El síndrome de Matías Pascal (II)
Por Federico Bello Landrove
Con inspiración
lejana en la conocida obra teatral de Pirandello, así como con la ayuda de un
psiquiatra imaginario ya conocido de otros relatos míos, presento una serie de
retratos -de estudio, algunos; de fotomatón, otros-, que vienen a poner
de manifiesto cómo una guerra civil y una posguerra que la perpetúe pueden
hacer realidad frecuente la ficción pirandeliana: Cambiar de identidad o de
personalidad puede ser necesario, pero pocas veces resulta afortunado. Dejaré
constancia de qué personajes están basados en sujetos reales, para satisfacer
la probable -y razonable- curiosidad del lector.
1. El vendedor de su alma
Estando un día de
guardia, a poco de acabar la guerra civil, el Doctor del Águila recibió un
aviso de los municipales, para que acudiera lo más pronto posible al
mercado de El Campillo, pues había una pelotera fenomenal entre algunos de los
vendedores de la plaza y un individuo que daba inequívocas muestras de locura.
No tenían en el Psiquiátrico vehículo a mano; de modo que Don Isaías y el loquero
de turno hubieron de esperar a que llegara un taxi. Resumiendo: Cuando la comisión
del Manicomio llegó al mercado, los guardias habían logrado reducir al presunto
enajenado y llevarlo hasta la cercana Casa de Socorro. En la plaza quedaba aún
el revuelo por el incidente. Leonor Bada[1],
de quien la esposa del Doctor era clienta, tomó la palabra en nombre de los
vendedores y explicó:
-
Ese
señor llevaba ya varios días poniéndose a vender entre los puestos, o delante
de ellos. Cuando le llamábamos la atención, cambiaba de sitio y seguía a lo
suyo. Pero hoy, cuando decidimos acabar con la situación y llamar a los
municipales, se pudo hecho una furia y finalmente tuvieron que dominarlo con
unos cuantos porrazos.
-
¡Válgame
Dios!, lamentó Del Águila. Y ¿qué vendía el buen señor, si puede saberse?
-
No
se le entendía bien, repuso Leonor; algo así como calma.
-
Hombre
-sonrió Don Isaías-, no es mala mercancía. De hecho, la recomendamos los
psiquiatras frecuentemente.
-
¡Qué
calma ni qué niño muerto!, exclamó muy irritado un charcutero del grupo. ¡Su
alma!, eso es lo que vendía. ¡Vendo mi alma, mi alma por unas páginas
perdidas!, pregonaba. No se le entendía muy bien pero, de tanto repetirlo,
me he quedado con la cantinela.
Don Isaías, tan en sus puntos como de
costumbre, dudó sobre si el caso sería de su competencia o de la del cura
párroco de San Andrés, pero decidió asumir el asunto por el momento. Mientras iban
de camino, el ayudante comentó:
-
Tengo
oído que, hace años, hubo por el extranjero un loco parecido. Creo que se
llamaba Fausto Nosequé.
-
Fausto
de Goethe[2],
completó el Doctor, para que el loquero viese que no se le escapaba una.
Llegados al dispensario
municipal, Del Águila se presentó al médico de beneficencia, a quien por su
bisoñez no conocía. Enseguida le informó:
-
Me
lo trajeron hace media hora, muy excitado y con unos cuantos verdugones. Lo
curé y le di una copa de láudano para que se tranquilizara[3].
Ahora está como una malva pero los guardias no han querido retirarse todavía.
En efecto, sentado
en un banco, mascullando en voz baja, se encontraba un individuo alto, esquelético,
de ojos hundidos pero vivacísimos. Tendría unos veinticinco años, aunque su
indudable descuido y desaliño indumentario podían hacerlo pasar por bastante
mayor. Con el loquero a la expectativa, Don Isaías se acercó al presunto
enajenado, pero este lo paró en seco:
-
No
se me acerque, que tengo la tuberculosis.
-
¡Menudo
tísico estás tú hecho!, bromeó uno de los municipales. No haga caso, doctor
-prosiguió el agente-; lo peor que tiene es un principio de cogorza ya que, con
el estómago vacío, el médico de aquí le ha dejado sacudirse dos copazos, que lo
han dejado como para irse a la cama.
En efecto, el
joven empezaba a entornar los ojos y a oscilar hacia la horizontal, sobre el
banco en que estaba sentado.
-
Valentín
-dijo Don Isaías al loquero, viendo el panorama-, avisa un taxi ahí mismo, en
la parada, mientras yo le pido al médico una copia del informe que haya
redactado.
A los pocos
momentos, con el auxilio de los guardias, que lo llevaron casi en volandas, el
nuevo Fausto yacía en el asiento de atrás del coche, respirando
profundamente.
-
No
me echará la papilla en el taxi, gruñó el chófer, que se había percatado del
origen de la somnolencia.
-
Descuide,
respondió Valentín, aunque, por si las moscas, conduzca con tiento.
En vista de la
situación, Don Isaías se llevó el informe de la Casa de Socorro para leerlo en
casa y dejó al paciente al cuidado de Valentín hasta el día siguiente. Y es
que, por muy interesante y literario que fuese el caso, ya tenía varios avisos
de atención para nuevos ingresos, dos agresiones entre internos y un intento de
suicidio. Es lo que tienen las guardias…
Debidamente
copiado y abreviado en lo posible, el informe clínico del médico adjunto de la
Casa de Socorro de Castellar, decía así:
El presentado, que
no exhibe documentación, dice ser Carmelo Cancela, de 25 años de edad, natural
de Pontevedra, sin domicilio fijo[4]. Manifiesta que la guerra civil lo
sorprendió en Madrid, estudiando el primer curso de Medicina, pasando
seguidamente a la zona nacional e incorporándose al Ejército del Generalísimo.
En abril de 1937, fue herido de gravedad en la pierna derecha y, seguidamente,
contrajo un infiltrado tuberculoso, que lo tuvo ingresado durante un año en un
Sanatorio en las inmediaciones de Riaza (Segovia), donde, para entretener el
tiempo, empezó a escribir poesía y una novela. Terminada la guerra y con su tisis ya curada,
inició nuevos estudios universitarios, que pronto abandonó por desinterés hacia
ellos y por la dificultad de mantenerse sin trabajar. De forma temporal, se
empleó en la oficina de una empresa textil en Madrid y, para redondear sus
ingresos, aprovechando su buena formación lingüística y literaria, ingresó en
los servicios de Censura de la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda.
Paralelamente, el Señor Cancela prosiguió la redacción e intentó la publicación
de sus obras literarias. En el curso de esta labor y, como consecuencia de la
acción de otro colega censor y de no conservar ningún otro original, el año
pasado perdió la posibilidad de rectificar o reproducir partes sustanciales de
la que consideraba una obra maestra suya, que le abriría las puertas de la
fortuna y de la gloria. Desde entonces, ha generado una obsesión por dicha
pérdida y viene intentando por todos los medios recobrar lo que no guardan, ni
el papel, ni su memoria. Recuerda vagamente que anda viajando por diversos
lugares de España, con la pretensión de conseguir recobrar las páginas perdidas
al precio que sea, incluso el de su alma. Llegado a este momento y estando a
punto de presentarse un médico titular del Hospital Psiquiátrico Provincial, se
interrumpe el aspecto mental de mi intervención clínica, habiendo procedido
previamente a la revisión de las contusiones que presentaba a su ingreso el
Señor Cancela y a administrarle una dosis de láudano de Rousseau[5], para
mitigar sus dolores y excitación.
Años más tarde, el
Doctor del Águila comentaba respecto a lo transcrito:
-
No
le seguí luego la pista a mi colega de la Casa de Socorro, pero no me gustó
nada su tratamiento e informe, que tenía más de expediente policiaco que de
reflejo de una precisa y actualizada intervención médica. Al menos, alivió
mucho la anamnesis que yo hube de hacer al día siguiente sobre ese Fausto,
que resultó llamarse Carmelo.
***
Al día siguiente.
Carmelo parecía estar deseando que se le acercase alguien con quien hablar. De
hecho, al presentarse ante el Doctor del Águila, conducido por un loquero, le
guiñó el ojo y dijo:
-
Buenos
días, doctor. ¿Hace una copichuela de láudano para quitar las telarañas del
estómago?
-
Mucho
me alegro de que esté usted de tal buen humor, Cancela, respondió el Doctor,
sin contestar a la jocosa pregunta. ¿Se encuentra ya mejor, o piensa volver al
Campillo a pregonar su artículo?
El interpelado se
echó a reír. De repente, se puso serio y, en voz baja y de un tirón, le contó a
Don Isaías cuanto este ya sabía por el informe del compañero del Dispensario.
En particular, se despachó largo y tendido con la desgracia de la pérdida de
los folios tachados por la censura, empleando contra el censor responsable un
lenguaje grosero y escatológico, que no pudo menos que extrañar y molestar al
Doctor, y que yo -como es lógico- les ahorraré casi del todo en mi relación de
los hechos.
-
Fui
a caer en manos de un colega -explicó Carmelo-, que pasaba la mayor parte del
tiempo censurando las cartas que entraban y salían de las cárceles, las cuales
no sé si sabe usted que se tachan a conciencia en los puntos inconvenientes, de
modo que resulten totalmente ilegibles. Aquel cacho cabrón tenía a tal fin un
dispositivo geométrico que permitía un trazo sobre lineado grueso y como de casi
un centímetro de ancho, y trabajaba con pincel y una tinta tan indeleble, que
ni por el revés de las hojas se adivinaba lo que en su momento había allí escrito.
Ese fue -no sé si por inadvertencia o por malicia- el método que empleó con mi
obra, en vez del habitual para censurar los originales literarios y los
impresos, que era un trazo sencillo en rojo para las palabras y los párrafos, o
una especie de enrejado de rombos para las páginas censuradas por completo;
sistema que permitía leer sin dificultad aquello cuya supresión se sugería.
-
Y
¿cómo fue que no conservaba usted alguna copia más del manuscrito? Con ella no
habría tenido usted problemas.
-
Dos
editores me pidieron sendos ejemplares de mi original, con vistas a su probable
publicación y yo, ilusionado de tal acogida, se los facilité y no me quedé con
ninguno. Y, la puñetera mala fortuna hizo que uno se perdiera en correos, entre
Madrid y Burgos, y el otro vino a perecer en el incendio que los cachorros
de Falange organizaron en la Editorial Dickens, con motivo de no sé
qué críticas de la BBC[6] al
gobierno del Caudillo.
-
Pues
sí que fue pena, en efecto. Pero ¿qué adelanta usted tratando de vender su alma
por unas cuantas páginas que, o no aparecerán nunca, o lo harán cuando algún
cartero desocupado husmee por los rincones de su oficina?
Carmelo se echó
hacia adelante, en actitud de confianza y complicidad hacia el Doctor y,
poniendo la mano de canto junto a la comisura de los labios, susurró:
-
No
sabe usted el poder que tiene el Demonio. Se lo digo por propia experiencia y
por la del protagonista de mi novela, que fue un criminal y un sinvergüenza
que, naturalmente, ha ido a parar al infierno. Desde que me quedé sin esas
páginas de sus memorias, no deja de aparecérseme por las noches, riéndose de mí
y echándome en cara que, si no puedo publicar la obra, es por mi culpa, que
bien conoce él a quien podría recuperar las páginas que he perdido.
-
¿Y
usted cree que ese sueño encierra algo de verdad?
-
Por
supuesto. El personaje de novela no es de mi total invención, sino una versión
retocada de uno real, que vivió por Extremadura hace unos años. Por tanto, es
muy probable que, por iniciativa propia -para que su vida sea conocida del
mundo- o por encargo de Satán -para quedarse con mi alma-, haya tomado muy en
serio la decisión de comunicarse conmigo y hacerme una oferta totalmente
fundamentada.
-
Ya,
concedió Don Isaías. Pero ¿no cree que sería mejor esperar a su visitante infernal
en la soledad de su cámara, en vez de pregonarse por los mercados? No creo que
el Señor Botero[7]
entre en transacciones con usted en presencia del público.
-
Je,
je -simuló risa Carmelo-; ahí es donde le he engañado a usted, como lo voy a hacer
con Lucifer. No habrá transacción…, porque yo ya he perdido mi alma.
-
¡Qué
me dice!, exclamó el Doctor, siguiéndole la corriente con evidente interés. ¿Cómo
ha sido eso, estando usted tan vivo y pregonando que la vende?
-
Perdí
mi alma en el momento en que, olvidando mi dignidad y los derechos de mis
semejantes, me metí a censor; y bien barato, además: por trescientas pesetas de
vellón, no por treinta siclos de plata[8].
Del expediente de
Carmelo Cancela, obrante en el Hospital Psiquiátrico Provincial de Castellar:
Considerando
muy discutible que el paciente estuviera verdaderamente loco, sino más bien fuera
víctima de un arrepentimiento mal enfocado, lo di de alta hospitalaria, con la
obligación -que ignoro si habrá cumplido- de presentarse lo antes posible a su
médico de cabecera, para que viera de tratarlo personalmente, o derivarlo a
algún psiquiatra de Madrid de su confianza. Entre tanto, di orden al auxiliar
enfermero de este Hospital, Don Valentín Fortinbrás, para que condujera al
señor Cancela hasta la estación de ferrocarril, le sacara un billete de tercera
a mi costa hasta Madrid, y lo dejara ya montado en el tren bajo la vigilancia
de los policías de servicio en el mismo. Al día siguiente, don Valentín me
reportó que había cumplido el encargo, con la amistosa cooperación del Señor
Cancela, quien le dijo al despedirse: Dele saludos al Doctor y dígale que
he tomado la resolución de mandar la censura a tomar por el c., así como que,
en lugar de las puñeteras páginas que no aparecen, explicaré todo lo que me ha
sucedido desde que llegué al jodido Castellar, lo que puede ser más original e
interesante que seguir al pie de la letra las gilipolleces y crímenes de mi
protagonista. Y, si llego a publicar y vender algún ejemplar de mi novela, les
invitaré a comer al galeno y a usted en algún figón por el Arco de Cuchilleros[9] y,
luego, a un revolcón en casa de la Fortunata, ¡que tiene un ganado...!
2. Llanto en una carbonera
Quién sabe si, en
condiciones ordinarias, habrían ido a visitar al Doctor del Águila, y más en
aquella época, en que literalmente daba vergüenza ir al psiquiatra. Por lo
demás, tampoco lo que sucedía era tan grave: Una mujer joven, casada y con dos
niños pequeños, entraba casi todos los días a la misma hora en la carbonera de
su vivienda y allí se pasaba cosa de media hora, saliendo al cabo con las manos
tiznadas y los ojos enrojecidos. Pero sucedía que la mamá de la interfecta había
sido bastante amiga de la difunta madre de Don Isaías, con la que había
compartido actos y directiva de la Unión Republicana Femenina[10]
en Castellar. Por tanto, se sentía con derecho y confianza de acudir al
Doctor en interés de su hija pequeña. Ya hemos dicho que a Don Isaías no le
gustaba nada que sus posibles pacientes acudieran acompañados a la consulta; de
modo que prefirió pasar por poco preparado, antes que cambiar de criterio:
-
Verá
usted, Doña Mercedes, prefiero enterarme primero de qué se trata y estudiar lo
que los libros dicen sobre el tema, de modo general. Luego, en una segunda
consulta, ya entro a empaparme del caso concreto y a buscarle una posible
solución. En consecuencia, hoy vamos a ver qué le pasa a Angelina; yo lo
estudio y dentro de una semana o dos profundizamos en el asunto. Eso sí, a la
segunda consulta quiero que venga la paciente sola y por su exclusiva voluntad.
De no ser así, los psiquiatras no podemos conseguir nada, en mi modesta
opinión.
Supongo que Doña
Mercedes se quedaría de una pieza, mientras que su hija respiraría aliviada. Lo
cierto es que -como el Doctor se temía- fue en todo momento la madre quien
llevó la voz cantante y le contó lo que había motivado su preocupación y la
visita:
-
Como
otros vecinos, tenemos una pequeña carbonera en el desván de la casa, donde
guardamos también la leña. Casi todos los días, cuando mi yerno marcha para
abrir la pequeña tienda de comestibles que tiene por la iglesia de San Martín,
Angelina deja a los niños conmigo y, provista de cubo y pala, sube al desván
para cargar el combustible del día para la cocina bilbaína. Echa lo menos media
hora y, cuando baja, vuelve toda tiznada y con evidentes huellas de haber
estado llorando. Cuando le pregunto, o no me contesta, o niega que le pase algo
extraño. He intentado ser yo quien subiera por el carbón, pero la verdad es que
me muelen las escaleras y, además, no consigo nada, pues ella lo hace a
continuación, alegando que no he traído leña o carbón suficientes. En fin, eso
es todo.
-
¿Con
qué se alumbran en el desván? -preguntó el Doctor-. Lo digo por si irritara los
ojos y provocara lágrimas.
-
Nos
arreglamos con una vela -contestó Angelina-, que dejamos en una pequeña repisa
a la entrada.
-
Y,
en pasando el trago matinal de la carbonera, ¿se desarrolla todo con
normalidad?, inquirió el galeno, ahora con más profundidad.
-
¡Huy,
sí, señor!, saltó Doña Mercedes. Desde que murió su madre de usted, apenas nos
hemos tratado, pero puedo asegurarle que, dentro de la desgracia, vamos
saliendo adelante y esta, entre los niños y ayudar a su marido en la
tienda, apenas tiene tiempo, no ya de llorar, sino de respirar siquiera.
-
Tutéeme,
Doña Mercedes, que me conoció siendo un niño.
-
¡Buenos
días aquellos!, suspiró la señora. En fin, de los tiempos, el presente, como
dice mi hermano Joaquín.
-
Todos
cuentan, sentenció Don Isaías. Bien, quedamos en que Angelina, si lo desea,
volverá por aquí…, digamos que el próximo día 21 y seguro que, en lo sucesivo,
no le hará llorar más el carbón, no siendo por lo que sube su precio.
***
Don Isaías me
comentó, mucho después, que se llevó una sorpresa al ver reaparecer a Angelina
por su consulta en el día de la cita. No es fácil confiarse a un psiquiatra, y
más si se trata de un conocido, con el que se había tenido una relación un
poco… especial. El Doctor me la precisaba:
-
La
verdad es que Lina y yo tonteamos un poco cuando ella era una chiquilla
y yo iniciaba los estudios de Medicina. El elemento aglutinante era su hermano
mayor, que estudiaba Derecho y tenía, más o menos, mi misma edad.
Razonablemente, acabé por dedicarme a las mozas de mi tiempo y quizá la buena
de Lina sufrió alguna desilusión. Luego, ya sabes, el posgrado en Suiza,
donde me pilló la guerra civil, y mi boda con Inga. Más tarde, casi nada, pues
las dos familias dejaron de frecuentarse, aunque me constaba que la fusilamiento
del padre los había dejado en mala situación. En fin, yo me daba perfecta
cuenta de lo complicado de que ella se sincerase conmigo y me percaté de ello
en cuanto entró en el despacho, tensa, colorada y carraspeando a cada momento.
Pero yo ya era todo un veterano -ironizaba-, que le tenía preparada una trampa
ineludible.
La añagaza no era
otra que la de dar por sentado que la causa del síndrome de la carbonera era
la que parecía más probable y, a la vez, más molesta de confesar:
-
Ya
me figuro -empezó el Doctor- lo difícil que te habrá sido asumir una nueva y
triste vida, casándote con una persona tan distinta de ti y que te ha puesto a
despachar garbanzos y bacalao.
La joven reaccionó de forma impulsiva y
sincera:
-
¡Qué
va! -negó-. Manuel es un ángel, muy educado y razonablemente culto. Me quiere
muchísimo y hace todo lo posible porque yo vaya poco por la tienda. Soy yo
quien, ahora que los niños ya van creciditos y tengo a mi madre en casa, me
empeño en ayudarlo casi todas las tardes. El comercio es pequeño, ¿sabes?, pero
vendemos bastante y vamos saliendo adelante sin apreturas.
-
Pues,
siendo así, amiga Lina, no veo el motivo de dar a tu familia el disgusto
de verte todas las mañanas llorando, como si fueses una desgraciada. Perdona
que te lo pregunte: ¿es que, aun siendo tu Manuel tan bueno y cariñoso, tú no
lo quieres, o piensas que no llena todas tus aspiraciones?
-
No,
no, protestó Lina. Me casé enamorada y lo sigo estando, cada vez más. Se
trata de algo completamente distinto de lo que imaginas…, que no voy a tener
más remedio que contarte, para que no pienses disparates, ni eches la culpa de
mi tristeza a quien menos la tiene.
La confesión de Lina
la recogió el Doctor en su anamnesis, con las siguientes palabras:
Al producirse el
Alzamiento y todavía con su padre vivo y en casa, toda la familia se dedicó a
la destrucción y quema de cuantos objetos y documentos comprometedores indicaba
su progenitor. Lina, como la menor de los presentes, tuvo más libertad para
moverse y seleccionar lo que le pareció más importante, según su personal
criterio. Recogió en unas bolsas cuantos juguetes, cuentos, fotografías,
álbumes y recuerdos pudo atesorar y, cuando estuvo segura de no ser vista,
procedió a subir lo acopiado a la carbonera, dejándolo a duras penas tapado con
la leña, pensando que el carbón podía ser escondrijo más seguro, pero que la
delataría por su tizne. Días después, cuando los falangistas -o quienes fuesen-
se llevaron a su padre y saquearon la casa, no pararon mientes en la carbonera,
lo que permitió a la joven subir unas cuantas veces y dejar su alijo mucho mejor escondido,
aunque le costase llegar hasta él. Acabada la guerra, sin que nadie tuviera
constancia del escondite, sacó lo ocultado a zona más accesible, a fin de
poderlo contemplar a hurtadillas, para lo cual siempre se ofrecía ella para la
tarea no grata de bajar carbón y leña para el uso doméstico. Me asegura que hay
un par de cosas en el escondrijo que me conciernen, a saber, un lazo rojo para
el pelo ganado al tiro en la feria y una fotografía de periódico de cuando, en
1935, me concedieron el premio académico al mejor expediente de Medicina en la
Universidad de Castellar.
¡Así que ese era
todo el intríngulis de las emociones lacrimógenas matinales de Angelina, que
tenía sobre ascuas a su madre y preocupado al marido! Me imagino a Don Isaías,
riendo para sus adentros, tanto por el final feliz de sus indagaciones, como
por el hecho de haber dejado un recuerdo tan grato con aquella relación de sus
años mozos. Naturalmente, él no me lo reconoció, como tampoco lo haría con Lina.
Simplemente, ambos se aplicaron de consuno a dar una explicación
convincente a Doña Mercedes, sin hacer público por entonces lo que ocultaba el
desván, dada la situación política vigente.
Veamos las
determinaciones que tomó el Doctor a este respecto y otros relacionados:
Sugerí a la
paciente que no repasara diariamente sus tesoros sentimentales, cuando menos,
los que le recordaran directamente a la persona y triste fin de su padre. Del
mismo modo, le indiqué que hiciera una valoración de los objetos que ya
pudieran pasar a formar parte del ajuar doméstico, por no resultar seriamente
comprometedores en el caso -poco probable- de que recibieran la visita de la
Policía. Finalmente, le aconsejé que, a la mayor brevedad posible, viera de
compartir su secreto solo con su marido y su madre, no siendo ya de temer que
optaran por quemarlos o destruirlos, como hubieron de hacer en un tiempo más
cruel y ominoso que el presente, con serlo este bastante.
***
-
¿Y
qué, don Isaías -le pregunté en una ocasión-, fue usted alguna vez a Ultramarinos
Manuel Urrutia a comprar?
Debió de intuir en
mi pregunta alguna repercusión maliciosa, de la que ni yo mismo era consciente,
porque me contestó de forma asaz cortante:
-
Nunca
me he aplicado a los menesteres de comprar vituallas, ni allí, ni en parte
alguna.
En fin, para su
información, les diré que aquella tienda terminó malamente: Sufrió un incendio
en 1980, con tales efectos, que no fue posible reabrirla. Felizmente, por lo
que yo sé, sus propietarios cobraron la indemnización del seguro y se jubilaron
anticipadamente, a disfrutar de una vida más llevadera. Casi simultáneamente,
cambiaron de casa, a otra más moderna y alegre, que me consta no tenía
carbonera, ni falta que hacía ya.
3. Un camarero muy servicial
Se llamaba Paco
Camarzana[11]
y, cuando estalló la guerra, andaría por los treinta años de su edad. Hasta ese
momento, huyendo de la tarea de destripaterrones, había adquirido conocimientos
de mecánico de camiones y automóviles, los que ejerció en un taller de Zamora,
junto al Puente de Hierro. Nervioso, bajo de estatura y muy dado a la
locuacidad, Paco el Bielas estaba afiliado a la UGT[12]
y, aunque sin ostentar cargo directivo, había alcanzado en ella una cierta
notoriedad a nivel local.
Afortunadamente
para él, el Alzamiento lo sorprendió en el pueblo de Fontanillas de Castro,
adonde había ido a casarse con una fontanillense, precisamente el sábado, 18 de
julio de 1936, por la mañana. No viendo las cosas claras, la pareja celebró el
convite y pasó la noche en casa de la novia; pero al día siguiente muy de
mañana, Paco y su mujer tomaron el rumbo de Benavente, con el pretexto de hacer
un corto viaje de novios. Como era domingo y no había coche de línea, lograron
que les prestaran un carro entoldado, tirado por una mula, con el que hicieron
el viaje y llegaron a la ciudad del Esla a la hora de comer. Buscaron de
inmediato la casa de Melecio, un primo de Paco, que regentaba una panadería,
pero el ambiente estaba completamente tranquilo. La ciudad, con una incipiente
industria, era de mayoría socialista y, por si fuera poco, empezó a cundir por
ella el rumor de que estaba al llegar un tren de mineros asturianos, que
avanzaba sobre Madrid para apoyar al Gobierno[13].
Habiendo constatado la certeza de aquella noticia, Paco dejó mujer y carro al
cuidado de su primo y, tan pronto llegó el susodicho tren, a eso de la
medianoche, esgrimió el carné de la UGT y un pequeño revólver que llevaba en el
viaje y montó con los dinamiteros para salvar el pellejo. No le fue de
balde la supervivencia pues, habiendo oído que Oviedo se había pronunciado por
la sublevación militar, el tren dio marcha atrás, camino de Asturias, no
logrando, ni salvar a Castilla, ni recuperar la capital ovetense. El bueno de
Paco quedó varado en la cuenca minera de Mieres, donde hubo de ofrecerse de
miliciano. Siendo ya mayor, forastero y buen mecánico, le tocó
desempeñarse como chico para todo, desde chófer de camión a reparador de
vehículos blindados. Y, entre tanto, ni una sola noticia de su Balbina, ni de
su familia y compañeros zamoranos. Del cerco de Oviedo, pasó a resistir a las Columnas
gallegas y, finalmente a Nava, para guarnecer la zona oriental del
Principado. Así, hasta el día final del Frente Norte, 21 de octubre de
1937[14],
en que el bueno de Paco apeó el correaje y el arma, se caló una boina de
paisano, echó al hombro una mochila con las herramientas ligeras más a mano y
cogió carretera adelante a encontrarse con las Brigadas navarras. Según
lo contaba él, no dejaba de ser simpático el saludo:
-
Buenas.
Venía por si necesitaban un buen mecánico -decía Paco-.
-
¡Ojala!,
pero somos de Infantería, recibía como respuesta.
Como tantísimos
otros prisioneros de guerra, Paco fue detenido en un campo de concentración,
por la zona de Santander, para ser clasificado y recibir, en su caso, la
sanción correspondiente. La cosa no pintaba mal, hasta que se recibió la
información de Zamora, lugar de su indisimulable procedencia: Individuo
peligroso, afiliado a la UGT y conocido propagandista del marxismo hasta el
inicio de la Cruzada. Verdad o mentira, eso ponía en el informe, lo que
interpretó el capitán que se lo leyó y que le había tomado afecto:
-
Mal
te pintan las cosas, Bielas. Por esto, treinta años o el paredón.
-
¿Y
no puede hacerse nada, mi capitán? ¿Qué me recomienda?
-
Habla
con Palomares. Lo que a él no se le ocurra, no se le ocurre a nadie.
El tal Palomares
era un sargento, camisa vieja[15],
que tenía muy mala fama entre los prisioneros, como venal para los pocos
pudientes e inflexible para la gran mayoría de miserables. Lo escuchó en
consideración a que venía de parte de un oficial. Reflexionó durante unos
momentos y repuso:
-
Aquí
no hacemos milagros: Te va a caer una buena carga de años, hagas lo que hagas,
pero te aseguro la vida, si sigues mi consejo hasta el final y sin abrir la
boca.
La oferta del
sargento implicaba dos condiciones. La primera, colocarlo de trabajador en las
cocheras del campamento como mecánico y chófer, a condición de que sacara algunas
piezas de repuesto, neumáticos y algún resto de gasolina o de aceite y lo
pasara a la mafia de estraperlistas de la que Palomares formaba parte -actúa
con prudencia, pero sin mucha preocupación, que están casi todos conchabados,
le dijo-. La segunda, menos arriesgada pero más vergonzosa, se la presentó, más
o menos, de esta forma:
-
Aquí
sois demasiados, como para saber quién es quién ni si pretende fugarse. Tú eres
dicharachero e inspiras confianza. Ten los oídos atentos y, si escuchas algo
interesante, me lo soplas. Y, si puedes sonsacar algo, mejor que mejor.
Es de suponer que
a Paco le diese asco entrar en ese chantaje pero -según él- acababa de recibir
una carta de su Balbina, diciéndole que el chiquitín tenía tosferina y estaba
muy malo. ¡Maldita sea mi suerte: una noche y le hago un hijo!, se
lamentaba el padre. En fin, que el ugetista aceptó los encargos, que ejerció
durante cuatro meses a satisfacción de su mandante. Al cabo de ese tiempo, le
abrieron causa criminal y lo enviaron a Zamora, para quedar a disposición del
Juez instructor y celebrar, en su día, el consejo de guerra. Todo fue bastante
rápido y, al parecer, los informes del campo de concentración tuvieron buen efecto.
Lo condenaron a doce años de prisión -lo que en aquella época era un regalo-,
máxime con lo que se corría por la cárcel por la experiencia anterior:
-
¡Bah!,
doce años. En tres años, la condicional y a casa.
Así fue, en
efecto: le tocó pasar tres años y dos meses en la cárcel de El Puerto[16],
donde era imposible que lo fuese a visitar nadie, de modo que, cuando
reapareció por Zamora, era casi un desconocido para todos: escuálido, con poco
pelo y encanecido, encorvado y con la voz enronquecida de las inclemencias y el
tabaquismo. Pero aún faltaba lo peor, con lo que no contaban:
-
Mientras
estés con la condicional[17],
te está prohibido vivir en la provincia de Zamora. En todo lo demás de España
puedes escoger.
Entre Balbina y
él, eligieron la vecina provincia de Castellar, cuya capital era grande y con
buenas posibilidades de colocación para un mecánico de coches. Pero ahí les
llegó por segunda vez el tío Franco con la rebaja. El trabajo escaseaba
mucho y ser un condenado en condicional era una mala carta de recomendación. El
matrimonio y el chiquitín tenían la mala costumbre de comer todos los días y la
casera, aunque poco, de cobrar mensualmente el alquiler. El Bielas se
desesperaba y el calendario corría de modo desesperadamente lento para librarse
del sambenito de los antecedentes penales. Se lo comentó al agente que
controlaba su condena condicional y este le replicó:
-
Estás
sin trabajo porque quieres… Por lo menos, eso me ha dicho el comisario
Manzaneque. ¿Por qué no vas a verlo?
Paco comprendió
inmediatamente de lo que se trataba. Estaba tan desesperado que lo único que
lamentó es que el policía no se hubiera explicado desde un principio: Tenía que
seguir haciendo de confidente. Tal vez aquello formaba parte de la benevolencia
del tribunal que lo condenó, años atrás. No lo recibió Manzaneque, sino un
inspector de su edad, más sinuoso que una carretera de montaña:
-
¡Pues
claro, hombre! ¿Cómo no has venido antes? Te está esperando un trabajo
estupendo, mucho mejor que estar entre la grasa del taller, ¡dónde va a parar!
Y con un sobresueldo con las propinas, a poco que hagas valer tu diligencia y
simpatía.
Nunca se las había
visto más gordas el Bielas, que ahora no tendría más remedio que cambiar
de apodo. Entrar de camarero en el café más elegante y frecuentado de la
ciudad: El Español, en la Plaza Mayor. Para que se hagan una idea de su
apariencia -clientela aparte-, como no se me dan bien las descripciones, tomaré
prestada la que hizo el cursi de Anacleto Arribas, periodista local de
campanillas y mediopensionista del establecimiento:
… aquél “Español” de la Plaza Mayor de Castellar, reino de
las mesas de mármol, de los divanes tapizados en terciopelo rojo, de las
esbeltas columnas soportando techos supremos, con espejos afrontados que
replicaban imágenes hasta el infinito, y un gran reloj de numeración a la
romana, como árbitro y señor del paso indiferente del tiempo.
El propio Paco,
cuando se le cayó el pelo de la dehesa, se atrevió a describirse de la
siguiente forma:
Yo vestí
chaquetilla blanca y pantalón negro en aquella solemne sede de la cita y la
tertulia, del enroque y el chamelo, del arrumaco y del trato. Llevé, sin
orgullo y sin desdoro, la pajarita al cuello, los zapatos como espejos, el paño
en el brazo y la bandeja en equilibrio inverosímil. Hasta es posible que
algunos de ustedes aún se acuerden de mí: Paco Camarzana, para servirles.
Claro está que el
modélico camarero antes autodefinido se dejó algunas cosas en el tintero, como
su buen oído para captar reuniones y conversaciones, y pasar luego la
información a la bofia; la excesiva benevolencia económica con algunos
clientes demasiado amigos, o su transformación en uno de los mayores
consumidores de El Español, en lo que a aguardientes se refiere. Pero
Paco era intocable, por el momento: La Policía precisaba de sus servicios y,
aunque bajo absoluto sigilo, la dirección del café lo sabía… y le dejaba hacer
en consecuencia.
Y ahí es donde
-¡por fin!- entra Don Isaías en escena. El Doctor, junto con otros colegas,
tenía una tertulia después de comer, un par de veces a la semana. Por juventud
o por imprudencia, parece que alguna vez se fueron de la lengua, o acogieron a
algún contertulio poco conveniente. El caso es que, cuando Del Águila se ponía
una tarde gabán y sombrero para retirarse, Paco lo asaltó y se lo llevó para
los servicios:
-
Me
cae usted bien, doctor -se explicó Camarzana-. Tenga cuidado. Ha estudiado en
Suiza y tiene una esposa extranjera. Como caiga en manos de la Policía, puede
tener muchos problemas.
-
¿A
ton de qué? -replicó Don Isaías de forma desabrida, sorprendido aún por tan
impertinente asalto-. ¿Y por qué sabe usted todas esas cosas de mí?
-
Señor
doctor -contestó Paco, con tolerancia y tristeza-, la vida da muchas vueltas.
Ojalá no tenga que acabar de confidente policiaco, como yo… Lo dicho, tenga
cuidado con lo que dice y con quien se junta en público. Que conste que sé de
lo que hablo… Vaya usted con Dios.
Muchos años
después, me confesaba Don Isaías:
-
Se
me volvieron los dedos huéspedes: ¡Pues menuda estaba la situación en aquel año
43! Se lo conté a Inga y no lo dudó: ¡Como regreses a esa tertulia, me
vuelvo a Basilea y me divorcio! Y era capaz, ¡menudo genio tiene! Así que,
un par de días más y, con la disculpa de que el ambiente cargado me perjudicaba
los bronquios, no volví por allí. ¡Que le dieran a El Español y a sus
confidentes!
-
¿No
volvió entonces a ver a Paco?, inquirí.
-
¡Huy,
ya lo creo, un montón de veces! La cosa tiene bemoles.
Resultó que, al
cabo de unos cuantos años, la situación mejoró, o empeoró Paco. Lo cierto es
que la Policía le retiró el encargo confidencial y, a los pocos meses, la
propiedad de El Español puso a nuestro camarero en la calle, para que
financiara su dipsomanía por sus propios medios. El hombre tenía ya cuarenta y
tantos años, tres hijos y una salud bastante precaria, por culpa -él, sí- de
los bronquios. Las manos le temblaban bastante por culpa de la bebida y los
vehículos habían cambiado mucho desde sus tiempos de mecánico. ¿Dónde dirán
ustedes que fue a colocarse el bueno de El Bielas? Dejemos que sea el
Doctor quien nos lo diga:
-
A
no más de doscientos metros de El Español, había una taberna con pequeño
comedor, llamada La Viña del Señor, que regentaba una familia muy de
izquierdas, masacrada y venida a mucho menos, como era de rigor. Se les
presentó Paco a pedir trabajo, presumiendo horrores de diez años de camarero
en El Español y, de paso, adujo que había estado en la cárcel por estar
afiliado a la UGT. La dueña lo oyó; cuchicheó con su marido y este dijo a Paco:
No podemos pagarle más que el mínimo, comida y propinas aparte. Si le
conviene, puede empezar el lunes.
Don Isaías cargó y
encendió su pipa, con los ojos entornados, como reviviendo el ayer:
-
Supongo
que aquel lunes sería el primer día de veinte años, hasta que su cuerpo no
aguantó meter más porquería. Entre tanto, Paco, para bien y para mal, se
convirtió en una institución, con el cariño y la tolerancia de aquella familia
de izquierdas, a la que jamás revelé lo que Paco había llegado a ser en sus
peores tiempos.
Inhaló una
bocanada y, tras exhalar el humo, me preguntó:
-
Por
cierto, Fede, ¿te has dado cuenta de lo que da de sí convertirse en una
institución en este puñetero país?
-
Claro
que sí, don Isaías: tanto como el que las mayores desvergüenzas pasen a calificarse
de cosas de Don Fulano.
4. Adiós, mi España querida
El presente caso
de síndrome de Matías Pascal fue conocido por el doctor Del Águila por
pura casualidad. A poco de acabar la Segunda Guerra Mundial, y bajo los
auspicios del Instituto de Cultura Hispánica[18],
se celebró en la ciudad colombiana de Santa Marta un congreso iberoamericano de
Psiquiatría. La inexorable invitación de Ruiz Jiménez[19]
iba dirigida al santón de esa especialidad médica en Castellar, el
Doctor Villacieros, Director del Psiquiátrico castellarense, pero una
inoportuna colecistitis, con inevitable intervención quirúrgica, determinó el
cambio de personas, mal que le pesara a Don Isaías. No te preocupes por la
ponencia -le tranquilizó Villacieros-:
Ya la tengo ultimada y escrita. Si no quieres modificar ni añadir nada,
limítate a leerla. Lo recordaba
así Del Águila, todavía con disgusto, pese al tiempo transcurrido:
-
Era de lo más vulgar, de tema y de contenido: Aspectos psicológicos y sociales del alcoholismo. Y, en
efecto, opté por presentarla formalmente como obra de su verdadero y doliente
autor, y como tal fue publicada en una revista especializada de Colombia. Años
después, confiando razonablemente en que nadie hubiese leído su trabajo en
España, Villacieros la repitió, como discurso de ingreso en la Real Academia de
Medicina de Castellar. Con tanto hablar de alcoholismo, no sé cómo no se
achispó en tan solemne acto.
En fin…, consintamos esas pullas doctorales y pasemos, sin más, a la relación del congreso
samario con el síndrome que venimos estudiando. Es el caso que, cuando Doña
Inga le comentó a la asistenta que su marido iba a dejarla sola varias semanas
con motivo de un viaje a Colombia, la criada se emocionó mucho y le rogó
transmitiera a Don Isaías su petición de que le hiciera un gran favor. Doña
Inga lo habló con su marido:
-
Al parecer, el esposo de Victoria marchó en busca
de trabajo a Colombia en el año 44 y, tras un par de cartas, no ha vuelto a
tener noticias de él.
-
¿Y qué quiere que haga yo que ella no pueda con
mayor derecho? Que escriba a nuestra Embajada de allá.
-
Ahí le duele, objetó Doña Inga. Parece que el
marido también se fue de España porque estaba muy mal visto políticamente y
temía que lo procesaran. Ella cree que, si haces tú la gestión, lo mismo pasa
más desapercibida la identidad del buscado.
-
O sea -gruñó el Doctor-, que lo mismo me meto en un
berenjenal político… Si no escribe será porque andará por Bogotá con una mulata
de campeonato.
-
¡Qué bruto eres, Isaías! Anda, habla con ella y, si
no quieres ayudarla, te excusas y en paz. A mí me resulta más violento
desairarla.
Vis a vis, la cosa resultó más
interesante, hasta el punto de que Del Águila le abrió una entrada en sus Expedientes provisionales y temporales. Resumía
así lo relatado por la asistenta:
Victoria y su marido, llamado José
García González, se conocieron por correspondencia en el año 1936, dentro del
programa oficioso de madrinazgo de guerra. Durante casi dos años,
por unos motivos u otros, la relación siguió siendo exclusivamente epistolar
-con periodicidad de una carta al mes-, además del envío de los habituales
paquetes de las madrinas a los combatientes ahijados suyos: una remesa con
comida cada dos meses y un paquete de ropa de abrigo para el invierno. Quiere
decirse que una y otro apenas supieron nada personal o íntimo de su
corresponsal, hasta que, en noviembre de 1938, José obtuvo un permiso mensual,
al acabar la batalla del Ebro, y se decidió a venir a Castellar para visitar a
su familia, que vivía en Villalón, y, de paso, conocer a Victoria y darle las
gracias por sus atenciones.
De ahí, se pasaba a los aspectos políticos
del caso, que explican su inclusión entre los del síndrome de Matías
Pascal. El soldado era hijo de un ebanista del barrio de La Rubia, que estaba
afiliado a la UGT y era el tesorero del ramo sindical de la madera. Gracias a
una beca municipal, Pepe, su hijo
mayor, había cursado el bachiller y, ayudándose como mecanógrafo de un abogado
afín al Partido Socialista, iba pagándose los estudios universitarios de
Letras. Como es natural, pertenecía a la FUE[20]
y era bien conocido de sus contrarios, con el apelativo de Pepe Gegé. El Alzamiento militar puso su vida patas arriba. El
padre fue detenido al día siguiente en la Casa del Pueblo[21]
y condenado a treinta años de reclusión, por su supuesta participación en la
resistencia de la misma. Pepe huyó a
toda prisa hasta León y allí se alistó voluntario en las tropas sublevadas que
partían hacia el norte de la provincia a enfrentarse con los republicanos de
Asturias. El resto de la familia se refugió -como he dicho- en Villalón, donde
tenían casa y alguna labranza.
En lo puramente personal, el informe del
Doctor seguía recogiendo los hechos, tal y como los recordaba Victoria:
No me apetecía mucho conocer a mi
amadrinado, que a saber cómo sería. De hecho estuve a punto de ponerle una
disculpa: un viaje, una gripe o algo así. Finalmente, aconsejada por mi madre,
me decidí a recibirlo. Quedamos en el Salón Ideal y resultó que Pepe era un
chico estupendo: guapo, educado, culto; vamos que, aun cuando yo era bastante
agraciada -aunque me esté mal el reconocerlo-, él valía tanto o más que yo,
salvo por una cosa, bien grave, por cierto: no tenía un duro, ni serías
posibilidades de abrirse camino con el cerote que tenía a que, tan pronto
colgara el uniforme, vinieran por él sus enemigos políticos de antaño, quienes
sabía que se la tenían jurada.
El resto es bien previsible. Acabó la
guerra, se licenció Pepe y,
deprisa y corriendo, Victoria hubo de tomar la decisión de casarse con él o
abandonarlo. Por supuesto, el joven no podía volver a Castellar, sino ocultarse
lo más lejos que pudiera y pasar desapercibido, con la cobertura de su buen
expediente militar. La novia se decidió por el casorio, contra el parecer de la
familia que, ni tenía abundancia de medios, ni estaba dispuesta a tirarlos a la calle, ante una boda tan inconveniente. Se casaron
de tapadillo una madrugada y seguidamente salieron escopetados con rumbo
desconocido. Es el momento de volver al expediente de Don Isaías para saber lo
que sucedió después:
Después de mucho dudar, la pareja fue a
aposentarse en Lugo donde, con el poco dinero que les quedaba de los regalos de
boda de los padres y de la soldada del cabo García, cogieron el traspaso de una
pequeña panadería sin obrador, al pie de las murallas, en la Ronda de La
Coruña, semi esquina a la calle de la Estación. El sitio era bueno; la
panadera, guapa; Pepe amable y buen contador de historias. A pesar de los dos
niños que vinieron a bendecir el hogar, pudieron ahorrar para
ampliar la tienda y poner un horno, que les permitiera vender su propia
mercancía. Contrataron a un oficial panadero hasta aprender ellos el oficio,
quien quedó luego fijo para ayudarlos en el negocio, que complementaron con la
repostería.
Luego, la cosa se complicaba, más por
culpa del miedo de Pepe, que de datos concretos: Que si los municipales rondaban
demasiado por la zona; que si creía haber visto junto a la Catedral a un tipo
de Castellar; que si, cuando su padre salió de la cárcel, le dijeron que ahora
le tocaba al hijo… Pequeñeces, infladas por la lectura del Noticiero de
Castellar, que los padres de Victoria mandaban a esta todos los lunes, para
que estuviera al tanto de lo que pasaba por su ciudad. Es probable que, de
tener el consejo de un psiquiatra como Don Isaías, la cosa no habría pasado a
mayores. Por desgracia, no fue así. Contaba la asistenta:
Pepe no pudo resistir la tensión de sentirse
en peligro, ni el ambiente de hostilidad y opresión. Con lo que habíamos
ahorrado, marchó para Colombia en el año cuarenta y cuatro. Quedó en
reclamarnos cuando se estableciera, pero no sé lo qué le habrá sucedido. Me
escribió un par de veces con matasellos de una ciudad llamada Cartagena[22]y me decía que había poco trabajo y
la situación estaba bastante revuelta; que iba a intentar llegar a Bogotá, para
ver si las cosas pintaban mejor. Luego, no he vuelto a saber de él: no me ha
escrito en más de un año. En estas circunstancias, malvendí la panadería al
empleado y me vine para Castellar, con mis padres. No me recibieron de muy
buena gana, de modo que, con lo que traía y lo que voy ganando por las casas, mis
hijos y yo nos vamos apañando.
¡Qué menos podía
el bueno de Don Isaías, después de tantas confidencias, que seguirle la
corriente! Sin necesidad de engañar a Victoria con falsas promesas, el Doctor
se informó de que había un Consulado General de España en Cartagena de Indias,
ciudad a la que los congresistas viajarían desde Santa Marta para hacer un par
de días de turismo. Tal vez allí tendrían datos sobre Pepe, si es que
este había entrado legalmente en el país o -lo que sería más raro en su caso-
se hubiese inscrito en el registro de españoles residentes en la zona. Hizo que
Victoria le extendiese un poder notarial para gestionar lo necesario, como
esposa del desaparecido, y lo metió en la maleta junto a un sombrero
flexible de ala ancha, que Inga se había empeñado en comprarle en los
soportales, para la lluvia y el sol, que tan traidores son en los trópicos. El
síndrome pascaliano estaba listo para cruzar el charco.
***
Cuando Don Isaías
recordaba el viaje a Colombia, perdía su proverbial calma y prorrumpía en
palabrotas contra el ínclito Ruiz Jiménez y el menos notorio Villacieros. La
verdad es que no era para menos: Que no hubieran imaginado una tempestad en el
Atlántico, pase; pero lo que hacía rebosar el vaso es que no hubieran sabido de
la situación vigente en Colombia, que bordeaba la guerra civil[23] y
que desaconsejaba absolutamente viajar hasta aquel país para celebrar congresos
de Medicina, aunque fueran para psiquiatras, de quienes se dice que suelen
estar un poco locos. Y, para coronarlo todo, las autoridades y policías de la
zona colombiana costera del Atlántico se empeñaron en demostrar que la cosa
no era tan grave y que estaba bajo control. Así que mantuvieron el
programa, visita turística a Cartagena inclusive. Claro que en el excelente
autobús preparado al efecto se subieron solo cuatro personas, incluidos el
conductor y el guía. Del Águila se la jugó porque era muy terco y responsable,
y tenía que mantener la promesa hecha a Victoria. Los porqués del otro valiente
galeno son fáciles de deducir, sabiendo que era de la Guardia de Franco[24] y
se le había confiado el encargo de hacer la crónica oficial del Congreso para
las revistas oficiales del Régimen.
Llegados a
Cartagena, tras un viaje de seis horas, la verdad es que hubieron de reconocer
que había merecido la pena. Mas, como mi objetivo no es el de ponderar las
indudables y conocidas bellezas de la ciudad cartagenera, recogeré lo que Del
Águila dejó reflejado en su diario del viaje:
En llegando a
Cartagena, inmediatamente solicité del guía que me facilitara transporte seguro
para el Consulado de España, asegurándole que no era para presentar ninguna
queja, sino para hacer una gestión urgente e ineludible. Tras una discusión de
media hora, con la favorable mediación del Doctor Romero, me llevaron hasta la
sede consular en el propio autobús, que marchó acto seguido, indicándome
simplemente el nombre del hotel y dejándome abandonado a mi suerte. Felizmente,
el Consulado estaba abierto aquella tarde y me topé con un casi paisano de
Palencia, que revolvió Roma con Santiago para atenderme. Finalmente, llegamos a
la conclusión de que el tal José García González -si toma otros apellidos
más corrientes, se queda sin ellos, bromeó el funcionario- no se había
registrado, ni había constancia ninguna de él. Me apuntó algunas posibilidades
de localizarlo fuera de allí -por ejemplo, en las oficinas del puerto o en el
registro de la Policía-, que inmediatamente rechacé, dado el poco tiempo y la
poca seguridad de que disponía. Antes de despedirnos, se empeñó en que
tomásemos el té, una forma muy diplomática de definir la opípara
merienda con que me obsequió, bien regada con chicha[25].
No te preocupes, te llevará al hotel uno de los chóferes del Consulado. Yo
le pagué la atención de una forma que, aunque no aceptase, por lo menos le hizo
carcajearse: Solo puedo decirte, amigo Antolín, que a partir de hoy puedes
contar con este psiquiatra para lo que precises.
Pasando por una de
las calles entre el consulado y el hotel, Don Isaías atisbó una tienda, cerrada
a la sazón, cuyo rótulo le llamó la atención: Finita y Gegé. Pan y dulces. Preguntó
al conductor por el nombre de aquella calle: De la Estrella, Señor. Estamos
al ladito de San Agustín. Ni que decir tiene que, al día siguiente muy de
mañana, Don Isaías se presentó en la panadería, sin tener nada claro cómo iba a
actuar. Se dijo que la chicha era la culpable de su revolución de cabeza. Con
todo, supo reflejar con cierta precisión lo sucedido:
Me atendió una
presunta colombiana, como de unos veinticinco años, de muy buen ver, a quien fui
encargando algunos dulces atractivos que veía en el mostrador. Al notar mi
acento, me comentó con simpatía que su marido también era español, de
Castellar. ¡No me diga, repuse, también yo! Inmediatamente, dio una voz
hacia el obrador: ¡Pepe, sal, que tienes aquí a un paisano! En fin,
resultó ser el genuino Gegé, como yo había imaginado por el nombre de la
tienda. Inmaculadamente vestido de blanco, lucía algo grueso, muy moreno y con
una hermosa alianza gemela de la de Finita. Aclarada la situación, casi sin
palabras, procuré cortar la charla, alegando prisa. Solo le sonsaqué que ya
tenían un pelaíto[26] y
que les iba muy bien el negocio, gracias a las recetas hispanas del pan y,
sobre todo, de repostería. Me reconoció que la situación política estaba muy
chunga, aunque eso en Colombia era moneda corriente. ¿Y qué, cómo van por
España?, me preguntó. Tenemos Caudillo para rato, respondí
escuetamente. Nos despedimos y estuve a punto de darle mis señas por si se le
ofrecía algo, pero desistí. No quería meterme en donde alguien podía salir
escaldado, aunque no fuera yo.
Don Isaías lo tuvo
fácil con Victoria, a la vuelta. Se refirió a los serios problemas políticos,
que seguramente complicarían durante bastante tiempo las comunicaciones entre
España y Colombia, incluso las postales. No pierdas la esperanza -parece
que le dijo-. Eso es lo último que se pierde, según afirman, le replicó
Victoria, que tal vez sabía en el fondo de su corazón tanto como el Doctor, o
casi.
-
¿Y
qué le contó a Doña Inga?, le pregunté cuando me refirió toda la historia.
-
No
más que lo que a Victoria, replicó, muy en sus puntos. ¿Qué clase de médico
sería yo si obrara de otro modo? Además, en seguida pasó la asistenta a segundo
plano. Se colocó en una mercería y abandonó el trabajo por las casas.
-
Mejor
así, concluí. Cuidado si no acabó en una panadería.
Del Águila sonrió,
pero no soltó prenda:
-
Fuera
del síndrome de Matías Pascal, el resto es silencio.
5. La mamá de las internas
Las dos amigas
habían terminado su bachiller en junio y de común acuerdo, como lo hacían casi
todo, tomaron la decisión, paseando por el parque:
-
¿Qué
piensas hacer con tu vida, Carlota?, preguntó Alicia[27],
con su grandilocuencia de las grandes ocasiones.
-
Yo,
maestra, como te he dicho ya. Para empezar, mi padre me anda preparando apuntes
para superar el examen de ingreso, que es peliagudo[28].
-
Suerte
tienes con que tu padre sea profesor de la Escuela Normal. En cambio, el mío se
inclinaba más porque terminara Piano y me dedicara a la música, pero, chica,
aunque me gusta mucho, no me veo dedicada solo a ella. A ver si, con la ayuda
de mamá, convenzo a mi padre para que me deje acompañarte.
-
Seguro
que lo logras, Alicia. Para convencerlo, dile que podemos prepararnos juntas y
que ya tenemos materiales para empezar mañana mismo.
-
¡No
tan deprisa, Carlota! Deja que descansemos primero un poco y nos pongamos
morenas, aquí y en la playa.
Tuvo Alicia más
suerte con su padre que con la predicción vacacional. A mediados del siguiente
mes, como ya se barruntaba por los entendidos, estalló la guerra civil. Mucho
cambió la vida con ello para casi todos. Por de pronto, Don Ezequiel, el padre
de Alicia, tuvo todo el tiempo del mundo para hacerle notas y apuntes, ya que
fue inmediatamente suspendido en su cátedra. No es nada personal, Cifuentes
-bromeó inoportunamente el nuevo Director de la Normal-, solo quieren
saber si cojeamos del pie izquierdo. Quizá cojear del pie izquierdo fuera
constitutivo de delito entonces, pues el profesor Cifuentes pasó de su casa a
la cárcel en apenas quince días. Un consejo de guerra celebrado en septiembre
del 36 lo condenaba a dieciocho años de reclusión por su adscripción a
Izquierda Republicana, por la que había salido elegido concejal en el año 31[29].
¡Adiós a la ayuda paterna para preparar los exámenes de ingreso en la Normal! Y
milagro sería si Carlota no tenía que buscar algún trabajo para sostener la
economía familiar.
No eran de este
tipo los problemas de Alicia pues su padre era un acrisolado derechista, con
ribetes de monárquico, consiliario de Acción Católica para la provincia de
Castellar. En casa de los Baró, el dolor venía de la otra zona de guerra: En
una de tantas salvajadas anticlericales de los primeros meses de contienda,
había sido asesinada en Madrid la tía Carmen, hermana de Don Javier
Baró, refugiada en un piso-asilo, tras tener que abandonar toda la comunidad el
colegio que regentaba en la zona de Ventas[30].
Su joven sobrina acusó mucho el golpe pues tenía a su tía monja como un modelo
de carácter y pedagogía.
Así que, por un
motivo u otro, las dos amigas vieron truncado, por el momento, el propósito de
futuro que se habían hecho en el parque, apenas tres meses antes. Fue casi un
milagro que decidieran recomponer su porvenir de tal forma, que pudieran seguir
intentándolo juntas.
-
Carlota,
tengo que confesarte una cosa, susurró Alicia, como dispuesta a confesar un
importante secreto.
-
Tú
dirás.
-
Ya
sabes que el otro día fue la Virgen de San Lorenzo[31].
Estuve con mis padres y hermanos en la misa solemne y me salió del alma hacerle
una promesa a Nuestra Señora.
-
Si
me hubieses avisado, habría ido también yo con vosotros. Ya sabes que mi madre
no es muy misera.
-
¿No
quieres saber cuál fue mi voto?, prosiguió Alicia, sin atender el comentario de
su amiga.
-
¡Claro!
Solo espero que no prometieras meterte monja.
Alicia se puso
roja como un tomate. Ni se atrevió a decirle que sí, pero Carlota captó de
inmediato que había dado en el clavo. Avergonzada ella también, bajó los ojos y
esperó la respuesta de su amiga, que no tardó en llegar:
-
Ha
sido por lo de mi tía Carmen -explicó-. Estábamos tan unidas, que se me ha
ocurrido ofrecer mi vida para continuar su tarea… Pienso que, si la sigo en
esta vida, ella me protegerá y hará que estemos juntas en la gloria…;yo, mucho
más baja que ella, naturalmente, que para eso ha sufrido martirio.
Carlota no sabía
qué decir, entre el respeto por Alicia y su valoración de lo ofrecido como
impremeditado y excesivo. Quizá fue el cruzarse con unos chicos lo que le hizo
comentar:
-
¿No
decías que estabas interesada por tu primo Víctor?
-
¡Bah!,
eso son chiquilladas. Además, ¿cómo íbamos a seguir adelante, siendo primos?[32]
No es como lo tuyo con tu vecino, Ricardo.
Carlota se
molestó, más que por la alusión, por la circunstancia de que Ricardo se hubiera
alistado voluntario y marchado a la guerra, sin decirle ni adiós:
-
No
hemos cruzado ni dos palabras en serio -replicó-. Ahora, a saber si vuelve, o
si lo matan por esos frentes del demonio.
-
Mujer,
Dios lo haga por lo mejor, pero sí hay algo cierto: Como no caiga Madrid, dice
mi padre que tenemos guerra para rato. De forma que, aunque vuelvan los que se
han ido, nos va a salir la barba esperándolos.
Carlota se echó a
reír con la ocurrencia de Alicia. Quizá fue eso lo que decidió a esta a
plantearle una posibilidad que había estado maquinando pasadas noches, cuando
pensaba y pensaba sobre el comprometido voto hecho a la Virgen y acerca del
modo de presentárselo a sus padres quienes, a no dudarlo, iban a bufar con la
noticia.
-
Escúchame
bien, Carlota, y no te pongas de uñas. Imagina que tú y yo nos vamos de
novicias a una Orden dedicada a la enseñanza. De hecho, ya tengo echado el ojo
a una, pintiparada para nuestra forma de ser. Yo cumpliría así mi voto, podría
hacer un lugar para mi vocación musical y -perdona mi egoísmo- te tendría cerca
en los momentos difíciles que, a no dudar, habré de pasar durante los primeros
tiempos en el convento. Para ti, sería algo muy distinto, algo así como una vía
de doble salida. Si te gusta y decides profesar, pues miel sobre hojuelas:
Nunca se sabe cuáles son los caminos del Señor. Si no te gusta, quitas una boca
de tu casa y estudias la carrera; luego, con la guerra seguramente terminada,
cuelgas los hábitos y vuelves a la vida civil…, con Ricardo o sin Ricardo.
Carlota intentó
zafarse de la forma que mejor le pareció para neutralizar a su católica amiga:
-
Mujer,
Alicia, ¿cómo me propones que me meta en un convento para hacer la carrera? Eso
sería un engaño en toda regla, casi un sacrilegio.
Pero Alicia le
contestó de corrido, como si tuviese ya pensada la respuesta a tales
objeciones:
-
No
voy a sostener que la culpa sea de la Iglesia ni de nadie, pero lo cierto es
que nos han traído una guerra; han destrozado nuestras esperanzas; se han
llevado a morir a los jóvenes que nos gustaban; matan a las personas que
queremos… Y, en tu caso, querida amiga, encarcelan a tu padre, que no tiene
otro delito que ser de ideas que en Castellar no se llevan y a su hija le
quitan los medios para cumplir su ilusión de ser maestra y la ponen en el brete
de vender raticida o calcetines, si es que alguien la emplea. ¿Y aún tienes
cargos de conciencia? Alicia, no seas panoli y aprovecha cuanto a la mano te
venga, siempre que sea sin pecado, como lo que yo te propongo.
Carlota empezaba a
ver claridad en el cielo tormentoso de las sugerencias de Alicia.
-
¿Crees
posible que, no siendo todavía monjas, nos dejen hacer la carrera y nos paguen
los estudios?, inquirió aquella.
-
Me
he informado bien, por una monja del convento de la plaza del Cardenal Mendoza.
Como la Orden se dedica exclusivamente a la enseñanza, ha tenido últimamente
bastantes bajas y las alumnas ahora afluyen en tropel, están dispuestas a dar
facilidades de estudio a las novicias para que, tan pronto hagan los votos,
puedan empezar a enseñar en el colegio de la Congregación. Para mí, como me
conoce, me lo ha dado por seguro. En tu caso, te harían un pequeño examen para
ver si alcanzas el nivel y das el paso en serio… Y en serio lo das, no pongas
cara de circunstancias. Otra cosa es que no puedas asegurar que vayas a
quedarte para siempre: Eso nadie puede decirlo, ni siquiera las monjas
veteranas. Si la madre Maravillas te contara…
-
Así
que es la Orden de …[33]
¿Qué tiene de especial su forma de llevar la enseñanza?
-
Claro
es que una cosa es la Regla y otra la práctica, pero su fundadora, Santa…[34],
dejó muy claros los carismas de su docencia: Atención especial por los hijos de
los pobres; importancia de la educación de las mujeres; preocupación por las
ciencias y la didáctica basada en la práctica, y mucho cariño y paciencia para
educar, nada de la letra con sangre entra. Vamos, lo que tantas veces hemos
hablado y, por lo que hace a las ciencias, ideal para ti, que has mamado las
Matemáticas y te movías por el laboratorio como pez en el agua.
Carlota ya se
veía de hábito blanco -así creía que sería el de novicia-, manejando probetas
ante niñas atentísimas. Claro que tenía dieciséis años y no sería fácil obtener
el permiso paterno, por más que la situación actual pudiera facilitarle las
cosas. Parecía que Alicia era adivina aquella mañana, pues interrumpió el
ensimismamiento de su amiga, de la siguiente forma:
-
También
estoy yo temblando por la reacción de mi padre. No olvides que soy su única niña.
Pero vamos a luchar. Merece la pena.
En efecto,
lucharon… y vencieron. De no ser así, ni Alicia, con el tiempo, habría dado su
nombre al aula de música de su colegio, ni Carlota habría acabado cayendo en
las buenas manos del Doctor del Águila, como tendrán ocasión de comprobar, si
continúan leyendo.
***
El resumen del
expediente de Carlota Cifuentes del que dispongo no aclara la fecha de su
visita al Doctor. Solo queda claro que, para entonces, la paciente se había
convertido en Sor Carlota, o la Madre Cifuentes, o comoquiera que llamasen en
su Orden a las monjas de la Congregación. Quiero decir que ya había hecho los
votos, tras superar con éxito aparente el noviciado. Y digo con éxito
aparente porque, de ser este real, no creo que hubiese tenido que visitar
al psiquiatra al inicio de su vida monacal. Pero dejemos que sea Del Águila
quien nos aclare los motivos aducidos por la paciente para visitarlo:
… Me informa de
que, en el último año o año y medio, han concurrido diversas causas
coincidentes en producirle desánimo, tristeza y, finalmente, lo que ella misma
califica de depresión. Cita como más importantes las siguientes: 1ª. La
marcha de su íntima amiga, la Hermana Alicia, a Roma, para perfeccionar
estudios de música religiosa en la Academia de Santa Cecilia[35].
2ª. La actitud de su padre, al salir de la cárcel, que la paciente considera
despectiva hacia ella, ridiculizando su vocación religiosa y negándose a
visitarla y a recibirla en su casa. 3ª. Los trabajos que se le están encargando
en el convento que, lejos de los de su predilección docente, tienen que ver con
las compras para la cocina y la atención del internado de las alumnas
pensionistas. 4ª. El rumor de que, en una próxima remodelación de las plantillas
de los conventos provinciales de su Orden, será trasladada Dios sabe
dónde -me dice-, siendo lo más probable que al convento de Torrelaguna (Madrid),
dedicado al cuidado y enseñanza primaria de niños pobres.
La verdad es que
no era carga ligera para los hombros de una monja de circunstancias. Sin
embargo, Dos Isaías aún creía que podría haber algún otro motivo oculto:
En vista de lo
que me ha revelado en la anamnesis, le pregunto si hay algún hombre detrás de
sus problemas, sea el tal Ricardo, sea algún otro. Bastante enfadada responde
que la guerra ha vuelto a los pocos jóvenes que conoce groseros, violentos y
egoístas, y que, por lo que hace a su vecino del piso de abajo, ya está
casado y tiene un niño, por lo que ha perdido definitivamente el poco interés
que pudo tener por él antes de la guerra.
Aclarados, en lo posible, los hechos
de interés clínico, el Doctor pasó a lo que yo llamaría el psicoanálisis de
Carlota, si no fuera porque Don Isaías ha amenazado con echarme de su casa,
como ose confundirlo con esos freudianos de diván y charla a tanto la hora.
En su indagación, Del Águila llega a las siguientes conclusiones:
… Tanto Sor
Carlota, como yo mismo, concluimos que es conveniente disociar las cuestiones
espirituales y conventuales, de temas extrínsecos y secundarios, como la
separación de su íntima amiga, o la reacción de su padre por todo cuanto huela a iglesia, incluida su hija.
Constato en la paciente dos sentimientos contra los que reaccionar, de ser ello
posible: 1º. El de decepción, por encontrar en el comportamiento de sus
superioras y muchas de sus compañeras actitudes y prácticas poco racionales o,
incluso, contrarias a la virtud de la caridad, seña de identidad clave de la
Orden, de la que esta blasona desde su misma denominación. 2º. El de
inutilidad, por sentir que no se utilizan sus buenas cualidades para lo que
está mejor dotada, de forma que ella misma entiende que cuanto hace es nimio,
aburrido y rutinario.
En vista de cuanto
antecede, propongo a la paciente, y esta parece convenir en ello de buena gana,
lo que sigue: 1º. Valorar la labor de la Orden y la suya propia, en términos de
posibilidades reales y de razonable relativismo, considerando las cuestiones,
no de forma absoluta y sin atender a las circunstancias, sino valorando
idealmente qué sucedería si la Orden dejase de existir o si, en lugar de sus
compañeras y de ella misma, la formasen personas del montón, de las que ella
habrá tenido ocasión de conocer entre sus amistades, en el mercado o como
madres de los alumnos del colegio. 2º. Asumir las tareas que se le encomienden
buscando en ellas lo más positivo que tengan y completándolas con algún trabajo
voluntario que sea de su agrado y lleve amor y consuelo a los niños pobres o
más abandonados. 3º. Desarrollar ese programa sin desmayo durante un periodo de
seis meses a un año, pasado el cual se analizarán sus resultados, con vistas a
tomar cualesquiera resoluciones que se vean entonces como necesarias. 4º.
Minimizar la trascendencia del rechazo del padre, considerándolo consecuencia
de su formación y malas experiencias carcelarias, pudiendo estar segura, por la
universal experiencia médica, de que el rechazo no tardará en volverse
atracción, siendo su progenitor -como así es- persona digna y responsable.
Tengo entendido
que Carlota no volvió por la consulta de Don Isaías, ni al cabo de seis meses a
un año, ni nunca. ¿Cuál sería el motivo de tal desaparición? Del Águila
ya estaba acostumbrado a lo que él llamaba esas espantadas y había
aprendido a convivir con ellas, aunque dañasen su autoestima y le impidiesen
aprender de sus éxitos y de sus fracasos. Pero el caso Cifuentes pudo cerrarlo
con conocimiento de causa, gracias al típico encuentro casual que se produce en
las ciudades-pañuelo, como lo era Castellar, hace décadas. Se lo
contaré, aunque no quede en muy buen lugar la tesis de que la segunda vida de
los Matías Pascal fracasa estruendosamente.
Pocas veces iba el Doctor por la Facultad de
Medicina. Tengo poco que hacer allí y, además, me vuelvo nostálgico, decía.
Pero una de esas veces, se dio de manos a boca con una señora, tocada y vestida
de riguroso hábito negro, aunque no talar, cosa que aún extrañaba ver en las
monjas de aquella época. Parece que fue ella la que lo reconoció y, parándose,
lo saludó afectuosamente. Por supuesto, era Carlota Cifuentes y, a juzgar por
el indumento, tan religiosa como un montón de años atrás. Don Isaías llevaba
algo de prisa, pero no se privó de invertir el tiempo preciso para poder cerrar
el caso con alguna conclusión. Y así lo hizo, aunque con un informe
adicional, terminología convencional que empleaba cuando los datos
aportados a sus expedientes no lo habían sido en virtud de acto médico. Decía
así, entre otras cosas que no vienen al caso:
… Confirmó mi
pronóstico sobre la evolución de su padre, ya por fin restituido en su puesto,
tras la cárcel y otros diez años de suspensión. Su trabajo costó -me asegura-
pero ayudó sobremanera al perdón administrativo la vehemente recomendación
de la Madre Superiora General. Y, en cuanto a mis dos recomendaciones, que
todavía recuerda de memoria, me indicó textualmente: No sabe usted lo que
ayuda a superar los maximalismos el avanzar en edad y el ver lo mucho que las
cosas mejoran cuando una se empeña en que lo hagan. Respecto a lo de buscarse
alguna ocupación interesante, más allá de lo rutinario, me señala como el gran
fallo de sus colegios, y de tantísimos otros, el comportamiento cicatero y la
falta de cariño hacia las alumnas internas y becarias. Me dijo: Esa ha sido
mi labor personal y predilecta: Con decirle que en el colegio me llaman “la
mamá de las internas”. Ya nos habíamos despedido, cuando volvió atrás y alardeó:
Por cierto, doctor, está usted hablando con una enfermera diplomada… Un
motivo más de que me llamen “mamá”, en lugar de Madre. De hecho, venía de
recoger en la farmacia del Hospital no sé qué medicamento para sus
internas. Así pues, caso cerrado.
6. El león en su catafalco
Dice el refrán que
algo tendrá el agua cuando la bendicen. Aplicado a los psiquiatras
castellarenses de antaño, diríamos que algo tendría el Doctor del Águila cuando
lo recomendaban, y más, si lo hacía su colega Villacieros que, para el común de
los ciudadanos de Castellar era -lo escuché de mi padre- la Psiquiatría con
patas. Claro que el caso era muy comprometido pues afectaba a la integridad
mental de un político local de relieve[36].
Tal vez por eso declinó el susodicho Director del Hospital Psiquiátrico el
honor de tratarlo, de lo que me alegro, pues así he podido tener cierto
conocimiento del expediente más espectacular de los recogidos en esta serie
alusiva al síndrome de Matías Pascal. Creo que ustedes opinarán lo
mismo.
En la mayoría de
los relatos precedentes, incluidos los de la entrega anterior[37],
la guerra civil y su posguerra fueron la causa de que personas que ya tenían
una personalidad y ambiente definidos pasaran, de sopetón, a sufrir la muerte
pascaliana y a pasar a una vida nueva, acomodada a sus actuales
circunstancias. Pero en el caso de Miñón, nada de eso. Antonio Miñón era,
física y mentalmente, de tal naturaleza que, si no hubiera habido una guerra,
tendrían que haberla organizado para él. Me acogeré al retrato periodístico que
hizo de su persona alguien
que lo conocía bien:
Alto, fuerte,
frente ancha, cabellera abundante y aleonada, voz vigorosa de bajo cantante[38], oratoria demagógica y gestos
dramáticos, Miñón parecía la encarnación de la estética y el arquetipo del militante
de la ultraderecha de los años treinta[39]. Se dijo de él -proseguía el autor de la necrológica-
que era la representación del escuadrismo violento, que pretende resolver
todas las polémicas con la dialéctica de los puños y las pistolas. En el fondo,
su mentalidad aparecía transida de un toque catastrofista, apocalíptico, en un
mundo dominado por dos ideologías contrarias, que rechazaba casi por igual: el
liberalismo y el marxismo. Para él, el problema de la guerra civil era visto
como una cuestión de supervivencia, debido a la cual era necesario derrotar
absolutamente y por medio de una labor demoledora a los enemigos de España, ya
fuesen combatientes o contemporizadores. Solo tras esa catarsis purificadora, podría
volver España a la paz y la gloria de tiempos pasados, regidos por los valores tradicionales
del catolicismo -paz, armonía- y los nuevos de la Falange, que extenderían a
todos los compatriotas que se acogiesen a ellos las tres únicas libertades verdaderas:
mandar, saber y poseer.
Con tan extenso
preámbulo, ya empezamos a comprender lo que Don Isaías hubo de conocer de
labios de la Señora Miñón, cuando se presentó de sopetón en su consulta, nada
más saber que el Doctor Villacieros le había encasquetado el caso de su
marido. Ya que no tenía más remedio que escucharla -y en verdad era muy
locuaz-, el Doctor trató de orientar la conversación hacía el conocimiento de
lo que le había caído encima. Esto fue lo que Del Águila resumió sobre lo
tratado aquella tarde, puesto en boca de la locuaz dama:
Yo no lo conocí
hasta después pero, por lo que me cuentan, la época más feliz de mi marido fue
la de la República, cuando él y otros muchos andaban a mamporros por las calles
y hasta en las aulas universitarias. Era fuerte y valiente -de eso no tengo
duda- y normalmente no necesitaba ayudarse de otros medios, pero me tiene
contado que en uno de esos tochos que estudiaban en Derecho, había hecho un
hueco, horadándolo, para meter una pistola cargada, sin llamar mucho la
atención… Luego, estalló el Movimiento y, poniéndose al mando de la primera
centuria que salió para el frente, demostró ese valor que solo puede probarse
-según él- bajo la metralla y las balas enemigas. Creo que no estuvo en combate
más que un par de meses: lo bastante para caer prisionero y escapar, jugarse la
vida un montón de veces y ganar una de las condecoraciones militares más
valiosas y el grado honorífico de capitán… Pronto se sintió a disgusto pues
decía que los militares profesionales les quitaban el mando de verdad[40]
y que sus jefes no hacían más que llamarlo de la retaguardia para que se
hiciese cargo de tareas de organización ya que, para pegar tiros -le decían-,
valía cualquiera…
Mal que bien,
mientras duró la guerra, mi Antonio estuvo a su gusto. De hecho, yo lo conocí unos
años más tarde, pues soy bastante más joven que él, y todavía se le notaba contento
consigo mismo y con la situación, aunque de vez en cuando empezaba a desbarrar
con aquello de si
José Antonio y Onésimo vivieran[41]…,
o que tenemos pendiente la revolución falangista, o que tendría que
ir él también a Rusia con los de la División Azul para darle a Stalin las
gracias por el daño que nos hizo[42]. Pero,
bueno, yo ya estaba acostumbrada a su vehemencia y procuraba calmarlo, aunque
solo fuera recordándole que íbamos camino de la familia numerosa[43]. Mas,
lejos de aquietarse, la cosa ha ido a peor…, a mucho peor, y esa es la razón
por la que me decidí a consultar al Doctor Villacieros, quien me ha derivado a
usted, de quien dice que es una eminencia, que ha estudiado en Suiza…
Pero, ¿qué había
tenido que pasar para que la esposa del Señor Miñón hubiera ido a visitar a una
eminencia médica. Eso nos lo puede explicar, mejor que nadie, el propio
Doctor del Águila. Leamos, con su permiso -o con el de su hijo que, para el
caso, ahora ya da igual-:
Conforme ha ido
pasando el tiempo, el esposo de la declarante se ha ido volviendo más contrario
e irascible con la situación política de la ciudad y del país, en general,
llegando a dar lugar a discusiones y habladurías. Los incondicionales del Señor
Miñón, figurándose erróneamente que su disconformidad fuese producto de que sus
méritos no eran debidamente recompensados, le han ido concediendo cargos y
prebendas de carácter administrativo, entre ellos, los de Teniente de Alcalde
de Castellar, Presidente de la Hermandad Provincial de Excombatientes y
Delegado del Gobierno en la Confederación Hidrográfica del Esgueva. Lejos de
aliviar tensiones, cada nombramiento ha ido alimentando su enfado, el cual llegó
al máximo cuando se le designó Jefe local del Frente de Juventudes: En la
arenga usual a los muchachos, les animó a que se preparasen para la segunda
parte de una contienda que, a no dudar, había quedado inacabada. Más acierto
tuvo en su discurso de toma de posesión de la presidencia de la Junta Directiva
del Colegio de los Jesuitas, donde con su vigor acostumbrado lanzó el reto: Que
se atrevan a echar otra vez a los jesuitas de España, el cual fue
entusiásticamente jaleado por casi todos los alumnos asistentes…
… Finalmente, la
tensión emocional de Don Antonio ha desembocado en la insólita y macabra
costumbre que, por progresiva y peligrosa, su esposa ha querido poner en
conocimiento de los especialistas en Psiquiatría, para ver de remediarla antes
de que provoque mayores males. Es ello que, hace cosa de un año, el Señor Miñón
adquirió un ataúd, que colocó en el salón de la casa sobre un catafalco con la
bandera rojinegra del yugo y las flechas[44]. En dicho féretro, que su
adquirente utiliza desde entonces para acostarse, guarda sus condecoraciones
conseguidas hasta el final de la guerra, los diplomas con sus méritos de
falange y un ejemplar de El Estado Nacional, del Caudillo de Castilla[45].
Preguntado por su esposa acerca de la causa de tan peculiar hábito, contestó
que había de purificarse durante el reparador sueño nocturno de cuanta
porquería tenía que tragar durante el día. Tal costumbre ha ido
radicalizándose con el paso de los meses, pasando a echarse también la siesta
en el mismo lecho, o a usarlo tan pronto llega a casa, si viene de algún acto o
conmemoración que hayan provocado su disgusto. Al parecer, el siguiente paso ha
sido colocar cirios encendidos en las cuatro esquinas del túmulo, según él,
para que resplandezca la tenue luz nocturna que convoca a los héroes muertos y como
metáfora de su conciencia, siempre en vigilia. Luego, aprovechando que la
familia reside en un magnífico chalé con jardín a la orilla del río, ha
ordenado excavar una tumba con su nombre, en la que sepulta el ataúd,
cubriéndolo luego con losa corredera; todo ello, al parecer, para que no le
infecten los miasmas de la ingratitud y la traición mientras reposa. La esposa
me dice que está volada, ante el temor de que un día no se descorra la
lápida, o se le ocurra completar su aislamiento con unas cuantas paletadas de
tierra, que puedan provocar su muerte por anoxia…
La última
ocurrencia del señor Miñón ha sido la de solicitar un trozo de tierra, para reposar
junto a su añorado Caudillo de Castilla, a fin de contagiarse, mientras allí
reposa, del talento y la honestidad de su modelo. Afortunadamente, la Señora ha
logrado disimular ante los encargados del cementerio y las Autoridades
municipales, que la petición de lugar para la sepultura era inmediata, no
porque su marido quisiera prepararla en previsión de su muerte, sino para
ocuparla en vida.
Dicho se está que,
con todo lo que sabía Don Isaías, una entrevista con el Señor Miñón era casi
innecesaria en lo atinente a estar bien informado del caso. Los objetivos
debían ser otros: buscar un buen remedio psicológico para aquella progresiva
locura y ganarse la confianza del paciente, para convencerlo de buen grado de
seguir las sugerencias del médico. En tales tareas, si el Doctor no mereció
entonces el título de eminencia, no se lo ganó nunca. Espero que ustedes
participen de mi entusiasmo.
***
Tengo para mí que
Don Isaías, no solo estudió a fondo el que denominó complejo de culpabilidad
funeraria, sino la vida y milagros del difunto Caudillo de Castilla, al
que Miñón emulaba. De otra forma, no me explico cómo se le ocurrió la
solución del caso, que tanto éxito tendría en el futuro. Claro que primero tuvo
que conseguir que el paciente se pasara por la consulta pues, como suele
suceder con las personas raras, no creía padecer ningún mal que precisara de
atención médica ni psicológica. Finalmente, con la secreta ayuda de la Señora
de Miñón, logró hacer llegar a la mesa de despacho de este una breve misiva
que, más o menos, decía lo siguiente:
Muy señor mío: Hace días, tuve un
sueño en el que se me aparecía el así llamado Caudillo
de Castilla y me daba un mensaje para su émulo y seguidor más
entregado. Según mis datos, usted podría ser esa persona. En consecuencia, le
ruego se ponga en contacto conmigo para tener una entrevista y transmitirle el
mensaje que, como comprenderá, no juzgo oportuno revelarle por escrito. Mi
dirección es… y mi teléfono… Atentamente, Isaías del Águila.
Lo de presentarse de sopetón en la
consulta debía de ser costumbre de familia pues así lo hizo Antonio Miñón, al
día siguiente de recibir la transcrita carta. El hecho de ser un psiquiatra su
remitente lo había puesto en guardia. Menos mal que no lo supo hasta ver la placa
en la puerta de la vivienda.
Miñón entró ya de modo imperioso y
llevando la voz cantante, pero Don Isaías lo frenó en seco:
-
Un momento, Don Antonio. Primero me tengo que
asegurar de que sea usted el destinatario del recado del Caudillo.
-
¿No le dijo que era para su seguidor más fiel? Pues
ese soy yo, sin duda.
- No obstante, tengo que asegurarme. Aunque la visión tenía momentos confusos, recuerdo que me dijo algo de que él, habiendo muerto, estaba muy vivo para sus antiguos camaradas, mientras que el más valioso de ellos era un muerto en vida. Y usted parece estar muy sano y lleno de vitalidad…
Miñón sonrió de oreja a oreja. No tenga ninguna duda de que soy yo la persona a quien busca, dijo. Y,
ce por be, refirió al Doctor, sin rebozo y sin vergüenza, toda su parafernalia
fúnebre, que aquel ya conocía por medio de la esposa del muerto en vida.
-
¡Cáscaras, pues sí que es devoción profunda!
-exclamó Don Isaías, fingiendo sorpresa-. Siendo así, no me queda sino
transmitirle el encargo de la visión. Pura y simplemente fue este: La revolución que yo dejé pendiente no se hará con sangre, sino con
azúcar.
El paciente, sorprendido, quedó esperando
una continuación del mensaje, pero Don Isaías concluyó:
-
Lo siento, el espíritu no fue más explícito. Claro
que, si desea alguna aclaración acerca de la interpretación de los sueños,
puedo darle hora para otro día. Da la casualidad de que soy psiquiatra.
Miñón, al escuchar esta última palabra,
sufrió como una descarga eléctrica. Se levantó de un salto y tomó el camino de
salida, mascullando:
-
¡No necesito a ningún loquero para saber lo que
tengo que hacer!
***
Seis meses más tarde, compareció de nuevo
en la consulta la Señora de Miñón. Estaba exultante:
-
¡No sabe qué cambio, Doctor! Está como nuevo. Mandó
a paseo la política; ha fundado una cooperativa remolachera y está dando los
últimos toques a una fábrica de azúcar en las afueras de la ciudad. Parece que
el Caudillo de sus amores es a lo que se dedicaba, antes
de que le diera por liarla parda.
Don Isaías hizo como si no estuviera al
tanto de aquella continuidad azucarada y preguntó:
-
Pero ¿y el féretro y la sepultura?
-
Nada, nada, aseveró la señora. Volvió a cerrar el
agujero y dice que mejor dedica esa parte del jardín para poner un gallinero.
En cuanto al ataúd, yo misma le aconsejé que no lo tirase pues tenemos una
criada muy mayor y podría sernos de utilidad, no tardando.
-
Así que gallinas…, repitió Don Isaías. ¿No darán
olor tan cerca de la casa?
-
¡Huy, no señor!, le rectificó su interlocutora. En
cuanto seleccione la raza, piensa montar una granja avícola a todo meter, con
fábrica de piensos y todo. Ya tiene escogido un terreno por el Pinar.
-
¡Ah, ya! Estupendo.
-
Y, poco más allá, vamos a comprar un lote para
construir chalés. Dice Antonio que Castilla va a salir de la pobreza y puede
ser un buen momento para el negocio inmobiliario.
Don Isaías apenas podía contener la risa. La revolución pendiente se había puesto en marcha… ¡y qué marcha!
La señora recordó algo de repente y echó
mano al bolso:
-
Perdone, ya se me olvidaba. Dígame qué le debo por
la consulta.
A Don Isaías, por tradición o por broma,
le dio por cobrar al modo que lo habría hecho su padre cuando era veterinario
en Ahogaborricos de Campos:
-
Tres docenas de huevos y un celemín[46]
de azúcar.
7.
Epílogo, a cargo de Alberto del
Águila
Mi amigo Fede ha sido tan fiel y prolijo
narrador de los casos de síndrome de Matías Pascal que mi
padre trató, que poco o nada me queda por añadir. Si acaso, manifestaré mi
perplejidad: Una selección de ejemplos tan diversos, ¿puede dar lugar a definir
un verdadero síndrome, en el
sentido médico del término? ¿Y si, en vez de un síndrome, nos
hallásemos ante un complejo, en la
acepción psicológica del término? En fin, ni siquiera sé si estos dos extensos
relatos tendrán para los especialistas alguna utilidad científica. Lo que
personalmente me atrevo a afirmar, a la vista de todos ellos, es que la
realidad es mucho más fértil que la fantasía y que la vida se abre camino en
los ambientes más hostiles, aún con los cambios más bruscos y pese a la
complejidad que presumimos de tener los Homo sapiens sapiens -hay que
repetir el sapiens para que nos lo creamos-. En fin,
sean felices y, si para ello han de cambiar de vida, les deseo que no sea por
imperativo de una guerra, ni civil, ni incivil. Agur.
[1] Importante pescadera real del Castellar de la
época, que regentaba en el Mercado del Campillo el puesto o caseta número 42,
según Comercio en Valladolid-Fundación Joaquín Díaz, accesible por
Internet.
[2] En realidad, el nombre de la persona real que
dio origen a tan excelentes obras literarias (en especial, las de Marlowe, Goethe y Mann) se llamó Johann Georg Faust y vivió en Alemania aproximadamente entre
1480 y 1540.
[3] El láudano era un compuesto sólido, a base de
opio, que solía ingerirse disuelto en agua, mezclado con especias y alguna
bebida alcohólica. Corriente hasta la primera mitad del XX por sus poderes
analgésico y tranquilizante, fue luego prohibido por sus fuertes efectos
adictivos.
[4] El
protagonista de este relato está inspirado en un personaje real. Sus peripecias
en la narración solo parcial y fragmentariamente se ajustan a lo efectivamente
acaecido.
[5]
Una de las formas de preparación del láudano, popularizada por el abate
Rousseau a finales del siglo XVII, quien formó parte del equipo médico de Luis
XIV de Francia.
[6]
Cadena de radiodifusión (y ahora, de televisión) pública británica, que fue muy
oída durante la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial por los
españoles antifranquistas y, a lo que se ve, también por los franquistas, aunque
con muy otras intenciones.
[7]
Pedro Botero, uno de los nombres vulgares para referirse al Diablo.
[8]
El sueldo de los censores del montón oscilaba entonces entre 250 y 300
pesetas. Las treinta monedas de plata se refieren, obviamente, al precio
recibido por Judas Iscariote por entregar a Jesucristo.
[9]
Lugar típico, una de las entradas a la Plaza Mayor de Madrid.
[10]
Organización femenina de carácter republicano y de ideología más bien
izquierdista, fundada por Clara Campoamor en 1931.
[11]
El personaje está inspirado en un sujeto real, como también parte de lo que en
el relato se cuenta.
[12]
Organización sindical afín al Partido Socialista, pero fundada antes que este,
en el año 1888.
[13]
Véase Cándido González Ruiz, Notas sobre la represión física, económica y
laboral en la ciudad de Benavente durante la guerra civil y posguerra
(1936-1943), revista Brigecio, 2004, p. 134 (accesible por Internet).
[14]
Véase Luis Aurelio González Prieto, El final de la guerra civil en Nava, Revista
del Círculo de Amigos de Nava, junio de 2014, pp. 38-41 (consultable en abierto
por Internet).
[15]
Es decir, un miembro de Falange Española ingresado con anterioridad al comienzo
de la guerra civil.
[16]
El penal de El Puerto de Santa María (Cádiz).
[17]
Periodo de la condena que podía cumplirse en libertad y con buen
comportamiento, observando algunas limitaciones, como era la de permanecer
desterrado del lugar donde se habían cometido los delitos.
[18] La
II Guerra Mundial acabó en 1945. El Instituto de Cultura Hispánica se
fundó en España a finales del mismo año, empezando a funcionar efectivamente en
el siguiente.
[19]
Joaquín Ruiz-Jiménez Cortés (1913-2009) fue el primer Director del Instituto
de Cultura Hispánica, entre 1946 y 1948.
[20]
Siglas de la Federación Universitaria Escolar, fundada en 1928, de clara
ideología izquierdista.
[21]
Denominación dada a las sedes conjuntas de la Unión General de Trabajadores y
del Partido Socialista Obrero Español.
[22]
De tratarse, como es de esperar, de Cartagena de Indias, esta ciudad dista de
la de Santa Marta unos 230 kilómetros, no mucho para un país de 1,14 millones
de kilómetros cuadrados.
[23]
Aunque sin llegar a tanto, la llamada Violencia Bipartidista, iniciada en
1946, fue un periodo de revueltas que duró doce años y que causó un número de
muertos muy indeterminado, por encima de los cien mil y por debajo de los
trescientos mil.
[24]
Organización paramilitar española, fundada en 1944, integrada en la estructura
del Movimiento, como sucesora de las antiguas milicias de Falange Española.
[25]
Bebida alcohólica a base de maíz fermentado, refrescante y no de alta
graduación; por tanto, engañosa.
[26]
O peladito, forma corriente en Colombia para designar a los niños pequeños.
[27]
El personaje de Alicia está inspirado en una mujer real, como también algunas
anécdotas recogidas en el relato; el de Carlota es totalmente imaginario.
[28] El llamado Plan profesional, o de la
República, para el Magisterio implicaba un fuerte examen de acceso a las
Escuelas Normales, tipo oposición, al que seguían tres años de estudios
teóricos y prácticos y un examen final de conjunto, a más de un curso completo
de prácticas, cobrando el sueldo de entrada (véase Decreto de 27 de septiembre
de 1931, en Gaceta de Madrid del día siguiente). Teóricamente, dicho Plan se
mantuvo en vigor entre 1931 y 1942, pero fue muy desvirtuado, a partir de 1936,
por las necesidades y mentalidad de los vencedores de la guerra civil: Véase,
Rosa Rodríguez Izquierdo, Formación de las maestras desde 1940 a 1970, Aula
Abierta, 2 (1998), pp. 63-82 (accesible libremente por Internet).
[29]
En realidad, este partido político, tan centrado en la figura de Manuel Azaña,
se llamó Acción Republicana hasta el año 1934, en que hubo una
refundación con el nombre de Izquierda Republicana.
[30]
Se calcula en unas trescientas las monjas asesinadas por las turbas de la zona
republicana, por el mero hecho de ser religiosas, profesas o novicias. Véanse:
Stanley G. Payne, 40 preguntas fundamentales sobre la Guerra Civil, La
Esfera de los Libros, Madrid, 2006, p. 144; Paul Preston, El holocausto
español, Debate, Barcelona, 2011, p. 323. En vísperas de la guerra civil,
el número de monjas existente en España se ha calculado en unas 45.000; yo
juzgo más prudente una aproximación a las treinta mil.
[31]
Advocación mariana que se celebra el día 8 de septiembre. Es patrona de
Valladolid y tiene importante santuario en la ciudad.
[32]
En efecto, la relación de primos carnales es un impedimento para el matrimonio
canónico, aunque dispensable con relativa facilidad.
[33]
He decidido mantener este dato en la reserva, por razones de respeto hacia la
Orden concernida.
[34]
Santa está declarada, en efecto, pero mantengo la misma reserva indicada en la
nota anterior.
[35]
Famosísimo centro de formación y perfeccionamiento musical, de fundación papal
(1585), teniendo desde finales del siglo XIX consideración civil o nacional.
[36]
El protagonista del relato está inspirado en un personaje real, como también su
evolución sociopolítica. En cambio, los síntomas de desequilibrio son
completamente imaginarios.
[37]
Véase: El síndrome de Matías Pascal (I), en este mismo blog, etiqueta de
Cuentos literarios.
[38]
Para entendernos, de tono intermedio entre los de bajo y barítono.
[39]
Evidentemente, del siglo XX; precisión que no tenía que hacer el periodista,
pues escribía hacia 1990.
[40]
En el frente, las unidades falangistas, requetés y otras de extracción política
eran efectivamente mandadas por oficiales militares, sin perjuicio de reconocer
a sus jefes políticos un mando simbólico.
[41]
Alusión a los jerarcas de Falange Española y de las Juntas de Ofensiva Nacional
Sindicalista, José Antonio Primo de Rivera (1903-1936) y Onésimo Redondo Ortega
(1905-1936), fallecidos por ejecución de pena de muerte y en acción de guerra,
respectivamente.
[42]
Como se sabe, el Régimen estalinista de la URSS apoyó durante nuestra guerra
civil al bando republicano. La División Azul, formada a lo largo de los años
1941 a 1943 por un total de unos 50.000 españoles voluntarios, luchó
dentro del Ejército alemán en el frente ruso.
[43]
Es decir, de tener un mínimo de cuatro hijos, límite de dichas familias
entonces.
[44]
Bandera de la Falange, que parece haber sido inicialmente utilizada por las
Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, nacidas en Castellar.
[45] Alusión a la breve obra (unas 150 páginas) de
Onésimo Redondo Ortega, El Estado Nacional, edit. Libertad, Valladolid,
1938 (hay reimpresiones ulteriores -1939 y 1943-).
[46]
En Castilla, medida de capacidad para gramos, semillas, etc., equivalente a
algo más de 4,5 kilogramos.