La Santa Compaña y la Condesa de Pardo-Bazán[1]
Por Federico Bello Landrove
Doña Emilia, condesa de Pardo-Bazán, es la
inesperada protagonista de este relato, basado en la leyenda gallega de la Santa Compaña y en el intento científico de
librar a una crédula adolescente de morir dentro del año de haber visto a
aquella. Espero que esta licencia mía no sea juzgada irrespetuosa por los
lectores que se acerquen al cuento para gustar del misterio y la liturgia que
envuelven a tan famosa y temible Compañía.
Retrato
de la condesa de Pardo-Bazán
1. La visión de Tona
–
Señora
condesa, está en la puerta una mujer que dice llamarse Benigna, que la conoce a
usted y que tiene mucha necesidad y urgencia de que la señora la reciba.
–
¿Benigna,
dices? Así de pronto, no caigo. ¿Qué aspecto tiene?
–
Baja, gorda,
como de cincuenta años; pobremente vestida, pero limpia y aseada. Trae una
cesta grande en que, aunque tapada con un paño, adivínase que contiene verduras
y lo que, a juzgar por la cabeza que asoma, podría ser un pollo. Y no sé qué
dice de Sangenjo: como habla tan atropelladamente...
La condesa, al oír el nombre de dicha
localidad pontevedresa, pareció a atar cabos por fin. Sonrió y le dijo al
portero:
–
Hazle pasar.
Si es quien yo supongo, bien merece que no le haga esperar.
En efecto, se trataba de la Benigna de
Sangenjo que doña Emilia, la condesa, imaginaba. Muchos años atrás –más de los
que le habría gustado reconocer-, Benigna, entonces una joven madre, había sido
contratada por los padres de la condesa como ama de cría para Jaime, su primer
hijo[2].
Conforme a las rigurosas normas de aquel tiempo, Benigna hubo de venirse a
Madrid, donde moraba la familia que la había alquilado, dejando en su pueblo a
la recién nacida hija de sus entrañas, a la que acababan de cristianar con el
nombre de Antonia. Era cláusula muy principal del acuerdo la de que la leche
del ama no fuera compartida por nadie más que el afortunado bebé de la familia
pudiente. Pero Benigna no tuvo que lamentar, pues los señores de Quiroga[3]
se comportaron muy afectuosamente con ella, además de cumplir todos los
compromisos pactados. Al despedirse por finalización de su trabajo, Benigna
recibió de la señora un espléndido regalo y una hermosa promesa:
–
Mi Jaime se
ha criado como un sol, a costa de lo que no has podido darle a tu Tona. Justo
es que yo me sienta, de alguna forma, obligada con tu hija, como si fuese su
madrina. No lo olvides. Cualquier cosa que precises para ella no dudes en
pedírmela.
Pero Benigna no era aprovechada y la Tona
se le había criado sin complicaciones, saludable y haciendo la vida de una
muchacha dedicada a las faenas del campo. Por otra parte, doña Emilia vivía la
mayor parte del tiempo en Madrid y, cuando en los veranos se trasladaba a
Galicia, solía parar al lado de La Coruña, en las Torres de Meirás[4],
no en la casona que la familia Pardo-Bazán tenía en Sangenjo. Luego, Benigna
tuvo noticia de que la señora y don José Quiroga, su marido, se habían
separado, circunstancia que apartó un tanto a aquella de la capital del reino,
pasando temporadas de entretiempo en la propia ciudad coruñesa, en el palacio
familiar de la calle Tabernas. Y allí precisamente es donde ahora ha acudido
Benigna, al parecer, muy apurada, para trasladar sus cuitas a doña Emilia y
conseguir de ella ayuda y consuelo.
***
Seguramente, será preferible relatar de
corrido lo que Benigna le ha contado a la condesa, evitando la prolijidad y los
sollozos con que aquella se ha expresado. Reduciéndolo a narración escueta, se
trata de lo siguiente:
El 25 de abril anterior, la Tona, que ya
había cumplido dieciséis años, estuvo con algunas amigas en la romería de San Marcos,
que se celebraba en la campa de Cadaval, como a una legua de su casa. Al
regresar, ya de noche, tuvieron la mala idea de atravesar por la fraga de Troncoso,
para atajar y llegar antes. En un momento dado, Tona se rezagó un poco de sus
compañeras, para hacer una necesidad. Al ir a reanudar la marcha, vio entre la
espesura, a un tiro de piedra, dos filas de luces, como de velas, y,
simultáneamente, en medio de un absoluto y espeso silencio, le llegó el rumor
de una salmodia de rezos y la invadió un olor a cera quemada. Tona,
aterrorizada, esperó a que las velas se perdieran en lontananza y luego reanudó
su marcha, primero, de modo suave y parsimonioso; luego, apresurada, intentando
alcanzar a sus compañeras, a las que a duras penas encontró a pocos pasos del
pueblo, y que, preguntadas en el momento, o en días posteriores, dijeron no
haber presenciado nada de cuanto Tona había referido.
–
Ya ve, señora
–opinó Benigna-, la cosa está más clara que la luz del día. Mi hija vio a la
Santa Compaña.
La condesa que, como mujer muy culta y muy
gallega, participaba de un razonable escepticismo acerca de todas esas cosas de
magia celta, dejó pasar unos momentos para que su interlocutora se
calmara. Luego, le explicó:
–
Querida Benigna, ya sabes lo impresionables
que son las muchachas, de noche, solas y en un bosque, aunque les sea conocido
y esté cerca de su casa. Vete a saber si confundió luciérnagas con velas, o si
sus compañeras le tomaron el pelo, aprovechando tan pintiparada ocasión.
La pobre madre le dio una contestación que
desorientó a la escritora:
–
¡Ay, señora!
Lo grave no es que fuera, o no, la Santa Compaña lo que vio mi Tona. Lo
terrible es que ella así lo cree y no hay forma de quitárselo de la cabeza, y
cuidado que lo hemos intentado, acudiendo incluso a la autoridad del padre
Benitiño, nuestro párroco.
–
Tozuda parece
tu hija, Benigna –opinó doña Emilia-. Pues dejadlo estar, que ella crea lo que
quiera. A fin de cuentas, se le irá olvidando el percance, según vaya pasando
el tiempo y no vuelva a tener una experiencia parecida.
–
¡Eso es lo
malo, señora! –replicó la rústica-, que con una vez que se vea a la Compaña,
basta y sobra. La Tona cree, como todo el mundo en la aldea, que la muerte ha
de venir por ella en el plazo de un año, y nada puede hacerse por evitarlo.
La condesa, que había oído muchas veces
tamaña superchería, intentó el argumento de modernidad para desengañar a su
interlocutora:
–
Pero,
Benigna, eso ya pasa de castaño oscuro. ¡No me digas que seguís creyendo esos
disparates, como si estuviésemos en la Edad Media, no a finales del siglo XIX!
–
Eso le digo
yo a mi Tona, y hasta le pongo algún ejemplo de personas que vieron antaño a la
Santa Compaña y todavía están tan vivas como nosotras, pero a ella no hay quien
se lo quite de la cabeza, y me sale con que las tales se librarían por alguno
de los medios que existen para evitar su poder, como dibujar en el suelo un
círculo y entrar en él, o
acostarse boca abajo, llevar una cruz alzada, rezar sin escuchar los cánticos de la Santa
Compaña, o, incluso,
salir corriendo cuando los oigas venir sin verlos aún.
La señora se admiró de la generosidad
atribuida a las fuerzas del Bien, al proporcionar al crédulo en apuros tantos y
tan variados medios para salvarse. Con base en ello, preguntó a Benigna:
–
Pues, si tu
hija sabía de todos esos medios para escapar del mal, ¿cómo es que no empleó
alguno de ellos? A ver si, en verdad, sí que los utilizó sin darse cuenta de
que lo hacía...
–
No, señora,
no, que la pobriña quedose pasmada
del miedo y no acertó a mover pie ni mano hasta que la Compaña hubo
desaparecido.
Doña Emilia ya había escuchado lo bastante
sobre los desfiles de almas en pena, y hasta demasiado; de modo que, creyendo
zanjar el tema, preguntó a la antigua ama de cría:
–
Entonces,
Benigna, ¿para qué acudes a mí? ¿Qué crees que puedo hacer yo a casi tres meses
de lo que me has contado?
Casa-Museo
de la condesa de Pardo-Bazán en La Coruña
La
interpelada se echó a llorar desconsolada y sus sollozos le impedían articular
frases inteligibles. La condesa le pidió encarecidamente que se calmase, que todo
tenía arreglo. Al propio tiempo accionó el cordón de la campanilla y, al
aparecer una doncella, ordenó sirviese a Benigna una taza de tila. Mientras se
la preparaban, la aldeana recobró el ánimo lo suficiente como para explicar a
la condesa el estado de su hija y lo que esperaba de aquella:
–
Verá, doña
Emilia, desde el día aquel, mi Tona no hace más que pensar en que le quedan
unos meses de vida, pues ha de perderla, como mucho, al año cumplido de su
visión. Apenas duerme, come como un pajarito y, lejos de ayudarnos en las
faenas de la casa y del campo, se recoge en su cuarto o en la iglesia para
rezar por su alma pecadora y por las de quienes topó aquella maldita noche. El
poco tiempo y las pocas fuerzas que le quedan, los emplea en visitar y cuidar a
los enfermos de la aldea y en repartir entre los mendigos el poco dinero que
hay en casa, respondiendo al enfado de su padre y hermanos con la disculpa de
que así tendremos un tesoro en el Cielo.
–
Y, además de
consultar al párroco, ¿no la habéis llevado a algún médico?, preguntó la
condesa.
–
Sí, señora.
La hemos llevado a un doctor de Pontevedra quien, aparte de cobrarnos un duro
por la consulta y de recetarnos algunas medicinas que no podemos pagar, nos ha
hecho ver que, si las cosas siguen como hasta ahora y la chica no pone algo de
su parte, no le hará falta la Santa Compaña, que va a acabar falleciendo de
muerte natural.
Benigna volvió a echarse a llorar
inconteniblemente, al tiempo que la doncella llegaba con la tila. Doña Emilia
dejó reposar la situación, mientras rumiaba la decisión a tomar. Entre tanto,
Benigna consiguió fuerzas y claridad para decir:
–
¡Ayúdela,
señora! Recuerde lo que un día me dijo, que sería para ella como su madrina.
No hizo falta más. La condesa decidió:
–
Mira,
Benigna, en quince días levanto la casa de La Coruña y me traslado con Jaime y
las niñas al pazo de Meirás. Así que, dentro de una semana, tu hija y tú
cogéis el coche de posta y os venís para La Coruña. Aquí la verá un buen médico
especialista en esos... trastornos, y haremos cuanto nos diga. Luego tú
te vuelves a Sangenjo y la Tona se vendrá con nosotros a Meirás. Estoy segura
de que lo que no haga la ciencia lo va a conseguir el cambio a un mundo nuevo
para ella, lleno de abundancia y de distracciones, por no hablar del cariño que
va a encontrar entre nosotros. Verás cómo en poco tiempo mejora y se olvida de
todas esas morbosidades y supersticiones, y logro devolvértela al final del
verano lozana y bella como una rosa.
Esta vez, el llanto de Benigna fue de
esperanza y gratitud. La condesa se levantó y cogió de un secreter cerrado con
llave un par de billetes de cien pesetas, que dobló en cuatro partes y entregó
a la esperanzada madre, venciendo con firmeza los esfuerzos de esta por
rehusarlos:
–
Esto, para
los gastos del viaje y para que le compres algunos vestidos y unos zapatos, que
seguro que tu hija no quiere presentarse aquí como una pobre campesina, aunque
ello no sea ningún deshonor.
La buena de Benigna acabó por coger el
dinero y, recordando la cesta que había dejado al portero, dijo a doña Emilia:
–
Le he traído
desde Sangenjo unas verduras de nuestra huerta y un capón... Como aún recuerdo
la pena que le daba a la señora que se les retorciera el pescuezo, ya lo he
traído muerto y pelado.
–
¿Lo ves,
Benigna, como tú siempre me aventajas en generosidad?, ponderó la condesa.
–
¡Pero,
señora, si no vale ni dos cuartos!, exclamó la aldeana.
–
Ya sabes lo
que cuenta don Benitiño que dijo Nuestro Señor, sobre los que dan de lo que les
sobra y quienes entregan hasta lo que necesitan para comer, replicó doña
Emilia. Anda y lávate un poco la cara para quitarte las señales de las
lágrimas, que va a ser la hora de comer y, lo que es hoy, lo vas a hacer
conmigo en esta casa.
2. El
pariente del general Prim
Doña Emilia, para sanar el alma, creía más
en las virtudes de la buena vida que en la medicina. Por ello dejó pasar tres
semanas de veraneo en Meirás, antes de llamar a un galeno. Durante ese tiempo,
tanto ella, como sus hijos, habían intentado que Tona recuperase la salud y la
alegría, a base de excursiones, fiestas y toda clase de atenciones. Particular
interés por la invitada había tomado Jaime, por supuesto de la misma edad de
aquella, al quedar prendado de su belleza, pese a la delgadez y la palidez
extrema que la chica presentaba a la sazón. Pero todo era en vano: La joven
apenas probaba bocado y rechazaba cualquier obsequio que se le hiciera, por
poco valioso que fuese. Su lugar favorito del pazo era la capilla, donde se
retiraba a rezar en cuanto tenía oportunidad; hasta el punto de que doña Emilia
acabó por ordenar se cerrase con llave fuera de la hora de misa. Aunque la
condesa aparentaba no enfadarse y dar a las originalidades de su huésped
la menor importancia posible, no dejaba de hacerle algunas preguntas acerca de
los motivos de su conducta. Tona se explicaba con plena sencillez y veracidad:
–
¡Ay, señora!,
si yo no necesito nada y soy feliz con lo que tengo. Otros habrá que lo
precisen o, cuando menos, que lo crean así.
–
¿Y la comida,
Tona? Si sigues como hasta ahora, acabarás enfermando, causando con ello el
sufrimiento de tu madre, y también el mío, que he prometido cuidar de ti
mientras estés con nosotros en esta casa.
–
Siento
muchísimo apenar a la señora condesa, a mi madre y todos cuantos me quieren
–repuso Tona, con tono compungido-, pero no soy dueña de mi vida, que de seguro
perderé dentro de poco, como usted bien sabe. Para mí, es tiempo de sacrificio
y de hacer penitencia. Antes, en mi casa, teníamos tan poco, que apenas podía
ofrecer nada por mi alma; pero en este lugar de abundancia en que ahora me
encuentro, tengo al fin la oportunidad de ejercitar voluntariamente el
desprendimiento y la mortificación.
La condesa quedó estupefacta con el
razonamiento de Tona. ¡De modo que todo cuanto estaba haciendo por la
chiquilla, lejos de servir para que se repusiera y olvidase sus temores,
contribuía a hacer más fuerte su convicción y para mejor prepararse a bien
morir! Estaba visto que ella sola no podía remediar el problema ni hacer frente
a la situación. Había llegado el momento de apelar a la ciencia.
***
El doctor, don Ramón Couceiro, buen amigo
del padre de la condesa, era director del manicomio de Conjo[5]
desde hacía muchos años, además de profesor de Psiquiatría en la universidad
compostelana. La condesa no había tenido ocasión hasta entonces de tratarlo
como médico, pero su experiencia y ojo clínico eran proverbiales y, como
persona, era un modelo de prudencia y serenidad. Doña Emilia, usando de los
vínculos de amistad y alegando razones de urgencia, puso a disposición del
doctor un carruaje para traerlo desde Santiago, con intención de que se quedara
el fin de semana en Meirás y, de paso, reconociese a Tona, emitiese
diagnóstico y, a ser posible, un tratamiento para su dolencia. El bueno de
Couceiro sorprendió desde el primer momento a la condesa:
–
Para empezar,
Emilia –indicó el doctor-, es de todo punto necesario que la paciente no sepa
que yo soy médico psiquiatra ni, menos aún, que tú me has llamado para que la
estudie: La chica perdería toda la confianza que tenga en ti y se sentiría
angustiada y ofendida al verse tomada por loca, que es como por sistema
reaccionan las personas que no acuden a nosotros por propia iniciativa.
La condesa asintió. Ya encontraría
Couceiro el medio de sonsacar a Tona y de indagar en su espíritu a lo largo
del fin de semana.
–
De todas
formas, por lo que me exponías en tu nota –prosiguió el doctor-, se trata de
uno de tantísimos casos que se producen en Galicia –por no referirnos a otros
lugares de España- de supuesta posesión de una persona viva por las almas en
pena de la Santa Compaña, con la inevitable consecuencia de morir en el
decurso del siguiente año. Y esa enfermedad, mi querida amiga no
necesita de cura por el médico, sino del paso del tiempo. No hay mejor fármaco
para ella que la llegada al cabo del año sin que la muerte se haya dignado
visitar al emplazado.
Doña Emilia iba a rectificarlo, cuando el
galeno se le adelantó:
–
Claro que
están aquellos que, antes de que pase el año, presas de la angustia y la
desesperación, se suicidan o se dejan morir por abandono o de inanición. Esos
casos son, en verdad, desesperados. Aún diría más: no creo que la ciencia pueda
hacer nada por ellos.
La condesa quedó asombrada del aplomo y la
aparente indiferencia con que el médico reconocía la inutilidad de su profesión
en estos casos. El médico explicó su opinión:
–
Yo puedo
tener alguna esperanza de sanar a un loco cuando el resto de la sociedad
cree y actúa de forma completamente distinta a él. Nos guste o no, no hay mejor
definición de la locura que la de creer u obrar de manera absolutamente
excepcional, además de peligrosa o dañina. Pero ¿qué puede hacer un médico con
los poseídos por la Santa Compaña, si –quien, más, quien, menos- todos los
aldeanos y muchos que no lo son creen a pies juntillas en esas patrañas y nos
miran como extraños a quienes nos burlamos de ellas? Por ejemplo, Emilia,
¿pondrías tú la mano en el fuego porque no existan las meigas, o porque
las almas de los muertos no se nos presenten o comuniquen de alguna forma?
Doña Emilia optó por contemporizar:
–
¡Hombre,
don Ramón! Una cosa son algunos casos comprobados de poderes paranormales y de
espiritismo, y otra lo de la Santa Compaña y el irse al otro barrio en un plazo
prefijado.
Psiquiátrico
de Conjo (Santiago de Compostela)
El
médico sonrió comprensivo:
–
Menos mal que
estamos de acuerdo en esto último. Pero, con todo y con eso, será muy difícil
convencer a tu amiguita de que lo del emplazamiento es un cuento y sacarla así
del hoyo que ella misma se está cavando día a día.
–
Pero, por
difícil que sea –insistió la condesa-, algo tiene que poder hacerse. Me niego a
dar por perdida a esa pobre muchacha, cuya madre ha puesto toda su confianza en
mí.
–
Un médico
está obligado por juramento a no abandonar de mano a un enfermo, por el hecho
de que sea un caso desesperado –reconoció Couceiro-. El hecho es que quien se
haga cargo de esa muchacha conviene que sea lo menos parecido a un psiquiatra,
para conseguir entrar en su mundo íntimo. Lograrlo es laborioso, como también
ir encaminándola por el sendero, peculiar de cada persona, por el que pueda
salir del laberinto en que se encuentra. Todo eso lleva tiempo y yo, mi buena
amiga, no puedo faltar por ahora del hospital de Conjo ni un solo día. Tendría
que ser otro colega, y no uno cualquiera, sino alguien que aunase experiencia y
originalidad; joven, a ser posible, dada la edad de la paciente; dispuesto a
pasar junto a ella el tiempo preciso para conocerla y tratarla, y, desde luego,
que acepte hacerse pasar por alguien totalmente alejado de la ciencia médica...
–
¡Vamos, un
mirlo blanco!, interrumpió doña Emilia, algo descompuesta.
Don Ramón no se inmutó:
–
Si te lo
pongo tan difícil, no es para dejarte en la estacada, sino porque, pese a todo,
creo conocer a la persona que reúne todas esas cualidades; una persona que,
hasta ahora, está trabajando conmigo en Conjo, aunque en un par de meses
marchará destinado al sanatorio de Ciempozuelos[6].
Voy a ver si lo convenzo para que pase sus vacaciones en Meirás, prestándonos
este servicio. Desde luego, lo que él no consiga...
–
¡Ofrézcale lo
que pida y más!, exclamó la condesa. Y dígale que tengo muchas amistades
importantes en Madrid, por si necesita recomendación, o quiere hacerse una
clientela particular.
–
No le vendrá
mal que le echen una mano en la capital –aseveró Couceiro-. Tuvo una juventud
muy movida políticamente y la policía lo tiene fichado. De no ser por esos
antecedentes, a buenas horas se hubiese dejado caer por Santiago, siendo
catalán... Se llama Eudaldo Prats y, para acabar de completar sus estigmas,
es sobrino-nieto del general Prim[7].
***
–
No lo dude,
Eudald –Couceiro hizo un esfuerzo para llamarlo en catalán-. A cambio de
renunciar a sus últimas vacaciones en Galicia, tiene usted una oportunidad
excelente de dar respuesta clínica a un caso enrevesado y relativamente
frecuente y, de paso, ganarse el aprecio y el apoyo de una de las mujeres más
influyentes de España.
–
Eso, si doy
con la fórmula mágica –nunca mejor dicho-, replicó Prats; pero, ¿y si fracaso?
¡Menuda carta de presentación ante la buena sociedad madrileña! El
director de Ciempozuelos sería capaz de degradarme a loquero.
–
No sea
pesimista, colega. En todo caso, doña Emilia es, a más de inteligente, muy
comprensiva, y sabrá valorar su esfuerzo, con éxito o sin él.
–
También yo
aprecio a la condesa de Pardo-Bazán en lo que vale y, si me presto a este experimento,
es principalmente para conocerla y no desairarla.
–
Pues no se
hable más, amigo Prats. Haga usted el equipaje y marche cuanto antes para
Meirás, que el tiempo apremia.
–
Calma, calma,
señor director. Primero he de dedicar unos días para imponerme en la creencia
de la Santa Compaña y en otras similares, que las hay abundantes, tanto en esta
región, como en otros lugares de España, y aún del extranjero.
–
Como quiera
–concedió Couceiro, sabiendo que no podría reducir ni un ápice la estudiosidad
de su colega-, pero no se engolfe demasiado en los libros; procure informarse
por alguno de los celadores de este hospital, cuanto más rústico, mejor. Lo que
ellos creen será lo mismo de lo que esté convencida su joven paciente.
3. Mentiras
y buenas intenciones
Siendo una formidable cuentista[8],
no ha de extrañar que, cuando la condesa recibió en su pazo al doctor Prats,
tuviese ya preparada la presentación que del mismo había de hacerse ante Tona.
Es más, anticipando la conformidad en ello del médico, doña Emilia ya había
organizado un plan para que la muchacha y el doctor tuviesen la oportunidad de
pasar juntos todo el tiempo que pudieran. Escuchemos de labios de la propia
autora cuál era la invención por la que habría de pasar don Eudaldo para
ajustarse a lo preparado por la condesa:
–
Le he hecho
creer a Tona, y al resto de los moradores de Las Torres, que usted es un
joven y prometedor escritor que he conocido en Madrid y que está preparando una
novela de tema galaico, para lo que necesita acopiar información sobre
expresiones y frases en gallego, así como sobre costumbres e instituciones
rurales de Galicia. Con tal motivo, le he invitado a usted a pasar unas semanas
con nosotros y he decidido encomendarle a Tona, para que lo acompañe y asesore
convenientemente. Nadie mejor que ella, que es una campesina de los pies a la
cabeza y habla nuestro dialecto de forma habitual, cualidades que no tenemos,
ni yo, ni mis hijos. ¿Qué le parece, doctor?
–
Opino que la
señora condesa ha cebado magníficamente el anzuelo –repuso Prats-. A ver si la
muchacha está dispuesta a tragárselo.
La señora se echó a reír, tanto de la
alegoría, como de lo acertado de las aprensiones del psiquiatra.
–
Ahí está el
detalle, señor Prats. Aunque me he puesto muy seria ante sus reticencias,
recordándole, incluso, que me debe gratitud por acogerla en mi casa con tanto
cariño, la buena de Tona se escuda en que es una pobre ignorante, que ni
siquiera sabe leer –cosa que es lamentablemente cierta- y que no sabría cómo
tratar a un señor escritor, ni sería capaz de explicarle las cosas más
nimias... Yo creo que también Tona está jugando a los engaños y que, con
independencia de que sienta vergüenza por su ignorancia, o timidez ante un
hombre desconocido, lo que pretende es que no se la aparte de sus rezos y
penitencias, teniendo que dedicar el tiempo a algo que no tiene nada que ver
con su mundo de superstición... En resumen, doctor: Yo he hecho cuanto he
podido. Ahora le toca a usted ganarse a la chica, lo que no le va a ser
fácil... Claro que, con su juventud y su buena apariencia, va a tener usted
mucho adelantado.
Prats suavizó su connatural severidad,
esbozó una sonrisa y contestó con ironía:
–
Espero que la
señora condesa, además del papel de escritor, no me haya asignado en su comedia
el de galán de la dama joven. Las normas de deontología médica entre médico y
paciente son muy estrictas al respecto.
Doña Emilia volvió a reírse, con más ganas
aún que la vez anterior. Luego, aseguró:
–
Veo, doctor,
que vamos a entendernos sin dificultad. Y, por cierto, tengo que acostumbrarme
a apear el tratamiento profesional y llamarle Eudaldo, sin más. Tal vez
convendría, incluso que lo tutease, como muestra de confianza y, ¡ay!, por la
terrible diferencia de edad entre nosotros.
–
Me parece
perfecto –afirmó el degradado-, pero permítame que, aun llamándola
Emilia, conserve el usted. No podría dirigirme a usted de otra forma.
–
Está bien
–concedió la condesa-. Ahora solo nos falta inventarnos algún escritor famoso
que lo esté apadrinando en sus primeros pasos hacia la gloria. Mi hijo Jaime es
un lince y podría llegar a sospechar de que aterrice aquí un caballero del que
nunca había oído hablar a su madre.
–
No sé, no soy
muy lector –reconoció Eudaldo, modestamente-. Por aquello de venir por aquí en
plan regionalista, tal vez podría pasar por un discípulo de Pereda.
–
¡Quite,
quite!, rechazó la condesa. Ese señor actualmente no está bien considerado en
esta casa, y no por culpa mía[9]. ¿Qué le parecería haber venido recomendado por el señor Galdós? También él
estudia mucho el sabor local cuando prepara sus novelas, en particular, los Episodios
Nacionales, y hasta podríamos encontrarles a ustedes dos ciertas afinidades
políticas...
Pazo
o Torres de Meirás
***
La condesa estaba feliz. De día en día,
Tona parecía asumir con más agrado y dedicación su cometido de mentora de
Eudaldo en idioma y tradiciones gallegas, hasta el punto de pasarse las horas
muertas paseando y hablando por el extenso jardín del pazo, y aún los
alrededores, donde, a las lecciones de la chiquilla, se agregaban las de otros
lugareños más versados en dichos tópicos. Llegadas las horas de comer, aunque
no siempre aparecieran puntuales, Eudaldo y Tona comían con apetito cuanto en
el plato se les servía, clara demostración de que habían gastado muchas fuerzas
y no tenían empacho en recobrarlas mediante el alimento. Como es natural, doña
Emilia no tenía tan precisa noticia en tema de sueño pero, a juzgar por las
horas a las que Tona se retiraba por la noche y se levantaba a la mañana,
habría jurado que, ni velaba, ni padecía de insomnio.
La señora dejó pasar cosa de quince días
antes de llamar a solas a capítulo al doctor y preguntarle por los avances que
iba haciendo en la solución del caso. Esperaba una contestación muy positiva,
pero Prats, algo pesimista por naturaleza, la desilusionó:
–
No va mal la
cosa, no –concedió Eudaldo-, pero ahora es cuando va a empezar lo
verdaderamente dificultoso. Hasta el momento, nos hemos limitado a charlar
sobre esta hermosa región y sus usos más peculiares que, para excitar la
curiosidad y el interés de Tona, le he ido comparando con los de mi tierra
catalana a orillas del Ebro. Es a partir de mañana cuando tengo pensado entrar
en el mundo de las supersticiones mágicas y religiosas, como preámbulo para
abordar en concreto lo de la Santa Compaña. Ahí se verá si Tona está en vías de
mejora –como usted opina- o si se ha tratado de un deslumbramiento momentáneo,
fruto de su juventud y de mi savoir faire, aunque me esté mal decirlo.
–
Pues no me
queda –insistió la condesa- sino felicitarlo por los progresos y desearle los
mayores éxitos en esa parte más difícil que le queda.
El doctor se permitió rectificar a su
noble interlocutora:
–
Voy a
necesitar de usted algo más que parabienes y buenos deseos. Tengo un plan para
quitar de la cabeza a Tona la obsesión de que va a morir en corto plazo. Yo
creo que está bien urdido y que puede dar resultado, pero supone por mi parte y
por la de usted ciertos sacrificios, por así llamarlos.
La condesa, perpleja, contestó, como era
de esperar:
– Le
ruego que sea más explícito acerca del sentido y alcance de tales sacrificios.
–
Permítame,
condesa, que no entre por ahora en todos los detalles. Solo voy a pedirle que,
si Tona le preguntare por mi conducta y vida anterior, le confirme que no han
sido ejemplares, sino más bien todo lo contrario, y que usted, como persona que
me conoce bien, desearía que cambiase radicalmente de costumbres, cosa que, por
el momento, no tiene visos de producirse, al fracasar una y otra vez los buenos
consejos de mis amigos y mis propósitos de enmienda.
–
Pero,
Eudaldo, ¿está seguro de que es acertado lo que me pide?-inquirió alarmada la
señora-. Mire que las paredes oyen y la gente murmura. Puede que, en un quítame
allá esas pajas, ande usted en boca de todos y acabe por perder la buena fama,
que tan necesaria es para cualquiera; no digamos para un médico, al que se
confía la salud y la intimidad.
El doctor insistió, tranquilizando a la
condesa:
–
Estoy seguro
de que Tona la preguntará a usted en privado, así como de que sabrá guardar
secreto de lo que se le confíe. Por otra parte, estoy a punto de abandonar
Galicia, rumbo a Madrid, que está muy lejos y donde las costumbres relajadas se
miran con mayor benevolencia, tanto en los médicos, como en quienes no lo son.
Doña Emilia convino finalmente en lo que
se le pedía:
–
Conforme,
pues espero de su acreditada sensatez que lo que solicita tenga unos motivos
muy convincentes.
–
De la mayor
coherencia, puedo asegurárselo,
aunque el éxito del empeño depende de la bondad y las ganas de vivir de Tona,
concluyó el doctor.
***
Con prudencia y mano diestra, el doctor
fue llevando a Tona hasta la explicación del mito de la Santa Compaña. Como era
de esperar, la muchacha se sobresaltó y se puso a la defensiva. Con la mayor
tranquilidad, y como si fuese la cosa más normal del mundo, Eudaldo borró de un
plumazo, las reticencias iniciales de su interlocutora:
–
¡Bah!, no te
creas que eso de la Compaña es exclusivo de Galicia, ni tiene nada de
extraordinario o de terrorífico. Si, como cristianos, creemos en el Purgatorio,
lógico es que las almas que estén penando en él se reúnan y recen, cuando y
donde quieran. Lo que pasa es que, si te pilla el desfile de noche y en algún
lugar solitario, es natural que uno se asuste y crea que van a echarle mano.
Solo que no es ese el propósito de las almas en pena sino, precisamente, todo
lo contrario.
Retrato
del general Prim
Tona, con los ojos como platos, preguntó asombrada:
–
¿Todo lo
contrario? Entonces, ¿para qué se aparecen?
–
En realidad
no se te aparecen de propio intento: simplemente, las ves por casualidad. Y, si
Dios, Nuestro Señor, les da algún tipo de corporeidad para que las veamos, es a
fin de que nos sirvan de ejemplo en esta vida y mejoremos de conducta, que
buena falta nos hace a algunos, entre los que me cuento.
–
Entonces,
Eudaldo –preguntó la chica, no muy convencida-, ¿por qué no se nos aparecen
Dios, o sus ángeles, para hacernos tan piadosas advertencias?
–
Pues porque
son las mismas almas del Purgatorio las que, a cambio de las oraciones que les
dedicamos para sacarlas de él, quieren favorecernos con lo único que, por el
momento, pueden hacer por sus familiares y bienhechores: Advertirnos de que
existe la otra vida; que en ella hay que purgar por nuestros pecados antes de
pasar al Cielo, y de que no nos olvidemos de sus sufrimientos a la hora de
nuestras oraciones... Eso es, ni más, ni menos, una parte de la Comunión de los
Santos, de la que seguro que te habrán hablado los maestros en la escuela y los
curas de tu pueblo.
La muchacha se disculpó:
–
Fui muy poco
a la escuela, hasta el punto de que casi no sé leer, y de lo que predica don
Benitiño apenas entiendo la mitad de la mitad.
–
Pues ya ves.
Tengo que ser yo quien te ponga al corriente de esas cosas de iglesia, como si
fuese un buen cristiano.
Movida por la curiosidad y el interés
personal que la cuestión tenía para ella, Tona preguntó a Eudaldo por el núcleo
de su problema:
–
Y, si las
ánimas que van en la Compaña quieren a los vivos tan bien como dices, ¿por qué
cogen a un hombre, o a una mujer, para que vaya siempre delante de ellos, en
contra de su voluntad y sin poder negarse a acompañarlos?
El doctor tenía pensada la mejor respuesta
para cualquier objeción que le hiciese:
–
Vamos a ver,
Tona, ¿Qué lleva esa persona en las manos?
–
Dicen que una
cruz y un caldero de agua bendita.
–
Pues ahí lo
tienes. ¡Qué mejor prueba de que obra conforme a la voluntad de Dios! Y el
hecho de que vaya delante de las ánimas un vivo, generalmente conocido en los
contornos, es la manera de que los que no quieran ver al resto de la Compaña
puedan apartarse, o tomar otras medidas que los tranquilicen o pongan a salvo.
Es verdad que su trabajo es penoso y que casi nadie lo asumiría
voluntariamente, pero es un sacrificio que tiene que hacer en favor de los
demás hombres, y ya se sabe que somos egoístas y casi nunca queremos servir de
buen grado a nuestros semejantes.
Por fin, Tona le hizo la pregunta que
Eudaldo llevaba un buen rato esperando:
–
Y de que
muera en el plazo de un año cualquiera que vea a la Santa Compaña, sin poderse
precaver contra su mágico poder, ¿qué me dices? ¿Qué cosa de bueno y justo
encuentras en ello?
–
Si solo te
importa esta vida, eso no tiene nada de bueno, sobre todo, para gente joven y
sana. Pero si, como a las almas en pena, nos importase por encima de todo
nuestra salvación y la gloria eterna, estar emplazados es una verdadera
bendición de Dios. Figúrate: Saber con certeza cuándo vas a morir te permite
cumplir con diligencia todos tus buenos deseos, hacer cuantas buenas obras
puedas y, en suma, prepararte a conciencia para presentarte con las manos
limpias y llenas de merecimientos al juicio de Dios. Solo quien haya estado en
esa maravillosa tesitura puede saber la paz y la felicidad que se siente,
incluso en este mundo.
Desfile de la Santa Compaña
Tona, con la boca abierta, apenas podía creer lo que escuchaban sus
oídos. Era el momento que Eudaldo había esperado para introducir el remedio
definitivo para la turbación anímica de la adolescente:
–
Claro está
que esa bendición de Dios no siempre resulta necesaria, ni el alma es tan
fuerte como para entenderla y disfrutarla. Hay personas tan buenas y prudentes,
que no necesitan del aviso de la muerte para entregarse a Dios y al prójimo.
Otras, son tan jóvenes y están tan llenas de vida, que no pueden sino
acongojarse y abatirse por ver que se les acaba una existencia tan llena de
promesas y de esperanzas. Y hay quien cree que podría hacer muchas más cosas
santas, de contar con muchos años más. Bien, no importa. Dios es generoso y
ofrece a los que así piensen una dignísima forma de librarse de la muerte en
tan breve plazo. Yo lo he visto escrito en las obras del padre Feijoo, que fue
uno de los frailes gallegos más santos y sabios que han existido, como la
señora condesa podrá confirmarte[10].
A lo mejor te gustaría leerlo tú misma...
–
Ya te he dicho
que apenas sé leer, repuso Tona, algo mohína.
–
Pues entonces
te lo relataré yo, porque es de lo más interesante y poca gente lo sabe... Pero
eso será esta tarde, o mañana, que el reloj marca la una y tengo un hambre de
lobo. No sabes la energía que se gasta, tratando de explicarte las cosas que no
has aprendido en la escuela, ni entendido al padre Benitiño.
Y Eudaldo apresuró el paso, camino del
pazo, dejando a Tona, como suele decirse, con la miel en los labios.
***
–
Te supongo al
corriente, Tona –Eudaldo se estaba explicando-, de que el mortal que encabeza
la procesión de la Compaña puede librarse de tan poco grata función, si logra
que otra persona le coja la cruz que porta, lo haga conscientemente o por
sorpresa.
–
Ya lo creo
–asintió la chica-. Según mi madre, un pariente nuestro estuvo a punto de
cargar con el madero con engaños. Menos mal que la portadora era una mujer, y
sabido es que no puede cargar con la cruz un hombre cuando la titular de la
parroquia es una santa: en nuestro caso, Santa Rita.
La pareja estaba sentada en un banco a la
puerta de la capilla, a la caída de la tarde. Era lo más que el doctor había
podido lograr que esperase Tona para escuchar las novedades del padre Feijoo,
de boca de Eudaldo, tal y como este se había comprometido antes de almorzar.
–
Bueno –opinó
Prats-, en esto de la Compaña, hay mucho de verdad y muchas mentiras, que se
inventa la gente, por miedo o por malicia. Por ejemplo, eso de pasar la cruz a
un pobrecillo sorprendido y por sorpresa. A mí me parece que es impío imaginar
que la cruz de Jesucristo pase de unas manos a otras como quien juega a tú
te la quedas. En mi modesta opinión, tiene que haber una razón poderosa
para el relevo: por ejemplo, la de que quien lleve la cruz esté ya tan cansado
de hacerlo, que pueda llegar a morir de fatiga.
–
Muy cierto es
lo que dices –afirmó la muchacha-, que, de tanto caminar, noche tras noche,
acaban agotados y, a veces mueren. No hay más que ver lo amarillos y consumidos
que están; hasta el punto de que en eso se conoce la dura tarea que cumplen.
–
Más razonable
y acomodado a la santa caridad –prosiguió Eudaldo- es lo que pasa con los que,
habiendo hecho en vida el voto de peregrinar a San Andrés de Teijido[11],
fallecen sin haberlo cumplido, por ligereza o negligencia.
A Tona se le iluminaron los ojos al
escuchar lo de San Andrés e interrumpió el argumento de su interlocutor:
–
¡Es verdad!
Mi madre lo tenía ofrecido si me libraba de morir de niña, cuando me dio la
escarlatina, y allá que fuimos las dos, pese a lo costoso del viaje. De camino,
me decía mi madre que cuidara dónde ponía los pies, no siendo que pisara a
algún alma que peregrinara de muerta en forma de escarabajo, culebra o
lagartija, que son algunas de las apariencias que adoptan, en castigo por no
haber cumplido su voto mientras vivían.
El doctor, exagerando el desprecio por
semejante metamorfosis post mortem, discrepó:
–
Eso es un
disparate, Tona. El alma de una persona tiene tal dignidad, que nunca
permitiría Dios que se encarnase en una cucaracha u otra sabandija. Solo los
indios tienen una creencia absurda, parecida a esta[12],
pero un cristiano no puede admitir la verdad de tales leyendas.
–
Pues los
indios, no lo sé –replicó Tona, amostazada-, pero sí conozco de algún indiano
que iba en procesión delante de nosotras y le dio un pasmo cuando pisó por
descuido una babosa.
–
¡Paparruchas,
Tona!, insistió Eudaldo. Lo que sí es cierto, y demuestra que el amor persiste
después de la muerte –como afirma San Pablo-, es que, cuando un alma está
penando por no haber ido a San Andrés, un vivo puede hacerle la caridad de
peregrinar en su nombre, bajo penitencia de hacer el recorrido descalzo y
llevando una vela encendida en su mano. De ese modo, San Andrés perdona la
ofensa y el muerto puede descansar en la paz del Señor. Así es como hay que
entender esta piadosa creencia y en ello se basa el sabio padre Feijoo para
escribir lo que hasta ahora ha pasado desapercibido para el común de los
mortales, salvo quienes –como la señora condesa, o yo mismo- lo hemos leído con
detenimiento y devoción.
¡Al fin! Tona, con los ojos muy abiertos,
y la boca casi casi, se inclinó tanto hacia Eudaldo, que parecía iba a
comérselo. El doctor la separó con suavidad y le explicó, con la más serena y
convincente de las desfachateces, lo siguiente:
–
La misma
bondad que Nuestro Señor ha mostrado con los portadores de la cruz de la Santa
Compaña, o con los que desairaron en vida a San Andrés, la tiene para aquellos
que, por casualidad se topan con la procesión de la Compaña y no adoptan alguna
prevención santa, como la de asir una cruz o acogerse a los escalones de un
crucero. Esa bondad, según el sabio padre benito, es la siguiente: Si la
persona emplazada no desea morir en el intervalo de un año, pese a la gracia y
seguridad que ello pudiere suponer para su salvación, puede ceder ese beneficio
a quienquiera que acepte de buen grado ponerse en su lugar y sustituirla...
Claro que, para que el relevo pueda hacerse con eficacia, tiene que existir un
motivo muy poderoso, por virtud del cual el morir muy pronto aproveche más a la
salvación del alma del sustituto que a la del sustituido.
Prats interrumpió por unos momentos la
narración, para que calase y produjera efecto en Tona; pero esta no pareció muy
convencida:
–
Lo que me
dices tiene sentido, pero lo cierto es que nunca había oído tal cosa.
–
Porque el
padre Feijoo murió hace más de cien años y casi nadie lee ya lo que escribió en
unos librotes, que solo se conservan en las bibliotecas de conventos y
universidades... Ya veo –prosiguió el doctor con desdén- que pones en duda las
creencias basadas en la caridad y el amor de Dios, mientras tragas con
los sapos y culebras del camino de San Andrés de Teijido.
La muchacha enrojeció y, bajando la
cabeza, susurró:
–
Perdóname,
Eudaldo. Soy una pobre ignorante y, como tal, terca y desconfiada. No he
querido ofenderte. Termina tu explicación, te lo ruego.
–
Poco más hay
que decir –concluyó el doctor- de lo que escribió Feijoo, pero yo sí tengo algo
muy personal e importante que pedirte; no ahora, que tendrás que reflexionar
sobre todo lo que te he dicho, pero sí mañana o pasado porque –la verdad sea
dicha- el tiempo apremia, tanto para ti, como para mí.
El padre Feijoo
4. Una
obra de misericordia
Nunca recordaba Tona haberse hallado ante
una decisión más complicada y decisiva. Y lo curioso era que, si lo que Eudaldo
le suplicaba se lo hubiese pedido otra persona, se lo habría concedido de mil
amores y en el momento. ¡Nada menos que librarse de morir en el plazo máximo de
un año, a base de pasarle el regalito a otro, conforme a lo descubierto
por el padre Feijoo! Pero aceptar eso de aquel buen amigo, tan joven,
tan simpático, tan bien parecido... Era casi como hacerle la faena a su madre,
o a su hermano mayor, que también era un buen pájaro, aunque no tanto
como Eudaldo decía ser... En fin, que la chica, colorada y resoplando, optó por
quitarse de delante el pavoroso problema, diciendo así a su pertinaz
solicitante:
–
No me he
visto nunca en semejante trance. Déjame que, antes de responderte, consulte a
la señora condesa. Es muy buena y muy sabia y, además, nos quiere bien a los
dos.
Eudaldo hizo como si le disgustase el
aplazamiento de la resolución:
–
Sea como
dices y ve a consultar, si ello te hace feliz, pero no te demores, por favor,
que me tienes en ascuas, como si ya estuviese sufriendo el fuego del
infierno en esta vida.
Tona salió disparada hacia el pazo,
rogando a Dios que la señora ya hubiese concluido el reposo –como ella misma
llamaba a su siesta-. El Señor escuchó su petición, pues doña Emilia ya se
disponía a recogerse en su despacho, presta a retomar sus tareas literarias.
–
Pero, ¿qué te
pasa, chiquilla, que vienes tan escopetada? Anda, entra y cuéntame que es lo
que te agobia de esa manera.
–
¡Ay, señora,
es que no sabe usted lo que acaba de pedirme Eudaldo, perdón, el señorito don
Eudaldo!
La condesa, rápida como el rayo, se puso
inmediatamente en situación:
–
¡No me digas
que ese perillán ha vuelto a las andadas, y eso que me prometió comportarse
como un caballero mientras estuviera bajo mi techo!
Tona comprendió lo que doña Emilia
imaginaba y la rectificó de inmediato:
–
¡Huy, no
señora! No es ninguna maldad lo que me ha pedido... Bueno, a lo mejor, sí que
lo es... Por eso vengo a pedirle consejo a la señora.
–
Pues
desembucha, Tona, que ya me tienes en ascuas.
–
¿También
usted, condesa? –preguntó la chica-. ¿Es que va a pedirme también lo mismo que
don Eudaldo?
En fin, los equívocos fueron aclarándose y
Tona pudo exponer a la señora lo que Eudaldo acababa de suplicarle:
–
Dice el
señorito que le deje ponerse en mi lugar, que es la única forma de que salga de
su mala vida presente, se arrepienta y pueda salvar su alma.
–
¡Arrea! –doña
Emilia no pudo contenerse-. ¿Y cómo puede ser eso?
Tona respondió con la mayor sencillez:
–
Sobre ello no
hay problema, señora: lo dice un fraile muy sabio, el padre Feijoo.
La condesa, superada por la situación,
optó por dar carrete a la chiquilla, para ver en qué acababa aquello:
–
¡Ah!, si lo
dice el padre Feijoo, no hay más que hablar. Pero explícame qué es lo que
escribió al respecto.
–
¿No lo
recuerda, señora condesa? Pues don Eudaldo me aseguró que usted era de las
pocas personas que lo sabía.
–
Claro que sí,
hija –doña Emilia le seguía la corriente-, pero quiero saber lo que has
entendido tú.
–
Que una
persona –vamos, yo- puede pasarle el mal trago de la Santa Compaña a otra
–pongamos que a él-, si las dos están de acuerdo y existe justa causa.
–
¿Como cuál,
en este caso?, inquirió la condesa.
–
Pues que el
señorito dice ser tan malo, que está en camino del Infierno y solo puede
impedirlo el saberse a las puertas de la muerte, que es lo único que podría
conseguir que se arrepienta de sus pecados y no vuelva a cometerlos.
–
¡Ah, claro!
–exclamó doña Emilia, que ya había comprendido lo que el doctor intentaba-. En
cambio, tú eres lo bastante buena por naturaleza y no necesitas de la amenaza
de la muerte para hacer en todo momento la voluntad de Dios.
–
La señora me
considera en mucho más de lo que valgo –rectificó Tona- pero, en fin, eso es lo
que me ha explicado don Eudaldo para que acepte concederle lo que me ha pedido,
pues ya sabe usted que el padre Feijoo dice que no vale hacer el cambio, si las
dos partes no están de acuerdo.
–
Sí, hija, sí:
Eso es lo que he le leído en sus libros. Pero, volviendo a lo que te ha traído
hasta mí, ¿qué quieres consultarme? En cosa tan grave, solo tú puedes decidir,
con el amor al prójimo como criterio.
–
No, si yo ya
tengo casi decidido conceder al señorito lo que me pide. Solo se trata de que
usted, que lo conoce mucho mejor que yo, me asegure que es tal malo como dice y
que nunca se ha arrepentido de verdad, por más que los buenos amigos, como la
señora, se lo hayan advertido una y otra vez.
Doña Emilia, pese a lo prometido
anteriormente al doctor, no acababa de decidirse a mentir de manera descarada,
pero tampoco quiso desmentirlo: Se quedó en un término medio, moralmente aceptable:
– Querida Tona, nadie conoce su alma mejor que
uno mismo; así que, si él lo dice... Yo no me atrevo a hablar mal de un amigo,
a riesgo de incurrir en difamación o, cuando menos, faltando a la caridad
fraterna. En cualquier caso, si yo estuviese en tu pellejo, convertiría el mal
en bien y le concedería lo que pide. Estoy segura de que el Señor no tendría
nada que oponer a tan bienintencionada obra de misericordia.
– Muchas gracias, señora, dijo Tona poniéndose
presurosa en pie. Voy a buscar a don Eudaldo para otorgarle ahora mismo lo que
me ha pedido.
– Ve, hija, ve –apoyó la ilustre escritora-.
Estoy segura de que le darás una gran alegría.
***
Le faltó tiempo a doña Emilia para llamar
al doctor, con el fin de felicitarlo efusivamente por su éxito terapéutico.
Prats, aunque satisfecho de los elogios que le dispensó la condesa –a la que él
tanto valoraba-, se mostró prudente:
–
No crea, doña
Emilia, que las tengo todas conmigo. Aunque Tona ha accedido a que la
sustituya, me ha expresado su tristeza por el hecho de que se tenga que acudir
a tan drástico medio para alcanzar mi salvación. Incluso, me ha preguntado si,
en su libro, el padre Feijoo decía algo, o no, acerca de volverse atrás del
relevo ya acordado.
–
Amigo Eudaldo
–opinó la condesa-, para evitar ese posible retroceso, lo mejor será que
abandone usted el pazo cuanto antes con rumbo desconocido, de manera que Tona
no tenga cómo encontrarlo.
–
No resultaría
bien –discrepó Prats-: Tona podría hacer lo posible por encontrarme y, al no
lograrlo, le quedaría un cargo de conciencia de por vida... Se me ha ocurrido
una forma de dar a la transmisión del emplazamiento un tono mágico y religioso,
que quite a Tona de la cabeza cualquier prurito de dejarlo sin efecto... Claro
que voy a necesitar, una vez más, de la cooperación de usted.
La condesa suspiró antes de concederle su
venia, no sin advertirle:
–
Espero que
con ello pongamos fin a esta historia, que está dejando pequeños muchos de
mis cuentos.
–
Descuide,
señora condesa –prometió Eudaldo-, pero para ello habremos de esperar al
próximo miércoles, que hay luna llena.
San Andrés de Teijido
***
Está a punto de alcanzarse la medianoche.
Una luna sonrosada ilumina con su círculo perfecto la capilla del pazo, en cuya
sombra destaca otro círculo, algo menos perfecto que el lunar, marcado en el
enlosado con tiza blanca. En el interior del círculo se halla Tona, vestida con
una túnica blanca; un albo velo le cubre la cabeza, y los dedos de sus pies
descalzos sobresalen de la orla del vestido; sostiene con sus manos una vela
encendida. Ante ella, fuera del círculo de tiza, Eudaldo, impecablemente vestido
de etiqueta, aunque sin calzado alguno, se mantiene, erguido y taciturno,
mirándola de hito en hito. Algo más separada, doña Emilia, ataviada de luto
riguroso, lleva en la mano derecha un crucifijo y en la izquierda, un folio de
pergamino.
Suenan las doce campanadas en el reloj de
torre del pazo. La condesa, ahuecando la voz, pronuncia solemnemente las
siguientes palabras, que lee en el pergamino:
–
Alma
emplazada: Por la virtud de tu caridad fraterna, sal de tu encantamiento y cede
tu puesto a quien, por santa causa, te lo ha suplicado.
Tona,
al escuchar esas palabras, salió del círculo, entregó la vela a Eudaldo, besó
el crucifijo y quedó inmóvil al lado de la condesa. Esta volvió a leer, con
severa impostación:
–
Alma
que, por santa causa, quieres dar tu vida, salvando la ajena: Entra en el
círculo que habrá de llevarte al otro mundo en el plazo señalado.
Eudaldo
dio unos pasos, hasta quedar situado en el centro mismo del círculo, inmóvil y
con la mirada perdida. Doña Emilia leyó entonces:
–
Lo que
acabáis de hacer por vuestra santa voluntad, quede escrito e inmutable en el
libro de la vida y de la muerte.
–
Amén, respondieron Eudaldo y Tona al unísono.
La
condesa avanzó entonces hasta el borde del círculo mágico, desde donde sopló
hasta apagar la vela. Seguidamente, ya con su voz natural, dijo, dirigiéndose a
la pareja:
–
Y ahora,
hijitos, a casa, que no está la noche como para andar descalzos por el parque.
5. ...
Pero haberlas, haylas
Corre la primavera del año 189..., el
siguiente a aquel en que se produjeron los acontecimientos que hemos relatado
en los capítulos anteriores. Doña Emilia, como suele en esta época del año, se
halla en Madrid, viviendo la intensa vida literaria y de sociedad que
acostumbra. Las noticias de actualidad le llegan, raudas y abundantes, por
transmisión oral o por medio del correo. Apenas tiene tiempo de echar un
vistazo a los periódicos que se amontonan en una mesita, al lado de aquella en
que la condesa se desayuna. Esta mañana, por pura casualidad, el diario que ha
quedado encima es La Verdad. Lo hojea, distraída, mientras da buena
cuenta de un chocolate con picatostes. En la página 5, llama su atención un
titular, que le invita a leer el breve texto por aquel encabezado. La noticia
dice así:
Trágico suceso en el manicomio de Ciempozuelos
En la mañana de ayer, uno de los
internos en el hospital de orates de Ciempozuelos, en un rapto de furia, tiró
por una ventana del segundo piso al doctor, Don Eudaldo Prats Colomer,
que falleció instantáneamente a resultas del golpe recibido contra el suelo.
Pese a su juventud, el doctor Prats era
considerado como uno de los mejores médicos de España en su especialidad.
Por ello y por las cualidades de humanidad y
simpatía que lo adornaban, su trágica muerte ha sido unánimemente sentida.
Doña
Emilia, apenas termina la lectura del suelto, se levanta de la mesa de manera
tan rápida y brusca, que casi tira el servicio de desayuno. Corre hasta el
calendario de pared en el que, al pie de las fechas, figura el nombre del santo
del día. Lee y, al menos por unos momentos, se le vienen abajo sus convicciones
de mujer culta y avanzada de finales del siglo XIX.
Es que ayer, día 25 de abril fue la
festividad de San Marcos Evangelista.
Panorámica aérea del
psiquiátrico de Ciempozuelos
[1] Emilia Pardo-Bazán y
Rúa-Figueroa (1851-1921), una de las intelectuales y escritoras más importantes
de España de los siglos XIX y XX.
[2] Jaime Quiroga
Pardo-Bazán (1876-1936), primogénito de la condesa de Pardo-Bazán quien, por su
condición de aristócrata y militar de derechas, fue asesinado en Madrid por secuaces
republicanos, el 11 de agosto de 1936.
[3]
El esposo de la
condesa de Pardo-Bazán se llamaba José Quiroga y Pérez de Deza.
[4] El famoso pazo de
Meirás también era conocido como Torres de Meirás, como lo recogió la
condesa de Pardo-Bazán en su testamento, cuando manifestó su deseo de ser
enterrada en él (lo que, hasta el presente año de 2024, no ha sido cumplido).
[5] Primer hospital
psiquiátrico de Galicia, abierto en 1885 en las inmediaciones de Santiago de
Compostela, que actualmente (2024) sigue en funcionamiento. Su ortografía en
gallego es Conxo.
[6]
Psiquiátrico fundado en 1876 en el municipio
de Ciempozuelos, provincia de Madrid.
[7] Juan Prim Prats
(1814-1870), destacado militar y político español, que fue asesinado en Madrid,
el 30 de diciembre de 1870, cuando era presidente del Consejo de Ministros de
España. Lo controvertido de su figura pública explica que, para muchos, pudiera
ser un estigma (como dice el relato) el ser pariente próximo del mismo.
[8] Se calcula que la
condesa de Pardo-Bazán fue autora de no menos de quinientos cuentos, recogidos
muchos de ellos en varias compilaciones.
[9] El escritor José
María de Pereda se cuenta entre las muchas personas ilustres que se apartaron
de la amistad de la condesa de Pardo-Bazán cuando esta publicó su famoso y
-para entonces- atrevido libro, La cuestión palpitante (1882).
[10] La condesa de
Pardo-Bazán estudió en su juventud la obra de fray Benito Jerónimo Feijoo y
Montenegro (1676-1764), de lo que da fe su libro, Estudio crítico de las
obras del padre Feijoo (1876).
[11]
Famoso lugar de
peregrinación en la provincia de La Coruña (municipio de Cedeira).
[12] Alusión a la creencia
en la metempsícosis o transmigración de las almas, común en las religiones
hindúes.