Los tormentos del amor
Por Federico Bello Landrove
Inspirado en hechos reales acaecidos
en torno a 1922[1], el presente relato no pretende
recoger nada que no sea perfectamente conocido -y constantemente ignorado-: Que
llevar el amor hasta el extremo puede ser una de las formas más refinadas y
letales de sufrir y hacer sufrir.
1. Un héroe del Alcántara
Por casuales y dramáticos motivos, que
procuraré desgranar brevemente en este capítulo, me tocó ser testigo de la
mayor parte de los hechos que voy a narrar en el relato. Y como, finalmente,
acabé por implicarme en los mismos, me permitirán la licencia de alterar los
nombres de los personajes y de las ciudades en que se desarrollaron aquellos
sucesos que, por lo demás, expondré a ustedes con la mayor fidelidad,
comenzando por el de los precedentes que acabaron por llevarme al encuentro con
ellos.
No me remontaré
más allá del 23 de julio de 1921 cuando, no lejos de la plaza de Melilla, mi
regimiento de Caballería, el de Cazadores de Alcántara, escribió la
página colectiva más gloriosa de la, por lo demás, vergonzosa y malhadada
derrota de nuestras armas en Marruecos, a manos de los rifeños de Abd-el-Krim.
Los seiscientos hombres del Alcántara, con sus briosas y reiteradas
cargas a caballo, dieron tiempo y oportunidad para que no menos de dos mil
compañeros de otras unidades pudiesen acogerse a la seguridad de las
fortificaciones melillenses. Por las noticias que yo tengo, murieron más de
quinientos caballeros del 14º y, del centenar que escapó allí a la
muerte, una tercera parte lo hicieron heridos[2].
Uno de estos fui yo, a la sazón teniente del segundo escuadrón, que logré
salvar la vida gracias a la ayuda de algunos de mis hombres y al buen hacer de
los cirujanos de los hospitales de sangre montados sobre el terreno. Claro que,
cuando fui capaz de percatarme de mi estado, comprobé que no estaba completo
-como con acierto e ironía lo definió un enfermero-, pues me había sido
amputada la pierna derecha al nivel del primer tercio de la tibia.
En cuanto fue
posible -allá por finales de octubre del 21- me evacuaron a la Península y, por
buenas componendas y las influencias de mi padre -coronel retirado-, conseguí
una cama en el Hospital Militar de Carabanchel[3].
Ya repuesto de mis otras heridas, el objetivo que perseguía era el de
fortalecer mi amputada extremidad y conseguir la mejor prótesis posible. Recuerdo
una conversación con el famoso médico militar, Pagés[4],
quien no debía de estar muy conforme con que un oficial en mis condiciones
ocupase una plaza en el hospital. Desde mi ligereza de tenientillo que
había perdido su integridad física en una acción heroica, me atreví a
discutirle su punto de vista, haciéndole ver que, mutilado y todo, pretendía
seguir vinculado al Ejército, dondequiera que me asignasen. Pagés, muy humano,
prefirió negociar conmigo:
-
Veamos,
teniente Zalama, ¿estaría usted conforme con su alta hospitalaria, si yo
comprometiera mi palabra en procurarle la mejor prótesis para su pierna?
-
Eso
no es todo, capitán[5]
-repliqué-. Necesito además la mejor rehabilitación posible de la extremidad,
tanto antes como después de colocarme la prótesis.
-
Lo
veo justo. Me encargaré personalmente de que lo pongan en buena forma.
Ahora que su pretensión de seguir en activo la veo un tanto difícil…
-
Mi
capitán, tengo veintiocho años y no dispongo de otra fortuna que mi grado y mi
servicio en el Ejército. Siempre habrá un puesto desde el que pueda serle útil.
El capitán -que
moriría en accidente de tránsito poco tiempo después- hizo traer de Alemania
una pierna ortopédica a mi medida, a la que me adapté con notable facilidad. Pero
aún tenía por delante lo más peliagudo. Mi padre me aconsejó:
-
Presenta
tu caso para una solución provisional, hasta que acabe la guerra[6].
Seguro que así se muestran más condescendientes y, entre tanto, podemos ir
buscándote una salida razonable fuera de la vida militar.
Dicho y hecho. El
general de Caballería que tenía que valorar mi caso en el Ministerio de la
Guerra, se me mostró muy propicio, al ser yo un superviviente del heroico
regimiento de Alcántara. Me preguntó:
-
¿Estaría
dispuesto a ocupar un destino, por nimio y molesto que le parezca?
-
En
llevando uniforme -exageré-, estoy dispuesto hasta a recoger boñiga de los
caballos.
-
¡Pues
no va a estar muy lejos de ello! -exclamó entre risas. Precisamente acabamos de
abrir un centro militar de cría caballar y remonta en la ciudad de Arrizada.
Hemos mandado como jefe para allá a un comandante. Usted podría ser su segundo…
¿Qué le parece?
-
¿Cuándo
puedo incorporarme?, le contesté con otra pregunta.
En fin, al cabo de
un mes, realizaba por ferrocarril el viaje hasta mi destino. Entre las muchas
cosas que me pasaron por la cabeza en el trayecto había una, bien poco
destacada, pero que acabaría siendo clave para mi futuro. Era esta:
-
¿Qué
demonios pintará todo un comandante al frente de un centro de remonta de
poca monta?
Casi me echo a
reír con tan menguado rasgo de ingenio, en presencia de mis compañeros de
compartimento.
***
El comandante de
Caballería, Don Carlos de Acuña y García de Bengoa, era a primera vista un tipo
agradable. Según el escalafón del Arma de Caballería, estaba a punto de cumplir
cuarenta y cinco años, pero se mantenía esbelto, galán y tieso como una vela;
tan solo el cabello, algo ralo y bastante encanecido, le hacía aparentar la
edad que entonces tenía. Seguramente avisado de mi ejecutoria y minusvalía, me
trató con respeto y deferencia muy de agradecer en un superior, jefe de la
unidad a la que iba destinado. Pienso si no me tendría, pese a todo, una
cierta envidia, pues enseguida trajo a colación su presunta amistad con el Rey,
nacida en aquel aciago día de mayo de 1906[7]
en que, entonces segundo teniente, formaba parte del Escuadrón de la Guardia
Real, en ocasión del atentado anarquista que estuvo a punto de desembocar en
magnicidio:
-
Su
Majestad en persona -aseguró- me felicitó días más tarde por mi desempeño en
los terribles momentos que siguieron a la explosión de la bomba. Yo formaba
entonces en el regimiento número 1 de Lanceros del Rey y tenía ante mí una
brillante carrera, como otros tantos Acuña que me precedieron en la milicia
desde el siglo XVII. Pero el hombre propone… El caso es que, entre las
exigencias de una viudedad con dos hijas pequeñas y ciertas habladurías
magnificadas por la maledicencia… En fin, aquí me tiene usted, dedicado, contra
mi voluntad, a suministrar buenos caballos a nuestros compañeros, en lugar de
montarlos honrosamente en el Rif, como con tanta gloria lo hicieron sus
camaradas del Alcántara el verano pasado.
Me sentí
desfavorablemente aludido por Acuña, dado que yo había sido uno de los cuatro
oficiales, de entre treinta y dos, que salvó la vida. Seguramente, con la boca
pequeña, le aseveré algo que estaba lejos de sentir, con toda la vida por
delante:
-
¡Ojalá
hubiese quedado yo allí, antes de arrastrar de por vida esta mutilación!
El comandante
pareció emocionarse y me rectificó con énfasis:
-
¡De
ninguna manera, Zalama! Conservar la vida con honor es el primer deber del
soldado. Además, observo que se maneja usted muy satisfactoriamente con la
pierna ortopédica que supongo porta. Claro que, para montar…
-
Si
le digo -repliqué- que lo hago con más facilidad que caminar…
-
¡Espléndido!
Vamos, pues, a recorrer las dependencias, y le presentaré al personal y a los
nobles brutos. Va a llevarse la sorpresa de que somos los únicos
oficiales del Arma, dado que el tercero es un alférez veterinario.
Me llevé una
impresión mediana. Las instalaciones eran amplias y recién estrenadas, pero el
material era muy escaso, como también lo era el número y calidad aparente de
los caballos allí estabulados. Al final del recorrido, le pregunté:
-
¿No
hay algún alojamiento propio para los oficiales? Soy soltero y ya comprenderá
usted que me vendría muy bien residir junto a mi lugar de trabajo.
-
Lo
siento -lamentó Acuña-. A las autoridades del Ministerio se les pasó por alto
que los oficiales no deben compartir su residencia con los sargentos. Yo mismo
-con lo bien que les vendría a mis hijas el aire libre y el contacto con la
naturaleza-, tengo que ocupar unas mediocres habitaciones en un torreón del
Gobierno Militar. Así que me temo que tendrá que buscar alguna pensión
conveniente en el centro de la ciudad. Pero, en cuanto al transporte, no se
inquiete usted: Compartiremos el Hispano-Suiza que tengo asignado para
trasladarme hasta el acuartelamiento.
Le agradecí la
lógica deferencia, así como su propósito de guiar mis primeros pasos por
Arrizada, búsqueda de alojamiento incluida.
-
No
olvide presentarse de inmediato al general gobernador militar -me advirtió-.
Por mi parte, agregó, dentro de unos días le presentaré a mis niñas y,
dado que la cocinera no es precisamente una gloria de los
fogones, le llevaré a comer al casino: Con la catedral, es lo más elegante de
la ciudad.
2. Las esposas y las niñas del
comandante
Arrizada era, en verdad, una bonita
ciudad, encaramada sobre riscos que había cortado a pico la erosión de las
aguas de los dos ríos que la circundaban. Las calles adoquinadas, pinas y
retorcidas, llevaban, entre mansiones blasonadas y casitas desvencijadas y
pintorescas, hasta la única plaza digna de tal nombre, en todo lo alto, y allí
se erigía la seo medieval, cuya elegancia me había ponderado el comandante. El
otro edificio elegante -en el decir de Acuña-, no me pareció nada del
otro mundo. Con toda la ornamentación y decorativismo propios del estilo
modernista, del Casino, o palacete del llamado Círculo Cívico de la
Concordia, diré -medio en guasa- que lo más digno de elogio era su comedor
de gala, y no tanto por la belleza de sus columnas y ventanales, cuanto por la
excelencia de su cocina, como tuve ocasión de comprobar por vez primera cuando
mi jefe cumplió la promesa de invitarme a comer para celebrar mi llegada. Por
lo demás, el Gobierno Militar, muy deteriorado cuando la batalla urbana de la Carlistada
del año 1876, presentaba la imagen de un caserón destartalado y cruzado por
las cicatrices del tiempo y los combates. Supongo que el general que lo
comandaba se sentiría bastante solo en una ciudad que -caso insólito en España-
no tenía guarnición militar: Una compañía de infantes era cuanto se necesitaba
para prestar guardia y honores. Baste decir que el secretario del gobernador
era un teniente que -según me aseguró- en sus muchos ratos libres se dedicaba a
editar una revista para los militares en situación de reserva[8].
Al saberlo, íntimamente me dije que no sería un mal desempeño para mi menguada
anatomía, si el Ministerio resolvía más adelante sacarme de los pies de los
caballos.
A falta de
uniformes caquis, abundaban en la ciudad y su extensa provincia los de color
verde: Vale decir que era la Guardia Civil la encargada de mantener el orden
como fuerza armada en el territorio. Cuando rendí visita de cortesía a su
coronel, este ponderó su esfuerzo, haciéndome ver -probablemente con hipérbole-
los peligros de una capital provinciana de tan tranquila apariencia:
-
Esta
ciudad es, en realidad, dos. En la parte antigua, moran gentes en general
pacíficas y respetables; pero en los barrios de la periferia, a la orilla de
los ríos, abundan los obreros conflictivos, atraídos por el anarquismo. Y lo
mismo sucede en la provincia.
Retrocediendo un
punto, hasta mi charla con el teniente secretario del Gobierno Militar, fue él
quien primero me puso sobre aviso de que mi comandante tenía una problemática
harto grave y particular:
-
¿No
le has notado nada raro, ni se ha sincerado contigo a propósito de las
mujeres?, inquirió mi interlocutor.
-
Llevo
tan poco tiempo aquí que… ¿De qué se trata? ¿Es un mujeriego de tomo y lomo?,
pregunté.
-
Eso
sería lo de menos, tratándose de un sujeto que, aparte del sueldo, tiene
tierras por el Norte, y puede permitirse ciertos excesos. No, de lo que se
trata es de que se lleva a matar con su segunda mujer, una actriz y cantante de
fama, de la que se separó a poco de contraer matrimonio.
-
Chico
-repuse atónito-, es la primera noticia. Yo lo tenía por un viudo que cuidaba
amoroso de sus dos retoños. Al menos, así creí entenderle que se desarrollaba
su vida.
-
Pues
no es cierto -me contestó, con un suspiro de resignación-. De hecho, en el
Ministerio lo pasaportaron para acá, a ver si olvidaba sus celos
obsesivos y lo controlábamos, por si acaso le daba por la tremenda. De modo
que, si te enteras de algo…
Me enfadó ese
encargo de espía, aunque fuese con la mejor intención. Así que le repliqué
secamente:
-
Siendo
así, lo menos que puedes hacer es contarme toda la historia. No olvides que,
siendo mi jefe, le debo fidelidad, mayormente llamándome Fidel, como es mi
caso.
El teniente Laínez
-ese era su apellido- comprendió la justeza de mi observación; se repantigó en
el sillón y condescendió, con esta advertencia previa:
-
A
ver cómo te lo resumo de manera que no nos den las tantas.
Monumento a los Cazadores de
Alcántara (Mariano Benlliure, Valladolid)
***
-
Como
comprenderás -empezó diciéndome-, de la primera mujer de tu comandante
poco o nada sabemos aquí, sino que era de buena familia, en la que no faltaban
algunos militares de elevada graduación. Es probable que, por eso mismo, y por
la buena facha de Acuña, cayera en sus redes, sin conocerlo bastante, pues faldero
y jugador debía de serlo de antiguo, como también sujeto violento y de mal
genio, sobre todo, cuando bebe. El hecho es que se casaron, tuvieron dos hijas
y se pasaron los diez años que vino a durar aquel matrimonio entre trifulcas y
agresiones, que llegaron a trascender y dar lugar a denuncias y apertura de
diligencias, que quedaron en nada. Ya sabes…
-
En
efecto, ya sé. A los militares se nos supone -y tolera- brutales y jaraneros,
con la ventaja de que, cuando rebasamos ciertos límites, tenemos la
jurisdicción militar para echarnos una mano.
Laínez quedó
sorprendido de mi franqueza que, no obstante, ni controvirtió, ni puso en duda.
Simplemente, prosiguió:
-
Yo
creo que estaba -y está- muy pagado de lo bien que actuó cuando el atentado
contra Su Majestad, así como con la amistad con la que dice que este lo
distingue desde entonces. En fin, fuera la mala vida que le dio o la mala
salud, lo cierto es que su primera esposa falleció hace unos años, dejándolo
viudo y con dos hijas, antes de cumplir los cuarenta.
-
Entiendo
-apostillé- y, en tales circunstancias, ¡qué mejor que pasar a segundas
nupcias, buscando, a la vez, compañía para él y una nueva madre para las hijas!
-
Me
figuro que todos los habríamos hecho, de estar en su situación -concedió-. Lo
arriesgado es que buscó -o encontró- para los efectos a una chica joven y
guapa, que se dedicaba a cantar y actuar en los teatros de Madrid, además de
las consiguientes giras por provincias. Vamos, no digo que la moza no tuviese
cualidades para desempeñarse como buena esposa y madrastra. Lo que sucedía es
que no parecía muy contenta de abandonar su rutilante profesión y, como suele
decirse, quedarse con la pierna quebrada y en casa…
Quedó cortado de
golpe, al percatarse de la similitud de la pierna de la mujer casada con la del
teniente que tenía delante. Inmediatamente, trató de desviar mi atención:
-
Seguro
que has oído hablar de ella: Merche Encinas. Ha actuado con las mejores compañías,
y canta y baila que es un primor.
-
Algo
me suena, sí -dije, por no pasar por ignorante-, pero no creo haberla visto
actuar.
-
Pues
el caso es -prosiguió- que Acuña le puso como condición para casarse la de que
abandonase el teatro, cosa a la que, con mejor o peor gana, accedió la tal Merche,
seguramente, muy enamorada del apuesto y relativamente adinerado militar. Pero
dicen que la cabra tira al monte, y el tal Acuña, a la vida de juergas,
dispendios y maltratos. En fin, otro matrimonio conflictivo y nueva serie de
peloteras y de escándalos. Solo que ahora la víctima no era una tolerante
señora de buena familia, sino una joven muy conocida socialmente y que podía
ganarse perfectamente la vida sin depender del comandante… Dicen que también
andaba detrás una suegra entremetida y que no tragaba al estirado del militar
que, pese a su familia anterior y diferencia de edad, había logrado encandilar
a su hija, apartándola de su vocación. En fin…
Noté que, si
dejaba seguir hablando a Laínez, iban en efecto a darnos las tantas. En
consecuencia, le corté con cierta presteza:
-
…
Que se separaron y que, a partir de entonces las cosas se han puesto tan
tirantes entre ellos que, a lo que parece, las autoridades han decidido
intervenir, mandando a Acuña a un destino perdido, bajo el control del
gobernador militar.
-
En
efecto -gruñó mi interlocutor, molesto por mi perfecta capacidad de síntesis-,
ese es el caso y el motivo por el que te ruego estés sobre aviso y me
comuniques cualquier novedad peligrosa de que tengas noticia.
-
Cuenta
conmigo -afirmé-, aunque lo cierto es que, por ahora, no me tiene confianza, ni
se ha sincerado conmigo. En cualquier caso, no creo que llegue la sangre al
río.
-
No
te fíes, compañero, concluyó Laínez. Ojalá estuviera Acuña en Marruecos, repartiendo
sablazos a los rifeños; pero aquí, en Arrizada, hay tiempo y aburrimiento como
para alimentar las peores maquinaciones.
***
Llevaba como mes y
medio en Arrizada cuando tuve la oportunidad de conocer a las niñas del
comandante. Me lo advirtió el día anterior:
-
Mañana,
sábado, vendré con las niñas, para que tomen el aire y monten un rato;
así que tendrás ocasión de conocerlas, que ya va siendo hora.
Llamar a aquellas
dos señoritas niñas no dejaba de ser un cariñoso anacronismo. La mayor,
María Luisa -como su abuela-, o Marisa en la familiaridad, era una
jovencita como de dieciséis años, que acababa de superar los exámenes de grado
de Bachiller y tenía la cabeza llena de pájaros, según su padre, dado
que:
-
Figúrate
que estaba empeñada en que yo recomendara su ingreso en algún hospital de
Marruecos o, en última instancia, de Madrid, para atender como ayudante de
enfermería a los heridos de guerra… Y eso, recién salida del cascarón y
sin haber visto un bisturí ni en fotografía.
La chica se puso
colorada y bajó los ojos. Yo decidí hacer de mediador:
-
Es
una idea muy hermosa -concedí-, pero primero hay que formarse y adquirir alguna
experiencia en un hospital provincial.
-
¡Justo!,
exclamó su padre. Por eso mismo, ya está acudiendo aquí al Hospital de
Santiago, para aprender con las hijas de la caridad[9]
los rudimentos de la enfermería.
La hermana
pequeña, Carmen, que estudiaba tercero de bachiller a sus trece años,
intervino:
-
Yo
todavía voy al colegio con las hermanas[10]
pero, cuando sea mayor, voy a hacer lo mismo que Marisa.
Acuña padre se
echó a reír:
-
¡Cuando
seas mayor!, exclamó. A Dios gracias, para entonces no habrán quedado de los
moros ni los huesos.
Con el tiempo,
llegaría a enterarme de que, durante los años de la última enfermedad de su
madre y los de guerra campal del comandante con su segunda mujer, las
niñas habían estado internas en un colegio de monjas, del que su padre
no las había rescatado para vivir con él hasta la separación conyugal y
traslado semi forzoso al centro de cría y remonta en Arrizada.
Algo debía de
haberles dicho el comandante de mi amputación porque observé que no hacían más
que fijarse en mi forma de caminar, cuchicheando entre ellas. La cosa quedó
clara cuando, tras haber escogido monturas, me dispuse, también yo, a cabalgar
la yegua alazana que solía montar. A Carmen se le escapó:
-
Pero
¿tú también vas a…?
Su padre cortó la
pregunta con una mirada taladrante, pero yo respondí con total naturalidad:
-
Por
supuesto. Siempre irá mejor un cojo a caballo que no andando: ¿no te parece?
Entre ustedes y
yo, mi desempeño ecuestre era mucho más lucido que el de las chicas ilesas. Se
notaba que no menudeaban sus visitas al centro ecuestre. El padre se puso a su
altura y procuró corregirles con cierta rudeza los defectos más evidentes. Para
no avergonzarlas, me mantuve en retaguardia y di pronto por terminado el paseo,
con el pretexto de examinar una partida de pienso que nos acababa de llegar. El
comandante me invitó:
-
¿Quiere
sumarse a nuestra comida campestre?
-
Muchas
gracias, mi comandante -repuse-, pero no quiero interferir en un almuerzo tan
familiar.
No volví a
reencontrarlos hasta la hora del regreso, que hicimos, un poco apretados, en el
Hispano Suiza. Me bajé al llegar a la Plaza Mayor, a un tiro de piedra
de la pensión, con la finalidad de estirar un poco la pierna. Carmen
comentó:
-
¡Cáscaras,
si somos vecinos! Mi colegio queda ahí mismo, a la vuelta.
Recuerdo que,
camino de la fonda, me dio por pensar:
-
Pues
parecen muy normales, para todo por lo que han debido de pasar… Claro que, por
lo que me contó Laínez, aún les queda un trecho que sobrellevar.
Casi me echo a
reír, cuando imaginé que ese podía ser, en más o en menos, el comentario que
las dos niñas podrían estar haciendo en aquel momento acerca de mí.
3. Un comandante de los de entonces
El comandante
Acuña, abrumado y solo en aquel destierro, no tardó en ofrecerme sus
confidencias y, hasta cierto punto, su confianza. Por mi parte, aunque sus
incansables diatribas y sinsabores llegasen a cansarme, procuraba escucharlo
con paciencia, tratando de templar gaitas y, sobre todo, de estar informado,
por si el Gobierno Militar me llamaba a capítulo. Gracias a ello, acabé
formándome una idea bastante exacta acerca de los hechos que me había resumido,
semanas atrás, el teniente Laínez. Siguiendo mi inveterada costumbre de resumir
por escrito los casos que me interesaban, fui recogiendo datos e
impresiones, que ahora resumo para ustedes, como la forma más sencilla y
esquemática de transmitirles la compleja relación entre el bizarro -y viudo-
militar de Caballería y la joven y atractiva actriz y cupletista, nacida en
tierras andaluzas.
El comandante no
era muy explícito ni sincero a la hora de aclarar cómo y cuándo había ennoviado
con Merche Encinas, quizá para no tener que admitir que ello hubiese sucedido
todavía en vida de su primera mujer. Como es habitual, el militar, imitando a
los pavos reales, habría lucido ante la joven actriz sus mayores encantos,
procurando esconder los defectos -desdichadamente, muy extendidos entre los de
nuestra profesión- de la bebida, el juego y el trato avasallador para con las
mujeres. Recuerdo que -con mayor atrevimiento del que solía permitirme- le hice
una pregunta imprescindible para entender su segundo matrimonio:
-
Comprendo
perfectamente, Acuña, que sintiera usted deseos de intimar con tan agradable hembra
y, por otra parte, que no le hiciese ascos a un nuevo matrimonio, a su edad
y con dos hijas, todavía niñas. Pero, ¿cómo se le ocurrió mezclar una cosa con
otra e ir a matrimoniar con una actriz de éxito, un montón de años más joven
que usted?
-
Supongo
-aventuró- que la muy cuca se hizo la difícil y me dio achares hasta tal
punto, que no hallé otra forma de conseguirla que pasando por la vicaría.
-
A
lo mejor -sugerí-, no se trataba de una maniobra para cazarlo, sino de
que la joven fuese honesta y lo quisiera a usted como algo más que un
pasatiempo de camerinos y reservados…
-
¡Quia!
Esa pájara lo que quería era salir de la farándula y entrar en sociedad
por la puerta estrecha: Digna hija de su madre, que tenía ínfulas de burguesa y
andaba como loca tratando de sacar a su hija todo el jugo posible, a fin de dar
colocación o carrera a los otros cuatro hermanos.
Si el comandante
tenía, o no, razón, es cuestión casi insoluble, pero tendremos mayores
elementos de juicio, considerando que, después de la habitual carrera de
meritoriado y papeles secundarios, la Encinas se había hecho un nombre y un
buen hueco en compañías tan punteras, como las de María Guerrero y Ernesto
Vilches[11],
sin haber dato motivo moral para habladurías procaces. Era, pues, de suponer
que su situación económica no fuera a mejorar con el connubio que, como era de
dominio público y Acuña me confirmó, se había concertado con la cláusula
esponsalicia de que Merche se retirase completamente de la escena y se dedicara
en exclusiva a la vida familiar. Y, en lo tocante a la malvada y ambiciosa
suegra, algo tendré que decir y confirmar en el capítulo siguiente, pero
adelantando ya ahora que su conversión en la némesis del comandante no se
produciría hasta que este comenzara a comportarse con su hija de forma
incompatible con las maneras de un esposo amante y de buenas costumbres.
Quiere decirse
que, por más que aquel matrimonio infausto tuviera desde el primer momento
muchas razones y visos de fracasar, no creo que lo hiciera por el egoísmo y
desamor de la esposa, sino por los vicios y rudezas del marido, curtido en
ellos a lo largo de su primer matrimonio, y agravados por el hecho de que la
fama, juventud y belleza de Merche, lejos de ablandar a su esposo, provocaron
en él el nacimiento de los celos, el mayor monstruo del mundo[12],
seguramente sin motivo, dado que apenas tuvo el matrimonio unos pocos días
de diáfana felicidad. En mi susodicho resumen escrito, he recogido hechos
concretos, escuchados aquí y allá, sin pretensiones de certeza. Así, se decía
que, mientras Acuña continuaba con su vida de juego y cuchipanda, obligaba a su
mujer a permanecer en casa, sin otra compañía que la de la criada y, en su
caso, la de la madre, que empezaba a erigirse en su protectora, no dejándola,
ni a sol, ni a sombra. Afirmábase, así mismo, que el esposo le racionaba
parsimoniosamente la cantidad para los gastos de la compra, a la cifra de seis
pesetas diarias[13]. En
cambio, para atender a sus deudas de juego, el ya comandante dilapidaba el
sueldo, y aún había de echar mano de los muebles y joyas de su esposa, con el
incumplido compromiso de reintegrarla en cuanto cobrase las rentas de sus
tierras propias en el Norte.
Quizá todo ello
hubiese sido sufrido por Merche durante un tiempo, si el trato de su marido
para con ella hubiese sido considerado o, al menos, respetuoso, pero mi
comandante había vuelto a su carrusel de invectivas verbales y de mano
ligera, a lo que la mujer, ni estaba habituada, ni dispuesta a consentirlo.
Creo yo que en esto Acuña equivocó la táctica, olvidando que su segunda
esposa no era, como la primera, de familia distinguida, sin fortuna propia y
con dos hijas por las que defender su convivencia. Merche, apoyada en todo por
su madre, era una mujer experimentada y libre -en el buen sentido de la
palabra-, de unos treinta años de edad y con el camino abierto, si decidía
romper el convenio prematrimonial y volver a pisar las tablas. El caso es que,
a poco más de un año del casorio, Acuña se encontró ante la tesitura de
embarcarse en un carrusel de demandas, denuncias y gastos de abogados,
reclamado por su esposa para que aceptase la separación matrimonial. Ante la
vergüenza y el daño que ello pudiere causar en su fama y en su carrera, optó
por plegar velas y llegar a la componenda de un contrato privado, por el que
ante notario aceptaba la así llamada separación de mesa, lecho y habitación,
transigiendo con dos estipulaciones que acabarían por envenenar su correcto
cumplimiento: Tener que pasar a su esposa una pensión mensual, por reducida que
fuera -me han dado cuantías entre ciento veinticinco y ciento cincuenta pesetas[14]-,
y aceptar que Merche Encinas volviera a las candilejas, aunque solo fuera de
Madrid, en plazas alejadas de la capital. Esto último ya nos pone sobre la
pista de que el comandante -a la sazón destinado en la villa madrileña-
recelaba de que la conducta o las interpretaciones de su esposa acabasen por
afectar a su honor de marido viril, que sin embargo no se había atrevido a dar
la cara, separándose judicialmente de su costilla.
***
A partir de ese
convenio -que he tenido ante mis ojos y que llevaba la fecha de 26 de diciembre
de 1917-, cada hecho o secuencia de ellos toma dos caminos divergentes. De
creer la versión de Acuña, su esposa había abusado de la facultad de trabajar
en provincias alejadas de Madrid, actuando en comedias y vodeviles de corte
lascivo o, por lo menos, subido de tono. Ante ello, había advertido
seriamente a su esposa y se había entrevistado con quienes la contrataban,
haciendo valer sus derechos de marido no separado legalmente, así como los
límites contractuales y morales de las actuaciones de su esposa. Solo al verse
burlado, una y otra vez, en sus expectativas de moderación, había tomado las
cosas por la tremenda, presentándose en la casa de huéspedes en que estaban
alojadas en Madrid Merche y su madre, y había tratado de llevarse a aquella a
la fuerza al antiguo domicilio conyugal. Era mi derecho -me decía-, toda
vez que no había separación judicial. Aquello había acaecido en abril de
1920, es decir, dos años y medio después del conflictivo acuerdo privado de
ruptura, lo que le indicará -argüía- hasta qué punto he sido paciente.
Pero en mi fuero
interno yo valoraba las cosas de muy otro modo que el comandante. Lo lógico, de
ser las cosas como él decía, habría sido promover la separación definitiva y
romper de una vez con su esposa, hasta el punto que lo permitía el Derecho
español de entonces, que no admitía el divorcio[15].
También Merche Encinas podría haber rehusado firmar un convenio así, reparando
en que actuar solo en provincias alejadas de Madrid hacía punto menos que
imposible el integrarse en una compañía teatral medianamente organizada. Y,
desde luego, resultaba ridículo que Acuña no comprendiera que llevar las cosas por
la tremenda le perjudicaba socialmente a él mucho más que a su mujer, como
pudo comprobarse con las consecuencias del incidente en la pensión: Habiendo
salido en los periódicos y siendo condenado en juicio de faltas, el Ministerio
tomó la decisión de trasladarlo forzoso de Madrid, sepultándolo en los
establos de Arrizada, según la propia frase de Acuña.
En cualquier caso,
quien mejor supo gestionar la salida de aquel callejón de violencia fue Merche
quien, aprovechando el viento favorable para ella en la prensa y en la
administración, tomó al fin la decisión de solicitar la separación judicial de
su esposo, por agresividad y crueldad moral del mismo. Empezaba así un lento
proceso, trufado de incidentes y malos modos, que, un año después de iniciado,
todavía no había abocado a una solución definitiva. La cicatería de Acuña acabó
por perjudicarlo, pues Merche promovió una medida cautelar para -según ella-
poder mantenerse a sí misma y a los hermanos que de ella dependían. A su
petición, el juez de primera instancia le concedió -y la Audiencia Territorial
de Madrid lo ratificó- la posibilidad de trabajar en el teatro en cualquier
lugar de España, incluso Madrid, reemplazando la venia marital para ello por la
oportuna autorización judicial. Eso había sido el mismo día en que yo caía
gravemente herido en Marruecos[16],
y verdad es que la actriz no perdió el tiempo para reanudar, ya sin serias
limitaciones, su carrera. Otra cosa es que su debut fuera muy poco afortunado
en lo tocante a aplacar las iras de Acuña. Me lo confesaba él, de manera muy
subjetiva y exagerada:
-
Figúrese,
teniente, a esa pécora, descocada y ligerita de ropa, en números de
varietés y cantando cuplés subidos de tono. ¡Y eso, en Madrid, en el teatro Maravillas
y en el hotel Palace!, poniéndose en evidencia ella y, de paso, a
mí, convertido en el hazmerreír de mis antiguos compañeros de guarnición.
¡Al fin habíamos
tocado el fondo! De los celos habíamos pasado al honor mancillado, a las bromas
crueles, a las alusiones a la cornamenta. Yo lo entendía perfectamente,
pero opté por quitar hierro al asunto y cohonestar el sentido común con la
ostentación de bizarría. Le objeté:
-
Vamos
a ver, Acuña. Si su matrimonio aboca sin remedio a la separación y la labor
profesional de su esposa está en manos de los jueces, ¿qué se le da a usted que
ella cante o baile con picardía?... Que lo hace en Madrid: Pues qué bueno que
ande usted por Arrizada, a doscientos kilómetros de la capital. ¡Qué demonios,
mi comandante, preocúpese más de complacer a sus hijas y a sus jefes, y menos
del condenado qué dirán!
El énfasis que
puse en mi argumentación hizo que se sintiese obligado a explicarse bastante
más de lo que, de otro modo, hubiese consentido:
-
¡Qué
fácil es dar consejos para quien no sufre el mal del aconsejado! ¿Cree usted
que no tengo siempre presentes a mis hijas en este trance? Si así fuese, no las
hubiera sacado del internado para traerlas conmigo a este poblachón… Que si la
unión matrimonial está deshecha, que si los jueces son quienes han de decidir…
¡Dígales eso a los compañeros que diariamente me advierten de que mi apellido
se arrastra por el lodo; a los contertulios que cuchichean a mis espaldas en el
casino, o dejan abierto el periódico de Madrid por las páginas de espectáculos;
a los cobardes que se escudan en los anónimos, para hacerme llegar una mezcla
vil de verdades dolorosas y de calumnias! No, Zalama, no tiene usted razón,
porque la sociedad no está hecha de personas como usted, sino de tunantes que
aprovechan la menor ocasión para zaherir al hombre de honor y burlarse de él;
máxime en casos como este, en que la ocasión no es menor, sino gruesa y
escandalosa. Si esa mujer tuviese el más pequeño rastro de dignidad y de
respeto hacia mí y hacia mis hijas, se limitaría a interpretar papeles decentes
y artísticos en público y, si lo desea, a alternar con sus admiradores en
privado y con recato.
Me dio por seguir
el rayo de luz que me pareció otear en el hondón de aquella pasión tan desatada
y peligrosa. En consecuencia, le pregunté:
-
Según
eso, si Merche Encinas se limitara, por poner un ejemplo, a escenificar a
Calderón, Martínez Sierra y los hermanos Quintero[17],
¿le serviría a usted de alivio y aplacaría su ira?
Se me quedó
mirando de hito en hito, con una media sonrisa amarga. Contestó:
-
Amigo
Zalama, ¿en qué nube vive usted? El mundo del teatro es como es y mi
mujer, de la pasta de las desvergonzadas. No cambiará, ni aunque se le
aparezcan Talía y Melpómene[18]
para pedírselo.
4. La vedette y la santa
Tomando un
aperitivo en la cantina del Gobierno Militar, expuse al teniente Laínez
mi preocupación y la ocurrencia que me rondaba por el magín:
-
El
comandante está cada vez más excitado. La decisión judicial a favor de su mujer
no ha hecho sino fomentar habladurías y bromas de mal gusto. No obstante, he
tenido una idea que quiero comentarte, por si le parece bien al gobernador que
la ponga en práctica.
-
Tú
dirás, respondió Laínez, mostrando curiosidad.
-
Parece
que lo que más encocora a Acuña es que su esposa se dedique últimamente a andar
de vedette por Madrid, cantando cuplés, con la ropa -o falta de ella-
que se estila en el género. Tal vez, podría hacérsele ver que no es esa la
forma más decente de comportarse, para luego pedir que vigilemos y contengamos
a su marido… Estoy convencido de que, si volviera a dedicarse al teatro serio,
las cosas se suavizarían.
-
Hum…,
no es mala idea -concedió Laínez-, pero ¿quién le va a poner el cascabel al
gato…, o a la gata?
-
Pues,
si el general me concede un permiso de una semana para trasladarme a Madrid,
creo que yo mismo podría hacerme cargo de la operación.
El teniente estuvo
a punto de tomarme el pelo, pero se contuvo, al comprender que hablaba en serio
y con la mejor intención.
-
Se
lo trasladaré al gobernador -ofreció- y que sea él quien decida sobre la bondad
de tu sugerencia.
-
Pero
que todo se haga con la debida reserva -rogué-, no sea que Acuña se entere y me
monte un escándalo.
La bondad de
mi sugestión fue reconocida y el gobernador aceptó rebozar la operación
cuplé de licencia para que pasara en Madrid consulta médica por hipotéticas
molestias con mi prótesis. Para completar el montaje, aproveché descaradamente
la simpatía que me dispensaba Marisa Acuña, a quien visitaba de vez en cuando
en el hospital para interesarme por sus progresos como ayudante de enfermera.
-
¡Claro
que me acuerdo de Merche!, contestó a mi interesada pregunta. Pasábamos con
ella los periodos de vacaciones, el poco tiempo que papá y ella vivieron
juntos. Era cariñosa y muy simpática con nosotras -me figuro que nos tendría
también algo de lástima-. Si el matrimonio hubiese ido bien, creo que habría
sido una buena madre adoptiva para nosotras… A la que yo no tragaba era a su
madre, Doña Pura: No perdía la ida por la venida y apenas nos hablaba. Me da la
impresión de que nos consideraba un obstáculo para que mi padre se dedicase en
exclusiva a Merche… ¡Ya ves!, no le bastaba con que estuviésemos recluidas en
un colegio: Quería borrarnos del mapa.
-
No
sería tanto, mujer -edulcoré yo-. Y, de todas formas, eran otras las
mujeres responsables de que tu padre no se dedicara lo suficiente a Merche… En
fin, queda claro que ella y tú os llevabais bien y os profesáis afecto.
-
Supongo
-contestó dubitativamente- … ¡Hace tanto tiempo que no la veo!... Pero ¿por qué
te ha dado por preguntarme sobre ella?
-
De
algo hay que hablar -contesté-. Ya sabes -agregué, cariñoso- que los amigos
siempre quieren saber cosas unos de otros.
Se ruborizó, pero
me siguió la corriente de una manera que me inquietó:
-
Pues,
confidencia por confidencia, a ver cuándo me cuentas por qué no te has casado
todavía, con lo decididos que sois los militares con las mujeres.
La auténtica Merche Encinas
***
Me pareció lo más
fácil el contactar con Merche Encinas en el Palace[19],
aprovechando que, según los diarios, estaba actuando allí como cupletista,
alternando con Carmelita Durán. En la antesala del salón donde se daba el
espectáculo, sobre la fotografía de la Encinas, una tira de papel impresa
indicaba: Últimas funciones.
No era yo persona
decidida, ni ducha en estas lides, por lo que estaba hecho un lío sobre cómo
actuar. No se me ocurrió cosa mejor que comprar a un camarero para que,
antes de la actuación, pasara a la Señorita Encinas un modesto ramo de
flores con mi tarjeta, en la que había garabateado la nota: Le traigo
noticias y cariñosos recuerdos de Marisa Acuña. El camarero me miró con
guasa y preguntó:
-
¿Será
posible, mi teniente, que no se acuerde de mí? Soy el cabo Resines, y vinimos
de Melilla en el mismo barco: yo, con un brazo en cabestrillo y usted, según
creo recordar, con una pierna de menos…
No tenía su imagen
en mi memoria; de modo que lo tomé a chirigota:
-
Pues
ya ves, amigo, que me ha vuelto a crecer. Puedo hacer de todo, salvo bailar
claqué… En fin, no creas que vengo de caza y pesca, sino que la Encinas
y yo tenemos amigos comunes. Así que pásale mi recado, a ser posible,
directamente.
-
Como
una bala, teniente -afirmó-, pero no quiero recibir propina de una persona como
usted -agregó, a la vez que me devolvía el dinero del soborno-.
Apenas había
tenido tiempo de tomar asiento en el salón de baile, cuando regresó Resines con
la respuesta de la vedette:
-
Que
lo recibirá tan pronto acabe la función, y que no vaya usted a buscarla, que
ella vendrá a verlo. Yo mismo la acompañaré para presentarle a usted.
Comprendí que algo
le había dicho de mi mutilación y me dio por atar cabos:
-
Por
cierto, Resines, ¿cómo es que te han licenciado tan pronto y estás ya trabajando
en un sitio tan elegante?
Hizo ademán de
levantar penosamente el brazo izquierdo hasta por debajo del hombro:
-
Yo
también he quedado escacharrado, pero todavía me las arreglo. Por lo
demás, todavía hay gente buena que le tiene ley a un inválido de guerra. ¿Y
usted…?
-
Entre
caballos todavía, amigo Resines. Es verdad que hay personas buenas, pero, por
lo general, me fío más de los animales.
***
La función
comprendía la actuación de Merche Encinas, como cantante de cuplés, y la de la
también famosa Carmelita Durán, una espléndida gitana de ojos azules, con un
amplio repertorio de baile en que predominaba el flamenco. Resines me procuró
una localidad en mesa próxima al escenario, desde la que no se perdía detalle:
lo suficiente para comprobar que, en lo que a la Encinas concernía, no hubo ni
una sola ligereza de ropa, ni de lengua. Por lo demás, no presté mucha
atención al espectáculo, inquieto, más bien, sobre cómo me las tendría con la
cantante para averiguar sus intenciones, sin descubrir mis relaciones ni mi
juego. Tomé la resolución de presentarme como teniente de Sanidad, para ocultar
de ese modo mi dependencia de Acuña.
Terminada la
función en lo que a ella tocaba, Merche se retiró de nuestra vista y, al cabo
como de media hora, apareció ya desmaquillada y vestida de calle, acompañada
por el servicial Resines, que la condujo hasta mi mesa, haciendo la oportuna
presentación. Afortunadamente, se refirió a mí como teniente, sin
concretar que lo era de Caballería; eso me permitió seguir adelante con mi
simulación. La joven tomó asiento a la mesa frente a mí y, con un mohín de aparente
inquietud, preguntó:
-
¿Qué
le ha parecido mi actuación? La verdad es que hoy he estado regular de voz.
-
Pues
yo no lo he notado, repuse. Me ha gustado mucho, en especial, el sentimiento y
gracia con que canta usted. Se nota que, antes que vedette, ha sido actriz…
-
Carrera
que no tardaré en reanudar, me aclaró con presteza.
En ese mismo
momento, reapareció Resines, empujando una mesita rodante con una opípara
merienda. Mientras iba colocando su contenido sobre nuestra mesa, Merche se
explicó:
-
No
sabe usted el apetito que tengo después de actuar. Será cosa de los nervios. Le
ruego que me acompañe, pues ya es hora de merendar desde hace rato.
Nuestro primer
tema de charla, como es lógico, tuvo que ver con Marisa Acuña, cuyos recuerdos para
Merche habían sido el pretexto de mi presencia en el Palace. La actriz
se mostró muy cariñosa:
-
Así
que Marisina se acuerda todavía de mí… ¡Pobres niñas! Eran un encanto,
aunque muy tímidas y retraídas. ¡Claro!, sin salir apenas de entre las faldas
de las monjas… y con un padre tan autoritario… ¿Qué tal les va en Arrizada? ¿Y
con los estudios?
Respondí dentro de
los términos que me había trazado previamente:
-
Es
poco lo que puedo contarle, pues no tengo un trato familiar con los Acuña. Simplemente
conozco a Marisa de trabajar en el mismo hospital, adonde acude ella como
enfermera voluntaria para cuidar de los heridos de guerra… Supo que venía con
un permiso a Madrid para tratarme de la pierna y me pidió que hiciese por verla
a usted y transmitirle sus cariñosos saludos.
-
¡Ah,
claro, su pierna! Me ha dicho ese camarero que lo conoce que la perdió usted en
Marruecos, luchando como un héroe.
-
Es
bastante exagerado: Me quedan dos tercios de extremidad y el aparato que me han
puesto me permite hacer una vida casi normal.
Agotado el tema,
mientras Merche, tras consumir fruta y fiambres, pasaba a dar cuenta de una
jícara de chocolate con bizcochos, yo -menos hambriento- decidí aproximarme al
objeto de mi interés:
-
He
leído que están ustedes dando las últimas funciones, lo que me ha extrañado,
visto el éxito de público que han tenido esta tarde.
Merche sonrió
complacida y, dejando de engullir por unos minutos, me explicó:
-
Yo
no soy cantante, aunque cante y baile aceptablemente. Mi profesión es la de
actriz de teatro, y a ella me dediqué con bastante éxito, hasta que me casé y
acepté abandonar por tal motivo la escena, para dedicarme en exclusiva a mis
deberes como esposa. Ahora -prosiguió, eludiendo con finura las escabrosidades-
las cosas han cambiado y estoy en condiciones de volver a pisar las tablas,
pero no es fácil hacerse de nuevo con el sitio, tras cinco años retirada.
-
Comprendo
-apunté-. Esto de los cuplés ha sido para abrir boca y que el público la
recuerde después de los años de ausencia.
-
Ni
más ni menos, pero no es cosa fácil regresar con una compañía de campanillas,
como en las que antaño estuve. Felizmente, se ha formado hace poco una muy
prometedora que, tras hacer unas pruebas por provincias, me ha ofrecido el
papel de primera actriz en una obra que va a ser un bombazo. La estrenaremos
en Miramar a comienzos del próximo año, y esa es la razón por la que me despida
del Palace y de los cuplés -espero que para siempre-.
Volvió a calar los
bizcochos en el chocolate y a engullirlos con fruición. Yo insistí:
-
Así
que un bombazo…
-
No
le quepa duda. Los actores tenemos muy buen ojo para estas cosas, aunque a
veces nos equivoquemos: en todo caso -agregó con ironía-, menos que los
críticos y que los empresarios. Recuerde lo que le digo: Santa Isabel de
Ceres[20] será
el mayor éxito de la temporada.
Escuchar el
epíteto de santa me llenó de alegría: No solo Merche volvía al teatro
serio, sino que lo hacía para encarnar a una mujer elevada por la Iglesia a los
altares. Antes de terminar con renovados bríos mi merienda, ensalcé su empeño:
-
Amiga
mía, no ha podido hacer usted mejor elección. Y, como dudo de que su compañía
se acuerde de visitar los escenarios de Arrizada, prometo venir a verla a
Madrid… y con Marisa, si su padre lo autoriza.
Mis últimas
palabras coincidieron con un ataque de tos de Merche, que estuvo a punto de
salpicar mi americana. No hubo lugar a más, al aparecer repentinamente ante
nosotros una señora corpulenta, como de sesenta años, que empezó a recriminar a
Merche, con un inequívoco acento andaluz. Iba a tener la oportunidad en aquella
tarde de conocer, no solo a la esposa de Acuña, sino también a su imponente
suegra.
***
-
¡Llevo
más de media hora esperándote en recepción -recriminó Doña Pura- y tú aquí
merendando a cuerpo de rey con este señor, a quien no tengo el gusto de
conocer!
-
Perdona,
mamá -se disculpó Merche-, se me ha ido el santo al cielo hablando de nuestros
proyectos. Pero permite que te presente al teniente Fidel Zalama, que viene
de Arrizada y ha tenido la gentileza de hacerme llegar memorias de Marisina.
Hecha la
presentación, volví a sentarme, tras ofrecer a la señora una silla cogida de la
mesa de al lado. Doña Pura pareció olvidarse de regañar a su hija y pasó a ocuparse
de mí:
-
Así
que es usted militar en Arrizada y conoce a los Acuña…
-
No
especialmente -repliqué con sequedad-. Solo me trato con la Señorita Marisa.
La señora quedó
algo cortada y su hija le explicó que Marisina ayudaba a los heridos de
guerra en el sanatorio en que yo fungía de médico.
-
Fíjate,
mamá, cómo pasa el tiempo: Marisina ya toda una bachillera y trabajando
como voluntaria en un hospital.
Doña Pura no se
desalentó con mi respuesta, ni prestó atención al comentario afectuoso de su
hija. Volvió a la carga:
-
Pues,
aunque solo sea por medio de la niña, le ruego haga llegar a su padre la
advertencia de que ahora tenemos a los jueces a nuestro favor, por lo que, si
sigue molestando a mi hija y poniéndole trabas en su trabajo, estamos
dispuestas a denunciarlo en el Ministerio, o donde mejor proceda.
Merche, roja como
un tomate, bajaba los ojos y no sabía cómo salir de aquel brete. Yo, en
consideración a ella, me lo tomé con calma, aunque también con dignidad:
-
Señora,
no creo que esos sean recados para que una jovencita transmita a su padre; ni
un teniente, que apenas conoce a ustedes, a un comandante, con el que no tiene
ninguna confianza. En cualquier caso, estoy seguro de que su hija tendrá
abogados y valedores que defenderán su causa lo mejor posible.
Y, antes de que
Doña Pura tuviese tiempo de replicar, me puse de pie y concluí:
-
Y
ahora, permítanme que me retire, pues me esperan a cenar en casa de unos
amigos. Encantado de haberlas conocido, y a usted, Merche, le deseo los mayores
éxitos con su nueva obra.
Di media vuelta y,
con la inevitable lentitud debida a mi aparato ortopédico y al entumecimiento
por estar tanto tiempo sentado, me alejé camino del bufé para pagar la
consumición y despedirme del bueno de Resines. Todavía, tras de mí, escuché la
voz de la Encinas:
-
Devuelva
los saludos a Marisina y dígale que la recuerdo con mucho cariño.
También acerté a
oír a Doña Pura, comentando a su hija, sin ningún recato:
-
¡Arrea,
si está cojo! ¿Cómo lo consentirán en el Ejército?
5. Una santa que resultó no serlo
Volví para
Arrizada más contento que las Pascuas que ya se avecinaban. De inmediato,
visité a Laínez en el Gobierno Militar para darle cuenta de mis gestiones:
-
No
digo que todo esté arreglado -aventuré-, pero sí que se ha adelantado mucho. La
Encinas deja las varietés y regresa al teatro serio. La han contratado como
primera actriz en una compañía de nueva creación, muy prometedora.
-
Con
tal que no se apee de Lope de Vega o, como mucho, de Benavente[21]
-suspiró mi colega-…
-
Pues,
a juzgar por los principios, la cosa no puede empezar mejor. Va a representar
la vida de Santa Nosequé; de suerte que nuestro atrabiliario comandante
no va a tener esta vez a qué agarrarse.
Laínez hizo un
gesto de escepticismo. Yo le seguí la corriente:
-
De
cualquier forma, habrá que seguir vigilándolo. De hecho, es lo que me pidió su
suegra quien, por cierto, es una señora de armas tomar.
-
¿Es
que te entrevistaste con ella?, preguntó, extrañado, mi compañero.
-
De
pura casualidad -hube de reconocer-. Me dejé caer por el Palace para
informarme a fondo y saludé unos momentos a la Encinas y a su señora madre.
-
¡Vaya,
vaya con el amigo Zalama!, bromeó Laínez. Y yo que creí que ibas a Madrid en
acto de servicio…
Le contesté con aparente
severidad:
-
Un
oficial de Caballería está de servicio donde se requiera: lo mismo en el frente
de Melilla que en la Plaza de Las Cortes.
-
Por
supuesto, teniente, por supuesto, convino Laínez, conteniendo apenas la risa.
Todo lo explícito
que hube de ser con el secretario del general gobernador, fui de reservado con
el comandante y sus hijas, pese a que me pidieron detalles sobre mi visita a
Madrid. Me extendí en vaguedades, pero sin aludir en ningún momento al encuentro
con Merche. Acuña llegó a interrogarme francamente:
-
¿Y
qué? ¿Oyó usted algo sobre mi mujer, estando en la capital?
-
Al
pasar por delante del hotel Palace vi un anuncio de su actuación como
cantante en función de tarde… Por cierto, advertían de que eran las últimas
actuaciones.
El comandante se
mostró muy interesado acerca de este último dato:
-
¿Ah,
sí? Se conoce que no resulta como cupletista, agregó con satisfacción.
-
O
que, en interés de usted y de ella, va a tomar un derrotero más serio y artístico.
Acuña me rebatió
amargamente:
-
¿Cómo
habré de decirle, Zalama, que la cabra siempre tira al monte?
En fin, decidí no darle
más información acerca de lo que su esposa me había dado a conocer. En buena
lógica, suponía que pronto leería en los periódicos lo de Santa Isabel y
que, con ello, aplacaría sus nervios.
***
El desarrollo de
los acontecimientos se ajustó a mis expectativas. Pasaron las navidades de
aquel año -en que yo disfruté de una licencia con mis padres en la casa
familiar de León- y, al regreso, encontré al comandante con una sensación de
calma que era completamente inusual en él. Sonreía con frecuencia y hablaba en
un tono mucho menos imperativo. Recuerdo que lo comenté esperanzado con Marisa,
pero su respuesta fue un tanto pesimista:
-
No
te fíes. Ya sabes lo que se dice, que la procesión va por dentro. Para mí que
trama algo y disimula.
Pese a todo, reaccioné
con total normalidad cuando el comandante me llamó a su despacho un jueves para
avisarme de que iba a ausentarse hasta el domingo, por lo que me encargaba
reemplazarlo en el mando del acuartelamiento. Ni se me pasó por la cabeza que no
hubiese pedido permiso para faltar en aquellos días, aunque tampoco eran
infrecuentes en el Ejército las escapadas cortas, sin licencia de la
superioridad. Incluso, cuando me advirtió de su ausencia, me indicó de manera
superflua:
-
Vendrá
mi hermana Asunción para hacerse cargo de las niñas.
Al lunes
siguiente, 22 de enero, de camino al trabajo, mandé parar el coche oficial para
comprar el periódico de Madrid; lo doblé sin leerlo y proseguí el recorrido
hasta el Centro. Al llegar, me esteba esperando en el portón el cabo de guardia
con un recado urgente:
-
Han
llamado del Gobierno Militar: Que se presente usted allí inmediatamente.
Sin dejar la
cartera ni el diario, volví a montar en el coche, con una creciente
intranquilidad. No sé qué me llevó a abrir el diario. En su primera página
podía leerse el siguiente titular:
Doble crimen en un teatro de Miramar
Un comandante mata a su esposa y a un
tramoyista, y luego intenta suicidarse
Naturalmente,
seguí leyendo lo que -todavía, por la premura- era un simple suelto. No
obstante, ya se hacían constar los nombres del matador y de sus dos víctimas,
así como el hecho de que las muertes habían sido causadas con arma de fuego y
de que, al tratar de suicidarse, el comandante se había lesionado en la frente
y había perdido un ojo. Finalmente, se recogía que el suceso había acaecido entre
bambalinas, en el primer entreacto de la obra teatral, que se estrenaba aquella
misma noche.
En lo que me
repuse de la sorpresa y digerí los datos de la noticia, llegamos al gobierno
militar. No me extrañó nada que, tan pronto accedí a la secretaría, Laínez, con
rostro adusto, me espetase:
-
Vamos
a ver al gobernador. Te está esperando.
Tampoco me chocó
que el general me echase un chorreo de campeonato a cuenta de mi
candidez a la hora de interpretar la aparente mansedumbre del comandante, no
habiendo dado cuenta al gobierno militar de la prolongada ausencia de Acuña sin
el preceptivo permiso. A esto no pude callarme y, con todo respeto, lo rebatí:
-
Mi
general, vuecencia sabe bien que una ausencia de tres días no puede reputarse prolongada,
siendo muchas veces tolerada por motivos justificados. Por lo demás, el
comandante no tenía por qué mostrarme el documento de licencia -si es que esta
no era meramente verbal-, ni yo suponer que se iba sin advertírselo a
vuecencia.
El general no era
tonto. Dejó que me explicara y, entre tanto, no hacía más que mirar de soslayo
al teniente secretario, que hacía signos perceptibles de asentimiento. Al
concluir mi justificación, realizó un comentario, tal vez, imprudente, pero que
le salió del alma -como suele decirse-:
-
Bueno,
a fin de cuentas, mejor para todos que Acuña se fuera sin permiso: Así quedamos
menos en evidencia… Una cosa voy a ordenarle, teniente, y es que no diga una
sola palabra a los periodistas sobre el comandante y sus líos. Cualquier detalle
que quieran saber, que me lo pregunten a mí, o a las autoridades del
ministerio.
-
Tiene
mi palabra de honor, mi general -prometí de muy buena gana-. Y supongo que, a
la recíproca, no se hará alusión a mi compromiso de vigilar las actitudes y
movimientos del comandante Acuña.
El gobernador se
limitó a concederlo por la tácita:
-
Favor
por favor, ¿eh, teniente?
Así pues, todo
parecía haber concluido para mí de la mejor forma posible. Pero una aparente
paradoja me rondaba la cabeza. ¿Por qué el comandante había explotado precisamente
cuando su mujer iba a representar la vida de una santa? Obsesionado por esa
idea, según salíamos del despacho del general, se lo planteé al teniente
Laínez:
-
He
debido explicarle al gobernador que mi confianza se fundaba en parte en el
papel tan espiritual que la Encinas representaría en escena. ¡Nada menos que a
una santa! Mayor respetabilidad no cabe.
El teniente se me
quedó mirando, como si recordase de repente algo digno de mención:
-
No
me dijiste cómo se llamaba la santa cuya peripecia se dramatizaba…
-
La
verdad, no lo recuerdo, pero creo que lo trae el periódico.
Busqué el dato
que, en efecto, figuraba entre los pocos recogidos en la noticia:
-
Aquí
viene… Santa Isabel de Ceres.
Laínez exclamó ¡santo
cielo! y se sentó en un sillón, con la cabeza entre las manos. Yo me quedé
de piedra.
-
Pero
¿no sabes quién es esa Santa Isabel?, preguntó pasados unos momentos.
-
Ni
idea, repuse. Tampoco creo -agregué- que lo supiese el comandante, toda vez que
el drama se estrenaba aquella misma noche.
-
Pero
la novela en que se basa se publicó el año pasado y fue un escándalo fenomenal:
Hasta creo que algunos obispos desaconsejaron su lectura[22].
Algún camarada de la tertulia del casino la leyó y nos dijo que trataba de la
vida de una prostituta contada con todo lujo de detalles… Eso sí, la furcia
tenía buen corazón y, al final, se suicidaba para que se su cornudo amante
pudiera casarse sin remordimientos con otra joven más recomendable. De ahí, lo
de Santa Isabel: Un pelín exagerado, ¿no crees?
Por esta vez,
lamenté no ser un buen lector de literatura deleznable. Recuerdo que le pedí
una aclaración:
-
¿Y
lo de Ceres?
Laínez se echó a
reír, antes de responderme:
-
No
sé si debería aclarártelo a ti, que tanto frecuentas los Madriles… En la calle
de Ceres[23] están
algunas de las más acreditadas casas de lenocinio de la capital.
6. Del suceso… y de lo que acaeció
después
Tal vez me haya excedido al dar a
entender, con la rúbrica de este capítulo, que vaya a contar con pelos y
señales los crímenes y el consejo de guerra que se celebró contra el comandante
Acuña, con ulterior apelación ante el Consejo Supremo de Guerra y Marina[24].
No pretendo sustituir con la lectura de estas modestas páginas la grata
dedicación de espigar en los periódicos de la época y en los pocos libros
serios que se han ocupado del tema. Pero sí aludiré a algunas materias confusas
o que han descuidado los estudiosos. Para empezar, una cuestión que a mí me
intrigó desde el primer momento: ¿Cómo un militar buen tirador, que con dos o
tres disparos acabó con la vida de su esposa y de un chavalillo de dieciséis
años, no fue capaz de suicidarse efectivamente, pese a haberlo dejado anunciado
por escrito[25] y
disparado el arma en dirección a su cabeza?
Sobre este
particular, se formularon varias hipótesis, alguna de las cuales ponía en duda
que el comandante hubiese tenido realmente intención de suicidarse. Pero la
posibilidad más probable para quienes presenciaron los hechos fue la de que, temiendo
que el militar siguiese disparando contra los circunstantes, algunos de ellos
lo agarraron por la espalda, tratando de inmovilizarlo, siendo ese forcejeo el
que le impidió dirigir certeramente el revólver contra su sien -como era su
propósito-, saliendo la bala en dirección casi paralela al plano del rostro,
afectándole lateralmente el ojo derecho. Y, ¿saben ustedes quién fue la persona
que más eficazmente sujetó a Acuña en aquella tesitura? Pues la vehemente Doña
Pura. Para que luego pongan en duda que se trataba de una mujer de armas
tomar.
La segunda gran
duda que plantearon los hechos fue la de qué circunstancia generó que el pobre muchacho,
llamado Manuel, se encontrase fatalmente en la trayectoria de los proyectiles,
hasta el punto de fallecer al poco rato, a causa de sus heridas. Dos son las teorías
principales que se manejaron. Según una de ellas, el chico -en realidad
empleado en la imprenta que hacía los carteles y programas del teatro, no en
este propiamente- habría tratado de proteger con su cuerpo el de Merche
Encinas. La otra tesis sugiere que fue Merche quien, en legítima defensa, se
colocó inicialmente tras la magra anatomía del chaval. En cualquier caso, el
tribunal que juzgó el suceso entendió que la muerte de Manuel había sido
dolosa, es decir, intencional, en el sentido amplio que tiene este concepto en
sede de culpabilidad penal.
***
El consejo de
guerra contra el comandante Acuña se celebró en Valencia y mayo de 1924. Pese a
los denodados y rocambolescos argumentos esgrimidos por la defensa, así como
los vanos intentos de presentar a Merche Encinas como una mala pécora,
que había acabado por enloquecer a su marido con sus infidelidades y
liviandades, el tribunal acogió la tesis del fiscal, condenando al reo a cadena
perpetua[26] por la
muerte asesina de su esposa, y a doce años más, por el homicidio simple de
Manuel. Meses después, en enero de 1925, el susodicho Consejo Supremo ratificó
la condena, decidiéndose que la reclusión habría de cumplirse en el presidio de
las Islas Chafarinas[27].
La condena supuso también la expulsión deshonrosa del Ejército, aunque el
comandante no perdió el derecho a pensión, por los veinte años que había
servido en aquel como oficial.
No tuve ocasión, ni ganas, de estar
presente en ninguna de las dos vistas. Afortunadamente, nadie me propuso
como testigo, al haber mantenido la boca cerrada quienes en Arrizada conocían
mi cercana vinculación con los precedentes del caso. Fue poco tiempo después
cuando, a petición de Marisa y por afecto hacia ella, me sentí obligado a
viajar en su compañía a la isla de Isabel II, para visitar a su padre -recién
ingresado en el presidio- y comprobar su estado de salud y de ánimo. En efecto,
la joven no se sentía con fuerzas para hacer el viaje sola y enfrentarse al
ambiente hombruno de aquel islote desolado.
Lo que allí vimos
nos produjo a ambos la más viva sorpresa. Aunque relativamente cerrado y
vigilado por una minúscula guardia militar, el pomposamente apodado presidio
estaba muy lejos de constituir una auténtica cárcel, sin duda, en la confianza
de que era la insularidad lo que en realidad impedía casi absolutamente la
escapatoria. El padre de Marisa compartía condena con otros tres o cuatro compañeros,
con categoría máxima de coronel. Igualmente -no se olvide que eran los tiempos
de la Dictadura[28]-, quiero
hacer constar que allí trabé conocimiento con algunas ilustres personalidades,
confinadas por motivos políticos, como el periodista Cossío[29]
y el profesor Jiménez de Asúa, que sería luego un político muy conocido[30].
La visita al
comandante resultó de todo punto descorazonadora. Según me comentó luego
Marisa, la degradación de su padre ya se había hecho evidente en los tres años
que pasó en prisión preventiva, en cárceles de Cartagena y de Valencia. Ahora,
con una vida de reclusión por delante, Acuña parecía haber perdido toda
contención o medida en sus antiguos vicios: la bebida, el juego y las mujeres
fáciles. Podría parecer que, en tan pequeño y perdido lugar, como era
Chafarinas, y condenado a permanecer preso en el penal, no tendría muchas
facilidades para ello, pero lo cierto es que el demonio -como Marisa
personificaba- obra en cualquier lugar donde haya una peseta de por medio. Sus
propios colegas de presidio, así como los confinados políticos, me confirmaron
que el comandante se gastaba hasta el último céntimo de su peculio en juego y
francachelas. Yo me hacía de cruces, pero Cossío me lo explicó claramente:
-
Mire,
teniente, las paredes del presidio son de papel. Los presos entran y salen a su
antojo, y hasta pernoctan a veces en casas particulares, que reciben huéspedes
o dan comidas. Y su comandante es de los más abusones y juerguistas.
Indignado, no me
privé de abroncar a mi antiguo superior, pero este había perdido toda
vergüenza. Rompió en carcajadas y, de pronto, poniéndose enfáticamente serio,
me soltó:
-
La
culpa de todo la tiene aquella mala mujer, que acabó con todo mi honor y mi
cariño.
Y volvió a soltar
una risotada, que hizo aflorar las lágrimas a los ojos de Marisa. Estuve en un
tris de recriminarle que no consumara el suicidio, ya que tan acabada tenía la
parte noble de la vida.
De regreso a
Melilla, pregunté a Marisa de dónde sacaba su padre el mucho o poco dinero que
tan perdidamente dilapidaba. Me contestó que, por el momento, sus hermanos
administraban sus bienes y los iban vendiendo para hacer frente a los gastos.
-
Lo
grave será -concluyó- cuando el patrimonio se acabe, pues mis tíos no son precisamente
unos mecenas, y bastante hacen con tener con ellos a Carmen y a mí, como si
fuésemos sus hijas.
-
De
grave, nada -repliqué-. Deberías explicarles en qué se gasta la
asignación, para que se la rebajen al mínimo indispensable para suplementar la
bazofia que le dan a comer en la prisión.
Aquella vez, en el
año veinticinco, fue la última que vi al comandante. Me consta que Marisa lo siguió
visitando, más o menos, una vez al año, pero no volvió a pedirme que la
acompañase, cosa que le agradecí. Luego, cuando la República, me acogí al
retiro voluntario con todo el sueldo, incrementado en mi caso por el plus de
invalidez, aunque lo cierto es que en León me encontró mi padre un puesto de dependiente
en el almacén de tejidos de un conocido suyo. Con esto -me indicó- y
con que te busques una buena esposa, tendrás suficiente para que, ya que
perdiste la pierna, no acabes perdiendo también la cabeza. No me cabe duda de
que, aunque un poco duro en las formas, mi progenitor tenía toda la razón.
***
Al estallar la
guerra civil en el año 36, Acuña se las arregló para que dieran por finiquitada
su reclusión, y hasta llegó a ofrecerse para combatir en el Ejército nacional.
Esto último no se le aceptó, aunque, por otra parte, era una pretensión
ilusoria. El otrora comandante era una piltrafa humana y, de regreso al Norte
cuando fue conquistado por los soldados de Franco, no tardó en morir de cirrosis,
antes de que acabase la guerra, con 64 años de edad. Demasiado duró, dadas las
circunstancias.
Para entonces,
pocos recordaban que aquellos despojos a que se daba tierra habían sido un
apuesto militar, un hombre malvado y un doble homicida. Estoy convencido de que
lo único bueno que dejó en este mundo fue la pensión de orfandad para su hija
Carmen, que permanecía soltera a su muerte, y así continúa hasta el presente.
¿Y su hermana
Marisa? ¿No devengó también pensión por su padre? Pues no, dado que había
contraído matrimonio antes de la muerte de este; cosa que me consta por muy
poderosas razones, que no es del caso que aclare a ustedes, ya que son tan
perspicaces como para no precisar de mayor explicación.
El escenario de los crímenes (estado
actual)
[1]
La versión más completa y fiable de tales hechos es la que ofrece Carlos Maza
Gómez, Conchita Robles. La muerte ronda el teatro, Bubok, 2015, pp. 49-100,
accesible plena y gratuitamente por Internet, en PDF.
[2]
Todas las cifras que se ofrece son aproximadas. Para vergüenza de los mandos
del Ejército español, el heroísmo de los del Alcántara no fue reconocido
a nivel colectivo hasta el año 2012, en que se les concedió la Cruz Laureada de
San Fernando.
[3]
Desde 1896, este hospital, radicado en Madrid, ha sido el Central del Ejército.
Actualmente lleva el nombre del insigne médico militar, General Don Mariano Gómez
Ulla (1877-1945).
[4] Fidel Pagés Miravé (1886-1923), que tiene un
lugar en la Historia de la Medicina, como descubridor de la llamada anestesia
epidural. Falleció víctima de accidente de circulación, a los 37 años de
edad.
[5] Pagés no ascendería a comandante hasta el año
1922, después de la conversación con Zalama.
[6]
La última guerra de Marruecos concluyó,
en lo fundamental, en 1925, aunque las operaciones militares seguirían hasta
1927.
[7]
Como es sabido, el 31 de mayo de 1906, de regreso de su boda en los Jerónimos
de Madrid, el rey, Alfonso XIII, y su esposa, Victoria Eugenia de Battenberg,
fueron objeto de un atentado en la calle Mayor madrileña, al lanzarles una
bomba desde un balcón el anarquista, Mateo Morral. Los reyes resultaron ilesos,
pero la explosión mató a otras 28 personas.
[8] Es
decir, jubilados o en actividad de prejubilación.
[9]
Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, Orden religiosa fundada en
1633 y reconocida pontificiamente en 1668.
[10]
Da a entender que el colegio en cuestión estaba dirigido por las susodichas
hijas de la caridad, que regentaban las instituciones genéricamente llamadas colegios
de la (Medalla) Milagrosa, muy numerosos en España desde finales del siglo
XIX.
[11]
Grandes actores y empresarios teatrales de la época. María Guerrero Torija
(1867-1928) había formado compañía con su marido, Fernando Díaz de Mendoza;
Ernesto Vilches (1879-1954), con Irene López de Heredia. Vilches fue también
exitoso actor de cine, y falleció en Barcelona, atropellado por un automóvil.
[12]
Este título le dio Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), en su drama, El
mayor monstruo, los celos, impresa en 1637 y más conocida modernamente en
la refundición por Tomás Luceño (1844-1931), datada en 1915, es decir, en fecha
muy cercana a la época de este relato.
[13]
Por aquellas fechas, el salario medio de un obrero era de unas diez pesetas
diarias. Quiere decirse, que la cantidad aludida en el relato solo puede
considerarse parca para el tren de vida que podía llevar el matrimonio
Acuña-Encinas, pero no en términos absolutos.
[14]
Véase antes, la nota 13. De todas formas, es de recordar que el salario medio
de las mujeres, al no participar en gran número de trabajos industriales ni
administrativos, era de unas 4 pesetas diarias (en la agricultura y el servicio
doméstico, principalmente).
[15]
Seguramente, Fidel Zalama escribía estas líneas después de que la II República
instaurara el divorcio en España (Ley de 11 de marzo de 1932), o las retocó
después de su implantación.
[16]
Exactamente, el día 23 de julio de 1921, según el libro citado en la nota 1.
[17]
Para Calderón, véase antes la nota 12. Gregorio Martínez Sierra (1881-1947) y
Serafín y Joaquín Álvarez Quintero (1871-1938 y 1873-1944, respectivamente),
los tres, dramaturgos de gran prestigio en la época.
[18] Son,
respectivamente, las musas de la Comedia y de la Tragedia, según la mitología
griega.
[19]
Dicho hotel madrileño se abrió en 1912 y permanece aún en activo. En las fechas
del relato daba, en efecto, funciones musicales. Está situado en la Plaza de
las Cortes.
[20]
Por razones de verosimilitud, me siento obligado a citar esta tragedia
popular, en cinco actos, por su verdadero nombre. Una versión íntegra de la
misma puede leerse libremente en la página web, upload.wikipedia.org. Un
amplio resumen, en el libro citado en la nota 1, pp. 89-100. La obra se estrenó
-efectivamente, con notable éxito- a comienzos de 1922.
[21]
Alusión a los conocidísimos dramaturgos, Félix Lope de Vega Carpio (1562-1635)
y al premio nobel de Literatura de 1922, Jacinto Benavente Martínez (1866-1954).
[22]
No puedo dar fe de esa reacción ante la novela, pero sí de la del obispo de la
ciudad andaluza ante el estreno de la obra teatral homónima, desaconsejando a
los fieles cristianos su asistencia. Pese a ello -o debido, en parte a ello- el
teatro estaba de bote en bote y el propio gobernador civil asistía al estreno,
tal vez, por interés personal: La protagonista que fue mortalmente herida iba a
recitar en un descanso de la función un extenso poema, del que era autor el expresado
señor.
[23]
La antes llamada calle del Pozo y actualmente (2023) de Libreros, fue rotulada
de Ceres entre 1893 y 1930. Enlaza la Gran Vía con la calle de la Estrella.
[24]
Véase el libro citado en la nota 1, capítulos “El crimen” (pp. 67-74) y “El
juicio” (pp. 75-80); Selección de prensa de la época, www.historiamujeres.es.
[25]
En la habitación del hotel en que se había alojado el 20 de enero de 1922 con
nombre ficticio, el auténtico comandante dejó escritas de su puño y
letra cartas dirigidas a sus hermanos y al juez militar, anunciando su
inminente suicidio.
[26]
Quiero hacer constar que, conforme a las leyes entonces vigentes, la cadena
perpetua suponía una reclusión de 30 años, pasada la cual se convertía, por
indulto automático, en un destierro del lugar donde hubiese sido cometido el
delito. Solo si el reo incumplía dicho destierro, la reclusión se reanudaba. Véase,
Tàlia González Collantes, Las penas de encierro perpetuo desde una
perspectiva histórica, Foro (Nueva época), vol. 18, núm. 2, 2015, pp.
51-91, espec. pp. 61-63.
[27]
Como es sabido, las islas Chafarinas, bajo soberanía española desde 1848, son
tres islotes (Isabel II, Rey Francisco y Congreso), con un total de medio
kilómetro cuadrado de superficie, a unos 50 quilómetros de distancia de Melilla
y a 3,5 km de la costa marroquí (cabo de Agua).
[28]
En concreto, la del general Miguel Primo de Rivera, que duró de setiembre de
1923 a comienzos de 1930.
[29]
Francisco de Cossío Martínez-Fortún (1887-1975), periodista y escritor. Dejó
interesante y amplia referencia de su estancia en las islas Chafarinas en su
libro, París - Chafarinas, Cuatro expatriados – Cuatro confinados.
1924-1926, Compañía Iberoamericana de Publicaciones,
Madrid-Barcelona-Buenos Aires, 1931.
[30]
Luis Jiménez de Asúa (1899-1970) alude a su brevísima estancia en Chafarinas en
el artículo, Mis prisiones. Chafarinas, La Gaceta Literaria, 15 de junio
de 1927, pp. 1-2. Considerado el máximo penalista español, fue además político
y diplomático. Entre 1962 y 1970 fue nombrado Presidente de la República
Española en el exilio, el cual vivió mayormente en Buenos Aires.