Don Isidoro, profesor entre el temor
y el amor
Por Federico Bello Landrove
En memoria de los maestros que
dejaron en nosotros -buena- huella
La violencia de la
guerra civil y la dureza de la posguerra que siguió convirtieron a muchos
españoles en sombras empavorecidas de lo que antes fueron, en intelectuales esterilizados
por el miedo y el desprecio. ¿Pudo haberlos confortado y redimido el amor, o
también este fue víctima de las circunstancias? De ello trata la presente
historia, en que la fantasía vuela apenas dos palmos por encima de los tejados
de la realidad.
1. Entre la niebla y la leyenda
El calendario de
pared, con anuncio en resalte de la Librería Santarén, recuerda que nos
encontramos a marzo de 1946 y, suponiendo que el reloj de pared esté en hora,
que son las diez menos cuarto -suponemos que de la mañana-. En la
momentáneamente desierta sala de profesores, un caballero pulcramente vestido,
con el abrigo echado sobre los hombros y sombrero y cartera en las manos, abre
la puerta, entra en la pieza y se dirige a la mesa central, donde, junto al ABC
y el Diario local, se ordena en un par de montoncitos la
correspondencia recibida para los profesores. El solitario visitante repasa las
direcciones y separa las tres cartas y el ejemplar de revista que le vienen
dirigidos. Hojea luego los periódicos, que siguen echando bombas por la decisión
de la recién nacida ONU, rechazando el ingreso de España en la Organización e
invitando a los Estados miembros a romper relaciones con nuestro país[1].
Francia cierra sus fronteras con nuestra patria, reza explícitamente un
titular[2],
que apostilla poco más abajo: Más valdría que el Gobierno francés se ocupara
en resolver sus problemas internos, pues la represalias contra los presuntos
colaboracionistas de Vichy han puesto al país galo al borde de la guerra civil[3].
El solitario lector esboza una sonrisa y musita: Guerra civil, guerra civil…
Como si un supiéramos los españoles lo que, de verdad, es una cosa así.
El caballero,
aprovechando que está solo, abre sus cartas y hace una rápida lectura de las
mismas. Dan las diez, la hora del cambio de clases, aunque la oficial para
él añade diez minutos de cortesía[4],
a fin de que los alumnos puedan pasar del aula de Derecho Romano a la suya,
la de Derecho Político y otras hierbas, como bromea su joven paisano y
colega, el catedrático de Derecho Natural, que con él la comparte. Inicia el
repaso del índice de la revista recién recibida, hasta que se abre la puerta de
la sala para dejar paso a Basilio, el procesalista, con el que vivió días ya
casi olvidados en el Tribunal de Garantías Constitucionales[5].
El recién llegado lo saluda amistoso, como siempre:
-
¡Hombre,
Isidoro, no has perdonado el viaje desde los Madriles, ni aunque ayer haya
sido festivo[6]!
-
¿Por
qué habría de excusar la impartición de la clase de hoy?, responde Don Isidoro,
con cara de sorpresa. No me liga ningún lazo patronímico con el santo patriarca
de la estirpe de David.
Su interlocutor
prorrumpe en una carcajada:
-
¡Eres
imposible! ¡Cualquiera adivina que estás refiriéndote a San José!
-
Bueno
-añade Don Isidoro con toda la seriedad del mundo-, si hubiere de ser paladino,
podría referirme a tan ilustre miembro de la grey celestial como el padre
putativo de Nuestro Señor Jesucristo y, a mayores, santo patrono del Sindicato
Nacional de la Madera y Corcho.
Después de tal
precisión, tan fúlgida como necesaria, Don Isidoro se yergue, recoge
correspondencia y sombrero y, sin esperar a que Basilio se reponga de su ataque
de risa, comprueba la hora en el reloj y sale de la sala, encaminándose a su
aula por la crujía más larga, de modo que, al llegar a la puerta de la clase,
sean ya las diez y diez corridas.
Cuando se dispone
a franquear el umbral, entre la respetuosa expectación de los alumnos, se le
acerca un bedel y le advierte:
-
Don
Isidoro, de parte del Decano, que pase usted a verlo cuando acabe las clases.
***
El aviso que tenía
que darle la inmediata autoridad académica tenía mucho de honorífico embeleco,
por el que casi todos los catedráticos han de pasar, afortunadamente, una o muy
pocas veces en su vida académica-.
-
Don
Isidoro -el joven Decano no apeaba el tratamiento, sin duda algo cohibido por
la diferencia de edad con su colega-, acabo de recibir del rectorado la
comunicación de que corresponde a un profesor de nuestra Facultad el impartir
la lección inaugural del próximo curso; y, comprobados los antecedentes, le
toca a usted asumir tal encargo.
El comisionado quedó
lívido y, por un momento, sufrió un conato de desvanecimiento, que le obligó a
apoyarse en el respaldo de una silla próxima para evitar caerse. El decano,
percatándose de la demudación, tomó a su interlocutor por un brazo y lo
encaminó hasta el tresillo del despacho, invitándolo a tomar asiento.
-
¿Se
siente mal?, agregó. ¿Quiere un vaso de agua?
-
Gracias,
pero ya se me va pasando. Debe de haber sido por el estupor ante tan
comprometido encargo.
El decano respiró
aliviado al tener noticia de lo nimio de la causa del vahído. Reaccionó
paternalmente:
-
Por
Dios, Don Isidoro, no deja de ser un momento expuesto e importante en nuestro
currículo docente, pero seguro que usted lo supera con la elegancia que
acostumbra.
Repuesto a medias,
el profesor de Político se colocó a la defensiva, tratando de que pasase de él
aquel cáliz:
-
¿No
se tratará de una equivocación? Hace apenas seis años que hube de asumir un
encargo análogo de la Universidad de Vetusta, en la que profesaba antes de
trasladarme a esta de Castellar…
-
No
hay tal error. He examinado el registro y este año le toca a usted, siguiendo
el orden de antigüedad en el escalafón, que es el que rige para estas cuestiones.
En cuanto a su brillante discurso de octubre del 39, no cuenta a estos
efectos, al haberse pronunciado en otra Universidad.
El decano había
enfatizado tan nítidamente el calificativo de la disertación, que Don Isidoro
se ruborizó, bajó los ojos y decidió no seguir objetando con base en aquel
ingrato retazo de su pasado. Se limitó a preguntar:
-
¿Ha
emitido el Rector alguna indicación o consigna sobre la temática de la lección
de apertura, o acerca de la necesidad de presentarla con antelación para su
censura por la autoridad?
-
Por
supuesto que tiene usted completa libertad para elegir el tema del discurso,
siempre dentro de las materias propias de su asignatura -aclaró el interpelado,
con una amplia sonrisa-. Bastará con que presente el texto en el Servicio de
Publicaciones de la Universidad con la suficiente antelación para imprimirlo y
tener los ejemplares listos para su reparto en el día señalado, que será el
próximo 14 de octubre. Así, si la censura tuviere alguna observación que
hacerle, podrá usted rectificar lo pertinente.
Don Isidoro
pareció aliviado. Recuperó su natural prestancia, se puso en pie y concluyó:
-
Espero
dejar en buen lugar a esta Facultad, que con tanto mimo me acoge desde el año
40.
-
Ni
más ni menos que el que usted se merece, respondió el decano, con ampulosidad
digna de mayor franqueza.
Universidad de Valladolid
***
Aunque había
excusado la ingestión de alimentos de digestión pesada, Don Isidoro, después
del almuerzo, hubo de echarse al coleto un buen vaso de agua con un par de
comprimidos de Alka-Seltzer[7].
Y es que, desde la alusión del decano a la brillantez de su discurso
de apertura del curso 1939-1940 en la Universidad de Vetusta, no dejaba de
darse al diablo. ¡Ahí es nada!: Encerrarse en el armario -o almario- del
exilio interior[8], para
que, pese a todo, la inevitable venta de su alma estuviese en boca de aquel
discípulo espurio de Asúa[9],
lo que era tanto como decir que él no estaba lejos de convertirse en el
hazmerreír de todos los fascistones que pululaban en el claustro de
Castellar y en el deshonor de los pocos profesores que, hasta ahora, lo
consideraban -aunque con reservas- uno de los suyos.
Sí, de acuerdo,
pero, desarreglos gástricos aparte, ¿qué tósigo encierra aquel malhadado
alegato, que ahora envenena los sueños y las vigilias de Don Isidoro? Un
historiador lo explicaba así muchos años después, con la frialdad del paso del
tiempo y la comprensión por la debilidad humana en tiempos recios:
En aquel
entonces, no bastaba para muchos con reprimir y sancionar: Había que someter a
los vencidos a la humillación de negarse a sí mismos y abjurar públicamente de los
valores por los que tantos amigos habían dado su vida. En ocasiones, confluía
el deseo de hacer pagar al enemigo, o al tibio, el favor de seguir viviendo y
trabajando, aun con todas las trabas imaginables. Debió de ser ese el caso para
Don Isidoro, a la hora de confiarle la lección inaugural del curso
1939-40 en la Universidad de Vetusta, precisamente, sobre el tema de la nueva
forma de organizar el Estado y la política en Alemania e Italia, con los
evidentes y ditirámbicos excursos para con el régimen español y su invicto y
glorioso Caudillo. En cualquier caso, consta que se corrió deliberadamente la
vez para que disertara Don Isidoro, en lugar de un catedrático de Químicas, al
que por turno correspondía…
Y terminaba la
alusión a tan forzada palinodia con la conclusión siguiente:
No es, pues,
extraño que, entre el ludibrio y la vergüenza, el profesor, represaliado summa
cum ignominia[10], decidiera
escapar de los fantasmas de Vetusta y firmase su traslado a cuantas cátedras
salieran a concurso, de su asignatura o de otras materias afines. Sus
peticiones encontraron eco y comprensión, de modo que el curso siguiente ya
pudo comenzarlo en la Facultad de Castellar, y en la misma materia -el Derecho
Político- que venía impartiendo anteriormente. Si los fantasmas lo acompañaron
hasta su nuevo acomodo es cosa que, dadas las circunstancias, estoy por
aseverar.
Así que ya tienen
ustedes la explicación de los desarreglos gástricos del profesor y de su
necesidad de Alka-Seltzer: Aquella mañana, Mefistófeles había adoptado
la figura del decano[11],
que se había atrevido a calificar de brillante su pretérita bajada de
toga, por no aludir con impudicia a otra prenda más íntima.
***
Pertrechado con el
modesto equipaje de un bolso de viaje a cuadros escoceses en rojo y negro
-vetusto vestigio de su ya lejana estancia como becario en la Universidad de
Londres-, Don Isidoro recorre el corto trayecto entre el modesto hotelito en
que se aloja en Castellar y la estación de ferrocarril, presto a tomar el
tranvía de la tarde con destino a Madrid. En la cabeza le hierven ideas y
proyectos para salir dignamente del paso de la lección inaugural, procurando
que estén tan lejos de la política hispana del momento, como de su manido
tópico del mundo anglosajón, pues se ha enterado de que un malicioso colega
madrileño anda comentando que la no escrita Constitución británica es la
talanquera del timorato profesor de Castellar. ¡No sería una mala idea disertar
sobre la obra de algún tratadista español del Siglo de Oro, aunque para la
nueva España imperial soplen últimamente malos vientos del extranjero[12]!
Y, ya de puestos, ¿por qué no tener un detalle con la Universidad
castellarense, recordando a alguno de los maestros o alumnos famosos que
pasaron por sus aulas?
Pensando, pensando, el profesor se equivoca de vagón y sube a uno de
primera clase, un exceso que no suele permitirse, no tanto por el dispendio,
cuanto por su vehemente anhelo de confundirse con la medianía. Desanda el
trayecto hasta su coche de segunda y, por el camino, le asalta la duda de si su
acercamiento al mundo de hoy no resultará en exceso atrevido. Puesto a
seguirle la corriente al chistoso compañero de Madrid, él se había atrevido
hasta entonces a recibir a portagayola a Aristóteles; a torear al natural a
Santo Tomás y, desde aquí, directo al burladero. Tal vez un morlaco de la
acreditada ganadería de la España áurea resulte demasiado para un diestro
resabiado y medroso… Habrá que considerarlo con calma y prudencia, que nada
está más lejos de su intención que el meterse en líos.
En fin, arranca el
tren. Por delante, unas cinco horas de viaje y, por ahora, está solo en el
compartimento. Es una buena oportunidad para reflexionar e imaginar pero, por
de pronto, entre el sopor de la digestión y el monótono y lento traqueteo del
tren, Don Isidoro se deja vencer del sueño. Cuando despierta, media hora
después, le saluda la maciza mole del castillo de la Mota[13].
Puede ser que sus sillares seculares lo inspiren en la busca del tema de ese
discurso magistral que aún no ha engendrado y ya le despierta dolor de
cabeza.
Universidad de Oviedo
2. La loca primavera del 46
Aquel año la Semana Santa se hizo
esperar[14],
cosa que Don Isidoro agradeció, zambulléndose en los seminarios de la Facultad
de Letras y en la espléndida biblioteca del Colegio Mayor Santa Cruz. Y
es que ya había decidido el objeto de su discurso de apertura, que a su juicio
satisfacía la pretensión de rendir tributo al Siglo de Oro hispano y, en
particular, a uno de sus pensadores y literatos más preclaros, quien había sido
en su día alumno de Teología en la Universidad de Castellar: Don Francisco de
Quevedo y Villegas[15].
El título pensado para la futura disertación le pareció así mismo muy acertado:
“La Política de Dios y Gobierno de Cristo de
Francisco de Quevedo, como antítesis del pensamiento de Maquiavelo”[16].
Se quedaba con ganas de añadir aquello de la Tiranía de Satanás[17],
pero su prudente olfato le hizo suponer que una referencia tan conspicua a la
tiranía y a Satán podía resultar sospechosa para los censores hispanos del
momento.
A eso de las ocho
de la tarde del martes, día 9 de abril, abandonaba ya Don Isidoro la biblioteca
del Santa Cruz cuando, al pasar por el jardín interior camino de la
salida, creyó estar viendo visiones. De la reja de una de las ventanas del
Colegio[18],
colgaba una bandera a franjas, roja, amarilla ¡y morada! Aunque el sol ya se
había puesto hacía un rato y el profesor aceleró el paso, poniendo un repentino
e intenso interés en la gravilla del sendero, no tuvo ninguna duda acerca del
sentido de la oriflama, siquiera le pusiera alguna objeción:
-
¡Cáspita,
una bandera republicana…, por más que la franja amarilla es de doble anchura
que las otras dos!
El alarmado
profesor anduvo a toda prisa el trayecto hasta el Santuario del Sagrado
Corazón, desde donde ya resultaba imposible divisar la plaza de Santa Cruz.
Seguidamente, procurando calmarse y no llamar la atención, moderó su paso y,
por calles poco concurridas, alcanzó el hotelito de su residencia, acogiéndose
de inmediato a su habitación. Apenas cenó y su sueño fue corto y de lo más
agitado. Al repiqueteo estridente del despertador, quedó cortada su visión
onírica de una Mariana Pineda con el rostro de la agraciada alumna de segundo
curso, que se sentaba indefectiblemente en tercera fila del aula. Se incomodó
por la interrupción del sueño, pero hubo de reconocer lo propio del conato:
Tampoco la liberal granadina había logrado acabar de bordar la enseña[19].
A la mañana
siguiente, se le pegaron las sábanas y, tras mucho correr, llegó a la Facultad
a las diez y cuarto. A la entrada en el magno edificio, le sorprendió un
concurrido revuelo de estudiantes, así como el asalto de un bedel, que
lo conminó:
-
Don
Isidoro, que se pase de inmediato por la sala de profesores.
***
Pese a lo
relativamente temprano de la hora, la citada sala bullía ya de docentes,
incluidos algunos de las aledañas Facultades de Letras y de Química. Entre
ellos, pasaban de mano en mano ciertas octavillas, breves y de mediocre
impresión, cuyo escueto contenido parecía escandalizar a la mayoría de los
lectores[20]. Muy
pronto, uno de sus colegas notó que Don Isidoro -recién llegado- aún estaba in
albis y le hizo obsequio de una de aquellas hojas volanderas, en la que se
podía leer:
Los estudiantes
no queremos ser pistoleros de Franco y de Falange, ni vestir uniformes de opereta
a la italiana.
Nuestro atento
lector, tras dedicar casi un minuto a empaparse del texto y digerirlo, seguía
tan in albis como al principio, de modo que optó por acercarse a Basilio, el
procesalista, que solía estar más al tanto de lo que se cocía entre la
grey estudiantil.
-
¿A
qué se hace alusión con lo de pistoleros de Franco y los uniformes de opereta?,
le susurró Don Isidoro.
-
Supongo
que es una forma de referirse a las Milicias Universitarias[21]
-repuso Basilio-. En lo que respecta a los uniformes a la italiana, no tengo ni
idea de lo que se quiere decir pues creo que no he visto nunca a uno de
nuestros alumnos vestido de caballero aspirante a pistolero -bromeó el
interrogado[22]-.
En ese momento, el
joven decano levantó la voz pidiendo silencio. Hecho este, se dirigió a los
concurrentes:
-
Señores,
los bedeles me informan de que, aparte de las octavillas que han recogido, en
varios puntos de los pasillos y escaleras del edificio han fijado con engrudo a
las paredes bastantes pasquines con textos…, digamos, subversivos. Los
subalternos me preguntan que si proceden a retirarlos.
-
Pues,
¿qué demonios quieren que se haga con ellos? -rugió el catedrático de Economía
y Hacienda, que se había hecho famoso al calificar de establecimiento
educativo el campo de concentración de Dachau-. ¡Da inmediatamente orden de
que los retiren! ¡Yo mismo, si quieres…!
-
No
lo veo yo tan claro -replicó el decano-. Los pasquines constituyen un cuerpo de
delito y, como tal, debería permanecer incólume hasta la llegada de los agentes
de la autoridad para recogerlo.
-
¡Aquí
tú eres la autoridad, y los bedeles tus agentes!, rugió el financiero. ¡No
podemos consentir que tales ofensas al honor del Caudillo permanezcan ni un
minuto más a la vista de nuestros jóvenes!
-
No
es tan sencillo -refutó de nuevo el decano-. Hay carteles de esos en las tres
Facultades de este edificio y se rumorea que también los han puesto en la de
Medicina y en el Hospital. Como cuestión general, entiendo que debe decidir el
Rector. Voy a telefonearlo ahora mismo y también al Gobernador Civil. Entre tanto, que los bedeles vigilen que nadie arranque esos carteles.
Rojo de ira, iba a
intervenir nuevamente el admirador de Dachau, cuando Basilio terció, con
maliciosa ignorancia:
-
Pero
¿puede saberse qué hay escrito en esos pasquines que nuestro ilustre colega
califica de ofensivos para el inmarcesible honor del Caudillo?
El bedel que había
levantado la liebre se atrevió a contestar, como el más informado entre los
circunstantes de lo que se inquiría:
-
Los
hay de dos clases. En unos pone Franco es la guerra civil; en otros, Franco
a Nuremberg[23],
mientras que en otros se lee que los
católicos no apoyamos los crímenes de Franco -dicho sea con perdón de los
presentes-.
-
Siendo
así, amigo decano -concluyó Basilio-, yo que tú ordenaría la inmediata retirada
y custodia del cuerpo del delito, sin más trámites. El testimonio de los
bedeles será prueba suficiente de la autenticidad de los pasquines y del lugar
en que se hayan fijado.
-
¡Y
si hacen falta testigos de más altura, aquí estoy yo, que voy al punto para
allá! -bramó el profesor de Hacienda- Lo que es, el consejo de guerra[24]
no va a tener dificultades para condenar a esos rojos miserables, por falta de
testigos.
Los famosos
pasquines fueron recogidos, no sin esfuerzo y algunas roturas, dado que el
engrudo usado para encolarlos debía de ser de primera calidad. La presencia de
los primeros policías armadas animó a algunos estudiantes a tomar el camino de
las aulas, y el de los cafés y billares más cercanos a los más. Por su parte,
los profesores también fueron disolviéndose, formando pequeños grupos en
animada conversación. Don Isidoro, sin vacilar, se encaminó hacia el aula de
sus clases, aunque apenas faltasen ya cinco minutos para que dieran las once. Posó
el sombrero sobre la mesa y preguntó, con su voz suave y pausada, a los cinco o
seis alumnos que se hallaban presentes:
-
¿Acaso
se ha producido algún evento excepcional que haya podido postergar la
relevancia de cumplir con el deber de asistir a clase?
Las cosas estaban
demasiado calientes para uno de los jóvenes presentes, que había entrado
en clase con el único objetivo de eludir a los secretas. Sin levantar mucho la
voz, pero con evidente enojo, le dio una réplica que el profesor no pudo por
menos de juzgar merecida:
-
El
mismo evento, Don Isidoro, que le ha tenido a usted fuera del aula hasta cinco
minutos antes de acabar la clase.
***
La lección de las
once contó ya con la concurrencia habitual. Don Isidoro disertó acerca de los
Estados federales y no hubo más incidencia que la ausencia del bedel para
anunciar la hora de finalización de la clase. Los movimientos y carraspeos de
los alumnos hicieron que el catedrático se percatase de que ya habían pasado
las doce. Comprendiendo que aquel día los subalternos tendrían deberes más
perentorios que el de dar la hora, dio por finalizada su intervención, no sin
aludir con evidente ironía a que alguna perturbación se habría producido
para que tan celoso subalterno perdiese la noción del tiempo.
Jardines del Colegio Mayor Santa Cruz
(Valladolid)
En aquellos mismos
momentos terminaba sus clases del día el colega Basilio. Contra su inveterada
costumbre, Don Isidoro hizo por encontrarlo, hallándolo en el zaguán de la
Facultad, inspeccionando los restos de la reciente pegada de carteles, alguno
de los cuales se habían fijado a considerable altura. Al acercarse Don Isidoro,
le guiñó el ojo y comentó a propósito de tal esfuerzo:
-
Habrán
utilizado una escalera… ¡Fíjate que hasta pusieron un cartel sobre la cara de
uno de los leones del atrio! Claro que, tratándose de católicos -según afirman
ellos- no es de extrañar que estén acostumbrados a la elevación[25].
Don Isidoro no
estaba para bromas. Al punto preguntó a su colega:
-
¿Podemos
hablar unos minutos? … Si te parece, vayamos al seminario de Político, para que
no nos moleste nadie.
Basilio accedió y
ambos recorrieron el corto trayecto existente, sin que Don Isidoro abriera la
boca en todo el camino y seguramente sin atender a la charla de su compañero,
que parecía muy animado por los sucesos de aquella mañana.
Llegados a su
destino, el catedrático de Político abrió el pequeño despacho que como director
de seminario le correspondía, invitando a entrar y tomar asiento a su colega,
tras lo que volvió a cerrar con llave la puerta. Iba Basilio a hacer alguna
observación jocosa a propósito de tan férrea clausura, pero Don Isidoro no le
dio tiempo:
-
Perdóname
esta encerrona, pero estoy preocupadísimo desde ayer tarde por lo que está
pasando, que me parece disparatado y muy peligroso. Querría recabar información
al respecto y no creo que haya nadie más de fiar ni mejor situado que tú para
satisfacer mi curiosidad.
Basilio, aunque de
sí sincero y espontáneo, salió por la tangente:
-
En este caso, amigo Isidoro, creo que estás
más enterado tú que yo, pues ayer por la tarde no tenía ni idea de la que se
iba a preparar en la mañana de hoy.
Don Isidoro expuso
brevemente lo de la bandera republicana en una ventana del Colegio Mayor Santa
Cruz. Basilio, una vez más, pareció tomarse a la ligera las inquietudes de
su amigo y bromeó:
-
¡Caramba,
eso sí que es gravísimo! Una cosa es que pongan a escurrir a Franco, pero
respetándole la poltrona, y otra, mucho peor, que alguien quiera retornar a los
tiempos de la República, venero de separatismo e irreligiosidad… Yo que tú,
acudiría de inmediato a comisaría para denunciar los hechos.
-
No
creerás que a estas horas va a seguir la bandera tricolor colgada… -gruñó Don
Isidoro-. Y, en cualquier caso, no soy el más indicado, por mi fama y mis
ideas, para entremeterme en una cuestión así: A saber si no acabarían por
implicarme en los hechos que iba a denunciar.
-
Tienes
razón -concedió Basilio-: Por unos motivos u otros, te has granjeado una
leyenda roja bastante peligrosilla. ¡Quién se lo hubiera dicho a aquel vocal
vasco del Tribunal de Garantías, que te martilleaba con la muletilla, Don
Isidoro, ¡defínase usted!
-
Dejemos
los recuerdos para otro momento -replicó, molesto, el presunto indefinido-.
Lo que ahora nos ocupa supongo que será cosa de algunos alumnos demasiado…
decididos. ¿Estoy en lo cierto, o no?
Basilio se encogió
de hombros antes de contestar:
-
¿Qué
sé yo? Se rumorea que son unos cincuenta, de las cuatro Facultades[26].
De todas formas, no pienses que son todos universitarios. Según me ha comentado
Fito, han formado una llamada junta antifascista, con
participación de algunos maestros y profesores, en su mayoría expulsados por
motivos políticos[27]…
-
¡Estamos
buenos!, se lamentó Don Isidoro. ¿Qué pretenden esos insensatos, que volvamos a
las andadas?
-
Supongo
-aventuró Basilio- que, con la victoria de los aliados y los acuerdos de la
ONU, entenderán que es el momento oportuno para forzar la situación y animar a
los americanos, franceses y demás para que echen al Caudillo y pueda
restaurarse la República en España.
-
¡Apañados
están, confiando en el camisero de Kansas City[28]!
Desengañémonos, Basilio: si las potencias democráticas no han hecho nada hasta
ahora por echar a Franco, ya no lo harán jamás.
-
Pero
-balbuceó Basilio-, con todo lo que están diciendo últimamente... Incluso el
Gobierno republicano en el exilio se propone regresar a España, tan pronto haya
quedado un rincón de nuestro país libre de la dictadura[29].
-
Mejor
harían -concluyó Don Isidoro- en no despertar falsas esperanzas. Malo es que la
juventud crezca sojuzgada, pero mucho peor es que vuelva a pasar por la
guadaña, apenas diez años después que sus mayores.
***
En pocas ocasiones
agradeció tanto Don Isidoro perder de vista Castellar y acogerse al anonimato
madrileño, como en aquella semana de abril que precedió a las vacaciones de
Semana Santa; tanto más, cuanto que los desórdenes continuaron tras el
reparto de octavillas y el fijado de pasquines. Los revoltosos no habían
olvidado que un 14 de abril, quince años atrás, había sido proclamada la
República y decidieron festejarlo con una peripatética manifestación por
la calle más concurrida de Castellar. El día 12 de dicho mes, unos cincuenta
estudiantes levantiscos, portando libros o carteras para disimular,
desfilaron a cierta distancia unos de otros, sin llegar a formar grupos de más
de dos o tres, y sin abrir la boca, por supuesto. No estaba el horno para
bollos, dado que la policía había descubierto sus intenciones y los secretas
avanzaban en paralelo con ellos, solo que por la acera contraria. Llegó a
decirse que, ya en plan provocativo, ya para tener noticia de primera mano acerca
de lo que ocurriese, el propio gobernador civil dirigió sobre el terreno el
operativo[30] de
vigilancia. Tan pintoresco desfile se disolvió en pocos minutos sin mayores incidentes, pero algunos
de los manifestantes parece que no habían tenido bastante: Varios de ellos,
provistos de barras de tiza o pedazos de carbón, salieron en parejas a escribir
por las paredes con grandes trazos la breve y confusa leyenda, 14 de abril,
o bien, 14-A. Casi todos libraron bien con bien el lance, a no ser una
dupla de estudiantes de Facultades distintas, que fueron sorprendidos por la
policía, con la tiza en las manos, en una calle de nombre gremial[31].
De lo que con ellos aconteció después tendremos referencias más adelante. Ahora
solo precisaré que uno de los detenidos cursaba primero de Derecho y era, por
tanto, alumno de Don Isidoro.
Al reanudarse las
clases tras las vacaciones de Semana Santa, todavía se mascaba la tensión entre
la grey estudiantil. Basilio explicó los motivos a su colega, recién retornado
de Madrid:
-
Han
detenido preventivamente a unos cuantos alumnos de la Universidad, con
preferencia de los hijos de republicanos conocidos en la ciudad, pero, al
parecer, el Gobernador ha prometido al Rector que serán puestos en libertad a
tiempo de examinarse y concluir el curso. Los que lo tienen peor son el par de
chicos a los que cogieron haciendo pintadas en recuerdo del catorce de abril.
Uno de ellos es un tal Fufo, estudiante de primero, que ya tiene en la
cárcel a su hermano mayor, condenado por simpatizante comunista.
-
¿Fufo
dices? Pues no caigo en quién pueda ser, confesó Don Isidoro.
-
Supongo
que se tratará de un apodo o de un nombre coloquial.
-
Pues
no le arriendo la ganancia -opinó Don Isidoro-, aunque no se me alcanza qué
delito pueda haber cometido por recordar, sin más, una fecha que trae malos
recuerdos al Régimen vigente.
-
Eso
tendrías que preguntárselo al decano -concluyó Basilio-, pero no dudes de que
les va a caer una buena. A saber si no se han jugado el proseguir sus estudios.
Aquella semana,
muestro catedrático de Político dio sus clases con una apatía inusual. Hasta
las florituras oratorias y las metáforas se le resistían, para satisfacción de
sus pocos oyentes -tantos menos, cuanto más se aproximaban los exámenes-, que ahora
entendían sus explicaciones como si les hablase en su misma lengua. Y es que,
ante la imaginación de Don Isidoro, reaparecían las difuminadas caras de sus
alumnos de los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, bragados fundadores
de la FUE[32], que le
habían amargado sus primeros cursos como profesor en Murcia, hasta el punto de
forzarle a trasladarse de Universidad. Luego, con el advenimiento de la República,
la radicalización de sus rivales de la AEC[33]
y la aparición de los medio pistoleros del SEU[34],
habían convertido las Facultades -en especial, de Derecho y de Letras- en un
campo de Agramante, del que el pacífico profesor había salido escopetado,
camino del Tribunal de Garantías. ¡Y todavía habían tenido el tupé los
franquistas de expedientarlo y sancionarlo por ser poco aficionado a la
docencia! ¿Cómo demonios iba a enseñar a sujetos como aquél falangista de
Vetusta, que había practicado un hueco perfecto en un libro de texto para
embutir y camuflar en él un revólver cargado?
Felizmente para
Don Isidoro estaban a punto de sucederle ciertos acontecimientos que alterarían
su vida, en principio, para mejor. Es, pues, un buen momento para pasar de capítulo.
3. Compañera te doy…
Al concluir el
curso 1945-46, le correspondía jubilarse al adjunto de Derecho Político, que
había mantenido con Don Isidoro una relación distante, entre otras cosas, por
lo que este calificaba de misoneísmo nacional, es decir, el rechazo, por parte
del adjunto, de ponerse a estudiar las nuevas leyes políticas del franquismo en
vísperas de su retiro. Consecuencia inevitable de ello era la de que, entre la
pereza del adjunto y el canguelo del catedrático, las explicaciones de
la asignatura no incluían el Derecho patrio vigente, provocando con ello las
consiguientes bromas y suspicacias. En particular, el joven y recién llegado
catedrático de Derecho Administrativo se lo había echado en cara a Don Isidoro,
aunque sin acritud ni mala intención:
-
Don
Isidoro -le había dicho en privado-, los alumnos me llegan a tercer curso con
una preparación muy notable en Derecho anglosajón, pero sin haber oído hablar
del Fuero de los Españoles[35],
obligándome a ponerlos al día del Derecho Político patrio. Menos mal que tengo
un ayudante que está muy al tanto de nuestras nuevas leyes políticas…
Ni que decir tiene
que el interpelado no tomó nada bien la fundada queja, pero no dejó de
archivarla en la memoria, ante la poco probable expectativa de poder atenderla.
Y esa oportunidad vino rodada, gracias al retiro del indolente adjunto. Así,
antes de que concluyese el curso, Don Isidoro abordó a su colega
administrativista en la sala de profesores y le preguntó:
-
Entrerríos,
¿me concedería licencia para intentar que ese ayudante suyo, experto en
nuestras nuevas leyes políticas, pase a integrarse en mi cátedra con el cargo
de profesor adjunto?
-
¡Permiso
concedido! -repuso jubiloso el consultado-. Con todo, me permito advertirle,
por si lo ignora, que dicho profesor compatibiliza la docencia con su carrera
de Jurídico Militar.
Esta advertencia
alarmó a Don Isidoro, que ya se imaginaba introduciendo un caballo de Troya
dentro de las murallas de su alcázar anglosajón. Entrerríos, comprendiendo el cerote
que había despertado en su timorato colega, decidió facilitarle la
decisión:
-
Si
quiere, Don Isidoro, yo mismo puedo hablarle a mi ayudante del interés que ha
despertado en usted y de lo ventajoso de un contrato de adjunto sobre el que
ahora tiene. Si se muestra receptivo, se lo comunicaré de inmediato. Por lo
demás, esté tranquilo: Se trata de un auténtico profesional y de un jurista
perfectamente equilibrado.
Siendo así -pensó
Don Isidoro-, la elección de un militar podría volverse a su favor, aunque no
le guiara el propósito de proporcionarse un pararrayos, sino el de que
las clases sobre Derecho político español tuviesen las máximas garantías de
ortodoxia. ¡Lo que sí supondría un verdadero caballo de Troya sería
nombrar inadvertidamente a uno de esos que animaban a los estudiantes a
buscarle las cosquillas al gobernador y a su cuadrilla! Lo dicho: prudencia y a
ver que tenía que decir aquel espigado teniente, que tenía el buen gusto de
vestir siempre de civil en la Universidad.
Finalmente, la fumata
resultó blanca. El teniente, Ovidio Roca, estuvo encantado de alcanzar el
puesto de adjunto con solo veintiocho años y, más aún, de enseñar Derecho
Político que -según confesó- le era mucho más grato que el Administrativo. Los
dos congeniaron, desde el común respeto y una perfecta división de la
asignatura, satisfactoria para ambos: Don Isidoro seguiría con sus clases de principios
de semana, abordando los conceptos e instituciones generales de la materia, en
tanto Ovidio entraría en días sucesivos a explicar el Derecho español y las
lecciones más conflictivas sobre organización política[36].
El catedrático respiró aliviado y no perdió la ocasión, al despedirse por
vacaciones, de restregarle a Entrerríos:
-
Mi
cáustico amigo: A partir del próximo curso, se explicarán en mi cátedra con
igual afán el inveterado Derecho Político anglosajón y el balbuciente
ordenamiento de nuestro Nuevo Régimen…
A lo que, con sorna,
replicó el administrativista:
-
Estoy
por asegurar que usted se reservará la mejor parte.
Castillo de La Mota (Medina del
Campo)
***
Aunque pudiera
parecer un crimen de lesa sensibilidad estética, Don Isidoro estaba
terminando su sexto curso en la Universidad de Castellar sin haber visitado el
famoso Museo de Escultura existente en la ciudad[37].
Los pocos días que estaba en esta, así como su deseo de pasar lo más
desapercibido posible, podían explicar en parte su omisión, sin aludir a su
escaso interés por la escultura de temática religiosa[38].
En fin, es el hecho que, cansado de la ardua tarea de corregir y calificar los
exámenes finales, el martes, 7 de mayo, encaminó sus pasos después de comer
hacia el edificio del Museo, tras haber sido debidamente aleccionado por Don
Saturnino Rivera[39] sobre
las salas y piezas más dignas de consideración.
Llevaba ya casi media hora de visita, sin
haber pasado de las primeras salas del piso bajo, dedicadas a Alonso Berruguete,
cuando el recinto, hasta entonces desierto, se llenó del bullicio de un
numeroso grupo de adolescentes, sin duda, bachilleres en ciernes en visita de
estudios. Poco duró el guirigay: lo que tardó en aparecer la profesora, una
señora bajita, pero bien proporcionada y de buen ver, a la que bastó un breve
siseo para que los alumnos guardasen silencio, hecho el cual, comenzó la
explicación. Y, bien porque los comentarios fueran ilustrados y escuetos, o
bien porque le resultase grata la voz argentina de la maestra, el hecho es que
Don Isidoro acomodó su avance por el museo al ritmo e itinerario de la pastora
y su grey estudiantil, con cierto disimulo y lejanía, evitando con ello ser
tildado de entremetido o enojoso. Pero las precauciones resultaron inútiles
pues, cuando el grupo embocaba la subida al primer piso, la señora se dirigió
francamente a Don Isidoro y le dijo:
-
Caballero,
si le interesa mi explicación, no dude en incorporarse al grupo, manteniéndose
cerca de mí para evitar que los muchachos lo distraigan con sus inevitables
ruidos y bisbiseos.
Don Isidoro
balbuceó un agradecimiento y se mantuvo en un discreto segundo plano, no sin un
cierto embarazo a cada vez que el grupo se cruzaba con algún otro visitante.
Pese a todo, las explicaciones de la Señorita Plaza -como la había
llamado uno de sus discípulos al hacerle una pregunta- embelesaron
-intelectualmente, se entiende- a su veterano oyente, quien llegó a sentirse un
alumno más entre aquella prometedora hornada, parte de la cual llegaría a
ocupar sin duda los severos escaños de las aulas universitarias. Su
identificación llegó hasta formular una pregunta cuando, al acabar la visita,
la señorita preguntó si alguien tenía alguna duda sobre lo expuesto aquella
tarde. Del mismo modo, cuando la profesora despidió a los muchachos en el
jardín interior del museo, Don Isidoro musitó un buenas tardes y se
retiró entre los grupos de jóvenes, que lo miraban con evidente curiosidad.
Solo al salir al enlosado de la calle, comprendió que su respetuosa reserva
podía ser tomada por grosera descortesía. Se apostó, pues, en la acera
contraria, frente a la soberbia portada del edificio, y esperó la salida de su
improvisada guía. Al salir esta a los pocos momentos, se le acercó para
agradecerle efusivamente su deferencia. La profesora, muy sonriente, se
justificó:
-
Me
alegro de que no se haya aburrido usted, pero ha sido un atrevimiento por mi
parte imaginar que una explicación para chicos de quinto de bachiller[40]
podría satisfacer la curiosidad de una persona cultivada.
Don Isidoro,
insólitamente, optó por sincerarse, aunque solo a medias:
-
¡Qué
va! Para mí el nivel ha sido más que suficiente. Figúrese usted que es mi
primera visita al Museo… Claro que no soy de Castellar y llevo aquí poco tiempo
destinado.
-
¡Ah!
-exclamó la señorita-. En cambio, yo apenas he salido de la ciudad, no siendo
en viaje de estudios. Incluso nací no lejos de aquí, en Peñafiel… No sé si la
ha visitado usted…
-
Pues
no, la verdad. De la provincia solo conozco Medina del Campo, y aún eso un
tanto obligado, por un descarrilamiento sin víctimas que tuvo el tren en que
viajaba, camino de Madrid.
La profesora se
echó a reír:
-
Entonces
tendría ocasión de visitar el castillo de La Mota, si es que llegó a salir de
la fonda de la estación.
Don Isidoro
recibió de buen grado tan poco velada crítica de su sedentarismo, al tiempo que
se percató de que no podía demorar por más tiempo su presentación, por
imprecisa que ella fuese.
-
Disculpe
que la esté entreteniendo tanto, y sin haberme presentado: Isidoro Fernández
García, funcionario.
Escuchar su nombre
y prorrumpir en una nueva exclamación, fue todo uno. La explicación también
divirtió al catedrático:
-
¡Pues
sí que es casualidad! Yo me llamó también Isidora, Isidora de la Plaza y Fernández
de Velasco: un nombre demasiado largo para una modesta profesora de Geografía e
Historia de Instituto. Precisamente ejerzo en el que está aquí mismo, dando
clase a los chicos, como ha tenido usted ocasión de comprobar.
Lentamente, se
dirigieron a la plaza de San Pablo. Resultó que llevaban el mismo camino
durante un buen trecho, que recorrieron charlando de cosas superficiales. Al
llegar a los soportales cercanos a la Plaza Mayor, Isidora hizo ademán de
despedirse, camino de la casa en que -según le dijo- vivía con su madre y una
hermana mayor que ella -¡mayor que yo, figúrese!; vamos, que somos un par de
solteronas-. Don Isidoro que, a ojo de buen cubero, tendría sus buenos diez
años más que ella, farfulló algo sobre lo exagerado de la apreciación de
ineluctable soltería y le estrechó la mano. El apretón resultó demasiado largo,
como si ninguno de los dos tuviese realmente ganas de despedirse. Don Isidoro,
repentinamente, improvisó:
-
Me
figuro que no habrá tomado nada desde la hora del almuerzo…
-
Y
otro tanto le pasará a usted -replicó Isidora-, y toda la tarde de pinote
escuchando la perorata de una profesora la mar de pesada.
-
Entonces
-concluyó el profesor-, ¿le apetece que entremos a tomar un café?
-
Encantada.
¿Dónde le parece que lo hagamos?
-
Elija
usted. La verdad es que yo no acostumbro…
-
Pues,
en la duda -decidió Isidora-, optemos por el más próximo que, además, da la
casualidad de que tiene una repostería riquísima.
***
Dicen quienes lo
conocieron medianamente bien que Don Isidoro andaba entonces por los
cuarenta y muchos años y que, aunque con los desperfectos propios de tal edad,
tenía grata apariencia y una cuidada compostura, sin llegar al atildamiento.
Con todo, aquellos eran unos tiempos en que cumplir la treintena hacía de la
mujer célibe una solterona, y de un caballero de cuarenta con el mismo
estado civil, un firme candidato a toda clase de suspicacias[41].
Pero eran otros los motivos que habían quebrado, muchos años atrás, la vida
amorosa o, cuando menos, sentimental de nuestro profesor. ¡La guerra, siempre
la guerra! ¿O, tal vez, el carácter tímido y una fisiología escasamente ardorosa?
Lo cierto es que Don Isidoro se juzgaba a sí mismo como un hombre que, en estas
lides, había andado siempre a destiempo: Cuando fue joven, estudios,
itinerancia y guerra le imposibilitaron pensar en el connubio. Y ahora,
aposentado, con una economía saneada y una profesión sólida -siempre que no se
metiera en líos-, era ya demasiado mayor para andar en berenjenales con
jovencitas, o para ilusionarse con empujar el cochecito de un bebé.
Se decía que lo
más cerca que había estado del matrimonio fue durante su breve estancia en
Zamora, cuando, tras escapar del asedio de Vetusta, se había acogido al hogar
de un hermano suyo, nada significado políticamente, y que, siendo juez
municipal, se suponía que podría protegerlo, siendo ello necesario. En lo poco
que alternó en la ciudad de Vellido Dolfos, tuvo ocasión de conocer a la joven
viuda de un teniente fallecido en el Alto del León, nada más empezar la guerra.
Su hermano lo animaba a que le hiciera la corte, considerando las prendas de la
señora y la buena posición de su familia en todos los aspectos. Pero el hombre
propone y el ministro de Educación dispone[42],
viéndose obligado Don Isidoro a regresar a Vetusta, donde tenía su cátedra a la
sazón, y someterse al calvario de un largo proceso de depuración política, con
el resultado -dos años de suspensión de empleo y sueldo- que ya conocimos en el
capítulo 1. Aquello cortó cualquier lazo entre el profesor y la viuda; tanto
más, cuanto que la familia de esta no habría consentido en que un rojo sucediera
en el tálamo a un héroe de la causa nacional.
No sé si los
párrafos precedentes podrán explicar la moderada conmoción anímica que
experimentó Don Isidoro al conocer a Isidora -Dora o Dorita, para
sus próximos-, y las ulteriores consecuencias de ella. A fin de cuentas, podría
decirse aquello de que “no está el mañana en el ayer escrito”[43].
El caso es que, a punto de dar las vacaciones académicas[44],
se le ocurrió a Don Isidoro la gentileza de despedirse de Dora, dejando así
abierta la oportunidad de verse en el curso siguiente.
La única
posibilidad de localizar a la profesora era la de dejarse caer por el instituto
en que daba clase donde, si es que no la localizaba, podría al menos dejarle un
recado. No fue preciso esto último pues resultó que Dora también ejercía las
funciones de jefa de estudios, debido a lo cual tenía inexorablemente varias
horas de oficina. El bedel que lo condujo hasta el despacho requerido se
lo hizo saber, con una locuacidad sorprendente, no conociendo de nada al
visitante:
-
…
Aunque ya han acabado las clases, Doña Isidora se pasa aquí un montón de horas,
con el papeleo de fin de curso… Es muy trabajadora, ¿sabe usted? Y muy
exigente, todo un carácter. Desde que está de jefa de estudios, no sabe lo que
ha mejorado la disciplina…
Buena muestra de
cuanto decía el conserje dio la jefa, despidiendo de inmediato a
Isidoro, sin dejarle casi ni hablar:
-
Te
agradezco mucho la visita, pero tenemos claustro dentro de media hora y aún
tengo que poner las notas y firmar las actas de Geografía de primero. ¿Por qué
no quedamos esta tarde, en el café del otro día?... Perfecto. ¿Qué te parece a
las seis? Pues hasta la tarde… Y perdona que no te haga los honores, pero es
que, como te he dicho, ando volada. Otro día te enseñaré el centro que, por
otra parte, no tiene mucho que ver.
***
-
¡Vaya,
vaya, ilustrísimo señor, qué callado se lo tenía: nada menos que catedrático de
la Universidad!
La revelación por
parte de Don Isidoro había sido inevitable, toda vez que Dora le había
preguntado cómo tomaba vacaciones aún en plena primavera, algo que tan solo
podían disfrutar los funcionarios relacionados con la enseñanza.
Ante la censura
por su secretismo, Su Ilustrísima se justificó como Dios le dio a
entender:
-
He
tenido tantos percances en mi vida académica, que procuro que mi condición pase
lo más desapercibida posible.
-
Así
que has tenido muchos percances, ¿eh? -recalcó Dorita, entre churro y churro-.
Cuenta, cuenta, que, aunque curiosa, sé guardar los secretos.
Don Isidoro, por
no desairar a su grata acompañante, suspiró y dijo:
-
Está
bien. Te haré una sinopsis, para no cansarte con mis penosas vicisitudes.
Media hora
después, cuando Isidora hubo sabido lo que a nosotros ya nos consta, formuló un
juicio, que dejó a su interlocutor con la boca abierta:
-
¿Es
eso todo? ¡Pues cuántos se habrían dado con un canto en los dientes con
una corta suspensión de empleo y sueldo, volviendo luego al punto de partida!
La cara de Don
Isidoro hizo comprender a su confidente que tal vez había sido demasiado ruda
en el desprecio de sus cuitas. Suavizó el comentario y decidió pasar a otro
tema completamente distinto:
-
En
fin, mi atribulado amigo, la vida no deja de ser hermosa y todavía tienes mucha
por delante. Y, a propósito, ¿qué vas a hacer durante las largas vacaciones que
se nos avecinan?
-
Como
de costumbre -contestó el profesor-, viajaré a Asturias para encontrarme con
mis padres y la mayor parte de mis hermanos, que allí viven; pero, lo que son
vacaciones, este año no las disfrutaré, pues tengo la necesidad de preparar en
condiciones la lección inaugural del curso académico, que he de pronunciar el
próximo octubre.
-
¡Qué
pena! -se insinuó Dora-. Si no estuvieras tan ocupado, podría hacerte una
visita en aquellas tierras tan verdes y de clima tan suave. ¿Sabes? Cuando
estuve destinada hace años una temporada en Medina de Rioseco, mis padres me
compraron un Balilla[45]
de segunda mano y no sabes el partido que le saco en vacaciones, siempre
que disponga de suficientes vales de gasolina.
-
Pero
¿lo conduces tú?, inquirió sorprendido Don Isidoro.
-
Claro,
afirmó la interpelada. ¿Qué te has creído, que solo hay mujeres liberadas en
Inglaterra? -agregó con sorna-. Con mi carácter y un poco de ayuda económica de
mi familia, hay pocas cosas que se me pongan por delante. Una de ellas, al
parecer, un discurso de apertura de curso…
Don Isidoro no dio
su brazo a torcer, sino que insistió:
-
Me
resultaría imposible atenderte como desearía y mostrarte las muchas bellezas de
mi tierra. Otro año será.
-
Está
bien, cedió Dora. Habrá que esperar a septiembre, como los malos alumnos. Al
menos, podremos disfrutar de las ferias…
-
Ya
no tengo edad para montarme en los caballitos, refunfuñó el catedrático.
Examinar a los pocos estudiantes suspensos y volverme a Madrid para dar los
últimos retoques al discurso en las bibliotecas de la capital: ese es mi plan
para septiembre.
-
Pues
vas a tener que añadir una cosa más -aseveró la profesora-. El 14 de dicho mes
cumplo cuarenta añitos y, para celebrar tal desgracia, voy a tirar la
casa por la ventana, en unión de mis amigos, entre los que te cuento. Así que
deja libre tu agenda para esa fecha y no tengas prisa por volver a los
Madriles inmediatamente después.
Don Isidoro,
aunque sin comprometerse, hizo implícita su aquiescencia con una frase que le
salió del alma y que, a lo mejor, llevaba una carga sentimental añadida:
-
¡Cuarenta
años, bonita edad! ¿Quién lo diría viéndote tan resplandeciente?
-
Será
cosa de estos fluorescentes modernos[46],
bromeó la piropeada, con su mejor sonrisa.
Claustro del Museo Nacional de
Escultura (Valladolid)
4. Avances y retrocesos
Don Isidoro había tenido
muchas ocasiones de constatar lo pronto que se pasa el tiempo en ciertas
épocas, y lo lentamente que lo hace en otras, pero en aquel verano del cuarenta
y seis tenía la desagradable sensación de funcionar con dos relojes a la vez.
Cuando se enfrascaba en Quevedo y su Política de Dios, el tiempo se le
hacía cortísimo y tenía la desagradable premonición de que no acabaría su
lección inaugural en la fecha indicada, pese a haberse puesto el tope
inexcusable de cien páginas. Mas, cuando se tomaba un respiro para despejar la
cabeza y entregarse a sus paseos higiénicos, la imaginación volaba hacía
Castellar y se le hacían interminables los días que faltaban para reencontrarse
con su nueva y absorbente amiga. Muchas veces había estado a punto de tomar la
pluma y enviarle una carta, por breve y superficial que fuera, que significara
la realidad de que pensaba en ella -¡y de qué manera!- y deseaba hacerle
partícipe de sus trabajos y pequeñas distracciones. Si dejó pasar los días sin
hacerlo, quería creer que había sido por desconocer el paradero de Dora en cada
momento, pero, a juzgar por sus reflexiones de almohada, el motivo principal
era el de no estar nada seguro sobre el camino a tomar cuando regresase a
Castellar y se reencontrara con ella. Y así, entre afanes y titubeos, llegó
septiembre y Don Isidoro, con sus folios pulcramente mecanografiados en
triplicado ejemplar, nada más deshacer el equipaje en el hotel, tomó la vía del
servicio de publicaciones de la Universidad. En el Campillo, el cartel de
ferias de aquel año llamó su atención: Una oronda y bronceada señora lucía en
primer plano las pantorrillas, a lomos de un cerdo de carrusel, que parecía
querer comérsela. Don Isidoro, aunque atónito, no pudo por menos de sonreír: ¡A
ver si, después de todo, las cosas empiezan a cambiar en este país, aunque sea
comenzando por las piernas!, pensó.
Carteles de Ferias de Valladolid de
1946 ("despendolado") y 1947 (pudoroso)
***
Una vez depositado
el texto definitivo de su discurso -siempre con permiso de la censura-, Don
Isidoro encaminó sus pasos a la Facultad, que ya bullía con los exámenes de
septiembre y las reuniones del profesorado previas al comienzo de curso. Para
nuestro catedrático, tales tareas no eran especialmente onerosas, ya que apenas
suspendía y a que, dados su antigüedad y domicilio madrileño, se le respetaban
los días y horas de sus clases, némine discrepante. Y este año, para su
mayor tranquilidad, había quedado ya perfectamente delimitada la parte de su
asignatura de la que se encargaría el profesor adjunto, a plena satisfacción de
ambos.
Entre la abundante
correspondencia que le esperaba en su despacho del seminario, se encontraba un
sobre tamaño cuartilla, con remite de Isidora de la Plaza. Ni que decir tiene
que dio prioridad absoluta a su apertura, hallando en su interior un tarjetón
de cartulina impreso, invitándolo a ciertos actos -que no actos ciertos-, con
esta literalidad, que recordaba lejanamente a las participaciones de boda:
Isidora de la
Plaza y Fernández de Velasco tiene el placer de invitar a usted a los festejos
que se celebrarán en esta ciudad con motivo de su cuadragésimo cumpleaños, los
cuales darán comienzo a las seis de la tarde del próximo día 14 de septiembre,
en el merendero “La Goya”, y continuarán en días sucesivos con los actos que se
irán avisando oportunamente.
Junto a la tarjeta
susodicha, una nota manuscrita explicaba:
… Espero y
deseo que te llegue a tiempo esta carta. Si lamentablemente no fuere así,
házmelo saber de algún modo: por ejemplo, telefoneándome al Instituto, al
número 1589.
La formalidad de
la convocatoria, hizo suponer a Don Isidoro que serían bastantes los invitados,
pero lo cierto es que la realidad superó con creces sus expectativas. No menos
de cuarenta personas acabaron por sentarse a la larga mesa oblonga que ocupaba
todo el centro del hermoso patio ajardinado de aquel coqueto y nada pretencioso
restaurante, a la orilla del río[47].
Con arreglo a las presentaciones que se le hicieron, el catedrático comprendió
que la familia más próxima de Dora no se encontraba presente, sino que aquel
ágape y sus secuelas iban destinados a las amistades y compañeros de la
convocante, entre los que la mayoría de féminas era abrumadora. Este hecho,
unido al absoluto desconocimiento que de él tenían los demás invitados, lo
convirtió, de alguna manera, en uno de los centros de atención del evento;
tanto más, cuanto que, entre bromas y veras, la cumpleañera lo sentó a su
derecha, con el catedrático de Historia de su Instituto[48]
al otro lado. Junto a Don Isidoro, también, una esbelta y rubia colega de Dora,
con unos magníficos ojos verdes, que se presentó como Isabel, la compañera
más íntima de Dorita. Fueron de las pocas palabras que la tal Isabel le
dirigió durante toda la comida, aparte los educados y triviales comentarios
sobre los manjares, que suelen hacerse en tales ocasiones. A la merienda siguió un animado baile, a los
acordes de la orquestina Bolero, formada por siete músicos, uno de los
cuales fungía de vocalista. Don Isidoro no tenía otra experiencia como danzarín
que la adquirida en su año londinense, donde le había tocado aprender a moverse
a los ritmos de los años veinte. El hombre hizo lo que pudo, habida cuenta de
la desproporción de sexos en la reunión, y la verdad es que no lo hizo mal,
ayudado por el moderado arcaísmo de aquel septeto, que se había hecho famoso en
Castellar por sus interpretaciones ¡de los valses vieneses[49]!
La propia Dora se lo ponderó mientras danzaban al son de Perfidia[50].
Don Isidoro, aunque ufano, cambió al punto de conversación:
-
¿Cuándo
te parece que te haga entrega del presente que he comprado en Madrid para
perpetuo recuerdo de este día?
-
Pues
en cuanto terminemos de bailar esta pieza. ¡Qué ilusión, un regalo tuyo!
-
No
sé si habré acertado en la elección -opinó el donante, temiendo defraudar las
expectativas-. Es una primera edición española de un libro famoso de Historia,
obra de Montesquieu.
Dora torció
imperceptiblemente el gesto, pero bromeó con maliciosa hipérbole:
-
¡Un
libro de historia, y de Montesquieu, nada menos! No sé si podré resistir hasta
que termine este bolero.
Pero sí que pudo.
Es más, la visión del ejemplar de La grandeza y decadencia de los romanos[51]
hermosamente encuadernado en piel hizo que ponderase sinceramente el obsequio.
Con todo, echando algo en falta, preguntó:
-
¿Por qué no me lo dedicas?
-
No
creas que no se me ha ocurrido -replicó Don Isidoro-, pero, tratándose de un
libro tan antiguo y valioso, me pareció un sacrilegio quebrar su virginidad con
mis torpes rasgos.
La cumpleañera no
insistió. De buena gana habría quebrado la virginidad del libro dando
con él un buen coscorrón a su barroco amigo.
***
El resto de las
celebraciones del cuarenta cumpleaños fueron en grupo mucho más reducido o,
incluso, exclusivas para Don Isidoro. Quienes tienen buena memoria aún
recordaban hace tiempo algunas de ellas, en paralelo a las ferias de aquel año.
He aquí un resumen del apretado programa preparado por Isidora y a sus
expensas:
-
Corrida
de toros, con participación de la rejoneadora, Conchita Cintrón, y los toreros
a pie, Carlos Arruza, Domingo Ortega y Parrita.
-
Función
teatral en la sala Lope de Vega, a cargo de la compañía del veteranísimo
Enrique Borrás[52]. Se
puso en escena La santa virreina, de José María Pemán. El autor no fue
del agrado de Don Isidoro[53]
y la obra provocó más de un bostezo en sus acompañantes.
-
Recorrido,
con mentalidad infantil, por el Real de la Feria, instalado en el Paseo Central
del Campo Grande. Pese a los denodados esfuerzos de Dora y de su amiga del
alma, Isabel, no dieron con el feroz gorrino del cartel de ferias, teniendo que
mostrar sus encantos subidas en un caballo y en un tigre, respectivamente. No
consta que las audaces profesoras hicieran uso del novísimo tobogán, estrenado
en aquella feria con el nombre del Tío Tragaldabas[54],
ni si Don Isidoro montó en los caballitos o prefirió contemplar a las damas
desde abajo.
-
Sesión
de cine, en el Teatro Calderón, con la proyección de la atrevida e
imperecedera película, Gilda[55].
La bofetada del galán a la protagonista motivó una gran indignación en Dora,
quien manifestó su deseo de encontrarse algún día con el actor, Glenn Ford,
para darle una adecuada réplica.
-
Excursión
campestre al Pinar de Antequera, bastante concurrida y con asistencia de Pruden,
hermana soltera y mayor de Isidora, que convivía con esta y con su madre viuda
en Castellar. A la caída de la tarde, en medio de abundantes libaciones con
sangría, alguien adelantó la noticia de que, unos días más tarde, el Caudillo
andaría por la provincia para inaugurar -¡cómo no!- un pantano[56].
Hubo entonces una moción para ir a la ceremonia y tirar a Franco a las aguas
del Duero, la cual no fue aprobada ante la objeción de que aquel año estaba
siendo muy seco y el río bajaba con poca agua.
-
Cierre
de celebraciones y fin de fiesta en la sala Niza, entonces conceptuada
como el mejor bar-cafetería de la ciudad, en la que se hizo entrega a Isidora
de un libro de firmas en marroquinería, así como de un bello ramo de rosas.
Este último obsequio motivó algunos susurros y sonrisitas, al observar que, por
el color blanco y rosa de las flores, tenía cierto parecido con un buqué
nupcial. Don Isidoro fue entonces blanco de muchas miradas, cuyo sentido no
resultaba difícil de desentrañar.
***
Con tanta
animación, le entró a Don Isidoro el gusanillo de conocer mejor Castellar y de
hacerse un hueco en aquella población que, por más que tuviera fama de facha,
acogía a un selecto grupo de profesores de la cáscara amarga, tanto en la
Universidad y los dos Institutos, como en alguna academia o colegio privado,
donde habían encontrado refugio y modus vivendi los expulsados de la
administración educativa con carácter definitivo. El enlace de nuestro
catedrático con aquel venero de supervivientes fue el jefe de Dorita,
que le había cogido aprecio desde la citada tarde en La Goya. Don
Isidoro se resistía a ciertas relaciones peligrosas, pero transigía
hasta cierto punto por no desairar a su amiga, quien parecía hacer todo lo
posible para hacerle salir de la cueva, en el decir de la misma. No
tardaría mucho en saberse ¡después de seis años! dónde tomaba café: Sin duda,
en la cafetería del Hostal Florido[57],
en cuya parrilla cenaban los jueves Don Isidoro y Dora, amenizados por la
música del “inimitable quinteto Astoria”. Y, para quien deseara desvelar
otros secretos del profesor de Político, empezaba a ser llano que se afeitaba
diariamente en la barbería Roncón; compraba exquisiteces porcinas en la
salchichería de Pantaleón Muñoz; se deleitaba con los dulces de confitería Helios,
y regalaba a cierta persona fragancias adquiridas en una perfumería que -por
alguna ignota razón- tenía el exótico nombre de Kirunga[58].
Por lo que no pasó Don Isidoro fue por abandonar su modesto hotel cercano a la
estación, por alguno de los más céntricos y lujosos del centro urbano. Es
probable que, como los más prudentes tácticos, quisiera tener a la mano el
camino de la retirada.
***
Aquel mes de octubre trajo a Franco hasta
Castronuño, sin otra incidencia notable que el accidente de circulación sufrido
por la banda que iba a poner música al evento, teniendo que ser reemplazada in
extremis por una charanga del pueblo, compuesta por cinco ejecutantes -nunca
mejor dicho-, que deleitó a la concurrencia y a su Caudillo con La
vaca lechera[59].
Unos días después,
el 14 de octubre, lunes, tuvo lugar la temida apertura de curso en la
Universidad de Castellar. Como estaba previsto, la lección inaugural corrió a
cargo de Don Isidoro. Entre la nutrida asistencia, se encontraban Dorita y su
catedrático de Geografía e Historia, que aplaudieron con gran vigor al
conferenciante al concluir su disertación. Igualmente expresivo, el Diario
de Castellar del día siguiente se hacía eco de la conferencia en las
siguientes líneas:
La lección
inaugural corrió a cargo del catedrático de Derecho Político de nuestra
Universidad, Don Isidoro Fernández García quien, con verbo elegante y amplio
conocimiento del tema, disertó sobre “La Política de Dios y Gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo, como antítesis del pensamiento de Maquiavelo”. El
profesor Fernández fue muy aplaudido al concluir su conferencia.
Llegó luego
noviembre y, con él, el cumpleaños de Don Isidoro. Lo celebró con Dora, comiendo
nuevamente en La Goya y viendo en el cine Roxy la película Objetivo,
Birmania[60]. Tal
vez bajo la presión emocional de cumplir un año más -el último antes de la
cincuentena-, Don Isidoro hizo algunas confidencias a su acompañante, que esta
debió de tomar por insinuaciones pues le contestó, de manera algo
cortante:
-
Mira,
Isidoro, la idea de cerrar tu casa de Madrid y buscar otra en Castellar, en
lugar de vivir de hotel, me parece de perlas, siempre que la decisión sea solo
tuya y en tu único interés y beneficio. Yo, ni entro, ni salgo, que te quede
claro.
Y, unos días
después, Basilio, el procesalista, le hizo saber que el último día del mes se
celebraría el consejo de guerra contra Fufo, el alumno de primero de lo
del 14 de abril, y contra un estudiante de medicina quien, como alférez de las
milicias universitarias, daba lugar a que interviniese la jurisdicción militar.
-
El
juicio se va a celebrar en el cuartel de Artillería. Estaría bien que asistiera
alguno de los profesores, como muestra del interés de la Facultad por uno de
sus alumnos.
-
Lo
siento -repuso Don Isidoro-, pero no cuentes conmigo. Por lo que me dices, el
juicio se celebrará en sábado y ya sabes que son días en que viajo a Madrid.
-
Di
más bien que viajabas, que últimamente se te ve mucho por Castellar, y muy
bien acompañado…
Don Isidoro se dio
media vuelta y dejó a su colega con la palabra en la boca. Aunque indignado de
la grosería, decidió no despreciarla en toda su extensión. Por tanto, ese fin
de semana lo pasó ciertamente en Madrid y -la verdad sea dicha- nunca se había
encontrado tan aburrido y tan solo.
Afortunadamente,
con espectadores de postín o sin ellos, el consejo de guerra fue de lo más
benigno: Un año de prisión para el alférez y seis meses para Fufo, que
este tenía ya cumplidos con el abono de la prisión preventiva. Claro que el
Caudillo ya no ahogaba, pero seguía apretando lo suyo: Los antecedentes penales
impedirían al condenado durante una larga temporada ejercer la abogacía, o
presentarse a oposiciones para cualquier oficio público.
En aquellos días,
estalló la crisis diplomática inducida por la ONU, con la retirada de casi
todas las representaciones diplomáticas de España. Por un breve tiempo, se
temió -o se deseó- una intervención militar aliada, para acabar con el
régimen de Franco e implantar seguidamente otro de talante democrático y
seguramente republicano. Por lo que luego se vio, las intenciones de las
grandes potencias occidentales no iban por ahí, pues solo se pretendía el
aislamiento internacional del Movimiento y ciertas sanciones económicas,
entre las que la más dura fue la exclusión de España del denominado Plan
Marshall.
Como ya hemos
visto, no contaba Don Isidoro entre quienes creían en la unidad y la firmeza de
sus queridas democracias anglosajonas y de sus aliados. Su preocupación era la
de que se endureciera la situación política interna y ello pudiese afectarle
negativamente. Y ya no se trataba de perderse en Madrid, o de recluirse en su
casa o en la Facultad. Precisamente la Plaza de Oriente madrileña iba a ser el
foro de una enorme manifestación a favor del Caudillo y de su forma de gobierno[61].
Al día siguiente, la marea se extendería por otras muchas ciudades, entre
ellas, la de Castellar[62].
El rector cursó una invitación bastante perentoria a profesores y alumnos de la
Universidad, a fin de que se sumaran al festejo, que se iniciaría en la
Plaza de Zorrilla y culminaría en la Plaza de San Pablo, o de Capitanía
General. Titubeaba nuestro timorato profesor acerca de participar de algún modo
en la manifestación o bien, abstenerse de ello. Dora le tomaba el poco pelo que
aún tenía:
-
Como
mi Instituto da a la plaza de San Pablo, si quieres, te guardo un sitio en el
balcón principal, junto a la bandera.
Instituto “Zorrilla” (Valladolid)
Finalmente, Isidora se compadeció de él y
le ofreció un plan táctico que le satisfizo: Como aquel día se había decretado
fiesta académica, Don Isidoro aparecería por el Instituto, prácticamente vacío,
tiempo antes de que la manifestación llegase ante el Gobierno Civil. Dora lo acogería
en su despacho de la jefatura de estudios, hasta que el gentío empezara a
ocupar la plaza. Entonces, ellos dos y los profesores que quisieran sumarse se
apostarían a la puerta del centro, junto a la verja delimitadora del recinto.
Allí permanecerían, calladitos y lo más desapercibidos posible, hasta que la
concentración se diera por concluida, momento en que volverían al interior del
Instituto hasta la disolución del gentío. Los profesores presentes en aquella asomada
servirían recíprocamente como testigos, si se les abría algún expediente por no
acudir a la patriótica manifestación.
Y así se desarrolló el acontecimiento. Con
todo, Don Isidoro se sentía fatal. Los malos recuerdos de aquella apertura de
curso en Vetusta, en 1939, retornaban constantemente a su memoria. Aun sin
querer, hacía partícipe a Dora de su desasosiego y pesadumbre. Ella acabó por
hartarse, sospechando que su amigo pretendiera hacerle responsable de la
cobardía. Con severidad, le amonestó:
-
Una
de las pocas ventajas de la virginidad es que solo puede perderse una vez. Si
tú ya la perdiste en Vetusta, lamentarse ahora de lo de Castellar está de más.
5. El novio que lo fue y no lo fue
Ciertas esperanzas
e ilusiones de Don Teodoro empezaban a desmoronarse con las salidas de tono de
Dora, en las pocas ocasiones en que el circunspecto profesor había tratado de
sondearla a propósito de hacer progresar su amistad hacia un terreno más
íntimo. Ya he aludido a la automarginación de Isidora en lo relativo a que su
amigo abandonara su reducto madrileño para integrarse a todos los efectos en
Castellar. Otra muestra -seguramente más clara- de su deseo de dejar las cosas
como estaban la tuvo Don Isidoro, en vísperas de su partida a Vetusta para
pasar las Navidades en familia. De manera tan taimada como evidente, manifestó
a Dora el deseo de conocer a su madre y, de paso, felicitarle las Pascuas:
-
Debe
de ser una persona magnífica tu madre -agregó Don Isidoro-. ¡Que suerte para tu
hermana y para ti el tenerla con vosotras!
Dora le dio una respuesta
que evidenciaba a las claras que había calado la segunda intención de su amigo,
al pretender visitar a su madre de manera oficial:
-
Seguro
que tendrás ocasión de conocerla de cualquier otra forma, pero no así. Mi madre
es un poco casamentera y está suspirando porque sus hijas no nos quedemos
solteras. No sabes la lata que estuvo dando a mi hermana Pruden, a propósito de
un vecino al que invitó a merendar en casa, para agradecerle unos trabajillos
de albañilería que nos hizo. Así que figúrate la que me prepararía, si le llevo
a todo un catedrático de Universidad y se lo presento como un buen amigo, que
es lo que eres… Te agradezco la sugerencia, pero no puedo aceptarla.
El buen amigo
partió algo mustio para tierras asturianas y se pasó todas las vacaciones
rumiando la manera de lograr progresos en su relación, sin poner en peligro lo
mucho conseguido, por actuar torpemente o a destiempo. Pero, por más vueltas
que daba a lo sucedido en los últimos meses, siempre tropezaba con la aparente
contradicción en la conducta de Dora quien, por una parte, había alentado su
amistad y no tenía rebozo en ir con él a todas partes, pero, en cambio, cortaba
de raíz cualquier intento suyo de convertirse en algo más que un amigo. Tenía
que desatar aquel nudo y saber, de una vez por todas, qué terreno pisaba. Y,
cuanto antes, mejor.
***
-
Dora,
¿no has pensado nunca en casarte?
La pregunta de Don
Isidoro no era fácil de contestar, máxime hecha de sopetón y con la boca
ocupada con un trozo de cruasán de El Suizo[63].
Pero no hay mal que por bien no venga: La interpelada tuvo así ocasión de
pensar por unos momentos su respuesta. La verdad es que fue concluyente:
-
Ni
lo he pensado hasta ahora, ni lo voy a hacer en el futuro. No estoy hecha para
el matrimonio.
Café Suizo de
Valladolid, en la actualidad (2023)
Don Isidoro quedó cortado, sin saber qué
decir. Claro está que podía preguntarle por los motivos de su rechazo de la
institución conyugal, pero no era cosa de andarse por las ramas:
-
Perdona
que insista, pero ¿no será que, percatándote de mi interés especial por ti y no
compartiéndolo tú, no quieres desairarme y apelas a motivos o disculpas de
carácter general?
Dora replicó de
forma tajante:
-
No
me vengas con suspicacias ni complejos de inferioridad. ¿Acaso crees que, de no
parecerme interesante y una excelente persona, te habría abierto las puertas de
mi amistad?... Y voy a decirte más: Estoy convencida de que cualquier señora de
cierta edad te consideraría el mejor partido que pudiera encontrar. Yo misma,
si no…
La profesora cortó
bruscamente la frase, mordiéndose los labios. Y, como un jugador de ajedrez,
previó el movimiento que haría su rival a continuación; de modo que prosiguió:
-
En
fin, dejemos estar las cosas. Si te conformas con ser mi amigo, estaré
encantada de que sigamos como hasta ahora; pero, si pretendes hacer de mí algo
más y distinto, será preferible que dejemos de vernos: No tiene
sentido que tú sufras por no alcanzar lo imposible, y yo me entristezca de
verte sufrir a ti. En cualquier caso, no me preguntes por los motivos de mi
rechazo del matrimonio: Sean los que sean, no podrás cambiarlos.
***
Por el momento,
Don Isidoro no se encontró con ánimos ni argumentos para hacer otra cosa que
seguir frecuentando a Dora, aunque -¡para qué vamos a engañarnos!-, ni la
asiduidad, ni la actitud podían ser las mismas. Y pese a todo, seguía
esperanzado de que su persistencia acabase por vencer la oposición de su amiga:
Quien la sigue la consigue, era el refrán favorito de su hermano Emilio,
del que de chaval hacía su regla de conducta para con las jóvenes atractivas
que inicialmente no le hacían mucho caso. Pero para hallar fuerzas y sentido en
ese juego de los sexos, tan difícil y complejo, parecía indispensable
conocer si Dora había sido totalmente sincera, o meramente lo había puesto a
prueba; y, en el primero de los casos, qué razón tenía ella para abominar del
matrimonio, a fin de saber si la misma era removible, o no. Sí, sí, todo eso
estaba muy bien, pero ¿por qué medio informarse, supuesto que la interesada no
soltaba prenda y cambiaba de conversación, tan pronto esta tomaba el derrotero
de sonsacarla? Don Isidoro pensó enseguida en Isabel, la más íntima amiga de
Dora, pero no se decidía a llamarla ni a provocar un encuentro ex profeso con
tal fin: Le daba vergüenza incitarla a quebrantar la lealtad debida a su mejor
amiga.
Lo cierto es que
Don Isidoro e Isabel apenas habían coincidido desde los ya lejanos
tiempos de la celebración del cumpleaños de Dorita. Ya fuera por carácter, ya de
altivez por la admiración que despertaban su elegancia y su belleza, no era
mujer fácilmente accesible, ni que generase confianza o pronta simpatía. Por
otra parte, el profesor tenía la impresión de que nunca le había caído bien,
aunque no tenía argumentos en que apoyarse.
Fue la casualidad
la que provocó que el catedrático e Isabel coincidieran en las inmediaciones
del Campo Grande un día de febrero de esos de chupa rescoldo, con
niebla y cencellada incluidas. Tenía, pues, todas las de ganar Don Isidoro
cuando invitó a Isabel a tomar un café en un establecimiento cercano. Más
extraño resultó que, tras tomar asiento y hacer el pedido, la conversación se
entablara en términos de total normalidad, pese a lo espinoso del tema:
-
No
sabes, Isabel -comenzó el profesor, muy meloso-, lo que me alegro de que nos
hayamos encontrado porque lo cierto es que, desde hace una temporada, estaba
buscando la ocasión de que habláramos.
-
Pues
nada, Isidoro, aquí estamos -repuso la también profesora, con una sonrisa-.
Había salido a hacer unas compras, pero no tengo prisa, ni urgencia de
hacerlas. Dime lo que quieras, mientras entramos en calor, que buena falta hace
hoy.
Animado por la
afabilidad de Isabel, Don Isidoro fue directamente al grano. Además, le cabían
pocas dudas de que Dora ya le habría comentado a su amiga lo del día de El
Suizo. Las dudas y preguntas del caballero fueron seguidas por unos largos
momentos de silencio por parte de la señora, fruto seguramente, más de la
vacilación, que de la sorpresa. Finalmente, Isabel, de manera pausada, le
contestó:
-
Comprenderás
que lo que quieres de mí es muy comprometido pues, de revelarte lo que Dori
quiere mantener en secreto, quebranto las normas de la amistad y me expongo a
su justificado enojo. Con todo, hay algo que creo poder confirmarte, sin
revelar nada indebido. Ella te ha dicho la verdad: no está hecha para el
matrimonio, como aseguras que te dijo.
-
¿Pero
por qué, y hasta qué punto es ello irremediable?, insistió Don Isidoro.
-
No
seré yo quien te revele sus motivos, pero sí haré uso de mi conocimiento de los
mismos para interpretarte sus palabras, aunque no lo veo necesario. Quien no
está hecho para la vida matrimonial ni puede, ni debe, casarse nunca. Y los
demás harán bien en respetar la voluntad ajena y no buscarse el dolor o la
desgracia, pretendiendo lo contrario.
La charla parecía
haber llegado a su fin, pero resultó que Isabel tenía, a su vez, preguntas y
consideraciones que hacer:
-
Según
lo que Dori te manifestó y yo ahora corroboro, ¿sigues empeñado en mantener una
relación -que, en el fondo, no es de amistad, sino amorosa-, que no tiene
ningún futuro y acabará por haceros daño?
-
No
sé -reconoció Don Isidoro-. Tengo que reflexionar sobre lo que acabas de decir,
aunque, en el fondo, me falte el dato definitivo para decidirme con
conocimiento de causa.
-
Es
lógico -reconoció Isabel-. No es fácil sufrir un desengaño amoroso, y más, a tu
edad y en tus circunstancias. No obstante, tómalo por el lado bueno: los años
nos traen frialdad y resistencia. Y, a fin de cuentas, el tiempo y la distancia
todo lo curan… o, al menos, lo mitigan.
Paisaje invernal (gentileza de
Susanne v. Schroeder)
***
No había tenido todavía
tiempo Don Isidoro de decidirse acerca del consejo o recomendación de Isabel,
cuando Don Pedro, el catedrático del Instituto y jefe de Isabel y de Dora,
hizo un aparte con él al terminar el café de la sobremesa en el Hostal
Florido y le espetó:
-
No
sabe lo satisfecho que estoy con la noticia que me han comunicado esta mañana y
que, en gran parte, le cumple a usted el haberla propiciado.
El propiciador se
quedó de piedra pues no tenía ni idea de lo aludido por su interlocutor. Este,
al comprender tal ignorancia, intentó aclarar:
-
Verá
usted. Me refiero a que han archivado el expediente disciplinario abierto a las
profesoras Isidora de la Plaza e Isabel Hidalgo, incoado por denuncia del
capellán del Instituto. ¡Vaya meses de zozobra que hemos pasado!
Don Isidoro, que
seguía sin entender nada, lo conminó:
-
Mire,
Don Pedro, no tengo ni idea de lo que me está hablando ni, menos aún, de mi
supuesto papel en todo este asunto; así que, si tiene la bondad, explíquese con
detenimiento.
El historiador,
algo corrido, se disculpó y refirió puntualmente a Don Isidoro todo lo sucedido.
Me permitiré resumirlo del siguiente modo:
Las profesoras
Dora e Isabel, solteras, de edad muy similar y amigas desde la Universidad,
habían provocado en ocasiones ciertas habladurías en el Instituto acerca de la
intimidad de sus relaciones, sin pasar, por el momento, del cotilleo o la
maledicencia. Pero en el curso 1945-1946 había llegado al centro un nuevo
capellán, más exigente y meticón que los precedentes, dispuesto, entre otras
cosas, a forzar la obligatoriedad de la misa en la capilla del Instituto, al
menos, por turnos, para que cupieran todos los convocados. En el claustro en
que se presentó tal moción, muchos profesores gruñían, pero ninguno alzó la voz
hasta que Isidora -como sabemos, jefa de estudios-, se opuso a la
obligatoriedad de la misa diaria, como ajena a las normas vigentes y -lo que
ofendió al capellán- contraria al espíritu de libertad que debía inspirar todas
las devociones que no constituyeran un mandamiento de Dios o de la Iglesia. La
claridad y firmeza de Isidora contagiaron a la mayoría del profesorado,
convirtiendo la moción del capellán en una mera exhortación a asistir, cuando
buenamente se pudiera, a la misa de las ocho y media de la mañana. El capellán
guardó el desaire en lo más hondo de su negra memoria y, tan pronto tuvo
noticia de los susodichos chismes maliciosos, los tomó como noticia repulsiva y
digna de ser conocida de la superioridad. Y así se produjo la denuncia a la
Inspección de Enseñanza Media, de la que nació el expediente sancionador que
ahora, un año después, acababa de concluir sin exigencia de responsabilidades.
Don Isidoro
recibió la información con una mezcla tal de sensaciones, que su cerebro
parecía haberse convertido -como suele decirse- en un avispero. Todavía le
quedó un mínimo de claridad de ideas, para insistir:
-
Y,
según usted, ¿qué he pintado yo en este asunto, como para que me haya tildado
de propiciador del feliz archivo de este expediente?
Don Pedro, algo
amoscado, se vio obligado a explicar lo que creía de toda evidencia:
-
¡Hombre,
Don Isidoro!, no iba a seguirse sospechando que las profesoras eran lesbianas,
cuando una de ellas mantiene relaciones conocidas de noviazgo con usted, un
caballero sin tacha.
-
Usted
perdone, Don Pedro -replicó muy serio el presunto novio-. Jamás he sido
novio de la señorita Plaza: Amigo, y nada más.
El historiador
hizo como si se creyera la objeción y decidió seguirle la corriente:
-
Pues
tanto da, en la medida que usted, para fortuna de mis dos compañeras, ha optado
por no llevar la contraria a quienes creían más profundas sus relaciones. A fin de
cuentas, vivimos en un mundo en que lo que cuentan son las apariencias, aunque
luego se martillee con que estas engañan.
Y eso fue todo.
Don Pedro fuese con su contento y Don Isidoro se quedó con el barrunto de haber
sido -con mejor o peor intención- una marioneta en manos muy hábiles para mover
los hilos.
6. Breve epílogo
Cuentan las crónicas
que la última persona de Castellar en ver por la ciudad a Don Isidoro fue el
taxista que lo transportó, con todo su equipaje, una bochornosa tarde de junio,
desde el Hotel Dávila a la estación de ferrocarril. Lo cierto es que
nadie fue a despedirlo, por la sencilla razón de que a nadie avisó de su
partida. De que el curso siguiente ya lo iniciaría en la Facultad jurídica de
Salamanca, solo tenían noticia en Castellar el decano de Derecho y el personal administrativo
que cursó su petición de traslado al Ministerio, pero uno y otros cumplieron
estrictamente con la reserva que el interesado les encareció.
Así que, como yo no he tenido otras fuentes para este relato que las oriundas de Castellar, he de poner fin aquí a mi historia, por otra parte, ya demasiado extensa para contar anécdotas tan nimias. Con todo, para contento de aquellos lectores que gustan de los finales felices, no ocultaré que, entre los rumores que sobre Don Isidoro Fernández García aún circulan por la ciudad castellarense, está el de que, armándose de valor y de entusiasmo, viajó un día a Zamora y reanudó fructuosamente los lazos con aquella viuda de un heroico teniente, que quizá había pasado diez años de su vida esperándolo.
[1]
Haciendo un brevísimo resumen sobre el tema, señalaré que el aislamiento de
la España de Franco fue ya acordado por las Potencias vencedoras de la segunda
guerra mundial en la conferencia de Postdam (julio-agosto de 1945). La ONU
acordó la exclusión de España de la Organización en febrero de 1946,
aconsejando a sus países miembros una próxima ruptura de las relaciones
diplomáticas, que se concretaría en diciembre de 1946, con la casi general
retirada de embajadores y encargados de negocios.
[2]
En efecto, adelantándose a medidas punitivas de los demás países
aliados, el gobierno francés ordenó el cierre de fronteras con España en marzo
de 1946.
[3]
El citado texto periodístico tenía mucho de exagerado, si bien la depuración de
los franceses colaboracionistas con el Régimen de Vichy fue inicialmente
(1944-1949) bastante intensa, dándose como aproximadas las siguientes cifras:
trescientos mil denunciados o imputados, de los que solo a la mitad llegó a
procesárselos o acusarlos; unos diez mil condenados a muerte o asesinados sin
previo juicio; unos 50.000 ciudadanos privados de sus derechos cívicos y
políticos. Sucesivas leyes de amnistía (1947, 1951, 1953) redujeron mucho la
duración y efectos de las penas.
[4]
En realidad, la duración legal de las clases se establecía entre 45
minutos y una hora, con un máximo de cuatro clases teóricas por jornada. Véase
el plan de estudios para Facultades de Derecho, aprobado por Decreto de 7 de
julio de 1944 (BOE del 4 de agosto), que estuvo vigente hasta ser sustituido
por el de 1953.
[5]
Equivalente a nuestro actual Tribunal Constitucional, creado por la
Constitución de la Segunda República española de 9 de diciembre de 1931 (artº
121) y desarrollado por Ley Orgánica de 14 de junio de 1933.
[6]
El día de San José (19 de marzo) era festivo a la sazón en toda España. Se
supone que Don Isidoro se trasladaba semanalmente de Madrid a Castellar para
impartir un mínimo de dos días de clase a la semana, contando con las que
impartiera su profesor adjunto. Conviene recordar que el Plan de Estudios de
1944 asignaba a la cátedra de Derecho Político la impartición de tres
asignaturas cuatrimestrales: Teoría de la sociedad (tres clases
semanales) en el primer curso, segundo cuatrimestre; Teoría de la
organización política (cuatro clases semanales) en el segundo curso, tercer
cuatrimestre, y Derecho político español y extranjero (cuatro horas
semanales), en segundo curso, cuarto cuatrimestre. Habría que añadir las clases
para los cursos de doctorado y las clases prácticas (una o dos a la semana), de
las que el Derecho Político solía eximirse, por no tener habitualmente
reconocido el carácter de asignatura práctica.
[7]
Conocidísimo específico registrado en 1931, compuesto por aspirina, bicarbonato
sódico y ácido cítrico, muy eficaz para el ardor y la hiperacidez estomacales.
[8]
Expresión alusiva a quien se aísla en su propio país hasta desaparecer de su
vida social, como si estuviese exiliado en el extranjero. Aunque no
recogido hasta ahora por la Real Academia Española, es un giro hoy muy conocido
que, en lo que respecta a españoles, parece haber sido acuñado por el escritor
Miguel Salabert Criado (1931-2007), en un artículo en francés en el semanario L’Express,
aparecido en 1958. El mismo autor publicó seguidamente una novela con el mismo
título: L’éxile intérieur, edit. Julliard, Paris, 1961, que no se
tradujo al castellano hasta 1988, por la editorial Anthropos.
[9] Alusión
al gran penalista y político republicano español, Luis Jiménez de Asúa
(1889-1970).
[10]
Juego analógico con la calificación académica, summa cum laude.
[11]
Habiendo hecho ya en el texto la alegoría de que Don Isidoro había vendido su
alma al diablo, aparece ahora en escena Mefistófeles, famosa personificación
del maligno tentador en el drama Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe
(1749-1832).
[12]
Obvia alusión al riesgo corrido por la España franquista en el nuevo mundo
internacional nacido del triunfo de las democracias y de los comunistas
soviéticos en la Segunda Guerra Mundial.
[13]
Magna obra de fortificación, construida
en los siglos XIV y XV y ampliamente restaurada con posterioridad. Radica en
Medina del Campo (Valladolid) y actualmente (2023) es propiedad de la Junta de Castilla
y León.
[14]
El Viernes Santo cayó aquel año en 19 de abril (los términos extremos de esa
efeméride son el 20 de marzo y el 23 de abril).
[15]
Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) cursó estudios teológicos, con
vistas a una ordenación sacerdotal que, finalmente, nunca alcanzó: los de
bachiller, en Alcalá de Henares; los de licenciatura, en la Universidad de
Valladolid (Castellar en mi relato), entre 1600 y 1605.
[16]
Sobre la contradicción a Maquiavelo por esta obra de Quevedo puede consultarse
(con libre acceso por Internet): José Rafael Hernández Armas, Política de
Dios y Gobierno de Cristo: Quevedo contra Maquiavelo, Asociación
Internacional del Siglo de Oro, Actas de su Quinto Congreso, Münster, 1999, pp.
700-707.
[17]
El título inicial de la obra fue Política de Dios. Gobierno de Christo,
como se constata en la edición princeps de su Primera Parte (la segunda
apareció póstumamente, en 1655) de Madrid, 1626, imprenta de la Viuda de Alonso
Martín, pero otras ediciones del mismo año, como la de Zaragoza (tal vez, no
autorizada) del impresor Pedro Vergés ya añaden al título, Tyranía de
Satanás, como también se hace en la primera edición en el Reino de Navarra,
la de Carlos de Labayen, Pamplona, 1631. De todo ello, puede tenerse constancia
por Internet, gracias sobre todo al trabajo de la www.cervantesvirtual.com.
[18]
Otra versión alude a que, en el patio ajardinado del citado Colegio Mayor,
existía un mástil para izar la bandera española oficial de la época, y fue en
él donde se enarboló la enseña republicana.
[19]
Como es sabido, Mariana Pineda Muñoz (1804-1831) fue condenada a muerte y
ejecutada por apoyar el movimiento liberal en Granada, entre otras cosas,
bordando para él una bandera, trabajo que dejó inconcluso.
[20]
Los episodios de esta revuelta estudiantil, habida en Castellar en
abril de 1946, son sustancialmente ciertos. Véanse: Teodulfo Lagunero Muñoz, Memorias,
edit. Umbriel, Barcelona, 2009, pp. 76-118; El mismo, Una semana de
abril de 1946 en Valladolid, diario “El Norte de Castilla”, 25 de abril de
2007; Enrique Berzal de la Rosa, Muere el vallisoletano que “coló” a
Carrillo y activó el antifranquismo en la Universidad, diario “El Norte de
Castilla”, 23 de junio de 2022. Los citados textos periodísticos son de libre
acceso por Internet.
[21]
Sobre la institución de las Milicias Universitarias -pronto llamadas Instrucción
Premilitar Superior-, véase el número monográfico extraordinario de la
“Revista de Historia Militar”, titulado, Escalas de complemento. Origen y evolución,
año LIV (2010), especialmente pp. 165-279 (accesible por Internet).
[22]
Al autor de este relato le sucede lo mismo que al profesor Basilio: No
ha hallado en la uniformidad de las Milicias Universitarias españolas de los
años cuarenta ningún exceso, calificable de opereta, ni de
Italia, ni de ningún otro país.
[23]
Dando a entender que, como criminal de guerra, Franco debía ser juzgado en los
famosos procesos que se seguían contra jerarcas nazis en dicha ciudad alemana.
[24]
Delitos políticos como los de autos eran entonces competencia en España de la
jurisdicción militar. Más adelante tendremos confirmación de ello en este
relato.
[25]
Alusión al significado de la palabra elevación como acción de alzar o
elevar la hostia.
[26] A
saber, Filosofía y Letras, Derecho, Medicina y Químicas.
[27] Véase, Teodulfo Lagunero, Memorias, citado
en la nota 19, pp.76-80. De ahí se deduce que Fito no era otro que el
catedrático de Derecho Internacional, Adolfo Miaja de la Muela, que no sería
readmitido como tal hasta el año 1952.
[28]
Alusión al presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman (1884-1972), que
ejerció el cargo entre 1945 y 1953. Entre sus diversos empleos y negocios, fue
copropietario de una mercería en Kansas City, negocio que fracasó en 1921, y
que probablemente esté relacionado con su presunta invención del hermoso y
simétrico nudo de corbata, apodado Truman.
[29] Basilio
se adelantaba al dar la noticia porque el citado acuerdo del Gobierno
republicano en el exilio se hizo público en el verano del mismo año, 1946.
[30]
De ser ello cierto, tuvo que tratarse de Tomás Romojaro Sánchez (1907-1980),
puesto que fue gobernador civil de Valladolid entre 1942 y 1947.
[31] La
céntrica calle de Panaderos.
[32]
Siglas de Federación Universitaria Escolar, nacida en 1926 con el
designio de enfrentarse a la Dictadura. Durante la República, su indudable
preponderancia fue diluyéndose, al fragmentarse en diversas organizaciones
estudiantiles de corte partidista.
[33]
Siglas de la Asociación de Estudiantes Católicos, creada en 1920, en el
ámbito de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas.
[34]
Acrónimo de Sindicato Español Universitario, fundado en 1933, dentro de
las organizaciones del partido político Falange Española.
[35]
De lo que podría considerarse “la Constitución” del franquismo -luego
calificada de “Leyes Fundamentales”-, habían aparecido hasta 1946, el Fuero
del Trabajo (1938), la Ley constitutiva de las Cortes (1942), el Fuero
de los Españoles (1945) y la Ley del Referéndum Nacional (1945). No
tardaría en añadirse a ellas la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado (1947),
primera en ser aprobada previo referéndum, por un 89,86% de los sufragios
emitidos que, a su vez, fueron el 89,29% del total del cuerpo electoral.
[36]
Recuérdese la referencia al plan de estudios entonces vigente, que pueden
encontrar en la nota 6.
[37]
Dicho museo alcanzó el rango de nacional en 1933, que actualmente
conserva. La cifra récord anual de visitantes la alcanzó en el año 2016, con un
total de 193.665, si bien las cifras de otros años próximos son llamativamente
muy inferiores: por ejemplo, solo 94.510 en el último año completo (2022) hasta
el presente.
[38]
El predominio de la misma en el Museo Nacional de Castellar era
abrumadora, lo que explica en parte que, en la década de los años cuarenta del
pasado siglo XX, dicha institución mudara por poco tiempo su título por el de
Museo Nacional de Escultura Religiosa (durante más años aún el
calificativo que definió su patrimonio escultórico fue el de Policromada).
[39]
Saturnino Rivera Manescau (1893-1957), Director del Museo Arqueológico de
Valladolid entre 1930 y su fallecimiento. Véase: Antonio Bellido Blanco, Saturnino
Rivera Manescáu y el Museo Arqueológico de Valladolid, Boletín del
Seminario de Arte y Arqueología (Arqueología) de la Universidad de Valladolid,
núm. LXXII-LXXIII (2006, 2007), pp. 279-293 (accesible por Internet en la web 1library.co).
[40]
El plan de estudios de 1938, vigente en el año 46, dividía el bachillerato en
siete cursos, a impartir a niños y adolescentes entre los 10 y los 17 años. Con
probabilidad, la visita de estudios al Museo se encuadraría en la asignatura de
Ampliación de Geografía e Historia de España. Las visitas de arte a
Museos y las excursiones estaban especialmente recomendadas en el citado plan
de estudios de 20 de septiembre de 1938 (BOE del 23).
[41]
Bien a la sospecha de ser lo que entonces llamaban un sarasa, bien a la de
llevar una vida alegre y hasta disoluta. No hay más que recordar el refrán, o
frase jocosa: solterón y cuarentón, ¡qué suerte tienes, ladrón!
[42]
En este caso, a juzgar por las fechas, se trataría de José María Pemán y
Pemartín (1897-1981), que ejerció dicho cargo en la zona nacional entre
octubre de 1936 y enero de 1938.
[43]
La frase tiene un sentido autónomo, pero sería inexacto atribuírsela al poeta
Antonio Machado, como se hace con frecuencia. La cita machadiana, procedente
del poema El Dios ibero, es “…ni el pasado ha muerto, ni está el mañana
-ni el ayer- escrito”.
[44] En
aquella época, el feliz evento solía producirse a finales de mayo, tanto en los
Institutos, como en las Universidades. En las escuelas tenían que esperar al 15
de julio.
[45]
Apelativo por el que era conocido el Fiat-508, que se fabricó en Italia
entre 1932 y 1939.
[46] En
1946, los fluorescentes modernos (de tubo recto y encendido por
precalentamiento) eran cosa muy reciente en Castellar: Nótese que su
estreno tuvo lugar en Nueva York, en 1939.
[47]
El establecimiento existió realmente en Castellar durante bastante más
de un siglo (1902-2021), siempre dirigido por miembros de la misma familia.
Véanse el blog, Vallisoletum.blogspot.com, entrada de 13 de mayo de
2016, y el periódico El Norte de Castilla, artículo de Inés Caballero en
el número de 7 de septiembre de 2021. A finales de 2024, se ha aprobado un proyecto urbanístico que contempla la demolición de sus seculares edificaciones, para construir en el solar un edificio-torre de nueve pisos.
[48]
Seguramente, se trataba del famoso profesor Pedro Aguado Bleye (1884-1953) quien,
represaliado por razones políticas, hacia 1939 fue trasladado forzoso al
Instituto “Zorrilla” de Valladolid, desde su anterior destino en el “Cervantes”
de Madrid, permaneciendo en aquel hasta principios de los años cincuenta, en
que pasó voluntariamente a Bilbao.
[49]
Véase, en este mismo blog, el relato histórico, Atenea y Afrodita,
capítulo 5 y fotografía que lo ilustra. La entrada lleva la fecha de 9 de
diciembre de 2017.
[50] Conocidísimo bolero compuesto en 1939 por el
mejicano, Alberto Domínguez Borrás, incluido en la banda sonora de la película Casablanca
(Michael Curtiz, 1942).
[51]
Literalmente, Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia
de los romanos, traducción de Juan de Dios Gil de Lara, imprenta que fue de
García, Madrid, 1821 (el original francés data de 1734). Por Internet, puede
consultarse otra traducción española, por D.F.X.S., imprenta de Miguel
Puigrubí, Tarragona, 1835, en la página web cristoraul.org.
[52] Para
algunos, el mejor actor español de la primera mitad del siglo XX. Había nacido
en 1863 y fallecería en 1957, tras casi setenta años de vida profesional (c.
1883-1952).
[53]
Era el ministro de Educación Nacional cuando se abrió expediente de depuración
a nuestro catedrático. La obra teatral citada se estrenó en 1939.
[54]
Sobre él, véase el artículo anónimo publicado en el diario El Norte de
Castilla de 2 de septiembre de 2022.
[55]
Película de 1946, dirigida por Charles Vidor, con Rita Hayworth y Glenn Ford en
los principales papeles.
[56]
La inauguración tendría lugar el 2 de octubre de 1946 en el término municipal
de Castronuño. Se trataba de una presa dedicada a la producción de energía
hidroeléctrica. Actualmente, se dedica al riego agrícola y el consumo humano y
del ganado.
[57]
Establecimiento hotelero y de restauración fundado en 1944, que cerró
lamentablemente sus puertas en 1973.
[58]
En lo que yo he podido entender, kirunga es el plural del sustantivo
suajili birunga o virunga, traducible por “montaña alta que
alcanza las nubes”. Ignoro si era ese el origen y el sentido del citado rótulo
comercial, completamente verídico.
[59]
Tan hilarante como verídico suceso ha sido estudiado y narrado por María Torres
y Alfio Seco: véase sanromandehornija-alfio.blogspot,com., entrada de 24
de enero de 2018.
[60]
Dirigida en 1945 por Raoul Walsh, con Errol Flynn de protagonista.
[61]
La manifestación tuvo lugar el lunes, 9 de diciembre de 1946. El número de
intervinientes se calcula, prudentemente, en unas 700.000 personas. El Gobierno
de entonces redondeó la cifra hasta el millón de personas.
[62]
Véase El Norte de Castilla, número del 11 de diciembre de 1946. Contexto
y buen resumen en el mismo diario, número del 19 de enero de 2021, por el
historiador, Enrique Berzal de la Rosa.
[63]
Café de Castellar, fundado en 1930 y que actualmente (2023) continúa en
servicio, en el mismo lugar y en manos de la misma familia.