Rehaciendo una vida
Por Federico Bello Landrove
¿Quién no ha imaginado alguna vez el
camino alternativo por el que podría haber pasado su vida y hasta ha intentado
dar marcha atrás en el tiempo, al menos, con la ayuda de la literatura? Lo
extraño de este relato es que a su protagonista ni se le había pasado por la
cabeza cambiar su itinerario vital, pues se sentía orgullosa del mismo. ¿Qué
fuerza podría llevarla a renegar de su pasado y tratar de rehacerlo de modo
totalmente distinto? ¿De qué color sería la magia con que pudiese
conseguirlo?
1.
La novela de una vida
Buscó acomodo en
un hotel cercano al aeropuerto y se impuso vencer por las bravas el famoso desfase
horario. Advirtió al recepcionista que se olvidasen de limpiar la
habitación hasta que lo indicara expresamente. Tomó un interminable baño
templado, mientras daba cuenta de una jarra de jugo de tomate, acompañada de un
par de cápsulas hipnóticas; cerró a cal y canto persianas y cortinas; obturó
los oídos; se plantó el primer camisón que encontró en la maleta pequeña y
deslizó lentamente su cuerpo entre las sábanas, hasta alcanzar la máxima
extensión de los miembros. Luego, puso el despertador de su móvil a las dos de
la tarde del día siguiente y, mientras se volvía del lado izquierdo, en típica
postura fetal, susurró para sí misma:
-
A
soñar con los angelitos.
Le costó cosa de
media hora encontrarse con esos espíritus alados. Aún bullía en su cabeza el
maremágnum que a todos nos ha inquietado alguna vez, pero que en pocas
ocasiones -como en el caso de Alicia- hemos logrado tener a la mano, ordenado e
incluido en un portafolio. Ello nos va a dar la oportunidad de saber de su
propietaria cuanto necesitemos, para luego seguirla en este viaje iniciático.
Como se ha prometido a sí misma dormir la friolera de veintiuna horas,
tendremos tiempo más que suficiente para nuestras indagaciones.
***
La gran confusión
a la que me refería con el vocablo maremágnum se descompone en una serie
de cuatro preguntas tópicas, que lo único que tienen determinado es el orden en
que se formulan: ¿quién soy?; ¿de dónde vengo?; ¿adónde voy?; ¿qué hago
aquí? Decía que nuestra bella durmiente tiene muy claritas las
respuestas. Al menos, es lo que se deduce del ejemplar de hace una semana, del Heraldo
de Panamá, en cuya página 9 viene una amplia entrevista con la Catedrática
de la Universidad Católica, doña Alicia del Moral, con motivo de su jubilación.
Estoy seguro de que es a quien tenemos a nuestro lado, durmiendo, pues la
fotografía le hace justicia, y aún mejora el original: No cabe duda de que es
fotogénica… y de que, peripuesta y maquillada, está mucho mejor que al natural,
después de un viaje de trece horas con escala en Nueva York. Pero no divaguemos
y hagamos un resumen pertinente, al hilo de las preguntas trascendentales que
hemos planteado hace un momento.
… La Profesora del Moral nos recibe en su chalé
de la urbanización Las
Gaviotas, bien cerca del campus universitario donde ha impartido enseñanza
durante veinticinco años, hasta convertirse en una de las maestras más
conocidas y respetadas en la docencia de la Preceptiva literaria, una materia
que ella misma ha ejercitado ejemplarmente a lo largo de dos novelas, cuatro
libros de relatos breves, un poemario y, por supuesto, los libros de texto usados
por decenas de promociones de estudiantes…
Seguro que, de no
hallarse dormida, Alicia habría mascullado algo, como lo siguiente:
-
En
efecto, treinta años desasnando a catervas de muchachotes de ambos sexos, que tendrían
que haberse quedado, si acaso, en la secundaria, dedicándose luego a vender
seguros o a cultivar bananos y caña. Veinticinco años en la Facultad, y, antes,
otros diez en un colegio de señoritas, luchando porque se reconocieran mis
méritos, pese a haber nacido al otro lado del Atlántico y pronunciar la jota
como Dios manda. Y, en lo tocante, a la literatura, ¡bah!, experiencias personales
y sutiles naderías, que ni tranquilidad ni tiempo he tenido para mis cosas.
Es suficiente,
Profesora, que ya sé que, cuando se embala, habla por los codos y le canta las
verdades -cuando menos, sus verdades- al lucero del alba. Sigamos, pues,
con la lectura:
… La casa es un
verdadero museo de objetos y recuerdos de España, de donde llegó doña Alicia
hace más años de los que a ella le gusta recordar. La terraza del salón se abre
al Pacífico, apenas velado por un primer plano de guayacanes y palmeras. - Es
lo mejor de la mansión -reconoce-. Acodada en la veranda de la planta alta, he
pasado muchas horas, soñando despierta y anhelando infructuosamente atisbar el
famoso rayo verde…
-
¡Memeces!
-replicaría la entrevistada-. Es verdad que, sin esta casa a mi medida, sin este
rincón de Castellar en el Istmo, me habría muerto hace años; como lo es también
que la contemplación del océano embellece mis días y me hace comprender lo
pequeño y efímero de mis penas. Pero, de eso a quedarme embobada, escudriñando el
rayo de las narices, va un abismo. Hace una eternidad que la hija de mi madre
ya no espera rayos verdes, ni príncipes azules, ni futuros de color de rosa. Con
ver la luz del sol, si acaso dispersada en un buen arco iris, me doy con un
canto en los dientes.
… Superados años
atrás graves trastornos de salud, no obstante ha decidido jubilarse voluntariamente,
con unánime sentimiento de pena de sus colegas y alumnos. ¿A qué se ha debido el
tomar esa decisión? – Los años -contesta- no pasan en balde y la salud nunca la he
recuperado plenamente tras la grave enfermedad a que te refieres. En fin, espero
volcarme ahora en viejos proyectos literarios, abandonados durante demasiado
tiempo, precisamente, por la falta de este…
-
¡La
maldita enfermedad de las seis letras!¡Tanto pelear, sufrir y gastar, para
ganar apenas una década y volver a sentirlo nuevamente agarrado a mis vísceras,
como un gato salvaje! No creo que me dé tregua para hacer otra cosa que sacar
de dentro de mí esa novela de mi vida, que dé cuenta de lo que he sido y, si a
mano viene, me haga un huequecito en los libros de literatura que me he pasado
media vida enseñando. ¡Pero a ti voy a andarte con detalles, periodista de vía
estrecha, que todavía me acuerdo de que hacías burla de mis elles, cuando
os leía pasajes del Quijote! En el fondo, hay primicias que deben ocultarse,
hasta que la obra esté en el escaparate de las librerías.
… “Pocas
personas venidas de fuera han sido tan capaces, como la profesora Del Moral, de
integrarse en nuestra tierra y llegar a nuestro corazón”. Eso dijo el Rector Benavides
en su homenaje de despedida y desde este diario damos fe de ello. – No ha sido
fácil, amiga Ermelinda -aclara-. Hubo tiempos duros –“recios”, diría
Teresa de Jesús-, pero, en fin, “con paciencia, todo se alcanza” -dijo
también ella- y, a fin de cuentas, bien está lo que bien acaba, por citar a
otro gran clásico.
-
¡Anda,
que no me las hizo pasar moradas mi señor esposo, que tenía todos los derechos
por ser panameño de familia bien, mientras yo era una extranjera sin oficio ni
beneficio, como si dijésemos! Y, luego, mis colegas, empezando por el hipocritón
de Benavides que, desde que colgó los hábitos, anda despendolado detrás de
cualquier profesora joven o en apuros. No voy a negar que la tierra sea hermosa
y que haya hecho aquí muchos amigos, pero he tenido la suerte del enano. ¡Mira
que irme a apasionar como una chiquilla del ilustre vate y dramaturgo, Rubén
Valladares Howard, quien, cuando no tuve más remedio que mandarle a freír
churros, me cerró las puertas de ateneos y editoriales! Aquí me tienes, publicando
gracias a ediciones de autor y a la benevolencia de algunos castellarenses, que
todavía se acordaban de mí. ¡Menos mal -ironiza- que les llegué al corazón,
aunque, en lo que a los caballeros respecta, creo que les llegué, más
bien, a otro sitio, bastante más abajo!
… Supongo, Alicia,
que seguirá usted entre nosotros, ahora que el trabajo ya no la ata a Panamá… -
Por supuesto -asegura-. Desde que murieron mis padres, la mayor parte de
mi familia la tengo aquí… Bueno, no toda: Uno de mis hijos tuvo que emigrar a
los Estados Unidos -como tantos panameños-. Pero, siguiendo con lo que me preguntas,
no tengo intención de viajar a España más que esporádicamente, para visitar a
los buenos amigos que todavía están entre nosotros. Ya conoces el triste sino
de los viejos, que tienen a casi todos sus conocidos en el cementerio (risas)…
-
Sí,
sí, risas. Lo que es, una verdad como un templo. Unos ya no están y a otros da
pena verlos…, como a mí misma, que prefiero pasar de largo por delante del
espejo. En fin, no tenía intención, pero me he convencido de que no hay mejor
lugar para hincarle el diente a la novela que en Castellar, entre recuerdos,
conocidos y sabor local. Así que aprovechemos la inercia, y lo que hay
que hacer, hacerlo pronto. Total, un pasaje de avión y una llamada al Hotel
Imperial, y ya estamos en marcha. ¿Por cuánto tiempo? ¡Cualquiera sabe!
Desde luego, hasta que tenga en borrador la primera parte; esa que pienso
empezar por cuando pisé por primera vez el Instituto, acabándola cuando -¡necia
de mí!- salí para Panamá perdiendo el culo detrás de Rafael, nada más acabar la
carrera.
Bien, amigos, basta ya de Heraldo de Panamá. Parece que Alicia
respira más suave y se revuelve en el lecho; no vaya a ser que… No, vuelve a resoplar.
Aprovechemos para echar un vistazo a las notas que, bien en su casa, bien en el
avión, ha ido redactando, a modo de guion o esquema de la novela. Ella presume
mucho de que va a resultar algo grande, pero me da la impresión de que aún
no ha trabajado en el proyecto casi nada. O, como dirían los escritores
optimistas, que lo tiene todo en el magín.
***
Sinceramente, después de haber leído la entrevista del Heraldo y
hojeado el par de folios de notas preparatorias de su novela, me ratifico en lo
intuido: Alicia tiene, hoy por hoy, el libro en el cerebro, lugar en que, como
es lógico, no podemos entrar. Me da la impresión de que, por partes, capítulos
y epígrafes, la Profesora nos va a regalar con la historia completa de su vida
que, la verdad sea dicha, apenas precisa de ser adornada: Es de aquellas en que
la realidad supera la fantasía o, por mejor decir, no es preciso faltar a la
verdad para que no se pierda una buena historia. Si acaso, tal vez merezca la
pena transcribir un párrafo que podría tener su acomodo en un prólogo de la
obra, o en el resumen de la misma con que suelen obsequiarnos los editores en
la contracubierta. En su estadio actual de elaboración, dice así:
Llevo en el alma la novela de mi vida, cada vez más larga, según me
he ido demorando en escribirla, esperando a columbrar su final y tener tiempo
para redactarla a mi sabor… Tengo un objetivo: presentarme ante los lectores
como la mujer fuerte e indómita que he sido, a cambio de haber sufrido mucho y,
también, hecho sufrir. Desde mi pequeñez, me gustaría servir de modelo y defensora
para una generación de mujeres, calificada peyorativamente de intermedia,
vale decir, acomodaticia… Un escritor siempre espera el éxito. Si este llegare
en mi caso, espero que sea por contar la historia que ahora tienen en sus
manos.
Yo, que conozco bastante bien a Alicia, creo que dice la verdad: Puede
ser la historia de su vida, pero no una autobiografía más. Ella no pretende exhibirse,
ni justificarse, ni aprovecharse para hacer literatura de una peripecia vital tan
asendereada. Lo llamaría un ejercicio de afirmación de rebeldía y de su militante
feminismo. Claro que puedo equivocarme, pero no lo creo. ¿Que qué credenciales
exhibo? Tienen razón: A estas alturas no me he presentado todavía. Soy
Alejandro Escandón, profesor adjunto de la cátedra que fue de Alicia hasta la
semana pasada, y ahora, del primer paniaguado que designe el Gran Canciller de
la Universidad Católica. Lo que Monseñor Arzobispo no podrá quitarme es el
cargo, o la carga, de albacea literario de Alicia, para cuando llegue la
luctuosa ocasión. Se lo debo, a tenor del encargo que me hizo hace unos meses y
que yo acepté sin rechistar:
-
Alex, encanto,
en cuanto muera, coges todos mis papeles literarios y académicos y los quemas,
sin salvar ninguno.
¿Seré capaz? Yo
no lo creo, pero, como dicen que decía Goethe, “no hay ningún crimen que no me
sienta capaz de cometer”.
2.
El tiempo detenido
El tren de alta
velocidad llegó a la estación de Castellar a las siete en punto de la tarde. Al
bajar, aspiró un desagradable olor a gasoil y carbón que creyó más propio de
Tanzania o del centro de la India. ¡No está mal como olor local! -se
dijo-. Solo faltan el botijo y el bocata de tortilla. El altavoz avisó: Tren
Talgo, procedente de Madrid, con destino… Miró de soslayo el convoy a su
derecha. Parecía haber encogido con la lluvia, que había tamborileado en las
ventanillas entre Villalba y Medina. ¡Menos mal que ha parado de llover!, pues, aunque le
apetezca desentumecer las piernas, no tendrá más remedio que encontrar un taxi
para transportar las maletas.
El primer vehículo
de la fila es un carcamal, negro, brillante y pulido, con un conductor tocado
con la gorra de visera de antaño. Trata de recordar cómo demonios se llamaba
aquel modelo de Seat, idéntico a este de imitación. ¿O es que,
realmente, se trata de una antigüedad? Tras indicarle: Hotel Imperial, comenta
al conductor:
-
¡Qué
bien conservado tiene este coche! Debe de ser difícil y caro conseguir un
modelo retro así.
-
No
crea que es tan antiguo, señora. Lo compré en el cincuenta y siete, pero ya
tiene sus buenos setenta mil quilómetros y ni una avería.
Alicia se encoge de
hombros y luego sonríe. Si este buen hombre es capaz de considerar no muy
longevo un vehículo de cincuenta y seis años de antigüedad, a ella debe de
juzgarla un guayabo. Lo cierto es que el coche, habiendo apenas
circulación, devora las calles que llevan al centro de la ciudad, ya de
anochecida.
-
¿Puede
ir un poco más despacio?, le ruega. Hace mucho que no vengo por Castellar y
todo me resulta curioso.
-
Como
guste la señora. Solo quería probarle que el taxi va como la seda, a pesar de
sus años -replica el chófer, con cierto retintín-.
Le da la impresión
de que la ciudad está más vetusta y menos iluminada que la última vez que vino,
cuando la muerte de su madre, hace casi una década. El taxista parece tener
cuerda para rato:
-
No
me extraña que le sorprendan muchas cosas. Tenemos desde hace un par de años un
alcalde que se ha propuesto darle la vuelta a la ciudad… Claro, no es un
político, sino un empresario, y esos suelen ser activos y eficaces… No sé si lo
conocerá usted; Santiago Pesquera se llama y fue el que trajo la fábrica de
automóviles a Castellar, hace diez años… Falta hace que cambie cosas, empezando
por pavimentar las calles y ordenar mejor el tráfico, que los que estamos todo
el día al volante…
Pero ya han
llegado. Alicia pregunta:
-
¿Qué
le debo?
-
Marca
trece cincuenta.
-
¡¿Trece
cincuenta?!, repite escandalizada, tendiendo no obstante al taxista un billete
de veinte euros.
El conductor echa
un vistazo y se lo devuelve, algo mosca:
-
Lo
siento, señora, no acepto moneda extranjera: solo pesetas.
¡Ahora comprende el
alcance real de la tarifa! Vuelve a guardar los euros, sin dar mayor
importancia al fiasco. ¿Le importa ir bajando las maletas mientras cambio
moneda en el hotel?
Todo arreglado. El
mozo sube el equipaje hasta el segundo piso: Una habitación estupenda, con
vistas a Correos. Alicia rellena con parsimonia la hoja de admisión,
mientras charla con el veterano recepcionista:
-
Cárgueme
la carrera del taxi en la cuenta. Mañana mismo iré a cambiar moneda al banco. Apenas
traigo unos cientos de euros que troqué en Panamá.
-
¡Qué
curioso!, replica el empleado. No he oído hablar hasta ahora de esa moneda.
¿Es la de su país?
-
En
efecto -miente con soltura-. Y no me extraña que no la haya visto hasta ahora.
Cuando salimos al extranjero, los panameños solemos venir con dólares.
Está empezando a
mentir con descaro: Ahora, los panameños. Es verdad que ha presentado el
pasaporte de esa República, pero no es menos cierto que tiene doble
nacionalidad y conserva la española. ¡Bueno!, mejor así. Está empezando a
mosquearse con tantos atavismos y prefiere distanciarse de este mundillo de chufla,
mala pasada sin duda de un subconsciente empeñado en que reviva el pasado para mejor
embutirlo en su novela. ¡Pues no está escuchando el Dame felicidad, de
Enrique Guzmán! Decide no esperar el arcaico ascensor, de portezuela de madera
y cristal al gotelé, y echa escaleras arriba, rauda como una chiquilla.
A la puerta de la 212, la espera el mozo, sonriente:
-
Me
he permitido correr las cortinas y abrirle la cama. Viniendo de viaje y a la
hora que es…
-
Muchas
gracias, amigo, pero ya ha visto que no tengo moneda española.
-
¡Por
Dios, señora, ni lo mencione! ¿Bajará a cenar? El restaurante es muy bueno y
está abierto hasta las once.
-
¡De
acuerdo! Resérveme mesa, si es que lo considera necesario.
-
No
en estos días, pero ¡espere a que llegue la Semana Santa! Entonces es la
plétora.
Alicia se extraña
de escuchar semejante palabra de labios de un botones de hotel. ¡Claro,
estamos en la meca del castellano!, se dice.
-
Y
¿cuándo cae este año la dichosa Semana Santa?
-
Bastante
tarde. El 12 de abril será Viernes Santo, el día de la Procesión General. La
señora habrá oído hablar…
-
Desde
luego, lo corta, y hasta la vi de niña y de mocita unas cuantas veces.
Al quedarse sola,
ya no le extraña nada no encontrar en la habitación un aparato de televisión,
ni un secador eléctrico, ni otros avances comunes en cualquier hotel,
por poca categoría que tenga… Por cierto, la propaganda del Imperial lo
presentaba como de cuatro estrellas y completamente modernizado, cuando esta versión
camp apenas tiene dos y se parece más a la Fonda del Peso que
otrora fue, que no a lo prometido en internet. En el armario de luna de dos
cuerpos cabe holgadamente todo el equipaje, que coloca con desgana,
amontonándolo casi. En el fondo de un cajón, deposita el portafolio con su tesoro
de papel. Antes de darse una ducha, coge el móvil para llamar a su hijo Vicen
y confirmarle la llegada a destino sin novedad. Estaba por asegurarlo,
desde antes de iniciar la marcación: Está averiado o fuera de cobertura.
Llama a recepción:
-
¿Tendría
la amabilidad de facilitarme la contraseña para el wifi?
-
¿Mande?...
¿Podría repetir, que no la he entendido?
-
Nada,
perdone, era por el teléfono móvil.
-
Lo
siento, no tenemos más toma telefónica que la de la cabecera de la cama.
La cosa se está
poniendo cargante. Menos mal que de la ducha surge agua caliente, y que en el
restaurante le sirven un rape con langostinos que se sale del mundo. El televisor
es un Sylvania, con señal en blanco y negro, igualito al que había en el
bar donde su padre tomaba café y, en un momento en que fija su atención en él, un
locutor, todo sonrisa con bigotito, desgrana la noticia del día: Se cierra la
prisión federal de Alcatraz, donde vivió a lo grande Al Capone durante unos
cuantos años. Despide al caballero de la dentadura perfecta y la emprende con un
postre de flan con nata, homenaje insólito por su retorno a los días de Mary
Castaña. Decide gastar una broma al amable camarero, al borde de la jubilación:
-
Aquí
tiene. Pagaré con la tarjeta de crédito.
No parece haberle
sentado bien al mesero su iniciativa de pagarle con dinero de plástico, cuya
existencia ignora. Cárguemelo, entonces, en la cuenta de la 212, ofrece
como alternativa, mientras abandona con apuro el restaurante. Acude a recepción
para recoger su llave y se queda mirando el calendario de pared a su izquierda:
Marzo, sí, ¡pero de 1963! Por si acaso hay más cambios, pregunta a quien
la atiende:
-
¿A
cuántos estamos hoy?
-
A
veintiuno, señora. Hoy ha entrado la primavera, aunque no será como en su
tierra. Aquí pasamos del invierno al verano en un santiamén.
No se me ha
olvidado todavía, sabihondo, piensa Alicia; y, por si el móvil continúa
muerto al día siguiente, recuerda la forma clásica:
-
Por
cierto, apunte que mañana me llamen a las ocho.
-
Descuide
la señora; aunque en este hotel tenemos un despertador de seguridad.
-
¿Sí?
-
El
reloj del Ayuntamiento, aclara el recepcionista. Está aquí al lado y, la
verdad, resulta difícil no oírlo.
Ya en la
habitación, prefiere no pensar en los turbios sucesos de aquella tarde: El
consabido baño tibio, una dosis moderada de benzodiacepinas y a contar ovejas. Lleva
ya unas cuantas, cuando el solemne carillón municipal deleita a los
circunstantes con las campanadas de las once. Sus ecos le despiertan los
recuerdos del abuelo Isaac y se deja llevar por ellos:
-
Supongo
que en tus tiempos el reloj sería otro y menos retumbante su sonido. De otro
modo, los concejales habríais salido para el cementerio sin la inestimable
ayuda de los fascistas.
El abuelo debe de
estar en algún cielo muy lejano, pues no la responde; así que emboca los
tapones en los oídos, da media vuelta y susurra:
-
Creo
que mañana va a ser un día muy interesante.
3.
Entre las sombras del pasado
Se despierta
temprano y, de modo inconsciente, enciende todas las luces, buscando algún halógeno
o LED, o una pantalla plana de televisor, que la devuelva al presente, pero no
hay tu tía. La lámpara de incandescencia con tulipas floreadas sigue centrada
en el techo, y no hay más aditamento por las paredes que los grabados del Voyage
pittoresque de Laborde. Se acicala someramente y baja a desayunar,
inquieta por el problema del dinero, que a saber cómo podrá solucionar en un
banco. El camarero es otro y la mira con cierta intención. Piensa Alicia
si el retorno al sesenta y tres incluirá que los demás la vean juvenil, pero se
responde con una lógica, que empieza a ser sumisa de esta nueva irrealidad
real: ¡Qué va; en 1963 yo andaba por los catorce años y este chorbo
tendrá lo menos treinta! Tardará una tostada completa, una taza de café
con leche y medio zumo de naranja en descubrir de lo que se trata: ¡Oh
atrevimiento máximo: Lleva pantalones! Sonríe recordando las peloteras de
algunos profesores de su Facultad con las pioneras pantalonudas,
en primero de carrera. En fin, para presentarse ante un bancario, mejor será
pasar por respetable. Retorna a la habitación y se plantifica la única falda
que ha metido en el equipaje. Tan pantorrilluda, como la pobre mamá, susurra.
O, como pontificaba el insufrible Rubén Valladares Howard, a cierta edad,
mejor tener con las mujeres las miras más altas.
Imaginándose lo
peor, encamina sus pasos a la calle de Espartero, donde en los buenos
tiempos -que, al parecer, son los de ahora mismo- florecían las sedes
principales de los bancos en la ciudad, conforme al conocido adagio de que Dios
-es un decir- los cría y ellos se juntan. El palacete de impoluta caliza alba parece
chistarle, llamando su atención: Banco Regional, como se llamaba antaño.
¡Mira que si está Nicomedes, como cuando iba con papá de niña!... ¡Justo! En la
ventanilla número 3, sin ordenador, ni móvil, ni otras gollerías. ¿Se
acordará aún de mí, de la chavalita de las coletas, ávida de caramelos de menta
y limón, justo los que otros chiquillos desechaban? Aún se acuerda de su
apellido y con él se atreve a saludarlo:
-
Buenos
días, señor Lafuente. A ver si me soluciona usted este apuro.
-
Buenos
días, señora. Usted dirá.
Se lo cuenta del
modo más racional que se le ocurre. Pensaba quedarse solo unos días en España,
para lo que traía dólares bastantes, pero la enfermedad de una amiga muy
querida la obliga a alargar la estancia indefinidamente. ¿Qué puede hacer?
-
La
cosa no es difícil de solucionar -responde Nicomedes-, siempre que tenga usted
crédito en algún banco de Panamá. Una carta suya avalada por mi director, o una
llamada telefónica a los empleados conocidos de allá y, en una semana o así
tendrá aquí los dólares. Con el pasaporte debidamente visado, los podrá cambiar
por pesetas, a razón de una cierta cantidad al mes. En cuanto al tipo, anda en las
55 pesetas por dólar.
-
Está
bien, hagamos los trámites que me dice. Entre tanto, cambiaré los dólares que
ya tengo, a ver si puedo hacer frente a los gastos hasta entonces.
-
¿No
tiene familiares en Castellar que puedan echarle una mano?
Piensa Alicia que
más le vale no meterse en berenjenales. ¡Menos más que, para los documentos
oficiales, sigue teniendo como segundo apellido el de su divorciado esposo!:
-
No
tengo familia por acá. Estoy de hotel.
-
Ya…
Vamos con los trámites del cambio de moneda.
Terminadas las
gestiones, el empleado la despide, acompañándola hasta la puerta. Ella no puede
por menos de decirle:
-
Tengo
que hacer un regalo de compromiso. ¿Puede recomendarme una buena confitería?
-
Sin
duda, señora: La Delicada, al principio de la calle de Las Angustias. Puede
indicar que va de parte de Nicomedes, el del banco. Tienen cuenta en esta casa.
***
Salió a la calle
con el corazón desbocado. Una cosa era regresar a un pasado de objetos y
canciones, y otra, muy diferente, que pudiera encontrarse con las personas
amadas u odiadas, tal y como eran en su adolescencia. Claro está que, como en
el caso de Nicomedes, no la reconocerán, hecha un vejestorio, sin la amable
resignación que brinda el que por todo el mundo pase también el tiempo. ¡Pero
buena era la Profesora, para venirse abajo y echarse a llorar en un rincón! Irguió
su maciza figura y, con cierto descaro, empezó a pasar una mirada franca por
cuantos viandantes se cruzaba. La memoria le hervía y jugaba malas pasadas. En todos
creía encontrar un aire a…, un parecido con… ¿Es, no es? No, no puede ser, no
coincide la edad, o era más baja, o estaba más calvo. Pero, con todo y con eso,
no le cabía duda: Aquí, una compañera del Instituto; allá, el dependiente de
unos almacenes; acullá, una vecina de su tía Mercedes. Caminando a lo tonto,
llegó al parque, El Campo, como lo llamaban todos los castellarenses. Compró
El Noticiero en un quiosco y se sentó a leerlo en un banco, entre sol y
sombra, al resguardo de la trasera del Teatro del Prado. Se le llenaron
los ojos de lágrimas al ver, al pie de la mancheta, la solemne afirmación: Director,
Miguel Delibes Setién. Mucho había sentido, tres años atrás, la muerte del
gran escritor, a quien ya tendría que ser in memoriam la dedicación que
pensaba hacerle de la novela de su vida. Por lo demás, era noticia de primera
plana que el salmantino pantano de Santa Teresa había empezado a
producir electricidad, estando preparado para una potencia máxima de veinte mil
kilovatios/hora. ¡Arrea!, en la página de regional, leve percance del Talgo
de Madrid en la estación de Venta de Baños. Pues menos mal que se había bajado
antes porque, en la España de Franco, un leve percance de tren era el eufemismo
de un descarrilamiento en toda regla.
Decía antes que
doña Alicia era, como los buenos falangistas -perdóneseme la comparanza-, inasequible
al desaliento. Ella había venido a Castellar a recordar e inspirarse,
¿no? Pues, ¡qué mejor que ser testigo presencial de aquellos tiempos, hasta
ahora borrosos! ¿Verdad o mentira? ¿Alucinación o magia blanca? ¡Allá
películas! Carpe diem, o la ocasión la pintan calva. Y, hablando de
películas…
Se metió entre
pecho y espalda tres gofres, rezumantes de miel, y, con la glucosa por las
nubes, decidió hacer el recorrido de los muchos y buenos cines del centro de
Castellar, a ver si los pillaba en un renuncio. Ni por esas. Ella, que era una
cinéfila empedernida, recordaba al dedillo las cintas de entonces, año arriba,
año abajo. Y allí estaban, guiñándole el ojo desde las carteleras: El León
de Esparta y la encantadora Diane Baker, con su faldita corta plisada, que
acercaba la moda espartana a la yeyé; West Side Story, que Alicia
revisaba una vez al año en DVD, sin que dejasen de humedecérsele los ojos con
la canción, María; próximamente, 007 contra el Doctor No -¡no
sabían los castellarenses la que se iba a organizar, con aquel agente, llamado
James Bond!-; y, con nuevas emociones, El camino, un Delibes pasado por
manos respetuosas, aunque algo pedestres.
Había tomado ya la
vía del hotel, cuando en los soportales se dio de manos a boca con su admirado
profesor de francés. Le parecía imposible que no la reconociese, con su vitola
de alumna favorita, le bouton de la rose de Ronsard, como un día la
ponderó ante toda la clase. Pone su mejor sonrisa y se arrebola como entonces,
pero el tropezón solo arranca de Monsieur Soler una
sombrerada y dos palabras:
-
Disculpe
usted.
Empieza a sentirse
como en casa. Hasta concilia el sueño en una siesta reparadora, sin necesidad
de somníferos. La digestión, perfecta. Serán los aires del cerro de San
Cristóbal, bromea, mientras el escandaloso reloj municipal desgrana la
zarabanda de las tres. Con todo, la profesora Del Moral es todo, menos
acomodaticia:
-
Esta
tarde, sin falta, tengo que hacer algunas comprobaciones. Después, devolveré la
llamada a Alex, o mejor le escribo, que menuda tarifa tiene una
conferencia de tres minutos con Panamá.
***
Se encuentra perfectamente,
pero hay una buena tirada hasta el cementerio. Coge un taxi y le indica:
-
Déjeme
como a medio quilómetro de la puerta, que quiero pasear un poco.
La verdad es que
lo que quiere es regresar voluntariamente al pasado, cuando el camino del
camposanto estaba flanqueado, a cada docena de pasos, por cipreses enormes, o
que lo eran para su medida de niña. Tiempo después, cuando tuvo que hacer el
mismo recorrido para despedir a sus deudos más queridos, los árboles sufrían
los males de la tala y el desmoche. ¡Hay que disfrutar de la ocasión, qué
caramba! O, tal vez, se trate de que demora la inevitable respuesta a la
pregunta que martillea en su cabeza: ¿Estarán en sus sepulcros?
Se orienta mal en
todo lugar; más aún, en un laberinto de tumbas, apenas visitado. Al menos, la
de sus padres no tiene pérdida: cuadro 1, nada más entrar, a mano izquierda.
Llega hasta ella y no se atreve a mirar la lápida. Al fin contempla de soslayo
las inscripciones en el mármol que reverbera bajo el sol de la tarde: el abuelo
Isaac -1936-; la abuela Benita -1958-; tío abuelo Beltrán -1961-. ¡Y no hay
más! La lógica onírica se impone. Papá y mamá están vivos -o, por lo
menos, no muertos- en este Brigadoon mesetario.
Dando tumbos,
acaba hallando el cuadro 48, en el que tendría que radicar la sepultura de tía
Mercedes y su esposo. Recorre dos veces todo su perímetro y se cuela entre las
tumbas, hasta asegurarse de que no han llegado todavía. Más
contenta que unas castañuelas, se pasa por la oficina de la entrada, a fin de
consultar el libro de inquilinos. En efecto, Francisco Alvarado y
Mercedes Soria no figuran enterrados allí, ni tampoco como propietarios de
sepultura. Como no había hecho desde sus años de liceo, entra espontáneamente
en la capilla del camposanto y se sienta en soledad, sin apenas mirar al
Crucificado y a la Virgen del Carmen, que presiden el recinto. Un rayo de sol
entra por la ojiva del ventanal y va a posarse en el ramo de flores, ya ajadas,
que algún fiel colocó, días ha, sobre el altar. Como impelida por un resorte,
Alicia se adelanta, echa un duro en el cepillo y prende una vela con el pábilo
centelleante de otra:
-
Por
los que no tardaremos en venir y porque, hasta entonces, seamos iluminados.
La generosidad
tiene su premio, en forma de un taxi que acaba de dejar a un doliente.
-
¿Qué
empresa de autobuses tiene la concesión de los viajes a Madrid?, pregunta.
-
La Popular, contesta
el taxista.
-
Lléveme
a donde paren los autocares, le indica.
-
En
el Paseo del Poeta, aclara el conductor. ¡A ver cuándo nos hacen una estación
de autobuses!
Un chófer de La
Popular le asegura que, por razones que la empresa no le ha comunicado,
quedan interrumpidos hasta nueva orden los viajes, no solo a Madrid, sino a
cualquier otro punto fuera de Castellar. No me haga mucho caso -le
confía-, pero tengo para mí que es cosa de las reservas de gasolina. Así
somos los españoles: gastar a lo loco sin pensar en el futuro. Desde que empezaron
a vender los Seiscientos…
Alicia se encoge de hombros y lo deja
con la palabra en la boca. Se llega acto seguido a la estación de ferrocarril.
Apenas veinticuatro horas más tarde y ¡qué distinta le parece de aquella a la
que llegó! Busca las taquillas y pregunta por el precio de un billete de
segunda en el AVE.
-
Será
en el exprés o en el Talgo -le gruñe el empleado-, pero no se moleste
en aclarármelo. Todos los servicios están suspendidos hasta nuevo aviso… ¿No
quiere saber por qué?
Pues no, no
quiere. Ya va camino de la cantina, en la busca infructuosa de un buen café. Mientras
deglute esforzadamente un cruasán de ayer, se sorprende a sí misma, con esta
reflexión, un poquito soez:
-
¿Para
qué coño necesito yo marcharme de Castellar, mientras no haya terminado la
primera parte de mi novela?
***
El tibio
anochecer, un tanto neblinoso, la acoge en el ámbito amigo de los soportales, a
la luz algodonosa de las farolas que penden del arquitrabe. Aunque están a
punto de cerrar, entra en la tradicional librería Santander, dispuesta a
agotar sus pesquisas:
-
¿Tiene
algún libro de Alicia del Moral?... No me diga que no de memoria: acuda al
fichero, por favor.
El aprendiz,
molesto, va con el cuento al oficial de dependiente, que se aproxima, servicial
e informado:
-
Lo
siento, señora, pero no caigo ahora en libros de esa escritora. ¿Podría darme
algún título, o alguna pista?
-
¡Bah,
déjelo! Es una novelista panameña. Quizá no hayan llegado sus libros a España.
-
Tiene
usted razón; no siempre… El que sí tenemos es uno de un peruano, un tal Vargas
Llosa. Se llama La ciudad y los perros. No sé si lo conocerá usted.
-
Perfectamente
-presume-. Es un gran escritor y tengo para mí que algún día le darán el Premio
Nobel… Pero dígame, ¿cuál es el último bombazo entre los españoles?
El librero se echa
a reír:
-
¡Huy,
bombazo! ¡Dios la oyera! Que vendamos cincuenta ejemplares de un libro ya es
una maravilla… Parece que está volviendo la novela histórica. Aquí tengo una, la
primera de una serie de Episodios Nacionales…
-
¡No
apunta alto ni nada el autor!, bromea Alicia. ¿Quién es, si puede saberse?
-
Una
pareja, aclara el empleado: Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March. Se
titula Héroes de Cuba. Van a empezar la colección, más o menos, por
donde acabó Galdós.
-
Ya
veo. Pues que tengan suerte. Por apellidos no va a quedar… Y dígame, ¿Qué ha
escrito el gran Delibes últimamente?
-
¡Ese
sí que va camino del Nobel!, exclama el dependiente, con calor. Conocerá usted,
sin duda, Las ratas, porque ya salió el año pasado.
-
Por
descontado, confirmó Alicia: un novelón. Pero ¿y este año?
-
No
se puede escribir una novela propiamente dicha todos los años, ni siquiera
Delibes. Pero tampoco es mala cosecha esta del 63: La caza de la perdiz
roja, una obrita encantadora, y anuncia un libro de viajes, que se llamará Europa,
parada y fonda.
-
Pues,
nada amigo, muchas gracias, concluye Alicia. Póngame una perdiz y me la
envuelve para regalo.
Sale de Santander
más chula que un ocho: Tiene una muestra tangible de que el sueño -si es
que lo es- resulta tan cierto como la vigilia, o más. No ha dudado en escribir
una dedicación para Alex, del tenor literal siguiente:
Para el
profesor Alex Escandón, desde un mundo nuevo que, por esta vez, queda del lado oriental
del Atlántico. Castellar, 22 de marzo de 1963 (sí, de 1963). Alicita del Moral.
4.
Un visitante de muchísimo cuidado
El 23 de marzo,
Santo Toribio, promete ser un día de fuertes emociones. Ya está bien de
reencontrarse con cines que se decían derruidos, o con profesores despistados.
Lo primero, pasarse por la calle del Jabón, que ha eludido el día anterior para
no llevarse el berrinche de ver su casa de tres pisos y fachada de
ladrillo de toda la vida, reemplazada por un mamotreto de seis plantas y ático,
con pretenciosas losetas de caliza de Hontoria. Le tiemblan las piernas cuando,
desde la Fontana de Oro, tuerce y emboca aquella calle histórica, luego calleja
y ahora ennoblecida como peatonal. ¡Sí, sí!, peatonal: Si no da un salto, se la
lleva la Velosólex de un repartidor con prisa, quien aún ha tenido el
tupé de soltarle un insulto. Y es que su calle está como siempre, vamos, como entonces.
En efecto, constata, aún no repuesta del susto, que el número 3 sigue donde
estaba, con aquel portal de boca de lobo, que decía su abuela; los cuatro
balcones por piso, equitativamente repartidos entre las dos manos; las
persianas verdes colgando por fuera de las barandillas, escondiendo del sol
mañanero las habitaciones recién adecentadas; las novísimas antenas televisivas
en hache, asomando por el tejado…
Se demora en la
esquina, anhelando que aparezca por el portón alguno de sus padres, o, incluso,
su hermano Carlos, que, aunque bastante bruto y despectivo, todavía de muchacho
era soportable; pero no, ya es tarde, o demasiado pronto. A esta hora de las
nueve y media, papá llevará una hora en la tienda, atendiendo a las
parroquianas o trasteando en el obrador. Carlos recibirá su primera lección de
la mañana -tal vez, la de Literatura, que tanto lo encocora-. Y mamá…, mamá ya
andará cocinando el primer plato, hasta que llegue el momento de coger la
aguja, o la Singer de pedal, para coser los vestidos de las clientas o
las monerías para su muñequina…, que ya está echando cuerpo de mujer y acercándose
a la edad de merecer. No, no es la hora. Mejor vuelve al hotel y se pone a
escribir su vida, de una repajolera vez. Solo que…, ¡¿quién dijo miedo?! Está a
cinco minutos de La Delicada -Confitería y repostería. Casa fundada en 1932-
y tiene verdaderas ganas de volver a probar los bombones rellenos de otros
tiempos. Hasta puede ir recomendada: Me lo aconsejó don Nicomedes, el del
banco. Vamos a ver si pasamos la prueba todos, musita. Y, para el
caso de que siga siendo tan desconocida para los suyos como para el Professeur
Soler, todavía podrá endulzar la amargura con un pionono, de esos que tía
Mercedes obsequia, gratis et amore, a quienes hacen una compra regular,
es decir, de veinticinco pesetas para arriba.
***
Un rato más tarde,
Alicia sale de la dulcería con la cabeza caliente y las manos vacías. Bueno, no
seamos aguafiestas. ¡Cómo iba a reconocer su padre, con los cuarenta recién
cumplidos y su prestancia a lo Robert Taylor, a una hija sesentona, con la voz
cascada de tanto abusar de ella en las clases y la tez ajada por el insufrible sol
tropical! Bastante que ha podido volver a verlo, rozar su brazo al desgaire y
escuchar sus palabras, educadas y pulcras como las de un orador tribunicio. ¡Y
su tía! Estaría por asegurar que descubrió en Alicia algo, familiar e
íntimo, de aquella hija que de ella fue, a falta de las de la sangre; pero en
seguida pasó a la trastienda, que se le quemaban las exquisiteces en el horno,
tan oronda como siempre, con esas carnes prietas y generosas y sus delantales
níveos, con cenefa de encaje. Y lo de las manos vacías de Alicia también tiene
su gracia:
-
No
puedo consentir -argumentó su padre- que vaya usted cargada por la calle,
mientras tenemos la furgoneta aparcada aquí al lado. La señora tendrá su compra
en el hotel a la hora de comer, por si desea regalarse con ella, o tomarla de
postre.
Y allí quedó la
caja de medio quilo de bombones, surtido extra, y la docena de pasteles, para
los que ya tenía previsto destino. Como si lo viera, imaginaba a tío Paco
repartiendo con la Citroën 2CV, gris azulada, con esa soltura que le
daba su pasado de conductor profesional.
Ahora sí que podía
ser hora de que su madre hiciese una escapada al mercado o a llevar la ropa
acabada, que casi nunca le consentía a ella repartir. ¿Por qué no, mamá: Es
que tienes miedo de que la estropee? Y su madre: Hija, tú a quemarte las
pestañas con los libros que, para andar callejeando, me basto yo.
-
¡Pobre
mamá!, hecha una azacana, por culpa de la maldita guerra. Claro que luego hubo
otras batallas, particulares, y en esas su hija casi pierde hasta la vida,
susurra.
De nuevo en la
calle del Jabón pero, esta vez, no piensa desistir tan pronto. Tiene suerte.
Ahí sale su madre, Elvira Soria, la azacana que se pasa la vida
trasteando, en lo mejor de su edad, esbelta, bella, distinguida, con la
melenita de permanente, el traje de chaqueta azul marino, los zapatos de tacón
alto, que refuerzan su estatura prócer. Alicia apenas puede sofocar un grito,
tiende los brazos, no puede contener las lágrimas. No sé qué habría pasado si un
caballero, alarmado por la exclamación, no se dirige a ella, tomándola por el
brazo:
-
¿Se
encuentra mal, señora? ¿Quiere que la acompañe a alguna parte?
Masculla una
respuesta mientras, por la otra acera, Elvira los rebasa y toma el camino de
los soportales. Su hija comprende lo inoportuno, y aún peligroso, de abordarla,
y responde a su atento e improvisado interpelante:
-
No
es nada, no se preocupe. Me suelen dar bajadas de tensión.
***
No ha sido una
buena idea la de esperar a la salida de clase a la Alicita que ella fue, pues
las ocho y media es noche cerrada en marzo y, de otra parte, en los días de
diario de los años sesenta las niñas se recogían en sus casas tan pronto
acababan las lecciones. La verdad es que, a eso de las tres y media, la había
visto salir del portal, con aquel jersey rojo de cuello redondo y malla prieta,
fruto de la calceta navideña de su tía, y la falda escocesa por debajo de la
rodilla, como corresponde a una jovencita que empieza a marcar sus formas,
aunque todavía lleve calcetines. Pero lo que la ha emocionado, hasta el punto
de reír y lagrimear a un tiempo, han sido esos dos moñitos sobre las orejas,
recogido de aquellas coletas que fueron martirio de su cabello, fuerte y
rizado. De buena gana, se habría acercado a ella para averiguar, entre otras
cosas, si le seguía encantando el latín -¡vaya gustos de tonta!, que diría
su hermano- y si la cartera pesaba tanto como antaño y despedía el
inconfundible olor a bollo suizo recién horneado, para la merienda. Pero, en
seguida se le habían unido Ana Mari y Lucía, las inseparables, y no había
querido interrumpir su conversación. Tan solo las había seguido hasta la Penitencial
de La Cruz, tratando sin fruto de captar algún fragmento de su charla. Luego,
muy despacito, se había vuelto al hotel dispuesta a empezar la novela, solo
para sufrir un ataque agudo de leucofobia, que es su forma fina de
nombrar el pánico a comenzar una obra. Cierra el portátil que, a Dios gracias, le
funciona en este Castellar antediluviano -salvo internet, naturalmente-, y pone
en funcionamiento el transistor Vanguard, que ha tenido que comprar en
una tienda de la calle San Jaime, si no quería verse peligrosamente envuelta en
el silencio de la habitación. Mueve nerviosamente el botón del dial, hasta
encontrarse con una aguda e insinuante voz femenina, que le aconseja lo que, en
realidad, iba destinado a los mozos: Dile… que… su amor es para siempre… Vamos,
justo lo que le recitó una y otra vez entre las sábanas el inefable literato Rubén
Valladares, hasta toparse con que la amada eterna tenía un cáncer, y
este, mutilador. Habría cuadrado mejor que la cantase Luis Aguilé, pero qué más
da. Ya suena otra: Cúlpale a la bossa nova… de lo que pasó. ¡Exacto! Si
no hubiese sido por las discotecas pioneras y lo bien que bailaba el estudiante
panameño, ella no se habría ido de Castellar y andaría de paseo por el Campo
con una pareja de nietos… Tate, ya está empezando a fabular, pero en
sentido opuesto: No su vida real, dura, intensa y palpitante, sino esa
rutinaria, fofa y teledirigida que pudo tener. ¡Vade retro! El ritmo de la
lluvia, en francés: Esa es mejor, aunque Monsieur Soler, al tropezársela, se
haya despachado con un simple ademán de quitarse el sombrero.
***
Decía que no había
sido acertado preparar el encuentro para el final de las clases. Sus ojos, ya de
suyo algo miopes, empiezan a sufrir de nictalopía o, como ella lo define, que
no ve de noche tres en un burro. Con la bandeja de pasteles en la mano, se acerca,
vergonzosa, a las rejas del Instituto de donde, en confusa barahúnda, salen
cientos de féminas, desde minúsculas niñas a espigadas señoritas, entre las que
ha de encontrarse la mediana grey de las chicas de cuarto curso. Aunque se
desoje, buscándola por su indumentaria, resulta imposible apreciar los colores a
la apagada luz de las farolas de la plaza. Cuando empiezan a clarear los
grupos, se le ocurre colocarse en el cruce de las calles que Alicita y sus
amigas pueden tomar, rumbo a sus casas, pero ya es tarde. Se da por vencida y
allí queda, en la esquina de Capitanía, como una lela, con la bandeja de dulces
y una moquilla incipiente, fruto del biruji en aquella encrucijada. De pronto,
tiene un arranque de los suyos. Se encamina a la puerta principal del palacio,
encara al cabo de guardia y le espeta:
-
Tome
estos pasteles, cabo. Obsequio de una patriota emigrada.
Y, antes de que
pueda rehusarlos, echa con garbo por la calle del León, de regreso al hotel,
tratando de calmar el enfado consigo misma. Para olvidarlo, recita mentalmente
las muchas cosas que habría preguntado a su alter ego y compañía,
mientras engullían los dulces y les transmitía como propios los recuerdos de
una antigua alumna de cuando la República, recibidos en realidad de su tía
Mercedes. Por más que… ¡a buenas horas iban a haberse sincerado con una abuela
desconocida, por el mero hecho de que les contase batallitas y repartiera pasteles!
Quizás haya sido mejor así. A fin de cuentas, ella bien sabe lo que llevaban en
su corazón las chicas del 63 -y de otros muchos años-, como Alicita, como Ana
Mari y Lucía, como… todas. Lo cantaba Françoise Hardy, aunque acabó aceptando
las palabras de la versión española de Los Mustang: Todos los chicos
y chicas felices presienten anhelos de amor… pero yo sola estoy, nada sé del
amor. ¡Vaya rima pobre!
Se sumerge en la
bañera para echar fuera el frío, que la ha calado hasta los huesos, y se queda
adormilada… ¡Las diez y media! Se pone lo primero que encuentra en el armario
-un pantalón, por supuesto- y baja como un tiro hasta el restaurante. El maître
la acoge solícito, como a huésped conocida: Hemos cerrado ya la cocina,
pero algo habrá por ahí, bromea. Pues tendrá que ser para dos -le
contesta, sonriente-, señalando con la cabeza al caballero que también acaba de
entrar, no sabe si por la puerta de la calle o la que da a la hospedería. El
empleado se encoge de hombros. De buena gana despediría al intruso, al que no
conoce, pero no le va a hacer un agravio comparativo… La verdad es que el
individuo le resulta agradable: Emana un efluvio familiar a Varón Dandy,
la colonia favorita de su padre. Hacía siglos que no había vuelto a olerla,
claro que ya no se atreve a aseverar nada…
-
¿La
molestaría, si la acompaño en la mesa? -pregunta cortés el caballero, desde la mesa
contigua, donde de inicio se ha sentado-. Resulta tan desangelado comer dos
personas solas en un salón vacío…
Se siente algo
incómoda, pero opta por ser cortés y le hace ademán de que se acomode enfrente
de ella. El perfume de hombre acrecienta su intensidad, hasta resultar
un poco cargante. Su emisor, apenas sentado, le tiende la mano y se
presenta:
-
Ángel
de Arriba, a sus pies.
-
Alicia
del Moral, encantada. Bueno, ahora constato que, con usted enfrente, la cena no
va a resultar desangelada.
-
¡Y
de Arriba, nada menos! -le sigue la broma-. No vaya a tomarme por un espíritu
réprobo.
-
Conozco
el apellido -¡ya salió la profesora!-, pero lo de arriba no alude al
Cielo, sino a que proceda de las tierras mas altas, según los dos sentidos de
una vía, comparados en un lugar determinado.
-
¡Válgame
Dios!, ríe Ángel. Ya veo que no cree usted en ángeles, ni de los de arriba, ni de
los de abajo.
-
Pues
la verdad es que no tengo experiencia con los ángeles, pero sí estoy bastante
cierta de la presencia y comunicación con los espíritus de los difuntos.
Está visto que no
hay cosa peor que picar a doña Alicia, pero pronto pliega velas: No es
cosa de revelar intimidades a un desconocido, aunque se eche Varón Dandy. Yo,
que la conozco a fondo y desde antiguo, podría contarles algunas cosas al
respecto, pero prefiero dejarlo para un momento ulterior.
La vichyssoise está
deliciosa e implica una pausa en la conversación. Luego, mientras esperan el tártar
de salmón con aguacate, Ángel retoma la charla, como si fuese a explicar lo
más natural del mundo:
-
Si
cree usted de alguna manera en lo sobrenatural, no le extrañará el compromiso
que he asumido -no confesaré dónde ni con quién-. Se trata de ofrecer a una
mujer la posibilidad de cambiar su destino, recuperando la edad en que podría
hacerlo… Yo creo que es una buena acción por mi parte, pues se me ha asegurado que,
si dicha mujer se muestra receptiva, será mucho más feliz de lo que ha
sido en la vida actual.
Por razones que ya
no necesito explicar a mis lectores, Alicia deja de fijar su mayor atención en
el plato y pregunta:
-
Y
suponiendo que ella acepte, ¿qué tipo de vida le espera? Eso de ser mucho
más feliz es muy relativo…
-
Y
tanto -concede Ángel-; como que cada cual es dichoso de manera diferente. Por
eso, la oferta es completamente abierta: La propia mujer escribirá la vida que
desea -al menos, en esquema o argumento-. Ese será su destino.
-
¡Valiente
disparate! Ya veo a la afortunada pidiendo ser Sofía Loren, o la Reina
de Saba.
Ángel sonrió y
puso las cosas en su sitio:
-
Yo
solo le he expuesto las líneas maestras del plan. Si le interesa -recalca-,
puedo ofrecerle algunos detalles.
-
Sí,
por favor, aunque le advierto que soy escritora y este encuentro haría la
fortuna de cualquier novelista medianamente dotada.
-
Permítame
dudarlo, señora del Moral. La gente es muy poco creyente en estos días, y lo
mismo se reían de usted. Pero, en fin, voy con la corrección a sus temores de
un disparate de peripecia vital. Esa mujer reemprenderá su vida desde el
momento clave en que le parezca que equivocó el rumbo. Para entonces, ya tendrá
una personalidad y unos condicionantes de los que no podrá salir o, por mejor exponer,
tendrá que ser coherente con ellos. Por poner un ejemplo: ¿Cuándo cree usted
que tomó la decisión que marcaría su destino, camino de la desgracia? Tómese un
tiempo para contestar, si le place, pues no siempre es fácil responder a esa
pregunta.
¡Buena era Alicia
para tomarse tiempo antes de lanzarse a la piscina! Además, había dado cien mil
vueltas al tema, sola o acompañada:
-
Cuando
acababa de cumplir los catorce…, pero no le daré más información.
-
Ni
falta que hace -replica Ángel, que también tiene su carácter-. Pues a sus
catorce, y con lo responsable que me huele que siempre fue, no tendría
ya muchas opciones de convertirse en actriz de cine, ni en hija de papá opulento.
Además, recuerde el objeto de esta especie de retorno al pasado: hacer más
feliz a una misma y a las personas que la rodean. Vale decir, evitar
sufrimientos, no conseguir triunfos ni gollerías.
Del tártar ya
no quedan ni las espinas. El camarero les trae dos impresionantes copas Melba.
Pero se ve que, estando a los postres, Ángel empieza a estar ansioso por
concluir:
-
Nos
queda la condición final. La afortunada solo podrá influir en su futuro…,
o en su pasado -no sé cómo decir-, mediante la transcripción de sus anhelos y decisiones,
pero nunca interviniendo directamente en la vida o la libertad de la niña o la
joven que vuelva a ser. Esta no tiene que sentirse controlada, ni dirigida. Es
más: La única promesa firme que cumplirá quien me ha mandado es la de que la
nueva vida tomará el rumbo corregido por la elección esencial de origen. El
resto serán simples sugerencias, tanto más realizables, cuando más racionales
sean y con mayor fe se escriban.
El camarero, servicial, vuelve a
acercárseles:
-
¿Tomarán
café los señores?
El caballero
asiente. Alicia imagina que le va a ser difícil conciliar el sueño después de
esta conversación: Para mí, una manzanilla, encarga.
Mientras diluye el
azúcar, decide hacer a Ángel, a prevención, la pregunta que cada vez la
ronda con más fuerza:
-
¿Cómo
sabrá la mujer afortunada que ha sido ella la elegida para este experimento?
Ángel vuelve a reír
de manera franca y jovial:
-
No
creerá que ando cenando todas las noches con mujeres hermosas por el mero
placer de disfrutar de su compañía…
Apuran a una sus
infusiones. Ángel se limita a decir, voy a estirar las piernas…, ¡huy!,
perdón, a desplegar las alas, y sale, sin más, por la puerta a la calle. Alicia
le responde con un hasta mañana, tomando el camino de la habitación.
Pero, en el fondo, sabe que no volverá a ver nunca más a ese caballero que
huele como su padre; al menos, no en este mundo.
5.
Promesa cumplida
¡Quién nos iba a
decir que aquella profesora, que pasaba por fría y lógica, iba a tener su
ramalazo de espiritista! No me lo podía creer cuando me lo contó en secreto
nuestra común colega, Candelaria Ojeda, que es bastante dada a estos temas parapsicológicos,
lo que yo ridiculizaba:
-
Sí,
sí, tú ríete -se quejaba-, pero mucha gente sesuda ha acabado por reconocer el
fenómeno de la vida de ultratumba y la posibilidad de comunicarnos con los
espíritus de los difuntos. Ahí tienes, sin ir más lejos, a nuestra Alicia.
-
¿Te
refieres a la profesora del Moral?, pregunté asombrado.
-
En
efecto, y no se trata de un espectro cualquiera, sino de un abuelo suyo al que
mataron en vuestra guerra.
-
Ya…;
a ti te lo iba a contar.
Cande se molestó con que la hiciera de menos y, tal vez por ello, me dio toda
clase de detalles. Hacía unos años que Alicia, sabedora de las creencias de su
profesora ayudante, le había pedido su cooperación para descifrar si sería o no
una alucinación la imagen que, generalmente en sueños, se le presentaba con
frecuencia, manteniendo con ella diálogos plenos de sentido y ofreciéndole
consejos que, de seguirlos, resultaban exitosos.
-
Observa, Alex, que no
me dijo quién se le aparecía, sino solo que lo hacía con frecuencia y que ella
lo reconocía perfectamente, por las fotografías subsistentes.
-
De acuerdo, Cande. Sigue
adelante.
-
Pues que, una tarde, aceptó visitar en mi compañía
a una médium muy prestigiosa, conocida
mía. Apenas había yo hecho la presentación de mi acompañante, la espiritista se
dirigió con seguridad y aplomo a Alicia para decirle: Observo que usted no es una novicia en el mundo de los espíritus, puesto
que mantiene frecuente y cariñosa relación con uno de ellos. Y, ce por
be, le dio toda clase de detalles sobre la fisonomía y apariencia de la
aparición, su carácter benéfico y la feliz ligazón que se había entablado entre
ellos. Solo le faltó por concretar un dato, tan importante, como para que tú mantengas
tu incredulidad: No precisó que se trataba del espíritu de su abuelo materno,
del que le llegó tanta y tan buena fama a Alicia, nacida mucho después de su
muerte, que ella supo insistir e insistir, con amor y nostalgia, hasta que el
tal Don Isaac se le presentó en sueños.
La revelación de Cande me pareció muy curiosa, y hasta no digo que no me
hiciese valorar de forma algo diferente la personalidad de nuestra catedrática.
Pero la verdad es que, si les cuento todo esto, es para que puedan entender
mejor lo que sigue y, tal vez, juzgarlo más verosímil. Por lo demás, desde que
escuché a Alicia animar a nuestros estudiantes a reflexionar sobre el sentido y
la realidad de la transmigración de las almas, para profundizar en la
literatura hindú, empecé a pensar que la profesora se estaba pasando de la
raya.
***
Ahora comprenderán la forma que tuvo
Alicia de intentar cerciorarse sobre la identidad y veracidad de Ángel de
Arriba, antes de jugarse lo que le quedaba de vida a la carta de un caballero
perfumado que la camelase mientras
cenaban un tártar de salmón. No me atrevo a afirmar
que Don Isaac apareciese al conjuro del carillón municipal, cuya renovación
había aprobado la mayoría republicano-socialista en el año treinta y dos. Lo
que sí puedo asegurar es que el abuelo tardó un buen rato en aparecerse a su
nieta, a juzgar por lo que esta dejó escrito, lo cual merece ser literalmente reflejado
aquí, dada la seriedad y respeto que merecen las cosas de los espíritus:
… Desesperaba ya de
comunicarme con él aquella noche, dada su tardanza, y había llegado a pensar
que, bien por su nimiedad, o bien por su contenido, mi preocupación quedaría
fuera de su incumbencia. Al fin, el abuelo Isaac se me apareció como siempre, escuchó
mis inquietudes y, al final, me aconsejó: “Muñequina, somos libres de aceptar
el sufrimiento, no por masoquismo, sino por expiar nuestras faltas y aplicarlo,
junto al de Cristo, Nuestro Señor, a la penitencia de las almas más
necesitadas. Nada más habría de decirte, si no fueras carne de mi carne y mi
corazón no se conmoviera por el dolor de mi familia. Piensa en tus padres y en
el bien que podrías hacer a los tuyos, compartiendo tu vida con ellos”. Pero,
abuelo, insistí: ¿Ese Ángel viene de Dios? Y tampoco tuvo a bien responderme de
forma directa: “El Espíritu sopla donde y como quiere. La Verdad de su mensaje es
entrevista por la fe y probada por los frutos del amor”. Muy pocas veces fue mi
abuelo tan aparentemente ambiguo pero, insisto, aparentemente.
Yo, al menos, solo necesité repasar por unos momentos mi vida
y las de los míos, para comprender cuál habría de ser mi comprensión y mi
respuesta.
Creo yo que también tendría su
fuerza el verse sumergida, o secuestrada, en un mundo que había retrocedido
cincuenta años, cuya realidad era difícil de negar después de unos cuantos días
en el Castellar de sus años mozos. El hecho es que aquella profesora de
pedernal resolvió en aquella noche cambiar la novela de su vida pasada por la
de su existencia futura, a partir del momento en que, hallándose en la
encrucijada, tomase el camino alternativo al que la había llevado al dolor y,
casi casi, a la auto destrucción. Pero dejemos que sea ella misma quien nos dé
alguna pista sobre el porqué de una decisión tan rauda:
Todavía en Panamá, se habían iniciado
esas punzadas, esos desarreglos que advertían de que mi tiempo empezaba a
agotarse, aunque yo no quisiera confirmar el diagnóstico, ni someterme a
terapias carentes de utilidad. Hablé con los médicos de mi confianza y, gracias
a ellos, me proveí de una farmacia ambulante y de las normas
posológicas pertinentes. No había, pues, tiempo que perder, pero la obra ya
estaba en mi cabeza, como la estatua de Miguel Ángel en el mármol: Bastaba con extraerla
de mi interior… Pero ahora, no solo las páginas, sino la mente, estaban en
blanco y corría el riesgo de parir una memez sobre la vida rutinaria y sumisa
de una madre de familia de provincias. Algo decente tendría que hilvanar para armonizar mi rebeldía con el amor y la compañía
de mis padres; mi escasa paciencia, con la burricie de mi hermano; mi carácter
drástico, con las burdas intromisiones de mi tía -mi segunda
madre- en mi terreno personal. Del resto, bastaría con seguir las
lecciones de Balzac: ¿Qué pueden importar la profesión, el ambiente, el número
de hijos? Un modesto estanque de provincias puede resultar un aguachirle o agitarse, al embate del genio, con el hervor
de un océano.
Sea como fuere, el océano tenía que empezar a encresparse antes del Viernes
Santo, 12 de abril, o las cosas empezarían a torcerse. Esa era la fecha del año
63, en que la tímida e inexperta Alicita había empezado a desmoralizar a su
enamorado, renunciando a confesarle que compartía sus sentimientos. El magno
acontecimiento -nada menos que la declaración del primer amor- había sido tan
breve y casero, que no podía menos de sonreírse al recordarlo. Las palabras tal
vez no fueran las mismas, pues su memoria no era ya del todo fiel, pero persistía
el rubor y -¿por qué no decirlo?- el enfado por haber sido sorprendida sin
saber qué decir. La cosa había empezado de un modo anodino en aquel lugar y en
aquel momento: La familia Escandón vivía en un tercer piso de la calle Miguel
Juárez, por donde pasaba la Procesión General de la Pasión, y tenía la gentileza
de invitar a ciertos amigos y familiares a presenciarla, con comodidad y buenas
vistas. Jerónimo, el hijo mayor de los inquilinos, recién llegado por vacaciones
desde Madrid, en cuyo Liceo Francés estudiaba,
había rogado a su madre, de manera un tanto sibilina, que invitase a Alicita
del Moral al balcón, cosa que había admitido la
señora, extendiendo el obsequio a la madre de la niña, que era su modista
habitual. Elvira, no teniendo suficiente confianza para acudir, había delegado
el papel de carabina en Carlos, su hijo mayor, a quien prometió doblarle la
propina del domingo, si se avenía a cumplir tan indeseado cometido.
Era habitual que, mientras se esperaba el
paso del cortejo, los Escandón ofrecieran un refresco a sus
invitados, una parte sustancial del cual la constituían los apetitosos suizos y
pastas de La Delicada, acompañados de bebida acomodada
a los gustos y edades de los concurrentes. Casi dos horas después, cuando la
Procesión llegaba al paso del Cristo de las Ofensas, Alicita no pudo resistir más
cierta necesidad fisiológica y, aunque roja de vergüenza, se dirigió a Jero, que llevaba toda la tarde a su lado, prestándole la
máxima atención, y le pidió orientación para llegar al retrete, sin perderse
por aquel complicado caserón. Accedió encantado el muchacho, que la esperó
hasta que hubo acabado. A mitad del pasillo, Escandón el mozo tomó suavemente
del brazo a la niña, al
tiempo que le susurraba al oído:
-
Alicia, tengo que decirte algo.
Encendió la luz del cuarto de la criada
-de los pocos vacíos esa tarde, al no tener balcón a la calle-; entraron y
entornó la puerta. Alicia quedó inmóvil, mirando fijamente al suelo, mientras Jero desembuchaba las cuatro palabras mágicas que le
ahogaban en el pecho:
-
Es que te quiero.
La amada levantó la vista, hasta fijar la
mirada en el rostro del chico, que esperaba su sentencia con la mayor de las
emociones. Mas, fuese por la sorpresa, la timidez o el pudor -de ningún modo
por no compartir sus sentimientos-, la única palabra que brotó de sus labios
fue un casi inaudible, gracias. Y, tras
unos momentos de silencio e inmovilidad, Alicia abrió la puerta y emprendió el
regreso a su puesto en el balcón, seguida a prudente distancia por el
chasqueado Jero. El Cristo ya se alejaba con su carga de dolor. ¿Puedo llamarte dentro
de unos días?, insistió el chico, aún a riesgo de ser escuchado
por los circunstantes. Alicia hizo un gesto de asentimiento, mientras el
corazón le batía en el pecho a ritmo mucho más ligero que el de la banda de
tambores que marcaba el paso de los cofrades, ajenos al drama que se
representaba sobre sus puntiagudos capirotes.
La llamada telefónica se produjo, por fin,
el martes de Pascua, 16 de abril. Alicia ya no la esperaba, pues sus vacaciones
habían concluido el día anterior, pero no así las de Jero, adaptadas al calendario escolar francés de las vacaciones de Pascua. En cualquier caso, esta vez la
muchacha estaba prevenida, y muy aleccionada por su madre. Claro está que no
era del caso -Alicia lo comprendía- el trasladar a su amigo las consideraciones
sobre la diferencia de clase social o lo absurdo que era el decirse enamorado
de una niña a la que apenas se conocía; pero sí
había dos argumentos que no cayeron en saco roto y Alicia los hizo suyos, con
mayor o menor convicción:
-
… Yo ya he empezado las clases y tú te tendrás que
marchar a Madrid en unos días. ¿Por qué no lo dejamos hasta las vacaciones de
verano? Entre tanto, podríamos cartearnos…
-
…
-
No, por favor, no vengas a buscarme a la salida de
clase, que sería la risión de mis amigas… No, no es principalmente eso. Es que todavía
no he cumplido catorce años. Es muy pronto aún para que salgamos juntos o para
estar seguros de nuestros sentimientos… Pues yo no, Jero. No diré
que no me gustes, pero no estoy segura de quererte. ¿Por qué no esperar un
tiempo… ¡Qué sé yo!, un año, tal vez -Elvira le había sugerido un par de ellos,
pero no era cosa de espantar a un chico
tan vehemente-.
Tiempo después, dio en imaginar Alicia que
tal vez las cosas habrían salido mejor, si la dulce Gigliola Cinquetti hubiese cantado
su famoso No tengo edad un año antes. ¡Era tan
convincente! Pero no fue así. Jero se marchó
frustrado para Madrid, acabó allí ese año el bachiller y, quizá para alejarse
de la pérfida Alicita, continuó en la Capital los estudios,
pese a que eligió una carrera -la de Derecho-, que podría haber cursado en
Castellar. En fin, quizá resulte ridículo llamar primer amor a una
tarde de Viernes Santo y una llamada telefónica, pero -ya lo saben- Alicia ha
fijado en ellas su Rubicón, el riachuelo que no se atrevió a cruzar, perdiendo
con ello su oportunidad imperial. De hecho,
sin prisa ni pausa, se ha puesto al teclado para cambiar la historia. ¿Quieren
conocer el resultado? Seguro que merece la pena, aunque no sea más que por ser la
única página que dejó escrita sobre su nueva vida. Por lo demás, les aseguro
que no es de lo mejor de su péñola:
Jero invitó a Alicia a que lo siguiese
hasta su habitación para enseñarle los libros, tan peculiares, que entonces
estudiaban en el Liceo Francés. Se sentaron en el diván, codo con codo, con el
libro de Física y Química como elemento de unión -el MacGuffin, que habría dicho Hitchcock-, pero, al cabo de unos momentos, el
muchacho cerró el manual y, rozando intencionadamente con su mano el antebrazo
de Alicita, le susurró:
-
Alicia, quiero decirte una cosa… Que
te quiero.
La mocita, aunque sorprendida y
vergonzosa, optó por poner la sinceridad por bandera y, como correspondía a sus
sentimientos, le respondió:
-
Yo también te quiero.
Jero le tomó la mano y se la besó, sin decir
palabra. En cambio, ella no quería dejar pasar la ocasión de transmitirle la
inquietud que había sembrado su madre, al adivinar el interés que su hija
sentía por el chico de los acaudalados Escandón, acrecentado por el hecho de
que él pasara la mayor parte del tiempo en Madrid:
-
Tú eres mayor que yo y menos tímido. Ayúdame
a mantener y expresar el cariño que te tengo.
Jero se puso muy serio y dio a su
compromiso la fórmula de mayor fuerza de la que era capaz:
-
Te juro que no consentiré que nada ni
nadie se interponga entre nosotros.
Alicita no lo conocía bien, pero no tenía
buena opinión general de la firmeza y el respeto de los chicos por sus
promesas:
-
Y no dejes de compartir conmigo las
dudas y las dificultades que te surjan por nuestro… amor -finalmente, había pronunciado
la palabra mágica, suprema-.
El muchacho, afirmó con plena convicción:
-
Por supuesto, Alicia. Nuestro amor es
cosa de los dos.
En la lejanía empezaba a escucharse la rítmica
y monótona melodía de la primera banda de cornetas y tambores. Se miraron,
levantáronse al unísono y echaron, pasillo adelante, rumbo al balcón que les
serviría de palco. Mantuvieron las manos enlazadas hasta entrar en el comedor,
cuya gran mesa cuadrada aún mostraba los copiosos restos de la merienda recién concluida.
Lo dicho, una página literariamente pobre,
llamada, no obstante, a cumplir su único objetivo: Dejar las cosas atadas y
bien atadas. Pero ¿daría resultado?
***
Alicia tuvo la respuesta a tal pregunta a
mediados de julio cuando, a fuerza de dejarse caer por La Delicada, había acabado por ser casi una más entre aquella
querida familia, aunque siguieran sin abrírseles lo ojos respecto de su
identidad, algo que ella agradecía para no incumplir la exigencia de Ángel: no
interferir en el rumbo del destino, más que mediante su escritura secreta.
Aunque la confitería no tenía salón de té, en cuanto entraba, su padre o su tía
invariablemente acogían a la señora de Panamá, con el
ruego consabido:
-
Por favor, pase a la trastienda y tómese un café -o
un refresco-, que tiene cara de cansada -o que hace un bochorno tremendo-.
Una vez en el obrador, lo más lejos
posible del horno, junto a la bebida brotaban las exquisiteces, sobre un velador
con tapa de mármol. Salvo que hubiera mucho movimiento de clientes, Mercedes la
acompañaba, como si un sexto sentido la atrajera hacia aquella mujer, en el
ocaso de su vida, que otrora había hecho las veces de la hija que le negó Dios.
Hablaban de todo y de nada. Alicia, mayormente, le contaba cosas de América,
destacando las grandes diferencias que había con España, sobre todo, en avances
técnicos. Más de una vez, hubo de morderse la lengua, al cometer anacronismos,
que dejaban estupefacta a su interlocutora:
-
¿Qué es esa maravillosa Internet de que me habla?
-
Nada, Mercedes: una técnica de comunicación a
distancia, que están ensayando los americanos. Como hay tantos en Panamá,
debido al Canal…
El día de la Virgen del Carmen, se
encontró con que también su madre y su tío andaban por la dulcería, para hacer
frente al incremento de compras generado por la festividad. Al percatarse,
estuvo a punto de escurrir el bulto, pero mamá Elvira la descubrió:
-
Pase adentro, doña Alicia, que por ahí anda mi
hermana trasteando.
Aceptó la invitación, aunque creyó captar
en la expresión de Elvira un dejo de enfado. Mercedes, que veía crecer la
hierba, le puso un té con canela y le guiñó el ojo:
-
Hoy amenaza tormenta -dijo-. Hemos discutido, pero
es que hay cosas que mi hermana, aunque sea muy buena y se crea muy lista, no
sabe cómo tratar.
Sin dejar de atender el trabajo, le contó:
-
Mi sobrina
-esa que se llama como usted- está pirrada por un chico de buena familia, conocida nuestra desde hace muchos años. Como el muchacho también está por ella y volvía a
Castellar de vacaciones, no se le ha ocurrido mejor cosa a Elvira que mandar a
la niña a pasar el verano a San Pedro de Maslejos, con unos primos nuestros.
-
¿Y qué razones tiene para ello: acaso la corta edad
de Alicita?
-
Si solo fuera eso… El motivo principal es que teme
que los Escandón -que están en una posición muy buena- prohíban a su niño que se interese por la hija de un confitero y una modista. ¡Figúrese
que cortedad de miras!
-
Allá en Panamá -replicó Alicia-, la influencia
americana ha limitado bastante el clasismo, pero quizás en España esté mucho
más presente.
-
No voy por ahí, aclaró Mercedes. Hace treinta años,
los Soria y los Escandón estábamos a la par en fortuna y los superábamos
nosotros en cultura. Es verdad que la guerra nos hundió y hemos tenido que
salir como pudimos, y casarnos con hombres muy buenos, pero de nivel inferior.
En cambio, los Escandones, montados
en la camisa vieja y el estraperlo, se han
hecho de oro. Pero ahora, gracias a nuestro trabajo, vamos saliendo adelante y
mejorando de posición. La guerra está ya muy lejos y me reconcome que mi propia
hermana se haga de menos y pretenda que su hija no puede aspirar a lo mejor,
olvidando que lleva la sangre del concejal y médico, Isaac Soria, esa que unos
canallas vertieron junto a la tapia del cementerio. ¡No lo puedo entender!
-
Quizá sería mejor que su hermana no interviniese de
forma tan negativa, haciendo sufrir a la niña, apuntó
Alicia, temerosa de pasarse de la raya, a tenor de las indicaciones del
caballero De Arriba.
-
¡Claro está! Pero para evitarlo estoy yo, que
quiero a esa chiquilla tanto como su madre, y mejor que ella, según lo que
estoy viendo. No consentiré que se oponga a que se quieran… Ni yo ni, por lo
que se ve, el muchacho.
Alicia prestaba la máxima atención, aguzando
las orejas para no perder ripio:
-
Me ha escrito muy reservadamente Alicita que el
chico -Jerónimo se llama- se ha apuntado, contra su forma de pensar, a un
campamento del Frente de Juventudes que hay a quince kilómetros de Maslejos,
gracias a lo cual irá a visitarla todos los fines de semana y algún día más que
pueda, pues hay autocar mañana y tarde. Así que, con un poco de suerte
-contenía la risa-, van a ennoviar bastante más íntimamente que si hubiesen
permanecido todo el verano en Castellar.
-
Bueno, Mercedes -concluyó Alicia, fingiendo seriedad-,
espero que los chicos no sobrepasen los límites de lo conveniente para su corta
edad.
Mercedes reía y reía, y su oronda
humanidad se agitaba rítmicamente, como si el obrador se hallara en el
epicentro de un seísmo.
6. El final de la historia
Como albacea literario de Alicia del
Moral, ya he metido la pluma en la historia, atreviéndome a narrarla al alimón
con la Profesora, o con ese sujeto mítico que los expertos denominan el narrador omnisciente. Desgraciadamente, a partir de ahora
tendré que tomar la iniciativa en exclusiva, por un motivo ineluctable, que
ustedes, sin duda, imaginarán.
El 20 de agosto de 1963 -según el
calendario de Castellar-, o el 20 de agosto de 2013 de la Era Cristiana,
falleció en el Hotel Imperial doña
Alicia del Moral y Soria, a los sesenta y cinco años de edad, víctima de un
cáncer colorrectal con metástasis a otros diversos órganos. En verdad, en el
informe de autopsia -realizado por morir en un hospedaje, sola y de manera
repentina- el forense hizo constar también intoxicación medicamentosa por
ingestión masiva de benzodiacepinas. Llámalo hache, habría
dicho la finada, quien, en todo caso, no hizo más que adelantar sin dolor un
final inevitable. Aunque las relaciones no eran, lo que se dice, fluidas, su hermano en España y su hijo mayor en Panamá se
repartieron las gestiones que concluyeron con el traslado de sus restos y
efectos personales hasta Ciudad de Panamá. A última hora, la Universidad
Católica nos comunicó el óbito y la fecha de las exequias, pudiendo -Cande y yo, entre otros- hallarnos presentes en el
entierro.
Cosa de un mes más tarde, recibí la
llamada del hijo de Alicia, citándome en una conocida cafetería para hacerme
entrega de un sobre, que su madre había dejado a mi nombre. De inmediato supuse
que se trataría de la prevista novela de su vida y demás
trabajos literarios que hubiese pergeñado durante su estancia en España.
Imaginé que el envoltorio tendría un considerable volumen, capaz de alimentar
durante una hora un buen fuego, si es que la autora no había acordado un
indulto -y yo me decidía por obedecer su inmisericorde mandato-. Sin embargo,
el sobre apenas abultaba; hasta el punto de que me atreví a preguntar al
intermediario:
-
¿Esto es todo lo que su madre dejó para mí?
-
Por supuesto -respondió con desabrimiento-. No
acostumbro a quedarme con lo que no es mío.
Así pues, tomé lo que sí era mío y marché
para casa, presto a leer lo que quiera que hubiese escrito Alicia en los
últimos meses de su vida.
***
Lo que dejó escrito es, con las licencias
mínimas para hacerlo más vívido y pintoresco, lo
narrado en los folios precedentes, más una brevísima nota. Queda claro, pues,
que la novela que Alicia llevaba ya acabada en la mente cuando
partió hacia Castellar, no fue escrita, por las razones expuestas en las
páginas precedentes. Pero ¿por qué no aprovechó las últimas semanas de su vida
para novelar la vida nueva de Alicita, a partir del día en que ella y Jero se declararon su amor? ¿Qué sentido tiene el que la
Alicia senior no marcase el destino de su otro yo, más allá
de ponerla en el camino del amor? Se me ocurren diversas causas, desde los
dolores y la proximidad de una muerte anunciada, hasta un
acto absoluto de fe en la certera voluntad de Dios, pasando por una última
muestra de rebeldía a lo Alicia del Moral: Alicita
habría de seguir su camino, sin más intromisiones que las que Elvira, Mercedes,
los Escandón y compañía ejercieran sobre aquella pareja de adolescentes enamorados.
Ojalá -lo deseo de corazón- consiguiesen forjar por sus propios medios un
futuro juntos.
Tal vez debería acabar aquí esta historia,
pero el hombre propone y la mujer dispone: en este caso, la mía. Es ello que,
cuando le hice a mi Susana un resumen de lo
leído, no se conformó y leyó el texto de punta a cabo un par de veces. Al concluir,
me recordó con malicia:
-
Álex, tú eres
Escandón, de los Escandones de
Castellar de toda la vida, ¿no?
-
Por supuesto, y bien sabes cómo y por quién acabé
en esta tierra del canal entre los océanos.
-
De hecho, querido, Jero fue tu
padre, y tu madre, la esposa con la que se casó en el año 1973.
-
Exacto. Y, para que no me pidas innecesaria
confirmación, te diré que fue ese Jero, abogado
de pro, quien, habiendo yo optado por las Letras y estando en España
desorientado y sin trabajo, escribió a una catedrática, amiga suya, que ejercía
en una buena Universidad panameña, para que me recibiese entre
sus ayudantes. Claro que yo no conocía las interioridades entre ellos y, en
particular, que hubiesen tonteado en sus
años mozos. De hecho, lo he sabido al leer estas páginas.
-
Tonteado, dices… ¿Y
si la cosa llegó a mayores y, en esa vida mágica que apunta Alicia, se hubieran
casado y tenido descendencia?
¡Acabáramos! Mi santa esposa estaba
pretendiendo meterme en el ajo y, hasta si se terciaba,
cambiarme la madre. Me sentía confuso y algo enfadado. Susana prosiguió:
-
Comprendo que la posibilidad es remota, pero yo que
tú, me informaría en Castellar y, como Alicia está enterrada aquí, pediría una
prueba de ADN.
No comprendo, dado mi carácter, cómo pude
contenerme y no la mandé a cierta parte. Por el contrario, me sentí escritor,
por una vez en mi vida, y le repliqué:
-
Querida, lo último que debes pedirle a todo buen
literato es que destripe el
secreto de una historia de misterio.
***
¿Y qué decía la nota de Alicia? Algo muy apropiado, para acompañar la historia de un amor declarado en Viernes Santo:
En tus manos encomiendo
mi espíritu
Yo la entendí como una prueba más de que
Alicia había cambiado la rígida afirmación de su personalidad por la confianza
en sus semejantes, yo, en particular. Hubo de venir mi esposa, una vez más, con
su veta de objetividad y realismo. Tradujo así a lo profano el texto de aquella
palabra con ecos sacros:
-
Tanto daría que hubiese escrito: átame esa mosca por el rabo.