gran “curiosidad pública” -se entiende, maliciosa o maledicente-. 3º. Los autorizados testimonios de personas, como Menéndez y Pelayo, Jerónimo Vida o Adolfo Posada, desde bien temprano, apuntaron, cuando menos, la posibilidad de claves y de cierta base para establecerlas. 4º. Como ya hemos visto, lo apoya la reacción del obispo de Oviedo, Martínez Vigil[209], seguida de la también citada carta abierta de Clarín, pues este, aunque rechaza que La Regenta haga, sin más, personajes de personas reales, sí da pie a reconocer que ciertos tipos de la novela estén influidos o inspirados en personas vivas, como, expresamente, el obispo Camoirán, que relaciona con su amigo, el obispo Sanz y Forés[210]. 5º. La opinión de destacados testigos de Oviedo en los años de La Regenta, aunque escribieran sus recuerdos mucho tiempo después, como es el caso del periodista, Luis Álvarez Santullano[211], del escultor, Sebastián Miranda[212], o del catedrático y amigo de Leopoldo Alas, Adolfo G. Posada[213], que en ocasiones aportan algunas claves identificadoras, aunque más bien pueden ser citados para defender la postura contraria a considerarla estrictamente una copia de personas reales.

     Sobre esta base, Martínez Cachero pasa a dar su propia opinión y a aportar nuevos datos. Para empezar, entiende que el principal fundamento para discutir acerca de la clave es una circunstancia indiscutible: Que Oviedo era entonces una pequeña ciudad en que -como vulgarmente se dice- se conocían todos. El citado profesor da, para 1884, la cifra exacta de 17.137 habitantes, de la que me permito discrepar pues, a tenor de los oportunos censos oficiales, en 1877, Oviedo llegaba a los 35.000 habitantes, pasando diez años después -1887- a 43.600. No dejan de ser cifras cortas, pero muy diferentes de la que manejó el citado profesor. Además, Martínez Cachero alude, como una buena base para confeccionar una novela de clave, la de que Alas circunscribiera la peripecia novelesca a unos pocos días (primera parte de La Regenta) y a unos tres años sucesivos (la segunda parte). Sí, pero ¿qué años? El ilustre clariniano se atreve a dar el cuatrienio 1877-1880, en el que -apunto yo- se podría caracterizar a Oviedo como una ciudad religiosa y administrativamente potente: capital de una provincia amplia y poblada[214], aunque con grandes déficits de infraestructura; sede episcopal exenta[215]; con una universidad entonces bien acreditada y con audiencia territorial de demarcación uniprovincial.

     Sobre este ámbito espacial y temporal, se proyecta el buen conocimiento que tiene Clarín[216], lo que le permite describirlo con una sabrosa mezcla de fidelidad y de alteraciones deliberadas, lo que no deja de ser una característica de la clave para los iniciados. Claro que tales claves pueden llegar a resultar diáfanas, en función del conocimiento que se tenga de la biografía clariniana. Martínez Cachero considera, entre otros episodios claramente autobiográficos, el arrobo místico de la regenta (capítulo IV); la admiración por el drama de Zorrilla, Don Juan Tenorio, compartida hasta el extremo por la esposa del pintor Dionisio Fierros (capítulo XVI); o el solemne entierro del personaje de Santos Barinaga (capítulo XXII), que reproduce con gran exactitud el del republicano y masón histórico, Juan González Ríos[217], en septiembre de 1884. Pero, sin necesidad de empaparse de Clarín, el tantas veces citado profesor sostiene que hay dos identificaciones indiscutibles de personajes importantes de la novela con personas reales, aunque en el caso del magistral, Don Fermín de Pas, el parecido no deba extenderse a sus vicios y defectos: El obispo Camoirán, basado en el obispo que fue de Oviedo, Don Benito Sanz y Forés[218]; y el entonces canónigo magistral ovetense, pronto promovido a obispo de Mondoñedo, Don José María de Cos y Macho[219]. Por estas y otras muchas coincidencias, Martínez Cachero concluye que, a nivel de Oviedo y de los ovetenses, hubo una general impresión de que La Regenta era una novela de clave, por más que tal opinión pudo estar lo bastante desenfocada, o maliciosamente interesada, como para poder sostener hoy todo lo contrario: inspirarse en la realidad o crear verdaderos arquetipos no es buscar similitudes que lleven a conformar una verdadera novela de clave. Como escribiría Clarín, al ser tildado de plagiario por Bonafoux, yo copio lo que veo, no lo que leo. Luego Clarín confesó copiar del natural.

     Con todo, la verdad pocas veces es absoluta, ni se deja descubrir por entero; tanto más, cuando nos acercamos a una novela tan compleja como La Regenta mucho tiempo después de su creación. No sé hasta qué punto la búsqueda y hallazgo de parecidos razonables entre personajes y personas sirva para otra cosa que para pasar el rato. Yo creo que, además de cierta diversión, puede aportar algunos datos sobre cómo fue Clarín construyendo su extensa nómina de personajes de La Regenta[220]. Por ello, decido asomarme muy ligeramente al inabarcable empeño de relacionar con cierta seriedad a los personajes regentinos con los que un día efectivamente pisaron las calles de Oviedo.

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      Aunque Víctor Celemín lo llame jugar a las adivinanzas, aporta interesantes claves para acercarse a personajes de La Regenta, espigando en las aportaciones de otros estudiosos anteriores del tema[221]. Basándonos principalmente en sus referencias, podemos hacer el siguiente resumen:

-          Ana Ozores, la regenta. El gran amigo y colega de Leopoldo Alas, Adolfo González Posada, dejó constancia en sus memorias de que, tanto la regenta, como su tormentosa vida sentimental, eran exclusiva y terminante creación fantasiosa de Clarín. Es una afirmación totalmente respetable, sin dejar por ello de hacer las salvedades de que ese fragmento de las memorias de Posada se publicó muchos años después de su muerte[222] y de que el profesor redactó sus recuerdos cuando tenía más de ochenta años y podía sentirse constreñido por los terribles sucesos de nuestra guerra civil y de la inmediata y ominosa posguerra. De hecho, Posada tiene un dudoso contradictor en la persona del periodista Ernesto Conde -seudónimo de Emilio Campos-, quien ha afirmado tener pruebas de que Ana Ozores existió como mujer de carne y hueso y vivió en Oviedo en tiempos de Clarín, si bien está moralmente obligado a no dar más detalles para respetar así la intimidad de sus descendientes[223]. Eso sí, aportó datos que, de ser ciertos, darían a la identidad rasgos muy sobresalientes: El modelo de la regenta sería también esposa de un magistrado y su infidelidad habría tenido la consecuencia -inexistente, como se sabe, en el caso de la regenta- del embarazo por su amante, a cuyo término habría dado a luz a una niña. Utilizando respetuosamente a doña Ana Cristina Tolivar[224] como tercera dirimente, puede sostenerse que el personaje de la regenta era totalmente inventado o, cuando menos, no está basado en ninguna mujer concreta, aunque hay una tal Marcelina en el borrador de argumento de la novela, pergeñado por Clarín, que podría estar relacionada con el personaje de Ana Ozores; las atribuciones concretas -opina la señora Tolivar- son, hasta ahora, simples leyendas urbanas, de las que, por cierto, hay varias, llegando algunas a invocar una relación familiar con la verdadera regenta[225].

-          Álvaro Mesía, donjuán y amante de la regenta. El escultor Sebastián Miranda afirmaba que, para crear este personaje, Alas se había fijado en un conquistador local, llamado en la realidad José Sierra y Quirós[226]. Claro que el personaje tiene en la novela un rasgo definitorio inconfundible: el de ser el jefe en Oviedo del partido liberal; un dato que no coincide con José Sierra, sino con Don José González Alegre, a la sazón propietario del balneario de Las Caldas del Nalón y miembro activo de la vida municipal desde la revolución de 1868. Esta dicotomía ya nos pone sobre la pista de que Clarín utiliza con profusión la técnica de mezclar en un solo personaje los rasgos de dos o más personas reales. ¿Forma eso parte de la clave, o la desvirtúa? No me atrevo a dar una respuesta categórica.

-           Tomás Crespo, alias “Frígilis. Este importante y simpático personaje de La Regenta podría haber sido inspirado por el gran amigo de Clarín, Tomás Tuero[227]. Al menos, así lo comentaron alguna vez a la prensa los descendientes del señor Tuero.

-          Don Fermín de Pas, el magistral. Hemos dejado dicho poco antes[228] que no parece haber duda de que Leopoldo Alas se inspiró para su esencial personaje del magistral de la catedral de Vetusta en quien lo era de Oviedo al escribirse La Regenta, a saber, don José María de Cos, de tan exitosa carrera eclesiástica posterior[229]. Multitud de datos -personales, familiares y sociales- abonan esta equiparación en lo relativo a cualidades positivas y neutras[230], aunque -que yo sepa- resulta mucho más problemático el parangón en lo referente a los vicios y malas mañas que irá prodigando a lo largo de la novela, hasta incurrir en perversidad[231]. El propio Clarín, rectificando su negativa de 1885[232], admitía diez años más tarde el parecido Pas-Cos, en lo que este tenía de sabio y de elocuente[233].De todas formas, bien puede ser que Clarín no se conformara con los rasgos de Cos para inventar la personalidad de su De Pas, siguiendo así su costumbre de mezclar las personas a la hora de crear los personajes. En tal sentido, la citada señora Tolivar[234] apunta que el magistral de Pas tiene el perfil, más bien, del canónigo arcipreste de Oviedo, Don José Sarri Oller, hermano mayor de Antonio Sarri Oller, que sería honrado por el pontífice León XIII con el título de Marqués de San Feliz[235]. Finalmente, por lo que valga, es de recordar que, en su carta abierta al obispo Martínez Vigil, Clarín negó cualquier identidad de su Fermín de Pas con cualquier canónigo del cabildo ovetense de entonces.

-          El obispo de Vetusta, D. Fortunato Camoirán. Una vez más, hallamos una identidad supuestamente indudable, que ha sido recientemente contradicha. La coincidencia casi unánime se hizo con el obispo de Oviedo, Don Benito Sanz y Forés[236]. Clarín lo reconoció desde el primer momento (1885) y se refirió a él como inolvidable y buen amigo. Además, sus rasgos de bondad, elocuencia y caridad lo abonan[237]. Sin embargo, doña Ana Cristina Tolivar -con base en autógrafos de Clarín- sugiere que el obispo Camoirán se basa en el dominico y prelado lavianés, Fray Zeferino (o Ceferino) González y Díaz-Tuñón, que no lo fue en Oviedo y quien también ocuparía muy altos cargos eclesiásticos[238], aunque el novelista atribuya a su prelado de ficción el carácter de Sanz y Forés.

-          Doña Paula, la madre del magistral De Pas. Todas las biografías sobre José María de Cos insisten en que los inicios de su brillante carrera eclesiástica fueron consecuencia, en buena parte, del estímulo de su madre, cántabra, mujer severa y autoritaria, de condición muy humilde. Parece suficiente para aceptar que la madre del magistral Cos inspirase la Doña Paula regentina en lo referente, al menos, a los aspectos antes señalados. Sería de mucha utilidad estar ciertos de que la madre de Cos lo acompañase durante su larga estancia en Oviedo pues, siendo así -como era muy habitual entre los clérigos de antaño-, Leopoldo Alas podrían haberla conocido personalmente, o por medio de terceras personas. Por lo demás, está claro que una cosa es saber ciertas interioridades de personas reales y otra, ajustar sus rasgos novelescos a los que presenten en la realidad.

-          El marqués de Vegallana (y familia). Es muy pobre el argumento identificador basado en que Vegallana era el representante en Vetusta del partido moderado. Sobre esa base tan endeble, podría aludirse a quien lo era en la realidad -y, además, marqués-: Don Miguel de Vereterra, marqués de Gastañaga. Por extensión -todavía más aventurada- la marquesa de Vegallana habría de ser doña Amalia Lombán, entonces esposa del marqués de Gastañaga.

-          Don Saturnino Bermúdez puede servir de ejemplo de los tantísimos personajes secundarios de La Regenta[239] que han pretendido ser asociados con individuos de la vida real, cosa no muy halagüeña, habida cuenta de los rasgos satíricos que Clarín le coloca a su criatura. Se han barajado, al menos, dos nombres para la identificación: el más probable, el de don Víctor Díaz-Ordóñez, por su dedicación al derecho e instituciones eclesiásticas y su presunto carácter tímido o algo apocado[240]; y el de don Fermín Canella[241], que ni de lejos me parece digno de discusión, como no sea por la erudición de este profesor.

-          Don Santos Barinaga, otro de los grandes personajes secundarios de la novela regentina, ha podido ser homologado con la figura histórica de Juan González Ríos[242], pero lo cierto es que todo el parecido se limita a que Clarín tomase el entierro de este como muy precisa base fáctica para novelar el sepelio imaginario de Barinaga.

-          El (ex) regente de la Audiencia de Vetusta, Don Víctor Quintanar. Me parece que es el único coprotagonista de la novela sobre el que no se han hecho sólidas lucubraciones acerca de su identidad real. Habida cuenta de que, ya al iniciarse la peripecia novelesca, Don Víctor había dejado la carrera judicial “muy pronto”[243]-, parece claro que el rebusco de candidatos a marido de la regenta tendría que limitarse a presidentes de la audiencia territorial de Oviedo anteriores, como mínimo, a 1884, o, más bien, a 1880. Y, por dificultad de búsqueda o por pereza -de la que yo también me acuso-, nadie, que yo sepa, ha presentado la lista de presidentes de la audiencia ovetense[244] en esos cruciales años[245].

     Baste lo expuesto hasta aquí para concluir, con cierta vacilación, lo siguiente: Por suspicacia o por malicia, la mayor parte de los primeros lectores ovetenses de La Regenta consideraron esta una novela de clave, con frecuentes referencias a personas reales y vivas de Oviedo y sus contornos, incluidas algunas de relevancia política, religiosa o aristocrática -las respetabilísimas personas, en expresión del obispo, Martínez Vigil-. Pero las grandes similitudes, como los parecidos razonables, me parecen fruto en la mayoría de los casos de que Clarín logró hacer arquetipos de muchos personajes de la novela, verdaderos paradigmas de una sociedad concreta y pequeña, como era la ovetense[246].

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     Pasemos ya a considerar si Pequeñeces es una novela de clave. Tenemos, para empezar, un pie forzado: El de que se trata, a un tiempo, de un relato satírico e histórico, lo que hace inevitable el que tienda a ser juzgada como tal. Esa es, al menos, la opinión del profesor, Ignacio Elizalde[247], que podemos aceptar, aunque sea discutible la afirmación de que Pequeñeces sea una novela histórica, si empleamos este calificativo de una manera muy estricta[248]. El hecho es que la común opinión, que se nos ha transmitido mediante la prensa de la época, no vaciló al identificar a diversos personajes de la novela -incluso de los más importantes- con figuras reales de la política, el periodismo y la aristocracia del momento[249]. Pero bueno será que -como hemos hecho antes con La Regenta- discutamos lo que parece ser la verdad aunque, tal vez, no lo sea.

     Para empezar, debe darse la palabra al propio autor. El Padre Coloma, siempre que tuvo ocasión, rechazó sin paliativos que su novela fuera de clave. En el solemne momento (año 1908) de su recepción como académico de la Real Academia Española[250], Coloma afirmó que el escándalo producido por Pequeñeces fue imprevisto y doloroso, y consideró que lo peor del mismo fue el identificar a ciertos personajes de la novela con los de la realidad, a lo que contribuyeron unos y otros “con malicia e imbecilidad”. Pero este rapto de enfado es muy posterior a la publicación de la novela (1891) y obliga a retroceder bastantes años para constatar si Coloma, cuando Pequeñeces apareció y escandalizó al público, negaba que el juego de claves fuese razonable y hubiese sido su intención el provocarlo. Ello nos lleva a lo expuesto en el capítulo 4 de este trabajo, cuando se explicó la reacción del autor ante el escándalo provocado por su novela. Se recordará que, antes de asumir un prudente silencio -seguramente aconsejado o impuesto por la Compañía de Jesús-, Coloma había defendido airadamente lo injusto de considerar Pequeñeces como novela de clave, echando parte de la culpa a la prensa baja y francmasona; llegando en sus intentos de exoneración hasta manifestarse dispuesto a jurar ante Dios que no había tenido el propósito de ofender a nadie[251], una oferta verdaderamente conmovedora en un sacerdote. Pero no nos dejemos impresionar por lo sagrado, máxime cuando, entre la maliciosa intención de ofender y la probable causación de perjuicios por negligencia o atrevimiento, hay un largo trecho de matices y restricciones, en cuyo manejo y aprovechamiento son expertos muchos moralistas.

     El profesor Botrel[252] sale al paso -en mi opinión, acertadamente- de la ingenuidad del Padre Coloma, en lo tocante a que fuese sorprendido o malinterpretado por imbéciles, maliciosos y periodistas bajos y francmasones -por aceptar el vocabulario del Padre-. El citado profesor opina que nuestro jesuita corrió el riesgo calculado de que Pequeñeces se tomara como novela de clave: no, meramente, por ser un duro alegato contra la aristocracia madrileña y los políticos de la Restauración, escrito en forma cruda y satírica, sino, además, porque ya había tenido ocasión de constatar “en pequeño” la reacción crítica que había recibido la versión por entregas en El Mensajero, despertando cierto guirigay, incluso entre miembros de la Orden jesuítica. En consecuencia, admitamos sin objeciones decisivas que Coloma no tuvo el propósito o intención directa de escribir una novela de clave, pero que tampoco se privó de crear algunos personajes que tuvieran un parecido razonable con próceres y figuras conocidas de la sociedad de su tiempo, y que eso sí que lo hizo de forma deliberada, siendo falso, por tanto, el candor que luego pretextó.

     Ahora bien, opiniones y disculpas de autor aparte, ¿tiene objetivamente Pequeñeces las características de una novela de clave? Veamos a este respecto algunas opiniones de personas con autoridad para darlas.

-          Don Juan Valera, en su conocida “carta” de Currita Albornoz al Padre Luis Coloma[253], no duda de que Pequeñeces emplea la técnica de la novela de clave, cosa que lamenta, entre otras cosas, porque se ha acompañado de grandes exageraciones al recoger las cualidades y caracteres de las personas reflejadas. Para su convicción de que se han manejado claves, es pieza esencial el que se utilice la alusión a ciertos rasgos físicos que son muy conocidos[254]. En ciertos casos, como el de la protagonista, Currita de Albornoz, el parecido juega a la confusión, por lo que puede referirse a varias personas distintas, lo que multiplica el escándalo, al ser todas ellas simultáneamente señaladas por el público. Valera entiende que puede que Coloma no quisiera ofender ni escandalizar, pero debió prever las consecuencias de su técnica novelesca; tanto más, cuanto que -lo quiera o no- se ha beneficiado de un éxito que es consecuencia parcial del escándalo ocasionado. Finalmente, apunta la posibilidad de que en lo fundado y certero de los retratos literarios haya tenido algo que ver lo conocido a través del confesonario, por Coloma o por otros compañeros de Orden.

-          Entre los escritores de su tiempo, probablemente nadie defendió más y mejor a Coloma que la condesa de Pardo Bazán, pese a su carácter aristocrático y su relativa vinculación con la alta sociedad madrileña. Con todo, sin perjuicio de admitir lo que las formas de la novela contribuyeran a su indeseado e innecesario escándalo, acabó por poner su atención en la consecuencia negativa de que el autor fuera un sacerdote, y jesuita, además. Jugando a la historia virtual, la Condesa aventuró que, de haber sido Coloma un seglar, el escándalo y la censura tal vez no se habrían producido; algo así -doña Emilia respiraba por la herida- como lo que le habría acaecido a ella, de ser un literato varón, no una escritora[255].

-          Particular importancia tiene para nuestro ensayo la opinión de Leopoldo Alas acerca de Pequeñeces, hasta el punto de que, en un capítulo ulterior[256], me propongo exponer la postura que, de modo global, tiene como crítico respecto de la novela del Padre Coloma. Ahora, me circunscribo a lo que Clarín manifestó acerca de si Pequeñeces es, o no, una novela de clave. Su opinión está recogida del modo más sucinto en un artículo aparecido en 1891, al escribir que “en veinte años solo un libro se ha leído y comentado un poco -se sobreentiende en España-, una novela muy mediana, de clave, de malicia, de un jesuita, el padre Coloma”[257]. No se puede decir más con menos palabras. Quizá siendo en exceso maliciosos, al leer entre líneas observamos, no solo que Clarín responde positivamente a que Pequeñeces sea una novela de clave, sino que parece adobar tal valoración con referencias -la malicia, la condición jesuítica de su autor-, que parecen aún más negativas para la inocencia del Padre Coloma de lo que, por extenso, eran las consideraciones de Don Juan Valera más arriba citadas.

-          No mucho después de aparecida la novela de Coloma, el ilustre hispanista, Fitzmaurice-Kelly, en su conocida y bien valorada Historia de la Literatura Española[258], también considera que Pequeñeces es una novela de clave, al afirmar que su éxito es fruto de ello en buena parte, añadiendo -quizá de manera harto generalizadora- que un roman à clef es un éxito seguro, aunque efímero. De forma bastante tópica, aludía a la fruición con la que los lectores se enfrascaban en la búsqueda de las personas reales que habían sido plasmadas en el matrimonio formado por la protagonista, Curra de Albornoz, y su consentido cónyuge, el marqués de Villamelón.

-          Dando un gran salto en el tiempo, concluiré este espigueo, con dos autores mucho más cercanos a nuestros días. Ignacio Elizalde[259] se acoge a lo que Coloma señala en el prólogo -recte, nota “al lector”- y a lo que procura aclarar en sus escasas notas al texto de la novela[260], para admitir que Pequeñeces no es una novela de clave. Con todo, no vacila en reconocer que hay parecidos, más o menos razonables, de importantes personajes de la novela -Curra de Albornoz, Butrón, el marqués consorte de Sabadell- con ciertas personas notables de la sociedad española de su época. Y, escéptico, concluye que hoy nos sentimos indiferentes ante esas disquisiciones, al estar superado el recuerdo de quienes pudieron sentirse aludidos.

-          Por su parte, Ricardo Serna[261], en la misma línea que Elizalde, se muestra cauto, al afirmar que, en su tiempo, el enorme éxito y el gran escándalo de Pequeñeces estuvieron ligados a factores ya periclitados, como la coyuntura histórica, el ser Coloma jesuita, el presunto naturalismo del tratamiento argumental y las supuestas claves para identificar a muchos de sus personajes encubiertos. ¿Es esto cuantitativamente suficiente para aseverar que nos hallamos ante una novela de clave? A mí me parece que, según ha ido discurriendo el tiempo, hemos perdido el interés por dar a esa pregunta una respuesta comprometida, aunque solo sea por el hecho de que cada vez nos hallamos más lejos de mostrarnos cómplices con el autor y de esforzarnos fructíferamente por hallar los reales blancos de la sátira y del enojo de Luis Coloma.

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     Pasemos ahora -como antes hicimos con La Regenta- a intentar la identificación de ciertos personajes significativos de Pequeñeces con personas reales de su tiempo. Claro está que ese trabajo no se extenderá a los muy numerosos tipos de la novela que son citados en ella por sus nombres reales. Si se tiene en cuenta que los personajes con nombre de esta novela son 474[262] -unas tres veces y media más que los de La Regenta, en un texto bastante más breve-, se comprenderá que tan enorme nómina esté muy mayoritariamente integrada por figuras históricas y de relleno. De hecho, se dice los personajes ficticios de verdadera relevancia en Pequeñeces no rebasan los nueve[263]. Por tanto, cuando se ha hecho el intento de asociar personajes con personas, la empresa se ha enfocado hacia los tipos más relevantes de la novela, o bien, a las personas más notorias con las que los personajes novelescos pudieran confundirse. Veamos los resultados de algunos de esos esfuerzos identificativos:

     Rubio Cremades [264] realiza una muy extensa justificación de la coincidencia entre el personaje novelesco del marqués de Butrón y la gran figura real de la Restauración, Antonio Cánovas del Castillo. Podría parecer una equivalencia obvia, pero Valera había equivocado el parecido y se había inclinado por la relación de Butrón con el marqués de Molins[265], inducido a ello por la confundidora alusión de Coloma a la gran vellosidad del tal Butrón. Y prosiguiendo con la tarea de buscar claves, concluye que Jacobo Téllez -amante de Curra de Albornoz y marqués consorte de Sabadell- no era otro que el marqués de Sardoal[266]; el novelesco gobernador civil de Madrid, apodado Buey Apis, era Manuel Alonso Martínez[267], y el periodista de ficción, Pedro López, resultaba el alter ego de su colega real, Ramón de Navarrete, que usaba, entre otros varios, el seudónimo de “Asmodeo”[268]. De manera un tanto inútil, Coloma cambia el nombre del embajador de los Estados Unidos -tan propicio a reconocer de inmediato a la I República Española-, transmutando el real Mr. Sickles en el imaginario Mr. Hamlin. Los esfuerzos de Coloma por disimular o mezclar rasgos identificativos, como su insistencia en recalcar que sus modelos son tipos sociales y no retratos concretos, no convencen a Rubio Cremades: Si bien es cierto que no se plantea el interrogante de novela de clave, ¿sí o no?, concluye que “ficción y realidad se hermanan continuamente en Pequeñeces. Pese a la insistencia de Coloma… sus palabras no convencen en exceso”.

     La opinión de don Juan Valera[269] no interesa tanto por las coincidencias que halla entre personajes de ficción y personas reales, cuanto por la postura que mantiene en relación con las claves de la novela. En el primer aspecto, solo se atreve -y sin citar nominatim al prócer- a establecer la relación Butrón-Molins, que acabamos de ver cómo Rubio Cremades no considera acertada. En lo general, no me privo de recoger una cita textual de Valera, que creo resume mejor que ninguna otra su criterio favorable a juzgar Pequeñeces una novela de clave. Dice así: “Afirma usted que no ha querido retratar a nadie, que es malicia del público el atribuir a usted intención de hacer retratos; pero usted, padre, debió haber previsto esta malicia del público. Uno de los grandes alicientes de la novela de usted es la colección de acertijos de que la suponen llena. Cuando la gente imagina que ya los ha adivinado, nadie le quita de la cabeza que no adivinó bien y que no encontró la clave. De allí en adelante, podrá negarse y se negará la razón de lo injurioso, pero lo injurioso persistirá”.

     Ya hemos reflejado en el epígrafe anterior de este capítulo la postura de Ignacio Elizalde contraria a considerar Pequeñeces como novela de clave, por más que reconozca los parecidos, más o menos razonables, de varios de sus personajes importantes con sujetos de la vida real madrileña de la época -así, Butrón con Molins; el marqués consorte de Sabadell con el de Sardoal, etcétera-. En esa enumeración, se incluye como una posible coincidencia la de la protagonista de la novela, Curra de Albornoz, con la marquesa de Villahermosa -sic-, sin agregar detalles. La importancia que tiene el personaje de Curra en la novela creo que merece por mi parte alguna consideración. Así, para empezar, es de resaltar que los marquesados de Villahermosa han sido varios[270], incluso en el periodo acotado por la novela (aproximadamente, 1871-1876). También es de resaltar que existe un ducado de Villahermosa que, curiosamente, ostentaba en tiempos de Coloma doña María del Carmen de Aragón[271], dama de cualidades excelentes, que jamás se le habría ocurrido al jesuita jerezano aproximar a su Curra de Albornoz, aunque solo fuera porque, tanto la citada dama, como su esposo, el conde de Guaqui, fueron amigos y benefactores suyos. Ante todo esto, las claves parecen apuntar convincentemente a una persona que solo tuvo de Villahermosa la condición de habitante del primer piso del famoso y elegante palacio de dicho nombre en Madrid, esquina del Paseo del Prado y la Carrera de San Jerónimo: doña Pilar León y de Gregorio[272], marquesa de Esquilache desde 1891[273]. Desde luego, los datos son plausibles en casi todos los aspectos sociales y económicos, pero divergen totalmente en lo familiar: Curra de Albornoz se había casado una sola vez y tenía dos hijos de su matrimonio, mientras que la marquesa de Esquilache se casó tres veces y no tuvo hijos. Ello parece dar la razón a quienes, como Valera y Rubio Cremades, opinan que en Curra de Albornoz había varias mujeres reflejadas, bien como técnica novelística, bien para provocar la discusión y la duda entre los buscadores de claves.

     El Heraldo de Madrid de 4 de abril de 1891, identifica varios personajes de la novela. En la equivalencia que me parece más interesante y original, asocia al jesuita confesor de la aristocracia y mentor de sus hijos colegiales: El padre Cifuentes sería el alter ego de un compañero real de Coloma en la Orden jesuítica, el padre Suárez[274]. Y digo que me parece interesante y original, porque lo más habitual ha sido comparar al imaginario padre Cifuentes con el propio Padre Coloma, cuyo apostolado era similar y, por supuesto, sus ideas religiosas eran análogas a las de su criatura literaria. También resulta muy digna de consideración la homologación del marqués de Butrón con el de Alboloduy[275], figura destacada del partido alfonsino en Jerez durante la época de la Restauración y en cuya casa tenía un teatro en el que Coloma hizo sus pinitos como comediógrafo. Precisamente en dicho teatro se celebraron varias reuniones para recaudar dinero que sirviera de ayuda a los heridos del ejército del Norte.

     Baste lo recogido hasta ahora, sin ninguna pretensión de agotar el tema[276], para poseer algunos datos objetivos, a los efectos de responder a la pregunta: ¿Es Pequeñeces una novela de clave? A tenor de lo expuesto, parece que, cuanto más nos alejamos de la novela en el tiempo, tanto menos están dispuestos sus comentaristas a dar una respuesta positiva. En mi opinión, atendiendo a la circunstancia de tratarse de una novela de corte histórico, a la principal intención del autor al escribirla y al relativamente escaso número de personajes ficticios con clave, Pequeñeces no es una verdadera novela de tal especie. Pero, en todo caso, lo verdaderamente trascendente es que, tanto la novela de Coloma, como La Regenta clariniana, fueron reputadas mayoritariamente en su tiempo novelas de clave, teniendo esa opinión notables consecuencias prácticas, a las que esquemáticamente aludiré para terminar este capítulo, que tal vez se esté alargando en exceso.

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     Con lo expuesto en capítulos anteriores -principalmente en los cardinales 4 y 6 a 8-, tenemos mucho camino andado a la hora de considerar cuáles fueron las consecuencias de que La Regenta y Pequeñeces hayan sido reputadas novelas de clave: de manera muy generalizada en un principio, y de forma cada vez más cauta después. Comenzando por la novela de Leopoldo Alas, su primer biógrafo, Juan Antonio Cabezas[277], alude a la gran cantidad de “enemigos” que cosechó Clarín al aparecer y difundirse su obra maestra. “A la furia de los críticos advenedizos que le salieron -escribe Cabezas- vino a unirse la furia de las gentes de Oviedo. La malicia inculta y pueblerina, unida a cierta dosis de mala fe, se habían juntado para hacer aparecer al autor como un adocenado e inmoral libelista… A punto estuvieron de reunirse las fuerzas vivas para protestar ante las autoridades de semejante atentado a la moral y las buenas costumbres”. Finalmente, fue el obispo Martínez Vigil quien, erigiéndose en portavoz de los ofendidos, hizo pública una severa censura en su ya citada carta pastoral de 25 de abril de 1885. Lo más álgido de la polémica se fue suavizando, pero el resultado de fondo perduró durante toda la vida del autor: “Esta fue la tragedia de Clarín -concluye Cabezas-. Vivió en Oviedo como un extraño… Oviedo nunca comprendió a Clarín”.

     ¿Fue toda esa inquina e incomprensión pública fruto exclusivo de que muchos ovetenses de pro se sintiesen injuriosamente retratados en las páginas de La Regenta? No del todo, pero sí principalmente. Y no solo mediante el enfado de los primeros años, sino con el vacío y la venganza durante mucho tiempo después. Entramos en el terreno de la susodicha damnatio memoriae y de la lamentable ejecución del hijo mayor del escritor durante la guerra civil -en Oviedo, en febrero de 1937-. Todo ello mueve a Víctor Celemín[278] a juzgar La Regenta una “obra casi proscrita… una obra casi maldita”, llegando a imaginar que, de haber sabido Clarín sus funestas consecuencias para el futuro de su familia, acaso hubiese preferido echar la novela al fuego.

     Pasando a tratar de Pequeñeces, ya en 1891, don Juan Valera[279], con una perspicacia fruto de su ingenio y experiencia, ponía en pluma de Currita de Albornoz las siguientes palabras: “Ya ve usted si soy entusiasta de los jesuitas. Sólo me atrevo a sospechar que en el día, y no sé por qué, pierden ustedes el tino de cuando en cuando. Perderle sería si los superiores prohibiesen a usted seguir escribiendo novelas…” Ya vimos en el capítulo 8 cómo la profecía de Valera se cumplió en gran parte: Tras el frustrado intento de Boy, Coloma -para bien o para mal de la literatura, pero, en todo caso, para mal de su libertad- hubo de tomar nuevos caminos de novelar a fin de armonizar su vocación de escritor con los gustos y exigencias de los agraviados por sus diatribas, así como con las conveniencias y valores de la Compañía de Jesús. ¿Fruto del objeto, del argumento y de las formas y claves de su novela, o del hecho de ser un sacerdote jesuita? Supongo que de una cosa y de la otra pues, como en su momento afirmó la condesa de Pardo-Bazán[280], los religiosos, como las mujeres, son “escritores maniatados” a los que, cuando se liberan de las ligaduras de su condición para escribir, son azotados en el rostro con ellas por la sociedad. De cualquier forma, como apunta Ricardo Serna[281], Pequeñeces tuvo en su momento, y por muchos años más, un enorme éxito de público, fruto del gran escándalo que levantó por factores tales, como el ser Coloma jesuita y las supuestas claves para identificar a muchos de sus personajes encubiertos.

     ¿Qué queda hoy de los efectos de la clave en estas dos novelas? Es casi ociosa la pregunta, pues el paso del tiempo arrambla hasta con la huella de los escándalos, relegándola al terreno no artístico de la pequeña historia. No obstante, diremos alguna cosa acerca de lo que queda como recuerdo de una cuestión tan esencial para los primeros años -si no décadas- de la vida de La Regenta y de Pequeñeces. Cedamos la palabra, respecto de la novela de Clarín, al profesor Martínez Cachero[282]: El que una novela sea de clave, o no, importa bien poco en lo estrictamente literario o artístico, pero no deja de ser algo más que una simple curiosidad morbosa. En el caso de La Regenta, a nivel de Oviedo y de los ovetenses, hubo una general impresión de que era novela de clave, pero de una clave local -opinión, tal vez, desenfocada o interesada-. Pero ¿no habrá en la novela una clave de alcance nacional, para esa España que Clarín ya había tenido ocasión de pulsar en Madrid y Zaragoza? Posiblemente, la España de la Restauración y el canovismo merezca también en la novela su denuncia y su sátira, y tenga sus claves generales, en la línea casi constante de sus artículos periodísticos y críticas literarias. Y hay otro posible plano de la clave, y es respecto de sí mismo. La Regenta pudo ser el desahogo, la catarsis de cuanto Alas socialmente sufrió. Tal vez, parafraseando a Flaubert, pudo haber dicho: Ana soy yo. En cualquier caso, el paso del tiempo ha enfriado inexorablemente la tensión visceral de la recepción de La Regenta, sin hacerle perder un ápice de su valor artístico: Antes, al contrario, la posibilidad de lectores y críticos de ser cada vez más objetivos, la ha elevado al selecto elenco de las mejores novelas en español, sin que hayamos de sumirnos en la infructífera tarea de discernir el lugar de orden que deba ocupar, ni siquiera entre las escritas en el siglo XIX.

     Muy distinto es el destino que le ha tocado correr a Pequeñeces. Acudamos, de entrada, a Francisco Nieva[283]. De manera harto discutible, este ilustre escritor opina que el secreto del autor de Pequeñeces fue el de sumarse a una moda existente en Francia, en los tres años (1874-1877) que pasó en el vecino país formándose como jesuita: la de un catolicismo beligerante y de derechas, que podía competir, axiológica y artísticamente, con el naturalismo imperante. Se trata de un catolicismo sentimental que en España tuvo poca representación -quizá Valle Inclán sea en ocasiones su mejor valedor-, pero que animó el cotarro del mundo “chic”, con una esperanzada ilusión, al que el literato valdepeñero hace expresarse así: “También nosotros tenemos escritores cristianos atrevidos, modernos y críticos, como la más ilustrada Francia del siglo”. Lo llamativo es que esta moda del siglo XIX avanzado renaciera, por razones históricas, en la etapa franquista del siglo XX, en la que “Pequeñeces competía con La Regenta y con Fortunata y Jacinta. Esto son ganas de sacar las cosas de quicio…” Pero para entonces el espíritu y la actualidad de Pequeñeces ya no eran los mismos de su tiempo. Más que de escándalo, se trataba de espectáculo cinematográfico orquestado por un régimen reaccionario y una iglesia anclada en el pasado. Ya no había una “derecha conservadora” que pudiera decir con propiedad: “Nosotros tenemos nuestros escándalos, pero estos son del más alto nivel”.

     En nuestros días, opina Ricardo Serna[284], Pequeñeces ha recuperado la estatura literaria que, en su día, quedaba desfigurada por la gran sombra que de la misma proyectaban el escándalo, el doctrinarismo y la presunta clave. Si acaso -y esa es también una consecuencia muy habitual en la crítica de las novelas que gozan de un prestigio coyuntural-, la obra cumbre de Coloma se ve empequeñecida por la existencia de tópicos, tan ciertos, como exagerados, entre los cuales es el mayor el de su doctrinarismo, que tan lapidariamente censuró Valera[285]: “Ha querido usted crear algo del género epiceno y le ha salido del género neutro. Ha pensado usted. novelista y misionero a la vez, divertir y aterrar; escribir un libro de pasatiempo que fuera sermón también; una novela-sátira y las extraordinarias facultades de usted se han neutralizado; y ha resultado que la novela hubiera sido mejor sin ser sátira; y la sátira mejor sin ser novela; y el sermón, retemejor si no hubiera sido novela ni sátira”. A estas alturas en la línea del tiempo -prosigue Serna- ha decaído el enorme éxito con el que Pequeñeces fue saludada, al estar ligado a factores totalmente periclitados -entre los cuales, las claves para identificar a muchos de sus personajes-; pero continúa siendo una novela “con tirón”, que aún hoy se lee con agrado. Y entre lo negativo de la novela, que impide considerarla una gran obra -aunque no el reputarla una novela de categoría[286]-, Serna coloca su carácter doctrinal -católico, en su caso-, aunque esté tratado con más delicadeza de lo que suele sostenerse.

 

 

11.   La Regenta y Pequeñeces: sátira, tesis, adoctrinamiento

 

     Pretendemos en este capítulo determinar las relaciones que sea razonable establecer entre La Regenta y Pequeñeces por su uso de las técnicas narrativas y los recursos literarios vinculados con la sátira, la tesis y el adoctrinamiento. Quizá no esté de más fijar de antemano una definición de tales conceptos, utilizando -por elemental y poco matizado que parezca-, el recurso al diccionario de la Real Academia Española (actualización de 2024). A tenor de él, para que una composición en prosa o en verso, o un dicho, merezcan la denominación de sátira, se precisa que su objeto o dirección sea el censurar o ridiculizar. Por otra parte, se entiende novela de tesis la que tiene como objetivo principal el desarrollo de una determinada opinión o ideología. Finalmente, el adoctrinamiento implica instruir en el conocimiento o enseñanzas de una doctrina, inculcando determinadas ideas o creencias.

     Pues bien, a tenor de estas definiciones, tratemos sucesivamente de comprobar si en las dos novelas citadas se dan los requisitos para encasillarlas en dichas categorías.

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     Comencemos por La Regenta y tratemos de desentrañar hasta qué punto utiliza Leopoldo Alas el recurso a la sátira. Insisto en resaltar hasta qué punto, pues de que recurre a ella no parece que haya muchas dudas: Su novela es una obra satírica -afirman algunos- o cuando menos -sostienen los más- está infectada por la sátira. No es mala referencia la que se hace al propio autor cuando, en ocasión bastante complicada y a la defensiva, afirmó que La Regenta era “sátira de malas costumbres”[287]. A mayor abundamiento, el biógrafo Cabezas valora a la novela como “sátira, magnífica por lo despiadada, de las costumbres de la rancia Vetusta[288]. El prologuista Padrós, más circunspecto, no usa la palabra sátira, pero admite que Clarín emplea una ”ironía caricatural” con muchos de los personajes secundarios de su novela[289]. Emilio Clochiatti halla en el Clarín de La Regenta una actitud satírica que se muestra, sobre todo, en la pintura de las costumbres, lo que diferencia al autor respecto de la mayoría de los demás españoles de su tiempo[290]. García Domínguez no duda de la existencia de sátira en la novela regentina, pero le da una relevancia relativa, al sostener que es común y consecuente, dada la ideología que subyace en las novelas de la vida provinciana -como lo es La Regenta- la actitud satírica de su autor, por muy objetivo que quiera ser[291]. Antonio Lara reputaba la sátira algo casi connatural a Clarín, quien hacía uso constante de la misma en su labor de crítico literario y periodista, si bien entiende que, trasladada la sátira a La Regenta, la perspectiva cambia por completo, pues esta novela es mucho más que un relato satírico sobre las costumbres de una ciudad de provincia[292]. Finalmente, aludiré a la opinión del profesor Alarcos Llorach, quien afirma que La Regenta aúna y equilibra todos los registros: crítica, sátira, lirismo, emoción…[293].

     Profundicemos más en la consideración de La Regenta como el ejemplo más granado del género de novela de la vida provinciana en la literatura española[294], porque en él parece estar la clave de la sátira en su gran obra, a tenor de los caracteres que definen dicho género en nuestra literatura, y que no coinciden exactamente con los expuestos por su máximo creador, Honoré de Balzac, a partir de 1833[295]. En efecto, aun marginando el muy importante dato de que el Clarín anterior a La Regenta (1885) fuese ya un experto y frecuente utilizador de la sátira -tanto en cuentos, como en su labor periodística-, es inevitable recordar que la novela de la vida provinciana a la española precisa de la sátira como recurso o forma de expresión, como una consecuencia lógica de sus rasgos generales. Las connotaciones negativas y tradicionalistas que se atribuyen a la vida en la pequeña ciudad -la ciudad provinciana- aparecen enfrentadas, en principio, al progreso y la actividad que se respira en la gran ciudad -de ordinario, la capital del Estado-. Dicho provincialismo -opinan los partidarios de esta tendencia- debe cambiar, para bien de los provincianos y de la nación en general. Ese anhelo, cuando cae en manos de los escritores -y no solo de ellos- los anima habitualmente a cargar la mano sobre los defectos que aprecian, empleando para ello la hipérbole deformadora, que convierte lo que debería ser un retrato -así se pronunciaba Stendhal- en una caricatura; tanto más, cuanto que numerosos intelectuales no vacilan en entender que los defectos de las provincias pueden extrapolarse a toda España, ya que las pequeñas ciudades son un trasunto de la nación.

     Por eso, Clarín no se limita a hacer sátira de personajes secundarios de Vetusta, más o menos ridículos o reprobables, sino que experimenta lo que se ha dado en llamar la indignatio, o irritación satírica, hacia todo el mundo cerrado, hipócrita y vacío de la ciudad de su fantasía; y no solo hacía lo rancio, arcaico y heredado del pasado, sino también hacia lo nuevo, cuya pobre calidad y materialismo le hace temer que el futuro pueda llegar a ser peor aún que el presente. Claro está que, por objetivo que sea el autor, la indignación es mala compañera de la exactitud. Así -como bien observaron las gentes de su tiempo y las que han estudiado este a posteriori-, esa sátira tremenda e impiadosa aleja Vetusta de Oviedo, por más que la ciudad fantástica esté indudablemente inspirada por la real. Por lo demás, no es Clarín muy dado -tampoco necesitaba impostarlo- a confundir el ánimo del lector con guiños de coincidencia -ya hemos tratado antes de las muchas dudas que despiertan sus claves de personajes-. Serán otros novelistas quienes, no solo suavizarán por lo general la sátira, sino que dedicarán a los ambientes toques deliberados de color local, desde Palacio Valdés[296], en adelante. Por esa pendiente de molicie y recuerdo optimista del pasado, acabará por invertirse la impresión y se mirará hacia Vetusta, no con vituperio, sino con agrado y con nostalgia: Es la recreación de una Vetusta póstuma[297], que probablemente indignaría a Leopoldo Alas tanto, por lo menos, como la que le tocó vivir.

     Con todo el valor y la abundancia de la sátira en La Regenta, creo que hay razones para rechazar que esta sea, lisa y llanamente, una novela satírica. Destacaré solamente dos[298]: A) La presencia constante en la novela de la ironía y el humor, que resalta lo ridículo que subyace en toda sátira -como en todo sentimentalismo- que se lleva a extremos de caricatura y afectación: se trata de ese recurso constante al humor sutil e inteligente, del que Clarín tanto usó para librarse de la exageración, la sensiblería y el ridículo, incluso frente a sí mismo. B) La superioridad -si pude decirse así- que tiene en esta novela el ingrediente personalísimo y psicológico de los grandes personajes principales -la regenta y el magistral-, que centra tanto o más el interés de la novela por parte del lector -y del autor-, que no las miserias y los tristes avatares de la Vetusta colectiva, que es capaz de herir la libre iniciativa de aquellos, pero no de condicionarla hasta extremos de un ciego e inexorable determinismo[299].

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     Desde la aguda crítica de don Juan Valera, aparecida el mismo año de la publicación de Pequeñeces[300] se ha resaltado que, en su doble papel de novelista y misionero, Coloma había “pensado escribir… una novela-sátira”, a la par que un sermón[301]. Y no le faltaba razón al escritor egabrense pues, como las dos caras de una misma moneda, la sátira -que tiene por objeto o dirección censurar o ridiculizar, según la Real Academia Española- ha de concurrir por modo general en las obras llamadas novelas de tesis y, más aún, si de la tesis se pasa al adoctrinamiento[302], por lo que este supone de inculcar una determinada doctrina o creencia, lo que lógicamente implica mover al rechazo de todas las demás que le sean impeditivas o contradictorias. Por tanto, me parece obligado tratar ahora de algo que parece consustancial a Pequeñeces: su valoración como sermón de buena doctrina -se entiende que católica-, recogiendo opiniones de estudiosos de la novela, pero comenzando, como no puede ser de otra manera, por la postura del propio autor:

-          Desde la publicación por fascículos (1890-1891), el Padre Coloma insertó a modo de prólogo de la obra una extensa nota “al lector”, en la que, por lo que atañe al adoctrinamiento, no dejaba lugar a dudas: Nuestro jesuita se considera, al escribir y editar su novela, como un misionero y un predicador que, si en lugar de la predicación desde el púlpito utiliza la narración literaria, lo hace porque es la única forma de que lo escuchen muchas más personas -incluidas las que no pisan la iglesia- que a través de sermones. Ítem más, usa de esa táctica homilética para escribir de aquello que, aun siendo moral y verdadero, no debe decirse desde los templos. Por principio, aceptaré la sinceridad de Coloma y no haré ningún comentario.

-          Rubio Cremades[303] admite que, desde su prólogo “al lector”, está claro que el autor se propone criticar y adoctrinar, uniendo los componentes político y moral, con el liberalismo como detonante común de su diatriba; un liberalismo encarnado en la España de la época por el régimen de la Restauración y su favorable acogida por la aristocracia. Honestidad de costumbres y unidad católica de la nación se imbrican, como dos capas de una realidad deseable, opuesta por desgracia a la entonces vigente. Todo ello condiciona el tono satírico y severo de la novela, cuya gran mayoría de personajes son objeto de escarnio y/o rechazo, promoviendo en cambio un catolicismo militante, que rehúya el escándalo y la tolerancia de esas supuestas “pequeñeces”.

-          Francisco Nieva[304] opina que Pequeñeces es una de las pocas novelas españolas que se alinean del lado católico de una manera beligerante, tomando modelo de las más abundantes en la Francia de su tiempo[305]. Coloma es un notable narrador y está muy bien informado acerca de lo que escribe y denuncia. Por eso, su fustigación de la aristocracia y de sus líderes triunfó popularmente en aquella época, como luego su ideología de cristianismo militante arrasó durante el primer franquismo -años de la década de 1940-. Con todo, Pequeñeces llevaba dentro de sí el germen que acabaría por destruirla como gran obra, que Valera ya había detectado: ¿era novela, sátira o sermón? La pretensión de Coloma de mezclar las tres cosas neutralizaría los objetivos y “las extraordinarias facultades” del autor.

-          Romero Casanova[306] entiende que son claros los objetivos que persigue Coloma con Pequeñeces: lograr la máxima difusión de su labor de adoctrinamiento; fustigar a una sociedad que juzga depravada y anticristiana, empezando por la clase alta; difundir una didáctica muy al uso de los jesuitas. Por tanto, se trata -cualesquiera que sean las implicaciones políticas- de un objetivo moral, que, poniendo coto al desenfreno aristocrático, evite el escándalo del mismo para sus propios hijos y para las demás clases sociales. Todo ese doctrinarismo, que coincidía con el ideario integrista moderado del autor, no fue bien recibido por sus destinatarios ni aceptado sin reticencias por la Compañía de Jesús. En suma, concluye Romero Casanova, Pequeñeces no es una primicia ni una excepción: El Padre Coloma, antes y después de su primera novela, ya había escrito, o escribiría más tarde, muchos relatos “morales”, de menor extensión, pero también muy conocidos -y mejor recibidos que la novela-.

-          Ignacio Elizalde[307] reitera que el objetivo de Coloma al escribir Pequeñeces lo dejó explícito en su prólogo: Azotar ciertas llagas sociales y el escándalo que producen, precaviendo contra unas y otro, y animando a reaccionar contra la situación. Coloma, por encima de todo, predica una doctrina religiosa y lo hace en modo misionero. Secundariamente, el jesuita apunta al cuidado de la enseñanza de la infancia, que se muestra confusa y perjudicada por los excesos de sus padres y el descuido con el que estos la tratan.

-          Ruiz Pérez[308], recogiendo además algunas opiniones ajenas, admite sin vacilar que Pequeñeces es una novela de tesis, cuyo didactismo lastra su indudable eficacia narrativa. La tesis que dicha novela sostiene es la de que España tiene que regirse según los principios religiosos, morales y sociales de la Iglesia Católica, y la aristocracia tiene que dirigir a la sociedad en ese sentido, lo que Coloma repite machaconamente[309].

-          Cierro esta enumeración de opiniones con la de Ricardo Serna[310], para quien Pequeñeces es ciertamente una novela didáctica, aunque no tanto como se dice -o como pretendió Coloma de buen principio-. En ella late, no solo la intención expresa del autor, sino su propia condición sacerdotal y el buen conocimiento que tenía de aquella aristocracia madrileña, incluso conseguido antes de hacerse jesuita.

     Valga lo expuesto para corroborar que no parece haber objeciones claras al centenario juicio de don Juan Valera: Pequeñeces es una novela-sátira, cosa que sin duda la perjudica estéticamente. Nada en ella parece corregir su plena adscripción al género satírico, a diferencia de lo que resaltamos con La Regenta de Clarín. Ni los personajes son tratados con la profundidad psicológica y el interés con que lo son los protagonistas regentinos, ni el humor irónico y desmitificador atraviesa el núcleo de la novela de Coloma. Pero ¿es que el Padre no usa abundantemente del humor en su novela? Sí, en efecto, pero de una condición muy distante del irónico y suavizante de excesos del de Alas. También se percató ya de ello el propio Valera[311], cuando escribía: “…Noto en usted desmedida afición a pintar lo feo y lo grotesco, lo cual, combinado con la chispa y la exageración andaluzas, influye de cuando en cuando en que usted tizne con chafarrinones hasta los retratos más bellos y los convierta en algo como figurón inverosímil…”. Una opinión que, con más moderación formal, también compartía la condesa de Pardo-Bazán[312]. En resumidas cuentas, el humor de Coloma no sirve para desvirtuar los excesos satíricos, sino, si acaso, para potenciarlos.

 

 

12.   El naturalismo de La Regenta y de Pequeñeces

 


Busto de Coloma (Jerez de la Frontera)

 

     Excede con mucho de los límites de este ensayo entrar a definir y caracterizar el naturalismo en la literatura, pero sí me parece obligado exponer con cierta brevedad todo lo necesario para responder a una pregunta clave que se plantea a la hora de tratar de La Regenta y de Pequeñeces, así como de resaltar parecidos y diferencias entre ambas novelas: ¿Nos hallamos en presencia de textos que se puedan caracterizar como naturalistas? Y si, para uno u otro, admitimos una respuesta afirmativa o, cuando menos, dubitativa, ¿en qué sentido podrían conceptuarse como novelas dentro de la categoría del naturalismo? Comenzaré mi aproximación por La Regenta, tanto por su prioridad cronológica, como por la mayor probabilidad de que, en efecto, sea incluible dentro del naturalismo.

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     Partamos de alguna consideración histórica y biográfica. Leopoldo Alas, formado en el krausismo y con unas creencias que, al parecer, nunca se alejaron de la matriz cristiana y transcendente, no era la persona más inclinada a profesar un naturalismo filosófico; pero nada se oponía a que compartiera la visión naturalista en su creación literaria[313]. De hecho, consta que Clarín, antes de redactar La Regenta, ya había leído con entusiasmo los primeros títulos del ciclo zolesco de Los Rougon-Macquart y otras obras del novelista francés, Émile Zola, quien, como se sabe, era reconocido líder del naturalismo literario a nivel mundial[314]. Y no era anómalo el interés de Leopoldo Alas por la obra de Zola en la España de su época: Recordemos que Pérez Galdós ya había publicado en 1881 La desheredada, que pasa por ser la primera novela naturalista española. Lo que sí es más significativo es que Alas estuviese tan versado en dicha corriente literaria, como para constituirse en uno de los escritores más informados acerca de la misma[315], según reconoció implícitamente la condesa de Pardo-Bazán al confiarle el prólogo de su libro, La cuestión palpitante[316], que seguramente fue el tratamiento más destacado sobre el naturalismo en la España de su tiempo. Tal profundidad de conocimiento del naturalismo por Clarín contrasta con la del común de los literatos, críticos y lectores de su país y época que, tras unas fases previas de desconocimiento y de repulsa hacia Zola y sus ideas literarias, pasaron a una aceptación superficial -una moda, podríamos decir-, de la que, con más o menos profusión y acierto, participaron novelistas tan diversos, como Pereda, Palacio Valdés, la Pardo-Bazán y Galdós, por no aludir a autores posteriores, como Baroja o Blasco Ibáñez[317]. Incluso -como veremos en el apartado siguiente-, Coloma fue catalogado en su tiempo como escritor naturalista en sus primeras novelas. Todo el mundillo literario español -y de otros países europeos- parecía haberse vuelto naturalista; pero ¿era ello una realidad?; y ¿qué decir de La Regenta clariniana: naturalista o no? 

     La crítica moderna pone el signo distintivo del naturalismo literario en el determinismo, relativamente al margen de otras connotaciones destacadas en el pasado, como la escabrosidad de las situaciones, el descaro o la desvergüenza en la expresión, o la sordidez y vulgaridad de los ambientes; cosas todas ellas que pueden completar la visión naturalista de los personajes o entornos de la novela, pero que no la convierten, sin más, en una obra de dicha corriente. Por tanto, y con arreglo al principio del determinismo, tendremos que preguntarnos si los personajes de La Regenta mantienen su libertad o libre albedrío, o si, por el contrario, el ambiente, las condiciones, las circunstancias en que se desenvuelven -por decirlo con una sola palabra: Vetusta- los coartan hasta extremos que puedan calificarse de inexorables. Y, ante esta cuestión, no existe en absoluto uniformidad de opiniones. Espigando entre las de autores destacados que han abordado el tema, podemos hacer el siguiente resumen:

-          Mariano Baquero Goyanes[318] es radical a la hora de negar en La Regenta una visión naturalista del desarrollo argumental. En su opinión, dicha novela no pertenece al movimiento del naturalismo, sino que sigue siendo una obra realista, con la radicalidad que se aprecia, por ejemplo, en Flaubert. Los personajes disfrutan de libre albedrío, pese a los condicionantes sociales y de carácter que los apremian. Es una forma de entender las presiones externas que se ha calificado de lectura blanda de la novela[319], a la manera de las opiniones dominantes en los años, ya lejanos, en que Baquero, todavía con escasos estudios de otros autores, escribió sus páginas.    

-          Francisco García Sarriá[320] parece incardinar La Regenta entre las novelas que tienen como tema básico la historia de una frustración o de un fracaso[321]. En este caso concreto, el amor de la regenta fracasa entre los traumas psicológicos de sus primeros años, la religión mal entendida, un matrimonio desigual y de conveniencia, y la caída en brazos de un amante vulgar y sin escrúpulos. ¿Quiere eso decir que la novela juega con un determinismo fisiológico? No, responde García Sarriá: la regenta se derrumba ante la presión moral. Claro está que el comentarista parece no plantearse que el determinismo pueda tener una base moral.

-          También niega el determinismo en La Regenta José Luis López Aranguren[322], cuya aportación resultó novedosa en su momento por acercarse a la novela -como correspondía a su formación intelectual- desde planos no estrictamente literarios, sino ideológicos, temáticos y culturales. El entorno asfixiante y hostil en que se desenvuelven los personajes principales no le parece suficiente al filósofo abulense, como para condicionar su comportamiento de manera inexorable.

-          Diego Martínez Torrón[323] está convencido de que Clarín era bastante más naturalista de lo que se ha venido creyendo, pese a sus convicciones personales que, en alguna ocasión, pudieron llegar al misticismo -como en Ana Ozores, su protagonista-. Lo que sucede es que el seguimiento de los postulados de Zola lo lleva con su propio estilo y acusada personalidad. ¿Cuál es su clave? La de jugar con un determinismo combinado, físico y moral a la vez. Ahí está su particularidad: reconocer que el ambiente se sobrepone a los rasgos individuales del sujeto y lo condiciona de forma muy difícilmente superable, a través de mecanismos tan presentes en La Regenta, como la murmuración o la cosificación de la protagonista. Es, pues, un determinismo que en modo alguno desdeña la parte espiritual e íntima de los personajes. Esta fusión -diríamos hoy- de lo genético y lo ambiental parece relacionarse con un positivismo a lo John Stuart Mill, pese a que Leopoldo Alas no sintiera especial simpatía por dicha corriente filosófica.

     En cualquier caso, naturalista tout court, o con sus propias peculiaridades, ¿qué importancia tiene esto en el sentido[324] de la novela clariniana? Sin duda, ha determinado la superlativa importancia que tiene en La Regenta el estudio sociológico de la ciudad, Vetusta, concebida como una maquinaria caduca, falsa y opresora, que acabará por aniquilar a Ana Ozores, y no solo a ella. En cierto modo la sociedad vetustense se sobrepone a los protagonistas, erigiéndose en el verdadero personaje principal y colectivo de la novela. Esa ciudad tiene muchas caras, siendo la satirizada con mayor acidez la de los clérigos, a quienes Clarín parece no perdonar su cínica manipulación de las almas y del misticismo de algunas de estas. Pero la ciudad puede ser extrapolada sin dificultad al país entero: La Regenta contiene una crítica profunda y razonada de la sociedad española de su época.

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     A la hora de tratar del supuesto naturalismo de Pequeñeces, nada más justo que comenzar por las palabras que su autor dedicó al lector en el prólogo de su obra, ya desde su primera aparición por fascículos (1890-1891) en la editorial de El Mensajero del Corazón de Jesús. Y, si yo no estoy equivocado al interpretarlas, el propio Padre Coloma aclara que, en el caso de que en su novela haya algo de naturalismo, sería del tipo de “las crudezas de Zola”, fruto de adentrarse el autor “con tanta frescura por terrenos tan peligrosos”. Es decir, está aludiendo el Padre a la corteza temática y lingüística a la que, en sentido amplio -por no decir impropio-, se calificó en tiempos de naturalismo, sin profundizar en el núcleo del mismo, a saber, el determinismo y esa confusión -que tan poco agradaba a Clarín- del arte con la naturaleza: vale decir, con las leyes y el método científicos. Y ni siquiera entendía Coloma que, limitado su presunto naturalismo a su concepto vulgar y somero, fuese este del alcance de ofender a los lectores versados y de sana intención. Así lo declara en sus primeras palabras al lector amigo: “Si eres hombre corrido y poco asustadizo, conocedor de las miserias humanas y amante de la verdad, éntrate sin miedo por las páginas, que no encontrarás en ellas nada que te sea desconocido o se te haga molesto”. Y, más adelante: “… armo yo mi tinglado en las páginas de una novela y desde allí predico a quienes de otro modo no habían de escucharme, y les digo en su propia lengua verdades claras y necesarias que no podrían jamás pronunciarse bajo las bóvedas de un templo”. Y, por si fueran discutibles las opiniones de Coloma, aún nos quedaría la casi insalvable contradicción entre un naturalismo cabal y el objetivo aleccionador perseguido por el autor, tal como hemos dejado indicado en el capítulo anterior. En esta línea, no deja de resultar tan real como anecdótico “el antijesuitismo (sic) visceral de los naturalistas españoles”[325].

     Con todo, pudiera ser que el Padre Coloma no estuviera en lo cierto al definir su novela; que, en realidad, fuese en Pequeñeces un “naturalista a pesar suyo”[326]. Por ello, como antes con La Regenta, vamos a recoger las opiniones que a este respecto han formulado algunos de los estudiosos del tema.

-          Comencemos, precisamente, por William T. Pattison, que volvió a remover las bases de la crítica literaria sobre Pequeñeces, al insistir -como autores coetáneos del jesuita- en el naturalismo del Padre Coloma, cuando menos, en su novela fundamental. La réplica podría, no obstante, venir también de algunos coetáneos de Coloma, como la condesa de Pardo-Bazán, que trató con profundidad de Pequeñeces y de su autor.

-          Emilia Pardo-Bazán[327] es tajante en su postura: Desde las primeras páginas de la novela se ve que aquello no es naturalismo, sino, casi siempre, la pura verdad. Coloma, en su radicalidad, lleva el realismo hasta un grado de crudeza al que nadie, antes que él, había osado llegar en España. A eso podemos llamarlo, si queremos, realismo naturalista, pero muy lejos de la etiqueta estricta asociada a Zola. En Pequeñeces no existe el determinismo de fondo propio de los autores naturalistas, sino, por el contrario, un evidente providencialismo. Solo el método y el estilo -aclara la novelista coruñesa- se asemejan a los del naturalismo; pero tampoco exageremos en estos puntos formales: La concisión y el tono humorístico de Coloma salvan lo arriesgado; la brevedad tiene dejos de pudor. En suma, ese realismo extremo no deja de ser un realismo calculado.

-          Rubén Benítez[328] insiste en situar Pequeñeces “entre las expresiones del naturalismo español”, aunque pronto merma esa afirmación casi rotunda con buena cantidad de matices y salvedades: Dicha novela entraría en una vena satírico-expresionista, con antecedentes en los siglos XVII y XVIII; o se trataría de una “alegoría expresionista”, pudiendo ser plausible su cercanía al esperpento de Valle-Inclán.

-          Enrique Miralles [329], también editor de Pequeñeces, conecta esta obra con los aspectos más formales o superficiales del naturalismo. Según él, la vena narrativa y las dotes de observación de Coloma, unidas a su mordacidad, le permiten rebasar, por fortuna, sus rígidos esquemas mentales. Contrapuntos literarios, sabiamente incrustados en la narración, la enriquecen y elevan, al estar tomados de fuentes tan limpias, como los clásicos greco-latinos y Shakespeare.

-          La autora belga, Lieve Behiels [330], separa radicalmente Pequeñeces de una posible matriz naturalista, considerando que no logra superar su consideración de novela de tesis, por su mensaje rancio y espiritualista: España tiene que regirse según los principios religiosos, morales y sociales de la Iglesia Católica, y la aristocracia tiene que dirigir la sociedad en ese sentido. Si es que Coloma se dejó influir por la línea de novela de tesis de Galdós, lo hizo, en todo caso, con un signo ideológico manifiestamente distinto.

-          Cerramos esta selección de opiniones con la de Rubio Cremades [331], quien considera a don Juan Valera como el iniciador del lugar común de que Pequeñeces era un retrato deformado de la realidad que describía, al empeñarse en destacar lo peor y más feo del original[332]. A partir de ahí, la etiqueta de naturalista se convirtió para Pequeñeces en un cliché crítico, porque se percibía como muy cruda la presentación de ciertos ambientes. En suma -me permito colegir-, error sobre error: inferir el naturalismo de la mera crudeza formal y confundir, en el fondo, crudeza con exageración o parcialidad.

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     Para concluir este capítulo, resumamos las analogías y diferencias que se encuentran entre La Regenta y Pequeñeces en aquellos aspectos que más las aproximan o vinculan al naturalismo, con independencia de que, en efecto, se trate de novelas naturalistas.

-          El mayor parecido entre las dos obras estudiadas, por lo que respecta a su hipotético naturalismo, estriba en el tratamiento de temas considerados escabrosos en su época, como hemos examinado en el capítulo 9. A mayores, Alas y Coloma no se andan, en general, con medias tintas, ni tienen pelos en la pluma. La comprensión y la ternura para con sus personajes suele brillar por su ausencia; la sátira, la mordacidad y el humor -irónico, en Clarín; chusco y chocarrero, en Coloma- completan con eficacia su retrato sin afeites, exagerado a veces, de las personas y ambientes del relato. Añadamos, en lo opuesto a un naturalismo académico, que La Regenta y Pequeñeces se desarrollan en entornos burgueses -incluso aristocráticos, en el caso de la obra de Coloma-, lejos del mundo obrero y, no digamos, del lumpenproletariado.

-          La mayor diferencia entre las dos novelas, en lo tocante a sus relaciones con el naturalismo, es la siguiente: Pequeñeces, como buena obra de tesis y adoctrinamiento religioso, no rebasa en ningún caso un parecido superficial; en tanto que La Regenta participa de un cierto determinismo moral o psicológico, en el que el influjo agobiante del entorno social se aúna con la vulnerabilidad propia de cada personaje, para acabar condicionando de forma prácticamente decisiva su comportamiento y, por ende, su destino.

     A fin de cuentas, no deja de resultar llamativo que Pequeñeces, reputada en su tiempo un claro ejemplo de naturalismo, sea hoy excluida, con pocas excepciones, de esa tendencia literaria; mientras que La Regenta, prototipo por entonces de un realismo psicológico y sin concesiones -una especie de Madame Bovary a la española-, plantee hoy la opción de reputarla obra naturalista, siquiera con los matices y objeciones que en este capítulo hemos procurado desembrozar.

 

 

13.   Parecidos, parentescos, influencias…


     No sé hasta qué punto podrá servir este capítulo para enriquecer lo que es el objetivo principal de este ensayo, a saber, tocar buena parte de los puntos de encuentro o de diferencia entre La Regenta y Pequeñeces. Con todo, de un amasijo de opiniones y puntos de vista que, pese a coincidencias, parecen inconexos, tal vez se pueda extraer alguna línea directriz para posibles relaciones entre ambas novelas. Y, en una primera ojeada, nos llama la atención un dato casi unánime: Mientras que para La Regenta se encuentran las influencias y similitudes en novelas foráneas, en lo atinente a Pequeñeces las relaciones se focalizan en la literatura patria. Hagamos un breve sondeo, tratando de confirmar esa impresión.

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     Ricardo Gullón [333] puede servir de ejemplo, entre muchos, de quienes consideran ligada La Regenta a las novelas, Madame Bovary (1857), de Gustavo Flaubert, y Ana Karenina (1878), de León Tolstoi. El parentesco parece inferirse obviamente de tratarse -según se dice- de “novelas de adulterio”[334]. Dejemos, por ahora, el valor y el acierto que tal elemento común tenga entre estas tres grandes novelas -que el propio Clarín contemplaba de modo irónico, dado el enorme número de relatos en que el adulterio juega un papel significativo- y sigamos con otras posibles influencias detectadas por Gullón, entre las que recoge las de Stendhal y Henry James. Claves para suponer una cierta inspiración de Leopoldo Alas en otros escritores son la profundidad psicológica y la técnica de la anticipación, que confieren a su obra una notable modernidad. Resulta llamativo -dejémoslo así- que Gullón no aluda al influjo de Zola, precisamente el novelista más famoso e influyente de la época, admirado por Clarín.

     Juan Goytisolo [335]reconoce el parentesco de La Regenta con Madame Bovary y con Ana Karenina, pero entiende que la excelente idea de incluir el personaje del magistral en la novela, haciendo de él el verdadero protagonista, permite que se omitan en La Regenta recursos manidos de sus dos grandes antecesoras, a la par que se anticipa la estética narrativa del siglo XX.

     García Domínguez [336], aportando un punto de vista relativamente original, admite la deuda literaria con Flaubert, pero no tanto con Madame Bovary, cuanto con La educación sentimental (1869), de cuyo protagonista, Frédéric Moreau, se ha llegado a decir que es “una regenta con pantalones”.

     Juan Antonio Ruiz García [337] estudia en paralelo La Regenta y la novela de Tolstoi, La sonata a Kreutzer (1889), pues, aunque sea posterior a la novela de Clarín, sintetiza perfectamente los puntos ideológicos y argumentales en que tienden a coincidir el autor español y el ruso. La clave es la conflictiva relación del amor con el matrimonio o, en sentido más amplio, la carnalidad con la espiritualidad. Secundariamente, se debaten las tensiones entre el individuo y la sociedad, así como el papel de la religión -en La Regenta, mixtificada por el clero- en la solución de todos estos conflictos.

     Abriendo una senda de aproximación a otros novelistas españoles de la época, Emilio Clochiatti [338] recuerda que los temas abordados por Leopoldo Alas en La Regenta pueden coincidir con los de otros colegas, como Juan Valera, Pedro Antonio de Alarcón y, sobre todo, Pérez Galdós, pero Clarín los supera en espíritu crítico y satírico, así como en los aspectos religiosos -incluso místicos- y humanitarios.

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     En el caso de Pequeñeces, la relación de proximidad se establece habitualmente, no tanto por su estilo, cuando por su temática y objeto -incluso, en ocasiones, con su tesis-. Hay, en efecto, un grupo de novelas aparecido en España en un corto lapso de tiempo, que parecen tener el denominador común de vapulear a la aristocracia, o cuando menos, a la burguesía, tomando como protagonista de la trama a alguna mujer más o menos desenvuelta, que parece moverse en ese mundo decadente y satirizado como pez en el agua. Las referencias son coincidentes en casi todos los estudiosos de la materia, como también el reconocimiento de que Pequeñeces es, entre todas ellas, la mejor, aunque solo sea por el buen conocimiento que tenía Coloma de los ambientes aristocráticos, antes y después de ordenarse sacerdote.

     Así, Rubio Cremades [339] considera como precedentes de la novela de Coloma, de posible influencia sobre la misma, La Vizcondesa de Armas (1887), de Juan de Armada y Losada, marqués de Figueroa -de quien no puede decirse precisamente que fuese un advenedizo en el mundillo palaciego-, y La Montálvez (1888), aceptable incursión de José María de Pereda en los ambientes aristocráticos, aunque carente de un buen soporte de conocimientos fácticos. Algunos críticos -prosigue Rubio- añaden a estas dos novelas la titulada La Espuma (1891), de Armando Palacio Valdés, que es posterior a la versión por entregas de Pequeñeces publicada en El Mensajero del Corazón de Jesús [340].

     Ricardo Serna [341], por su parte, omite La Vizcondesa de Armas, pero mantiene que el tono moralizante y satírico de Pequeñeces la emparentan con La Montálvez y La espuma.

     Con una visión de más largo alcance, Francisco Nieva[342], recordando el buen conocimiento que Coloma llegó a tener del idioma y la literatura francesa de su tiempo, remonta las influencias sobre el jesuita al “padre” del integrismo católico en la novela: el francés Barbey d’Aurevilly[343], que también ejerció influjo sobre Valle-Inclán.

     Pedro Penzol[344], dentro de un estudio todavía más amplio, analiza brevemente las novelas, Nuestra Señora de París (1831), de Víctor Hugo, La falta del abate Mouret[345] (1875), de Emilio Zola, La Regenta y Pequeñeces, como ejemplos de la literatura del siglo XIX, que trata con frecuencia sobre la sexualidad en los sacerdotes, el adulterio de las mujeres casadas y, a veces, de la unión de un tópico y otro. En el caso de la protagonista de la novela de Coloma, Currita de Albornoz, el autor retrata un modelo de mujer que alegremente pierde a los hombres, para acabar destrozada y arrepentida, de forma ligeramente parecida a la regenta[346]. Pero, puntualiza Penzol, el elemento común del adulterio no puede llevar a reconocer un excesivo parentesco entre unas obras y otras. En concreto, concluye, Pequeñeces es una sátira de costumbres, en tanto que La Regenta es una novela psicológica.

     Cerraré estas referencias con la opinión de Ruiz Pérez[347] que, abriendo algo más el campo de las influencias, acoge la opinión de que, como tardía obra de tesis, Pequeñeces se sitúa en la línea de algunas novelas galdosianas del mismo tipo, aunque de muy diferente mensaje. Sin desechar la cercanía con los esperpentos valleinclanescos, Ruiz Pérez encuentra en Pequeñeces un parecido con La de Bringas (1884), de Pérez Galdós; con las consabidas y ya citadas, La Vizcondesa de Armas, La Montálvez y La espuma, y un cierto paralelismo con La Regenta, de Leopoldo Alas. Pero parece tratarse de relaciones un tanto genéricas: la descripción crítica de la sociedad nobiliaria o burguesa –“pequeñoburguesa”, en el caso de La de Bringas-, en torno a una figura femenina de personalidad acusada. Otro tanto sucedería entre Pequeñeces y la gran novela clariniana, “bien que en esta última la acción no se sitúe en Madrid”.

     Al fin, críticos, como Penzol y Ruiz Pérez, han fijado su atención en una afinidad que se hacía esperar, no solo por la proximidad cronológica de las novelas de Clarín y de Coloma (apenas cinco años), sino por algo con lo que se encuentra cualquier lector al leer ambas novelas por primera vez: El juego decisivo que tiene en ambas el matrimonio desigual y de conveniencia entre un hombre apocado y una mujer de fuerte personalidad, cuando entre ambos no hay amor, pero sí una diferencia de edad en perjuicio del marido. Sea determinista, o no, el lector medio, va deduciendo una relación de causa a efecto, en cuya cadena figuran los eslabones del adulterio, la ruina moral de la familia y, finalmente, la destrucción moral de la mujer -y no solo de ella-, con escasas probabilidades de que pueda sobreponerse. Pongo cierto énfasis en lo expuesto en este párrafo porque yo también me considero un lector medio, que en un momento dado sintió vivamente esa similitud entre ambas novelas, por muchas y muy grandes que sean las diferencias entre ellas.

     Sin embargo, no he encontrado hasta ahora ninguna referencia concreta a que el padre Coloma admitiera, o rechazara, la influencia en Pequeñeces de La Regenta; como tampoco a que escribiera sobre ello Leopoldo Alas. De ser como apunto, el silencio de ambos escritores sería de esos que suelen calificarse de atronadores.


Gustave Flaubert

 

 

14.   Dos novelas de adulterio

 

     Valga la rúbrica de este capítulo -incluso el empleo de la cursiva para dos de sus palabras- como punto de partida, sin prejuzgar que, en efecto, ambas novelas sean de esa especie; tanto más, cuanto que no hemos aventurado previamente una definición de lo que sean, en efecto, las novelas de adulterio. Es esta una cuestión que rebasa los objetivos de este ensayo. Me acogeré, pues, a dos restricciones a la hora de plantear y responder a la pregunta que he suscitado: la importancia que tenga el adulterio en cada una de las dos novelas examinadas, y las peculiaridades más comunes a las novelas de adulterio en su tiempo, como punto de comparación de la originalidad de La Regenta y de Pequeñeces respecto de una obra hipotética de su época que pudiera funcionar como estereotipo.

     En el primer aspecto, es una pura obviedad que, no por incluir en su argumento una o varias infidelidades, una novela merecerá ser valorada como de adulterio. Será preciso, además, que este juegue un papel relevante en el relato, aunque no constituya el tema principal de su peripecia. Claro está que eso de la importancia es opinable y relativo. He ahí el punto clave, en el caso de Pequeñeces, para tipificarla, o no, como novela de adulterio, como tendremos ocasión de examinar poco más adelante, en este mismo capítulo. Por el contrario, no se puede negar que La Regenta, con todos los matices y peculiaridades que se quiera, no sólo es una novela de adulterio, sino una de las más significadas en la literatura universal[348].

     En el segundo aspecto, está claro que las novelas de infidelidad o de adulterio -quizá considerables como un amplísimo subgénero de las novelas de amor- han existido en todas las épocas, pero su abundancia pareció incrementarse en el periodo narrativo realista-naturalista de la segunda mitad del siglo XIX. ¿Podemos hallar algunos caracteres generales en esas novelas decimonónicas, para comprobar las coincidencias y las singularidades de las dos narraciones que estamos analizando? Siguiendo a la novelista Álvarez Olías[349], podemos acoger las seis peculiaridades siguientes: A) La absoluta desigualdad de trato de la infidelidad de ambos sexos, en perjuicio de las mujeres, incluso en el orden jurídico penal. B) Desarrollarse en un ambiente burgués, en el que el spleen o aburrimiento juega un papel relevante. C) La infidelidad se convierte en una relación relativamente estable, con un amante que suele ser socialmente distinguido -noble, militar de carrera, clérigo…-. D) Tener un mal final para la pareja infiel, adoptando un tono justiciero de retribución por la culpa cometida. E) La importancia que tiene el que la mujer de la época, sobre todo por razones económicas, no esté en condiciones de tomar sus propias decisiones para casarse o descasarse. F) La relativa irrelevancia práctica de que exista -como en el mundo anglosajón-, o no -como en España-, el divorcio vincular, debido, entre otras cosas, a que era muy difícil para la mujer el divorciarse en buenas condiciones de futuro.

     Adicionalmente, aparecen temas que generan profundas diferencias entre las novelas de adulterio de la segunda mitad del siglo XIX: A) La existencia, o no, de hijos del matrimonio, en orden a evitar, mitigar o exacerbar los efectos de la infidelidad. B) La muy diversa actitud del marido ofendido, a la hora de afrontar el adulterio, una vez lo haya conocido. C) El carácter y posición del amante, aunque ciertamente no suele ser muy distinguido en estas novelas, predominando el tipo del cobarde o, cuando menos, del ineficaz a la hora de ayudar a su compañera. D) El carácter y situación de la heroína de la novela, si bien domina la figura de una mujer fuerte en el fondo, aunque esté dominada por la tradición social y por su formación religiosa y moral.

     Pues bien, hechas estas consideraciones previas, pasemos a examinar La Regenta y Pequeñeces desde el punto de vista de la infidelidad de sus protagonistas y, por consecuencia, de su integración o no en el género de las novelas de adulterio.

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     Comenzando por La Regenta, supuesto que difícilmente puede dudarse de que sea una novela de adulterio[350], se trata de destacar varios de sus caracteres en tal sentido, incluidos algunos que constituyen verdaderas peculiaridades de la novela, que la dotan de gran originalidad[351]:

-          El adulterio de la regenta no se consuma hasta la conclusión del capítulo XXVIII, de los treinta de que consta la novela. Hasta entonces, lo más que puede afirmarse de la protagonista, Ana Ozores, es que se deja llevar a la tentación, siendo en ocasiones ella misma tentadora, aunque en unos términos de confusión respecto de las intenciones de sus pretendientes, que la mantienen equivocada sobre aquellas prácticamente hasta el momento en que clara e inevitablemente se manifiestan. No sé hasta qué punto lo que voy a decir explica algo de las características de la novela, pero esta me parece, no tanto una novela de adulterio -aunque lo sea-, cuanto una novela de seducción. El adulterio se produce al final, de modo precipitado y sin un desarrollo preciso y explicado de sus efectos. Lo importante, hasta el punto de constituir la trama del relato y de los vaivenes psicológicos de Ana, es el asedio de su fortaleza moral y física por quienes, con mayor o menor éxito y precisión, tratan de asaltarla, manteniendo con ello el interés malicioso de los vetustenses… y de los lectores meramente pendientes de saber cómo acabará tan extensa novela.

-          Probablemente, la mayor y más acertada singularidad de La Regenta es que su argumento juega con dos galanes muy diversos y con dos posibles adulterios, el físico y -de entrada- el exclusivamente espiritual. Esta característica de la novela tiene -me parece- dos lecturas. Una de ellas, la de entender -como antes he apuntado- que el magistral, Fermín de Pas, se va a conformar con la posesión de Ana exclusivamente en su calidad de confesor y director espiritual, no yendo más allá en sus ambiciones personales; y, frente a él, Álvaro Mesía, que no pretende otra cosa que la relación carnal con la regenta, al margen del verdadero amor[352]. Pero hay otra lectura, de la que participan bastantes críticos y los lectores que se hacen cruces de que Ana se deje poseer por un donjuán vulgar y tronado, en vez de por un hombre superior y de gran fortaleza, como el magistral[353]: Pues este -se dice-, en todo momento, tuvo la intención larvada de conseguir físicamente de la regenta aquello que practicaba con las criadas a su servicio, y que, puesta a ser infiel, Ana bien podría haber escogido a De Pas, por muy clérigo que fuese. Pero dejémoslo estar y volvamos al principio: dos seductores muy diferentes[354] y dos formas diversas de adulterio. He ahí la mayor y mejor peculiaridad argumental de La Regenta como novela de adulterio.

-          Apartándose de lo que podría haber sido un evidente rasgo de naturalismo en su sentido más científico y determinista, Clarín aleja de condicionantes hereditarios y patológicos[355] la realización del adulterio, centrando su causalidad en ingredientes psicológicos y sociales, entre los cuales se han señalado: A) La rutilante belleza de la regenta, a la que, no obstante, empieza a aquejar la alarma de envejecer y perder aquella cualidad por la que todos la admiran[356] B) La ausencia de vida marital con su esposo y, por tanto, el deseo insatisfecho de ser madre por medios legítimos[357]; un ansia que parece tener relación con el daño y sufrimiento que produce a Ana Ozores el no haber conocido a su madre. C) La ingenua y absurda actitud del regente, que propicia el que Mesía frecuente su casa y galantee a su esposa, comportándose como un marido facilitador, que favorece la libertad de la esposa y su cortejo[358]. D) La fuerza del microcosmos de Vetusta, muchos de cuyos habitantes, más o menos cercanos a la regenta, ayudan a Mesía en la conquista de Ana e, incluso, en empujarla al adulterio, con las más diversas motivaciones. E) Los propios condicionantes negativos del ambiente vetustense, cuya monotonía, tristeza y falta de empatía provocan en Ana Ozores aburrimiento, hastío y sensación de estar encerrada a perpetuidad[359]. F) Por último -pero ni mucho menos en último lugar- las pulsiones sexuales de Ana que, desde su frustración y abstinencia, reclamaban -al decir de Clarín- “derechos de la carne, derechos de la hermosura”: esa “hambre atrasada” -en palabras de Álvaro Mesía-, de sentirse deseada y amada hasta la plenitud. En resumen, las razones fundamentales que propician el adulterio de Ana no se sitúan en el pasado, en la herencia o en la educación -opina la profesora Carmen Bobes[360]-, sino que son factores circunstanciales y psicológicos los que determinan el comportamiento de la regenta -como entiende Pineda García[361]-, tales como su ideal de ser madre, la falta de apoyo moral y religioso de don Fermín de Pas y la incomprensión de su marido, don Víctor Quintanar.

-          Insistiendo en algo aludido hace un momento, en La Regenta se destaca como decisiva la influencia negativa de su familia en la psicología de la protagonista y en su lento progreso conductual, hasta caer finalmente en el adulterio. Me interesa destacar el papel que juegan dos circunstancias que tampoco son extrañas a otras famosas novelas de adulterio: A) Una gran diferencia de edad entre el marido y la mujer que, en el caso de La Regenta, frisa en los treinta años[362] y, a mayores, coloca a aquel en una situación de inapetencia sexual, hasta el punto de no mantener relaciones sexuales con la mujer, aunque sí ridículos escarceos -más que nada, de voyeur- con las criadas. B) Un insatisfecho anhelo de maternidad, en el que la regenta pone la culminación de su pesadumbre: “¡Si yo tuviera un hijo!... ahora… aquí… besándole, cantándole…”; si bien esa falta igualmente puede aligerar su rechazo de la seducción y, en su momento, del adulterio, pues no corre el riesgo de traumatizar a una criatura[363].

-          Es peculiar o, cuando menos, característico de La Regenta la relevancia y la profundidad que se concede a la ciudad de Vetusta, no solo como el pequeño escenario en que se desarrolla la mayor parte de la novela, sino como personaje colectivo, como agente que condiciona el comportamiento de sus habitantes. Ya lo hemos destacado en otros varios lugares de este ensayo. Ahora me interesa reflejar la injerencia decisiva de los burgueses de Vetusta a la hora de determinar el adulterio de Ana Ozores. Buena parte de las personas del entorno de la regenta actúa deliberadamente como fuerza ayudante del aspirante Mesía en la conquista de Ana y empuja a esta al adulterio. Los diversos niveles de conciencia de esa promoción y, en particular, las diferentes motivaciones de cada uno de los intervinientes, son otras tantas espléndidas formas de personalizar y diversificar a los personajes, de manera que Vetusta opera, no de manera monolítica, sino como un sistema de fuerzas, con una resultante que es producto de la acción de todas ellas. Y ese poder determinante de la ciudad, que hasta que se produce el adulterio actúa de manera positiva, provocando el suceso, acabará por transformarse en un elemento negativo, cuando Ana caiga finalmente en la tentación, agobiándola, marginándola y -ese es su propósito, que lo consiga, que no- hundiéndola, en las últimas páginas de la novela.

-          Cierro esta referencia a las características de La Regenta como novela de adulterio, refiriéndome a la traslación al marido ofendido de la sanción justiciera que suele darse en estos relatos[364]. Como se sabe, el final de la novela, un tanto esquemático y abierto, supone para los adúlteros un castigo moderado. Mesía marchará incontinente a Madrid, donde parece que no le irá nada mal -cuando menos, en su papel de seductor-. Ana resulta socialmente marginada, aislada y degradada por la buena sociedad vetustense, alcanzada por la indignidad y el desamor del donjuán al que se había entregado y violentamente rechazada por el magistral en su anhelo de renacer a la fe y el perdón; pero puede abrirse ante ella una nueva vida, un futuro que la novela deja abierto[365]. Mas todo eso es nada, comparado con el hecho de que Don Víctor Quintanar pierda la vida en duelo promovido por él a Mesía, en defensa de su honor matrimonial. He ahí algo que parece injusto y sorprendente: Que pague el marido burlado, en lugar de sus burladores. Pero ¿es Quintanar inocente? Y, sobre todo, ¿ha de erigirse el escritor en juez para tranquilizar el espíritu justiciero de algunos, o muchos, de sus lectores?

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     Pasemos ahora a tratar sobre si Pequeñeces puede considerarse o no una novela de adulterio. Ya al comienzo de este capítulo señalé que, a diferencia de lo que sucede con La Regenta, la cuestión no se centra en concretas peculiaridades, sino sencillamente en hasta qué punto los repetidos adulterios de Curra de Albornoz tienen importancia en la marcha del argumento novelesco. Adicionalmente, se suscita un posible óbice para la calificación de esta novela como de adulterio, dado que ya es una novela de tesis o adoctrinamiento, en los términos sociales y políticos que se fijó el Padre Coloma al escribirla[366]. Por estas y otras dificultades para su caracterización, considero necesario empezar haciendo algunas consideraciones introductorias, las cuales -en la medida de lo posible- se basen en hechos comprobables en la novela, no en argumentos valorativos.

-          Como también sucede con La Regenta, en Pequeñeces juega un papel primordial el matrimonio de conveniencia y sin amor entre la protagonista y su marido, pero en la novela de Coloma no existen algunas de las circunstancias clave para conformar la unión como desigual: A) No hay una diferencia notable de edad entre Curra y su esposo, Villamelón, si bien la novela no precisa con claridad el dato[367]. B) Los dos esposos son ricos y poseen importantes títulos de nobleza, hasta el punto de ser Grandes de España. C) Las relaciones sexuales entre ellos, habidas en los primeros años de su convivencia, han dado lugar a que tengan dos hijos -niño y niña-, que podrían haber sido determinantes de una mejor relación y conducta de sus progenitores. En cualquier caso, ya hemos indicado antes que el desafecto conjugal que suele existir en las novelas de adulterio no tiene una tipología unitaria, como tampoco el que la unión sea infecunda o no.

-          Así como las probables infidelidades[368] del marido de Curra son ocasionales, sin que tenga relaciones de concubinato, en el caso de la protagonista sus adulterios no son esporádicos, sino que va teniendo amantes más o menos estables, a medida en que va rompiendo con los anteriores, o aquellos fallecen[369]. La relativa estabilidad de dichos vínculos se ajusta a lo habitual en las novelas de adulterio, en tanto que el relevo de unos amantes por otros, sin notable solución de continuidad, nos coloca ante uno de los posibles tipos de protagonistas adúlteras de los relatos: Curra de Albornoz es de las mujeres que pareciera que no pueden vivir sin un hombre a su lado, corriendo sin vacilar con los gastos y el escándalo que ello origine.

-          ¿Puede incluirse el repudio del adulterio dentro de la labor de tesis o adoctrinamiento pretendida en Pequeñeces por el Padre Coloma? Evidentemente sí, por más que no fuese lo que más le importase al jesuita censurar con su novela, más pendiente de la crítica sociopolítica que de la moral personal. En opinión de Elizalde[370], fueron “los tradicionalistas y timoratos” los que, al escandalizarse del adulterio reiterado de la protagonista, dieron lugar a considerarlo “tema de la novela”, desplazando el centro de atención, que para la mayoría era la encarnación del integrismo político jesuítico.

-          Parece claro que, a lo largo de la trama de la novela, el adulterio de Curra tiene muy escasa relevancia en su desarrollo. A diferencia de lo que acontece en La Regenta, ni la clase social -la alta aristocracia-, ni el entorno ambiental -el Madrid capitalino-, ni la reacción del marido -indiferente ante la conducta sexual de su esposa y que parece vivir un matrimonio abierto[371]- son propicios a que las infidelidades conyugales provoquen efectos notorios de rechazo, culpa y sanción. Solo cuando la novela va ya muy avanzada[372], la mala fama de Curra provocará una transformación en las relaciones de esta con sus hijos -principalmente, con el varón, Paquito-, que desembocará en el último capítulo de la novela en un final trágico para el muchacho, determinante de consecuencias profundas de arrepentimiento y posible conversión de la protagonista, reflejadas en el “Epílogo” de la obra.

-          Hay otro efecto muy importante del adulterio en Pequeñeces, puesto que provoca lo que Curra, la protagonista, más teme: Su caída social prácticamente irreversible y definitiva, como consecuencia de que la sociedad acabe viendo en ella -aunque injustamente- a la causante moral del asesinato de su amante notorio, el marqués consorte de Sabadell[373]. Así, sus liviandades sexuales, que habían tenido hasta entonces escasa repercusión social, provocarán indirectamente que la Corte y la aristocracia la expulsen de su seno o la marginen, no dejándole más salida -a su parecer- que aparentar el arrepentimiento de sus pasadas culpas y la enmienda de su conducta por la vía del retorno al redil de la Iglesia, simbolizado aquí en la práctica jesuítica de los Ejercicios espirituales de San Ignacio.

-          Tal vez el peso que haya desnivelado la balanza de las opiniones a favor de no considerar Pequeñeces una novela de adulterio lo detectara don Juan Valera, con agudeza crítica[374]: Los adulterios de Curra no están mínimamente explicados en la novela, al no recoger con claridad los afectos o las pulsiones sexuales de la protagonista, ni apreciarse en ellos una razón “de vanidad, ni de interés, ni de soberbia”. Solo en el caso de su último amante, el marqués consorte de Sabadell, “pudo entrar el amor propio”, como detonante de algunas de las reacciones de Curra. Desde mi punto de vista, es esa falta de profundidad -quizá fruto de la mojigatería de Coloma- la que ha venido impidiendo resaltar algo, que el sentido común claramente deduce: Que Curra es una mujer que pretende una vida sexual que la satisfaga, y que la busca con hombres físicamente atractivos, pero de poca enjundia o poco recomendables; y que lleva a cabo esa búsqueda, no de manera oculta o promiscua, sino estable y descarada, favorecida por la tolerancia marital y ambiental que antes razonábamos.

     En suma, concluyo que Pequeñeces es para mí una novela de adulterio, siempre que no se exija que este tema sea el fundamental de la novela, sino meramente importante y eficaz en el desarrollo temático y en la conclusión de la misma; y que, si esta cuestión no es generalmente discutida por los críticos, dando generalmente por hecho que no lo es, es porque el Padre Coloma pasó sobre ella de una manera formalmente cohibida, como supongo que no podría por menos, al tratarse de un jesuita que publicaba bajo los auspicios de la editorial de la Orden.

Greta Garbo representando a Anna Karénina en la película homónima (Clarence Brown, 1935)

 

 

 

15.   Algo acerca de la ideología política de Leopoldo Alas y Luis Coloma

 

     Quede claro que no pretendo con este capítulo entrar de manera detallada y abstracta en las opiniones políticas de las que participaron los autores de La Regenta y Pequeñeces, sino señalar la influencia directa de las mismas en sus respectivas novelas. Ateniéndome al criterio general de este ensayo, procuraré resaltar los parecidos y diferencias entre ellas, pero ya adelanto que son muchos más los rasgos diferenciales que las similitudes.

     Valga como introducción al capítulo la de que, por tratarse de una novela doctrinaria o de tesis, las ideas de Coloma han de tener gran importancia en Pequeñeces. En cambio, La Regenta no es una obra de tales características, ni explícita ni larvadamente. Con todo, creo que merece la pena indagar someramente acerca de las ideas políticas de ambos autores y hasta qué punto las mismas hayan impregnado sus obras más señeras. Lo haremos comenzando, en orden cronológico, por La Regenta.

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     Para perfilar la personalidad de Leopoldo Alas en lo atinente a su aspecto político, me voy a valer de las exposiciones de tres autores, que han tratado del tema en un periodo de más de setenta años. Como se verá, sus opiniones son bastante coincidentes, lo que nos hace esperar que estén en lo cierto acerca de lo que tratan:

-          Juan Antonio Cabezas -primer biógrafo de Clarín[375]- alude a los orígenes republicanos de Alas, profundamente influido en su adolescencia y juventud por la revolución gloriosa de 1868 y el agitado sexenio que la siguió. Con el tiempo, juzga que Clarín experimentó una evolución atemperada que, en todo caso, no mudó sus preferencias de manera radical. Cuando -en especial, por su labor periodística- se convirtió en un escritor de prestigio y de fama nacional, trataron de ganárselo los partidos de izquierdas, cosa que solo logró, y hasta cierto punto, el llamado partido demócrata o republicano posibilista, que encabezaba Emilio Castelar, dentro de cuya estructura llegó a convertirse durante unos pocos años en su presidente para Asturias. Es en ese periodo cuando Clarín fue elegido por sufragio popular concejal de Oviedo y estuvo a punto de acceder a la alcaldía con el voto de sus colegas en el ayuntamiento. De todas formas, al escritor no le gustaba la política activa[376], de manera que, tras cumplir un mandato cuatrienal (1887-1891), dejó aquella, ayudado por la circunstancia de discrepar de la postura castelarina, consistente en disolver su partido e incorporarse al liberal de Sagasta. En cualquier caso, Alas tenía tanto o más claras sus fobias que sus filias y, entre aquellas, el repudio de la política del jefe conservador, Antonio Cánovas del Castillo, al que dedicó abundantes sátiras y diatribas, siendo las más famosas las recogidas en el conocido folleto, Cánovas y su tiempo[377]. Clarín no toleraba la burla antidemocrática del turno de los partidos y deploraba el caciquismo rural, que generaba unas tendencias centrífugas muy dañinas para la identidad campesina, que él tanto conocía y valoraba en Asturias, así como para la unidad del país.

-          Cristina Peña-Marín Beristáin, en su tesis doctoral[378], reconoce que no es Clarín precisamente un hombre monolítico y sin contradicciones, como se evidencia en el plano político, pero en conjunto pueden hacerse a su respecto algunas afirmaciones: su adscripción al castelarismo en la década de 1880; su situación personal fluctuante entre la posición económica holgada y la necesidad de escribir mucho para salir adelante; la dedicación a la educación, una actividad que llegó a exaltar; la importancia de la moralidad en la vida pública[379]; la tendencia al utopismo, aunque cada vez más desesperanzado; la inclinación al krausismo, un movimiento filosófico idealista y práctico, a la vez. Su talante político ha sido calificado de presocialdemócrata[380] y por eso, opina Peña-Marín, acaba recayendo en el castelarismo, no tanto por su exclusivismo ideológico inicial, sino por su deriva posibilista, aunque en el fondo lo que dominaba en la relación entre Castelar y Alas era la admiración de este por aquél -al que reputaba uno de los “héroes”-, a la que el político gaditano correspondía con un sincero interés por Clarín y su libertad de actuación en la política. Peña-Marín considera que, ante todo, Clarín era un demócrata y un defensor del justo equilibrio entre las clases sociales, sin emplear la violencia para resolver los conflictos entre ellas.

-          Luis Arias Argüelles-Meres, en un compendioso artículo[381], califica sin vacilar a Clarín de “liberal” y de “intelectual” avant la lettre, aspectos de su personalidad política probablemente más definitorios que su temporal adscripción al partido de Castelar y su breve militancia política como concejal en el ayuntamiento de Oviedo. Comparte también Arias la opinión de que Clarín fue atemperándose políticamente, aunque siempre mantuvo su “demoledora crítica de la España de aquella época”, su actitud “implacable con Cánovas” y su postura de “liberal intransigente con los apaños de liberalismo, primero isabelino y luego de la Restauración”. Y concluye: “Clarín y la política de su tiempo: la obra periodística y literaria de un gigante del liberalismo, concepto tan prostituido y desvirtuado antes y después de su vida y obra”.

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     Si esas pudieron ser, grosso modo, las ideas y la personalidad políticas de Leopoldo Alas, veamos hasta qué punto hizo despliegue de las mismas en La Regenta. La verdad es que las opiniones de los comentaristas son bastante dispares a este respecto. Hagamos un breve recorrido por ellas.

     Sin abandonar aún a Luis Arias, este profesor entiende -como hemos visto- que Alas, no solo creó con La Regenta una obra maestra desde la vertiente literaria, “sino que también llevó a cabo una demoledora crítica de la España de aquella época”. Es más, en esta novela coincide el Clarín más naturalista en lo literario con el más radical en su ideario político, como de modo similar, Su único hijo supone, a la vez que dejar atrás el naturalismo a lo Zola, adoptar una postura política más templada. En esa línea de entender que la Regenta encerraba una severa censura de un régimen político que se apartaba de las libertades políticas y de la modernidad, Arias señala lo que para él es una contradicción palmaria: Que el franquismo, tan opuesto a nuestro liberalismo decimonónico, en vez de tomar apoyo en la obra de Clarín, se empeñó en silenciarla o vilipendiarla.

     Martínez Cachero[382] también relaciona la visión política de Alas con su mayor novela. Así, indica que Clarín, que tan directa, abundante y enconadamente arremetió contra la Restauración y su máximo dirigente, Cánovas, tanto en periódicos, como en el folleto Cánovas y su tiempo, repite en La Regenta su ataque a un sistema político que estimaba gravemente corrupto y reaccionario; si bien tiene que admitir que el autor lo hace a trasmano de la acción núcleo de la novela. Este matiz debilita considerablemente la vinculación de la novela con la política, aunque parece dejar en pie el hecho de que el autor deliberadamente trasvasase a su obra de arte connotaciones políticas, si bien de forma marginal. Lo cierto es que, cuando se es compelido a precisar los capítulos o pasajes en que Alas -según algunos han dicho- satiriza sin piedad en La Regenta el régimen de la Restauración por caciquil y corrompido, apenas puede citarse otro que el capítulo VIII, en que se refleja con nitidez cómo los jefes partidistas de Oviedo (Vegallana y Mesía) solo miran por sus intereses, carecen de valores y obran políticamente con plena complicidad. Así, la alternancia es, a la vez, inútil y muestra de corrupción gubernamental.

     En mi modesta opinión, está más en lo cierto Esteban Padrós[383], cuando afirma que La Regenta es una novela objetiva o, cuando menos, muy poco tendenciosa; no tiene tesis oculta, ni hace propaganda de la verdad del autor. Eso sí, Alas no defiende una “tesis”, pero fustiga los vicios particulares y reales de sus personajes, sin asaltar por ello las instituciones. La Regenta -prosigue Padrós- es una novela sobre hombres concretos y acerca de entornos o lugares determinados: No es una novela doctrinal. Ni siquiera puede decirse que se signifique como anticlerical o revolucionaria, aunque tampoco peque de lo contrario. Sus verdades no pretenden ser absolutas, sino parciales, ya correspondan al plano social, ya al humano o al psicológico. Insiste: no es una novela tendenciosa y, por ello mismo, su presunto naturalismo no lo es al estilo zolesco.

     Quede claro que participo de la valoración de La Regenta como una novela que plasma -como no podía ser menos, siendo de Clarín- el pensamiento y la sensibilidad de su autor, pero dentro de unas formas que buscan la verdad y el arte, no la defensa o la inculcación de una doctrina. Pero el Leopoldo Alas de su gran novela era el mismo que, día tras día, se había significado en los periódicos, realizando una crítica política -y de otras muchas clases- que dejaba en evidencia a personas, instituciones y praxis. Por ello, cuando apareció La Regenta, fue rechazada por mucha gente importante, no tanto por entenderla una obra de clave, cuanto por sentirse retratada y juzgada en ella con mordaz ironía.

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     Pasando ya a tratar de Pequeñeces, espero no se me critique por eludir la discusión de lo obvio, a saber, que la novela, por su doctrinarismo, recoge y encarna las tesis de su autor de manera plena, intencionada y directa. En consecuencia, me limitaré a señalar cuáles fueron las ideas políticas del Padre Coloma, no sin antes hacer una breve alusión al punto de vista de este, reflejado en las páginas Al lector, que encabezan la novela.

     Poniendo la venda antes de la herida, Coloma sale al paso de los lectores que en el futuro analicen su obra y lo critiquen por haber escrito tal novela, siendo sacerdote. “No rebaja el carácter sacerdotal escribir cosas tan baladíes”, asegura. De hecho, páginas atrás explica por qué ha empleado el recurso a la novela, como forma de llegar a mucha más gente, y de manera más atractiva y descarnada que lo que le permitiría perorar desde el púlpito. Y, pasando ya sin ambages a reprobar a su némesis malagueña, don Antonio Cánovas, utiliza la clave del bizqueo del político para afirmar que “jamás harás reconocer a un bizco su propio estrabismo, si no le pones delante un espejo fiel… (en) que pueda verse y reconocerse a sí mismo… para que conozca y odie su vista extraviada”. He ahí el objetivo de la novela -en lo tocante al prohombre conservador-, favorecido por el hecho de que Coloma -como él mismo asegura-, “bien conoce de esos achaques de la vista que, si él (el autor) no los tuvo, le apuntaron los dientes entre muchos que bizquean, venciendo sus mismas flaquezas”. Sea la cita suficiente para confirmar, sobre el autorizado testimonio del mismo Coloma, la naturaleza doctrinaria de Pequeñeces.

-          Rubio Cremades[384] entiende que en Pequeñeces se aúnan las críticas religiosa y política, pues Coloma está convencido de que la Restauración ha traicionado los ideales católicos, los cuales en aquella época solo defiende el llamado integrismo, aunque no necesariamente a través de su rama carlista o más intransigente. Su autor cree que la clave para revertir la situación consiste en superar las veleidades liberales y volver a la unidad católica confesional de España, pero de verdad, cumpliendo en un todo lo que al respecto ordena la Constitución de 1876. En su novela, personaliza en don Antonio Cánovas el desprecio por la situación que describe: un político ecléctico que, en su consigna de barrer para dentro, resume la amalgama de lo mejor y de lo peor de la política, olvidando que hay valores innegociables y absolutos; todo ello, por su pasión de mandar o, dicho de otro modo, de mantenerse en el poder.

-          De manera más matizada y precisa, Romero Casanova[385] opina que Coloma -como mayoritariamente la Compañía de Jesús de su tiempo- era un integrista moderado y un posibilista en materia monárquica, al modo que se iba imponiendo en la Francia de la primera época de la III República. Por eso, nuestro autor era partidario de Alfonso XII de Borbón, no de los carlistas; se sentía próximo al integrismo moderado de Alejandro Pidal[386], y no al extremoso de Cándido Nocedal; era partidario de una religiosidad más espiritual que litúrgica o de beatería; y propugnaba una sociedad cristianizada para conseguir, a través de ella, el equilibrio y el orden social (retengamos estas dos últimas ideas, para cuando establezcamos el parangón entre Alas y Coloma, al final de este capítulo).

-          Ignacio Elizalde[387] parte de la convención de que el integrismo era la ideología oficial de los jesuitas, pero inmediatamente asume que Coloma no es un mero portavoz o ejecutor de las pautas de su Orden, sino que obra por sí, en conciencia[388]. Por lo demás, Elizalde entiende que la acre censura del régimen de la Restauración que encierra Pequeñeces, no es por suponer nuevamente la entronización borbónica -pues Coloma era alfonsino-, sino por haber abrazado el liberalismo, con sus demonios particulares que, en España y para Coloma, eran -según la Pardo Bazán- la libertad de cultos, la desamortización y la separación creciente de facto entre la Iglesia y el Estado. Y todo ello, propiciado por una aristocracia que se había vendido a los intereses económicos. Con todo, en lo meramente político, Coloma era posibilista, mientras que en lo religioso no le hacía ascos al relativo aperturismo que protagonizaba el papa León XIII (1878-1903), simbolizado en la encíclica Rerum novarum (1891), primer aldabonazo estruendoso de la iglesia católica en materia de la luego llamada cuestión social.

-          Jean François Botrel[389] también considera que Pequeñeces es un duro alegato contra la política de la Restauración, satírico, desgarrado y pleno de claves; hasta tal punto, que se reprochará a Coloma el querer dinamitar el equilibrio tan complicado tejido por las fuerzas restauradoras, haciendo así el caldo gordo a los carlistas puros y a sus secuelas partidarias. Es interesante la consideración de Botrel, que deduce su influjo de la enorme repercusión que tuvo dicha novela, tanto en la clase media, como en determinados medios obreros; de modo que, con independencia de los objetivos últimos del autor al escribirla y de su Orden al autorizarla, Pequeñeces supuso una toma de partido general en el país, aunque efímera, en plena efervescencia política y económica, que llegó incluso a las clases bajas: Se llegó a debatir si el libro no supondría un obrerismo implícito, en la medida en que censuraba a la aristocracia, considerándola poco menos que una clase social nula o contraproducente -entiéndase, la fracción de la misma retratada en la novela-.

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     Para concluir este capítulo, me parece útil señalar los parecidos entre La Regenta y Pequeñeces, a tenor de las ideas políticas (adicionalmente, religiosas y educativas) sustentadas por sus autores, resaltando también las diferencias que, pese a ciertas similitudes, los alejan. Procuraré que esta tarea tenga como soporte lo escrito en ambas obras o, cuando menos, que se infiera claramente de ellas.

-          En ambas novelas han encontrado los analistas una crítica severa y, seguramente, desmedida de una clase social entonces dominante: la burguesía provinciana, en el caso de La Regenta, y la aristocracia madrileña, en Pequeñeces. Pero los motivos de esta censura, frecuentemente satírica, son bien distintos. Mientras Coloma achaca a sus aristócratas el haberse apartado de su misión histórica, como dirigentes de la nación, ejercientes de valores de religiosidad católica y de moralidad, Clarín -de manera menos directa, pero igualmente eficaz- repudia el ejercicio farisaico de la religión, la vacía rutina de la vida social y la asfixia de la personalidad y el progreso por la inercia de las tradiciones y el entrometimiento en las vidas ajenas. Parece claro, pues, que la receta de integrismo y religión de Coloma está muy lejos de lo que implícitamente sugiere Clarín en la misma época y para idéntico país.

-          De forma aún más precisa, Alas y Coloma coinciden en su repudio de las fórmulas políticas que ofrece el régimen de la Restauración, encabezado por su maestro y tutor, Antonio Cánovas. No obstante, las sugerencias de ambos escritores resultan antitéticas: El autor de Pequeñeces propugna una suerte de retorno al pasado, con menos libertad política y más religión católica, en tanto Clarín mira a un futuro con mayor democracia y equilibrio entre las clases sociales, anunciando -en opinión de algunos- el regeneracionismo de la Generación del 98[390].

-          Es también coincidente en ambas novelas la crítica de la falsa religiosidad de los fieles, compuesta de prácticas litúrgicas sin alma o, cuando menos, de una fe muerta, ayuna de buenas obras y de un quehacer cotidiano decente. Pero el carácter clerical de Coloma condiciona y limita su severidad crítica, que se proyecta sobre los laicos católicos, mientras que Clarín tiene -y ejerce- plena libertad para arremeter, no solo contra los fieles beatos sin moralidad, sino también contra los clérigos que viven su espiritualidad y cura de almas al modo de funcionarios que, ante todo, procuran su interés y conveniencia. Dicho de otro modo, la crítica de Alas no se detiene a la puerta de las iglesias -por muy catedrales que puedan ser-, en tanto que Coloma -posiblemente, mal de su grado- procura escapar de la menor tacha de anticlericalismo.

-          No es un tema menor en ambas novelas -aunque pudiera pasar desapercibido- el de la educación, como base de la formación y el buen comportamiento de las personas desde su tierna infancia. Alas y Coloma -buenos conocedores y cultivadores de la enseñanza- reflejan en sus personajes -muy en especial, en Ana Ozores y en los hijos de Curra de Albornoz- los peligros y las consecuencias de una formación que, lejos de ser integral y de conciencia, se limite a un barniz externo, a una cultura de relumbrón o -lo que es aún peor- a una isla instructiva, que acaba abismada por la falta de apoyo familiar y de reconocimiento social. Naturalmente que las recetas jesuíticas no serían del agrado de Clarín, pero, a nivel de diagnóstico, Coloma y Alas se dan la mano, como también en la importancia que dan en sus novelas a las carencias educativas de todo tipo en la edad temprana.

-          Concluyo con una alusión al interés mostrado por ambos autores hacia el equilibrio de las clases y el recto orden social, por lo mismo que sus novelas reflejan un ambiente que censuran y cuyo cambio propugnan, siquiera implícitamente. Tal cambio no puede venir sino de una reorganización más justa y armoniosa de la sociedad. Pero, una vez más, los remedios parecen divergir: Clarín confía mayormente en la democracia y la igualación[391] de las clases sociales; Coloma se remite al cristianismo en su exégesis católica, la cual -como he apuntado poco antes- empezaba a dotarse en aquel entonces de un acervo de doctrina social pontificia.

 

 

16.   El papel restrictivo de la Iglesia y de la Compañía de Jesús

 

     Con lo que ya he escrito en capítulos anteriores[392], poco más tengo que decir sobre la forma en que la iglesia española pareció recibir de modo general la Regenta. Me limitaré a recordar aquí algunos episodios significativos, para seguidamente recoger el sentir de varios comentaristas acerca de los motivos de la severa censura eclesiástica de la citada novela.

-          Sea el primer episodio la carta pastoral del obispo de Oviedo, Ramón Martínez Vigil, de fecha 25 de abril de 1885, en la que el prelado, tras haber sido informado falsamente de que Clarín regalaba en clase la novela a sus alumnos universitarios -seguramente, casi todos menores de edad, conforme a la normativa de la época-, no solo vituperó tal supuesta acción, sino que aprovechó para calificar La Regenta de “libro saturado de erotismo, de escarnio a las prácticas cristianas y de alusiones injuriosas a respetabilísimas personas”, tildando a su autor de “salteador de honras ajenas”. Verdad es que, con el tiempo, el obispo y el escritor vinieron a ser amigos o, cuando menos, a establecer unas relaciones mucho más armoniosas, pero la escandalosa diatriba ya había empezado a producir sus efectos que, de un modo u otro, tendría nefastas consecuencias, al menos, hasta los años sesenta del siglo XX.

-          Sin esa reprobación meramente ideológica, difícilmente personas medianamente duchas en literatura se habrían atrevido a lanzar andanadas tan violentas contra la obra de Clarín, como la que osó disparar un notable historiador de la literatura española, el agustino Francisco Blanco García, al considerar que La Regenta era “un disforme relato que rebosa porquerías, vulgaridades y cinismos… una premiosidad violenta y cansada, digna de cualquier principiante cerril”[393].

-          Dando un considerable salto en el tiempo, encontramos en la censura bibliográfica oficial del franquismo una oposición frontal a La Regenta durante unos veinte años. Así, en 1946 los censores entienden que en La Regenta Clarín parece tener una cuestión personal con el clero. Las Dignidades (sic) eclesiásticas lo ponen fuera de sí. La obra, meritoria en diversos aspectos, es, en general, peligrosa para personas que no estén suficientemente formadas en el orden moral y religioso… en ocasiones roza la herejía”. En 1956, el censor de turno afirma que La Regenta “no ataca el dogma, pero sí la moral, a la Iglesia y a sus ministros”. Y todavía en 1962, cuando se levanta la prohibición general de reeditar o importar en España la novela, el censor se ve impulsado a no pasar sin crítica de índole religiosa su informe favorable, sosteniendo que “ciertamente la novela responde en muchas de sus páginas al inveterado y soez anticlericalismo español de entonces y de ahora”.

     Entremos ahora con mayor detalle y contemporaneidad en los motivos o las excusas que puedan haberse tenido para que autoridades y medios eclesiásticos de nuestro país hayan juzgado La Regenta como una novela reprobable desde el punto de vista católico.

-          Víctor Celemín[394]opina que la potente y protagónica figura del magistral, don Fermín de Pas, es el punto álgido de la novela para que la Iglesia, a través del obispado de Oviedo, la juzgase ofensiva de la dignidad eclesiástica, lo que sería el detonante de la sucesiva postura de censura y olvido, que la Iglesia encabezó contra la novela y su autor; una actitud que asumió seguidamente la sociedad civil hasta los años sesenta del siglo XX, aunque Clarín y el obispo Martínez Vigil hallaran una forma amistosa de relacionarse, desde el punto de vista estrictamente personal.

-          Yvan Lissorgues [395] sostiene que, del conjunto del contenido de La Regenta se infiere que la práctica religiosa, tal y como se cultiva generalmente en Vetusta, presenta una falta total de sentimiento religioso y de conciencia moral: Cuanto es allí practicado como religión es profano o está profanado, y la Iglesia vive un vacío espiritual. Todo ello -en opinión del clariniano francés- amarga, indigna y duele a Leopoldo Alas, quien -como su criatura literaria, Ana Ozores- vivirá todo un proceso de madurez religiosa, con final incierto.

-          Dando un paso más, Marie Bártová[396] concluirá que Clarín responsabiliza colectivamente sin duda a la Iglesia católica española en su tiempo de tan deplorable situación religiosa y moral, por lo que la autora checa no vacila en calificar a La Regenta de novela anticlerical -contra la opinión de otros autores-, si es que no es antirreligiosa respecto del catolicismo oficial del momento.

-          Por el contrario, Esteban Padrós[397] cuenta entre quienes opinan que La Regenta, no solo no es antirreligiosa, sino que tampoco es anticlerical, pues solo ataca severamente a los malos clérigos, hipócritas y ambiciosos, cuyo paradigma es el magistral, Fermín de Pas. Clarín lo fustiga, no como sacerdote y canónigo, sino por su falta de sinceridad, por su empeño de nadar entre dos aguas sin comprometerse. Lo que el autor trata de poner de manifiesto es que no se puede servir a la vez a Dios y a otros señores; a la postre, ese otro señor será el diablo, en quien al final de la novela acabará De Pas por transformarse.

     Indudablemente, al margen de disquisiciones alambicadas y de sutiles matices, la Iglesia católica española de la época -y de épocas bastante posteriores- se sintió injustamente retratada en La Regenta y reaccionó en consecuencia como solía hacerlo en un país dominantemente católico. De alguna manera, se solidarizó con la figura del magistral, con su mezcla de sacrilegio, corrupción e hipocresía, para quien el celibato obligatorio era la clave de sus contradicciones. Las críticas católicas a la novela, a veces, furibundas, olvidaron que, más allá de la reprobación de don Fermín de Pas y otros tales, estaba la espiritualidad de Clarín, que defendía una religión de sentimientos auténticos, superando el dogmatismo y la mera apariencia ante la sociedad civil. Sin exagerar la adhesión ni el parecido, la figura eclesiástica predilecta del autor de La Regenta sería el obispo Camoirán, humilde y piadoso, que se ve marginado por una sociedad que vive de la ostentación y el fingimiento.

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     Pocos estudios se han hecho sobre Pequeñeces que no hayan destacado la importancia que en sus objetivos y contenido tuvo la condición jesuítica de su autor. Por lo mismo, no es fácil, ni compendiar lo que se ha escrito al respecto, ni armonizar las conclusiones de los analistas. De modo que, conforme al método adoptado generalmente en este ensayo, expondré primero de modo esquemático lo aportado por varios de los trabajos más relevantes sobre la materia, para concluir con algunas consideraciones que me suscite lo indicado con anterioridad.

-          En el mismo año de su publicación (1891), don Juan Valera realizó una crítica consistente de Pequeñeces[398], entre otros aspectos, en el de sus relaciones con los jesuitas. Además de en otras muchas cosas, Valera se fijaba en que el padre Cifuentes y otros varios personajes jesuíticos de la novela eran los únicos varones listos y buenos del elenco, por más que alguno de los miembros de la Orden -como el padre Fernández- resultaran de una severidad muy discutible. Entrando en una materia más importante, recordaba que la Compañía de Jesús era una Orden poderosa e influyente, de la que el vulgo creía que ninguno de sus miembros publicaba obras sin consentimiento superior y que nada se hacía sin propósitos más o menos profundos y solapados. Por lo que, si es así, la gente se preguntaría: ¿Qué pretenden los jesuitas al autorizar la edición de Pequeñeces: implantar el carlismo, promover un nuevo orden social…? Y, pasando a otra cuestión muy diferente, Valera llama la atención sobre la dureza moral de los jesuitas de esta novela, muy diferentes de los que antaño se mostraban tan tolerantes y blandos con los pecadores[399]. Finalmente, apunta el peligro de que su Orden acabe prohibiendo al Padre Coloma el escribir más novelas del tenor de Pequeñeces.

-          En una línea que recorrerán luego otras figuras destacadas, Vicente Blasco Ibáñez entiende que Pequeñeces es un ditirambo de la educación impartida en los colegios de jesuitas, y contraatacará con una novela bastante panfletaria, que más tarde completará con otra más elaborada[400]. Años después, Pérez de Ayala censurará con propia experiencia la educación en los colegios de jesuitas en una famosa novela[401]; una senda que continuarán otros con una serie de obras muy críticas de la educación en los colegios religiosos católicos, aunque no necesariamente de jesuitas. Esta línea de relación Pequeñeces – Compañía de Jesús ha sido recientemente desarrollada por el profesor Fernando Álvarez-Uría[402], insertándola dentro de un enfrentamiento largo e intenso entre la docencia jesuítica -prototipo de la educación religiosa en España- y la educación liberal, que acabará por reconducirse a la tensión clericalismo – anticlericalismo. Pequeñeces se inserta en dicha contienda, pese a su desenfado naturalista, pues no cabe duda de que contó con la aprobación de sus superiores, siquiera aquella fuese implícita. En resumen, Pequeñeces es bastante más que una pieza en la promoción del integrismo político y de la moralidad católica: es también -y al mismo nivel, por lo menos- una promoción de la educación católica en moldes jesuíticos.

-          Ricardo Serna[403] recuerda la constante relación de Coloma con la editorial jesuítica, El Mensajero del Corazón de Jesús, que publicó casi todas sus obras, entre ellas, las numerosas ediciones de Pequeñeces, como mínimo durante más de treinta años. Resulta, por ende, ridículo el dudar de que la Orden estuviese de acuerdo con su edición o, dicho de otro modo, que sus autoridades no concedieran la aprobación para que se publicara. Así opinaba también el conde de Guaqui, aristócrata elegido por Coloma para que suavizase las tensiones con los de su clase social: Si Coloma hubiese obrado a espaldas de la Compañía -suponía el conde-, Coloma no se habría atrevido a publicar la novela o, en todo caso, habría sido sancionado por la Orden por hacerlo. De hecho, afirma Serna, el importante personaje del padre Cifuentes parece un trasunto del Padre Coloma, aunque también se le hayan buscado otras similitudes dentro de los jesuitas de la época. Con todo, el autor de Pequeñeces no salió indemne del escándalo y de los problemas que su obra provocó a los jesuitas, como se evidenció cuando intentó continuar en una línea parecida con una nueva novela, Boy, que -como ya expuse en el capítulo 8, apartado 2- hubo de publicar de manera inacabada y diversa de lo que había previsto.

-          Romero Casanova[404] aporta numerosas noticias y datos acerca de la influencia de las autoridades jesuíticas en la novela Pequeñeces, tras comenzar afirmando que dicha obra está indisolublemente ligada a la religión y la moral católicas, pues eso es lo que Coloma trata de defender, muy en línea con las enseñanzas de la Compañía de Jesús. Para empezar, consta que la Orden requirió al autor para que cambiase el título de su novela que, después de haberse pensado en La Samaritana, iba a llamarse Pequeñeces del gran mundo, un complemento nominal que podía enojar a los integrantes de la clase social alta. También se sostiene que la Compañía de Jesús retuvo por algún tiempo las traducciones de la novela a las lenguas francesa, inglesa y alemana, por razones de prudencia, en tanto la versión al polaco ya apareció en 1892[405]. Así mismo, parece que fue la Orden quien mantuvo a Coloma en Vizcaya durante varios años, deseosa de que su presencia en Madrid no avivase el escándalo, por más que se adujo como causa los problemas de salud que simultáneamente aquejaron al jesuita. También se atribuye a las autoridades de la Compañía el que, tras unos primeros momentos en que Coloma replicó repetida y duramente a quienes juzgaban Pequeñeces una escandalosa novela de clave, pasó seguidamente a ejercer la templanza y, finalmente, el silencio. Como es lógico, el ascendiente que los jesuitas podían ejercer sobre Coloma no era solo fruto de la obediencia de este, sino de la circunstancia de que la editorial de El Mensajero viniera editando sus obras.

Con todo, siempre quedará la duda de si los objetivos de Coloma al escribir Pequeñeces fueron precisamente los de su Orden al apoyarlo, o si meramente hubo una proximidad ideológica. Lo cierto es que una y otro compartían el integrismo posibilista, frente al liberalismo que tibiamente asumía el régimen de la Restauración, pero no es probable que los jesuitas estuviesen muy conformes con el escándalo y el enfado aristocrático que provocó la aparición de la novela. Fue entonces cuando Coloma, motu proprio o inducido por sus superiores, trató de evitar que Pequeñeces salpicara a la Orden y la perjudicase socialmente. A tal fin, el sacerdote jerezano se plegó a la táctica aconsejada por las autoridades de la Compañía que, a su vez, actuó con la habilidad que le caracterizaba: La novela se publicó sin la aprobación del Padre Provincial, contra lo que era usual entre los jesuitas, dando lugar a una disputa sobre cuál era realmente la posición de la Orden, la cual prosiguió con su táctica de no defender ni criticar, por más que estuviese preocupada del efecto de la novela entre la aristocracia y en la Corte. Así, se ha mantenido hasta hoy la duda sobre si la Orden estaba detrás de Coloma en lo referente a la publicación y contenido básico de Pequeñeces, duda que fortalece el que los jesuitas que se pronunciaron sobre la materia estuvieran divididos en la valoración de la obra.

-          Ignacio Elizalde[406] considera que el superlativo interés de los jesuitas por la educación de los niños y adolescentes de las élites sociales se plasma en la novela Pequeñeces, hasta el punto de configurarse como una de las intenciones de Coloma al redactar la novela, si bien no la aborda de manera directa, sino a través del daño que esa clase social escandalosa y parásita causa en los niños, inocentes de los pecados de sus padres y que se mueven atónitos entre la moralidad que se les inculca en los colegios y la inmoralidad que ven en sus casas. Elizalde se pregunta francamente si, con independencia de que Coloma y su Orden sean integristas, puede entenderse que aquel sea un mero ejecutor o portavoz de esta. Desde luego, Coloma lo negaba tajantemente -entre otras cosas, para no comprometer a la Compañía-, pero también Elizalde lo pone en duda, inclinándose más bien por la opinión de la Pardo-Bazán de que, para el público, los religiosos son escritores maniatados, cuya opinión siempre se mira con el prisma de su hábito.

-          Cierro este elenco de opiniones con la de Jean François Botrel[407], quien participa de la creencia en que buena parte del escándalo de Pequeñeces se debió a ser jesuita su autor. Reconoce que la Orden tuvo en un primer momento una posición de apoyo o, cuando menos, de tolerancia para con la novela, como lo prueba la publicación de la misma durante décadas por una editorial de la Compañía, pese a que, ya desde los comienzos de su edición por fascículos (1890), había despertado un cierto guirigay entre los propios jesuitas. No deja de resultar significativo que un periódico tan bien informado en los ambientes conservadores y aristocráticos, como lo fue el diario madrileño La Época[408], al criticar muy desfavorablemente Pequeñeces, fustigase, no solo a su autor, sino a los jesuitas en general. Fue un momento breve, pero muy delicado, en que la Orden y Coloma se pusieron a la defensiva, cultivando el silencio, mientras la Compañía era tildada una y otra vez de ingrata hacia los aristócratas y de inclinarse hacia veleidades obreristas. Es obvio que tales críticas eran excesivas, pero lo cierto es que la posición de la Orden jesuítica respecto de Pequeñeces ha sido muy debatida. Y un dato interesante y llamativo: Don Juan Valera, en carta de 10 de mayo de 1891 dirigida al hispanista francés Alfred Morel-Fatio, aseveró que el Mensajero del Corazón de Jesús estuvo a punto de no publicar la tercera edición de la citada novela. Desafortunadamente, Valera carece de corroboración en este punto.

Monumento a Ana Ozores, la Regenta (Oviedo)

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          ¿Qué podemos opinar, dentro de la verosimilitud y el sentido común, acerca de la discutida posición de la Compañía de Jesús en su relación con Pequeñeces y su autor? Me inclino a resumir mi punto de vista en las siguientes impresiones: 1ª. Coloma decidió escribir su novela y redactó la misma sin inducción o mediatización conocida de sus superiores quienes, en cualquier caso, estarían explícitamente informados de la empresa o, cuando menos, conocerían la misma, toda vez que su autor vivía y trabajaba en conventos de la Orden. 2ª. El Padre, como jesuita vocacional, participaba de los valores políticos, morales y educativos de la Compañía de Jesús, que en buena parte habían sido también los suyos desde antes de ingresar en la Orden. 3ª. En la medida en que la primera impresión de Pequeñeces se hizo en la editorial de El Mensajero y por entregas (un total de quince, a juzgar por los meses que duró la publicación), es obvio que las autoridades locales de los jesuitas dieron su visto bueno a la novela, aunque quizá no a toda ella de una vez, habida cuenta de su aparición por fascículos. 4ª. La versión íntegra (en dos volúmenes, publicados simultáneamente) tuvo que contar con el beneplácito de sus superiores, una vez que los fascículos (por cierto, aún no aparecidos en su totalidad) ya habían despertado cierto disentimiento o guirigay, si no entre los suscriptores de la revista, sí entre los numerosos jesuitas que los habían leído. 5ª. Es muy probable que las autoridades de la Orden no imaginasen el volumen de las ventas y del escándalo que Pequeñeces alcanzaría, pero sí comprendieron que generaría polémica y bastante reprobación: Por ello, con solución salomónica, consintieron publicarla -y a un precio inusitadamente bajo-, pero sin la licencia expresa del Provincial de la Orden, que era prácticamente obligada cuando un jesuita llevaba su obra a la imprenta. Con todo, también podría aducirse que no se consideró necesaria la autorización, toda vez que la novela, tal cual, ya había aparecido casi en su totalidad en fascículos, publicados juntamente con el boletín mensual de la revista jesuítica, El Mensajero del Corazón de Jesús. 6ª. De igual manera que la Compañía había dado de paso la novela, una vez publicada esta, la defendió, así como a su autor, de la manera sagaz que mejor le pareció y que era habitual entre los jesuitas: prudencia, silencio y trabajo larvado para minimizar daños. Coloma compartió esa dinámica, incluso aceptando su doloroso alejamiento de Madrid durante años. 7ª. Cuando, unos cinco años después, Coloma pretende seguir la estela de Pequeñeces con su novela Boy, la Compañía acepta en principio publicarla también por entregas en El Mensajero, pero esta vez las autoridades de la Orden están alerta y, cuando recelan de que la nueva obra pueda seguir el mismo camino conflictivo que su predecesora, suspenden su aparición cuando termina la primera parte de la novela, la cual no se publicará completa hasta 1910, en la editorial Razón y Fe -también revista y editorial de los jesuitas, creada en 1901-, pero con tales restricciones, que Coloma  se lamentará, aunque privadamente[409]. 8ª. La experiencia de Boy llevará a Coloma a un modus vivendi con su Orden, que permitirá a aquel regresar a Madrid -integrándose plenamente en la vida intelectual y social de la capital de España-, viendo sus obras publicadas y reeditadas por los jesuitas, pero a condición de no volver a escribir novelas que pusieran a aquellos en los aprietos de las anteriores. Coloma, en lo sucesivo, además de cuentos morales en su línea comprometida, dedicará sus empeños como novelista a temas históricos, insustanciales para la actualidad de su época.

     Esto dicho, no quiero agregar en este capítulo otra cosa que mi rechazo a las opiniones que dan a Pequeñeces un papel relevante entre los relatos que se centran en la promoción y defensa de las ideas o prácticas educativas de los jesuitas. El tema didáctico tiene en la novela una importancia menor, pues su trascendencia en el argumento proviene, no de programas o métodos docentes, sino de la quiebra de cualquier clase de educación, cuando la labor formativa de los maestros es quebrantada por la indolencia y el mal ejemplo de los padres, como sucede con los hijos de Curra Albornoz. Me remito a los capítulos pertinentes de Pequeñeces[410]. La propaganda que la novela hace del ambiente jesuítico -el padre Cifuentes, Loyola, los Ejercicios Espirituales- tiene mucho más que ver con la moralidad, o inmoralidad, de los mayores que con la educación de los pequeños, por más que -cosa lógica-, cuando se alude a colegios religiosos, Coloma se refiera -Chamartín, Guichon- a instituciones regentadas por la Compañía o por la así llamada familia o red ignaciana[411], que él conocía perfectamente y de primera mano.

 

 

17.   Los ambientes: Vetusta, Madrid y lo rural

 

     En el capítulo 11 de este ensayo, apuntábamos que resultaba atractivo, pero engañoso, relacionar los propósitos de Balzac al estructurar sus Estudios de costumbres -Études des moeurs- de la Comedia humana -Comédie humaine-, con las novelas realistas y naturalistas españolas que respondían aproximadamente a las subclasificaciones balzaquianas de Escenas de la vida provinciana -Scènes de la vie de province- y Escenas de la vida parisina -Scènes de la vie parisienne-. No vamos a negar que hay indudables parecidos entre los apartados de la clasificación de Balzac y los que pueden hacerse por analogía con las novelas españolas de la época, por la incidencia que los ambientes tienen en la tipología de los personajes y en las peripecias que protagonizan[412], pero ni los designios a priori del novelista turonense, ni las peculiaridades de la literatura y de las ciudades españolas permiten una exacta transposición de los postulados de Balzac a la novelística hispana de la segunda mitad del siglo XIX. Mas rebasa las pretensiones del presente trabajo profundizar en tan compleja materia. Baste lo escrito como introducción a este capítulo, habida cuenta de que, con todas las observaciones que quieran hacerse, La Regenta es una novela de la vida provinciana -seguramente la mejor de la literatura española-, en tanto Pequeñeces es una novela de la vida madrileña -reflejo para España de la parisina en Francia-, que cuenta entre las más famosas y características de su clase.

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Plano ideal de Vetusta sobre el real de Oviedo (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)

     A la hora de perfilar los caracteres de la novela provinciana a la española, parece inevitable recurrir a la sátira o, cuando menos, al resalte y la exageración de los aspectos negativos de la vida en tales pequeñas ciudades, con la lógica consecuencia de condicionar negativamente, de asfixiar, a cuantos en ellas viven, cuando menos, si pretenden llevar una vida libre o con cierta originalidad. Así lo entiende Ricardo Gullón[413] cuando afirma que Ana Ozores, la regenta, es el contrapunto y la víctima de la ciudad de Vetusta, una pequeña urbe mediocre, aburrida, rutinaria y saturada de convenciones sociales y religiosas. La protagonista de la novela acabará sintiendo tal repugnancia por la vida vetustense, que ese sentimiento acabará por ser decisivo en su caída.

     Todo eso es indiscutible en la medida que lo prediquemos de Vetusta. Pero, ¿qué es Vetusta? Para algunos, sin vacilar, Vetusta es Oviedo. Así, Clochiatti[414] afirma que todo el Oviedo avejentado y tristón del siglo XIX, toda su descomposición interna, se transparentan al quedar retratado -en La Regenta- con sus hábitos característicos. Otros muchos, abriendo el foco, sostendrán que la crítica literaria de las ciudades provincianas no es otra cosa que un rechazo hacia toda la España de su tiempo, representada por ellas[415]: Vetusta sería, así, ejemplo, no ya de la ciudad provinciana, sino de la misma España, que adolecía de sus mismos defectos. Sería tanto como decir que la Regenta, como la más perfecta y compendiosa de las novelas de la vida provinciana, encierra y agota en sí misma toda la saga de relatos homólogos. García Domínguez[416] extrae de La Regenta unas características comunes al ciclo de esas novelas provincianas españolas, entre las que se encuentran: un cierto determinismo ejercido por la ciudad en la conducta de sus habitantes, que se ven dominados por el ambiente; la conexión del provincianismo con el carácter levítico de la ciudad, que acaba propendiendo hacia el anticlericalismo; una cultura y una forma de vida rancias y tradicionales, carentes de sinceridad y valores sólidos; la preferencia, casi exclusividad, por los personajes burgueses, como si se considerara esa clase social media o media-alta la más representativa e infectada por las miasmas del provincianismo. Acaso la mayor originalidad o perspicacia de Clarín es que, aun centrándose en la Vetusta burguesa y de ínfulas aristocráticas, sabe de la existencia y pujanza de otra Vetusta, de advenedizos, nuevos ricos e inmigrantes en ascenso, en la que el novelista tampoco hallará el remedio de tanta falsedad e incultura, pues la masa, en cuanto se halla también ayuna de valores sólidos, no podrá cambiar positivamente nada.

     Sin embargo, aunque sean parecidos, Vetusta no es Oviedo, por más que Clarín sea un ejemplo de escritor objetivo y buen conocedor del ambiente que describe. No tiene sentido reprochar al artista que reinterprete la realidad -suponiendo que esta sea única y aprehensible- ni que la altere, deforme o enriquezca con su propio lenguaje y fantasía. Precisamente porque Leopoldo Alas conoce bien Oviedo, se permite describirlo en su novela con una mezcla de fidelidad y de alteraciones deliberadas, como también puede enmascarar las claves que permiten identificar en la realidad a muchos de sus personajes. Clarín juega con Oviedo y con los ovetenses porque los conoce y, por lo mismo, solo los lectores que participen de su discernimiento estarán en condiciones de separar lo que Vetusta y los vetustenses tienen de materialidad o de creación literaria[417].  Leopoldo Alas, que se permite deformar en ocasiones hasta el esperpento personajes y situaciones, acotará con cierto pudor aquellos espacios ciudadanos que más respeta, o que menos se ajustan a la ciudad que recrea con su pluma. Martínez Cachero[418] resalta cómo Vetusta no es presentada -a diferencia de Oviedo- como una ciudad universitaria, pese a ser Clarín uno de sus catedráticos. Tal vez resulte demasiado cavilar el buscar porqués, como el de no ofender o perjudicar a la universidad ovetense que, en aquel entonces, no solo era la de Leopoldo Alas, sino que contaba entre las más selectas y activas de España.

     En fin, ya se trate de una ciudad inventada, ya de Oviedo apenas retocado[419], Vetusta[420] se constituye, a un tiempo, en el determinante necesario y casi inexorable de cuanto acontece en la novela, y en un personaje más, colectivo y protagónico de la misma. A esto último se refiere, entre otros muchos, el profesor Emilio Alarcos[421], cuando afirma que el ambiente de Vetusta enriquece a La Regenta, hasta el extremo de ser un personaje transversal más de ella, pero, si alguien lo compendia y representa bien, no son los muchos y excelentes caracteres secundarios de la novela, sino el donjuán, Álvaro Mesía, que encarna el espíritu penoso y ramplón de la ciudad durante toda la trama y, a su final, aunque se vea temporalmente obligado a ausentarse de ella, proseguirá su vida, tan indiferente, como Vetusta continuará su historia.

     Pero lo que ahora me interesa es poner de manifiesto la relevancia de que la regenta viva en Vetusta, como condicionante y explicación de la mayor parte de lo que le acontece, de la forma en que su espíritu va mudando y abatiéndose y, por último, de su caída en el adulterio y de las funestas consecuencias de la misma. No soy quién para analizar el alcance y los límites de tal determinismo ni, menos aún, para discutir acerca de los cambios que podría haber sufrido verosímilmente el desarrollo del argumento, de trasladarse su ámbito espacial a otro tipo de ciudad. Simplemente, me acogeré a la opinión muy generalizada en el sentido de que, como novela provinciana modélica, los sentimientos y las peripecias de La Regenta surgen, se padecen y pasan porque suceden en Vetusta, no en otro entorno diferente. Incluso el que llamaríamos final trágico de la obra, la muerte en duelo del exregente por salvar su honor mancillado por el adulterio de Mesía con su esposa, tiene en Vetusta una grotesca grandeza, que en otro lugar no habría pasado de una farsa luctuosa.

     Si esto es así, podemos colegir lo mucho que han de diferir la existencia y el destino de la regenta con los de la protagonista de Pequeñeces, quien no deja de tener con Ana Ozores considerables similitudes, en especial, externas: matrimonio sin amor, adulterio, escándalo, duelos…; pero todo ello en Madrid y en el seno de una clase social aristocrática, bastante más rica y potente que la burguesa de la regenta. Veamos sucintamente si de tales parecidos se deducen semejanzas vivenciales, o surgen las divergencias que son de esperar entre un ambiente de provincias y otro capitalino.  

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     Partamos de una evidencia: Si entre las novelas provincianas españolas de la segunda mitad del siglo XIX pueden hallarse parecidos hondos y reiterados, no sucede otro tanto con las novelas madrileñas, cuyos planteamientos y desarrollos son muy diversos entre sí. Probablemente sean las novelas galdosianas las que mejor pueden ilustrar tales diferencias, hasta el punto de que nos inclinamos a pensar que Madrid sea el lugar en que ocurren, pero la capital no tiene en ellas una influencia significativa y uniforme.

     Siendo así, ¿en qué grupo de novelas, o en qué estilo podemos ubicar Pequeñeces, para luego extraer de ello las pertinentes consecuencias para su argumento y el destino de sus personajes? En el capítulo 13 del presente ensayo ya procuramos ofrecer algunos datos para responder a esta pregunta. Decíamos allí que “hay un grupo de novelas aparecido en España en un corto lapso de tiempo, que parece tener el denominador común de vapulear a la aristocracia, o cuando menos, a la burguesía, tomando como protagonista de la trama a alguna mujer más o menos desenvuelta, que parece moverse en ese mundo decadente y satirizado como pez en el agua”. Se trata de obras que son de tesis, o se aproximan a ello, empleando un tono satírico y pretendiendo un objetivo moralizador para los descarriados o los permisivos de las altas esferas. Se ha querido ver en La de Bringas (1884), de Pérez Galdós, la matriz o precedente de este ciclo novelístico, pero tal atribución es muy discutible, aunque solo sea porque el ambiente de dicha novela no es aristocrático, sino pequeñoburgués. Es menos rebatible que Pequeñeces forme grupo con La Vizcondesa de Armas (1887), de Juan de Armada, La Montálvez, de José María de Pereda, y La Espuma (1891), de Palacio Valdés, entre las cuales, la novela de Coloma suele ser reconocida como la mejor, aunque solo sea por el buen conocimiento que tenía Coloma de los ambientes aristocráticos, antes y después de ordenarse sacerdote[422].

     ¿Incluye también Pequeñeces, como la Vetusta regentina, un amplio componente de alteración o deformación del Madrid de la época[423]? Indudablemente, sí: no tanto en los lugares, como en los comportamientos de sus personajes. Nadie mejor que don Juan Valera denunció tales mixtificaciones, que él juzgó exageradas y peyorativas, pareciendo olvidar las justas e inevitables licencias de los creadores artísticos[424]. El escritor egabrense entendía injusta la crítica de Coloma de la “aristocracia madrileña”, considerando que dicha clase social, fruto no solo de la sangre y la herencia, sino también del esfuerzo y el éxito de su trabajo, no era madrileña de antaño, sino que procedía de todas las clases sociales que en España sobresalían y prosperaban, viniendo a Madrid desde todos los puntos de la nación, para progresar y ascender. Así mismo, rechazaba las exageraciones en que Coloma incurría a la hora de fustigar a sus bien reconocibles personajes novelescos, entendiendo que ello era fruto de “la moda y la retórica” pues en las grandes ciudades europeas no hay ningún círculo donde las gentes sean “más morigeradas y temerosas de Dios que entre nosotros”.

     En cualquier caso, gracias a desarrollar su vida y milagros en el Madrid de Coloma, la protagonista de Pequeñeces puede disfrutar durante años del éxito social, el ascendiente político y los goces de la prodigalidad y del adulterio, sin que sufra la reprensión o el rechazo, ni de su familia, ni de la mayor parte de sus iguales. Claro está que, detrás de esa aparente irresponsabilidad, no está solo el ambiente capitalino, sino el momento histórico, la alta nobleza y la capacidad económica de Curra de Albornoz, su propia manera de ser, la personalidad de su esposo y otras muchas ventajas de las que disfruta la susodicha para hacer su santa voluntad de manera exitosa. Es obligado para cualquier lector de ambas novelas, La Regenta y Pequeñeces, imaginarse comparativamente lo distinta que seguramente habría sido la vida de Ana Ozores en la capital de España, como también la de Curra de Albornoz, si le hubiese tocado apechugar con su existencia en Vetusta. He ahí la clave para reconocer en estas dos novelas -como en otras tales- la relevancia del ambiente -provinciano o capitalino- en el carácter y las vivencias de sus personajes: tanto más, cuando se enfrentan a experiencias similares, como pueden ser en los ejemplos que manejamos, el matrimonio sin amor y el adulterio.

     Pero -podrá decirse-, a fin de cuentas, en uno y otro caso, las consecuencias dañosas acaban produciéndose y no son tan diferentes en las dos obras: la mancha de honor se lava con el duelo; las tensiones y los deslices tratan de remediarse con la religión; finalmente, las protagonistas fracasan y se ven rechazadas por la sociedad… ¡Claro está! La lógica de los acontecimientos y, sobre todo, la ideología o la libérrima decisión de los autores acaban por imponerlo, pero ¡cuán diferente es la naturaleza y las dimensiones de las culpas y los yerros de Ana y de Curra!; ¡cuánto más tarda en llegar a esta la sanción terminante del destino! No olvidemos tan importantes diferencias, por más que el final de una y otra novelas vuelva a tener un notable parecido: La regenta y la condesa de Albornoz tienen ante sí un final relativamente abierto, en el que la espiritualidad sincera y la rectificación de conducta parecen las vías que pueden llevarlas a rehacer apropiadamente sus vidas.

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     No es Coloma autor que haga la menor concesión en Pequeñeces al valor del ambiente rural para mejorar la actitud y el comportamiento de su protagonista, a la que, de hecho, no sitúa fuera de Madrid o de París (en extrañamiento voluntario al proclamarse la I República en España), como no sea para describir un accidentado viaje entre Biarritz y Zumárraga, pasando por Loyola; o para trasladarse hasta este último santuario, tiempo después de la muerte accidental de su hijo, Paquito[425]. Por tanto, el autor no da a Curra ninguna oportunidad de recibir la posible influencia benéfica del campo para diversificar sus intereses ni variar de conducta.

     Por el contrario, Clarín, buen conocedor del campo asturiano, no perdió la oportunidad en La Regenta de permitir que Ana Ozores pasase algunas jornadas en la campiña cercana a Oviedo. De hecho, el profesor Martínez Cachero opina que, junto con la catedral y el casino ovetenses y la casa palacio de los marqueses de Vegallana, el ámbito natural o no urbano constituye uno de los cuatro que se pueden señalar entre los espacios de la novela[426]. Dándole una relevancia que yo no encuentro en su desarrollo, el citado clariniano resumía que “campo o ámbito natural hay en muchos capítulos de La Regenta, con una función de contrapeso al predominante ámbito urbano. Frígilis (Tomás Crespo) señorea con su presencia este cuarto ámbito, pero creo que es a Ana Ozores a quien corresponde el primado. El campo, la naturaleza, aunque sea en breve contacto, le traen el olvido de sus querellas, la hacen salir de su ensimismamiento negativo, curar física y psíquicamente”. Tras repasar la novela en lo referente a este ámbito rural, no hallo ni la extensión ni la relevancia aludidas[427] y, sobre todo, me parece mucho decir que sea campo o naturaleza stricto sensu el lugar al que, casi siempre demasiado y mal acompañada, se desplaza la regenta, puesto que lo hace a una finca de recreo, El Vivero, de los marqueses de Vegallana, de manera momentánea o tan breve temporalmente, que la escapada poco podrá calar -y más, dadas las circunstancias en que se hace- en el ánimo de Ana y en sus ansias de sencillez y libertad.

     Tampoco me parece acertado el enfoque de García Domínguez[428] que halla en La Regenta la influencia de la famosa dicotomía vida ciudadana – vida en el campo, y opina que “la naturaleza, se propone -de acuerdo con las interpretaciones clásicas de La Regenta- como modelo de vida auténtica y pone en evidencia lo que las convenciones y rutinas de la vida social, no solo la de Vetusta, hacen del ser que a ellas se somete. Pero no seríamos justos con Clarín si no advirtiéramos también lo provisional e inconsistente de ese utópico y supuesto estado natural”. Y digo que no comparto la postura de llamar campo o naturaleza a una quinta de recreo a la que se va de excursión, en compañía de algunas de las personas más perniciosas para Ana. Considerar naturaleza a la finca El Vivero y sus circunstancias me parece un grosero error de exégesis, que no podía terminar con otro resultado que el que García Domínguez recoge como conclusión a su comentario: Clarín parece apuntar la posibilidad de la redención de la regenta en el campo, que él conoce y ama, pero, en el fondo, la ruralidad no servirá de refugio ni de asidero para Ana.

 

 

18.  Unos personajes poco amables al lector, por su debilidad o su maldad

 

     Hemos hecho un largo recorrido hasta llegar, en este capítulo del ensayo, a encontrar un parecido entre La Regenta y Pequeñeces tan evidente, como importante -al menos, para los lectores-: La práctica totalidad de los personajes de ambas novelas son figuras dotadas de una personalidad literaria que las hace poco gratas o, cuando menos, presentan unas cualidades mucho más negativas que favorables. Es esta una conclusión que parece irrebatible. Otra cosa es que profundicemos en ella y tratemos de llegar a sus matices y a las razones que Alas y Coloma pudieron tener para ofrecer una panoplia de criaturas tan poco amables. Dilucidarlo será el objetivo principal de nuestras próximas reflexiones, que comenzaremos por La Regenta.

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     Incluso alguien tan entusiasta de la gran novela clariniana, como lo es su prologuista, Esteban Padrós[429], reconoce que “La Regenta es una obra dura, sin concesiones. Nadie… es simpático, nadie es ejemplar”. Y, haciendo de ello una deducción tan manida como falaz, concluye: “Y quizá por eso es ejemplar la novela”. Clarín ya lo había expresado con parecidas palabras en su réplica a la diatriba del obispo de Oviedo: “Yo creo que mi novela es moral, porque es sátira de malas costumbres”. Me parece una definición más acertada que la que le aplica Padrós: “una crónica de vicios”. Pero, en todo caso, la explicación ya se ha ofrecido: Una crónica de vicios, una sátira de malas costumbres aconseja -si no impone- que los personajes de la trama sean modelo o, cuando menos, ejemplo de las malas costumbres y vicios que se fustiguen. Insisto: Como explicación se acepta. Añado: Como justificación, entiendo que no sirve. Pero descendamos a los detalles, pues parece improbable que una novela de tal riqueza psicológica y con tantos caracteres no sea más abundante en matices y en excepciones de lo que las citadas descripciones generales podrían dar a entender. Estadísticamente no puede ser de otra manera en una novela a la que se le calculan entre veinte y cuarenta personajes secundarios de los llamados “circulares”, es decir, bien elaborados literariamente y con cierta relevancia en el argumento.

     Bien puede decirse que La Regenta no es terreno propicio para caracteres monolíticos, sin contrastes o de una sola pieza. Por tanto, cuando se le achaca describir un mundo de negrura, hemos de entender que, dentro de la gama de grises, globalmente Clarín propende hacia el gris marengo. De manera similar, por otra parte, a lo que ocurre en el mundo real, pocos personajes hay en esta novela -si es que se cuenta alguno- que aúne integridad y fortaleza, hasta el punto de sobreponerse con su energía al mefítico ambiente de Vetusta. Parece que no existe ningún carácter que sea verdadera y completamente noble y ejemplar. Todo lo más -insiste Padrós- hallamos unos pocos personajes que nos resultan simpáticos, como Frígilis -el buen amigo del regente y protector de Ana al final de la novela- y el obispo vetustense Camoirán. Resumiendo, Clarín ha optado por un tono satírico general y casi absoluto, juzgándolo el más indicado para enmarcar el universo de Vetusta y el mal influjo de esta en sus habitantes, no sé si en términos de determinismo, o de la justificación falaz que estos encuentran para obrar de modo acomodaticio y poco esforzado. El resultado es ciertamente espléndido, pero supongo que no lo habría sido menos suavizando la negatividad. Claro que esa habría sido otra novela. Pero prosigamos con la dureza de esta novela sin concesiones.

     Se sostiene que La Regenta es también una novela sin concesiones para con los lectores. En una línea muy querida al naturalismo, Clarín los deja a su albedrío, para que interpreten y valoren el mundo que pone ante sus ojos, a fin de que formen al respecto sus propias ideas y criterios. El autor, en lo posible, usa, no solo de objetividad, sino, en ocasiones, de ambigüedad. Tal cúmulo de libertad -se dice- hace que la obra, no solo sea dura, sino que no sea una novela fácil. Creo entender que Padrós quiere decir con ello que ciertos lectores hallarán el libro un tanto desagradable, por el cuadro que pinta y por la debilidad moral de sus figuras. De manera un tanto optimista, sugiere que, ante la pobreza de los personajes, el lector se siente invitado a ser el personaje fuerte y noble que no halla en la novela. Regresamos a la afirmación de Alas: Su novela es moral porque es sátira de malas costumbres. En consecuencia, por oposición, quienes la lean pueden tener en la mente un posible objetivo: ser capaces, en la vida real que llevan en su personal Vetusta, de superar a los vetustenses del libro.

     La verdad es que no resulta certera la equiparación de personajes malos o débiles con sujetos de ficción que nos resulten molestos o desagradables. Como es lógico, no aludo a que haya lectores pervertidos, sino a que el arte y la ironía con que estén compuestos los caracteres los haga, cuando menos, divertidos o dignos de una cierta reflexión. Me parece que Clarín es un maestro en el uso del humor y la complejidad psicológica, razón suficiente para que esas criaturas suyas, tan llenas de defectos, no resulten, ni de cartón piedra, ni chafarrinones en un paisaje oscuro y deformante. Quizá el mejor ejemplo de esta llamada tácita a la compasión lo constituye la protagonista máxima de La Regenta. Así lo entendía Pérez Galdós[430], quien opinaba que Ana Ozores estaba llamada a despertar la comprensión del lector, no solo por sus problemas neuróticos -de nerviosilla la califica el prologuista-, sino por su desigual matrimonio y la mala educación recibida, todo lo cual la predispone a caer en las tentaciones, religiosas y sexuales, que la acechan. Esta es la ventaja de que Clarín nos explique con acierto los motivos para que sus personajes sean como son: que el autor puede despertar la simpatía y la compasión del lector. En el caso de la regenta, su debilidad nos mueve a considerarla la pobre víctima de cuanto le sucede…, aunque en ocasiones nos estomague. 

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     En lo atinente a Pequeñeces, tenemos que escuchar, una vez más, a don Juan Valera[431], pues su crítica a dicha novela es demoledora en cuanto a repudiar el feísmo que encierra, no como valor estético, sino con su función de denuncia. Si Coloma encabeza el primer capítulo de su novela con la conocida cita shakesperiana, algo huele a podrido en Dinamarca, Valera la modifica, una vez leída la obra, por “todo está podrido en Dinamarca”.  Y es que en Pequeñeces solo aparecen “tontos y pillos”, así como “malas pécoras”. Nuestro crítico reconoce que ello será fruto del objetivo que persigue el Padre con su novela, pero tanta exageración y maniqueísmo en los personajes es, en todo caso, injusto y falseador de los caracteres, hasta el punto de deformarlos y convertirlos en “chafarrinones”. Hay mucho de retórico y de impostado en esa especie de censura universal, que convierte todo en feo y grotesco, incluso a los niños que aparecen al final de la novela. Valera se pregunta: Para conseguir los objetivos morales que Coloma pretendía, ¿era necesaria tan grosera deformación de la verdad, negando la existencia de todo lo alegre y bello?

     Después de leer esta crítica y la novela a que se refiere, podríamos reconocer que, si esta es un tanto exagerada, también aquella resulta excesiva. El mismo Coloma podría aportar en su favor el cambio radical que parece producirse en el depravado Madrid de los primeros tres libros de Pequeñeces, con solo que la marquesa de Villasís convoque a las mujeres honradas de la capital para que concurran a su salón el mismo día en que recibe la desvergonzada Curra de Albornoz. De inmediato, esa convocatoria produce el efecto de separar el trigo de la cizaña, con un resultado que es todo lo contrario de lo que censuraba Valera: Solo catorce mujeres secundan todavía a la de Albornoz, mientras que ciento veinte se reúnen en torno a la Villasís[432]. Y aún más: Cuando Curra de Albornoz, acude a la madrileña iglesia del Sagrado Corazón para asistir a los Ejercicios Espirituales, encuentra el templo prácticamente lleno, por más que, al percatarse las damas circunstantes de quién era ella, le hagan literalmente el vacío y, de forma ostensible, se aparten de su lado[433]. De todo lo cual se infiere que Coloma juzgaba que la valentía y el ejemplo de unos pocos podría servir para despertar y hacer evidente la bondad y el espíritu de servicio de quienes hasta entonces habían estado, más que empecatadas, pasivas o aletargadas ante el escándalo de las verdaderamente malas; unas malas que, en todo caso, eran susceptibles de cristiana redención. Claro que, con mentalidad propia de nuestro tiempo, podríamos preguntarnos: ¿Y qué decir de los varones?

Aurora Bautista representando a Curra de Albornoz en la película Pequeñeces (Juan de Orduña, 1950)

     Si bien se mira, el hecho objetivo de que, a todo lo largo de su extensa novela, Coloma no nos presente otras personas buenas, que la marquesa de Sabadell y la de Villasís, no tendría que resultarnos más llamativo que el que Clarín haga lo propio con los habitantes de Vetusta. A fin de cuentas, el jesuita tiene el pie forzado de escribir una novela de adoctrinamiento, en la que se trata, ante todo, de desvelar la maldad y el daño social que producen esas supuestas pequeñeces, y de animar a los buenos a recuperar las riendas de la moral personal y política con fortaleza y buen ejemplo, nacidos de la vivencia sincera de la religión. Donde está la verdadera diferencia entre la abundancia de debilidad y de maldad en La Regenta y Pequeñeces es -en mi opinión- en que, donde Alas pone ironía, equilibrio, relativa objetividad y explicaciones psicológicas, Coloma, por sus propósitos y por su menor talento como novelista, no suele profundizar en sus personajes hasta el punto de matizar su personalidad y explicar convincentemente sus comportamientos. Dicho de otro modo, el lector se ve atrapado en un universo de buenos y malos, donde estos lo son hasta términos poco verosímiles y -lo que tal vez sea aún peor en un relato- los buenos no son simpáticos -caso de la marquesa de Villasís- o su bondad empalaga -me parece que está cercana a ello la marquesa de Sabadell-.

     Así pues, tanto por la vía de la tesis, cuanto por la de la calidad de la obra, hemos llegado a establecer notables diferencias en aquello que parecía uno de los puntos de acercamiento entre Pequeñeces y La Regenta: el de las muy escasas concesiones que sus autores hacen respecto a la calidad psicológica y moral de sus personajes. Pero ¿no tendrá alguna importancia la actitud de los lectores ante estas dos novelas? A responder a tal pregunta dedicaré el siguiente apartado de este capítulo.

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     Me parece que, en lo tocante a Pequeñeces, acierta Ricardo Serna[434] cuando la valora como novela “de tirón”, que aún hoy se lee con agrado, y añade: No puede negarse a esta obra el ser entretenida, con una buena dosis de misterio, una trama extensa y bien urdida, con personajes bien trazados -cosa esta, creo yo, bastante discutible- y una magnífica ambientación de época. En resumen, podemos deducir, una novela de fácil lectura, que engancha hasta el punto de leerla de dos o tres sentadas, sin que por ello padezca la captación de todo lo esencial. Se diría que no tiene una profundidad de estilo ni de contenido que haga necesaria una lectura muy reflexiva; y, a fin de cuentas, el mensaje que Coloma pretende transmitirnos es bien evidente y hasta reiterativo, por más que -como el propio Serna reconoce- su carácter de adoctrinamiento católico esté tratado con más delicadeza de lo que suele sostenerse.

     Muy distinta es la actitud que el lector concienzudo debe adoptar ante La Regenta. Claro está que su peripecia también es entretenida y que la obra, pese a su gran extensión, mantiene el ritmo y el interés hasta el final. Por supuesto que, al igual que con Pequeñeces, cabe buscar en la obra de Clarín el mero entretenimiento, basado en el interés por descubrir lo antes posible si la regenta va a caer o no, así como quién será el afortunado que logre sus favores, caso de que la protagonista decida concederlos. No hay por qué ser tan riguroso hacia ese tipo de lectura de la novela, como para calificarla de participación “en el doble juego del excipiente erótico-sexual para uso de anhelantes”[435]. Pero sí debemos reconocer que La Regenta admite -y merece- un segundo nivel o rango de acercamiento, reposado y calmo[436] para, entre otras cosas, identificar con claridad a sus numerosos personajes secundarios; reconocer la personalidad y los rasgos psicológicos de todos los caracteres; estimar en su verdadero valor y utilidad descripciones que, de otro modo, resultarían excesivas o poco oportunas, y comprender la inestabilidad y confusión que sufren los protagonistas. En suma, como en casi todas las obras literarias de calidad, caben dos lecturas -que bien pueden acometerse de manera sucesiva-: la una, de acercamiento al trabajo del autor y al argumento del relato, y una segunda, para profundizar y paladear lo que ya creemos conocer de antemano. Así sucede con La Regenta; de modo que, descubriendo de este modo la novela, no creo que podamos confirmar lo ya aducido acerca de la dureza o la dificultad de la misma, pero sí la verdad del refrán, “el que algo quiere, algo le cuesta”.

 

 

19.  Incidencia del tema de la maternidad, existente o frustrada


     En dos capítulos precedentes[437], hemos apuntado ya, entre otras consideraciones, la de la importancia o el interés que tiene el que el matrimonio afectado por el adulterio -en este caso, de la mujer- tenga o no hijos, en particular si los mismos son pequeños. Y, contra lo que podría predecirse, lo cierto es que no hay un criterio claramente dominante en esta cuestión. De hecho, en las otras dos novelas que comparten con La Regenta la primacía entre las de adulterio, este se consuma por mujeres -Emma Bovary y Ana Karenina- que ya son madres de niños al incurrir en la infidelidad. Quiere decirse que, cuando Clarín escribió su gran novela no tenía un modelo estereotipado, a saber, el de la mujer que se siente familiarmente frustrada por no haber logrado una ansiada maternidad. Antes, al contrario, si solo nos referimos a las novelas anteriores de Flaubert y de Tolstoi, el ejemplo era el opuesto: Las protagonistas caían en el adulterio, a pesar de ser ya madres, y madres jóvenes. Luego no siempre el cariño y la dedicación a los hijos[438] suponía en las novelas un freno a la sexualidad fuera del matrimonio. Que ello fuese porque el amor maternal y las pulsiones sexuales fuesen por caminos diferentes era tan solo una de las posibles explicaciones, fruto -según se mire- de un realismo argumental o de que la moral tuviese muchos grados y facetas, casi nunca del todo sensatas y coherentes. Pero dejemos ya las consideraciones generales y descendamos a las situaciones concretas que, en tema de maternidad, se dan en La Regenta y en Pequeñeces. Comenzaré, como casi siempre, por la novela clariniana.

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     Por razones de moral personal o de índole literaria, Clarín escogió como protagonista femenina de su novela a una joven claramente frustrada -entre otros varios motivos- por no haber llegado a ser madre, ni tener posibilidad decente de serlo, en vista de la edad de su esposo y, sobre todo, de la nula inclinación de este a mantener con ella relaciones sexuales. A mayor abundamiento, se ha destacado la coincidencia de dicha frustración con el hecho de que Ana Ozores hubiera quedado huérfana a muy temprana edad -de madre, al nacer ella-, generándose una situación de desamparo moral de esencial relevancia y muy difícil superación[439]. A lo largo de la novela, el lector atento va llegando a la conclusión de que, careciendo de una verdadera familia, ni para Ana ni para las personas corrientes puede existir una redención posible. El enemigo acérrimo del magistral, don Santos Barinaga, lo viene a expresar de un modo casi teológico: La de la familia es la auténtica religión[440]. Así, la pregunta surge de modo espontáneo: ¿Es posible que, de haber sido madre, todo hubiese cambiado para la regenta, evitando los coqueteos intermedios y el adulterio final? Una vez más, nos encontramos ante un interrogante de imposible respuesta; entre otras cosas, porque los lectores tal vez confiemos menos en la solidez psíquica de Ana de lo que ella misma parece, al imaginarse con un hijo suyo en los brazos. Pero ¿y Clarín?: ¿Se sentía forzado a poner a su personaje en unas condiciones familiares tan precarias como forma de provocar de manera verosímil su hundimiento final? Tal vez se tenga una vía, aunque oscura e indirecta, para aproximarnos a sus designios. Me refiero a las posibles claves que, en relación con la familia y la maternidad -la paternidad en este caso- puede ofrecernos la siguiente novela de Clarín, titulada Su único hijo[441], aparecida cinco años después que La Regenta, un lapso cronológico que puede complicar las comparaciones.

     En efecto, en un momento no del todo preciso, pero en torno a 1890[442], Leopoldo Alas experimentó una crisis moral, a la que suele achacarse una actitud ante la vida de mayor tolerancia y espiritualidad[443]. Sea ello como fuere, lo cierto es que el protagonista de Su único hijo, llamado Bonifacio Reyes, alcanza una especie de redención de sus pasadas culpas, que algunos califican de grandeza y de heroicidad, gracias a reconocer su paternidad respecto de un hijo de su esposa, que con toda probabilidad no lo es suyo[444]. Se trataría de un acceso al perdón y a la grandeza de espíritu por medio del sacrificio amoroso, similar de alguna manera a los que se alcanzan por el protagonista de Resurrección (1899), la obra de León Tolstoi que, aunque posterior a Su único hijo, se inserta dentro de la línea espiritualista del autor ruso, tan admirado desde siempre por Clarín.

     ¿Qué consecuencias podemos extraer de todo esto para el desarrollo de La Regenta? Creo que la principal es la de que Alas se sentía inclinado a compartir los sentimientos de Ana Ozores, aceptando la seguridad de esta en que, de haber sido felizmente madre, no se hubiese dejado arrastrar por el vacío, el aburrimiento y la lascivia. El autor tuvo que construir a su regenta como una mujer ávida por muchos motivos de verdadera familia y de fructífera maternidad, cuya frustración -al no conseguir ni una cosa ni otra- la llevará por derroteros sucedáneos -desde el misticismo, hasta el jugueteo amoroso- que finalmente confluirán en el adulterio. Dicho de modo claro y atrevido: Si Ana hubiese sido madre, Clarín no habría osado hacerla adúltera.

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      La posición ante la maternidad del autor y de la protagonista de Pequeñeces es completamente diferente, como lo es en relación con el adulterio, según vimos en el capítulo 15. Curra de Albornoz, al comenzar la novela, es madre de dos hijos, niño y niña, de once y nueve años de edad, respectivamente[445], a los que presta una atención muy precaria y, sin perjuicio del cariño propio de una madre normal, los aparta de cuanto puede obstaculizar su preferente atención por la vida social y el progreso político, por no hablar de sus relaciones físicas y sentimentales con sujetos distintos de su marido. De hecho, tras la presentación protocolaria de los niños en los primeros capítulos de la obra, los episodios derivados de la maternidad permanecen en una lógica situación incógnita hasta que, más de un año más tarde, se producen una serie de acontecimientos -enfrentamiento de Paquito, ya de doce años, con el amante de su madre; discusión sobre el momento de que aquel reciba la primera comunión-, que acabarán de la forma que mejor expresa la voluntad de Curra de que sus hijos no la importunen: confinarlos en sendos internados, de los que el del hijo se encuentra muy lejos de Madrid, concretamente, en el país vasco francés[446]. Un nuevo lapso de ocultamiento de todo lo referente a los hijos durante un par de años aproximadamente[447], será seguido bruscamente de la tormentosa irrupción de Paquito en el último capítulo de la novela, que desemboca de modo fulminante en su muerte accidental, la cual tiene como fondo el enfrentamiento con ciertos compañeros que conocen de la mala conducta sexual de Curra y afrentan por ello a su hijo[448]. A mayores, junto con Paquito y, en cierto modo, por culpa de este, fallece el hijo del último amante de Curra y de la marquesa de Sabadell. Semejante truculencia no podrá menos de afectar muy gravemente -queda por ver si de manera definitiva- a Curra de Albornoz, como se infiere en forma velada del epílogo de Pequeñeces, en el que no se hace mención del tiempo que haya transcurrido desde el fallecimiento de los dos muchachos.

     Baste el precedente esbozo argumental para extraer las siguientes conclusiones: 1ª. El hecho de ser madre, y por partida doble, en nada parece afectar a la conducta moral de Curra, que vive constantemente con algún amante, contando con la aquiescencia o, mejor, indiferencia de su marido. 2ª. En la novela se disocia claramente la maternidad como hecho biológico y jurídico, de los sentimientos y responsabilidades de madre, los cuales vive la protagonista de la forma más superficial y menos comprometida que nos es dado imaginar. 3ª. Cuando se produce la colisión aparentemente insoluble entre el afecto y respeto por los hijos con el libertinaje y la vida social, Curra dará de lado a sus retoños, recluyéndolos en internados para que no sean un obstáculo a su habitual forma de vida. 4ª. Solo cuando se produce un hecho luctuoso del que la de Albornoz se siente culpable -aunque no lo sea tanto para lectores indulgentes-, se desencadenarán sentimientos y conductas de enmienda por parte de la protagonista que, desde mi punto de vista, Coloma parece haber pergeñado, más que para redimirla misericordiosamente, para que la mujer buena, la marquesa de Sabadell, tenga la oportunidad de esbozar un gesto de perdón.

     Para concluir: De estas dos novelas se deduce que la maternidad puede ser una oportunidad para apartarse de la liviandad -quizá, incluso para no sentir intensamente sus pulsiones-, pero cumple a cada mujer, a cada protagonista, aprovecharla fructuosamente.

 

 

20.   Belleza, carácter y destino de las protagonistas

 

     Llegado el momento de explicar, un tanto deterministamente, el destino familiar y sexual de las protagonistas de La Regenta y de Pequeñeces, se han parado mientes en toda clase de circunstancias y accidentes: la extracción social, las implicaciones familiares, la educación recibida, el ambiente urbano en que se mueven, la riqueza de su patrimonio, las características de su matrimonio, etcétera. Pero no todo es influjo externo: Es evidente que lo que globalmente llamamos carácter también ha de jugar de gran manera en la evolución y el destino final de Ana Ozores y de Curra de Albornoz, pues no es la misma la maleabilidad de esas mujeres ante los agentes externos. Pero parece lógico aceptar que tenga también un papel más o menos relevante la belleza física de Ana y de Curra, cuando menos, en la medida en que pueda excitar el deseo y la atracción de terceros para provocar -o aceptar- una relación adúltera. Veamos, pues, cómo nos presentan a sus heroínas ambos novelistas, poniendo especial énfasis en la descripción que nos hagan de su apariencia. Comencemos por La Regenta.

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     Se diría que Clarín tuvo verdadero empeño en rodear a Ana de las prendas físicas más deslumbrantes. Una y otra vez insiste en su gran belleza, hasta el punto de juzgarla, por aclamación popular, la más hermosa de las jóvenes de Vetusta[449]. Sus admiradores no encuentran otros términos de comparación que las más insignes estatuas y pinturas de los grandes artistas de la Grecia clásica o del Renacimiento italiano[450]. Claro que aquella humana maravilla había ido cumpliendo años y, ya a sus veintisiete, parecía “una Venus algo flamenca” [451], y es que la edad había ido, a lo que parece, aumentando su opulencia, hasta aproximarse a los cánones de belleza que solemos atribuir a Rubens.

     Podría decirse que la belleza en la mujer resulta inexcusable en las novelas de adulterio, pero tal cosa no es cierta. Debe de haber algo que moviese a Clarín para conceder a Ana Ozores un físico tan perfecto. Creo hallarlo en el capítulo V de la novela, cuando las tías de Anita tratan de superar las dificultades de todo tipo que impiden a esta conseguir el acceso a la buena sociedad y, en su momento, al matrimonio conveniente que consolide aquel. Dicho de modo un tanto excesivo: comprar con la belleza -aunque no solo con ella- el beneplácito de los notables y a un marido de campanillas. Eso, ante todo. Claro que, conseguidas una cosa y otra, la hermosura de la regenta va a ser el reclamo para que unos y otros la cortejen y pretendan obtener sus favores; pero para avanzar en la narración camino del adulterio, ya no resulta tan necesaria esa superlativa belleza que el narrador, tras haberla concedido a su protagonista, ya no podrá sino minorarla muy levemente, merced a los primeros estragos del tiempo, los cuales serán un arma de doble filo: Pueden dañar los deseos ajenos, pero también exacerbar los de la hermosa, antes de que se amustien las rosas y huya la juventud.

     Podría decirse, según todo esto, que la belleza de la protagonista es un rasgo funcional de la novela, que desempeña un papel fundamental dentro de la historia. Mucho se ha escrito acerca de la transcendencia del personaje colectivo de Vetusta, pero creo que también hay que dar el gran valor que tiene a algo tan nimio aparentemente, como la hermosura de Ana Ozores, sin la cual, no solo no habría seducción y adulterio, sino ni siquiera novela, pues la joven no habría logrado traspasar los umbrales de las casas en que se verá confinada, incluidas la suya propia y, visto lo visto, la catedral.

     Hasta aquí, pisamos un terreno aparentemente sólido. Más resbaladizo es el sustrato que permitiría construir -un poco al modo naturalista- la relación entre una belleza tan grande y poderosa y el carácter o psicología de la regenta. De todas formas, no es la hermosura la única cualidad positiva que Ana posee en un alto grado: inteligencia, amabilidad, delicadeza espiritual son otros tantos atractivos que podrán no conmover a Álvaro Mesía o a Paquito Vegallana, pero sí a personas de mayor elevación moral, como puede ser el magistral. Mas, junto a esos hermosos atributos, siempre se han destacado ciertos defectos de la regenta, que los estudiosos de la novela suelen empeñarse en resaltar, como condiciones necesarias del destino que le espera y, al propio tiempo, como motivos de tranquilidad para aquellos lectores -principalmente, lectoras- que crean tener un carácter muy distinto del de la “nerviosilla” Ana Ozores y, por ende, dispongan de un buen parapeto para evitar caídas morales. Veamos las opiniones a este respecto de dos de los prologuistas de la novela:

-          Ricardo Gullón[452] opina que Ana Ozores, por unas razones u otras, es una mujer espléndida en lo físico, pero llena de lacras en lo espiritual y en el carácter: excitable, exaltada, impulsiva, ciclotímica; mantiene un vaivén constante entre el espíritu y la carne, entre De Pas y Mesía, en un movimiento pendular que cada vez se desvía más de la vertical. Bien es cierto que tal carácter la aparta completamente -para bien y para mal- de la mediocridad de Vetusta, basada en el aburrimiento rutinario y en el convencionalismo socio-religioso. En el camino de la neurastenia histérica, acabará creyéndose loca y obrando como tal (esto me parece muy discutible). Pero no puede olvidarse -disculpa el crítico- que, además de su carácter y de la reacción de repugnancia que le inspira Vetusta, Ana está mediatizada por su absurda situación matrimonial y por el apoyo que de muchos de sus próximos recibe Mesía para seducirla. En resumen, todo se confabulará para contribuir a su caída.

-          Esteban Padrós[453], más escuetamente, considera que el personaje de la regenta se explica, desde luego, por su carácter, hiperestésico, sensible, de gran delicadeza moral y, por todo ello, muy vulnerable, pero también y necesariamente por un matrimonio sin amor ni sexo, así como por la falta de hijos. Así se cumple ese doble sentimiento que puede despertar en el lector: como figura fastidiosa, por su inconsistencia moral y su inestabilidad psíquica, mas, al propio tiempo, como personaje llamado a provocar la simpatía y comprensión del lector, pues su debilidad lleva a considerar a Ana Ozores la víctima de cuanto le sucede.

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     Es sorprendente que no exista un acuerdo a la hora de definir a Curra de Albornoz desde el punto de vista físico, a tenor de los pocos datos que nos ofrece el Padre Coloma en la novela. Voy a poner de manifiesto las discrepancias, utilizando como materiales la propia Pequeñeces y la archiconocida “carta” de Currita Albornoz al Padre Luis Coloma, obra, como se sabe, de Juan Valera[454].

     En el capítulo II del libro I, Valera hace una rápida presentación física de su protagonista[455], que es todo menos complaciente: baja estatura; rostro lleno de pecas; pelo rojizo y, al parecer, bastante ralo; ojos grises de mirada inexpresiva; voz chillona… Ciertamente que en aquellos momentos Curra tendría ya unos cuarenta años, edad ciertamente avanzada para seguir manteniendo los encantos juveniles, pero insuficiente para haberlos perdido de forma sustancial. Y, resumiendo los posibles motivos del éxito social de la de Albornoz, Coloma descarta toda atribución a razones físicas aparentes, ya que “en belleza la aventajaban todas” (libro I, capítulo III). Más adelante (libro I, capítulo V), el autor alude al “débil cuerpecillo” de su personaje, así como a la “risita” poco grata con que acompañaba sus gestos de fingida candidez. Por último, en el libro IV, capítulo V, Coloma alude a que, al bajar de un carruaje, se entrevió la “pantorrilla bien rellena” de Curra. Hasta aquí, pues, una descripción de la apariencia de Curra, no solo alejadísima de la de Ana Ozores en La Regenta, sino de cualquier intento de fundar en la belleza física el éxito social de Curra de Albornoz.

     Sin embargo, el propio Coloma provoca un equívoco respecto de lo que venimos tratando cuando, en el capítulo V del libro II de Pequeñeces, presenta a Curra como aspirante de un concurso internacional de belleza[456], para lo cual prepara su presentación -dentro de las pudibundas exhibiciones de entonces- con el encargo de un retrato, lo más favorecedor posible, al ilustre pintor francés del género, León Bonnat[457]. Y, por mucho que el autor juegue con la exageración y la ironía, dice poco el pro de la coherencia que una mujer del montón aspire a proclamarse reina de belleza en un concurso internacional, en el que, no solo contaba la aportación de retratos pintados o fotográficos, sino la presencia física de las aspirantes ante el jurado -cosa que, desde luego, Curra no consta que hiciese-.

     Pero el golpe más rudo al escaso atractivo corporal de Curra vino de la mano de la “carta” de la que es autor don Juan Valera. Ciertamente, el señor Valera pone sus palabras en boca de la condesa de Albornoz, pero siempre con referencia a Pequeñeces. Por tanto, no me parece que tenga nada de cierto el que se diga que en su novela Coloma hace a Curra “bonita”; como tampoco es exacto que el autor haga a su protagonista “discreta, ilustrada, ingeniosa y valiente”. De esas aseveraciones disconformes con la verdad, así como de otras exactas –“rica, elegante… y grande de España”-, la supuesta Curra extrae la conclusión de que resulta atractiva “para todo hombre profano”[458] pues la convierten en “una criatura amabilísima, monísima y divertidísima”. Es obvia la jocosidad de Valera, pero no deja de partir, como verdad inconcusa, de que Coloma presentó a Curra como una mujer físicamente atractiva. Lo corrobora cuanto se dice al final de la “carta”, cuando Curra se ve, al final de la novela, “ajada y marchita”, contra lo que se rebela, pues ella no parece “un esperpento”, afirmando que sigue siendo lo bastante hermosa, como para ser celebrada y admirada por “los no pocos sujetos que gustan más del majestuoso crepúsculo de la tarde que de la risueña aurora”.

     ¿En qué quedamos? Yo prefiero atenerme a los datos objetivos que sobre el físico de Curra se ofrecen en la novela -que, dada la pudibundez de su autor, no van acompañados de posibles cualidades más fisiológicas, pero igualmente atractivas para el sexo opuesto-. En consecuencia, concluyo que la protagonista de Pequeñeces ha cifrado y cifra sus éxitos, no en lo corporal, sino en sus ventajas socioeconómicas y en las dotes de carácter. Creo, por tanto, llegado el momento de espigar brevemente en unas y otras. Veremos así como la distancia entre Ana Ozores y Curra de Albornoz se ensancha hasta términos de hacerlas prácticamente antitéticas.

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     Dejemos, ante todo, que sea el propio Coloma quien, en ocasiones al desgaire, a veces de forma directa y categórica, nos ofrezca las pinceladas que llegan a conformar el retrato del carácter y del modo de actuar de Curra. A tales efectos, seguramente el fragmento más definitorio nos lo ofrece a poco de comenzar la novela[459], presentándola como mujer desvergonzada, audaz, cínica y vanidosa, sin otro objetivo en su vida que el de ser siempre la primera, de modo que todos le rindiesen vasallaje. Y, por el momento, la condesa de Albornoz había conseguido alcanzar y mantener tal supremacía, gracias a la condescendencia de la “alta sociedad madrileña” para con el escándalo y la falta de decoro. Era su perfecta adaptación al escándalo y el vicio refinado lo que la mantenía en la supremacía ya que -como antes hemos transcrito parcialmente- “en belleza la aventajaban todas, en alcurnia la igualaban muchas, en riqueza la superaban bastantes y solo en audacia y desvergüenza caminaba siempre la primera”. Notemos que el autor emplea el género femenino: Quiere decirse que la voluntad de primacía de Curra y los medios que emplea para conseguirla tienen ese no sé qué de feminismo o femineidad -antaño más claro que hogaño- que llevará, por ejemplo, a la Pardo-Bazán a considerarla, con todas las objeciones literarias que se quiera, un prototipo de carácter femenino, una verdadera mujer mujer, que con sus malas artes acaba por imponerse, no solo a las de su sexo, sino a muchos de los hombres que en torno a ella hacen política o mariposean[460]. De aquí, a considerar a Curra de Albornoz -ante la segura indignación de Coloma- una heroína pionera del feminismo, hay un corto trecho. Pero sigamos con las notas psicológicas que el Padre va dedicando a su criatura a lo largo de Pequeñeces.

     Así, en los capítulos X y XI del libro I, Curra, por amor propio y en una torpe defensa de su honor ofendido, incitará a su amante, Juanito Velarde, a enfrentarse en duelo con un periodista, lo que ocasionará la muerte del primero. De inmediato, superando un leve sufrimiento por lo ocurrido, no tendrá otras preocupaciones que la de negar su inducción en el desafío, recuperar sus cartas de amor a Velarde y cobrar en su propio interés un décimo de lotería propiedad de aquel, que había sido premiado con quince mil duros. No es del caso exponer aquí las circunstancias de tal apropiación indebida, que Valera consideraba muestra de las innecesarias exageraciones de la novela: convertir a Curra en una “ladrona”[461]. Quizá no sea tan superflua dicha alusión al egoísmo económico de la protagonista quien, siempre que puede, trata de endosar a otro sus generosas dádivas, como sucede con el intento de que su amante, Velarde, sea premiado con un puesto de confianza en la Corte, con un sueldo de seis mil duros[462]. En cambio, cuando precisa de numerario para sus cuantiosos gastos, como el de premiar a sus amantes y sacarlos de deudas, Curra no reparará en gastos de su peculio y el de su marido, hasta el punto de poner en riesgo de insolvencia el patrimonio familiar, en interés de su nuevo amante, Jacobo Téllez-Ponce, hasta que este, por buenas razones, pone distancia entre su persona y el Madrid de Currita[463]. Estos avatares nos llevan a la cuestión de los amantes de la de Albornoz, tema en el que Coloma es sumamente circunspecto en los aspectos positivos -es decir, qué encuentra en ellos para entablar la relación sentimental- y hasta qué punto es consciente de que, dada su inferioridad o la situación en que se encuentran, la Albornoz tiene de algún modo que comprar su entrega y su fidelidad. Desisto de aportar alguna mayor precisión sobre este tema, que supone una radical diferencia entre Curra y Ana Ozores.

     Dentro de la vida que lleva Currita de Albornoz, los hijos son poco más que un adorno, un entretenimiento pasajero que, ni le hace moderar sus malas costumbres, ni dedicarles un verdadero y constante interés. Me limitaré a recoger esa relación con las palabras que Coloma le dedica en el capítulo V del libro I de Pequeñeces: “Esta relación produjo en Currita una de las repentinas crisis de amor materno que solían atacarla de cuando en cuando en sus días de aburrimiento. Solía entonces pasar horas enteras en la nursery jugando con sus hijos: comíaselos a besos, llamábales sus pichoncitos, hacíales traer costosos juguetes y golosinas de todos géneros; y complaciéndose en poner en ridículo a Miss Butefull y en decir pestes de los padres del colegio, destruía en media hora todo lo bueno que, a costa de mil trabajos, habían sembrado y podían sembrar en adelante estos y aquella en los tiernos corazones de ambos niños…” Y, en cuanto al esposo, marqués de Villamelón, basta con la frase lapidaria con que Curra define su relación en el capítulo V del libro II de la novela, siendo ella como era, con pleno conocimiento de su esposo: “Verdaderamente que es un don del cielo no haber tenido en catorce años de matrimonio un solo disgusto”.

     Veamos, por último, cómo bosquejan la personalidad de Curra dos de los autores que han profundizado en Pequeñeces, lo que nos sirve de resumen tras haber expuesto con mayor detalle los textos de Coloma.

     Rubio Cremades[464] considera que el Padre Coloma pretende establecer con Curra un modelo de mujer enfrentado al de la marquesa de Villasís, pretendiendo una y otra alcanzar la máxima influencia social, aunque por medios totalmente opuestos. En lo que se refiere a la de Albornoz, para destacar en la alta sociedad madrileña en que se desenvuelve, usa de la ambición, el escándalo y el amor mercenario. No parece que cuente con sus atractivos sexuales para alcanzar sus metas sociales, sino con sus dotes de carácter, alcurnia y dinero.

    Serna Galindo[465] califica a Curra de mujer hiperactiva, dominante, astuta, voluble en el amor, dispuesta a todo para triunfar y sin ningún escrúpulo. Son unas cualidades de carácter que, en principio, nada tienen que ver con las de una genuina mujer hermosa, que no precisa de todo eso para triunfar entre sus iguales carentes de belleza.

 

 

21.   Opinión de Clarín sobre Pequeñeces

 

     Encabezo de esa forma el presente capítulo porque, por extraño que pueda parecer, no me consta que Luis Coloma se refiriese por escrito a La Regenta ni, menos aún, realizase ninguna crítica sobre ella. Otra cosa más difícil de descifrar es que, supuesto que Coloma conociese la magna novela de Clarín -aparecida cinco años antes que Pequeñeces-, sacase provecho de su lectura para escribir la suya. Tampoco de esto tenemos datos objetivos pues no consta que, entre los numerosos libros novelescos que formaron parte de la biblioteca de la celda de Coloma en Deusto, se hallase La Regenta. Tendríamos que remontarnos a lucubraciones acerca de parecidos de estilo o temática entre ambas novelas, y esa es tarea ardua y subjetiva en la que no deseo entrar. Más bien creo que algunos parecidos razonables entre ellas son meramente circunstanciales. Podrían citarse entre ellos los comportamientos maritales de don Víctor Quintanar y el marqués de Villamelón; la importancia y el parecido desenlace entre los duelos provocados por Quintanar y Juanito Velarde[466]; o la dramática conclusión de ambas novelas, con sus protagonistas buscando en el templo el perdón, o el remedio de conciencia a sus cuitas.

     En cualquier caso, parece claro que, en lo atinente a las relaciones literarias, Clarín y Coloma “no eran santos de la devoción el uno del otro” y la prueba es que, con motivo de la mala crítica de Arimón[467] al drama clariniano, Teresa[468], Alas incluye a Coloma en el selecto grupo -Pidal y Mon, Cánovas, Tamayo y Baus y la Pardo-Bazán- que sin duda serían críticos más justos con su obra teatral que el citado Arimón…, lo que ya es decir[469]. 

***

     Si resulta extraño el silencio de Coloma acerca de La Regenta, todavía lo es más la parquedad de Clarín -uno de los críticos literarios punteros del momento en España- al referirse a Pequeñeces. Diríase que Alas, pese a su facundia habitual y a la notoriedad de la novela de Coloma, optó por asumir uno de los procederes que otros tantos comentaristas emplearon para recibir dicha novela: opiniones parcas y más bien negativas[470]. Qué razones pudo tener Clarín para comportarse así es cuestión opinable, máxime cuando -como poco más abajo veremos- prometió hacer una crítica seria cuando cesara el tole y la comidilla de la gente. Tuvo diez años para cumplir su compromiso y lo cierto es que no lo hizo.

     Siguiendo la senda trazada por el profesor, Sergio Beser[471], vamos recogiendo las sucesivas alusiones de Clarín a Pequeñeces y a su autor, siempre escuetas y, en general, poco amables: 1ª. No es justo el éxito de Pequeñeces, por más que Coloma tenga ciertas dotes de novelista y sean infundados algunos de los ataques que se le hacen al escritor. 2ª. Poco más tarde, reconoce a Coloma el ser un observador de talento, aunque “actualmente” tenga límites en su imaginación. 3ª. Finalmente, aunque todavía en 1891, escribirá que en veinte años solo un libro se ha leído y comentado un poco (en España), “una novela muy mediana, de clave, de malicia[472], de un jesuita, el Padre Coloma”.

     En un palique, aparecido en Madrid Cómico el 18 de abril de 1891, Leopoldo Alas critica la buena opinión que sobre Pequeñeces tenía la condesa de Pardo-Bazán, que considera exagerada, y ridiculiza expresiones suyas como “primores artísticos” y “mal año para Balzac”. Clarín parece aceptar, más bien, la crítica de Federico Balart[473], quien juzgaba severamente que no hay verdaderos caracteres en Pequeñeces, ni siquiera el de Currita. En efecto, Clarín no acepta que Curra sea verdaderamente femenina (“una mujer mujer”, como de ella se dijo), ni siquiera un “gran carácter”, por el mero hecho de hacer de ella un prototipo de “mala mujer”. Por lo demás -como hemos puesto de manifiesto- Clarín dice que deja la crítica a fondo “para cuando cese el tole tole, la comidilla de la gente y quede sin más la novela, si es que queda por su valor artístico”.

     En otro palique, Clarín señala que el conocimiento que se tiene de Coloma en el extranjero se debe a ser un jesuita, “pues es sabido que la Compañía procura el éxito de todo lo suyo”.

     Finalmente, en un tercer palique alude al exjesuita, padre Mir[474], como acerbo crítico de Pequeñeces, por ser una novela de jesuitas.

     Dicho de modo escueto: A Clarín no le gustó Pequeñeces y así lo manifestó de forma bastante clara, pero sin llevar a cabo la extensa crítica que todos habríamos deseado -salvo, quizás, el Padre Coloma-.

 

 

22.  La masonería en Pequeñeces


 

Emblema masónico

 

     Ninguna referencia significativa hizo Leopoldo Alas a la masonería en La Regenta. Por el contrario, el tema masónico se convierte en uno de los centrales de Pequeñeces a partir de su libro II. Muy en particular, la masonería condicionará, a partir de entonces, la vida y la muerte del marqués consorte de Sabadell, amante y pariente de Curra de Albornoz, quien, poco a poco, se irá convirtiendo en verdadero protagonista de la novela, un poco al modo -si se me permite la comparación- de lo que sucede con el magistral en la novela clariniana. En todo caso, la personalidad de Sabadell sobresale del abundante elenco de personajes poco matizados, y hasta de cartón piedra, que desfilan por Pequeñeces, incluyendo entre ellos a Curra, hasta que al final de la peripecia se ve agobiada y desbordada por toda clase de desgracias, incluidas la expulsión de la Corte, el asesinato de Sabadell y la muerte accidental de Paquito, su hijo adolescente. No cabe duda de que la relación entre Curra y su amante irá pasando, a lo largo del libro IV de la novela, por diversos avatares que, entre otras cosas, acabarán arrojando los primeros chispazos de amor propio y verdadero cariño por parte de Curra hacia su amante. Pues bien, todo ello se nutre del siniestro y un tanto truculento tema de la persecución de Sabadell por masones italianos, hasta acabar directamente con su vida e, indirectamente y sin culpa por su parte, en la temporal expulsión de Curra de su ambiente social, por entender que había tenido mucho que ver con la muerte de su amante.

     Lo expuesto me parece suficiente por sí solo para refutar la opinión del hipercrítico Valera[475], cuando censura que se haya introducido en la novela la extensa alusión a los masones. En parte, tiene razón el escritor egabrense en considerar inverosímil la causa por la que los sicarios masónicos mataron a Jacobo Téllez, marqués consorte de Sabadell, aunque no creo que Valera fuese una autoridad en la materia. Pero en otra parte opino que se equivoca cuando afirma que Coloma armó con los masones “un caramillo”, semejante al que los liberales organizan con los jesuitas. Ese caramillo, nos guste o no, resulta útil y perfectamente válido para dar emoción y hacer avanzar el relato. Veamos, a este respecto, lo que opinan dos de los especialistas contemporáneos de Pequeñeces.

     Rubio Cremades[476] reconoce que es difícil asegurar por qué Coloma decidió que la masonería jugase un papel tan importante en Pequeñeces, inclinándose por la circunstancia histórica de que los masones tuvieron una participación muy importante -más que en otros momentos más tranquilos de nuestra historia- en el periodo 1870-1874, es decir, los años álgidos del Sexenio revolucionario. Coloma recuerda, aunque no sea santo de su devoción, al general Prim, masón insigne que, sin embargo, parece que fue asesinado por otros hermanos; como también alude con mucho mayor detalle al presunto apoyo que los masones italianos brindaron a la candidatura y gobierno de Amadeo I[477]. La presencia de la masonería en la trama argumental es determinante de las peripecias del marqués consorte de Sabadell, hasta acabar con su vida, y de la caída social de Curra, tras unos episodios un tanto folletinescos.

     Dentro del relativo renacimiento que Pequeñeces ha experimentado en los últimos años, uno de los aspectos al que se ha dedicado mayor atención ha sido el tema masónico, con Ricardo Serna[478] a la cabeza. Este autor no duda de la funcionalidad de la masonería en Pequeñeces, conectándola con el carácter y destino de Jacobo Téllez-Ponce. Indagando acerca de la ocurrencia masónica del autor, Serna recuerda la vida activa de agitador político que llevó Coloma en su juventud, tanto en Andalucía como en Madrid, y en particular su apoyo a la causa hereditaria del Duque de Montpensier, hasta que este hubo de hacerse a un lado por matar en duelo a su pariente, Enrique de Borbón, en marzo de 1870. Es de resaltar que Montpensier era un destacado francmasón, por lo que no sería extraño que Coloma hubiese tenido tratos con masones, alrededor de sus veinte años. De hecho, aunque no demuestre en Pequeñeces un profundo conocimiento de la masonería, sí evidencia el suficiente para salir airoso del empeño. Menos convincente me parece la observación de Serna, según la cual, la masonería no está maltratada en exceso en la novela, pese a que la Iglesia católica tenía vigente la excomunión de los masones. ¿Quiere decir este comentarista que Coloma los tenía cierto respeto o simpatía? Si la respuesta fuere afirmativa, yo objetaría con la violenta y gratuita conducta de los masones, que matan a Jacobo a sangre fría, pese a los denodados esfuerzos de este por disculpar sus antiguas infidelidades para con ellos[479].

 

 

23.  Dos duelos similares y penalmente impunes

 

Estuche para duelo a pistola (Museo del Romanticismo de Madrid)

 

     En el capítulo trigésimo y último de La Regenta se relatan los preliminares, desarrollo y secuelas del duelo a pistola entre el retador en defensa de su honor marital, don Víctor Quintanar, y el amante de la regenta, don Álvaro Mesía. Por su parte, en los capítulos X y XI del libro I, Coloma sitúa el enfrentamiento, así mismo con pistolas, entre el amante de Curra, Juanito Velarde, y el periodista director de La España con Honra, en pro del honor de Curra de Albornoz y de su marido, quien había rehusado tomar la iniciativa de lavar la ofensa, alegando que las gacetillas infamantes no pasaban de ser “pequeñeces” y “cuestiones bizantinas”.

     Arrancamos, pues, de un parecido obvio y de una diferencia muy notable. Obvia es la similitud, pero muchos de los duelos tenían por causa el honor conyugal de una mujer y/o de su marido[480]; notable la diferencia pues a tenor de sus respectivos conceptos del honor, el regente asumió la provocación al duelo y su intervención en el mismo, en tanto el marqués de Villamelón eludió análogas intervenciones, dando lugar a que su esposa jugase con su amante para que fuera este quien actuase como su paladín.

     Pero continuemos señalando otras evidentes analogías entre los susodichos duelos: 1ª. Los provocadores, material o moral -inductora-, son personajes principales de ambas novelas: Víctor Quintanar y Curra de Albornoz. 2ª. Ambos duelos se conciertan a pistola y con la posibilidad de llegar hasta un resultado de muerte. 3ª. En efecto, el óbito se produce y, en ambos casos, afecta a los retadores, Quintanar y Velarde. 4ª. Tales fallecimientos no generan la intervención de la justicia y, en consecuencia, quedan penalmente impunes[481]. Sobre este último punto volveré seguidamente, pero antes quiero realizar alguna observación sobre las consecuencias novelísticas de las muertes del regente y del amante de Curra.

     Al producirse la muerte en duelo de Quintanar en un momento muy avanzado de La Regenta, parece que en poco pueda contribuir al progreso de la novela, pero, aun así, Clarín dedica unas páginas importantes a reflejar su incidencia, tanto en Ana Ozores, como en la ciudad de Vetusta y en los personajes más o menos secundarios de la obra. Mas, aunque pudiera parecer baladí, me interesa destacar las consecuencias que tiene para el matador, Álvaro Mesía, quien habrá de abandonar por el momento la urbe vetustense, para ocultarse en Madrid, donde pronto hallará consuelo sentimental, nada menos que en los brazos de una ministra. Lo interesante, sin embargo, es la carta que incontinente remitió don Álvaro a la regenta desde la capital, explicándole lo sucedido desde su falaz punto de vista y ofreciéndole la posibilidad de regresar a Vetusta, reanudar su amor en Madrid, o reunirse en otra parte. Puede inferirse de lo escrito por Clarín que los términos de dicha carta, no solo ponen claramente a la regenta ante su responsabilidad en el duelo y ulterior muerte de su marido, sino -quizás, con más enjundia y consistencia- ante la falsedad del proclamado amor de Mesía y lo absurdo e hipócrita de sus ofertas de continuar las relaciones. El bueno de Frígilis capta de inmediato toda la pequeñez y el engaño del antiguo amante, en lo que la regenta “no pensó hasta mucho más tarde”[482]. En mi consideración, el dolor inmediato de la regenta y su ulterior arrepentimiento tienen tanto que ver con juzgarse culpable de lo acaecido, como por sentirse cosificada por quien todavía osaba proclamar “la ceguera de la pasión” y que “el amor le mandaba volver”.  Lo cierto es que, unos ocho meses después de la muerte de su marido, Ana parece estar en condiciones de ser la dueña de su destino y de volver a la vida. Es cuando, tratando de atar cabos morales y de recuperar a un tiempo la amistad de Dios y de Don Fermín de Pas, la regenta regresará a la capilla penitencial de la catedral, donde se encontrará cara a cara, de golpe, con la necesidad de emprender sola el nuevo tramo de su camino.

     En lo atinente a Pequeñeces, ni siquiera ante la muerte de Juanito Velarde dedica Coloma una clara referencia al dolor o a la ternura de su protagonista, Curra, verdadera responsable moral de la desgracia. Por el contrario, la marquesa dedicará toda su atención y sus esfuerzos a defenderse de los daños que pudieran derivar para ella del óbito de su amante[483]. Su violento enfrentamiento con la viperina condesa de Mazacán y el ya aludido episodio del hallazgo y cobro del décimo de lotería premiado, propiedad del difunto Velarde, dejarán bien a las claras cuáles son las frías prioridades de la de Albornoz. El riguroso Padre Coloma hará pasar a su joven personaje a peor vida[484] y Curra se abrirá no tardando a una nueva relación sentimental, la emprendida con un sujeto bastante más experimentado y menos manejable que Juanito Velarde: Jacobo Téllez-Girón, marqués consorte de Sabadell. Está visto que la frialdad de Curra corre parejas con la sequedad sin fisuras de su padre literario.

***

     Alas y Coloma -como antes decía- coinciden en señalar la impunidad de los duelistas y sus cómplices en sus novelas, pese al resultado mortal de las contiendas y a la circunstancia de ser los fallecidos personas de calidad. Naturalmente, están en su derecho como autores, como nosotros lo estamos de preguntarnos si tal cosa era verosímil y, en su caso, qué razones pudieron haber tenido para inclinarse por tal determinación.

     Es cosa sabida que los duelos de entonces, en general, ni eran mal vistos socialmente, ni resultaban perseguidos, salvo en casos excepcionales, como podían ser los de resultado mortal. O, dicho de otro modo, si algo ha acabado casi del todo con los duelos, ha sido la evolución social, no las leyes penales[485]. De todos modos, carecemos de estadísticas fiables para afirmar que las muertes de don Víctor Quintanar y de Juanito Velarde fuesen insólitas. Lo que en efecto cabe aseverar es que, si la cifra negra no altera sustancialmente los datos, los casos de duelo con muerte en España eran entonces escasísimos[486]. Por tanto, pese a la extensa y rigurosa normativa del Código penal vigente en su época[487], los lectores de La Regenta y de Pequeñeces no tendrían por qué sonreír de incredulidad ante la impunidad que sus autores dispensaban a Álvaro Mesía, al director de La España con Honra y a sus respectivos muñidores y padrinos. Dicho lo cual, bien podrían Alas y Coloma tener motivos literarios para eludir nuevas complicaciones argumentales, dejando en manos del Altísimo el condigno castigo de aquellas perversidades[488].

     ¿Cuáles pudieron ser esos motivos literarios, si es que realmente existieron? Comencemos por elucubrar en el caso de La Regenta.

     La razón más aparente es el momento argumental en que se produce, a saber, en el que a la postre sería el capítulo final de la novela, de por sí muy extensa, y cuya entrega para publicarla venía siendo insistentemente reclamada a su autor por la editorial. Era inviable convertir las eventuales consecuencias jurídicas del duelo en un tema nuevo del argumento, con el debido desarrollo. Dejarlo simplemente esbozado o sugerido no era algo que pudiera agradar a un escritor tan formal y minucioso como era Clarín. Lo más lógico era -ya que había tomado la vía del duelo de consecuencias letales- el aprovechar la inoperante pasividad de las autoridades[489] y poner fin a todo ello con la huida de Mesía a Madrid, a modo de destierro voluntario. Y, haciendo de la necesidad virtud, podríamos convenir en que esa remisión del castigo a instancias extrajudiciales pudo dejar una mayor libertad al autor para desarrollar la idea que a ese respecto parece querer transmitirnos: La de que Mesía era un pérfido con suerte y que habría de ser Ana Ozores quien tendría que pechar en exclusiva con las consecuencias de su propia infidelidad y de la ardorosa simpleza de su marido.

     En lo tocante a Pequeñeces, al producirse el duelo en el capítulo décimo de los treinta y cinco de que consta la obra, no ha de ser precisamente la prisa por concluirla -aunque se publicase inicialmente por fascículos- la que motive la impunidad del matador de Juanito Velarde. Me inclino por suponer que Coloma no quiso generar en la trama una complicación innecesaria, habida cuenta de que pretendía que, tanto Curra, como la sociedad en que esta se movía, no le diesen a aquella muerte mayor relevancia que la indispensable para la verosimilitud de la trama. Es posible que el Padre, tan crítico con la política de su tiempo, quisiera propinarle un puntazo al Buey Apis[490] por su desidia persecutoria, o clavar un cuchillo más en el alma a la madre de Juanito Velarde, mujer que quizá sea el personaje tratado con mayor respeto por Coloma en la novela[491].

Cuarta edición española de Pequeñeces… (1891). Nótense en el título los puntos suspensivos, que más adelante serán olvidados

 

Salamanca, octubre de 2024 – febrero de 2025.

 

   


[1] Estrictamente, Leopoldo García-Alas Ureña (1852-1901). El archiconocido seudónimo Clarín fue acuñado por él mismo para sus artículos periodísticos, alcanzando carta de naturaleza al titular Solos de Clarín (1881) su “primer libro serio”, en el decir de su biógrafo, Juan Antonio Cabezas: véase Juan Antonio Cabezas, “Clarín”. El provinciano universal, edición de Espasa-Calpe, Madrid, 1962, p. 100.

[2] Lo era desde julio de 1882 (Real Orden de 10 de julio de dichos mes y año), cuando fue nombrado para la asignatura de Elementos de Economía Política y Estadística de la Facultad de Derecho de Zaragoza.

[3] Fue catedrático de dicha asignatura en Oviedo entre julio de 1883 y septiembre de 1888. A partir del curso 1888-89 y hasta su muerte, sería catedrático de Derecho Natural en la Facultad de Derecho ovetense.

[4] Luis Coloma Roldán (1851-1915), sacerdote y jesuita desde 1874. Sus tareas educativas -solo en un principio dedicadas a alumnos infantiles y adolescentes- fueron decayendo en favor de las literarias, con el consentimiento de sus superiores en la Orden.

[5] Es actualmente una opinión generalizada, si bien la calidad artística y el valor histórico de las obras literarias no admiten comparaciones objetivas. Por citar un juicio muy solvente y ya añejo, aludiré a la opinión de Vargas Llosa: la mejor novela española del siglo XIX. Véase, Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary, Taurus, Madrid, 1975, p. 96 de la versión en Internet (www.biblioteca.unnedteruel.org).

[6] La media de vida en la España de 1900 era de solo 50 años, si bien influía mucho en rebajarla la tremenda mortalidad en el parto y en el primer año de existencia.

[7] Esa es la acepción 4 para talludo en el diccionario de la R.A.E., actualización de 2023.

[8] Así lo afirmó el propio autor, en su famosa confesión epistolar a su amigo, Pepín Quevedo: “Tengo la satisfacción de haber terminado a los treinta y tres años una obra de arte”.

[9] Si tuviésemos en cuenta la cronología de la salida por entregas de Pequeñeces, la conclusión sería la misma, ya que la última apareció en marzo de 1891 (la primera databa de enero de 1890).

[10] Como ya he dicho, Clarín era catedrático de universidad desde 1882. Coloma lógicamente tenía su trabajo y sustento vinculados, desde 1874, a la Compañía de Jesús.

[11] Obviamente, tomo aquí el sentido de lo adulto como “cierto grado de perfección, cultivado, experimentado” (acepción 2 del diccionario de la RAE, actualización de 2023); es decir, aludo a la adultez intelectual o espiritual que suele acompañar a la “plenitud de crecimiento o desarrollo” (acepción 1, íbidem).

[12] Véase, César Pascual Romero Casanova, La novela histórica de Luis Coloma: Trayectoria y actuación biográfica y crítica, tesis de doctorado, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Alicante, enero de 2011 (accesible libremente por Internet), espec. pp. 132-177 y 177-212.

[13] Por supuesto, en la librería de la celda de Coloma, también figuraban obras de Flaubert. El buen conocimiento del francés por parte de Coloma se cimentó y perfeccionó en los tres años de su estancia en el vecino país (1874-1877), como consecuencia de haber sido expulsados los jesuitas de España a raíz de la revolución de 1868, hasta imponerse el régimen de la Restauración.

[14] No hago censura de la labor crítica de Alas, pero he de recoger y resumir la opinión dominante en su época acerca de las formas de aquella.

[15] Véanse los capítulos 7 y 8 de este ensayo.

[16] El artículo básico de Pardo-Bazán sobre Pequeñeces fue publicado el 29 de mayo de 1891 en La Época de Madrid, bajo el título “El padre Coloma y sus obras”. Posteriormente la novelista coruñesa lo incorporaría a su folleto titulado “El P. Luis Coloma. Biografía y estudio crítico”, aparecido en ese mismo año de 1891 (accesible en la www.cervantes virtual.com).

[17] Sobre las ideas políticas de Coloma insistiré posteriormente en el capítulo 15.

[18] En concreto, en los capítulos 7 y 16.

[19] Apunto algunos datos y consideraciones al respecto, infra, capítulo 15.

[20] Véase antes, nota 16.

[21] Víctor Celemín Santos, “La Regenta”, una obra casi maldita, “La Nueva España”, diario de Oviedo, número del 5 de marzo de 2007.

[22] No se olvide que Alfonso XIII nació a los seis meses y veintidós días de la muerte de su padre quien, por su desesperado estado de salud y lo contagioso de su enfermedad, no es muy probable que tuviese relaciones sexuales en las semanas anteriores a su fallecimiento. Bien es cierto que, teniendo ya dos hijas vivas, no parecía necesario que la reina extremase esfuerzos para conseguir un sucesor para la monarquía.

[23] Por parecerme cuestión que no viene muy al caso en este ensayo, no he profundizado en lo relativo a otros títulos que pudieron barajarse para la novela. Al parecer, se apuntó el de Vetusta, sin duda muy adecuado, en consideración al papel protagónico de la ciudad en que está ambientada. Como curiosidad señalaré que, en traducción de La Regenta al coreano, obra de Hyo-Sang Lim (Universidad de Kyung Hee, Seúl, 2003), se le ha dado un título equivalente a El amor de Ana en español. Me pregunto retóricamente qué habría opinado Leopoldo Alas al respecto.

[24] La acepción 8ª de la palabra regente en el diccionario de la R.A.E. (actualización de 2023), se refiere a “persona que presidía las audiencias territoriales”, y la 10ª a la regenta como la mujer del regente (coloquial y desusado). Ya la Ley Provisional sobre la Organización del Poder Judicial (1870) no empleaba el vocablo “regente” para aludir a los presidentes de las hoy desaparecidas audiencias territoriales, pese a lo cual la denominación se seguía usando en la vida común. Más allá de su reducción a las audiencias territoriales, tengo la constancia personal de que también se llamaba “regente” al presidente de la audiencia provincial, al menos, en algunas provincias de España (puedo aseverarlo de la de Almería). Por lo demás, el propio Clarín admite el relativo arcaísmo del vocablo "regente" en el capítulo II de su novela.

[25] Véase “Madrid Cómico”, número del 9 de octubre de 1897. Tan desacertada profecía ha pretendido ser explicada por el clariniano francés, Yvan Lissorgues, por un total desconocimiento de la realidad revolucionaria cubana, común -por otra parte- en la sociedad española del momento.

[26] En concreto, la fecha fue la de 7 de junio de 1896 y se produjeron 12 muertos y numerosos heridos. Años antes, el 7 de noviembre de 1893, dos bombas orsini arrojadas durante una función de ópera en el teatro del Liceo -una de las cuales no explotó- ocasionaron 20 víctimas mortales y muchos heridos.

[27] Posteriormente la alternancia seguiría con Sagasta, entre 1892 y 1895, y Cánovas, de 1895 a 1897. Al ser asesinado Cánovas el 8 de agosto de 1897, hubo un periodo interino bimestral, con Azcárraga como presidente, volviendo luego por última vez al poder Sagasta, entre 1897 y 1899.

[28] Véanse los capítulos 7, 15 y 16.

[29] No se olvide que el analfabetismo alcanzaba en 1887 en España a un 68% de la población. Para detalle por sexos, provincias y capitales provinciales, véase: Gloria Espigado Tocino, El analfabetismo en España. Un estudio a través del censo de población de 1877, en www.rodin.uca.es. La autora actualiza los datos del censo de 1877 con los ofrecidos por Federico Olóriz en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, Madrid, 1900.

[30] Posteriormente, Alejandro Pidal (1846-1913) ostentaría, entre otros cargos, el de presidente del Congreso de los Diputados, entre 1891 y 1900.

[31] Para un formato de los volúmenes de 20,5 x 13,5, los dos tomos de la primera edición de La Regenta tienen 527 + 592 páginas. Los dos volúmenes de la primera edición de Pequeñeces, de formato menor, 18 x 13, tienen 407 + 452 páginas.

[32] Un total, salvo error u omisión, de 136. Véase el amplio artículo de Ángeles Quesada Novás, La Regenta (1885) de Leopoldo Alas, Clarín. Ilustraciones de Juan Llimona y F. Gómez Soler, www.cervantesvirtual.com.

[33] Me refiero al momento en que Alas acabó la redacción definitiva de dicha primera parte. En cuanto a su argumento, el autor manifestó en alguna ocasión que, cuando inició seriamente la escritura de la primera parte de La Regenta, ya tenía todo lo esencial de su contenido en la cabeza.

[34] Véase el capítulo 4.

[35] Véase, José María Martínez Cachero, Recepción de “La Regenta” in vita de Leopoldo Alas, pág. 89 de la versión original de 1984, reproducido para libre consulta en la www.cervantesvirtual.com, que es la que utilizo para este ensayo.

[36] Adolfo González-Posada y Biesca (1860-1944), compañero en el claustro universitario ovetense y amigo de Clarín. Parte de sus inéditas memorias fue publicada en 1983 bajo los auspicios de la Universidad de Oviedo, con el título de: Adolfo Posada. Fragmentos de mis memorias.

[37] Carta de Clarín a su amigo, Pepín Quevedo, publicada en: Francisco García Sarriá, Clarín, o la herejía amorosa, editorial Gredos, Madrid, 1975, p. 275. Me pregunto si tendría que ver la cifra de once mil reales con que se hubiese pactado una edición cuyo tiraje fuera, precisamente, de 11.000 ejemplares.

[38] La revista que, para abreviar, citaré como El Mensajero tiene su modesto origen en Barcelona, en el año 1866, como mera traducción de una revista francesa homóloga. Sobre su historia véase la tesis doctoral de Manuel Pablo Olivares Molina, El Mensajero del Corazón de Jesús (1916-1941), Universidad de Navarra, 2000. Pese a la limitación temporal recogida en su rúbrica, esta tesis trata también de los orígenes y primeros años de El Mensajero, en su primera parte, capítulo segundo.

[39] Se trata de consideraciones -poco más que obviedades- recogidas por cuantos se han referido al tema. De todos modos, si el número de suscriptores hubiese sido, efectivamente, de 18.000 personas, físicas o jurídicas, la difusión habría resultado muy importante en la España de la época; pero no faltan quienes consideran tan respetable número como una exageración, más o menos deliberada.

[40] Véase: Jean-François Botrel, La recepción de “Pequeñeces” del Padre Luis Coloma, en Anthony H. Clark (editor), A further range. Studies in Modern Spain Literature from Galdós to Unamuno (In memoriam Maurice Hemingway), University of Exeter Press, 1999, pp. 205-218, con notas al final.

[41] Un periodista de la época, al aludir a la baratura de Pequeñeces, señalaba que con tres pesetas apenas se podían comprar entre 8 y 10 kilos de pan.

[42] Véase, Jean-François Botrel, Libros e impresos sin fronteras. Estudios sobre historia de la edición y la lectura en España (1833–1936), ediciones Trea, Gijón, 2024, p. 58.

[43] Véase, José María Martínez Cachero, Recepción de “La Regenta”…, citado en la nota 35, pp. 89-90.

[44] Véase supra, nota 33.

[45] La carta está fechada en Oviedo el 7 de enero de 1893 y está dirigida al editor Fernández Lasanta. Ha sido recogida en:  Clarín y sus editores (1884-1893), edición y notas por Josette Blanquat y Jean-François Botrel. Université de Haute-Bretagne, Rennes, 1981.

[46] Véase la edición de La Regenta en la Biblioteca de Autores Hispanos, Barcelona, 1989, con introducción de Sergio Beser y edición y notas a cargo del citado, José Luis Gómez.

[47] Comunicación de Jean François Botrel a Ana Cristina Tolivar Alas, que esta ha facilitado gentilmente al autor de este ensayo, a petición de este..

[48] Cifra acogida en: Leopoldo Alas, Obras completas, tomo XII, editorial Nobel, Oviedo, 2005, p. 281.

[49] Dejo, por ahora, el tema en la sombra, hasta que llegue el momento de tratarlo con mayor detenimiento, infra, en el capítulo 8.

[50] Véase: Enrique Rubio Cremades, La novela Pequeñeces del P. Coloma: ficción y realidad, en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com).

[51] Véase: César Pascual Romero Casanova, La novela histórica de Luis Coloma…, citado antes, en la nota 12.

[52] Infra, capítulos 5 a 8.

[53] Una presencia que tampoco puede ser desdeñada. Con carácter monográfico, véase: Jorge Uría (coord.), Historia de la prensa en Asturias, I. Nace el cuarto poder. La prensa en Asturias hasta la Primera Guerra Mundial, Asociación de la Prensa de Oviedo, Oviedo, 2004.

[54] Véase, Paché Merayo, “La Regenta regalada” y el escándalo, diario “El Comercio” de Gijón, número del 14 de febrero de 2010, recogiendo datos aportados por “Azorín”, Adolfo Posada, Martínez Cachero y, sobre todo, Yvan Lissorgues, en su biografía de Leopoldo Alas, Clarín, en sus palabras (1852-1901), Ediciones Nobel, Oviedo, 2007.

[55] Cuando menos, desde la aparición en 1936 de la primera biografía de Clarín -ya citada en la nota 1-, que expone el incidente con el obispo, Ramón Martínez Vigil (1840-1904), en el capítulo XIII de la misma, bajo el expresivo título de “Escándalo oficial”. El citado obispo, fraile dominico, gobernó la diócesis ovetense entre 1884 y 1904, cuando falleció. Por tanto, en las fechas del “escándalo oficial” (primavera de 1885) llevaba tan solo un año en el ejercicio episcopal.

[56] Como argumento de que, en efecto, la había leído antes de opinar en público sobre ella, se da el de que, en alguna carta suya anterior a su pastoral de abril de 1885, cayendo en una confusión que habría encantado a Clarín, llama Vetusta a Oviedo. Tal argumento es un poco pobre, pero concedamos a Monseñor el favor de la duda, es decir, que leyó antes de juzgar. Otra cosa es que la lectura fuese detenida y comprensiva. 

[57] Véase dicha carta pastoral, por ejemplo, en la página web bibliotecavirtual.asturias.es. La alusión citada se halla en la p. 51 de la expresada pastoral.

[58] Véase, Jean-François Botrel, Alquimia y saturación del erotismo en «La Regenta», en www.cervantes.virtual.com.

[59] Véanse capítulos 9 y 12, entre otros.

[60]Madrid Cómico” se publicó entre 1880 y 1923. La participación de Leopoldo Alas, a través de la sección de crítica literaria Palique, ha sido objeto de varios resúmenes. Entre los accesibles por Internet, véanse: Narciso Alonso Cortés, “Clarín” y el “Madrid Cómico”, Archivum: Revista de la Facultad de Filología, 2 (1952), pp. 43-61 (www.dialnet.unirioja.es); Jean-François Botrel, "Clarín" y el "Madrid Cómico": Historia de una colaboración (1883-1901), Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003 (www.cervantesvirtual.com).

[61] El texto íntegro de la carta abierta de Clarín puede hallarse, por ejemplo, en la biografía citada de Juan Antonio Cabezas, “Clarín”, pp. 134-140 (lo que nos da idea de su muy considerable extensión). El ejemplar de “El Carbayón” a que seguidamente se alude en el texto puede consultarse en la web bibliotecavirtual.asturias.es. Los cuatro catedráticos que firmaron la “comunicación” fueron: Guillermo Estrada y Villaverde, Matías Barrio Mier, Víctor Díaz-Ordóñez y Escandón y Justo Álvarez Amandi.

[62] J-F Botrel señala, en cuanto a la tirada, que, por aquellas fechas (1886-1897) era de entre 6.000 y 7.500 ejemplares.

[63] El citado discurso de ingreso fue pronunciado en sesión solemne ante los académicos, en Madrid, el día 8 de diciembre de 1908, correspondiendo la contestación, precisamente, a Alejandro Pidal y Mon. La referencia de Coloma a Pequeñeces, en el citado discurso, en pp. 7-9 (reproducido en la página web de la Real Academia Española, rac.es). Por su parte, Alejandro Pidal alude a Pequeñeces y su escándalo en las pp. 49-51 y 55-58 de su aludida contestación.

[64] Véase, J.-F. Botrel, La recepción de “Pequeñeces” del Padre Luis Coloma, citado en la nota 40, supra.

[65] Véase, Juan Valera, Pequeñeces... Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma, Madrid, 1891, accesible en la web, cervantesvirtual.com.

[66] Véanse sus escritos sobre Coloma, ya citados en la nota 16.

[67] En concreto, el capítulo 16.

[68] Felipe Ducazcal Lasheras (1845-1891), fundador del diario, El Heraldo de Madrid (1890-1939), en el que formuló el tan lapidario como superficial juicio crítico sobre Coloma y Pequeñeces, que seguidamente recojo en el texto.

[69] En concreto, en el capítulo 2.

[70] Desde luego habría que diferenciar, por la predisposición y el tono, la diatriba menuda y jocosa que, por ejemplo, encierran los paliques, de la labor de crítica amplia y seria que ha colocado a Clarín entre los más eminentes comentaristas literarios de España. ¿Hasta qué punto esa disociación era querida por Alas y puede explicar sus excesos formales y la elección de las víctimas de su censura? Me parece que una breve y acertada respuesta es la ofrecida por Esteban Padrós de Palacios en su Introducción a la edición de La Regenta del Círculo de Lectores, Barcelona, 1969, pp. IV y VII.

[71] Aludo a la biografía anterior por una mera razón de lógica temporal. No me estoy planteando la presunta suavización que las formas del Clarín crítico experimentaron en algún momento posterior de su vida, que con frecuencia se sitúa hacia la aparición de su palique, “No engendres el dolor” (“Madrid Cómico”, 7 de marzo de 1891). J.A. Cabezas, Clarín, citado en la nota 1, p. 188, vincula el supuesto cambio con la crisis moral de Alas, sufrida en 1892 (íbidem, capít. XVIII, pp. 176-188), pero no coinciden con precisión los dos momentos.

[72] Esteban Padrós, Introducción a “La Regenta”, citada en la nota 70, pp. VIII-XI.

[73] Trato la cuestión con más detalle, infra, capítulo 9.

[74] Véase, Carmen Servén Díez, “La Regenta” frente a la censura franquista, en “Clarín, espejo de una época”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual,com) -texto sin paginar-.

[75] Véase, Juan Antonio Cabezas, Clarín, citado en la nota 1, pp. 132-134.

[76] Véase, María José Tintoré, “La Regenta” de Clarín y la crítica de su tiempo, editorial Lumen, Barcelona, 1987, pp. 7-8.

[77] Véase infra, capítulo 12.

[78] Véase, Juan Benito Argüelles, Nómina de personajes de “La Regenta”, Cuadernos del Norte, enero-febrero 1984, pp. 10-18 (www.cvc.cervantes.es). Dicha nómina, salvo error u omisión, incluye 129 personajes y familias con su correspondiente apelativo. Con tan gran cantidad, es imposible aseverar que todos los aludidos solo tuvieran vinculación geográfica con Oviedo, o con Asturias en general.

[79] Véase más adelante, capítulo 10.

[80] Pardo-Bazán, que conocía bien a Coloma, se permitía cierta ironía respecto de aquel sacerdote que brillaba en las altas esferas, incluso de la Corte, y luego despellejaba a la aristocracia. Valera, que no lo conocía tanto, preguntaba por carta a Menéndez Pelayo su opinión respecto de tan escandaloso escritor. Véase, Francisco Nieva, El misterio del padre Coloma, La Razón, número del 27 de enero de 2011 (www.larazon.es). De manera menos fina y donosa, Jaime Gil de Biedma consideraba a Coloma un producto de varios factores: refinamiento, esnobismo, artificiosidad, elitismo, impostura, moralidad de apariencias, perversión; en suma, un dandi desde su juventud, que ahondaba en la belleza de lo vicioso y lo podrido: Véase, Laureano Bonet Mojica, J. Gil de Biedma y Espronceda, con Clarín y Luis Coloma al fondo, en “El pensamiento y la literatura del siglo XIX desde los siglos XX y XXI. VIII Coloquio de la Sociedad de Literatura del Siglo XIX” (Barcelona, 7,8 y 9 de noviembre de 2018), Barcelona, Edicions de la Universitat de Barcelona, 2020, pp. 317-331, espec. pp. 318-319 (accesible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com).

[81] Infra, capítulos 9, 10 y 12.

[82] Enrique Rubio Cremades, La novela “Pequeñeces” del P. Coloma: ficción y realidad, en “Panorama crítico de la novela realista-naturalista”, Madrid, Castalia, 2001, pp. 569-585 (accesible, sin paginar, en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com).

[83] Dicha “carta”, ya citada repetidamente en notas anteriores, está recogida íntegramente en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com.

[84] Ver: J.F. Botrel, La recepción de “Pequeñeces”…, citada en la nota 40.

[85] Véase, Ignacio Elizalde, Pequeñeces de Coloma y su interpretación socio-política, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, LXIII (1987), pp. 233-254 (accesible en la página web cervantesvirtual.com).

[86] En concreto, en el capítulo 9.

[87] Véase, por ejemplo, Niall Ferguson, Historia virtual: Hacia una teoría caótica del pasado, en Niall Ferguson (director), Historia virtual. ¿Qué hubiera pasado si…?, edit. Taurus, Madrid, 1998, pp. 11-86.

[88] No debe olvidarse, como hemos apuntado ya, que no era lo mismo un escándalo formidable a nivel de Oviedo (caso de Alas), que otro semejante en los ambientes capitalinos de Madrid (caso de Coloma).

[89] Véase, José Antonio Cabezas, Clarín…, citado en la nota 1, pp. 141-145.

[90] Se me ocurre que, siendo Luis Coloma un conspicuo “clérigo integrista”, puede resultar extraño que no se conozca -que yo haya leído- ninguna censura suya de La Regenta, si bien algunos sostienen que, en conjunto, no tenía una buena opinión de Clarín como escritor. Dicho queda, con toda clase de reservas.

[91] Además de una comunicación particular de J.F. Botrel, que agradezco, sigo en todo esto el amplio y pionero trabajo de Martínez Cachero, Recepción de “La Regenta”…, cit. antes en la nota 35.

[92] Destinatario, el editor Fernández Lasanta.

[93] La Regenta, tomos I y II, librería de Fernando Fe, Madrid, 1901, XIX+523+592 pp. El prólogo de Galdós está fechado en Madrid, en enero de 1901, pero parece que retrasó la publicación de la edición hasta abril del mismo año, por no hablar del incumplimiento por el escritor grancanario de compromisos anteriores de plazo. Hay reproducción en www.cervantesvirtual.com.

[94] La edición corrió a cargo de Maucci, contando con ilustraciones de Juan Llimona y grabados de Gómez Polo, tomados de la primera edición.

[95] Inútil resulta citar casos y pretender comparaciones. Entre otras similitudes, he leído alusiones a El sí de las niñas (comedia de Leandro Fernández de Moratín, estrenada en 1806, que llegó a estar prohibida por la Inquisición); a la novela El escándalo (de Pedro Antonio de Alarcón, publicada en 1875), que tantas concomitancias tiene con Pequeñeces; o el Fray Gerundio de Campazas (1768), curiosamente obra de otro jesuita, el padre José Francisco de Isla, texto y autor a los que dedicó Luis Coloma su discurso de ingreso en la Real Academia Española (1908).

[96] Hacemos esta salvedad para dejar al margen la publicación en fascículos (1890-1891), junto con el boletín mensual de El Mensajero del Corazón de Jesús, que muy bien pudo alcanzar los dieciocho mil ejemplares, a juzgar por el número de suscriptores de la revista, según su editorial.

[97] Manejo principalmente a estos efectos las siguientes fuentes: César Pascual Romero Casanova, La novela histórica de Luis Coloma…, citado en la nota 12, capítulo “El escándalo Pequeñeces: un giro radical en su vida y obra”, pp. 132-177; J.-F. Botrel, La recepción de Pequeñeces…, ya citado en la nota 40, pp. 210 y siguientes.

[98] Es la cifra que, según Coloma, alcanzaron las cuatro primeras ediciones, si bien advierte de la probable existencia de ediciones no autorizadas o clandestinas. Pardo-Bazán da una cantidad exacta de ejemplares para la tercera edición: siete mil.

[99]  Página web, datosbne.es, entrada “Coloma, Luis/Pequeñeces”.

[100] Véase, Martínez Cachero, Recepción de “La Regenta”…, cit. en nota 35, p. 83, sobre la base de una carta de Clarín a su amigo, Pepín Quevedo.

[101]  La Presidentessa, en traducción de Flaviarosa Nicoletti Rossini, fue publicada en 1960 por la Unione Tipografico-Editrice Torinese de Turín, y reeditada en 1989 por la editorial Einaudi, también de Turín, con introducción de Dario Puccini. En 2004, la editorial romana La Repubblica publicó una nueva traducción de La Presidentessa realizada por Enrico di Pastena.Recojo los datos de Wikipedia, artículo “Traducciones de La Regenta”.

[102] La primera versión de La Regenta al inglés es la que John Rutherford tradujo, prologó y anotó por encargo de Penguin BooksLa Regenta traducida por Rutherford (con el mismo título que el original), fue publicada en 1984 de manera simultánea por las editoriales Penguin Books (Harmondsworth), Allen Lane (Londres) y University of Georgia Press (Athens, Georgia). (Datos recogidos de Wikipedia, artículo “Traducciones de La Regenta”)

[103] La Régente, traducción de la novela de Clarín al francés, fue realizada por un grupo de cinco traductores compuesto por Albert BelotClaude BletonJean-François BotrelRobert Jammes e Yvan Lissorgues, que coordinaba al conjunto. Esta traducción colectiva fue publicada en la editorial parisina Les Éditions Fayard. (Datos recogidos en el artículo “Traducciones de La Regenta”, de Wikipedia)

[104] Rubio Cremades, La novela “Pequeñeces”…, citado en la nota 82, indica que la obra fue traducida al polaco varias veces, de manera muy seguida, llegando a ser bastante popular en territorio de habla polaca (recordamos que, por aquellas fechas, Polonia estaba dividida entre los Imperios ruso, alemán y austro-húngaro).

[105] Datos de Rubio Cremades, en su artículo aludido en la nota anterior. La edición neerlandesa dice que se publicó en Utrecht, en tanto la alemana apareció en Berlín. A título comparativo, puede recordarse que la primera traducción alemana de La Regenta data de 1971, con el título Die Präsidentin, en traducción de Egon Hartmann para la editorial berlinesa, Buchverlag der Morgen.

[106] Véase, J.-F. Botrel, La recepción de “Pequeñeces”…, citado supra, nota 40. El error pudo deberse a que, en efecto, hay una traducción al francés de Pequeñeces, aparecida en Lille en 1895; pero es anterior a ella la que, bajo el título de Bagatelles, se publicó en París en 1893, corriendo a cargo del traductor, Camile Vergniol, con prólogo de Michel Prévost (editorial Alphonse Lemerre, París, junio de 1893).

[107] Véanse capítulos 7 y 8.

[108] Tomemos como muestra el botón de las traducciones que, como acabamos de ver, se le atragantó a La Regenta durante muchas décadas. Según la entrada “Traducciones de La Regenta” de Wikipedia, entre 1960 y 2005, dicha novela fue traducida por primera vez a veinte idiomas.

[109] Habiendo utilizado primero la táctica editorial de numerosos volúmenes (hasta 19 en la primera edición), se optará posteriormente por su refundición, hasta consistir en la 4ª en un solo tomo, de 1.662 páginas. Le edición correrá a cargo de Razón y Fe y de El Mensajero del Corazón de Jesús, ambas publicaciones jesuíticas. El estudio biográfico y crítico que acompaña a las obras completas corrió a cargo en las tres primeras ediciones del jesuita, Constancio Eguía Ruiz, y en la cuarta, del sacerdote de la misma Orden, Rafael María de Hornedo.

[110] Clarín se refería, en concreto, a que el conocimiento que se tenía de Coloma en el extranjero se debía a ser un jesuita.

[111] Un prudente término medio que se observa, con diversos matices, en autores como J.-F. Botrel, La recepción de “Pequeñeces”…, cit. en nota 40; o como Ricardo Serna Galindo, El padre Coloma y su novela Pequeñeces. Noticia breve acerca de algunos personajes, Universidad de Costa Rica, REHMLAC, vol. 5, nº 1 (diciembre 2013-abril 2014), pp. 126-141 (www.revistas ucr.ac.cr).

[112] Así, César Pascual Romero Casanova, La novela histórica de Luis Coloma…, citada en la nota 12.

[113] Wikipedia recoge un buen resumen de esta institución en su entrada específica, “damnatio memoriae”, con referencias bibliográficas suficientes y, en general, accesibles por Internet.

[114] Véase, María José Tintoré, La Regenta en la prensa de su época, Cuadernos de Asturias, año 8, nº 40 (1987-1988), Oviedo, pp. 66-72 (www.cvc,cervantes.es).

[115] Por ejemplo, en carta a Jacinto Octavio Picón, de 3 de octubre de 1885.

[116] El artículo resumen citado en la nota anterior fue precedido un año antes por una notable y extensa monografía (407 pp.) sobre la materia: María José Tintoré, La Regenta de Clarín y la crítica de su tiempo, edit. Lumen, Barcelona, 1987.

[117] En concreto, hacia 1891 (María José Tintoré, La Regenta en la prensa…, cit. en nota 113, p. 70). Sobre la mano negra de la Condesa, véase el palique de Clarín en “Madrid Cómico”, número de 14 de noviembre de 1891. Según Clarín, la Pardo-Bazán también perjudicaba a Pereda y a Palacio Valdés.

[118] Así, María José Tintoré, “La Regenta en la prensa…”, citado en nota 113, p. 69.

[119] Clarín, prólogo a Palique, librería Victoriano Suárez, Madrid, 1893.

[120] José María Martínez Cachero, Recepción de “La Regenta”…, citada en la nota 35, passim.

[121] Véanse los capítulos 9, 12 y 15.

[122] Profesor y polígrafo (1914-2000) quien, hacia 1963, adquirió de una nuera de Clarín ese relevante epistolario que, por lo que yo sé, continúa inédito -al menos, en gran parte- y custodiado en el archivo Gamallo Fierros de Ribadeo (Lugo). Véase, por ejemplo, Jesús Rubio Jiménez y Antonio Deano Gamallo, Diez cartas de Adolfo Posada a Leopoldo Alas, Clarín, Cartas hispánicas, 001, 30 de diciembre de 2014, pp. 1 a 24, espec. p.3 (en www.bibliotecalazarogaldiano.es).  

[123] Véase, Juan Antonio Cabezas, “Clarín”, citado en la nota 1, p. 129. Se recuerda que la primera edición de esa biografía apareció, precisamente, en 1936.

[124] Una opinión que, al estar fechada la carta en Madrid, a 23 de febrero de 1885, es obvio que se contrae exclusivamente a la primera parte de La Regenta.

[125] Galdós bromea en su carta y le escribe a Clarín: “Está Vd. pletórico, no encuentra los límites de su fecundidad, tanto más grande cuanto más tardía, y no ha querido reservar nada para otra vez”.

[126] Véase, José María Martínez Cachero, Noticia de tres folletos contra “Clarín”, en José María Martínez Cachero (coordinador), Leopoldo Alas “Clarín”, edit. Taurus, Madrid, 1978, pp. 69-81.

[127] Francisco Blanco García (1864-1903), agustino, autor de La Literatura Española en el siglo XIX. Primera Parte, Sáenz de Jubera Hermanos editores, 3 vols., Madrid, 1891-1894.

[128] Véanse, Enrique Rubio Cremades, La novela Pequeñeces del P. Coloma: ficción y realidad, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com); El mismo, Panorama crítico de la novela realista-naturalista, Madrid, Castalia, 2001, pp. 569-585; Jean-François Botrel, La recepción de “Pequeñeces”…, citado en la nota 40; Ignacio Elizalde, Pequeñeces de Coloma y su interpretación socio-política, ya citado en la nota 85.

[129] Manuel Martínez Barrionuevo (1857-1917), Un libro funesto. Pequeñeces… del P. Coloma, Librería de López, Barcelona, 1891, 60 pp. (accesible en Internet, en books.google.es). Otro crítico que dedicó un folleto muy negativo a Pequeñeces fue Emilio Bobadilla (conocido por Fray Candil): El P. Coloma y la aristocracia, edit. Rivadeneyra, Madrid, 1891.

[130] Titulada El Padre Coloma y sus obras, artículo publicado en La Época, ejemplar del 29 de mayo de 1891, convertido en folleto ese mismo año, con el título: El P. Luis Coloma. Biografía y estudio crítico. Véase antes, nota 16.

[131] Anónimo (acreditado a Juan Valera y Alcalá-Galiano), Pequeñeces. Currita Albornoz al Padre Luis Coloma, imprenta de A. Pérez Dubrull, Madrid, 1891, folleto de 79 pp. En Internet puede encontrarse, por ejemplo, en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com).

[132]  Sobre los pronunciamientos de Clarín acerca de Pequeñeces y de su autor, véase infra, capítulo 21.

[133] Así opina Antonio Morales Moya en el estudio introductorio para Pequeñeces, Editorial 19, Madrid, 2024; edición que, a mayores del texto de la novela, incluye las críticas a la misma de Valera, Pardo-Bazán y Balart.

[134] Véase, Rubio Cremades, La novela Pequeñeces…, cit. en la nota 128, p. 150. Federico Balart Elgueta (1831-1905) ha sido biografiado por Juan Barceló Jiménez, Vida y obra de Federico Balart, Imprenta Provincial, Murcia, 1956.

[135] En su palique de 18 de abril de 1891 en Madrid Cómico, contra la opinión de la Pardo-Bazán.

[136] El Heraldo de Madrid, número del 13-IV-91.

[137] Citado por Pardo-Bazán, El Padre Coloma…”, citado antes, notas 16 y 130.

[138] Obviamente, se trataba de Alfonso XIII, a la sazón de unos cinco años de edad, que se hallaba en peligro grave de salud, al haber recaído en la gripe, contraída durante la pandemia de 1890.

[139] Supra, capítulo 4.

[140] Véanse capítulos 4 y 15.

[141] Entre los presuntos achaques de Coloma en 1891, se citan cólicos hepáticos, problemas de visión, jaquecas y secuelas del dengue (Romero Casanova, La novela histórica de Luis Coloma, cit. en la nota 12).

[142] Los jesuitas eran vilipendiados por el uso abusivo o, incluso, sacrílego que hacían de las confesiones de sus fieles, en especial, de las mujeres. No es extraño que el buen conocimiento de los vicios y licencias de ciertos aristócratas, evidenciado en Pequeñeces, lo conectasen algunos con los pecados y defectos oídos por Coloma u otros jesuitas en confesión y bajo secreto sacramental. Véase, Ricardo Serna, Estética literaria de “Pequeñeces”, novela del P. Coloma. Un preclaro antecedente de la narrativa conservadora del siglo XX, Cuadernos de Aragón, nº 27 (2001), pp. 295-315, espec. p. 311 (en la web, ifc.dpz.es).

[143] Infra, capítulo 15.

[144] Hay dos muestras muy conocidas: 1ª. Cuando Alfonso XIII, sobre los ocho años (circa 1894), empezó a cambiar los dientes, su madre encargó al Padre Coloma un cuento para desdramatizar tal evento, lo que fue el origen del archiconocido relato, El ratoncito Pérez, al parecer, no todo de la cosecha inventiva del Padre. 2ª.  A punto de cumplir Alfonso XIII los 16 años (mayoría de edad como rey), Coloma fue llamado a Palacio por la Reina Regente para que le predicara los Ejercicios Espirituales (año 1902), de cuyas pláticas se conserva una edición impresa: Padre Luis Coloma, Ejercicios espirituales dados en abril de 1902 por Luis Coloma al rey don Alfonso XIII, Unión Poligráfica, Madrid, 1935 (es muy probable que haya edición anterior).

[145] Véanse: Ricardo Labra, El caso Alas “Clarín. La memoria y el canon literario, Luna de Abajo, Oviedo, 2021 (con epílogos de Jean-François Botrel y Leopoldo Tolivar Alas); Yvan Lissorgues y Jean-François Botrel, Leopoldo Alas Clarín, La Regenta y el obispo, Luna de Abajo, Oviedo, 2023.

[146] Ya he expuesto en un capítulo precedente (el número 4) que el escándalo provocado por La Regenta fue sustancialmente sentido en Oviedo y su entorno.

[147] Véase, Juan Antonio Cabezas, “Clarín”…, citado en la nota 1, pp. 171-175. El ayuntamiento ovetense contaba en aquella época con 31 concejales, lo que da idea de lo reñido de la votación. El alcalde elegido fue D. Donato Argüelles Álvarez. Con gran expresividad, el gran amigo de Clarín, Tomás Tuero, escribió que en Oviedo se miraba a su amigo como un réprobo, irremisiblemente destinado al infierno, encabezando tal opinión buena parte de la clerecía ovetense. Lo llamativo es que Tuero escribe así en 1878, es decir, antes de que Clarín se significase publicando “La Regenta”.

[148]  Así, Cabezas, “Clarín”, citado en la nota 1, p. 228.

[149] Sobre todo este tema del callejero ovetense, véase: José Ramón Tolivar Faes, Nombres y cosas de las calles de Oviedo.1985, edic. del Ayuntamiento de Oviedo, Oviedo, 1986, pp. 338-341. Desde 1981, Oviedo cuenta con dos calles, rotuladas La Regenta y Don Víctor Quintanar.

[150] Casi insalvables, pues consta la existencia de una edición de lujo en 1946, a cargo del editor, Miguel Ruiz Castillo en su “Biblioteca Nueva” (segunda edición, 1966). Véase, Carmen Servén Díez, La Regenta frente a la censura franquista, en “Clarín, espejo de una época”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cvccervantes.es).

[151] El bien informado y dispuesto censor fue Miguel de la Pinta Llorente (1906-1979), agustino, destacado historiador, que ejerció trabajos de censura entre 1954 y 1963. Véase, a propósito de él, Ricardo Rodrigo Mancho, La forja de un censor. Miguel de la Pinta Llorente en los años del drama civil, en “Novela y franquismo: narrativas periféricas y la periferia de la narrativa”, nº 13, Valencia, 2023, pp. 32-52 (www. produccioncientifica.uv.es).

[152]  Los principales elementos artísticos eran una estatua alegórica de la Verdad, obra de Manuel Álvarez Laviada -quien tuvo la mala ocurrencia para el futuro de esculpirla muy ligera de ropa- y un busto de Clarín, obra de Víctor Hevia. El vandalismo ulterior acabó con una y otro.

[153] Véase: Óscar Pérez Solís, Sitio y defensa de Oviedo, Afrodisio Aguado, Valladolid-Palencia, 1937. He manejado la segunda edición (1938), espec. pp. 313 y siguientes. Los días de febrero y marzo de 1937 cuentan entre los más enconados y sangrientos del asedio de Oviedo por los republicanos.

[154] El busto de Clarín fue sustituido por otro del mismo escultor, Víctor Hevia, pero la semidesnuda Verdad fue reemplazada por una inscripción, que reza así: "CLARIN  XXV - IV - MDCCCLII / XIII - VI – MCMI”.

[155] Parece apuntarlo así el profesor Alarcos, al sostener que la segunda novela de Alas, Su único hijo, se desarrolla en ambiente y con personajes secundarios análogos a los de La Regenta. Véase, Emilio Alarcos Llorach, Introducción literaria, en VV.AA., Tierras de España. Asturias, Fundación Juan March-Editorial Noguer, Vitoria, 1978, pp. 109-110.

[156] La referencia a Pérez Galdós no es caprichosa, pues procede del propio Clarín: véase, Clarín, Mezclilla (Crítica y sátira), Librería de Fernando Fe, Madrid, 1889, p. 99.

[157] Clarín (Leopoldo Alas), Su único hijo, Librería de Fernando Fe, Madrid, 1890 (pero puesto a la venta ya en 1891). Es accesible en abierto por Internet, por ejemplo, en la web onemorelibrary.com.

[158] Clarín llegó hasta anunciar que Su único hijo aparecería en otoño (de 1890) y su continuación, Una medianía, en el invierno siguiente -; y hasta ahora…-. Véase, Clarín, Sinfonía de dos novelas: “Su único hijo”, “Una medianía”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2022, 45 pp. (cvc.cervantes.es).

[159] Véase Emilio Alarcos Llorach, Introducción literaria…, cit. en nota 155, p. 107.

[160] Véase, José María Martínez Cachero, Noticia de otras novelas largas del autor de “La Regenta”, en Cuadernos del Norte, año V, enero-febrero de 1984, Oviedo, pp. 87-92.

[161] Así, Stephen Miller, ¿Clarín y/o Galdós?, en “Hitos y mitos de La Regenta, 1987, www.cvc.cervantes. com, p. 137.

[162] El aldabonazo en tal sentido se suele vincular a la opinión de Azorín, reflejada, por ejemplo, en su artículo periodístico, Una novela, diario ABC de Madrid, ejemplar del 1 de febrero de 1950. De modo general sobre dicha novela, véanse: Mariano Baquero Goyanes, Una novela de “Clarín”: “Su único hijo”, Sucesores de Nogués, Murcia, 1952 (accesible en la página web cvc.cervantes.es); Francisco García Sarriá, “Su único hijo” en la obra de Clarín, Actas del IV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Salamanca, agosto de 1971, edición de la Universidad de Salamanca, 1982, pp. 599-609 (accesible en la web, cervantesvirtual.com); Joan Oleza, “Su único hijo”, en Víctor García de la Concha (director), “Historia de la Literatura Española”, Espasa-Calpe, volumen II de los dedicados a “El siglo XIX”, Madrid, 1998, pp. 639-660 (transcrito en cervantesvirtual.com).

[163] Procuro resumir e interpretar correctamente a Mariano Baquero Goyanes, Una novela de “Clarín”…, citado antes en la nota 162.

[164] 436 páginas en su primera edición. En formatos más modernos, el número de páginas es menor y muy diverso: 276 pp. en la edición de Alianza Editorial, 1966; o 383 en la de Espasa-Calpe de 1979 (más otras LXXV pp. del prólogo o introducción de Carolyn Richmond, cuyas enriquecedoras notas contribuyen a aumentar el número de páginas del texto).

[165] Carta de Galdós a Clarín de 24 de febrero de 1885. ¡Y eso que aún no había aparecido la segunda parte de la gran novela! Véase antes, nota 125.

[166] Incluso en su ocasional dedicación al teatro, con su ensayo dramático en un acto, Teresa (1895). Véase, Juan Antonio Cabezas, “Clarín…”, citado en la nota 1, pp. 190-196. Teresa puede leerse libremente en la www.cervantesvirtual.com.

[167] Como en el caso de Pequeñeces, los fascículos acompañaron a las entregas mensuales del boletín para suscriptores de “El Mensajero del Corazón de Jesús”, pero con la diferencia esencial de que la publicación se interrumpió tras acabar la que iba a ser primera parte de la novela, sin que, por el momento, apareciesen a continuación segunda y, en su caso, ulteriores partes.

[168] Me atrevo a apuntar esa conexión, en la medida en que Boy podría ejemplificar una de las peores consecuencias de la viciada aristocracia de Pequeñeces: el daño que su ejemplo y malas artes podían causar en sus hijos e hijastros, al llegar estos a la juventud. Desde el punto de vista estilístico, se apunta una mayor profundidad en el tratamiento de los personajes, que ha llevado a algunos a calificar a Boy con cierta exageración de “novela psicológica”: Véase Luis Coloma, en el diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es), entrada a cargo de Demetrio Estébanez Calderón.

[169] Habida cuenta de que la versión completa de Boy (1910) no está dividida en partes, sino solo en capítulos, interesa señalar que la primera parte de la versión de 1895-1896 viene a representar los doce primeros capítulos, de los veintiocho que comprende en total la obra (en páginas, 171, de un total de 387). La meritada conducta de los superiores de Coloma se ha valorado melodramáticamente como secuestro de la novela.

[170] Antonio Hoyos y Vinent (c. 1882-1940), que, al morir su madre, sería marqués de Vinent, con grandeza de España. Su interesante peripecia vital esta resumida en el diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es), en una entrada a cargo de María del Carmen Alfonso García.

[171] Véase, Ricardo Serna, Estética literaria de Pequeñeces…, citado en la nota 142, p. 311.

[172] Padre Luis Coloma, S.J., Boy, edit. Razón y Fe, Madrid, 1910. Puede leerse en Internet, por ejemplo, en la web, textos.info.

[173] Confidencia del Padre Coloma a Emilio Alcalá-Galiano y Valencia (1831-1914), académico de la Real Academia Española desde 1879.

[174] Entre 1910 y 1926, la editorial Razón y Fe publicó seis ediciones de Boy. En 1917, esta novela apareció traducida al alemán por K. Hoffmann. Después de la guerra civil, Razón y Fe siguió sacando nuevas ediciones (1939, 1944, 1949, 1953…), además de integrarse en las Obras Completas de Coloma, en cuya primera edición ocupa el tomo XVI.

[175] La primera edición (editorial de la Compañía de Jesús, Bilbao), con un total de 826 páginas, se publicó en dos volúmenes, de paginación correlativa, datados en 1905 y 1907 -aunque, a tenor del prólogo, parece que Coloma pudo tener la obra conclusa en 1902-. Esta edición prínceps puede leerse en la web, bdh.bne.es. En las Obras Completas de Luis Coloma, primera edición, Jeromín ocupa íntegramente el tomo XII.

[176] Véase, Gonzalo Torrente Ballester, La verdad como escándalo, Los Cuadernos del Norte, año V, nº 23, enero-febrero 1984, pp. 25-28 (las citas literales se hallan en la p. 27).

[177] Véanse los capítulos 11, 14, 15 y 19.

[178] Me acojo, una vez más, al tratamiento de la entrada dedicada a La Regenta en la Wikipedia.

[179] Con una formulación más moderna, podríamos conectar dicho proceso con ese cajón de sastre, al que llamamos feminismo: Véase, por ejemplo, Isabel Navas Ocaña, La Regenta y los feminismos, Estudios filológicos, nº 43, Valdivia, septiembre 2008, pp. 141-154 (localizable en la www.scielo.cl).

[180] Véanse: María Giovanna Tomsich, Histeria y narración en “La Regenta”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com; Bridget Aldaraca, El caso de Ana O. Histeria y sexualidad en La Regenta, Asclepio, vol. 42, nº 2 (1990), www.asclepio.revistas.csic.es.

[181] Véase, Juan Antonio Cabezas, “Clarín”, citado en la nota 1, espec. pp. 63-65.

[182] Respectivamente, Don Alvaro Mesía y el Marqués de Vegallana. Véase capítulo VIII de La Regenta, donde, en vez de aludir al partido conservador, se hace al “partido más reaccionario entre los dinásticos”.

[183] Véase el capítulo 15.

[184] Así, Juan Pablo II, en su exhortación apostólica, Familiaris consortio (22-11-1981). En realidad, su tradición puede remontarse hasta San Pablo. Buen resumen del tema en: José L. Guerra de Armas, La familia, iglesia doméstica, Almogarén, nº 14 (1994), Las Palmas, pp. 87-105 (accesible en la web dialnet.unirioja.es).

[185] Concretamente, el capítulo 19.

[186] Conviene recordar que Martínez Vigil realizó su crítica cuando todavía no estaba publicada la segunda parte de La Regenta. Que yo sepa, no realizó censura pública y por escrito una vez aparecida dicha parte de la obra.

[187] Vid. infra, capítulo 10.

[188] Es oportuno recordar aquí que es propio del ciclo novelístico llamado de las novelas de la vida provinciana (cualquiera que sea su autor) resaltar el elemento religioso desde un punto de vista muy crítico -como, desde luego, hace Clarín en La Regenta-; y es que el ambiente levítico engendra el anticlericalismo. Véase, Elías García Domínguez, Oviedo en la Literatura, en VV.AA., “El libro de Oviedo”, edit. Naranco, Oviedo, 1974, pp. 209-225, espec. pp. 210-212.

[189] El censor de 1946, además de sus opiniones generales, indicó como inconvenientes numerosos pasajes de la novela. Su informe consigna los números de las páginas correspondientes a dichos pasajes, aunque sin indicar el volumen o edición a que se refieren: véase, Carmen Servén Díez, La Regenta frente a la censura franquista, ya citado en la nota 74, nota 8 del citado artículo.

[190] Así, Enrique Rubio Cremades, La novela Pequeñeces…, cit. en la nota 128.

[191] Véanse: Ignacio Elizalde, Centenario de Pequeñeces, novela del P. Coloma. Su sentido político, en Actas del Simposio Internacional sobre Clarín y La Regenta en su tiempo, Oviedo, Universidad, 1987, pp. 1023-1037 (más ampliamente, del mismo autor, Concepción literaria y sociopolítica de la obra de Coloma, Reichenberg, Kassel, 1992); Guadalupe Gómez Ferrer, La clase dirigente madrileña en dos novelas de 1890, en “Madrid en la sociedad del siglo XIX”, Alfoz, Madrid, 1986, pp. 533-556.

[192] Véase su opúsculo, Personajes ilustres. El P. Luis Coloma, Sáenz Jubera Hermanos, Madrid, 1891.

[193] Véase infra, capítulo 17.

[194] Véase, Fray Candil (Emilio Bobadilla), El P. Coloma y la aristocracia, Sucesores de Rivadeneyra, Madrid, 1891.

[195] Véase, Pío Baroja, Obras Completas, tomo XIV (Ensayos II), Rapsodias, José Carlos Mainer (editor), Círculo de Lectores, Barcelona,1997, espec. pp. 1346-1352.

[196] La cuestión estaba lejos de ser pacífica en tiempos de Coloma. Recuérdese, por ejemplo, que el participar en/de desamortizaciones eran considerado pecaminoso en el famoso y muy reeditado opúsculo del presbítero Félix Sardá Salvany, El liberalismo es pecado, Librería y Tipografía Católica, Barcelona, 1884, que tuvo siete ediciones en los primeros tres años desde su aparición.

[197] Recuérdense, entre otros documentos, la encíclica Mirari vos (1832), de Gregorio XVI, y el famoso Syllabus de erroribus (1864), de Pío IX.

[198] Véanse las encíclicas de León XIII, Quod apostolici muneris (1878) y Rerum novarum (1891).

[199] Véanse capítulos 15 y 16.

[200] Por extenso, en su Masonería y literatura. La masonería en la novela emblemática de Luis Coloma, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1998, convertido en tesis doctoral con el mismo nombre, Universidad de Jaén, 2017 (accesible en la web ruja.jaen.es). De manera más resumida, en Masones y jesuitas. Lenguaje y ambigüedad crítica en la novela Pequeñeces, de Luis Coloma, Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos y metáforas, nº 6 (2017), pp. 81-106 (en www.ojs.ehu.eus), o en De la vida a la novela o la historia del Sexenio (1868-1874). Masones y autobiografía en Pequeñeces, de Luis Coloma, Revista Historia Autónoma, nº 14 (2019), pp. 113-127, accesible por Internet en la página Downloads/Dialnet.

[201] En concreto, el capítulo 22.

[202] Véase, Juan Valera, Pequeñeces… Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma, citado en la nota 65.

[203] La literatura papal sobre la (franc)masonería es muy extensa, a partir de la encíclica In eminenti (1738) de Clemente XII. Pío VII, en su Ecclesiam a Jesu Christo (1821), acordó la excomunión latae sententiae para los francmasones. Pío IX trató severamente del tema en diversos documentos, entre los que quizá destaca Quanta cura (1864). Y, en lo que más nos interesa para Coloma, por su sincronía, León XIII mantuvo la condena de la francmasonería en documentos tales, como Etsi nos (1882) y Humanum genus (1884).

[204] Más adelante se aludirá a que uno de los personajes esenciales de Pequeñeces, el padre Cifuentes, es considerado por algunos un trasunto evidente del Padre Coloma, dentro de la interpretación de dicha novela como de clave.

[205] Ya desde la versión fascicular, Pequeñeces fue encabezada por una amplia nota “Al lector” por parte de Coloma. El denominarla prólogo es una licencia de numerosos autores, que puede confundir, y no responde al sentido y tono coloquial empleado en dicha nota por el Padre Coloma.

[206] En el capítulo 11.

[207] Respectivamente, en los capítulos 16, 15 y 14.

[208] Véase, José María Martínez Cachero, La Regenta, ¿una novela de clave?, Ciclo de conferencias “100 años de La Regenta”, II, Fundación “Juan March”, 18 de octubre de 1984 (www.march.es).

[209] No quiero pasar por alto que el citado obispo, aunque asturiano, no tuvo contacto oficial con la diócesis ovetense hasta tomar posesión del episcopado en junio de 1884: Luego era nuevo en la ciudad cuando emitió su polémica pastoral, en abril de 1885. ¿Adónde quiero llegar? A que el obispo fue malmetido en esta cuestión, por personas que se sentían satíricamente aludidas por Clarín, o por el entorno de las mismas. En consecuencia, si es que estoy en lo cierto, la opinión del obispo sería, más bien, la de los numerosos ovetenses que, con algún fundamento, se sintieron víctimas de una novela de clave.

[210] Benito Sanz y Forés (1828-1895), obispo de Oviedo entre 1868 y 1881.

[211] Álvarez Santullano admite que Clarín parte de personas reales, pero las altera más o menos profundamente, como puede ser el caso notorio de los marqueses de Vegallana regentinos, Y, lo que es más interesante, Santullano llega incluso a poner en duda que Vetusta sea estrictamente Oviedo, a la que considera una ciudad mucho más abierta, amable y tolerante que su parangón vetustense.

[212] Sebastián Miranda es famoso en este aspecto de las claves por sostener fervientemente que el personaje de Mesía está inspirado en el poco conocido, D. José Sierra, cuyas belleza y apostura pondera hasta términos que solo un escultor podría utilizar sin provocar suspicacias. Véase infra, nota 226.

[213] Adolfo Posada apunta diversas identificaciones probables, aunque con vaguedad, y niega tajantemente que la regenta estuviera inspirada en un personaje real.

[214] Entonces, como ahora, la extensión provincial de Asturias era de unos 10.600 km2, para un total nacional de 504.000 km2. La población asturiana era de unas 576.000 personas en el censo de 1877 y de 595.000 en el de 1887, para unos totales nacionales, respectivamente, de 17,5 y 18 millones (es decir, la población asturiana representaba aproximadamente el 3,5% de la total de España).

[215] Lo era desde el siglo XII, lo que significaba que no dependía de ningún arzobispado o provincia eclesiástica, sino directamente del romano pontífice.

[216] No seré yo, a contracorriente, quien se atreva a dudar de que Clarín conociese Oviedo y a multitud de ovetenses, como la palma de su mano, pero sí quiero aportar un dato, por lo que valiere: Leopoldo Alas estuvo sustancialmente ausente de Oviedo entre 1871 (marchó con 19 años de edad a Madrid para cursar el doctorado) y 1883 (primer nombramiento como catedrático de la universidad de Oviedo). Los veranos de todo este intervalo de doce años los solía pasar en Guimarán (concejo asturiano de Carreño), en plan bucólico y poco movido. Si, como suele sostenerse, la primera parte de La Regenta (en la que ya aparece la gran mayoría de sus personajes) empieza a redactarse a poco de retornar a Oviedo -y, según expresión del autor, ya tenía todo el tomo en la cabeza-, me pregunto: ¿era el conocimiento ovetense por Clarín tan profundo y actualizado como siempre se ha creído, o tenía más de recuerdos, lagunas imaginativamente rellenadas y préstamos de amigos y conocidos, de lo que de ordinario se cree?

[217] Por la relevancia que tendrá para un capítulo posterior de este ensayo, daré algún dato de Juan González Rios (1824-1884), o Juan Río, notorio republicano y masón asturiano, sobre el que puede verse: Víctor Guerra García, Un alma mater de “La Verdad”: Juan González Río (sic), Masonería en Asturias, 25 de marzo de 2010 (www.asturmason.net).

[218] Véase nota 210. La identificación se basa, no solo en la confesión del propio Clarín, sino en los datos humanos y religiosos que aporta la biografía del prelado escrita por el canónigo ovetense, Paciente Méndez Mori, publicada en la capital asturiana en 1928.

[219] José María (de) Cos y Macho (1838-1919), canónigo magistral de Oviedo entre 1868 y 1882, año este en que fue preconizado obispo mindoniense. Su biografía fue realizada por el entonces obispo de Salamanca, Don Julián de Diego y García-Alcolea (publicada en Salamanca, en 1923), poniendo de manifiesto notas y cualidades positivas que coinciden con las de D. Fermín de Pas en La Regenta.

[220] Véase, Juan Benito Argüelles, Nómina de personajes de “La Regenta”, Cuadernos del Norte, año V, nº 23, enero-febrero de 1984, pp. 10-18. Salvo error u omisión del citado autor o míos, el censo de personajes con nombre alcanza 122 personas físicas y 9 colectivos.

[221] Véase, Víctor Celemín Santos, “La Regenta”, una obra casi maldita, citado antes, en la nota 21.

[222]  Adolfo González Posada falleció en 1944 y los Fragmentos de mis memorias fueron publicados por la Universidad de Oviedo en 1983.

[223] Estas manifestaciones de Ernesto Conde fueron hechas en 1984, y hasta ahora…

[224] Ana Cristina Tolivar Alas (1950), bisnieta de Clarín e ilustre clariniana ella misma. Agradezco la comunicación que tuvo la gentileza de transmitirme, a propósito del tema objeto de análisis en este apartado de mi trabajo.

[225] ¡Lo que va de ayer a hoy!, o de la vergüenza, al blasón. Señoras de una famosa familia ovetense (yo también utilizaré la clave: la familia R.)  llegaron a afirmar que la sosias real de Ana Ozores era antepasada de ellas.

[226] José Sierra y Quirós (1823-1908). Véase, Antonio Masip Hidalgo, Acerca de la equivalencia Álvaro Mesía/José Sierra, Anuario de la Sociedad Protectora de La Balesquida, 2016, pp. 273-283 (www.antoniomasip.net).

[227] Tomás Fernández Tuero (1851-1892), periodista, nacido en Arroes (Villaviciosa). Véase, Manuel Fernández Rodríguez-Avello, Tomás Tuero (la leyenda de un periodista), Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo, 1958.

[228]  Véase el apartado anterior y la nota 219.

[229] Obispo de Mondoñedo, arzobispo de Santiago de Cuba, obispo de Madrid-Alcalá, arzobispo de Valladolid y cardenal, además de senador vitalicio del reino de España.

[230] Las mismas están bien reflejadas en la citada biografía, obra del obispo de Salamanca, Julián de Diego y García-Alcolea, si bien es de resaltar que este prelado hizo casi toda su carrera eclesiástica a la sombra de Cos.

[231] No descarto que Clarín tuviese respecto del magistral Cos información privilegiada, por alguna de las familias o personas a las que este frecuentaba, como la del catedrático de Derecho penal de Oviedo, Félix Aramburu.

[232] “Mi Don Fermín de Pas, canónigo y profesor, no se parece a ningún señor canónigo de Oviedo” (carta abierta de 11 de mayo de 1885, tantas veces citada).

[233]Este Magistral está en parte tomado -para lo que tiene de sabio y elocuente, de hombre de cierta superioridad, en suma, no en otros aspectos-, de la realidad que ofrecía la brillante figura del Magistral de Oviedo, hoy Arzobispo de Madrid-Alcalá, señor Cos y Macho” (Clarín, en “El Imparcial” de Madrid, en noviembre de 1895).

[234] Como parte de la comunicación personal hecha al autor para confeccionar este ensayo. Véase nota 224. También expresó la misma idea en su artículo, En un momento feliz: la gestación de “La Regenta”, diario “El Comercio”, Gijón, número de 22 de febrero de 2024.La opinión de la señora Tolivar está fundada en papeles autógrafos de Clarín consistentes en perfiles o dibujos con que el propio autor de “La Regenta” ilustra la cuartilla que llama Indice, la cual viene a ser una presentación esquemática de los personajes.

[235] José Sarri Oller (1841-1906). Antonio Sarri Oller (c. 1845-1911) fue uno de los fundadores de la Caja de Ahorros de Asturias. Véase para estos y otros hermanos la web, geneanet.org.

[236] Aludido antes en el texto y en la nota 210. Fue obispo de Oviedo entre 1868 y 1881, progresando en su carrera con los cargos de arzobispo de Valladolid y de Sevilla, así como de cardenal.

[237] Véase la biografía de Sanz y Forés escrita por Paciente Méndez Mori, citada en la nota 218.

[238] Fray Zeferino González (1831-1894) sería, a partir de 1875, obispo de Córdoba, arzobispo de Sevilla y arzobispo y cardenal primado de Toledo. Véase, Gustavo Bueno Sánchez, La obra filosófica de Fray Zeferino González (Tesis Doctoral, Universidad de Oviedo 1989), espec. pp. 35-93, en que recoge su biografía.Acerca de la opinión de la Sra. Tolivar y del autógrafo de Clarín, se reitera lo dicho en la nota 234, supra.

[239] Véase, Carolyn Richmond, Análisis de un personaje secundario de “La Regenta”: don Saturnino Bermúdez, en “Clarín, La Regenta y su tiempo”, Simposio Internacional, Oviedo, 1984, publicado en Oviedo, 1987, pp. 329-352.

[240] Víctor Díaz-Ordóñez y Escandón (1848-1932), catedrático de Derecho canónico de Oviedo. Se negó sistemáticamente a ocupar cargos académicos de su facultad de Derecho y en la Universidad ovetense.

[241] Fermín Canella y Secades (1849-1924), catedrático de Derecho civil y rector de la universidad ovetense entre 1906 y 1914.

[242] Véase antes, texto del epígrafe precedente y nota 217.

[243] El artículo 238 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 establecía como edad ordinaria de jubilación para los magistrados la de setenta años. Pero en el capítulo VIII de la novela se afirma textualmente que “su marido (es decir, el señor Quintanar) había dejado la carrera muy pronto”. Esto permite al autor de la novela asignar al magistrado Quintanar una edad lindante, por defecto, con los sesenta años. No me atrevo a afirmar, pero lo apunto, que Clarín, con el objeto de dar una cierta verosimilitud al matrimonio del exregente con Ana Ozores, le quitó a aquel bastantes años, si es que pretendía, a la vez, presentar a su personaje como un regente de tres Audiencias, que ya estaba retirado voluntariamente de la profesión cuando empieza la narración, momento en que a su esposa se le atribuye una edad como de veintisiete años. Véanse los capítulos II y V de la novela, en que se apunta que el retiro anticipado del regente  pudo deberse a incompatibilidad de su cargo con la residencia en Vetusta de parientes próximos (tías) de su esposa, que le habría obligado a cambiar de destino (en el capítulo V, se apunta uno en Granada), a lo que no quiso plegarse.

[244]  ¡Ojo!, de presidentes de la audiencia, no de presidentes de sala, error en que incurre el citado Víctor Celemín, cuando alude a Diego Montero de Espinosa, quien nunca fue regente de Oviedo.

[245]  En los años de publicación de La Regenta (1884-1885), el presidente de la audiencia de Oviedo era el vallisoletano, Joaquín María Álvarez Taladriz, quien años antes (1872-1873) ya había estado destinado en tal audiencia en calidad de fiscal.

[246] De modo similar se pronuncia Esteban Padrós, Introducción a “La Regenta” citado en nota 70, passim.

[247] Véase, Ignacio Elizalde, Pequeñeces de Coloma y su interpretación socio-política, cit. en la nota 85, espec. pp. 249-254.

[248] Sobre este tema, en general, véase, Yvan Lissorgues, El hombre y la sociedad contemporánea como materia novelada, en Historia de España de Menéndez Pidal, dirigida por José María Jover Zamora, “La época de la Restauración (1875-1902)”, vol. II (“Civilización y Cultura”), coordinación y prólogo de Guadalupe Gómez-Ferrer, Espasa-Calpe, Madrid, 2002, pp. 419-464.

[249] No vacila en entenderlo así Rubio Cremades, en La novela “Pequeñeces” del Padre Coloma: ficción y realidad, citado en la nota 82.

[250] Ya aludido anteriormente. Puede consultarse íntegramente en la página web rac.es, en espec. pp. 7-9. El acto tuvo lugar el 8 de diciembre de 1908.

[251] En el curso de sus disculpas, Coloma expuso cuál era su ideario en aquellos casos en que hubiera de tratar a personas reales como personajes de sus narraciones: Exponer sin rebozo sus méritos; ser prudente en la aportación de cualidades o conductas neutras; excusar toda referencia a vicios o defectos que pudiera ser injuriosa o difamatoria. No es una mala regla, aunque algunos la consideren pacata.

[252] Véase, Jean-François Botrel, La recepción de “Pequeñeces”…, citado en la nota 40.

[253] Citada por primera vez en la nota 40 y localizable por Internet en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

[254] Valera alude especialmente a la abundancia de vello, por la que era conocido el marqués de Molins.

[255] Véase, Emilia Pardo-Bazán, El P. Luis Coloma. Biografía y estudio crítico, citado en la nota 16 (accesible en la www.cervantes virtual.com).

[256] Véase más adelante, capítulo 21.

[257] Véase, “La Publicidad”, Barcelona, número nº 7.364, correspondiente al 9 de abril de 1891.

[258] Véase, James Fitzmaurice-Kelly, A history of the Spanish Literature, Nueva York y Londres, 1898, traducida al español por vez primera en 1901. He consultado la edición inglesa de 1921, localizable por Internet en el Proyecto Gutenberg, en espec. pp. 586-588.

[259] Véase, Ignacio Elizalde, Pequeñeces de Coloma y su interpretación socio-política, citado en la nota 85, espec. pp. 249-254.

[260] Dichas notas originales del autor son diez. De ellas, la 2 y la 9 son otras tantas declaraciones de Coloma, manifestando su propósito de huir de las claves, ofender a personas reales o hacer juicios sobre personajes históricos que se aparten de los comunes entre sus contemporáneos. Véase Pequeñeces, según el texto de la web, cervantesvirtual.com, que reproduce su primera edición de 1891.

[261] Ricardo Serna Galindo, El padre Coloma y su novela Pequeñeces…, citado en la nota 111, espec. pp. 140-141.

[262] Ricardo Serna Galindo, El padre Coloma y su novela Pequeñeces…, citado en la nota 111, es quien se ha tomado el trabajo de contarlos, pero -que yo sepa- no ha establecido la diferenciación entre tipos totalmente reales y personajes de presunta ficción; como tampoco distingue los personajes meramente citados en el texto de los que -con expresión teatral- llamaríamos “con frase”.

[263] Según el autor y artículo citados en la nota anterior, se trata de Curra de Albornoz, Villamelón -su esposo-, Butrón, Jacobo Téllez, la marquesa de Sabadell -esposa separada del anterior-, María Villasís, Diógenes, Frasquito y el padre Cifuentes.

[264] Véase, Enrique Rubio Cremades, La novela Pequeñeces del P. Coloma; ficción y realidad, citado en nota 82, accesible en la web, cervantesvirtual.com.

[265] Se trata de Mariano Roca de Togores y Carrasco (1812-1889), diplomático y político español, cuya nota biográfica en el diccionario de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es) corre a cargo de Manuel Requena Gallego.

[266] Rubio Cremades se apoya en los testimonios de Juan Valera, en su carta “Currita Albornoz al Padre Luis Coloma”, así como en Melchor Almagro San Martín, La pequeña historia. Cincuenta años de vida española (1880-1930), Afrodisio Aguado, Madrid, 1954. El marqués de Sardoal aludido era Ángel José Luis Carvajal y Fernández de Córdoba (1841-1898) quien, entre otros cargos, ostentó los de alcalde de Madrid (1872-1874) y ministro de Fomento (1883-1884).

[267] Manuel Alonso Martínez (1827-1891), ministro de Gracia y Justicia por tres veces (1874, 1881-1883 y 1885-1888) y presidente del Congreso de los Diputados (1889-1890).

[268] Ramón de Navarrete y Fernández-Landa (c. 1818-1897), periodista y escritor, que fue muy famoso en su tiempo como cronista de sociedad de los salones de Madrid.

[269]  En su conocida “carta”, Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65, accesible en la web, cervantesvirtual.com.

[270] Sin ánimo exhaustivo, están el marquesado de Villahermosa de San José; el de Villahermosa ligado al marquesado de Valparaíso; el que ostentó la familia de Sotomayor, etc. En ninguno de ellos he encontrado posibles fuentes de coincidencia con el personaje de Curra de Albornoz.

[271] María del Carmen de Aragón-Azlor e Idiáquez (1841-1905), XV duquesa de Villahermosa desde 1846.

[272] Vivió entre 1843 y 1915, estando considerada una de las más notables salonnières del Madrid de la época. Entre sus primeras amistades importantes, estuvo la esposa del general Serrano, Regente del Reino de España (1869-1871) y Presidente del Poder Ejecutivo de la República Española (1874).

[273] Título que alcanzó grandeza de España en 1910, en condiciones un tanto rocambolescas: Véase, Mónica Arrizabalaga, La marquesa que intentó chantajear al Rey para ser Grande de España, ABC, Madrid, número de 22 de julio de 1922 (la articulista utiliza como fuente el libro de Melchor Almagro citado antes, en la nota 266).

[274] Lamento no poder ofrecer mayores detalles de dicho padre, que debía de ser famoso en Madrid en aquella época del último tercio del siglo XIX.

[275] Estrictamente, marqués consorte. Se trata de José Cayetano Adorno y Fuentes (1839-1920), diputado en Cortes y alcalde de Jerez de la Frontera, casado con la I marquesa de Alboloduy, María Luisa Elvira Fernández de Córdova y Álvarez de las Asturias-Bohórquez.

[276] A título de ejemplo, me quedo con ganas de seguirle la pista al personaje de Casimiro Pantojas, presentado por Coloma en su novela como “antiguo director de Instrucción Pública, académico de la Lengua y celebérrimo literato”, a quien el citado Rubio Cremades (supra, nota 264) considera entre los “personajes reales que el lector puede identificar por sus acciones, por sus hechos”. Confieso que no alcanzo la perspicacia de ese lector tipo, que cree conocer el profesor Rubio Cremades.

[277] Véase, Juan Antonio Cabezas, “Clarín”, citada en la nota 1, espec. pp. 132-133 y 171-172.

[278] Véase, Víctor Celemín Santos, “La Regenta”, una obra casi maldita, citado en la nota 21.

[279] En su “carta”, Currita Albornoz al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[280] Véase, Emilia de Pardo-Bazán, El padre Coloma…, 1891, citado en la nota 16.

[281] Véase, Ricardo Serna, El padre Coloma y su novela Pequeñeces…, citado en la nota 111, espec. pp. 140-141.

[282] Véase, José María Martínez Cachero, La Regenta, ¿una novela de clave?, citado en la nota 208, minutos finales de su conferencia, cuyo audio es accesible en la web, march.es.

[283] Véase, Francisco (Morales) Nieva, El misterio del padre Coloma, La Razón, número del 27 de enero de 2011, accesible en la web, larazon.es.

[284] Véase, Ricardo Serna, El padre Coloma y su novela Pequeñeces…, citado en la nota 111, espec. pp. 140-141.

[285] En su “carta”, Currita Albornoz al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[286] Editores y público así parecen reconocerlo. Desde que caducaron los derechos de autor, Pequeñeces ha sido editada en España, cuando menos, por las editoriales Cátedra (1975 y cinco reimpresiones sucesivas, hasta 1987), Espasa-Calpe (1998), Mestas (2002), Mare Nostrum (2005), Rh+ (2013), Ediciones 19 (2014), etc.

[287] Carta abierta al obispo de Oviedo, Martínez Vigil, en Madrid Cómico, número de 12 de mayo de 1885.

[288] Juan Antonio Cabezas, “Clarín”, citado en nota 1, p. 132.

[289] Véase Esteban Padrós de Palacios, Introducción a La Regenta, citado en la nota 70, pp. VIII, X, XI y XIII.

[290] Véase, Emilio Clochiatti, “Clarín” y sus ideas sobre la novela, capít. V (Las novelas de “Clarín”), Revista de la Universidad de Oviedo, Facultad de Filosofía y Letras,1949, pp. 37-72, espec. pp. 49-52.

[291] Véase, Elías García Domínguez, Oviedo en la Literatura…, cit, en nota 188, pp. 210-212.

[292] Antonio Lara y Pedrajas, alias Orlando, dedicó veinte páginas en “La Revista de España” a hacer la crítica, en 1885, de La Regenta. Resume su opinión José María Martínez Cachero, Recepción de la Regenta…, cit. en la nota 35.

[293] Véase, Emilio Alarcos Llorach, Introducción literaria, citada en la nota 155, espec. pp. 103-110.

[294] Es el mejor ejemplo, aunque no le cumpla el honor de haber iniciado el género en nuestro país. Esa primacía suele atribuirse a Pérez Galdós, con su novela Doña Perfecta (1876). Lo que sí puede asignarse a Clarín es el haber redondeado de tal manera el modelo, que, a partir de La Regenta, las novelas españolas sobre la vida de provincia serán variaciones de ella y, sin duda, inferiores. Me remito en esta materia al acabado resumen de Elías García Domínguez, Oviedo en la Literatura…, citado en la nota 188, pp. 210-217.

[295] Los caracteres de las Escenas de la vida de provincia quedaron plasmados en un Preámbulo escrito por Balzac en el verano de 1833. De modo más general, véase su Avant-propos de la Comedie humaine (París, julio de 1842), accesible por Internet, por ejemplo, en la web beq.ebookgratuits.com. La primera novela balzaquiana de las Scènes de la vie de province es Eugenia Grandet (1834). Véanse con libre acceso por Internet: Claude Duchet, Les mystères de province?, www.maisondebalzac.paris.fr; Anónimo, Scènes de la vie de province, www.balzac-analyse.com.

[296] Armando Palacio Valdés es autor de una novela ambientada en Oviedo (por él llamado Lancia), que algunos consideran un calco simplificado de La Regenta: El maestrante, publicada en 1893.

[297] En acertada denominación de Elías García Domínguez, Oviedo en la Literatura, citado en la nota 188, p. 217.

[298] En coincidencia con Esteban Padrós, Introducción a “La Regenta”, citado en la nota 70, pp. X y XII.

[299] Volveré sobre esta cuestión cuando examine concretamente el presunto naturalismo de La Regenta, infra, en el capítulo 12.

[300] Es decir, en 1891. La referencia se hace a la “carta”, Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[301] Resultaría interesante decidir si Valera está empleando la acepción de “sermón” como discurso… para la enseñanza de buena doctrina, o bien, la peyorativa de amonestación o reprensión insistente y larga, que son los significados 1 y 2 de la palabra según el diccionario de la Real Academia Española.

[302] Volvamos al diccionario de la Real Academia Española, para simplificar en lo posible esos conceptos generales. “Novela de tesis” es aquella que tiene como objetivo principal el desarrollo de una determinada opinión o ideología. “Adoctrinar” es tanto como Inculcar a alguien determinadas ideas o creencias.

[303] Enrique Rubio Cremades, La novela Pequeñeces…, citado en la nota 82.

[304] Francisco Nieva, El misterio del padre Coloma, citado en la nota 283.

[305] Sobre esta cuestión, véase más adelante el capítulo 13.

[306] César Pascual Romero Casanova, La novela histórica de Luis Coloma…, citado en la nota 12, espec. pp. 132-177.

[307] Ignacio Elizalde, Pequeñeces de Coloma…, citado en la nota 85, espec. pp. 235-240.

[308] Ángel Ruiz Pérez, Caracterización genérica de Pequeñeces, de Luis Coloma, a través de las referencias clásicas, Florentia Iliberritana, Universidad de Granada, nº 34 (2023), pp. 209-231, espec. pp. 209-212. Cita, por ejemplo, a Rubén Benítez, Introducción a la edición de Pequeñeces de editorial “Cátedra”, Madrid, 1975.

[309] Véase Lieve Behiels, La estética de contrastes del Padre Luis Coloma en “Pequeñeces”, Foro Hispánico (Revista hispánica de Flandes y Holanda), nº 15 (1999), Lovaina, pp. 59-69.

[310]  Ricardo Serna, El padre Coloma y su novela Pequeñeces, citada en la nota 111, espec. pp. 140-141.

[311] Una vez más, en su “carta”, Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[312] Véase, Emilia Pardo-Bazán, Personajes Ilustres. El Padre Coloma, citado en la nota 16.

[313] Una vez más, me acojo a las acepciones ofrecidas por el diccionario de la Real Academia Española, que define el naturalismo filosófico como la “doctrina que considera la naturaleza como el único referente de la realidad y que, consecuentemente, intenta explicar esta sin recurrir a lo sobrenatural o a lo trascendente”; en tanto que su definición del naturalismo literario es: “Corriente literaria del siglo XIX que intensifica los caracteres del realismo inspirándose en la ciencia experimental y en la concepción determinista de las actitudes humanas”.

[314] Para todo este epígrafe es esencial la consulta del siguiente artículo: Diego Martínez Torrón, El naturalismo en “La Regenta”, Actas del Simposio Internacional, “Clarín y La Regenta en su tiempo”, Oviedo, 1984, publicadas en 1987, pp. 587-628. Sigo la paginación (pp. 91-133) de su versión para Internet en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com.

[315] Un conocimiento evidenciado, por ejemplo, en sus artículos, Del naturalismo, publicados en la revista quincenal madrileña “La Diana”, a lo largo de 1883 (todos los números de la revista, que se publicó entre 1883 y 1884, pueden ser consultados en la página web, scribd.com).

[316] “La cuestión palpitante” se publicó inicialmente por artículos en el diario madrileño La Época (1882-1883), pasando seguidamente a editarse como libro, con prólogo de Leopoldo Alas (Imprenta Central, Madrid, 1883). Es muy interesante el estudio introductorio, a cargo de José Manuel González Herrán, incluido en la edición de “Anthropos”, Santiago de Compostela, 1988, pp. 7-106.

[317] Véase Walter Thomas Pattison, El naturalismo español (historia de un movimiento literario), Gredos, Madrid, 1969.

[318] Véase, Mariano Baquero Goyanes, Exaltación de lo vital en “La Regenta”, Archivum, nº 2 (1952), Oviedo, pp. 189-216.

[319] Véase, Martínez Torrón, El naturalismo en “La Regenta”, citado en la nota 314, pp. 114-117.

[320] Véase, Francisco García Sarriá, Clarín o la herejía amorosa, Gredos, Madrid, 1975.

[321] Estos términos emplea, al interpretar lo escrito por García Sarriá, Martínez Torrón, El naturalismo en “La Regenta”, citado en la nota 314, pp. 113-114.

[322] Ver: José Luis López Aranguren, Estudios literarios, Gredos, Madrid, 1976, pp. 177-211.

[323] Véase, Martínez Torrón, El naturalismo en “La Regenta”, citado en la nota 314, espec. pp. 119-127.

[324] Tomo prestada esta palabra, de Martínez Torrón, El naturalismo en “La Regenta”, citado en la nota 314, espec. pp. 128-133.

[325] Así, Martínez Torrón, El naturalismo en “La Regenta”, cit. en la nota 314, p. 101.

[326] Es lo que acerca de José María de Pereda opina W.T. Pattison, El naturalismo español, citado en la nota 317, pp. 63 y siguientes.

[327] La dedicación de la Condesa al Padre Coloma se manifiesta, sobre todo, en estos dos trabajos suyos: Emilia Pardo-Bazán, Un jesuita novelista: el padre Luis Coloma, Nuevo Teatro Crítico, nº 4 (1891); La misma, El Padre Luis Coloma. Biografía y estudio crítico, edit. Sáenz de Jubera hermanos, Madrid, 1891.

[328] En su introducción a la edición de Pequeñeces por la editorial Cátedra, Madrid, 1975 (y ediciones sucesivas), pp. 31-35.

[329] Enrique Miralles, introducción a la edición de Pequeñeces de Espasa-Calpe, Madrid, 1998, pp. 14-16.

[330] Véase, Lieve Behiels, La estética de contrastes del P. Luis Coloma en “Pequeñeces”, en Lieve Behiels & Maarten Steenmeijer (coords.), Asimilaciones y rechazos: presencias del romanticismo en el realismo español del siglo XIX, Brill Rodopi, Amsterdam, 1999, pp. 59-66.

[331] Véase, Enrique Rubio Cremades, Panorama crítico de la novela realista-naturalista, Castalia, Madrid, 2001, pp. 569-585 (dedicadas a Luis Coloma).

[332] Evidente alusión a la famosa “carta” de Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[333] Véase, Ricardo Gullón, Prólogo a “La Regenta”, Alianza Editorial, Madrid, 1966 y ediciones sucesivas.

[334] En el capítulo 14 trataré específicamente de esa determinación, tan precisa, como discutible.

[335] Véase, Juan Goytisolo, diario “El País”, sección “Babelia”, Madrid, número de 5 de enero de 2013.

[336] Véase, Elías García Domínguez, Oviedo en la Literatura, citado en la nota 188, espec. pp. 210-212.

[337] Ver: Juan Antonio Ruiz García, “La Regenta” y “La sonata a Kreutzer”, Cuadernos de Rusística Española, nº 7 (2011), Instituto Cervantes en Moscú, pp. 155-160 (www.dialnet.unirioja.es).

[338] Véase, Emilio Clochiatti, “Clarín” y sus ideas sobre la novela, citado en la nota 290.

[339] Véase, Enrique Rubio Cremades, “Pequeñeces”: ficción y realidad, citado en la nota 82.

[340] La prioridad de la aparición de ambas novelas en libro es atribuida a La Espuma por el biógrafo de Palacio Valdés, Ángel Cruz Rueda, Armando Palacio Valdés. Estudio biográfico, Agence Mondiale de Librairie, París-Madrid-Lisboa, 1925, pp. 123-125 (www.cervantesvirtual.com).

[341] Ver, Ricardo Serna, Estética literaria de “Pequeñeces”, citado en la nota 142.

[342] Véase, Francisco Nieva, El misterio del padre Coloma, citado en la nota 283.

[343] Jules Barbey d’Aurevilly (1808-1889). Parte de sus diarios ha sido traducida al español: Jules Barbey d’Aurevilly, Memoranda. Diarios 1836-1864, (traducción, introducción y notas de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán, prólogo de Laura Freixas), Editorial Alfama, Santander, 2009.

[344] Véase, Pedro Penzol, Parentescos (de Pequeñeces), Dialnet.unirioja.es, pp. 421-426.

[345] Es la traducción ad pedem litterae de su título al español. Otros han preferido culpa, en lugar de falta.

[346] Penzol no deja de reconocer que el parecido es más de resultado que de proceso moral y argumental: Parentescos, citado en la nota 344, p. 423.

[347] Véase, Ángel Ruiz Pérez, Caracterización genérica de Pequeñeces…, citada en la nota 308, espec. p. 210.

[348] Con el indiscutible precedente de Rojo y Negro (1830), de Stendhal, se consideran las grandes novelas de adulterio de la segunda mitad del siglo XIX, Madame Bovary (1857), de Flaubert, Ana Karenina (1878), de Tolstoi, y La Regenta (1885), de Clarín. La lista, por supuesto, podría ampliarse indefinidamente, pero nunca excluyendo de ella a las citadas “tres grandes”.

[349] Teresa Álvarez Olías, La infidelidad de la mujer en la novela de fines del siglo XIX, Acalanda Magazine, 8 de enero de 2019 (www.acalanda.com).

[350] Así, expresamente, Gonzalo Sobejano, Universalidad de “La Regenta”, Centro Virtual Miguel de Cervantes (www.cvc.cervantes.es).

[351] Me acojo para ello a: Elena Diana Nastasescu, Nueva lectura crítica feminista de las novelas de adulterio de la segunda mitad del siglo XIX. Inmanencia y trascendencia del sujeto femenino, tesis doctoral de la Universidad “Jaume I” de Alicante, leída el 26 de junio de 2023 (www.observatorio-científico.ua.es), espec. pp. 127-151.

[352] Véase Elena Diana Nastasescu, Nueva lectura crítica feminista…, citada en la nota 351, espec. pp. 134-138.

[353] Esa es la opinión -desde luego, simplista-, por ejemplo, del periodista y crítico, Luis Morote, citado en el capítulo 7 de este ensayo entre los que acogieron favorablemente La Regenta en la prensa.

[354] Corresponde a la novela el acierto de haber realizado un completo análisis de esos dos rivales -el magistral y el donjuán- y construido con precisión el enfrentamiento -no siempre larvado- entre ellos: véase, Juan Antonio López Férez, Aspectos de la tradición clásica en La Regenta de Leopoldo Alas, «Clarín», Olivar 13 (2009), pp. 127-151 (espec. pp. 133-135 y 147-148).

[355] En contra, Elena Diana Nastasescu, Nueva lectura crítica feminista…, citada en nota 351, p. 463, que entiende a Ana Ozores como aquejada de “una enfermedad de los nervios” (seguramente en la línea de la tan traída y llevada histeria de la regenta). De todos modos, dicha autora no precisa el alcance de tal enfermedad nerviosa, ni concreta los efectos que habría tenido en la dinámica conductual de la protagonista.

[356] Objetivamente, Clarín coloca a su protagonista en los treinta años cuando acaba por caer en brazos de Mesía; una edad que, subjetivamente, se valoraba a la sazón de manera más peyorativa que en la actualidad.

[357] No se tome mi alusión como significativa de que Ana Ozores buscase en el sexo con Mesía la oportunidad de quedar embarazada, algo que en absoluto se infiere de la novela, ni, de hecho, se produce, pese a la reiteración de relaciones carnales entre una y otro.

[358] Una actitud no tan excepcional como podría suponerse: Véase, Carmen Martín Gaite, Usos amorosos del dieciocho en España, Siruela, Madrid, 2017 (primera edición, 1972), p. 140.

[359] Se ha hecho, incluso, alusión a las circunstancias climatológicas de Vetusta/Oviedo, con la frecuencia de lluvias y nieblas, como fuerza externa que alimenta los susodichos sentimientos de la protagonista.

[360] Véase, María del Carmen Bobes Naves, Teoría general de la novela. Semiología de «La Regenta», Gredos, Madrid, 1993 (primera edición, 1985), p. 34.

[361] Véase, Felipe Pineda García, El determinismo en «La Regenta»”, Cauce: Revista Internacional de Filología, Comunicación y sus Didácticas, nº 2 (1979), pp. 183-200.

[362] Recuerdo lo dicho en la nota 243: Para no llevar la diferencia de edad más allá de unos treinta años, el novelista se ve obligado a establecer sin la menor explicación que Quintanar “había dejado la carrera muy pronto”. Digo yo que no sería tan cedo, siendo así que ya había ostentado la presidencia de tres Audiencias, siendo la de Vetusta la última de ellas.

[363] Véase, Biruté Ciplijauskaité, La mujer insatisfecha. El adulterio en la novela realista, Edhasa, Barcelona, 1984, espec. p. 78.

[364] El algún país y momento se juzgó tan necesario ese castigo de la culpa que, de no recogerse en la novela, podía ser el motivo de que su autor fuera censurado, incluso llevándolo a los tribunales. Como se sabe, tal acaeció con Flaubert (París, 1857) a causa de Madame Bovary, si bien el autor resultó absuelto. Véase, Ricardo Cano Gaviria, Acusados: Flaubert y Baudelaire, Muchnik, Barcelona, 1984 (www.dialnet.unirioja.es).

[365] Véase, Elena Diana Nastasescu, Nueva lectura crítica feminista…, citado en la nota 351, pp. 141-151.

[366] Forzosamente he de remitirme en muchos aspectos al capítulo 11 de este ensayo, titulado La Regenta y Pequeñeces: sátira, tesis, adoctrinamiento, así como a las páginas “Al lector” que encabezan la novela de Coloma.

[367] A lo que se añade el empleo en la novela de la técnica de los “saltos atrás”. De la puesta en relación del capítulo IV del libro primero y del capítulo V del libro segundo, puede inferirse plausiblemente que Villamelón tendría alrededor de treinta años en el momento de su matrimonio. La edad de Curra, a tenor de los síntomas de envejecimiento recogidos en el “epílogo”, podría ser como de unos cinco años menor que la de su marido, aunque este se halle mucho más perjudicado. Las edades de sus hijos corroboran en lo sustancial lo antes apuntado respecto de la de su madre.

[368] El puritanismo de Coloma se manifiesta en sus ambigüedades a la hora de apuntar las infidelidades ocasionales de Villamelón. Creo que hay, al menos, dos probables alusiones a ellas en la novela: en el libro primero, capítulo VIII, y en el libro segundo, capítulo V.

[369] Hay ruptura no bien aclarada de la relación con el capitán de artillería (Libro Primero, Capítulo VIII). Los otros dos amantes, Juanito Velarde y Jacobo Téllez-Ponce -marqués consorte de Sabadell-, fallecen, respectivamente, en duelo y a manos de unos masones italianos.

[370] Véase, Ignacio Elizalde, Pequeñeces de Coloma…, citado en la nota 85, pp. 234-235.

[371] Véase antes, nota 367.

[372] El primer apunte importante de la cuestión aparece en el libro tercero, capítulos III (enfrentamiento de Paquito con el amante de su madre) y IV (Curra recluye a sus dos hijos en sendos internados de colegios de religiosos); pero será en los dos últimos capítulos de la novela (VIII y IX del libro cuarto) donde la situación haga crisis, primero con la hija, Lilí, y luego con la muerte accidental de Paquito.

[373] Véase el libro cuarto, capítulo VII, antepenúltimo de la novela.

[374] Véase, Juan Valera, “carta” de Currita Albornoz al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[375] Véase, Juan Antonio Cabezas, “Clarín”, citado en la nota 1, espec. pp. 43-47, 141-145 y 172-174. Nótese que la primera edición de la meritada biografía data de 1936.

[376]  Exagerando un tanto ese disgusto, se afirma que lo único en lo que eficazmente se ocupó el Clarín concejal fue en que se erigiera un nuevo y gran teatro en Oviedo: el teatro Campoamor, inaugurado en 1892. Prácticamente destruido durante el movimiento revolucionario de 1934, fue reconstruido y reinaugurado en 1948, respetándose casi totalmente su fachada.

[377] Véase, Clarín (Leopoldo Alas), Cánovas y su tiempo (Primera Parte), Librería de Fernando Fe, Madrid, 1887 (accesible por Internet, por ejemplo, en la página www.bibliotecadigital.jcyl.es). En realidad, la segunda parte nunca se publicó y, en lo tocante a la primera, se dejaron prácticamente en blanco los capítulos VIII (Cánovas político) y IX (Cánovas pacificador), con lo que el folleto quedó circunscrito a ser un modelo de sátira sobre el Cánovas intelectual, pensador y literato. La crítica clariniana de la política canovista hay que buscarla principalmente en sus artículos periodísticos.

[378] Véase, Cristina Peña-Marín Beristáin, La Regenta, documento histórico contemporáneo. Metodología y análisis de las relaciones sociales, tesis doctoral, Facultad de Geografía e Historia, Universidad Complutense de Madrid, 1987, espec. pp. 219-239 (accesible por Internet: produccioncientifica.ucm.es). En lo que interesa a este ensayo, la citada tesis doctoral es deudora de otra, leída pocos años antes en la Universidad de Granada y luego convertida en libro editado: Mariano Maresca García-Esteller, Hipótesis sobre Clarín. El pensamiento crítico del reformismo español, Excma. Diputación Provincial de Granada, Granada, 1985.

[379] Precisamente, su tesis doctoral versó sobre:  El derecho y la moralidad : determinación del concepto del derecho y sus relaciones con el de la moralidad, Casa editorial de Medina, Madrid, 1878 (accesible por Internet en la web cervantesvirtual.com). Dicha tesis fue dirigida por don Francisco Giner de los Ríos.

[380] Así, Luis García San Miguel, De la sociedad aristocrática a la sociedad industrial en la España del siglo XIX, Edicusa, Madrid, 1973, p. 227.

[381] Véase, Luis Arias Argüelles Meres, El activismo político del liberal Clarín, Atlántica XXII, nº 1, Oviedo, 2009, pp. 69-70.

[382] Véase, José María Martínez Cachero, 100 años de La Regenta. Las falsedades de una sociedad provinciana, Ciclo de conferencias de la Fundación Juan March, III conferencia, Madrid, 23 de octubre de 1984 (audio accesible en www.march.es).

[383] Véase, Esteban Padrós de Palacios, Introducción a “La Regenta”, citada en la nota 70, p. X.

[384] Véase, Enrique Rubio Cremades, La novela Pequeñeces del P. Coloma…, citado en la nota 82.

[385] Véase, César Pascual Romero Casanova, La novela histórica de Luis Coloma…, citada en la nota 82, espec. pp. 132-177.

[386] En su discurso de 8 de diciembre de 1908, contestando al de ingreso del Padre Coloma en la Real Academia Española, Pidal evidenciará de manera clara esa proximidad, mostrando su admiración por la personalidad y la obra del jesuita recipiendario. Véase dicho discurso en la página web rac.es, espec. pp. 49-51 y 55-58.

[387] Véase, Ignacio Elizalde, Pequeñeces de Coloma y su interpretación…, citado en la nota 85, espec. pp. 246-249.

[388] Trataré con mayor detenimiento de estos temas jesuíticos en el capítulo siguiente del ensayo.

[389] Véase, Jean François Botrel, La recepción de “Pequeñeces”…, citado en la nota 40.

[390] Véase, por ejemplo, Luis Arias, El activismo político…, citado en la nota 381, p. 70.

[391] Empleo la palabra en su segunda acepción del diccionario de la Real Academia Española, como ajuste, convenio o concordia.

[392] En particular, en los capítulos 4 y 8, donde aparecen justificadas en notas las alusiones y referencias literales que ahora se recogen sin ese detalle, a fin de no aumentar en exceso el aparato de anotaciones.

[393] Parecida sutileza muestra el citado Sr. Blanco respecto de la segunda novela clariniana, Su único hijo, al escribir que: “Malhumorado Clarín por la acogida que tuvo su primera novela, se dio a elaborar otra, que ha aparecido al cabo de seis años, cayendo como losa de plomo sobre su reputación acabándole de desprestigiar entre la media docena de españoles optimistas que no esperaban de él tan monstruoso feto, verdadera pelota de escarabajo, amasada sin arte alguno con el cieno de inverosímiles concupiscencias, caricatura del naturalismo, en que la impotencia para luchar con Zola en otro terreno se suple con la exageración disparatada del vicio. Leopoldo Alas se propuso que nadie le echara el pie delante en lo que toca a amontonar atrocidades e hizo que los malvados de Su único hijo fuesen a la vez tontos de capirote”. Véase, Padre Blanco García, La literatura española en el siglo XIX, Madrid, 1891, I, pág. 553.

[394] Véase, Víctor Celemín Santos, “La Regenta”, una obra casi maldita, citado en la nota 21.

[395] Véase Yvan Lissorgues, Ética, religión y sentimiento humano en La Regenta, Cuadernos del Norte, nº 4 (Hitos y mitos de “La Regenta”), Oviedo, 1987, pp. 20-31 (www.cervantesvirtual.com). También, del mismo autor, véase: Leopoldo Alas, Clarín. Pensamiento filosófico y religioso, www.cvc.cervantes es.

[396] Véase Marie Bártová, El anticlericalismo en La Regenta, tesina de diplomatura, Universidad Masaryk, Brno, 2016, espec. pp. 24-29, 48-75 y 76-81 (accesible en Internet: is.muni.cz).

[397] Véase, Esteban Padrós de Palacios, Introducción a “La Regenta”, citado en la nota 70, pp. XIV-XV.

[398] Véase, Juan Valera, Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[399] Es difícil no ver aquí la alusión al padre Manrique, el jesuita clave en la redención de Fabián Conde, el protagonista de la novela de Pedro Antonio de Alarcón, El escándalo (1875).

[400] La primera novela es La araña negra (1892). La segunda, El intruso (1904).

[401] A.M.D.G. La vida en los colegios de jesuitas (1910). Aunque menos famosa, Amores de Antón Hernando (1909), de Gabriel Miró, es también una novela significativa de esa crítica a los colegios de jesuitas (en 1922, dicha obra alcanzaría su versión definitiva, con el título de Niño y grande). El jardín de los frailes (1927) es otra novela muy crítica de la educación religiosa -en este caso sobre experiencias durante tres cursos en un colegio de enseñanza superior, regentado por agustinos-, escrita por Manuel Azaña Díaz.

[402] Véase, Fernando Álvarez-Uría Rico, Escuela, laicismo y democracia: Literatura clerical y anticlerical en la España de la Restauración, “Sarmiento”, nº 26 (1922), pp. 7-33 (accesible por Internet en la http/ doi.org), espec. pp. 12-17. Álvarez-Uría destaca que el número de jesuitas en España pasó, de 1.319 en 1875, a 2.738 en 1.900, algo que solo se explica por el gran auge de los colegios de la Compañía de Jesús.

[403] Véase Ricardo Serna, Estética literaria de Pequeñeces…, citado en la nota 142.

[404] Véase César Pascual Romero Casanova, La novela histórica de Luis Coloma…, citado en la nota 12.

[405] En el capítulo 6 de este ensayo recojo información más detallada sobre las primeras traducciones de Pequeñeces a idiomas extranjeros.

[406] Véase, Ignacio Elizalde, Pequeñeces de Coloma…, citado en la nota 85, espec. pp. 235-240 y 246-249.

[407] Véase, Jean François Botrel, La recepción de “Pequeñeces”…, citado en la nota 40.

[408] Periódico madrileño que apareció entre 1849 y 1936, cuya historia y tono político están bien resumidos en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España (véase la página web, hemerotecadigital.bne.es).

[409] Me remito para mayores precisiones al capítulo 8, apartado 2, de este ensayo.

[410] En particular, los siguientes: Libro I, capítulos I y V; Libro III, capítulos III y IV; Libro IV, capítulos VIII y IX.

[411] Es el caso del Colegio del Sagrado Corazón de Chamartín, donde es internada Lilí, la hija de Curra de Albornoz, habida cuenta de que los colegios de jesuitas eran a la sazón solo masculinos. Dicho colegio era regentado por la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús, Orden religiosa femenina fundada en 1800 en París por Madeleine Sophie Barat. Véase, Hervé Yannou, Jésuites et compagnie, Lethielleux, 2007.

[412] Tampoco puede olvidarse que la clasificación balzaquiana de los Estudios de costumbres no es dicotómica, sino hexapartita: Escenas de la vida privada, Escenas de la vida de provincias -o provinciana-, Escenas de la vida parisina, Escenas de la vida política, Escenas de la vida militar y Escenas de la vida en el campo.

[413] Véase, Ricardo Gullón, Prólogo a “La Regenta”…, citado en la nota 333.

[414] Véase, Emilio Clochiatti, “Clarín” y sus ideas sobre la novela, citado en la nota 290.

[415] Así, a propósito de la Vetusta clariniana, José María Martínez Cachero, La Regenta, ¿una novela de clave?, citada en la nota 208.

[416] Véase, Elías García Domínguez, Oviedo en la Literatura, citado en la nota 188.

[417] Es el punto de vista de Martínez Cachero, La Regenta, ¿una novela de clave?, citada en la nota 208.

[418] Véase, José María Martínez Cachero, Las falsedades de una sociedad provinciana, citado en nota 382. La afirmación de este autor no excluye que en la novela se apunte la existencia de una universidad vetustense (véase su capítulo XIV, donde se alude al “reloj de la Universidad”), sino meramente que Clarín lleva adelante su relato como si la tal universidad no existiese para sus efectos.

[419] Esa es la valoración que realiza Benito Pérez Galdós en su Prólogo a la segunda edición de La Regenta (Librería de Fernando Fe, Madrid, 1900 -recte 1901-), pp. XII-XIII (accesible por Internet en la web, cervantesvirtual.com).

[420] O, por mejor decir, los ámbitos novelescos que Clarín elige como compendio de la ciudad y recintos en que se desarrolla la trama novelesca (el casino, la catedral, el palacio de los Vegallana, determinadas propiedades rústicas cercanas a Vetusta). Véase, José María Martínez Cachero, Ámbitos novelescos en La Regenta”, conferencia en la Fundación “Juan March”, Madrid, 25 de octubre de 1984, accesible en la www.march.es.

[421] Véase, Emilio Alarcos Llorach, Introducción literaria…, citada en la nota 156, espec. pp. 103-110.

[422] Los episodios más llamativos de la vida de Coloma con clara trascendencia para su novela Pequeñeces, han sido expuestos por Ricardo Serna Galindo, De la vida a la novela o la historia del Sexenio (1868-1874). Masones y autobiografía en Pequeñeces, de Luis Coloma, Revista Historia Autónoma, 14 (2019), pp. 113-127 (accesible en Internet: Downloads.Dialnet).

[423] Quizá sea en exceso ambiguo aludir al Madrid de la época, habida cuenta de que, aunque de forma no del todo clara, la peripecia de Pequeñeces abarca un periodo de varios años (aproximadamente, 1871-1878), de profundos y rápidos cambios políticos, muy acusados en la capital de España, que la novela refleja con precisión. No sucede otro tanto con La Regenta que, aunque desarrollada a lo lago de unos cuatro años, refleja la inmovilidad, o inmutabilidad, que Clarín trató de poner de manifiesto en su Vetusta.

[424] Siendo Valera, a su vez, un notable literato, no podía ignorarlas. Otra cosa es que no le gustase el tono y el nivel de la sátira de Coloma. Tal vez por ello se esconde para censurarla tras el personaje ficticio de Curra Albornoz, en su tantas veces citada “carta”: véase supra, nota 65.

[425] Véanse en Pequeñeces su Libro II (estancia de Curra de Albornoz en París); Libro IV, capítulos I y II (viaje de paso por Guipúzcoa), y libro IV, Epílogo (en Loyola, tras la muerte de su hijo).

[426] Véase, José María Martínez Cachero, Ámbitos novelescos en “La Regenta”, citado en la nota 420.

[427] Remito a los siguientes capítulos de La Regenta: capítulo IX (paseo por el campo con su criada, Petra); capítulo XIII (con la presentación de la finca El Vivero de los marqueses de Vegallana), y, sobre todo, capítulos XXVII y XXVIII (estancia más prolongada y decisiva en El Vivero, que acabará con la primera relación sexual entre Ana Ozores y Álvaro Mesía).

[428] Véase, Elías García Domínguez, Oviedo en la Literatura, citado en la nota 188, pp. 215-217.

[429] Véase, Esteban Padrós de Palacios, Introducción…, cita en la nota 70, espec. p. XV.

[430] En su prólogo a la edición de La Regenta, Fernando Fe, Madrid, 1901, pp. XIV-XV.

[431] En su “carta” de Currita Albornoz al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[432] Véase Pequeñeces, libro IV, capítulo IV. Tan preciso conteo fue objeto de chanza por algunos lectores -entre ellos, el propio Clarín-, acuñándose el remoquete de “las catorce malas mujeres de Madrid”. ¡Eso sí que era optimismo y visión positiva por parte de Coloma: siete mujeres malas por cada sesenta buenas! Creo que el propio Valera habría firmado su conformidad con semejante ratio.

[433] Véase Pequeñeces, libro IV, capítulo VIII.

[434] Véase, Ricardo Serna Galindo, El padre Coloma y su novela Pequeñeces, citado en la nota 111, pp. 140-141.

[435] Alambicada expresión de Esteban Padrós, Introducción a “La Regenta”, citada en la nota 70, p. XV, para referirse al lector tipo, que se muestra prioritariamente interesado en paladear el progreso de Ana Ozores hacia el adulterio.

[436] Me atrevo a sugerir, dada la extensión media de los mismos, la lectura capítulo a capítulo, aunque no sea fácil contener la avidez lectora en tan mesurada dosis.

[437] El 9, dedicado a las “cuestiones comprometidas”, y, sobre todo, el 14, sobre las “novelas de adulterio”.

[438] No puede obviarse que las madres de ficción, como las reales, tienen muy diversas relaciones con sus hijos, incluso durante su infancia. Anna Karenina parece una madre cariñosa y responsable, con la complicación añadida de que acabará teniendo una hija de su amante. Emma Bovary, por el contrario, parece un modelo de mujer carente de espíritu maternal y trata con desabrimiento a su hijita, aunque tenga raptos ocasionales y pasajeros de arrepentimiento por ello.

[439] Véase, Unai Buil Zamorano, “Los demás no son mi madre”: La omnipotencia de la figura materna en “La Regenta”, “El Debate”, 1 de agosto de 2022 (www.eldebate.com). Es interesante el paralelismo que hace el autor entre la orfandad de Ana Ozores y la abrumadora influencia en el magistral de su madre, doña Paula Raíces.

[440] Véase, Laura García Sánchez, Ateísmo, animalización e ironía en La Regenta: Semblanza de Santos Barinaga y Pompeyo Guimarán, Siglo Diecinueve, vol. 24 (2018), Universitas Castellae (Valladolid).

[441] Véanse los artículos citados en la nota anterior 162 y, además: Juan Montero, La paternidad equivocada y heroica de Boni Reyes en “Su único hijo”, de Clarín, Sevilla, 1988, en la www.institucional.us.es; Yvan Lissorgues, Ética y estética de “Su único hijo” de Leopoldo Alas “Clarín”, en “Clarín y su obra. En el centenario de La Regenta”, Facultad de Filología, Barcelona, 1984.

[442] Los susodichos en la nota anterior, Montero y Lissorgues, especulan con los años 1890 y 1891, fechas que no concuerdan eficazmente con las de la elaboración de la novela. Menos aún, la de 1892, que es la que, con todo lujo de detalles, ofrece Juan Antonio Cabezas, Clarín…, citado en la nota 1, espec. pp. 176-183.

[443] Algo ha quedado dicho acerca de ello en el capítulo 8, apartado 2, de este ensayo.

[444] Véanse antes, notas 162 y 441, además de: Emilio Alarcos Llorach, Introducción literaria, citada en la nota 156, pp. 109-110.

[445] Véase libro I, capítulo IV. En el capítulo siguiente, el V, se refleja la gran disparidad entre la educación que ambos hijos reciben en sus colegios y el desinterés y malos ejemplos que sufren en su casa, lo que implica el enfrentamiento ideológico entre padres y maestros -en este caso, los jesuitas y las religiosas del Sagrado Corazón-.

[446] Véanse los capítulos III y IV del libro III de Pequeñeces.

[447] Véase Pequeñeces, libro IV, capítulo VIII, donde se señala que la edad de la hija, Lilí, es ya de doce años.

[448] El desenlace de la novela, dramático y un tanto folletinesco, se produce en el libro IV, capítulo IX, y en el Epílogo.

[449] Recordemos el famoso pasaje del capítulo V de La Regenta: “Se votó por unanimidad que era hermosísima. La plebe opinaba lo mismo que la nobleza, y la clase media era de igual parecer. En poco tiempo se consolidó la fama de aquella hermosura y Anita Ozores fue por aclamación la muchacha más bonita del pueblo. Cuando llegaba un forastero, se le enseñaba la torre de la catedral, el Paseo de Verano, y, si era posible, la sobrina de las de Ozores. Eran las tres maravillas de la población.”

[450] Véanse, respectivamente, los capítulos V y VIII de la novela. Me permito entender que la alusión a “la Virgen de la Silla” sea hecha al tondo de la Madonna della Seggiola, de Rafael Sanzio, actualmente expuesto en el museo florentino del Palazzo Pitti.

[451] Véase capítulo III de La Regenta.

[452] Véase, Ricardo Gullón, Prólogo a “La Regenta”, citado en la nota 333.

[453] Véase, Esteban Padrós de Palacios, Introducción…, citada en la nota 70, espec. p. XII.

[454] Citada en la nota 65 y localizable en la “Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes” (www.cervantesvirtual.com).

[455] “… vieron todos adelantarse, por el salón vecino, a una dama muy pequeñita, flaca, que caminaba con menudos pasos sobre sus altos tacones, dando golpecitos en el suelo con el regatón del largo palo de su sombrilla de encajes. Tenía el pelo rojo, el rostro lleno de pecas, y sus pupilas grises eran tan claras que parecían borrarse a cierta distancia, haciendo el extraño efecto de los muertos ojos de una estatua”.

[456] El Padre Coloma hace alusiones precisas y exactas a dicho concurso, que se celebró en sesiones sucesivas en Spa (Bélgica) y Budapest, siendo ganado por la aspirante húngara (o austro-húngara), Cornelia Székely. Pero Coloma se toma la licencia de retrasar la fecha del certamen hasta 1873, siendo así que el concurso se celebró efectivamente en 1882.

[457] Léon Bonnat (1833-1922), pintor francés, cuya formación artística se desarrolló en España.

[458] Textualmente, se dice: “Tan envidiables prendas de naturaleza y de fortuna, para todo hombre profano de manga ancha o de moral relajada, me convierten en una criatura amabilísima, monísima y divertidísima. Dicho hombre profano será muy capaz de perdonarme ciertos pecados o de hacer sobre ellos la vista gorda”.

[459] En concreto, en el capítulo III del libro I.

[460] Véase, supra, nota 16 e infra, capítulo 21, con la refutación de Clarín.

[461] Véase, nuevamente, la “carta” de Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[462] Véase, Pequeñeces, libro I, capítulo II.

[463] Véanse, especialmente, Libro III, capítulo VII, y libro IV, capítulo III, de Pequeñeces.

[464] Véase, Enrique Rubio Cremades, La novela “Pequeñeces”…, citado en la nota 82.

[465] Véase, Ricardo Serna Galindo, El padre Coloma y su novela Pequeñeces, citado en la nota 111.

[466] Dedicaré al duelo el capítulo 23 y último de este ensayo.

[467] Joaquín Arimón Cruz (1840-1917), crítico literario.

[468] Teresa se estrenó en Madrid, en 1895. Véase, Juan Antonio Cabezas, Clarín, citado en la nota 1, pp. 189-196.

[469] Debo los datos recogidos en este párrafo a Doña Ana Cristina Tolivar Alas, bisnieta de Clarín y clariniana de pro, por lo que le estoy muy agradecido.

[470] Véanse, Enrique Rubio Cremades, La novela Pequeñeces de P. Coloma, citado en la nota 82; Jean François Botrel, La recepción de “Pequeñeces”…, citado en la nota 40.

[471] Véase, Sergio Beser, Leopoldo Alas, crítico literario, Gredos, Madrid, 1968, espec. pp. 301-302, 311, 413 etcétera.

[472] Las numerosas acepciones de la palabra malicia, hacen para mí oscuro el significado que le quiso dar Clarín a la expresión. También es de resaltar el atrevimiento de Clarín al pronunciarse de forma afirmativa en el tema de novela de clave, cuestión sobre la que quizá debería haber pasado de puntillas, habida cuenta de los problemas que él había tenido con La Regenta y sus supuestas claves.

[473] Federico Balart Elgueta (1831-1905), notable escritor y crítico literario. Ha sido biografiado por Juan Barceló Jiménez, Vida y obra de Federico Balart, Imprenta Provincial, Murcia, 1956.

[474] Miguel Mir Noguera (1841-1912), jesuita hasta 1891 y luego, archienemigo de la Orden. Resumen biográfico en la www.dbe.rah.es, a cargo de Javier Burrieza Sánchez.

[475] Véase, Juan Valera, “carta” de Currita Albornoz al padre Luis Coloma, citada en la nota 65.

[476] Enrique Rubio Cremades, La novela Pequeñeces del P. Coloma…, citado en la nota 82.

[477] Sin embargo, parece que Coloma se equivocaba al juzgar que el rey de Italia, Víctor Manuel II, y su hijo, el de España, Amadeo I, fuesen masones. Véase la opinión contraria del gran especialista en temas de masonería italiana: Aldo Alessandro Mola, Storia della massoneria in Italia, dal 1717 al 2018. Tre secoli di un Ordine iniziatico, Giunti, Milano, 2018.

[478] Véanse, de Ricardo Serna Galindo, De la vida a la novela…, citado en la nota 422; Personajes de Pequeñeces…, citado en la nota 111; Masonería y literatura. La masonería en la novela emblemática de Luis Coloma, prólogo de Ferrer Benimelli, Fundación Universidad Española, Madrid, 1998; Masones y jeuitas. Lenguaje y ambigüedad crítica en la novela “Pequeñeces”, de Luis Coloma, Ariadna Histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, nº 6 (2017), pp. 81-106 (accesible en Internet por la web ojs.ehu.eus).

[479] Véase el capítulo III del libro IV de Pequeñeces.

[480]  Véanse: Jacobo de Gregorio Sáez de Montagut, El duelo en el siglo XIX: del Código de honor al Código penal, Trabajo de fin de grado, Universidad de Comillas, 2017 (www.repositorio.comillas.edu); Elia Blanco Rodríguez, Rojo de vergüenza y condenado por cobarde: masculinidad, honor y duelos en la España decimonónica, Marcial Pons Ediciones de Historia, Madrid, 2020 (www.revistasmarcialpons.es).

[481] Esto es seguro y explícito en La Regenta, y tan solo sobreentendido en Pequeñeces.

[482] Textualmente escribe Alas: “Ana, que no había podido terminar la lectura de la carta,…vio en aquellos renglones fangosos la confirmación terminante de sus sospechas, no pudo por entonces pensar en la pequeñez de aquel espíritu miserable que albergaba el cuerpo gallardo que ella había creído amar de veras, del que sus sentidos habían estado realmente enamorados a su modo. No, en esto no pensó la Regenta hasta mucho más tarde”.

[483] El detalle de todo ello se encuentra en el capítulo XI, libro I, de Pequeñeces.

[484]Sólo vería en lo alto a Jesucristo, vivo y terrible, que se adelantaba a juzgarle, y detrás la eternidad, oscura, inmensa, implacable”.

[485] Así, Jacobo de Gregorio, El duelo en el siglo XIX…, citado en la nota 480, espec. pp. 35-36. El mismo autor (pp. 28-34) analiza con cierto detalle la situación española, recordando sendas circulares de la Fiscalía del Tribunal Supremo de 1840 y 1902, que recordaban a los fiscales su deber de promover el castigo legal de los duelos, y también una discusión parlamentaria (1895), entre Groizard y Canga Argüelles sobre las posibilidades y resultados de dicha persecución en vía penal.

[486] Véase, Miguel Martorell Linares, “Procuraré morir matando o acabará mi vida: El duelista y la muerte, Vínculos de Historia, nº 12 (2023), www.vinculosdehistoria.com. En las pp. 111-112 afirma que entre el duelo de Carabanchel (Montpensier contra Borbón, 1870) y aquel en que falleció el marqués de Pickman (1904), solo se sabe con alguna certeza de otros dos duelos mortales más en la España metropolitana; pero, para la España antillana, entre 1843 y 1893, se contabilizan hasta 13 víctimas mortales.

[487] A saber, el Código penal de 1870, artículos 439 a 447. Véase, Gaceta de Madrid del 31 de agosto de 1870, p. 19.

[488] Sin llegar tan lejos, puede recordarse que la Iglesia católica excomulga a los duelistas y a los gobernantes que permitan dicha práctica, desde el Concilio de Trento (1563).

[489] Lenidad que Leopoldo Alas no podía menos de conocer muy bien, incluso por su propia experiencia de duelista, aunque afortunadamente en encontronazos de escaso o nulo daño físico. Véase, Juan Antonio Cabezas, Clarín, citado en la nota 1, pp. 153-155. Conozco de la existencia de un trabajo particular sobre este asunto, pendiente aún de publicación y que no he manejado para este ensayo por tal motivo: Carolina Lasheras Díaz, Entre la pluma y la espada: la esgrima y los duelos en la vida y obra de Leopoldo Alas, “Clarín”. Agradezco a la autora la confirmación de que su obra ha sido presentada para edición por la Universidad de Oviedo, estando el texto “en revisión por el Congreso científico” de dicha Universidad.

[490] Apodo con que en Pequeñeces se conoce al personaje que funge de gobernador civil de Madrid y, luego, de ministro de Gracia y Justicia. Ha sido identificado en clave con el político real, Manuel Alonso Martínez.

[491] Véanse los capítulos X y XI del libro I de Pequeñeces. Curiosamente, dicho personaje no es citado en la novela por su nombre.