Garganta Profunda en Miramar
Por Federico Bello Landrove
Esta es una
exposición ficticia, aunque poco imaginativa, sobre las dudas y las certezas de
un triple crimen cometido por ciertos individuos de las fuerzas de orden
público. Algunos, con más o menos propiedad, lo calificarían de terrorismo de
Estado. Y, si la lectura del relato les trae a la memoria recuerdos de algún
caso penal famoso de la crónica criminal de España, seguramente no se trate de
una mera coincidencia.
Pose de Garganta Profunda (Mark
Felt) como agente del F.B.I.
1. Un abogado en apuros
El rumor corría de
boca en boca entre los funcionarios de la Audiencia Provincial de Miramar:
-
¿No
sabes? ¡Han puesto una bomba en el coche de Arsenio!
-
¡Qué
barbaridad!... ¿Le ha pasado algo?
-
Un
vecino los pilló en plena faena y escaparon antes de terminar.
En un breve rato,
de los corrillos iban saliendo nuevas precisiones, acertadas en general:
-
Ha
sido en el garaje de su casa.
-
Eran
varios tipos, con la cara tapada.
-
El
vecino que los pilló es el doctor Cano, que bajaba a deshora para atender una
urgencia en su clínica.
-
Huyeron
tan deprisa, que todavía dejaron por allí cables y algunas cosas más.
En la dependencia
del Colegio de Abogados en la misma Audiencia, se produjo un revuelo
considerable cuando, a eso de las once, apareció por allí el letrado que -según
uno de sus colegas- había estado a punto de saltar por los aires. Arsenio
repelió como pudo la marea de togados que se le venía encima y tan solo
contestó escuetamente al vicedecano, que casualmente andaba por allí, en espera
de juicio:
-
Habrás
ido a denunciar lo sucedido -aventuró el vice-.
-
Lo sucedido -replicó
Arsenio- ha sido nada, y tan precipitado y confuso, que lo mismo pudo ser un
acto terrorista, que un intento de robo, o una simple advertencia.
-
¡Pero
hombre, que cuajo tienes!... Si lo que no quieres es significarte solo, tal vez
la Junta del Colegio podría asumir alguna iniciativa en defensa de los derechos
de un colegiado…
-
Muchas
gracias, Roberto, pero me conformo con que la Junta me permita seguir siendo
miembro del Colegio, y deje que me bandee en mis asuntos como estime oportuno.
El vicedecano
tragó saliva -por no decir quina- y bajó los ojos. Comprendió que habría estado
mejor callado en lo tocante a la ayuda colegial. Otro abogado, que había estado
atento al cruce de frases antedicho, preguntó francamente a Arsenio:
-
Entonces,
compañero, ¿lo vas a dejar pasar como si tal cosa? ¿No tienes interés en que se
descubra a los autores de tamaña fechoría?
Arsenio, de modo
harto displicente, contestó:
-
En
este caso, lo mejor es no darse por aludido, pero tomar las debidas
precauciones. Y, en cuanto a los autores, debes de ser de los pocos que tenga
dudas del colectivo del que proceden.
Sin cuidarse del
cuchicheo suscitado por su última consideración, Arsenio fue al armario, cogió
una toga que parecía convenir bien a su espigada anatomía y se abrió paso,
camino de la escalinata que llevaba a la sala de audiencias. En su vestíbulo,
se dio de manos a boca con Fernando, el fiscal, que concluía entonces sus
actuaciones de aquella jornada. Sujetó por el brazo a Arsenio que, tras saludarlo
al paso, se disponía a acceder a la sala:
-
¿Qué
tal estás? -preguntó Fernando-. Me han contado que…
Arsenio le cortó,
al mismo tiempo que el presidente del tribunal hacía sonar la campanilla,
anunciando el comienzo del juicio por estafa en que aquel intervenía como
defensor. Tan solo susurró, antes de entrar:
-
Cuando
acabemos esta tarde con las declaraciones, si quieres, te cuento lo que hay.
***
A eso de las nueve
de la tarde, terminaron las declaraciones programadas, que venían a cerrar la lista
de los diez guardias civiles convocados en aquellas tres jornadas, visto que el
undécimo -el teniente coronel jefe de la comandancia- seguía de baja médica y,
al parecer, no le era posible comparecer todavía. Al concluir, se suscitó un
breve cambio de impresiones entre el juez instructor, Don Gabriel Amposta, y el
abogado de la acusación particular, Arsenio Vera, con la silente presencia del
fiscal y del defensor de los dos últimos guardias declarantes.
-
Bueno
-comentó el juez, con aire de alivio-, ha resultado un poco largo, pero hemos
acabado…
-
Excepción
hecha del teniente coronel -puntualizó Arsenio-. Parece que la jaqueca y la diarrea
le están durando demasiado.
Enfatizó lo de la
diarrea de tal modo, que todos hubieron de contener la risa. El ironista
prosiguió, ya seriamente:
-
Digo,
Don Gabriel, si no tendrá que ir a tomarle declaración a la enfermería del
cuartel. De otra forma…
-
¡De
ningún modo! -replicó el magistrado-: Que venga él aquí… No se preocupe usted,
que mi tolerancia tiene sus límites y no estoy dispuesto a retrasar la marcha
del proceso bajo ningún concepto.
Dijo esto último
mirando de soslayo al defensor, de modo que este se dio por aludido:
-
Yo
no voy a llevar su defensa, Señoría, pero le haré llegar su advertencia al
compañero.
-
Como
guste -opinó el juez-. En cualquier caso, los primeros interesados en que la
causa avance son los inculpados, pues habré de adoptar medidas cautelares y,
cuanto menos duren, mejor para todos.
Arsenio no pudo
menos de exclamar, con cierta amargura:
-
¡Qué
lástima no haberlo hecho antes! Si los guardias hubiesen estado presos e
incomunicados desde el primer momento, habría habido la posibilidad de que
dijesen algo de verdad o, cuando menos, se contradijeran unos a otros. Lo que
es ahora… Habrá observado Su Señoría que repiten como loros la misma versión de
los hechos. ¡Hasta con idénticas palabras!
Amposta rechazó la
crítica, aunque de forma muy correcta:
-
Usted
sabe, letrado, que la Audiencia me nombró juez especial para el caso, cuando la
causa llevaba varios días abierta, instruida por el juez que estaba de guardia
cuando se produjeron los hechos. Al cabo de todos esos días, habría resultado
inútil pretender que los agentes no hubiesen intercambiado puntos de vista y
opiniones. A nosotros nos cumple ahora aportar aquellas pruebas que permitan
demostrar que mienten…, si es que, en efecto, lo hacen. Así que ¡a trabajar! Y
cuídese, Vera, que contamos con usted para desbrozar este complicado asunto.
La postrera
alusión del juez al ominoso incidente de aquella madrugada recordó al fiscal
que Arsenio tenía pendiente explicarse con él a ese respecto. Hizo un aparte a
la salida del despacho judicial y susurró al letrado:
-
Aunque
es un poco tarde, no sé si querrías ahora contarme…
El interpelado
accedió inmediatamente:
-
Supongo
que irás para tu casa. Vayamos juntos y, de camino, te cuento.
Fueron paseando,
Avenida arriba, con frecuentes detenciones, mientras Arsenio no dejaba de
hablar, pausadamente, pero con energía. Lo de la bomba era la que gota que había
rebosado, tras las amenazas telefónicas -a él y a la colega que la que
convivía-; la exhibición de pistola por uno de los guardias; la denuncia de la
Comandancia de la Guardia Civil por excederse en sus funciones, que había dado
lugar a la apertura de un expediente por el Colegio de Abogados, con riesgo de
suspensión cautelar, y así sucesivamente. Arsenio lo resumía de esta forma:
-
Mira,
Fernando, me están sometiendo a un cerco, cada vez más cerrado y más peligroso.
Celia, mi compañera, ha marchado por una temporada a Madrid, a trabajar
en su antiguo bufete, hasta que todo esto se calme… ¡Y si sirviese para algo!
Pero, ya ves, los guardias nos toman el pelo; las autoridades los encubren y el
bueno de Don Gabriel, navegando entre dos aguas, querría que la verdad le
bajase del cielo, sin él comprometerse.
-
¡Hombre, Arsenio! -objetó el fiscal-, se
está haciendo lo que se puede. ¡Quién habría dicho en los primeros días que la
investigación iba a avanzar hasta donde estamos ahora!
-
¡Bah, pamplinas! En cuanto empiezo a
apretar las clavijas en las declaraciones con mis preguntas, sale el instructor
declarándolas improcedentes. ¡Y no digamos de lo de pedir la exhumación para
una nueva autopsia, dado que la anterior fue una verdadera vergüenza! No me
hace ni caso. Así que ya tengo tomada mi decisión: Me aparto de la acusación y
que siga otro compañero con más tragaderas.
El fiscal
Oria lo miró de hito en hito, como tratando de descubrir lo que había de cierto
y de exagerado en aquella manifestación de abandono. Arsenio daba la impresión
de ir en serio.
-
Piénsalo bien, Arsenio -aconsejó Fernando-.
Todos tenemos nuestras limitaciones -yo, el primero-, pero vale más
conseguir una parte de lo que pretendemos, que tirar la toalla y que venga
cualquier piernas a dar carpetazo al asunto… ¿Se lo has adelantado ya a
las familias?, agregó con segundas.
-
Es lo único que me detiene -reconoció
Arsenio-; pero mi deber para con ellos tiene un límite. Si sigo así, me
convertiré a no dudar en el cuarto muerto de este pavoroso asunto.
Fernando
se conmovió y le hizo un ofrecimiento que parecía no comprometer a mucho:
-
En fin, tú verás, que no es cosa de
llevar la obligación hasta el sacrificio. Si yo puedo echarte una mano en lo
que decidas, no tienes más que decírmelo…, reservadamente, por supuesto -agregó
con mordacidad-.
-
Gracias, amigo -repuso Arsenio,
conmovido-. Sé que puedo contar contigo. Seguiré pensándomelo, y lo que decida
te lo haré saber.
Casa-Cuartel de la
Guardia Civil en Miramar hacia 1980
2.
Dos protagonistas y un
actor secundario
Por más
que se llevaran bien y que les hubiese tocado en este caso ejercer a ambos la
acusación, pocas personas habría tan diferentes entre los profesionales que
ejercían ante los juzgados de Miramar, como el letrado de la acusación
particular y el fiscal del juzgado que iba a instruir el sumario de la causa.
El abogado
Arsenio Vera, hasta entonces, era uno de los letrados de la ciudad que más y
más caro trabajaban. Rebasados ya los cuarenta, parecía superficialmente un bon
vivant, procedente de una acaudalada familia de burgueses y dedicado a
llevar los pleitos suculentos de empresarios y clientes de fortuna. Sin
embargo, la mayor parte de esas pinceladas impresionistas estaban equivocadas.
Arsenio procedía de familia humilde; había estudiado muy duramente y con beca;
se pirraba por los asuntos criminales, y no le hacía ascos a defender a gente
pobre, con tal que su caso le pareciese justo. Cuando algún colega se admiraba
-con enfado o por envidia- de que aceptara casos de imposible cobro, él les
salía siempre con el mismo chascarrillo:
-
Yo minuto en proporción al perímetro
ventral del cliente...
… Lo cual
era una manera de hablar, porque él mismo era buena muestra de lo inexacto de tal
proporción. A pesar de la edad y de la buena vida -dentro de un orden-, Arsenio
se mantenía delgado y fibroso, amén de lucir un bronceado permanente, más que
de playa, de vida al aire libre. El rebelde cabello entrecano y las gafas oscuras
de marca completaban su apariencia de guaperas sin ostentación,
por más que, cuando Fernando se lo presentó a su mujer, esta, muy dada a las
primeras impresiones, lo bautizó como El Dandi… y con ese apodo se quedó
en los coloquios entre los esposos, a pesar de que el fiscal fuera considerándolo
cada vez menos justificado.
No era
sencillo de explicar el éxito de Arsenio en los asuntos penales, y no porque no
hubiera motivos, sino porque la razón era compleja. El fiscal jefe, Don José
Antonio Góngora -que, como miramarino de cuna, lo conocía bien-, había
aventurado una opinión, que se evidenciaría premonitoria:
-
Este Vera, desde que pasó un año practicando
en Inglaterra, se comporta como si los tribunales y los abogados de allá
pudiesen trasplantarse a Cuenca, pongamos por caso.
Esa forma
de entender la justicia y su práctica profesional -activa, enérgica, sin pelos
en la lengua- acabaría manifestándose en el asunto que ahora le ocupaba y que decía
iba a abandonar, lejos de lo cual acabaría por convertirle en una figura del
foro hispano y, más adelante, en un abogado maldito, en el amplio sentido de la
palabra[1]. Pero no adelantemos
acontecimientos y coloquemos a Arsenio en la arena de este endiablado
caso, en el que aterrizó, por puro sentido de la justicia y de desprecio del
riesgo, a petición de las familias de las víctimas, cuando ya había pasado un
par de días decisivos, en los cuales un juez inexperto -o, quizá, demasiado
experto- había consentido una autopsia de risa, realizado una pésima
inspección ocular del lugar de los hechos, eludido un reconocimiento en forma
de los cadáveres y demorado la detención e interrogatorio de los guardias
implicados. Es cierto que, gracias en parte a las protestas de Arsenio y a su
fama de conflictivo, la Audiencia había nombrado entre sus magistrados a un
juez especial para el sumario, pero el designado no era hombre que se dejase
impresionar ni manejar por un abogado revoltoso. Así, sucesivamente, le
había denegado la prisión incomunicada de los agentes implicados, la exhumación
de los cuerpos de las víctimas para una autopsia en condiciones y, por
supuesto, la formulación de aquellas preguntas que parecieran pretender el
descarrilamiento de una investigación de carril. Y, entreveradas,
amenazas telefónicas, colocación de bomba, expediente por el Colegio de
Abogados y otras gollerías por el estilo. Total: jugarse el futuro y,
tal vez, la vida, por un proceso que recordaba el parto de los montes. ¿De
verdad que merecía la pena continuar, como este fiscal melómano y de poco
espíritu acababa de darle a entender?
***
El fiscal
del caso, Fernando Oria, era poco menos que un novato. Acababa de cumplir los
treinta, pero apenas llevaba cuatro años de ejercicio, aunque con la buena
suerte de que, a las primeras de cambio, había logrado plaza en Miramar, un
verdadero sueño, tanto para él, como para su mujer, ambos miramarinos de
nacimiento y vivencia. Con su talante equilibrado y buena voluntad, se había
granjeado la confianza de su jefe, así como de los magistrados ante los que
actuaba. Algo pusilánime y poco dado a las familiaridades, apenas alternaba con
los abogados, a quienes resultaba extraño tratar con respeto y cierta distancia
a un fiscal con el que muchos de ellos habían jugado de niños, o estudiado en
la facultad. Una excepción, relativa, era Arsenio Vera, por dos razones
igualmente poderosas: la admiración de Oria por su desenvoltura en la práctica
penal de los tribunales y la común afición a la ópera, aunque solo Arsenio
tuviese la libertad y los posibles para hacer una escapada al Real, al Liceo,
o a la temporada de la Arena de Verona.
El asunto
de marras había tocado al juzgado número 3, cuya llevanza correspondía como
fiscal a Fernando Oria, y el fiscal jefe -dijera lo que dijese el Estatuto-
optó por no asumir directamente la intervención en el caso, en tanto se
tramitaba la instrucción del mismo. En cambio, buenos consejos no habían
faltado:
-
Prudencia, Fernando, que el asunto tiene
miga. Deja hacer al magistrado, que tiene experiencia y la confianza de la
Audiencia, y no entres al trapo de las ocurrencias y excesos de Vera, que seguro
que pretenderá lucirse. Tú, tranquilo, como siempre, y cualquier duda que
tengas, o iniciativa que consideres pertinente, me consultas y ya te diré.
Pero el
asunto tenía más peligro que un miura y, por otro lado, no era fácil
mostrarse impasible y consultar con el jefe, cuando abogados y testigos se
enzarzaban cada dos por tres en polémicas y diatribas, que el juez Amposta
apenas lograba controlar. La cosa empezó cuando, en el curso de la declaración
de un cabo primero del SIGC[2], ciertas preguntas
malévolas de Arsenio molestaron hasta tal punto al declarante, que este se
desabrochó parcialmente la americana para mostrar la pistola que llevaba al
cinto, mirando aviesamente al abogado. El juez, o no lo vio, o se hizo el
tonto, pero Oria, sin poder contenerse, interpeló al guardia y, tomándolo de un
brazo, lo sacó del despacho, mientras el magistrado, finalmente avisado,
ordenaba la suspensión momentánea de la diligencia. En días sucesivos, las
preguntas más incisivas de Arsenio, sistemáticamente consideradas impertinentes
por el instructor, tuvieron en ocasiones el apoyo de Fernando, quien empezaba a
diferenciar -mal que le pesara al juez- lo que no venía al caso, de lo que no
venía a la versión oficial de los hechos; hasta tal punto, que el
magistrado pasó a rechazar las preguntas de Vera sin pedir la opinión del
fiscal, el cual reaccionó siendo él quien las reformulaba, aunque en otras
palabras. Pero, cuando la cosa se puso tirante, fue al lanzarse el acusador
particular sobre la mayúscula metedura de pata de uno de los sargentos
declarantes, quien se refirió a que alguna o algunas de las víctimas habían
sido sacadas por la noche de la Comandancia en Miramar, para llevarlas a un
cuartel abandonado, llamado Fuertegata, sin razón convincente alguna. Oria
pensó que, para un detalle en que los guardias no se habían puesto previamente
de acuerdo, bien merecía la pena indagar acerca de él, y apoyó el interés de
Vera por aquella excursión nocturna, que todos habían querido ocultar.
No tardó
Fernando en ser llamado a capítulo por Góngora, su jefe, cuya acidez contribuyó
a que el subordinado obediente se volviera un poquitín contestatario.
-
¿No te dije que había que ser prudente y
no entrar a las provocaciones de ese abogado? -preguntó el jefe-. Lejos
de ello, me dice el magistrado que Vera te está llevando al huerto y no hacéis
más que incordiarlo.
Fernando
se armó de paciencia, pero contestó muy en su punto:
-
Perdona, José Antonio, pero he llegado a
la conclusión de que no hay vuelta de hoja: O me cuentas todo lo que sepas del
asunto, para que yo pueda saber por dónde ando y lo que puedo indagar y lo que
no, o te encargas personalmente de llevar el caso, pues no quiero cargar con el
muerto a otro compañero en mis mismas condiciones.
El jefe
quiso, ante todo, disculparse por su pasividad actual:
-
El asunto lo voy a llevar yo: Seré quien
lo califique y, en su caso, quien vaya a juicio; pero, por ahora, no quiero que
la fiscalía se signifique, ni entre en polémicas. Se trata -como ya te he
dicho- de que el juez instruya y llegue hasta donde pueda. Luego será el
momento de que, con lo que haya, le saquemos todo el partido que la
justicia y la sensatez exijan.
-
Entonces -dedujo Fernando, encampanándose
un poco-, un fiscal de cuatro años de antigüedad y sin tener ni idea de lo que
hay en la trastienda es quien, por narices, tiene que hacer el paripé hasta
el día del juicio…
Góngora
se sonrió con la anfibología y corrigió benévolamente a Fernando:
-
No, hombre, no. Tal y como con razón me
pides, voy a ponerte en antecedentes de lo que yo sé sobre el caso, con dos
advertencias: Primera, silencio sepulcral sobre la materia; y segunda, que
seguramente sé mucho más que tú, pero no te creas que pondría la mano en el
fuego por su veracidad. Presta atención.
Para no excederse en las confidencias, el
fiscal jefe cogió un folio y fue esquematizando lo que de manera escueta explicaba
a Oria:
-
Primero: El teniente coronel jefe de la
Comandancia es persona violenta y que se descontrola con facilidad, cosa que en
este caso vino favorecida por la circunstancia de que era buen amigo del
general al que los etarras le pusieron una bomba en Madrid. Segundo: Dio por sentado
que los tres detenidos al lado de Miramar eran el comando etarra y, ni realizó una
buena comprobación de sus identidades, ni hizo caso de las advertencias de la
policía en contrario. Tercero: Podemos creernos, o no, que los detenidos
intentaran escapar, pero de lo que no hay duda es de que, lejos de disparar a
las ruedas del coche en que estaban, los guardias tiraron a mansalva y a matar,
lo que, de hecho, hicieron. Y cuarto: Podemos creernos, o no, que el vehículo
cayera por el terraplén y se incendiara y explotase rápidamente; pero eso no
tuvo incidencia ninguna en la vida de los ocupantes -pues ya estaban muertos-,
sino en quemar parcialmente sus cadáveres, dificultando su autopsia y la
identificación por los familiares.
-
¿Y lo de Fuertegata?, preguntó Fernando.
-
Cada vez que sale a relucir esa palabra
es como si se mentara la bicha -respondió Góngora-. Tanto repelús me hace
suponer que pudiese ser el lugar adonde trasladasen a los detenidos para
maltratarlos o arrancarles una confesión, pero esa es solo una posibilidad. Lo
cierto es que, según la autopsia, murieron por disparos, y que, deprisa y
corriendo, han buscado una explicación para cubrir la revelación del sargento:
Que llevaron allí a uno de los detenidos, para que les ayudase a buscar algo que
habían escondido previamente en las playas de la zona. De cualquier forma, con
lo que hay en el sumario, Fuertegata es solo una palabra en el aire y, cuanto
menos nos dejemos embrujar por ella, mejor.
El jefe
parecía cansado y molesto tras todas estas aclaraciones. Frunció el ceño y le
hizo a Fernando una advertencia que este recordaría durante el resto de sus
días:
-
Ahora, que sabes lo que hay, ya puedes
figurarte las órdenes que tenemos de Madrid, de andarnos con pies de plomo y
salvar todo lo salvable, en interés de la Guardia Civil y del Gobierno. Así que
aplícate el cuento y no sigas ni de lejos la estela del amigo Vera, que
ya has visto cómo se las gastan quienes no quieren que se averigüe toda la
verdad. Te lo digo como alguien que te aprecia y se siente responsable de tu
seguridad personal.
Fernando
comprendió perfectamente que la advertencia no tenía solo que ver -y no era
poco- con su vida y con sicarios externos, sino con su profesión y sus
superiores. En una palabra, y sin alternativa: o contemporizar, o perder la
carrera. Así de claro.
Antiguo fotografía de la
estación de Torre Alta
***
La
continuidad de Arsenio Vera en el ejercicio de la acusación particular vino de
la mano de su buen amigo, Fidel Contreras, jefe de estación ferroviaria de
Torre Alta, el pueblo natal del abogado. Al enterarse por terceras personas del
episodio del intento de colocación de bomba, se presentó en Miramar y, con la
autoridad que le daban la amistad y la diferencia de edad, le espetó:
-
Tú no te quedas aquí ni un día más, sino
que te vienes con Matilde y conmigo a Torre Alta. Total, tu Celia se ha
marchado a Madrid y el pueblo está a menos de media hora en coche de Miramar.
Arsenio
rechazó de entrada la oferta, por un par de buenas razones:
-
Aunque estuviera cerca, ¿sabes tú el lío
de andar yendo y viniendo cada vez que tenga una comparecencia o un juicio, o haya
que entrevistarme con un colega o algún cliente?... Además, ya sabes que,
cuando murió mi madre, mis hermanos optaron por vender la casa familiar.
-
¿Y qué? -replicó Fidel a la última
objeción-. En casa tenemos sitio de sobra para ti, y estarías bien atendido y
acompañado. Y, prosiguió, en cuanto a la molestia de viajar, mejor será hacerlo
por carretera a la capital, que por el aire hasta el cielo.
Viendo que
no le iba a ser fácil torcerle la voluntad, Arsenio le confesó:
-
Además, se acabaron mis problemas: Tengo
casi resuelto abandonar el asunto. No hay caso que merezca jugarse la vida, y
para no conseguir nada.
Fidel lo
miró con conmiseración:
-
Muy abatido tienes que estar -le dijo-,
para dejar tirada a esa pobre gente… Porque no te engañes: Lo que no puedas
hacer por ellos, nadie lo conseguirá, ni lo intentará siquiera.
Arsenio
balbuceó avergonzado:
-
Bueno, la verdad es que todavía no tengo
muy claro si tirar la toalla o seguir, tomando algunas medidas de seguridad.
-
Sí -se guaseó Fidel-, como un par de
guardaespaldas, siempre que no sean amigos de la Guardia Civil… Anda, no seas
terco y hazme caso. En Torre Alta estarás como en una fortaleza. Sabes que la
gente te aprecia y, como es tan pequeño, ningún forastero puede merodear sin que
lo descubran.
Todavía
estuvo vacilando, hasta conceder finalmente:
-
De acuerdo, Fidel, pero solo por unos
días, hasta ver cómo pintan las cosas y si me acostumbro al papel de abogado
trashumante. Entre hoy y mañana meto en el coche todo lo necesario y hago la
mudanza el próximo fin de semana.
-
Vendré a buscarte -insistió Fidel-. Así,
si tienes mucho que cargar, llevaré una parte en mi coche.
El viernes
por la tarde, Arsenio se decidió a llamar a Fernando para comunicarle su cambio
de residencia, aunque sin concretarle del todo el destino. El fiscal aplaudió
la resolución y comentó:
-
Me parece de perlas; tanto más cuanto
que, una vez que ya ha declarado el teniente coronel Forteza, no creo que quede
mucho más por hacer, salvo que Amposta nos reserve alguna sorpresa.
-
De todos modos, Fernando, te ruego me
tengas al tanto de lo que se cueza y me avises con tiempo de las diligencias
que se acuerden… No te lo pediría, de no ser por tu ofrecimiento anterior.
-
Descuida -aseguró el fiscal-. Dame un
número de teléfono al que pueda avisarte con total confianza.
-
Pues el de un buen amigo, llamado Fidel,
que vive cerca de donde voy a parar yo.
Le
facilitó lo solicitado y, como primicia de su recién creado servicio de
información, Fernando se despidió con una novedad:
-
Por cierto, el juez ha dejado caer a mi
jefe que está a punto de procesar a Forteza y a dos de sus subordinados. Gran
noticia, ¿eh?
-
Hombre, de once inculpados, procesar a
tres no es una proporción como para batir palmas, aunque entre ellos vaya a caer
el macho alfa de la manada. ¿Y qué? Los procesará por asesinato,
supongo…
-
Mucho me temo -aventuró el fiscal- que
sea solo por homicidio[3], pero habrá que esperar y
ver.
3.
Recapitulando el caso
Miramar
¿Cuál era la versión oficial sobre los
hechos que dieron lugar al caso Miramar, justo antes de que, a mes y
medio de haberse producido, los recogiese el juez Amposta en el auto de
procesamiento? Como es natural, había ido variando a medida que nuevos datos y
presiones sociales obligaban al gobierno a atrincherarse en versiones más
veraces y creíbles de lo sucedido. En resumen, para una información suficiente
de los lectores, podemos compendiarlo así:
El 7 de
mayo de 1981, tres jóvenes amigos, que trabajaban en San Andrés, emprenden un
viaje de mil kilómetros para asistir a una festiva celebración familiar en un
pueblo cercano a la ciudad de Miramar, sin preocuparse mucho de llevar completa
y en buen estado su documentación identificativa. El viaje es largo: Hacen
noche en Madrid y su coche utilitario los deja tirados en La Mancha, lo
que les obliga, tras varias gestiones y desplazamientos, a alquilar un turismo
sin conductor, informando a la empresa de que lo usarán durante unos días para
ir y venir de Miramar.
Llegados a
su destino, los jóvenes descansan en familia y recorren como turistas la zona,
ignorantes de que algunos ciudadanos han creído reconocerlos como los
terroristas de ETA que acababan de cometer un atentado mortal en Madrid y cuyo
retrato-robot ofrecen los periódicos. La denuncia de varios de ellos pone en
marcha a las fuerzas de orden público pero, mientras la Policía entra
inmediatamente en dudas y descarta que los jóvenes viajeros sean los
terroristas buscados, la Guardia Civil persiste en su vehemente sospecha y
mantiene, de entrada, que se trata de las mismas personas.
La
detención de los tres jóvenes por guardias civiles en una localidad turística
cercana a Miramar no parece confirmar la creencia en que sean terroristas:
Están comprando suvenires, no ofrecen resistencia, ni
van armados. Con todo, la presunta identificación por algunos testigos
manchegos y las deficiencias en la documentación que exhiben siguen haciéndolos
sospechosos de ser etarras. El teniente coronel jefe de la comandancia, Eduardo
Forteza, está convencido de que se trata de los terroristas del último atentado
en Madrid y decide asumir la dirección de las indagaciones, con la cooperación
de su teniente ayudante y de la casi totalidad de los guardias que forman el
Servicio de Información de la Guardia Civil en Miramar. Comoquiera que los
interrogatorios no resultan fructíferos, Forteza consulta con sus superiores de
Madrid, quienes, meramente por teléfono, le ordenan que conduzca a los tres
detenidos a la capital de España, de forma inmediata y suficientemente segura.
Entretanto llega la madrugada siguiente, algunos guardias civiles, acompañados
por uno de los detenidos -que dice ser natural de la zona-, patrullan una
franja costera en busca de bolsas de pertrechos o explosivos, que se sospecha
hubieran escondido los hipotéticos terroristas. Por allí se encuentra,
precisamente, el antiguo acuartelamiento de Fuertegata, ahora abandonado y
parcialmente ruinoso, que trajo a colación al declarar ante el juez uno de los
sargentos de la Benemérita.
El convoy
para el traslado a Madrid se forma con cuatro turismos sin identificativos de
la guardia civil -los llamados camuflados-, en el
segundo de los cuales viajan los tres detenidos, esposados y en el asiento
trasero. Los acompañan y custodian once guardias civiles -incluidos el teniente
coronel y su teniente ayudante-, repartidos entre los cuatro vehículos. En el
de los detenidos, en los asientos delanteros montan el guardia conductor y otro
compañero. Es de notar que dicho coche, un Ford Fiesta, carece de puertas
traseras. El indicado convoy, en vez de dirigirse a Madrid por la carretera más
directa y principal, lo hace por otra, secundaria y menos frecuentada para
desplazarse a la capital de España. Al declarar en el juzgado, los guardias no
han ofrecido una explicación clara de tal rodeo, que, en general, justifican
por el deseo de recoger alguna prueba o evidencia adicional de la presunta
estancia de los detenidos por aquellos parajes.
Con las
primeras luces del amanecer, en lugar solitario y con un terraplén poco hondo a
la derecha, sostienen los guardias que los detenidos se abalanzaron sobre los
dos compañeros que iban delante en el mismo coche, tratando de reducirlos y
hacerse con el vehículo, o de huir a campo traviesa. Los dos agentes agredidos
abren las portezuelas y se tiran del coche en marcha, aunque a pequeña
velocidad, resultando lesionados de pronóstico leve y reservado,
respectivamente. Los otros tres turismos se detienen y los guardias aprestan
sus armas para reaccionar ante la probable huida de los detenidos. Solo el
teniente coronel y el teniente esgrimen subfusiles, en tanto los demás agentes
aprestan las pistolas de reglamento. El teniente coronel da la orden de disparar,
sin otra precisión, aunque los agentes declararon haber entendido que se
trataba de hacerlo hacia las ruedas, para paralizar el vehículo de los
detenidos. Lo cierto es que el tiroteo se hace muy vivo y que, como
consecuencia de él, los disparos impactan en las más diversas partes del Ford
Fiesta, incluida la zona del depósito de gasolina. De inmediato, dicho turismo
gira hacia su derecha, incontrolado, y cae por el terraplén, hasta quedar en
los campos aledaños, en posición normal, incendiándose al instante y
produciéndose, acto seguido, una fuerte explosión.
Tan pronto
las llamas lo permiten, los guardias civiles llegan hasta el vehículo de los
conducidos y los sacan, ya muertos y muy calcinados. A continuación, avisan a
los servicios de la funeraria y al juzgado de guardia. La funeraria llega mucho
antes y recoge los cuerpos para llevarlos a Miramar. Sobre el terreno quedan
los guardias civiles precisos para custodiar los restos del vehículo y las
evidencias de los hechos, hasta que el instructor lleva a cabo la inspección
ocular del lugar.
La
primera autopsia concluiría que los tres jóvenes habían muerto por los disparos
recibidos, de modo que, cuando se abrasaron, ya eran cadáveres. Los proyectiles
que hicieron impacto en ellos procedían con seguridad, tan solo, de tres armas:
los subfusiles del teniente coronel Forteza y de su teniente ayudante y la
pistola del guardia civil conductor del turismo que seguía inmediatamente al
Ford Fiesta.
Quizá
merezca la pena reseñar que, cuando al teniente coronel se le preguntó por el
motivo de haber montado un traslado con vehículos ordinarios y poco seguros
para un viaje muy largo con terroristas, respondió que había mucha
preocupación porque compinches de los detenidos intentasen liberarlos, y esa
fue la razón principal de que se tomara una vía secundaria y que no se emplease
una furgoneta o coche celular: para pasar más desapercibidos.
Hasta
aquí, lo que las autoridades creían que había sucedido -o querían que pasara
por la verdad más conveniente de lo acaecido-. En el curso del relato,
el texto del mismo y la propia perspicacia de los lectores permitirán añadir
nuevos datos o hipótesis, que enriquecerán la historia, aunque a riesgo de
hacerla discutible y confusa; o, como algunos han llegado a decir, un ejemplo
más de los casos en que la verdad -toda la verdad- no se sabrá nunca.
De todas
formas, una buena aproximación a la llamada verdad material o absoluta
es la verdad formal, es decir, la que recogen las personas más
informadas e imparciales. En el mundo del Derecho, esas personas son las que
forman el tribunal que, de manera definitiva, resuelve el caso. Como se sabe,
el primer paso en el hallazgo y fijación de esa verdad judicial es -o lo era,
cuando el caso Miramar- el auto de procesamiento, que recoge el
resultado de la investigación sumarial. Aquí, el instructor Amposta, a la vista
de las pruebas existentes, no aceptó la versión de los tiros a las ruedas,
sino que acogió la de que los disparos fueron a mansalva y en todas direcciones,
hasta registrar no menos de veintiséis impactos en los más diversos lugares de
la carrocería. Un número similar de proyectiles alcanzaron en total a los tres
detenidos, interesando en ocasiones órganos vitales. Con ese contenido fáctico,
no es nada extraño que el magistrado entendiese que los agentes se habían
excedido en los medios empleados, según ellos, para evitar la fuga, tratándose
de personas esposadas y sentadas en el interior de un pequeño vehículo. Eso sí,
el procesamiento -como ya le había apuntado el fiscal a Arsenio- se limitaba a
los tres guardias autores conocidos de disparos eficaces y -lo que el
abogado llevaba todavía peor- los hechos se valoraban como homicidio simple: ¿Cómo puede haberse comido el juez la
alevosía[4]?,
se preguntaba; Si esto no es
asesinato, que baje Dios y lo vea,
concluía con amargura.
El antiguo
acuartelamiento de Fuertegata
4.
Garganta Profunda[5]
entra en acción
El primer
día que Arsenio Vera regresó a Miramar, procedente de su retiro de Torre
Alta, el conserje del Colegio de Abogados le entregó una carta, cuyo sobre
venía escrito a máquina; el matasellos era de la ciudad miramarina y carecía de
remite. El letrado, sospechando que se tratase de una misiva amenazadora, la
guardó en el portafolios y siguió adelante con su trabajo cotidiano. Para
leer chorradas, tendré tiempo en casa, se dijo. Pero, cuando la
abrió después de comer, se llevó una sorpresa mayúscula, pues la carta, sobre
poco más o menos, decía así:
A la
atención del abogado, Don Arsenio Vera.
Soy una
persona de conciencia y bien informada, que está indignada de las mentiras que
la Guardia Civil está difundiendo sobre la muerte de esos tres pobres
muchachos, y de la forma en que están tratando de apartarle a usted del caso,
lo que sería tanto como archivar el asunto, sin que paguen por él los
culpables.
Como, dada
mi posición, no puedo ir al juzgado ni a la prensa a contar todo lo que sé, me
he decidido a hacerlo ocultamente, a través de usted, para que pueda hacer de
mi información el uso que estime oportuno. Para ello, utilizaré el correo, que le
enviaré al Colegio de Abogados. Le escribiré cada poco tiempo, para irle
contando lo que me parezca más útil en cada momento, pues sigo diariamente la
marcha del asunto, a través de los medios informativos y de mis demás fuentes
de conocimiento.
Como seña
de autenticidad, iré haciendo constar al final de cada carta el nombre de la
ciudad cuyo equipo de fútbol ganase la Liga de cada año, empezando por 1929. Si
falta ese dato o está equivocado, desconfíe de que sea yo el remitente.
Para
empezar, le diré que el teniente coronel Forteza actuó con saña en este caso,
no tanto porque sea esa su forma de ser, como porque era amigo personal del
general contra el que habían atentado unos etarras varios días antes; un
general que -como han repetido todos los medios- está muy próximo al Rey y, por
tanto, Forteza quería sacar tajada de la operación y lograr una buena
recompensa. Y, como dato importante para que pueda usted lograr que el juez
autorice una nueva autopsia, tiene mi palabra de que, en su primera y
precipitada intervención, los forenses pasaron por alto muchas heridas
mortales, hasta el punto de que en los cadáveres siguen metidas varias balas en
cada uno de ellos, incluido el chico que está enterrado en esta provincia y
cuyo cuerpo quedó en mejores condiciones tras el fuego.
Espero que
me crea y que lo que le descubro le pueda resultar útil. De todos modos, en
bien de mi conciencia, seguiré adelante con esta tarea.
En
Barcelona[6],
a 27 de junio de 1981.
Garganta
Profunda
***
Pasada la
sorpresa, Arsenio se dio en pensar si la carta no encerraría una añagaza,
llamada a ponerlo en ridículo y a desviarle de recto camino con informaciones
falsas. Por otra parte, ¿quién sería -de ser alguien con propósito de ayudar-
el buen samaritano y de dónde podría venirle la información? Era
conveniente ponerla a prueba antes de hacer de ella uso ante el juez.
Dio la
casualidad de que, dos días más tarde, coincidió con el fiscal Oria en un
juicio por robo. Al concluir, se le acercó y, con una sonrisa pícara, le dejó
caer una de las noticias de la carta:
-
Me ha dicho un pajarito que Forteza era
amigo del general Ontiyuelo y que, por eso, se excedió en el normal
cumplimiento del deber…
Oria,
pillado desprevenido, confirmó indirectamente dicha relación:
-
Ya lo sé -reconoció-, pero intenta
colarle a Amposta lo de que el teniente coronel andaba presumiendo de muy
altas relaciones y verás el palmetazo que te da.
¡Luego Garganta
Profunda iba por derecho! Habría que comprobar hasta qué punto, pero podía
empezar a utilizar los datos que le diera. Y, en cuanto a su identidad, tiempo
tenía para intentar descubrirla. La verdad es que los candidatos no
parecían muchos…
Aquella
primera carta de su confidente proporcionó a Vera el mayor triunfo en su
esforzada lid por lograr una instrucción competente. Aunque ya se hubiese
dictado auto de procesamiento por delito de homicidio intencionado, siempre era
posible que los defensores de los guardias volvieran la voluntad de matar en
una imprudencia derivada de la mala puntería, o del gran número de disparos
efectuados. Para evitarlo, Arsenio reiteró su petición de una nueva autopsia,
en la que, con toda minuciosidad, se fijaran los lugares de los impactos, la
trayectoria de los disparos y el número de balas que hubiesen quedado dentro de
los cadáveres. Para fundamentar su petición, se apoyó en la carta y se atrevió
a sostener, con todas las letras:
-
Afirmo que existen indicios
racionales y vehementes de que, dentro de los cadáveres, permanecen aún
proyectiles y esquirlas, cuya localización y extracción son, no solo exigencia
de cualquiera autopsia que sea digna de tal nombre, sino de la determinación
exacta y definitiva de la causa de las muertes y del número y dirección de los
disparos…
Acompañaba
la petición de sendos escritos de los familiares de las víctimas, apoyando su
exhumación, y ofrecía -tirándose un farol muy atrevido- exponer más
fundadamente sus motivos en una comparecencia, que Su Señoría podía acordar al
efecto. Felizmente para él, una vez que se había significado con su auto de
procesamiento, el juez reconoció que la autopsia obrante en las actuaciones
se realizó por un único forense en tales condiciones de premura y de escasez de
medios, que aconsejan una segunda diligencia, previa exhumación de los
cadáveres, con la intervención de dos forenses, ahora que se ha procesado a
varios inculpados por delito de homicidio doloso…
El que el
instructor le diese la razón fue el primer motivo de alegría para Vera. El
segundo se lo debió a su estómago. Quiero decir que, conforme a la ley,
todas las partes del proceso tenían derecho de estar presentes en la exhumación
y ulterior autopsia, pero -como era de esperar-, o no acudieron -como fue el
caso de Fernando Oria y de dos de los defensores-, o, como fue el caso del
abogado de Forteza, no resistieron el desagradable espectáculo y el repugnante
hedor que los cuerpos desprendían -sobre todo, el menos carbonizado-. Solo
Arsenio, con cierta experiencia de casos similares, llevaba una mascarilla con
filtro y se mantuvo terne en todo momento, junto a los dos forenses. El éxito
acompañó su esfuerzo: Hasta un total de catorce proyectiles y varios fragmentos
de otros fueron extraídos de los tres cadáveres, incluso del cerebro y del
corazón, ¡y hasta con trayectoria de arriba abajo! Con todo eso, ya no cabían
las medias tintas de una conducta imprudente o excesiva: la intención de matar
no tenía vuelta de hoja. Incluso la tesis del asesinato parecía inexcusable con
los nuevos datos recogidos.
***
Aquella
segunda autopsia fue el jueves, 16 de julio de 1981, festividad de la Virgen
del Carmen, tan celebrada en los barrios marineros de Miramar. Para entonces, Garganta
Profunda ya había colaborado también en la investigación con sus directas
alusiones a la importancia de los hechos sucedidos en el acuartelamiento
abandonado de Fuertegata:
… Los
tres pobres chicos fueron trasladados a Fuertegata para ser torturados, debido
a que la sede de la Comandancia de Miramar no se prestaba para hacerlo, al
estar en el centro de la ciudad y rodeada de las casas de los guardias civiles
que vivían en el mismo edificio. La tortura se llevó hasta la muerte; de modo
que, cuando se los volvió a meter de madrugada en el Ford Fiesta, ya eran cadáveres,
o puede que alguno estuviese agonizando. Me consta que en Fuertegata sigue
habiendo evidencias de lo que allí pasó, tales como linternas de camping-gas,
cuerdas, manchas de sangre… No es mucho, pero demuestra que allí pasó algo recientemente
pues, aunque el cuartel esté abandonado, la edificación permanece candada y las
ventanas, cerradas con contraventanas metálicas…
Así pues,
Arsenio volvió a la carga y convenció al juez de realizar una inspección ocular
de Fuertegata, la cual, al contrario de la autopsia, estuvo muy concurrida:
secretario, agente judicial, fiscal, abogados defensores, acusador particular,
los tres guardias procesados y algunos más, comisionados por el actual
comandante para ayudar y explicar a Su Señoría cuanto fuese menester. Ni
que decir tiene que el lugar inspeccionado estaba perfectamente listo para su
revista: limpito, ordenado y con el suelo bien refregado; hasta el punto de que
el juez dejó pasar los sarcasmos de Arsenio, pero, cuando este le pidió tomar
muestras de una mínima mancha cárdena para hacer con ella la prueba de Taylor[7], el juez replicó con
mordacidad:
-
Señor letrado, el test de Taylor no creo
que sea idóneo cuando la presunta sangre se ha frotado con una buena dosis de
lejía.
Y así
quedó, por el momento, la hipótesis de las torturas de los tres jóvenes en
Fuertegata. Más adelante veremos cómo, mucho más tarde, se produjo una
discutible corroboración de dicha posibilidad.
De
cualquier forma, Arsenio regresó de Fuertegata con la convicción de que Garganta
Profunda no lo había extraviado. La confirmación de ello le llegó en su
siguiente misiva, en la que afirmaba:
… No
hará falta que le asegure que la Guardia Civil, antes de su visita a
Fuertegata, procedió a una cuidadosa limpieza del lugar y de las huellas que
pudieron quedar de las torturas. Solo a un juez con poco interés por la verdad
se le ocurre avisar de que va a realizar una prueba como esa, con varios días
de antelación… Puedo asegurarle que yo visité el lugar después del 10 de mayo[8] y estaba como le relaté
en mi carta…
Las
alusiones a Fuertegata en esta última carta permitieron a Arsenio centrar sus
sospechas acerca de la identidad de su autor. Puesto que afirmaba haber estado
en el siniestro cuartel abandonado, tanto después de los crímenes, como en la
diligencia de reconocimiento por el juez, resultaba evidente que Garganta
Profunda sería uno de los que estuvieron presentes en la citada inspección
ocular. Más dudoso, pero probable, es que se tratase de un guardia civil
miramarino con cierta vinculación con el caso, pues solo siendo así era lógico
que pudiera haber visitado el lugar sin embarazo ninguno. El repaso de los
asistentes en la visita del juez dejó en Arsenio una sospecha bastante fundada:
la de que su confidente epistolar fuese el capitán Rufino Romero, jefe en
Miramar del servicio de información de la Guardia Civil. De hecho, el abogado
se había llevado una sorpresa al enterarse de que no ocupaba tal cargo el
teniente que ya estaba procesado; hasta tal punto, que se acercó a Romero
durante la inspección ocular y le preguntó:
-
Entonces, ¿no es el teniente Morillas el
jefe del servicio de información?
-
No, repuso Romero. Morillas era el ayudante del teniente coronel, y supongo que, en tal concepto, contó con él
para que lo asistiera durante toda aquella actuación.
-
Pero entonces -insistió Arsenio-, siendo
todos los guardias civiles intervinientes miembros del SIGC, ¿cómo es que
usted, su jefe inmediato, no los dirigió en aquellos momentos?
El
capitán, con la mayor frialdad, respondió:
-
Eso, letrado, solo puede contestarlo el
teniente coronel, pero a nadie se le impide hacer de ello las oportunas deducciones.
Ignoro si
Vera siguió esa sugerencia, pero, en todo caso, le pudo ayudar una
circunstancia que se produjo apenas un par de meses después: El capitán Romero
abandonó el servicio de información y fue destinado a mandar el destacamento de
la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil en la provincia de Miramar. De
hecho, debía de ser un notable especialista en la materia, a más de un
vocacional de ella, pues realizó toda su carrera profesional, a partir de
entonces, dentro de la citada Agrupación.
***
Otras
informaciones de Garganta Profunda resultaron más o menos llamativas, y
hasta pudieron fortalecer la posición y argumentos de Arsenio, en especial,
durante las largas sesiones del juicio oral, pero no cambiarían la marcha del
proceso, ni supondrían una ampliación de las diligencias de instrucción
ordenadas por el juez. Como supongo que, pese a ello, tendrán cierto interés
para ustedes, me permito seleccionar los puntos de las cartas en que se
recogían cinco de las confidencias que el anónimo corresponsal realizó al
abogado Vera. Helas aquí:
… Ya
sabe usted que el teniente coronel Forteza sostiene que, al hablar por teléfono
con autoridades del Ministerio del Interior, le dieron la orden de que
trasladase a los sospechosos de terrorismo a Madrid, con las oportunas
garantías, a fin de identificarlos e interrogarlos… Tal vez, sea verdad, pues
tiene su lógica, pero no se ajusta a la forma de actuar desde Madrid, que viene
siempre acompañada de la oportuna comunicación escrita y, desde luego, es muy
sospechoso que Forteza no haya dado los nombres y cargos de la persona o
personas que le ordenaron el traslado… Lo que es de todo punto absurdo es que
le indicasen que hiciera el viaje por vías secundarias y en simples turismos
camuflados. De todas formas, es muy improbable que dijesen desde Madrid a todo
un teniente coronel cómo tenía que realizar la operación… Estoy seguro de que,
llegado el momento en que usted quisiera atornillar todos estos
extremos, se encontraría con el mismo muro de silencio que hasta ahora: Desde
Madrid, ni confirman, ni desmienten lo que sostiene Forteza, pues no quieren
hundirlo más todavía, pero tampoco comerse ellos el marrón de un rocambolesco
traslado, que acabó tan mal…
Maqueta de un Ford
Fiesta de la época
En
otra carta:
… La
Guardia Civil de Miramar tenía medios para identificar por sus huellas
dactilares a los detenidos, directamente, o por conducto de Madrid, o entrando
en contacto con sus enemigos íntimos de la Policía Nacional,
que ya tenían datos sobrados -recogidos en la ciudad de San Andrés- para saber
que no eran terroristas o, cuando menos, había muchas dudas de que tuvieran que
ver con ETA. Puede ser muy útil el testimonio del comisario Beltrán, quien no
tuvo reparo en reconocer ante familiares del fallecido miramarino que la
Guardia Civil la había cagado de manera escandalosa; y eso, en los primeros
momentos de la investigación.
Y
en otra:
… Creo que
ya sabe usted que la detención de los tres jóvenes en Cantiles de Mar fue
llevada a cabo, en un primer momento, por los guardias civiles del puesto, al
mando del teniente que lo comandaba. Hasta ahora no se le ha tomado declaración,
pero, si no se atreve a incurrir en falso testimonio, le dirá que, no solo no
llevaban armas encima, sino que tampoco las había en el turismo en que
viajaban, y menos, en un lugar de tan fácil e inmediata comprobación, como
debajo de los asientos, cual afirman las guardias del servicio de información…
Las dos pistolas que, por arte de magia, aparecieron luego en el Ford Fiesta
fueron colocadas allí por Forteza y sus compinches, elegidas de entre las armas
intervenidas por la Guardia Civil en el año de la nana… Fueron tan necios, que
se las entregaron al juez llenas de herrumbre y poco aptas para disparar: ¡Como
que se trataba de pistolas marca Astra que salieron de
fábrica en el año 1921! Aunque quizá no fueran necios, sino tuvieran miedo de
que, de escoger otras dos armas mejores y más modernas, saliera a relucir en
los libros del archivo que las mismas estaban intervenidas y custodiadas por la
Benemérita…
En una
cuarta misiva:
… Dudo
que usted encuentre a un experto que se preste a actuar como perito, pero yo,
que me muevo en ese mundo con mayor facilidad que la suya ahora, puedo
asegurarle que, aunque el Ford Fiesta llevase el depósito lleno, por deslizarse
dando tumbos por un terraplén de tres o cuatro metros, quedando en posición
recta, no puede incendiarse de inmediato y provocar una explosión como
consecuencia… Indague usted en la aldea de Secarral, donde, en la madrugada de
los hechos, apareció un guardia civil y compró en la gasolinera un bidón de
combustible, con el que sin duda rociaron luego el coche de los jóvenes por
fuera y por dentro, antes de pegarle fuego… La torpeza llegó hasta el extremo
de dejar una lata de gasolina, que allí seguía cuando fue a inspeccionar el
lugar el primer juez instructor que llevó el caso… De cualquier modo, como los
chicos ya estaban para entonces muertos, y bien muertos, supongo que lo que le
cuento no le valdrá a efectos legales, pero sí puede impresionar al tribunal,
si es que tiene un mínimo de entrañas…
Y vamos
con la quinta:
… Cuando
todavía estaba ardiendo el Ford Fiesta -lógicamente, con los tres jóvenes
dentro-, pasó por la misma carretera un coche con cuatro o cinco pescadores de
Miramar, que se dirigían de madrugada a un concurso de pesca fluvial en la
localidad de Negratín. Al percatarse del fuego, pararon, se bajaron y, tomando
un extintor, intentaron acercarse para apagar el incendio, pero les fue
prohibido por un sargento de paisano de la Guardia Civil, uno de los agentes
que habían participado en los hechos, aunque no está entre los procesados… Les
dio toda clase de seguridades de que los accidentados ya habían sido evacuados
y de que no había de qué preocuparse… Con todo, al regresar por la tarde del
campeonato pesquero, pusieron los hechos en conocimiento de la Guardia Civil a
título de denuncia que, naturalmente, se perdió de camino al juzgado.
Los pescadores pertenecen al club El Anzuelo de Miramar, donde podrá
usted localizarlos y, si lo desea, que actúen de testigos en el juicio… Me han
dicho que están muy cabreados de que su buena acción y la denuncia posterior
hayan quedado hasta ahora en el olvido…
5.
El juicio… y algo de lo
que pasó después
Garganta
Profunda desapareció sin avisar, tan pronto concluyó el sumario del caso.
El abogado Vera se lo explicaba de la forma siguiente:
-
Siendo, casi con certeza, un guardia
civil muy bien informado, su aportación tenía sentido para orientarme en las
investigaciones. Una vez concluidas estas, poco o nada iba a enseñarme, siendo
yo -como lo soy- un letrado concienzudo y bien preparado… Con todo, bien podría
haberse despedido y, a ser posible, haberme dado alguna pista acerca de su
personalidad.
En cierto
modo, reemplazó al esquivo comunicante epistolar nuestro conocido, el fiscal
Oria, aunque no por propia iniciativa, sino impulsado por los comentarios
despectivos de Arsenio hacia la labor del fiscal del caso, que había pasado a
serlo ya el fiscal jefe, José Antonio Góngora, como estaba previsto.
-
¡Vaya desfachatez que tiene tu jefe!
-reprochó Arsenio a Fernando-. No solo no acusa por asesinato, sino que todavía
encuentra atenuantes en la conducta de los acusados: cumplimiento del deber en
el teniente coronel, y obediencia debida, para el teniente y el guardia.
Oria, más
flemático, le replicó por una vía indirecta:
-
Con todo y con eso, pide una condena de
cuarenta y dos años para Forteza y de veintisiete para los otros dos. ¿Acaso
crees que el tribunal estaría dispuesto a imponerles más pena? Evidentemente,
no. Entonces, ¿qué sentido tiene que el fiscal se signifique como duro y
provoque en mucha gente un sentimiento de lástima hacia los acusados?
Arsenio, aun reconociendo el realismo de las
objeciones, no daba su brazo a torcer:
-
Ese montón de años a que aludes, ya verás
en qué se convierte en la práctica: menos de la mitad en chirona. Y, en
cuanto a la piedad de la gente, no es porque las penas sean altas, sino
porque no se sienta en el banquillo a todos los culpables, incluidos los
políticos farsantes que los han estado encubriendo y no han sido capaces ni de
dimitir. Esa es la triste verdad: ¡Pero si hasta se dice que, de los fondos
reservados del Ministerio del Interior, les van a pagar todo el sueldo mientras
estén en la cárcel!
Fernando
optó por desviar la conversación:
-
Bueno, ¿y tú que vas a pedir?
-
Por supuesto, condena por asesinato y la
máxima pena: noventa años por la suma de los tres delitos.
-
¿También para el teniente y el guardia?
-
También. No puede ser disculpa el
obedecer, cuando la orden constituye un crimen horrendo.
-
Allá veremos, amigo -dijo Oria,
encogiéndose de hombros-. Por tu trabajo, mereces llevarte el gato al agua, pero
tómatelo con calma: Todos pensamos que ya has logrado mucho más de lo que en un
principio era de esperar.
El fiscal
acabó por tener razón. Después de veintidós sesiones de juicio, a lo largo de
más de un mes, el tribunal de cinco magistrados dictó sentencia, por la que
condenaba al teniente coronel Forteza a 24 años de prisión, a 15 años al
teniente y a doce al guardia raso. Al año siguiente, el Tribunal Supremo
confirmaba en todos sus puntos la sentencia de la Audiencia de Miramar[9].
Muchos fueron
los momentos que depararon aquellas largas sesiones veraniegas para que los
periodistas y el público pudieran reflexionar o emocionarse. Seguramente,
ninguno más intenso y famoso que aquél en que Arsenio Vera solicitó, y obtuvo,
del tribunal el que, en lo sucesivo, los acusados no compareciesen de uniforme,
sino en traje de civil. ¿Fue ello precedido del último acto de Garganta
Profunda? Juzguen ustedes:
Fue en la
tercera o cuarta sesión del juicio. Las anteriores habían transcurrido en
discusiones bizantinas sobre cuestiones preliminares y con el interrogatorio
del fiscal al teniente coronel. Momentos antes de empezar la jornada, el agente
judicial se acercó a Vera y le hizo entrega de un folio doblado en cuatro
partes, indicándole que se lo había entregado para él un señor bien portado que
no había dado su nombre. El abogado desdobló el papel y vio que se trataba de
la fotocopia de una página del Boletín Oficial del Ministerio de Defensa[10], en la que se recogía la
Orden Ministerial 9/1981, de 2 de febrero, la cual excluía el uso del uniforme a
los Militares que comparecieren ante la Jurisdicción Ordinaria o Autoridades
civiles por actuaciones seguidas contra los mismos. De inmediato, tan
pronto el presidente del tribunal indicó a Arsenio que podía iniciar el
interrogatorio del teniente coronel, aquel formuló una cuestión de orden para
que, con arreglo a lo preceptuado, los tres acusados -militares, en cuanto que
guardias civiles- se despojaran de su uniforme y compareciesen en lo sucesivo
con indumentaria de paisano. El presidente, que con toda probabilidad ignoraba
dicha Orden, pidió a Vera justificación de su existencia, lo que fue fácilmente
cumplimentado, gracias a la fotocopia que acababa de serle entregada. Y así, se
suspendió el juicio, para que los acusados vistiesen la indumentaria civil, lo
que hicieron con ciertas reticencias iniciales.
Cuando
Vera tuvo ocasión de explicarse ante el tribunal, apoyó su petición de modo
elegante, en la siguiente forma:
-
No se juzga en esta causa a la Guardia
Civil, sino a algunos miembros de la misma que, prevalidos de su cargo,
cometieron tres crímenes horrendos… Estaba comprobando con indignación que el
teniente coronel acusado se pavoneaba en el banquillo, esponjándose cada
vez -y eran muchas- que los guardias civiles presentes o declarantes se
cuadraban ante él, en lugar de hacerlo ante el presidente del tribunal, aunque
solo fuera por cortesía. Eso debía acabar y a ello contribuyó el que el acusado
Señor Forteza se despojara del severo uniforme, que había deshonrado -como
también los otros dos acusados- con la conducta que aquí se ha enjuiciado.
***
Si, como
era muy probable, Garganta Profunda era quien había hecho esta última
aparición, era obvio concluir que se trataba de un guardia civil, pues pocos o
ningún no militar habrían tenido conocimiento de aquella orden ministerial,
fruto indirecto de la ampliación de competencias de la jurisdicción ordinaria,
en detrimento de los consejos de guerra militares de la época franquista. Pero
los candidatos eran varios, y bueno será que complete este capítulo con
una referencia a las personas que tuvieron mayores posibilidades de serlo. Al
propio tiempo, mi repaso servirá para conocer algo más sobre su vida ulterior
y, en alguna ocasión, dará lugar a informar de revelaciones verdaderamente
sorpresivas.
·
El fiscal, Fernando Oria, era un sospechoso
evidente, por su conocimiento privilegiado del caso, la amistad con Arsenio
Vera y el desasosiego que le produjo el ser manipulado, para que la verdad no
se abriese un mayor camino. En su contra está el hecho de no ser guardia civil,
cualidad que Vera reputaba inexcusable para entrar en la reducida lista de
candidatos a Garganta Profunda. Sea como fuere, fiscal y abogado fueron
distanciándose, hasta cortar todo trato. Oria llegó a sentirse molesto con los
supuestos excesos de su antiguo amigo, y este acabó por reprocharle
despectivamente el seguidismo de los superiores y su cobardía a la hora de
defender por sí mismo sus ideas. De cualquier modo, sean cuales fueran las
razones de ello, Oria jamás aspiró a puestos de mando o relevancia en su
carrera: Ejerció toda ella en Miramar y declinó presentar su candidatura para
ser jefe de dicha fiscalía.
·
El capitán Rufino Romero, entonces jefe
del servicio de información de la Guardia Civil en Miramar, se ausentó pronto
de esta provincia y, como especialista en cuestiones de tráfico, fue
progresando en su carrera militar, hasta alcanzar la elevada categoría de
general de división. Indudable conocedor de los entresijos del caso y muy
probable opositor a la conducta de Forteza -de hecho, fue marginado de la
intervención, afortunadamente para él-, pudo ser perfectamente Garganta
Profunda, pero solo nos hallamos ante una hipótesis, más o menos plausible.
·
El profesor y periodista, Leandro
Saavedra, muy joven entonces, se entusiasmó -profesionalmente hablando- con el caso
Miramar. Tan pronto le fue posible, acudió a visitar a Arsenio Vera en su escondrijo
de Torre Alta. Fue bien recibido y el letrado le facilitó la información
que entonces tenía, a cambio de lo cual Saavedra le prometió hacer lo propio
con cuanto descubriese. Esto fue mucho, en lo que concierne a seguir la pista
de los tres jóvenes, desde San Andrés, hasta su detención en Cantiles de Mar, siendo
de suponer que cumpliría su compromiso con Arsenio, pero de forma abierta, no
en las escondidas de cartas anónimas. De todas formas, actuó de forma tan
concienzuda y extensa, que pudo dar a la imprenta un libro sobre este caso
antes, incluso, de que se abriera el juicio del mismo[11].
·
Por descontado, Arsenio tenía el pálpito
de que su confidente pudiera ser un guardia civil que quisiera descargar su
conciencia y que pagaran por los crímenes los compañeros culpables, que tanto
daño habían hecho a la buena fama de la institución. El abogado, como en
círculos concéntricos, iba colocando, en el exterior, a todos los guardias
civiles del servicio de información de Miramar; en un término medio, a los ocho
guardias que, habiendo intervenido en la caravana de la muerte, no habían sido
procesados por ello; en el centro, a alguno de los tres procesados, uno de los
cuales había hecho uso del derecho a la última palabra para decir que sentía
muchísimo lo sucedido. En cualquier caso, Arsenio se burlaba de las gentes
cándidas o interesadas, que incluían entre los posibles arrepentidos al
teniente coronel, quien bien claro había declarado que, para él, los tres
muertos eran terroristas y, por tanto, si volviese a estar en la misma
tesitura, se comportaría de la misma manera.
·
Con el tiempo -nada menos que veinte años
después- aparecería otro teniente coronel de la Guardia Civil, al que
llamaremos Víctor Villén, en quien nadie había parado mientes, pese a
encontrarse en Miramar en el año 1981, por un curioso alalimón de
enfermedad asmática y represalia política, que lo había reducido a la reserva
activa o escala B, con un destino en oficinas. Villén, todo un jefe y
con la carrera de abogado -que pretendía ejercer, cosa posible en su situación
administrativa-, conocía, y despreciaba, a su compañero Forteza, y tenía buenas
razones y contactos, como para estar al tanto de cuanto Garganta Profunda
revelaba a Arsenio Vera. Lo cierto es que, solo un año antes de morir,
hallándose muy enfermo, reconstruyó ante los medios informativos el caso Miramar de manera muy distinta a la recogida en la sentencia. Veamos
algunos extractos de ello:
La Dirección General de
la Guardia Civil mandó un radio diciendo que eran etarras y
que habían atentado contra el general “Palazuelo”. “Forteza”, que era un
enfermo mental, un imbécil poseído y que, además, presumía de su amistad con el
Rey, vio allí la ocasión de hacer un servicio y colgarse medallas…
La Comandancia de
“Miramar” se encontraba en pleno centro de la ciudad y en ella vivían los
familiares de los guardias civiles, por lo que “Forteza” y los miembros del
servicio de información decidieron llevarse a los detenidos fuera de la ciudad
para poder torturarlos sin problemas… En “Fuertegata” ocurrió la tragedia
porque fue tal la tortura, la paliza, la cafrada, que
se les quedaron en las manos. Cuando se dieron cuenta, los habían matado.
… “Forteza” intentó
borrar todas las pruebas de la masacre… De noche, sin luz, tres cadáveres ensangrentados
y un conciliábulo de sicarios y verdugos pensando cómo quitarse de en medio
aquella papeleta. Tuvieron que despedazar a aquellas criaturas para meterlas
dentro del coche… Después se llevaron el coche, lo despeñaron, le metieron
fuego y se pusieron a pegar tiros.
Inmediaciones del
lugar donde el Ford Fiesta fue incendiado
***
Tres años después de los hechos y uno tras
la firmeza de la sentencia penal, un Garganta Profunda -quizá el mismo
de antes, o tal vez otro diferente- se hizo notar de modo impresionante; hasta
el punto de que su versión de los hechos ha sido considerada, desde que se supo, como la más próxima a la verdad de los mismos. El medio empleado fue también el
de la carta anónima[12], pero con tales
deficiencias de redacción y de ortografía, que, a no ser fingidas, permiten
colegir que la mano de esta última carta no fuera la de las primeras. Pero, sin
más preámbulos, pasaré a recoger los pasajes más sobresalientes de dicha
misiva, eludiendo los nombres completos y los detalles más vigorosamente
identificativos de los guardias civiles y paisano aludidos:
Mi querida
familia[13],
ante el respeto que me merecen, me dirijo a ustedes para contarles el hecho
siguiente, respecto a las extrañas circunstancias de la desgracia de vuestro
hijo y compañeros, que fallecieron en manos de los asesinos de la Comandancia
de esta localidad. Como saben ya de antemano, los detuvieron en “Cantiles de
Mar”, los trajeron a la cabecera de la Comandancia, con grandes medidas de
seguridad. Acto seguido los trasladaron en los mismos vehículos al cuartel de
“Fuertegata”, junto al aeropuerto, donde fueron sometidos a interrogatorio.
Acto seguido, ordenó “Forteza” que tenían que ser sometidos a garrote y pidió
voluntarios[14],
saliendo el primero J.M.C.[15]
… Después salió el sargento C…. Otro, el guardia P…. Otro, el guardia F.
Todos estaban destinados en el Servicio de Información de la Comandancia. Estos
fueron los asesinos de vuestro hijo y de los compañeros. Al principio, les
dieron gran paliza, especialmente por el guardia C., perdiendo uno el
conocimiento. Y entonces los mataron con un tiro de pistola a cada uno, que
recibieron por separado[16]. Posteriormente, los
envolvieron en mantas viejas, penetrándolos en un Ford Fiesta en el asiento
trasero y, al volante, el guardia C.M., ordenando “Forteza” que fueran volcados
en un sitio que no los viera nadie, y que se les pegara fuego para que no se
conocieran los maltratos. Como el guardia C. se destacaba, con el dinero de los
pobres, ya cadáveres, que fue el que se quedó con él, le echó en S.S. gasolina
al Ford y una lata de cinco litros llenó, con la que luego después prendió
fuego al vehículo en la carretera de G. Y antes de pegar fuego, con la metralleta
de los compañeros, el guardia C. gastó dos cargadores de 30 cartuchos cada uno
sobre los cadáveres, en combinación con el depósito de gasolina del Ford. Acto
seguido, con el mechero pegó fuego a la gasolina que se derramaba del depósito,
añadiendo la que tenía en la lata aparte…
Sin nada
más se despide un gran amigo de ustedes, que en la actualidad es guardia civil,
pero no asesino, como en unas declaraciones que se hicieron a la prensa.
No me
identifico porque sería una cosa no oportuna para mí…
Posdata:
Si tienen bien, esta carta quiero que sea vista por el letrado… “Arsenio”, que
cumplió nada más con su deber.”
La carta
que acabo de trasladar fragmentariamente llegó a sus destinatarios en 1984,
pero de ella nada se supo hasta el año 2005, en que se hizo pública en varios
medios informativos, dentro de una programación que algunos de ellos mantenían
sobre puntos oscuros o conflictivos del periodo de la llamada Transición
Democrática[17].
Que yo sepa, su divulgación no ha tenido hasta ahora -escribo en febrero de
2023- ninguna repercusión judicial. No es mi propósito elucubrar sobre las
causas y responsabilidades de tal pasividad de casi cuarenta años.
6.
Epílogo: Descargo de
conciencia del autor
En
los lectores está de decisión de juzgar la existencia de Garganta Profunda en
Miramar como real, como meramente posible o como un simple recurso narrativo
mío, para dar mayor interés y unidad a las muchas versiones y puntos oscuros de
este caso criminal, tanto en sí mismo, como en su evolución -y no evolución-
ulterior. Sobre esto, como sobre lo que realmente sucedió en aquella madrugada
del 10 de mayo de 1981, pueden ustedes hacer uso de la buena costumbre de pensar
acerca de cuanto acaban de leer, para sacar sus personales conclusiones
sobre lo que con más probabilidad pudo suceder. De hecho, los mayores
sabedores del caso Miramar opinan que la verdad completa y segura ya no
se conocerá nunca.
Por mi
parte, aunque solo sea por deformación profesional[18], o por llevar la
contraria a muchos, me permito aconsejarles que no olviden la verdad
judicial, recogida en la sentencia, la cual, con todas las limitaciones que
se quiera, dio muchos pasos para esclarecer los hechos y -muchos menos- para
castigar debidamente a sus responsables.
[1]
El narrador conjuga aquí dos de las acepciones del adjetivo maldito: Que
va contra las normas establecidas y que molesta o desagrada.
[2]
Siglas correspondientes al Servicio de Información de la Guardia Civil, -oficialmente
Jefatura de Información-, que es el servicio de inteligencia de la Guardia
Civil. El SIGC es el órgano responsable de organizar, dirigir y gestionar la
obtención, recepción, tratamiento, análisis y difusión de la información de
interés para el orden y la seguridad pública en el ámbito de las funciones
propias de la Guardia Civil y la utilización operativa de la información,
especialmente en materia antiterrorista, en el ámbito nacional e internacional
(véase R.D. 734/2020, de 4 de agosto).
[3]
El asesinato es un tipo agravado de homicidio, entonces castigado con
pena de reclusión entre veinte años y un día y treinta años, en tanto que el
homicidio simple lo estaba con reclusión de doce años y un día a veinte
años.
[4] La definición de la alevosía en el Código
Penal vigente a la sazón era: empleo de medios, modos o formas en la
ejecución del delito, que tiendan directa y especialmente a asegurarla sin
riesgo para la persona que lo comete, que proceda de la defensa que pudiera
hacer el ofendido (art. 10, circunstancia 1ª del Código Penal español de
1971, y anteriores).
[5]
Como es sabido, a partir del caso Watergate (Estados Unidos, 1972-1973),
la expresión garganta profunda alude a aquellos testigos que no quieren
ser identificados, pero que ofrecen a ocultas su conocimiento de un caso a
quienes están dispuestos de investigarlo o denunciarlo. El primer Garganta
Profunda resultó ser el alto agente del FBI, William Mark Felt (1913-2008).
[6]
Se significa aquí, no el lugar de redacción de la carta, sino el hecho de que
fuese barcelonés el club de fútbol (Foot-Ball Club Barcelona) que ganó,
en la temporada 1928-1929, la considerada como primera Liga española de dicho
deporte, en su primera división.
[7]
Sobre la prueba de Taylor (1871) y otras para identificar manchas de sangre,
véase: Ana Castelló Ponce, Revisión crítica del diagnóstico de orientación
en el estudio de las manchas de sangre: falsos negativos en la prueba de Adler.
Una aportación de la Química Legal, tesis doctoral de la Facultad de
Químicas de la Universidad de Valencia, 1997, pp. 1-27 (de libre acceso por
Internet).
[8]
Del texto se infiere que fue el 10 de mayo (de 1981) cuando se produjeron las
muertes que estoy historiando.
[9]
Tal vez merezca la pena reseñar que los defensores de los tres acusados
solicitaron en todo momento la absolución de los mismos, si bien con un cambio
de fundamentación, tan importante en abstracto, como inane en la práctica:
Primero pidieron la absolución porque los guardias no habían tenido intención
de matar, ni se apreciaba imprudencia en su empleo de las armas, para evitar la
huida de los detenidos. Posteriormente, en conclusiones definitivas, aceptaron
que hubiese habido propósito de matar, pero absolutamente amparado por las
eximentes de cumplimiento del deber y -para el teniente y el guardia raso- de
obediencia debida.
[10]
Boletín Oficial del Ministerio de Defensa, transcrito en el Diario Oficial
del Ejército del Aire, núm. 17/1981, p. 203.
[11]
Ese libro -de cuyo nombre no quiero acordarme-, aparecido en 1982, fue objeto
de una segunda edición en el año 2011, que constituye la fuente más amplia y
fiable para conocer el que yo he llamado Caso Miramar.
[12]
En realidad, usó una especie de seudónimo -Viva Pechina-, alusivo a la
localidad a la que se remitió la misiva. Si ello tenía algún otro significado
más personal -como, por ejemplo, el de estar sirviendo como guardia civil en
dicho pueblo-, es cosa que no se ha aclarado hasta el presente (febrero de 2023).
[13]
Se refiere a las personas destinatarias de la carta, es decir, la familia de la
única de las tres víctimas que era natural de la provincia de Miramar, y cuyos
padres y hermanos seguían viviendo entonces en un pueblo próximo a la capital.
[14]
Ya adelanto que de los cuatro voluntarios que salieron, ninguno de ellos
fue condenado en el juicio, sino que se encontraban entre los ocho guardias
implicados que ni siquiera fueron procesados.
[15] Aquí se produjo un baile de los
apellidos, debiendo ordenarse el nombre y estos así: J.C.M. Este J.C.M. es
posteriormente aludido en tres ocasiones en la misma carta como C.M. y como C.
[16] Parece entenderse que pudo tratarse de varias
pistolas, lo que no coincide con la aseveración de la sentencia, en el sentido
de que, además de por los dos subfusiles, solo fueran alcanzadas las víctimas
por los disparos de la pistola reglamentaria de un guardia civil quien,
precisamente, no era ninguno de los cuatro nominados en la carta que
extractamos.
[17]
En un sentido amplio, dicho periodo se extiende desde la muerte del dictador,
Francisco Franco (noviembre de 1975), hasta el acceso al gobierno del Partido
Socialista (diciembre de 1982).
[18] Soy fiscal, ya jubilado, que ejerció la
profesión durante más de cuarenta años, entre 1972 y 2016.