sábado, 29 de junio de 2019

EL OBSEQUIO (UN CUENTO DE LOS TIEMPOS DEL PIOJO VERDE)




El obsequio (Un cuento de los tiempos del piojo verde)

Por Federico Bello Landrove



     Este relato se inspira en el ambiente y algunas anécdotas recogidas en la biografía que a pie de página cito[1]. Todo lo demás corresponde a mi imaginación, aunque de vuelo bajo, ya que el tifus exantemático de la posguerra española fue bien real y está presente a todo lo largo de la relación, breve y casual, que entablan una chiquilla convaleciente y el estudiante de Medicina a quien se confía parcialmente su cuidado.





1.      El piojo verde[2]



     Acabábamos de pasar la consulta matinal en la sala Virgen de África del hospital, cuando el doctor Piñuela me rozó el brazo y susurró:

-          Guerra, acompáñeme a mi despacho.

     Ni la forma de ser del Doctor, ni mi relación con él, presagiaban ninguna regañina pero, siendo tan puntilloso como lo era en materia de consulta, temí por unos momentos haber metido la pata con alguno de los enfermos y lo seguí un tanto preocupado.

-          Pase y siéntese, me dijo según entrábamos en su amplio despacho que, como catedrático de Patología Médica le correspondía. Eso también me inquietó, pues solía hacernos las indicaciones leves de pie, de manera escueta e irrebatible.

     Cerró la puerta tras de nosotros -tercera señal de alarma pues, salvo materias muy reservadas, dejaba el despacho abierto, para que corriera el aire -según daba a entender que prefería la difusión al secreto-. Mas todo quedó claro en un momento y estaba muy lejos de lo que yo había temido.

-          Verá usted -Piñuela no apeaba el tratamiento, hasta que se había obtenido el título de licenciado-: se trata del caso de una paciente conocida mía y vecina suya, en el que quiero que me eche una mano porque, entre la Facultad, el Hospital y la consulta, no tengo ni un minuto libre.

     La cosa no parecía ser especialmente delicada, como cumplía el asignársela a un alumno de tercero de carrera, por muy competente que yo fuera. Se trataba de una chiquilla de doce o trece años que acababa de pasar el tifus exantemático, cosa bastante corriente en aquel año de 1940[3]. Había quedado tan débil y depauperada, que el Doctor estaba preocupado por su salud, no siendo que cogiera la tuberculosis o cualquier otra enfermedad de gérmenes oportunistas. ¿Y qué esperaba Piñuela que yo hiciera?

-          Poca cosa -me dijo-. Yo la examinaré todos los viernes. De lunes a jueves, se trata de que la visite usted a la caída de la tarde, para controlarle la temperatura, el pulso y la presión arterial. ¡Ah!, y lunes y miércoles la ausculta, para comprobar si hay algo raro en los pulmones. Tomará usted los oportunos datos, que me entregará el viernes por la mañana, para que yo le haga el reconocimiento, debidamente informado.

-          Lo haré con mucho gusto, Doctor. Solo indíqueme el nombre y el domicilio de la muchacha, porque no caigo de qué vecina mía pueda tratarse.

-          Vive en la calle Jabonería, justo a la parte de atrás de su casa de usted.

     Creí que ya habíamos concluido pero, como si se hubiera tratado de un olvido, Piñuela añadió:

-          Durante las primeras semanas, le pondrá usted una inyección diaria de Calcivitam forte[4], descansando diez días entre caja y caja. Tome usted los dos primeros envases y, cuando se acaben, me pide más, hasta llegar a cinco cajas en total.

     Empezaba a ver el incordio de los pinchazos:

-          Todos los días, Doctor, supongo que incluye sábados y domingos…

-          En efecto, mi sufrido ayudante. Si algún día no puede usted, pídale el favor a su padre, de mi parte.

***

     En efecto, he de reconocer que, si gozaba ante el profesor Piñuela de tanto apoyo y confianza -pese a no haber alcanzado siquiera la mitad de mis estudios-, ello era debido a que mi padre era uno de los practicantes más conocidos de Castellar y, en verdad, de los más diestros en su oficio, como corresponde al titular de una clínica tan activa, como la Casa de Socorro. Allí -rogando a Dios que la guerra acabase antes de que llamasen a filas a mi reemplazo- tuve mi segunda casa, mientras la primera sufría las carencias de luz y calor propias de la contienda. Cuando terminaba las clases en el Instituto, comía y durante toda la tarde me encerraba en cualquier tabuco de la Casa, para estudiar las lecciones o hacer las láminas de dibujo. Y, como tenía buena cabeza y una curiosidad a prueba de fracturas y hemorragias, presenciaba las faenas de urgencia que allí se practicaban hasta que, poco a poco y a hurtadillas, me fue consentido poner inyecciones, escayolar o realizar las curas más elementales. De esa forma, cuando, acabada la guerra, reabrieron la Facultad, me hallé en el Hospital como pez en el agua. Las clases teóricas eran harina de otro costal, pero lo mucho que había aprendido de mi padre y de los excelentes médicos municipales me facilitó tanto las cosas que, a los diecinueve años, me encontré -como les he dicho- en tercero de Medicina, favorecido, además, por la reducción temporal que experimentaban los estudios, para compensar los atrasos de la guerra. Hubo asignatura de la que me examiné a los tres o cuatro meses de cursarla; otras duraban seis; algunas, todo el curso[5]. Así es que lo de estar en tercero era la aproximación a una realidad confusa y pragmática.

     En aquella Facultad castellarense descollaban algunas lumbreras, pese al desmoche que la represión política generó. Seguramente, el más famoso era el doctor Azarías Piñuela, catedrático de Patología Médica y Decano de la Facultad desde diez años atrás. Decían que había hecho ampliación de estudios en Suiza y, desde luego, era una eminencia en diversas enfermedades infecciosas, entre las cuales no se encontraba la del famoso piojo verde, que solo había tomado actualidad en la Europa occidental en los periodos bélicos. Pues tuve la suerte de que, por referencias elogiosas de su colega de Anatomía, don Azarías me tuvo desde un principio la consideración de designarme jefe de mesa de estudiantes, ayudante de laboratorio -sin nombramiento ni sueldo- y asistente a sus visitas y labores en el Hospital Provincial, lo que constituía el mejor momento del día, con mi bata blanca, fonendo al cuello y el Enrique Guerra bordado en el bolsillo superior, mezclado con los doctores y absorbiendo las palabras de Piñuela, como las esponjas el agua.

     Quizá estén ustedes esperando alguna consideración sobre mis opiniones políticas -o las de mi familia que, a la sazón, tanto daba-, o algún canto encendido a la vocación médica, pero la verdad es que de una y otra cosa carecía en el momento en que mi mentor me confió el encargo para la calle de la Jabonería. Hasta entonces, yo recibía la enseñanza y la práctica médicas con la naturalidad y la irreflexión con que aspiramos el aire; y, en lo referente a haber tomado convicción o partido por los rojos o los azules, creo que la mejor enseñanza que recibí de mi padre fue esta: Hijo, en esta vida no se puede ser partidario acérrimo de nadie y, menos que nunca, en una guerra.







***

     No puedo decir que mi primera impresión de las vecinas fuese muy favorable. Parece ser que la matriarca, doña Otilia, había entendido que los días en que no pudiera acudir el doctor Piñuela -a quien ella siempre llamaba, por antonomasia, El Doctor-, sería algún otro colega de su cátedra quien lo sustituyese, no un estudiantillo casi imberbe, por mucho alarde de fonendo y de cartera de piel que se gastara. Tampoco yo estuve, en un principio, acertado, que digamos, cuando por toda explicación, le largué:

-          Es que, como somos casi vecinos, pues…

     Y, a la vez, señalaba desde el balcón de casa de doña Otilia, las ventanas traseras de la mía, al otro lado de la calleja, un piso más abajo. Mi gesto fue respondido por la pequeña enferma con una amplia sonrisa, desde la cama turca que habrían trasladado de su dormitorio al cuarto de estar, supongo que para estar más aireada y entretenida.

     En fin, sin más conversación -como no fuera pedir agua para hervir jeringa y aguja-, cumplí mi cometido al completo. Solo al acabar, la chiquilla -de la que ni siquiera me habían dicho el nombre- me dio las gracias por el pinchazo, que apenas había notado, y su madre me acompañó, largo pasillo adelante, hasta la puerta de la calle. A mi hasta mañana, más o menos a la misma hora, contestó: Adiós; y tenga cuidado con la escalera, que tiene algunos peldaños muy traicioneros.

    Aquel día fue miércoles. De modo que hube de volver al siguiente y, aunque solo habían transcurrido veinticuatro horas, el ambiente había cambiado de forma radical. Luego me enteraría de que doña Otilia -también conocida como la viuda de Cernuda- había hablado con Piñuela, recibiendo de este la seguridad de que se las había con un futuro médico muy prometedor, que -y esta mentirijilla no creo constituyese pecado- se había ofrecido voluntariamente, en cuanto se enteró de la familia a que iba a prestar aquel servicio.

     Líbreme Dios de llevar la contraria explícitamente al Doctor, pero lo cierto era -como ya he dejado dicho- que las cuestiones políticas se me daban un ardite. Sin embargo, en este caso, mi padre no dejó de corregir su natural equilibrio y escepticismo:

-          ¡Así que son las de Cernuda! Pobre gente. ¿No te acuerdas de don Elías? Era una buenísima persona, pero una banda de sinvergüenzas con camisa azul vino a por él una noche de agosto del 36 y no se ha vuelto a saber de él. En alguna cuneta lo habrán enterrado. Yo creí que estabas al corriente.

-          Papá, de aquella tenía quince años y mamá y tú procurabais hablarme lo menos posible de esos temas. ¿A qué se dedicaba el pobre señor?

-          Tenía una tienda de comestibles en la calle de Las Angustias. Parece que todo su crimen era estar afiliado a la C.N.T. y no vender al fiado a determinadas personas significadas del otro bando.

-          Y seguro que se llevó con él la llave de la despensa, porque la casa tiene un aspecto muy humilde y don Azarías les ha sacado del hospital las inyecciones, supongo que gratis.

-          Según tengo entendido -concluyó mi padre- la tienda era alquilada y les incautaron todo lo que tenían en ella. Donde ahora viven llevan solo tres o cuatro años. Antes tenían la casa encima de la tienda, como era costumbre antiguamente.

-          Así se explica que no tuviera ni noción de todo lo que me has contado.

***

    Pues, como iba diciendo, mi segunda visita médica fue muy diferente. En lugar de la madre, me abrió la puerta una joven, más o menos de mi edad, de aspecto simpático y físico agradable, bastante peripuesta y vestida de calle. Era la hermana mayor de mi paciente, que acababa de llegar de su trabajo en Confecciones La Parisién, aunque bien pudiera ser que se mantuviera arreglada para recibir e inspeccionar a aquel vecino tan aventajado que estudiaba Medicina. Luego, su madre, aún sin dejar la costura -oficio con el que iba sacando adelante a la familia-, me dio conversación acerca del tiempo y de que conocía de vista a mis padres; pero, sobre todo, subsanó la injustificable falta del día anterior, dándome a conocer los nombres de sus hijas: Antonia, la mayor, y Matilde, mi convaleciente. Por si acaso yo había incurrido el día anterior en la misma descortesía, también me presenté y hube de responder a algunas preguntas adicionales de Antonia, que cesaron tan pronto la madre la miró con aquel ceño, que todavía recuerdo. En fin, cumplidas todas las prescripciones ordenadas por don Azarías, se empeñaron en que tomara un café, que sacaron, para mi vergüenza, con pastas y servido en un servicio de porcelana, seguramente vestigio de pasada bonanza. Me limité a tomar unos sorbos de lo que entonces pasaba por café en las casas modestas y, para librarme de otras preguntas, me dediqué a animar a Matilde, al encontrarla afebril y con buen apetito, según manifestaba su madre. Aquella jovencita, cuya delgadez apenas permitía entrever las incipientes formas femeninas, sonreía entre lágrimas, con su palidez casi espectral, el cuero cabelludo seguramente cuajado de calvas -que un pañuelo azul, hábilmente dispuesto, lograba encubrir- y sus largas piernas, cuya única anchura apreciable eran las rodillas. Mañana vendrá el doctor Piñuela, dije al despedirme. Es una eminencia y, además, muy simpático. Me llegó al corazón la respuesta de la niña, que pareció salirle también a ella de la víscera cardiaca: Pero volverás pasado mañana, ¿no? … Es que no me duelen nada tus pinchazos.  





2.      La vecinita



          Dicen que es inevitable el que entre médico y enfermo se entable una relación muy personal, bien de amistad y confianza, bien de rechazo. Piñuela advertía de ello a sus alumnos la primera vez que los llevaba consigo para pasar consulta en el hospital aunque, claro está, no resultaba fácil fijar tal relación con las decenas de pacientes que había en cada sala, a razón de tres minutos de media por visita. De todas formas, el consejo del Doctor era admonitorio: entregarse a los enfermos como médicos, no como hombres, anteponiendo en todo caso las exigencias de la ciencia a las de la sensibilidad. En otra persona que don Azarías, la recomendación habría sido, como mínimo, discutible. En él, a los dos días de acompañarlo, uno comprendía sin dificultad que mente y corazón actuaban al unísono. Bastaba con que un enfermo estuviera con nosotros una semana, para que Piñuela memorizase su nombre y circunstancias personales y familiares, lo que aprovechaba para animarlo o reconvenirlo paternalmente. Sin hipérbole, todos sus discípulos y colaboradores coincidíamos en esto: los enfermos lo adoraban.

     ¿A qué ha venido esta monserga? Pues a que yo, aunque todavía estuviese muy lejos de ser él, pronto sentí al encontrarme ante Matilde la misma sensación de que me percataba, cuando Piñuela se acercaba a los dolientes hospitalizados. Claro que, en mi caso, era obvio que me favorecía el trato tan personal. Por eso, decidí abreviar mis consultas y mantener un cierto distanciamiento; pero una cosa era pretenderlo y otra conseguirlo. No obstante, de lograrlo podía llegar a depender mi tranquilidad.

     No me refiero con esto a que perdiera de estudiar media hora todas las tardes, salvo los viernes, ni a que los domingos -según la hora de mi visita- me esperase un aperitivo o la merienda en casa de Cernuda, Dios sabe con qué esfuerzo económico por su parte. A lo que quiero aludir, en particular, es a la incorporación al dúo terapéutico de la buena de Antonia -ya, invariablemente, Toñi-, siempre tan acicalada y habladora.

     Uno de mis subterfugios para no convertir mis visitas en animadas conversaciones era el de despedir, por prescripción facultativa, a todos los ajenos a aquellas, so pretexto de precisar de toda mi atención y para no alterar las constantes de la paciente. Esta orden, por supuesto, no incluía a doña Otilia que, como quien no quiere la cosa, permanecía en la sala mientras yo había de poner las manos sobre su hija, pero luego, una vez esta se acostaba en el catre o -más adelante- se reclinaba con una manta en el sofá, salía camino de la máquina de coser, dejando entreabierta la puerta de la cámara. Era entonces cuando, según el estado de la enferma y el tiempo de que yo dispusiera, charlábamos de todo y de nada, en particular, de las novedades del vecindario, tema muy querido por Matilde y del que yo procuraba previamente información a través de mi madre.

     Fue en una de esas ocasiones, cuando la chiquilla me aclaró el porqué de la abierta sonrisa con que me acogió la primera vez que la visité: Me había reconocido como el joven que, todas las tardes y algunas noches, paseaba arriba y abajo de una habitación, con un libro en las manos; cosa posible de observar, dado que las dos casas quedaban frente por frente, si bien la suya un piso por encima de la mía.

-          Tienes razón -concedí-. Como los discípulos de Aristóteles, estudio paseando; solo que, en vez de seguir al Filósofo, llevo el libro en las manos, cosa penosa a veces, pues los tomos pesan lo suyo. Pero hay algo más, de lo que ignoro si te percataste: repito las lecciones en voz alta, pues tengo memoria auditiva, más que visual.

-          O sea -infirió, conteniendo la risa-, que yo tenía razón. ¡Hasta cantas!

-          No llego a tanto, desde la tabla de multiplicar, respondí sin entenderla.

     Matilde rompió entonces a reír de modo incontenible, y tan ruidoso que, casi a un tiempo, aparecieron sorprendidas Toñi y su madre. Yo estaba un poco corrido, pero doña Otilia apartó cualquier asomo de desagrado, al interpretar la escena:

-          Gracias, don Enrique. Es la primera vez que le oigo soltar la carcajada, desde que le entró el tifus.




***

     Al día siguiente, pedí a Matilde que me aclarase qué broma era aquella de estudiar cantando, que se le había ocurrido. Se puso colorada -en la medida en que le era posible- y guardó silencio, tras alegar que era una bobada de las que se le ocurrían para entretener el tiempo que había de pasar reposando. Optando entre enfadarme o jugar con astucia, me incliné por esto último y ataqué a la niña en su amor propio, que era mucho:

-          Lo que pasa -le dije con displicencia- es que, sea ello lo que fuere, lo habrás soñado o, mejor aún, sufrirías un delirio durante la fiebre del piojo verde[6], y ahora pretendes hacerme creer que tus palabras tienen sentido.

-          ¡Claro que lo tienen!, pero para conocerlo tendrías que saber lo que yo sé y que no me da la gana contártelo.

-          ¡Pues vaya una amiga que me he echado! -exageré-. A partir de mañana, ya sabes, termómetro e inyección, y punto. Se acabó el palique. Total, si vamos a andarnos con burlas y secretitos…

     Matilde se puso seria y, como en ella era frecuente, las lágrimas asomaron a sus grandes ojos negros.

-          No me lo tomes así, Enrique -se justificó-: Es que una parte de la historia me da vergüenza contártela y la otra tengo prohibido por mi madre hablar de ella.

-          Pues, entonces, refiéreme solo la primera y no te pediré que me cuentes la segunda.

-          Es que la una sin la otra no tiene mucho sentido.

-          Ya empezamos -insistí-. Deja que sea yo quien diga si la entiendo o no. A fin de cuentas, me da el pálpito de que tiene que ver conmigo.

-          ¡Claro!, por eso me da vergüenza. Pero, en fin, es que…

     Entre cortes por su parte y tirones por la mía, fue saliendo la primera parte, que no tenía ninguna malicia, sino mera imaginación. De tanto verme a través de los cristales, encerrado en mi habitación y dando vueltas, se le había figurado que yo era un canario enjaulado, que solo descansaba cuando, como a esos pajarillos, se les tapa la gayola con un trapo oscuro. Eso es lo que Matilde fantaseaba que pasaba conmigo cuando se apagaba la luz y corría las cortinas…, hasta el día siguiente, en que todo volvía a empezar. Vamos, que, según aquella interpretación calenturienta, yo no saldría nunca de mi alcoba, como los canarios nunca abandonan su prisión.

-          Por eso -concluyó la muchacha-, casi me echo a reír cuando te reconocí al entrar en nuestra casa. Aquí está el canario, que se ha escapado, me dije. Y por eso, al confesarme que estudiabas en voz alta, lo comparé con el canto del pájaro.

-          Vamos -bromeé-, que solo te faltó ponerme nombre.

-          ¿Es que los canarios lo tienen?

-          Algunos, desde luego, sí. El de mi vecina se llama Fleta, como el tenor, que en paz descanse[7].

     Así terminó la cosa aquel día. La segunda parte llegó una semana después, una vez que la niña obtuvo el permiso de su madre para contármela.

***

-          No sé si sabes que, antes de morir, mi padre estuvo en la cárcel un mes, aproximadamente.

-          Pues no -contesté-. Me había llegado la noticia -equivocada, a lo que me dices- de que se lo… habían llevado de casa unos hombres para…

-          ¡Ah, ya, el paseo! -dijo la niña espeluznantemente tranquila-. No es así. Yo misma fui con mamá y con Toñi unos cuantos jueves a verlo. Lo del paseo debió de ser más tarde, porque uno de los días de visita papá no estaba y no sé qué explicación le dieron a mi madre, de traslado, o fuga, o algo parecido.

     Mientras pronunciaba estas frases, fue poniéndose muy seria y acabó entrecortándosele la voz.

-          Déjalo -supliqué-, no sigas. No merece la pena. He perdido toda la curiosidad.

-          ¡Pero si ahora viene lo bonito! -insistió ella, reponiéndose un tanto-. Es como un cuento de los de Celia y Cuchifritín[8], solo que lo escribió un señor que estaba en la cárcel cuando mi padre y me cogió mucho cariño. Como sería que, cuando me lo hizo llegar, quiso aparentar que lo había escrito mi papá para mí, pero yo no lo creo, porque no era su letra y tampoco le creo capaz de imaginar historias así, por mucho que quisiera dejarme un recuerdo.

-          ¡Quién sabe?, repliqué. Lo mismo se lo dictó al otro. Y, en cuanto a poder o no poder, ¡no sabes de qué cosas es capaz, por cariño a sus hijos, una persona que esté en la situación de tu padre!

-          ¿Tú crees?, preguntó dubitativa.

-          ¡Desde luego! En la duda, acepta lo que te dijo aquel compañero de tu padre y tenlo como el mejor regalo que este pudo hacerte.

     La niña sacó de bajo la almohada un sobre con dos cuartillas escritas por las dos caras.

-          Toma, léelo -me dijo-. No es el original, pero mi hermana hizo varias copias, por si se pierde.

     El breve relato llevaba por título Un cuento para Matildina, y describía una imaginaria fiesta habida en la cárcel de Castellar, instalada en las cocheras de los tranvías, en la que los guardias habían dejado entrar a todos los niños para que pasaran un encantador día de asueto con los papás, durante el cual se había servido una opípara comida -que el cuentista reflejaba con un lujo de detalles, de los que podía deducirse a contrario el hambre que estaba pasando cuando lo redactó- y concluía con un magno espectáculo circense. Al atardecer, los hijos se despedían de sus padres y una de ellos -se supone que trasunto de Matildina- regresaba a su casa con la mente tan llena de ansias de libertad que, sin encomendarse a Dios ni al diablo, abría la jaula del pajarillo familiar -canario, por más señas- y lo dejaba escapar. Cuando la madre se percataba y pedía cuentas a Matilde, esta le respondía textualmente: Yo no quiero que esté entre rejas, como papá.

-          ¿Te ha gustado?, me preguntó la chiquilla, al verme levantar la vista del papel y posar con él las manos en el regazo.

-          Es precioso, Matilde… Solo tengo una pega que ponerle.

-          ¿Cuál?

-          Que tu papá sabía muy poco de canarios enjaulados.

     Matilde entreabrió la boca y mantuvo sus ojos clavados en los míos, demandando la explicación de mi severo juicio científico, que a saber de dónde me habría salido.

-          Los canarios de por aquí -argumenté, al fin- son pájaros de jaula, que no están acostumbrados a buscarse la vida en libertad. Si no cuidas de ellos, morirán.

-          Pero, si es así -replicó-, ¿por qué escapan en cuanto les abres la puerta?

-          Porque ellos no son humanos y no saben lo que les aguarda fuera… Pero el hombre-canario no huye cuando le abren la puerta de casa, sino que seguirá estudiando Medicina, hasta licenciarse en esta jaula que se llama España, y aún más allá.

     Yo me quedé tan ancho, pero mi contraparte no cejaba:

-          Tiene que haber alguna forma de que el pájaro se sienta libre, sin que muera.

     Se me hacía tarde; de forma que yugulé la discusión:

-          Búscala tú y pon otro final al cuento. Si me gusta, te haré un regalo.

-          ¿De veras? … Aunque la verdad es que nunca he intentado escribir.

-          Nadie sabe de qué es capaz hasta que lo intenta, y con perseverancia.

     Matilde sonrió. Parecía muy interesada y no, precisamente, por el obsequio.

-          Pero no creas que te voy a dar todo el tiempo del mundo -agregué-. Te examinaré dentro de una semana, exactamente.

***

     En los siete días que quedaban para la prueba, en mi interior lucharon las fuerzas del aprobado a ultranza, con un don preconcebido que pudiese gustar a la niña, y las de la sinceridad debida a los amigos cuando, pese a las reglas de la prudencia, nos empeñamos en valorar objetivamente sus logros: Vamos, aquello de amicus Plato, sed magis amica veritas[9]. Y, a mayores, estaba casi seguro de que Matilde descubriría mi mendacidad, en cuanto quisiera fingir por su obra una admiración no sentida. En consecuencia, ni elaboré un prejuicio, ni compré de antemano el regalo. El talento y la sensibilidad de mi paciente tendrían la respuesta.

     Como si de una prueba escrita se tratara, Matilde había redactado su final del cuento. En principio, me decepcionó, pues se limitaba a añadir un epílogo al relato, en virtud del cual, a la mañana siguiente de su provocada marcha, regresaba el canario, al que Matildina encontraba al despertar, aterido en el alféizar de su ventana. Con expresión ambigua, le comenté:

-          Veo que has sabido conjuntar el instinto de libertad con el de supervivencia. El pájaro escapó con alegría, pero retornó porque no tenía otra forma de sobrevivir.

-          Y yo veo -osó enfrentárseme- que no has entendido el principal motivo de volver. Al fin y al cabo, por falta de alimento no habría emprendido el regreso tan pronto. Con el retorno inmediato, quería dar a entender que el canario había decidido que su puesto estaba junto a la niña, no ya como dueña y carcelera, sino como defensora y amiga.

-          ¡Acabáramos! Así que la razón de volver a casa no era la necesidad de comer.

-          Efectivamente, concluyó Matilde. No era todavía hambre lo que había sufrido, sino soledad.

-          ¡Bravo!, exclamé con sincera admiración. Señorita Cernuda, no tiene usted aprobado, sino sobresaliente. La pega es que…, bueno, que no te he traído ningún regalo, a la espera de que me hagas alguna sugerencia sobre su elección.

     La Señorita Cernuda ni paró mientes en mi falsa disculpa. Ya suponía yo que la satisfacción por su logro y mi reconocimiento serían más que suficientes. Lo que, en cambio, no me esperaba fue la salida de aquella escritora en ciernes:

-          Pero si ya me has dado el obsequio. ¡Qué mejor regalo que el que me haces con tu presencia, tu apoyo y tu estímulo! ¿Acaso voy a ser yo menos agradecida que el canario del cuento?

     Probablemente, debería concluir mi historia aquí, pero aún sucedieron algunas cosas más, cuyo conocimiento puede redondear el relato. Como este capítulo ya va siendo bastante largo, yo también añadiré un epílogo, como mi amiga Matilde, aunque con bastante menos genio.





3.      Epílogo



     La juventud y el buen cuidado hacen maravillas. Sin necesidad de terminar el tratamiento de inyecciones previsto por el doctor Piñuela, Matilde había iniciado la vía de su total recuperación y no había la menor señal de la presencia del bacilo[10]. Había recobrado parte del color perdido; el cabello le brotaba en incontenible cascada; su cuerpo iba rellenándose de carne y, en fin, púsose en pie una jovencita, alta y hermosa, casi preparada para desarrollar una vida normal. Pero el Doctor, como última precaución recetó:

-          Esta chiquilla, para afrontar cualquier riesgo de infección, ya no precisa de reposo ni de vitaminas de farmacia. Lo que necesita, Otilia, es algo que no sé si usted está en condiciones de poder facilitarle: una ración de carne o de hígado al día y aire puro, mucho aire puro.

-          Pues no va a ser fácil, Doctor, hacer lo que me dice, pero entre todos lo conseguiremos, aunque tenga que ponerme a fregar escaleras.

     No fue necesario tanto. Unos tíos de Matilde, pareja de labradores acomodados de Tierra de Campos palentina, aceptaron recibirla en su casa por seis meses, al parecer, sin cobrar nada. Ese sería, al menos, por el momento el final, no solo de mis servicios, sino de nuestra asidua amistad.

     El día antes de partir, Matilde y yo teníamos un nudo en la garganta, por más que yo intentara que riera con mis gracietas sobre que se iba a convertir en una destripaterrones y acabaría casada con un gañán, con las manos tan grandes como hogazas. Tal vez fuera mi alusión jocosa al matrimonio lo que la impulsó a decirme, muy quedo y sonrojándose:

-          Un día, me ofreciste un regalo, que yo consideré innecesario, puesto que ya tenía lo más valioso: tu amistad. Pienso que fui demasiado tajante, que tal vez debí pedirte algo, aunque no para mí, sino para… otra persona.

-          No dudes en decirme lo que sea que, si está en mi mano, procuraré complacerte.

-          Valora y decide libremente, pero en mí está el pedirte que lo consideres.

-          Adelante, pues.

-          Se trata de mi hermana, de Toñi. Aunque por su edad y su energía no lo parezca, ha sufrido por la muerte de nuestro padre y la situación de la familia más aún que yo. Fíjate: ahora, la que iba para matemática, ha tenido que ponerse a vender telas, y gracias que ha encontrado algo digno donde emplearse y traer un sueldecito a casa. En fin, supongo que te habrás fijado en que está interesadísima por ti. De hecho, cuando te marchabas, se pasaba el resto de la tarde dándome la matraca sobre tus cualidades y lo enamorada que está de ti.

-          Mujer, algo había notado -muchísimo, tendría que haber dicho-, pero no me parecía oportuno darle pábulo o ponerme a cortejar a la familiar de una enferma a quien venía a visitar.

-          Por eso mismo no te lo he dicho, hasta ahora. No te pido más que, una vez que ya sabes lo que siente, veas de hacerle un poco de caso; al menos, que note que tú la consideras y respetas sus sentimientos. En fin, yo no sé todavía nada de estas cosas, ni siquiera estoy segura de haber hecho bien diciéndote lo que te he dicho. Perdóname el atrevimiento y tómalo como muestra de mi cariño hacia Toñi y del que tengo por ti.

     Yo soy a veces -lo habrán notado- un poquillo mal pensado. Nadie sabe hasta dónde pueden llegar las triquiñuelas de una joven enamorada y de una hermana menor que pretende ayudarla. Lo cierto es que aquella tarde, pese a que mi visita, con eso de ser la última, duró más de una hora, Toñi no llegó de la tienda. Mas luego, según bajaba aquellas oscuras y desvencijadas escaleras, me di de manos a boca con ella. Por un instante, estuve a punto de decirle algo amable, para cumplir la petición de Matilde, pero lo cierto es que me limité a manifestarle una exagerada prisa:

-          Voy escopetado. Se me ha hecho tardísimo despidiéndome de tu hermana.

-          Espero -contestó- que no olvidarás el camino de nuestra casa. Ya sabes lo que te queremos todas.

-          Lo sé, Toñi, y os estoy muy agradecido por vuestro afecto.

     Cuando salí a la calle, sentí una extraña sensación, entre la claridad y la tristeza. Era la premonición de que, si hubiera de volver algún día a aquella casa de la calle Jabonería, sería pasado mucho tiempo, en busca de la niña enferma que tan profundamente había conmovido mi corazón[11].







    



[1] Carmen Cazurro García de la Quintana, La hija del alcalde, 3ª edición, edición de autor, Aguada (Puerto Rico), 2010.
[2] Denominación vulgar en la España de la época, para referirse a la enfermedad infecto-contagiosa del tifus exantemático, basada en el parásito transmisor y, al parecer, en una famosa y muy censurada canción de aquél tiempo (1935): Ojos verdes, de la que fueron autores Rafael de León y Salvador Valverde (letra) y Manuel López-Quiroga Miquel (música).
[3] Entre la copiosa bibliografía sobre el tema en España, he consultado: Isabel Jiménez Lucena, El tifus exantemático de la posguerra española (1939-1943). El uso de una nueva enfermedad colectiva en la legitimación del “Nuevo Estado”, en Dynamis (Acta Hispanica Medicinae Scientiarumque Historiam Illustrandam), vol 14, Granada, 1995, pp. 185-198; Esteban Rodríguez Ocaña, Tifus y laboratorio en la España de la posguerra, en Dynamis, cit., vol. 37, nº 2, Granada, 2017, pp. 489-515. Ambos artículos son libremente accesibles por Internet.
[4] Nombre imaginario.
[5]  Sobre este y otros temas del relato, me ha sido muy útil la consulta del siguiente artículo periodístico: Ángel Casas Carnicero, El piojo verde, en El Norte de Castilla, Valladolid, 26 de noviembre de 2006.
[6] En efecto, el delirio es uno de los efectos frecuentes del tifus exantemático.
[7] Miguel Burro Fleta (1897-1938), famoso tenor español.
[8] Personajes infantiles de los cuentos de Elena Fortún (1886-1952), seudónimo de María Encarnación Aragoneses de Urquijo. Inició su publicación en 1928 y la serie (con sucesivas continuaciones y recopilaciones) duró lo que la vida de la autora, publicándose incluso un volumen póstumamente (1987).
[9] Frase atribuida a Aristóteles por su biógrafo tardío, Ammonio. Puede traducirse por: Platón es mi amigo, pero la verdad lo es más.
[10] Por antonomasia, el bacilo de Koch, bacteria desencadenante de la tuberculosis pulmonar o tisis.
[11] No quiero concluir este relato sin recoger la estadística más fiable (lo que no es mucho decir, en esta materia) sobre el tifus exantemático en España, en números absolutos, entre 1936 y 1950. La fuente es: Ramón Navarro García, Análisis de la sanidad en España a lo largo del siglo XX, edit. Instituto de Salud Carlos III, Madrid, 2002, pp. 210-211. Según ese Análisis, el número de fallecidos por esta enfermedad fue de no menos de 3.899, de un total de 19.471 casos denunciados por declaración obligatoria de los médicos que los atendieron. En consecuencia, el porcentaje de mortalidad pudo alcanzar la imponente cifra del veinte por ciento, explicable por la inexistencia de antibióticos y de vacunas en el periodo álgido de la epidemia (1941-1942).

martes, 25 de junio de 2019

PRINCIPIO Y FIN


Principio y fin

Por Federico Bello Landrove



     Hay tantas formas de empezar y terminar un amor, como parejas de enamorados existan. Este relato recoge una de ellas que -como en otros muchos cuentos míos- tiene una relación con ciertas canciones de la época. No se trata de un recurso narrativo, sino de que estoy convencido del enorme poder de la música, que habla directamente al corazón, mientras la literatura suele hacerlo, más bien, a la mente.







1.      Principio



     A duras penas ha logrado llegar a tiempo de coger el tren deseado, y eso que sale a mediodía y que apenas lleva equipaje. ¡Habría estado bonito, dar plantón a Débora, tras haberla llamado un par de horas antes, para anunciarle su visita en esa misma tarde! La joven había recibido el telefonazo con más sorpresa que alegría. Luego, reflexiva y práctica, como siempre, le había preguntado:

-          ¿Y tus padres?

-          Ya los he avisado -repuso Higinio-. Total, solo será un par de días.

     Había previsto quedarse con ella algo más de tiempo, pero su implícita objeción lo dejó descolocado. Hizo la oportuna rebaja cronológica y, tras colgar, murmuró:

-          ¡Qué demonio de chica! ¿Qué se le dará a ella que yo vaya primero a León o a Castellar?

     Como narrador, respondo que claro que se le daba. Dentro de poco, verán por qué.

***

     Ya relajado en su plaza, mecido por el traqueteo del convoy, Higinio cierra los ojos y esboza una sonrisa, a causa de los amables pensamientos que le vienen. Hace justamente diecisiete horas, era un esclavo de la mesa camilla y de los códigos, que trataba de rentabilizar no menos de quince años de su vida entregados al estudio, en el colegio, la universidad y la preparación de oposiciones. Dos minutos después, tras ver su nombre y apellidos incluidos en una lista, se había convertido en don Higinio Reoyo Santander, futuro -pero seguro- corredor de comercio en vaya usted a saber dónde -ni falta que hacía-. Al toque de trompeta de aquél sonoro aprobado con plaza, se habían derrumbado las murallas de Jericó, que le impedían disfrutar de la vida y ver desembarazado su futuro. La cosa merecía celebrarse; de modo que, tras las consabidas llamadas a Débora y a sus padres, los cuatro afortunados opositores de aquella tarde -todos de la acreditada ganadería de la Academia Mercurio- habían cenado juntos en un figón de Cuchilleros y, tras abundantes brindis y copiosas libaciones, habían terminado la velada moviendo el esqueleto en el Golden, aunque en aquellos tiempos, sin pareja preconstituida, no había mucho ambiente en miércoles.  

     Acababan de sentarse tras una media hora de agitación, cuando hete aquí que empezó a sonar una de esas canciones que ni pintiparadas para bailarlas en grupo. Como impulsados por un resorte, los compañeros de Higinio volvieron a la pista, pero él decidió saborear en reposo aquella música, rítmica y pegadiza, que llevaba camino de convertirse en un bombazo. Y, para no perder la costumbre, intentó aplicar el inglés comercial aprendido para la oposición, a ver qué rayos decía aquel cantante, fuera del consabido sha, la, la – la,la – la, la la, cuya traducción resultaba evidente. Y, mal que bien, dedujo que se trataba de un enamorado que no pasa domingo sin ir a ver a su novia, María, residente en la ciudad de Amarillo[1]. Al volver sus colegas a la mesa, Higinio les comentó sus progresos idiomáticos. Alfredo, el angloparlante del cuarteto, corroboró el sentido de la letra y agregó:

-          Supongo que mañana harás tú lo mismo, solo que cambiando Amarillo por León.

     El interrogado sonrió, con cara de circunstancias. La verdad es que, cuando le dio por teléfono la feliz nueva a su padre, le había asegurado que podría abrazarlo en persona al día siguiente. Ahora, el sha, la, la le martillaba, acusatorio, como echándole en cara su displicencia. ¿O es que no era antes para él su novia que su padre, el amor que el respeto?

     Cuando, llegado a la pensión de la calle Alcalá, se zambulló entre las sábanas, ya tenía la respuesta.

***

     Débora había recibido su llamada matinal en su puesto de trabajo, el mismo desde el que, cinco años y pico atrás -ya llovió-, había atendido a Higinio y a dos condiscípulos, quedando aquel, al parecer, prendado de sus encantos. El trío de estudiantes de Derecho de la Facultad de Castellar se había presentado en el hotel, con la pretensión de organizar un baile de recaudación de fondos para su paso del ecuador[2]. Dado que en aquel tiempo aún no existía la Universidad de León[3], la petición resultaba insólita y poco acomodada a los fastos que solía acoger el Hotel Ordoño, por lo que el novato recepcionista que la recibió avisó a la joven, más avezada gracias al año y pico que llevaba en esas mismas tareas. Los estudiantes se expresaron -no muy fluidamente- ante la belleza sonriente y repulida que tenían delante-, y no puede decirse que fuera Higinio el más locuaz. Débora tomó nota de sus intenciones y del teléfono de uno de ellos, para comunicarle la decisión del gerente. Dio la casualidad de que el número de Reoyo fuera el agraciado.

     Finalmente, el baile tuvo lugar, y con notable éxito de público. Aunque había por allí muchas niñas monas, su escasísima habilidad para el baile agarrado indujo a Higinio a tomar una resolución, que nunca alabaría bastante. Con el pretexto de agradecer a Débora sus amabilidades, se acercó al mostrador donde esta desarrollaba su, por el momento, escaso trabajo y -cosa insólita en él- se pasó hora y media charlando con la muchacha, que solo pudo atenderlo en los ratos que los clientes y el teléfono la dejaban ociosa. Pero llegaron las nueve y Cenicienta, agradecida a la atención que el estudiante le había prestado, dijo:

-          Es mi hora de dejar el trabajo. Si esperas un momento, me retoco y te acompaño al salón de baile.

     Higinio pensó que la chica precisaba de retoques, mucho menos que él de lecciones de baile, pero solo acertó a decir:

-          Encantado, pero a las diez tengo que coger el tren para Castellar.

-          Todavía nos quedará más de media hora. La estación queda a dos pasos.

     Como es lógico, el tiempo restante dio muy poco de sí: lo justo para que Higinio repitiera media docena de veces que era un desastre danzando -aseveración innecesaria, dada la evidencia comprobada por su pareja- y para que Débora le pusiera al corriente de que tenía esperanzas de ascender en su trabajo, gracias a que sabía bastante bien francés e inglés, y que, con todo lo que tenía que trabajar allí y en casa, ni tiempo tenía de salir con chicos y, desde luego, no tenía novio. A buen entendedor…

     Con el tiempo justo, Débora acompañó al castellarense a la estación, hasta que partió el tren. A punto de subirse al vagón, Higinio preguntó a la joven si, como era su deseo, accedería a salir con él, si se dejara caer por León, a lo que recibió la respuesta anhelada:

-          De acuerdo, pero llámame antes. Ya sabes el teléfono del hotel.



***

     Los padres de Débora tenían una modesta labranza en las cercanías de La Bañeza, en la que también se ocupaba el hermano pequeño. Los otros dos hermanos habían emprendido el camino de la emigración. El mayor estaba en Suiza, fungiendo de electricista. La hermana pequeña andaba por la Costa del Sol, en la hostelería. La joven le dejó muy claro, desde el primer momento, que su cultura era modesta y que tenía la necesidad de ganarse la vida, cosa no fácil, habida cuenta de lo corto de su sueldo y de la necesidad de vestir y aparentar como es debido en la recepción de un buen hotel. Además, tenía que compartir con una amiga los gastos de un pequeño apartamento en el barrio de Puente Castro. Otros datos de su pasado no era fácil sacárselos a Débora. Higinio se había dado cuenta de ello aunque, por lo demás, fuese poco curioso. Al parecer, su conocimiento de lenguas tenía origen en periodos, más o menos largos, pasados en Toulouse y en el propio Londres, sacando con su trabajo lo necesario para subsistir. Con su hermano, había estado algunas temporadas en Basilea pero:

-          El alemán no se me daba y mi cuñada era una negrera. Decidí que con dos idiomas tenía bastante y me volví para España. Tuve suerte de colocarme tan cerca de casa. No sabes la de chorizos y garbanzos que me mandan mis padres   -decía entre risas-.

     Por aquel tiempo, Higinio heredó de su padre el Simca 1000 que, hasta entonces, don Fabio había usado para ir a las fábricas. Ello le dio alas, más que para desplazarse, por la comodidad de ir y venir cuando le placiera; y eso que el chico era tan laborioso, como respetuoso del trabajo ajeno. Débora, lista como el hambre, se dio muy pronto cuenta de que se las había con un muchacho bastante tímido, buen cumplidor de su deber y su palabra y, por decirlo en el sentido machadiano, bueno. De no ser por esas excelentes cualidades, lo habría despedido, por muy buen partido que objetivamente fuera. Y, no solo no lo despidió, sino que, un sábado que se le había averiado el veterano turismo, le sugirió, de la manera más sencilla y natural:

-          Conozco a un mecánico que, si le pagamos bien, trabajaría mañana y así te lo llevarías a Castellar, en vez de dejarlo aquí o pagar un pastón por la grúa.

     Higinio convino en ello y avisó a sus padres. Luego, reservó habitación en otro hotel más económico, a indicación de Débora. Cenaron de pinchos y, luego, subieron a ver la habitación. Debió de resultarles muy interesante pues pasaron en ella toda la noche, incapaces de separarse. A la mañana siguiente, desayunaron y, paseando ante San Marcelo, sonaron las campanas. Higinio se desmelenó:

-          Un día tocarán por nosotros.

     Débora, menos romántica, sugirió:

-          ¿Quieres que entremos a Misa?

     Así lo hicieron y, como veremos en el resto de este capítulo, no les fue mal con la protección del santo legionario romano[4].

***

     Seamos justos. Hemos contado algunas cosas de Débora. Hagamos lo propio con Higinio, sin rebasar los límites de la prudencia y de la utilidad para esta historia.

     Diré, para empezar, que su padre, don Fabio Reoyo y Saavedra, se habría encogido de hombros si hace años le hubiesen dicho que su hijo mayor iba a sacar a la primera las oposiciones de corredor de comercio, con el número tres. Era lo natural. Es que a algunos se las ponen como a Fernando VII -habría dicho-, e Higinio era uno de ellos. Veamos: Su padre, de familias de Castellar de las de toda la vida, era socio mayoritario y presidente del consejo de administración de la Sociedad Anónima de Piensos y Abonos, con fábricas en Cubillas de Santa Marta y Olmedo, según rezaba la publicidad de la empresa. La madre, doña Queti -llamarla Enriqueta era motivo bastante para retirarte el saludo-, era un ama de casa culta y afectuosa, pianista de nota y poetisa de gran sensibilidad, la publicación de cuyos versos había quedado auto excluida, por la fama de su padre, el Poeta por antonomasia de la familia, figura de segundo orden -lo que no es poco- de la Generación del 27. Claro que en casi todas las familias, por cortas que sean, suele haber un garbanzo negro -una alubia canela-, que entre los Reoyo era Victoria, la hermana pequeña de Higinio, con escasísima inclinación al estudio y -lo que es peor- a hacer caso de su madre o a obedecer sin rechistar a su padre-. Redondeemos la caricatura con su gran habilidad para salir con chicos desconocidos de sus padres -signo inequívoco de peligrosidad-, así como para sostener horarios y dispendios que entonces se consideraban fuera de sitio en una jovencita menor de edad[5].

     Si algo bueno y familiar caracterizaba a Victoria -que no reniega de su nombre, aunque la suelen llamar Viki-, es la adoración que siente por su hermano, dos años mayor que ella; un sentimiento de latría, que no excluye la crítica, por descontado, como tantos fieles que, sin dejar de rendir culto a la divinidad, le ponen las peras a cuarto cuando los contradice. Eso le sucedió a Viki con Higinio y, aunque hace de ello una porrada de años, no se lo ha perdonado todavía…, aunque la aparición de Débora haya mitigado mucho su enfado. Veamos por qué.

***

     Sucedió cuando Higinio estudiaba sexto de bachiller[6]. En una excursión colectiva al Pinar, de esas que comprendían ejercicios físicos -moderados-, merienda y guateque campestre, apareció Viki acompañada de una compañera de colegio, desconocida para su hermano, que al momento se prendó de ella por su infalible cóctel de bello físico, seriedad sin adustez y escaso interés por el baile. Ya que Cecilia -esa era su gracia- había sido invitada por su hermana, Higinio asumió el papel de anfitrión, en forma tan completa, que acaparó a la chica durante buena parte de la tarde. Aquel fue el comienzo de una relación amorosa -en lo que yo sé, de primer amor-, que, llevada con la regularidad y la mesura que a los padres de entonces tanto agradaban, acabó por desembocar en noviazgo tres años más tarde. Se me ocurre que, si Higinio hubiese sabido lo que se avecinaba, no habría tenido tanta tranquilidad. De Cecilia, nada me atrevo a vaticinar pues la igualdad de roles de los sexos brillaba por su ausencia a la sazón, ¡y bueno era Higinio, si alguna chica se le insinuaba o propasábase a tomar ciertas iniciativas! Viki, complacida de la elección de su hermano y comprensiva con la total adhesión de Cecilia a su voluntad, se limitaba a contemplar sonriendo aquella relación plácida y bendecida por todos. Si acaso, cuando la exasperaba alguna muestra de demasiada condescendencia de su compañera, mascullaba: esta Higinita…

     Pero los años pasan, aunque sea al ritmo paciente de Higinito e Higinita. El primero se enfrascó en los estudios de Derecho, típica titulación para todo, incluso para ejercer un puesto directivo en los ramos de piensos y de abonos. Cecilia, por su parte, concluido el curso preuniversitario[7], tomó inesperadamente la derrota de París, con objeto de seguir estudios superiores de lengua y literatura francesas; decisión de su padre, director de la Alianza Francesa[8] en Castellar, que su novia no había comunicado a Higinio hasta un mes antes de marcharse, según ella, por su esperanza de convencer a Monsieur Charcot para que reconsiderara su postura. No fue así y, una mañana de principios de septiembre, la estación del Norte de Castellar fue mudo y emocionado testigo de la separación de Higinio y Cecilia, como también de las promesas de fidelidad y amor eterno de los muchachos. Corría el año 1967. En la cantina de la estación sonaba Marioneta en la cuerda[9]: un título muy apropiado para una pareja deshecha por obra y gracia de un padre obsesionado por la Sorbona.



     ¿Les dice algo el curso 1967-1968 en París? ¡Claro!, el mayo francés, mayo del 68. La vorágine de aquel mundo, presto a estallar por obra y -ahora, sí- gracia de la juventud estudiantil, alcanzó de lleno a Cecilia, mientras Higinio seguía de lejos aquellos sucesos, entre la sorpresa y la incomprensión. ¡Al menos el curso estaba acabando! Pero cerraron las Facultades y su novia no volvió. Monsieur Charcot revolvió Roma con Santiago: primero, con ayuda de la policía -después de todo, con revolución o sin ella, su hija tenía dieciocho años[10]-; luego, desplazándose hasta el vecino país, dispuesto a localizar a su hija y traerla de las orejas, si fuera preciso. Su novio de Castellar no recibía de la familia Charcot más que largas y evasivas. Finalmente, a mediados de agosto, la chica regresó. Como si de una heroína romántica se tratase, abríase dicho que no era ella: apariencia, indumentaria, expresión, todo había cambiado. Cuando, por fin, accedió a tener una amplia conversación con Higinio, junto al estanque del Gran Parque, haciendo gala del poco cariño y del notable respeto que aún le tenía, se limitó a reconocer que lo vivido en aquel último año la había convertido en otra mujer; que había conocido a otros chicos y que, con el beneplácito de su padre, regresaría a París en otoño, a proseguir su carrera. Era un adiós, que le pedía asumiera sin acritud y sin reproches. Luego, lo besó y se alejó entre las miradas, ora admirativas, ora escandalizadas, que provocaba su minifalda.

     Cuando el muchacho volvió a casa, Viki intentó cogerlo por banda, para echarle en cara cómo su prudencia y su pureza estaban detrás de todo aquel embrollo hispano-francés, que difícilmente se habría producido, de ser él más… apasionado. Pero pronto cambió de registro, apiadada de él, y, para convencerle de lo poco bueno que había perdido, quiso contarle de pe a pa cuanto sabía de esa mosquita muerta que, según ella, se había transmutado en un putón verbenero. Higinio, harto de verborrea, la apartó con un déjame en paz, que no quiero saber más. Luego, se recluyó en su cuarto, donde a poco recibió la visita de su madre, con la bandeja de la merienda y un consejo de acierto infalible:

-          Tú, a seguir con los estudios, como hasta ahora. Chicas las hay de sobra. Ahí tienes, sin ir más lejos…

-          Déjalo, mamá, susurró Higinio. No quiero, ni merienda, ni sugerencias afectivas.

     En fin, valga lo expuesto, entre otras cosas, para explicar lo bien que le pareció a Viki que su querido hermano, meses después, encontrase a Débora. Pero, para que diese a esta su plácet, hubieron de coincidir varias razones más que, como ciertas abstrusas explicaciones, se reducen a dos: Débora era una hermosa mujer, libre y trabajadora, como a ella le gustaría llegar a ser, y, por lo mismo, sus padres le habían puesto la proa, que, en el caso de su padre, tenía incluso espolón. Tan solo había algo que Viki captó al vuelo con cierto disgusto y que, cual pregunta retórica, inquirió de su hermano:

-          Es mayor que tú, ¿verdad?

-          Dos años y pico. ¿Por qué?

-          No, por nada; solo que, en algunas cosas, te da cien vueltas. ¡Eres tan pipiolo!

     Higinio enarboló un cojín, pero Viki huyó rauda, entre carcajadas, pasillo adelante.

***

     Regresemos, tras este dilatado excurso tipo flash-back[11], a la mañana siguiente del aprobado por Higinio de sus oposiciones. La llamada telefónica del triunfador a su casa para comunicar que, antes de regresar a Castellar, pasaría unos días en León con Débora, fue recibida por Viki, lo que a su hermano pareció de perlas, a fin de no tener que pelear con sus padres. Con todo, la chica no se lo había puesto fácil:

-          Ni se te ocurra. Mira que papá ha convocado, incluso, a amigos y compañeros a un aperitivo en honor a ti, en los salones de la fábrica de Cubillas.

-          Pues que les haga él los honores. Ayer tarde, cuando lo llamé, nada me dijo de tal festejo.

-          Déjate de avisos previos ni de monsergas. De sobra sabes que va a ponerse hecho un basilisco y así, lo que podría ser motivo de júbilo, va a convertirse en un cabreo monumental.

-          No creo que sea para tanto. Dile que estaré ahí el fin de semana, para celebrarlo con la familia, que es la que verdaderamente me importa.

     Viki insistió, por donde más efecto podía hacer:

-          … Y vas a dejar en mal lugar a Débora, como si fuera ella la que te monopolizara. Es lo que les falta a los papás para recibirla de morros, cuando te decidas a traerla para que la conozcan.

     Higinio titubeó, pero finalmente se mantuvo en sus trece:

-          Insisto. Ya he hablado con ella y seguro que habrá cambiado los turnos de trabajo para poder estar conmigo.

     La joven colgó con rabia. A no ser porque papá estaba en la fábrica, a buenas horas se habría comido el marrón de transmitir a sus padres el evidente desaire e informalidad de su hermano. En cuanto a la madre, juzgó preferible decírselo ella, a ver si se le ocurría alguna disculpa medianamente verosímil. Pero doña Queti no encontró otra salida que la de aguantar el chaparrón marital o lograr que, in extremis, Higinio cediese y se personara en el aperitivo convocado por su padre:

-          Higinio -comentó con Viki- llegará a León por la tarde. Que pase la noche con su novia, si quiere, pero mañana a las doce tiene que estar aquí. Algún tren o autobús habrá y, donde no, que coja un taxi. Hasta entonces, podemos taparlo con que estuvo de celebración, cogió una cogorza y perdió el tren.

-          No es mala idea, mamá. Voy a ver cómo me pongo nuevamente en contacto con Higinio… Lo mejor será dejarle el recado a Débora[12].

-          ¿Tienes confianza en que se lo dará? A saber si no ha sido ella la culpable de todo.

-          Eres injusta, mamá. Este lío lo ha montado tu hijo, sin ayuda de nadie. Parece mentira que no lo conozcas.

     Acto seguido, Viki llamó al Hotel Ordoño, en busca de Débora. Lo hacía con la confianza de haberla conocido personalmente y charlado con ella en varias ocasiones, de manera amable y grata, con el resultado del plácet antes aludido.

     Tan pronto empezó a hablar la castellarense, fue interrumpida por la bañezana, en perfecta sintonía con ella:

-          Si ya se lo había dicho yo a tu hermano, que no me parecía en absoluto una buena idea. Es más, me pilla en muy mal momento, porque me estropea la sorpresa que quería darle.

     Y, de forma breve y bajo promesa de absoluta reserva, Débora le confesó que, para no tener que seguirse viendo en una casa compartida, había alquilado un apartamento amueblado, al que estaba dando todavía los últimos toques:

-          Se me ocurrió cuando tuvimos la certeza casi completa de que sacaría la oposición. Así, cuando quiera venir a verme, podremos estar solos.

     Viki vio el cielo abierto:

-          Entonces, ¿me das permiso para forzarle a cambiar los planes, y que primero pare en Castellar?

-          Sin problema.

-          O, mejor aún, ¿por qué no vienes por aquí y te unes a la celebración familiar? Ya es hora de que mis padres te conozcan personalmente.

-          ¡Huy, Viki, muchas gracias!, pero eso prefiero hablarlo antes con Higinio. Es un paso que daría encantada, pero tengo mucho miedo de meter la pata.

     Libre el campo, la muchacha maquinó con toda rapidez lo que tenía cierto parecido al rapto de un viajero en el ferrocarril. Su madre dudó en ofrecerle su complicidad. Finalmente, después de comer, dijeron concordes al cabeza de familia:

-          Vamos a llegarnos dando un paseo hasta la estación, por si viene Higinio en el exprés.

-          ¿Queréis que os lleve en coche?

-          De ninguna manera. Tú échate la siesta. Además, no hay seguridad de…

-          ¡Pero si hablamos ayer y quedamos en eso!, interrumpió don Fabio algo excitado.

-          Sí, pero seguro que luego se fue de celebración con otros compañeros y a saber a qué hora se habrá acostado.



***

     El convoy llegó a las cuatro menos diez en punto. La parada prevista era de cinco minutos, pero doña Queti no se paró en barras y fue a ver al jefe de estación:

-          Se trata de un hijo mío, que viene en ese tren y tiene que bajarse aquí por un motivo familiar grave.

-          Pero, señora, con cinco minutos tiene usted bastante.

-          Eso será si lo veo inmediatamente y trae poco equipaje. Pero cuente usted con que él no está prevenido, ni sabe que hemos salido a avisarle.

-          Está bien, rezongó el empleado. Pondré en antecedentes al revisor.

     La segunda parte de la ejecución del plan corrió a cargo de Viki, que tenía las piernas más ágiles que su madre, como es natural. En un pispás, se plantó en el pasillo del vagón y encaró a su hermano:

-          Me ha llamado Débora, para decir que no ha podido cambiar los turnos y que, en consecuencia, te quedes en Castellar y dejes el viaje a León para la próxima semana.

-          Pero…

-          Ni pero, ni pera. Así que coge las maletas y vamos para abajo, que está esperando mamá.

-          ¿Y papá no?, inquirió con ironía Higinio, oliéndose la tostada.

-          ¡Oye, rico! -exclamó Viki, fingiendo indignación-, si crees que te engaño, no tienes más que llamar a Débora; pero, eso sí, desde la cantina de la estación.

     Higinio plegó velas y se lamentó:

-          Precisamente ahora, que iba a proponerle formalmente matrimonio, y hasta fijar fecha para la boda.

     Viki tuvo una malévola idea excelente:

-          Y, con tantas prisas, seguro que has olvidado el anillo de compromiso.

     Su hermano, cogido en falta, salió lo mejor que pudo:

-          También en León hay joyerías.

-          Pero no tan buenas como las de aquí, replicó la joven. Y la pedida se hará en presencia de las personas que os queremos, no de aquí te pillo, aquí te mato.

     Higinio dio media vuelta y, con desgana, cogió la pequeña maleta que, por todo equipaje, traía.

     Tras los abrazos maternos consiguientes, Higinio las invitó a tomar un café en la propia estación:

-          Tengo una sed espantosa, explicó.

-          Y a lo mejor también tienes que hacer una llamada telefónica, bromeó Viki.

-          Esta chica es insufrible, dijo el hermano dirigiéndose a la madre.

-          No lo sabes tú bien, convino doña Queti.

     En esto que la gramola del establecimiento se arrancó con el tema de amor de Verano del 42[13]. Higinio pareció emocionarse y comentó:

-          Es la canción favorita de Débora, desde que vimos la película[14] juntos en León.





2.      Y fin



     Han pasado diez años desde que sonara en la gramola Verano del 42, y se nota. Débora sigue siendo una mujer atractiva, pero sus formas se han hecho macizas, fornidas casi; pequeñas arrugas surcan las comisuras de ojos y boca, y un sospechoso color pajizo dora los cabellos que antaño fueron negros. Podemos percatarnos de todo ello, hasta con minucia, dado que la interesada tiene perdida la mirada en el paisaje urbano, que la luz mortecina de un atardecer invernal permite divisar al otro lado de la cristalera. Y, si aún le queda un resto de atención para su entorno, sin duda lo reservará para el chocolate con churros que, más por costumbre que por apetito, ha solicitado para merendar. En fin, aquí está, en la cafetería de un hotel céntrico de cuatro estrellas, en el que Higinio, a su cargo, ha tenido la gentileza de reservarle habitación; en este Castellar al que tan poco simpatía dispensa; ciudad hostil, a la que ha trasladado toda la inquina que guarda a los Reoyo -los Repollo, como chistosamente los apoda su madre-, incluyendo en el grupo a su marido, con quien precisamente en su casa familiar tuvo la primera pelotera seria, hace de eso lo menos cinco años.



     Como esto pretende ser un cuento -aunque largo-, no una novela, tendrán que creerme y no exigir pruebas ni detalles. No es fácil reducir una década en un párrafo, pero, ayudado por doña Queti, puedo resumirlo en que pasó lo que tenía que pasar, cuando se pretende mezclar el agua con el aceite. Supongo que Débora sería el agua, a juzgar por el hecho de que Higinio tendría que quedar encima, como corresponde a su prosapia y cualidades. Lo cierto es que, tras seis años de matrimonio, tres mudanzas de ciudad y un hijo, la unión de Higinito e Higinita dio al traste. Eso fue por el año 79. Como entonces solía hacerse por la inexistencia de divorcio en España, la pareja se separó y, dada la corta edad del pequeño Fabio Manuel -síntesis nominal de sus abuelos-, la madre se lo llevó consigo, junto con una pensión que, en honor a la verdad, podía calificarse de cuantiosa. Termino el párrafo: Débora, con pensión o sin ella, buscó colocación en un hotel bañezano, para así poder recibir la ayuda de sus padres en el cuidado de Fabio Manuel, e Higinio finalmente logró el traslado a la codiciada plaza de Castellar, donde ahora vive con sus padres y viaja una o dos veces al mes para visitar a su hijo. Punto y aparte, que el chocolate se enfría.

     ¡Sorpresa! Una señora se ha acercado a la mesa de Débora y ambas están enlazadas en un apretado e interminable abrazo. Si no fuera por la edad y por la distancia, podríamos haber imaginado que se trataba de Viki que, en la ruptura matrimonial, se mantuvo en términos de común afecto y neutralidad -cosa peliaguda-, pero no: la hermanísima se casó, cuando la muerte de Franco[15], con un profesor de bellas artes y desde entonces vive en Mallorca, contenta y feliz -a pesar de los sombríos pronósticos de don Fabio-, procurando pisar lo menos posible su tierra natal, a no ser cuando su esposo viene a exponer en el Casino, que, por cierto, vende sus cuadros bastante bien.

     Pues no; no es Viki, sino Ascensión, la hermana soltera de doña Queti, que se empeñó en ser la madrina de Fabio Manuel, como de otros cinco o seis sobrinos y otra retahíla de sobrinos-nietos. Seguro que Débora la ha avisado de su presencia en Castellar, aunque solo sea por devolverle las varias visitas y los muchos regalos que ha hecho a su ahijado en La Bañeza. Otra taza de humeante tisana -café en este caso- y la conversación se inicia aunque, conociendo a ambas mujeres, nadie duda de que se convertirá pronto en un monólogo.

     Mientras doña Ascensión pregunta y, por tanto, deja meter baza a su interlocutora, nos enteramos por Débora de unas cuantas cosas. Por ejemplo, de que a poco de aprobarse -¡por fin!- la nueva ley del divorcio española[16], Higinio había planteado demanda ante los tribunales de Castellar, solicitando expresamente que se le adjudicara la guarda y custodia de Fabio Manuel, habida cuenta de su edad y sexo[17], y rebajando en consonancia la pensión compensatoria para la madre. Débora, como es lógico, se había puesto como un basilisco, dejando muy claro que litigaría hasta el fin por quedarse con el niño, no porque la compensación de Higinio fuese mayor o menor -hasta puede metérsela por donde le quepa, le había soltado a su abogado-. Luego, iniciado el proceso con el cuchillo entre los dientes, de la noche a la mañana y sin dar explicaciones, Higinio había cambiado de criterio, aceptando que el niño viviese con su madre y la pensión siguiese como hasta entonces. Obviamente, Débora aceptó el parecer de su abogado y el pleito se había encauzado por los trámites de mutuo acuerdo. Precisamente, eso era lo que había traído a la bañezana a su detestado Castellar: firmar al día siguiente el convenio en el juzgado. Como Fabio Manuel apenas contaba siete años, se había excusado, no ya su presencia, sino incluso su examen o interrogatorio por el magistrado.

     Eso era, a grandes rasgos, lo que Débora había estado contando durante un cuarto de hora a su tía política, mientras esta daba buena cuenta de la casi totalidad de la ración de tejeringos. Encogiéndose de hombros, la sobrina acabó su relato con estas palabras:

-          Él dice que lo ha hecho pensando en el niño, en lo que objetivamente tiene razón, pues en ninguna parte va estar mejor que conmigo. De todas formas, podía haberlo pensado antes y no haberme dado los meses de terrible desazón que me ha hecho pasar.

     Ascensión sonrió casi imperceptiblemente y replicó:

-          No dudo de la buena intención de Higinio para con Fabitín, pero algo me dice que ha habido algo más. En fin, hija, bien está lo que bien acaba.

     Débora comprendió perfectamente que doña Ascensión sabía algo interesante para ella que, sin embargo, le ocultaba y que, por más que la señora fuese muy locuaz, no iba a desembuchar así como así. Pidió un par de cafés con sendas ensaimadas, dispuesta a llegar hasta el fondo, aunque le costase tiempo y dar algún rodeo.

-          Y qué, tía, ¿cómo van las cosas por la mansión Reoyo?

     Ascensión pasó una interminable revista a toda la familia, Viki incluida, mientras Débora prestaba cada vez menor atención, aunque lo ocultara. He dicho a toda la familia, pero es inexacto: no había hecho mención siquiera de Higinio. Su todavía mujer decidió interrumpir la cháchara:

-          ¿Qué me dices de Higinio? ¿Le va bien, de nuevo en Castellar?

    La señora titubeaba y se andaba por las ramas. Débora insistió:

-          No creas que vas a hacerme daño o a molestarme, hablándome de él. Si te pregunto es para estar prevenida, por si mañana me sale con alguna sorpresa de última hora. Bueno, y también por tener que contar a Fabitín algo de su padre, al que tampoco es que vea mucho.

     El susodicho diminutivo -que Débora jamás usaba- tuvo la virtud de ablandar el corazón de su madrina quien, no obstante, empezó muy cautelosa. Pongamos unos asteriscos para hacer un pequeño alto, y luego seguimos.

***

-          Por cierto, preguntó Ascensión, ¿conoces a Cecilia, Cecilia Charcot?

     Débora no la había visto nunca, pero sabía perfectamente de quién se trataba. No obstante, decidió disimular un tanto:

-          No tengo el gusto, aunque me suena el nombre. ¿No es una amiga de la familia?

     La pretendida ignorancia pareció dar cuerda a la locuacidad de la señora, que se empeñó en recordar la vida de Cecilia, desde los lejanos tiempos en que había sido el primer amor de su sobrino Higinio y, luego, su novia pudorosa, hasta el desmelene de mayo del 68 en París. De todo eso, Débora estaba al cabo de la calle. El parloteo se puso más interesante para ella, según doña Ascensión fue acercándose al presente. Resumiré mucho sus palabras:

-          Creo que ni acabó los estudios. Se casó en Francia con algún cantamañanas: Cómo sería que lo hicieron por lo civil y sin avisar a la familia. Debía de estar ya embarazada, porque la chiquilla que tuvo está muy crecidita…

-          ¿Es que la conoces?

-          Vagamente, pero sí… ¿No sabes que Cecilia ha vuelto para España con la hija?

     Y así, doña Ascensión fue rellenando los años intermedios, como buenamente supo. Cecilia se había colocado en París de empleada en unos grandes almacenes, aprovechando su conocimiento de idiomas y su don de gentes. Finalmente, harta de una convivencia muy poco grata e íntima, había solicitado el divorcio y, al cabo de otro par de años, había retornado, como una hija pródiga, a la casa paterna.

-          No me digas más, tía -aventuró Débora, para impulsar las confidencias de Ascensión-: Higinio y su primer amor han decidido editar la segunda parte.

     La señora asintió. Es más, mucho más experimentado, y escarmentado de sus errores de adolescente, el corredor de comercio y la profesora de idiomas -enseguida la había colocado su padre en el elenco de la Alianza Francesa- se habían ido a vivir juntos en un piso moderno y muy luminoso, al otro lado del río.

-          ¡Qué escándalo! -bromeó Débora-. ¿Cómo se lo ha tomado mi suegra?

     Ascensión creyó que la exclamación iba en serio y dijo:

-          Mujer, como Higinio y tú estáis a punto de divorciaros… No sabes las ganas que tiene Queti de que Higinio quede libre, aunque -según dicen- no podrá casarse por la Iglesia.

-          Bueno -prosiguió la guasa de Débora-, no creo que sea obstáculo para heredar en su día las fábricas de don Fabio.

     Esta vez, su interlocutora sí captó la ironía, pero no le gustó:

-          Tú ten cuidado -advirtió, maternal-. Esa Cecilia sabe más que los ratones colorados. Mira que no le birle los derechos a Fabitín, para favorecer a la otra y a los que puedan venir, que todavía son jóvenes.

     Estaban a punto de dar las ocho. Doña Ascensión se percató de ello de pronto y se levantó escopetada:

-          ¡Jesús!, exclamó, cómo se nos ha pasado el tiempo. No sé si llegaré a misa en San Miguel.

-          Te acompaño, tía, repuso Débora, dejando dinero bastante sobre la mesa. Ha caído la niebla y, por otra parte, me apetece dar un paseo. Tengo la cabeza un poco cargada.

     Recorrieron juntas el par de calles que las separaban del magno templo. A la puerta, se repitió el abrazo interminable.

-          Cuídate mucho, hija, y no te fíes de mi sobrino, estando detrás esa pécora.

-          Tú también, tía, y no te preocupes: Estaré alerta y no diré ni palabra de nuestro encuentro.

***

     De buena gana habría tomado el camino de los soportales y de la Plaza del Poeta, pero le estaba empezando un reconcomio por todo lo que acababa de saber, y, de otra parte, no le apetecía correr el albur de encontrarse con su marido antes de tiempo. En consecuencia, dio un paseo hasta la Plaza de Capitanía, aprovechando la soledad de las calles para iniciar un bisbiseo, cuyo tono iba en ascenso, presa de la indignación ante la desfachatez y mendacidad de su esposo, que pretendía tomarle el pelo con el interés de su hijo, cuando de lo que se trataba era de buscarse la forma rápida de contraer nuevo matrimonio, y a saber si, también, de colocarlo detrás de la hija de Cecilia y de los que pudiesen venir después. Por un momento, se lo imaginó con su carita de bueno, en el juzgado, a la mañana siguiente, preguntándole con su almibarada cortesía si había dormido bien, o cómo estaba Fabio Manuel de su sinusitis. Soltó un palabro más alto que el resto de la salmodia y un transeúnte que brotó inesperadamente de la niebla la miró, sorprendido. Débora bajó la cabeza con vergüenza y, hasta llegar nuevamente al hotel, solo un imperceptible movimiento de labios -además del taconeo- fue síntoma de que hervía su interior.

     Los churros, el chocolate, el café torrefacto, el cabello de ángel de la ensaimada, bailaban en su estómago, que empezaba a despedir un ardor inconveniente. Desechó todo intento de cenar, pidió directamente al camarero un antiácido y una manzanilla y se sentó para tomarlos en la mesa más apartada que había en la cafetería del hotel. Con todo, desde el hilo musical, sintonizado con Los 40 Principales[18] le llegó nítida la voz del locutor del momento:

     Hace diez años, en 1972, el cantante inglés, Tony Christie, llenaba las ondas con dos éxitos fulgurantes, que sin duda no han olvidado: Amarillo[19] y No vayas a Reno[20]. Recordemos para nuestros oyentes la canción menos famosa de las dos y, sin embargo, tan hermosa como su hermana gemela. Con todos ustedes, No vayas a Reno (o Don’t go down to Reno), por Tony Christie.


     Estoy seguro de que ustedes esta canción inolvidable, no es que la hayan olvidado, sino que seguramente no la han conocido nunca. Como su título da a entender[21], el cantante pedía a su amor que no viajase hasta Reno -o se fuera un poco más allá-, sin antes intentar una reconciliación que pudiera salvar su matrimonio. Como ven, no era un mensaje que pudiera calar en el corazón de Débora, dadas sus circunstancias por nosotros conocidas; pero sí le revolvió aún más las tripas, trayendo a su imaginario el retrato de una pava sosa -ella-, que había viajado hasta Reno-Castellar, no por propia iniciativa, sino para aliviar la conciencia y agilizar el nuevo enlace de un tipo -Higinio-, que no había tenido la consideración ni la vergüenza de explicarle sus verdaderas razones.


     Presa de una incontenible excitación, acabó de un trago la manzanilla -quemándose la lengua en el empeño-, pidió en recepción la llave y subió a toda prisa a la habitación. Se tiró sobre la cama sin abrirla y, como muy pocas veces en su vida, sollozó de rabia y de bochorno. Luego, poco a poco, se fue calmando y, en la penumbra de aquel desconocido cuarto, sin otra luz que la poca que entraba por la ventana, se quedó, extrañamente, dormida.

***

     Despertó un par de horas más tarde. El malestar del estómago se había desplazado a la cabeza, cuyo hemicráneo derecho parecía sufrir los martillazos de un herrero. Se deslizó hasta el cuarto de baño y, con agua apenas tibia, estuvo cosa de diez minutos bajo la ducha. Acarició -más que secó- su cuerpo con la enorme toalla y, a continuación, se dirigió a la mesilla y tomó un par de pastillas de su analgésico habitual. Aún desnuda, caminó hasta la ventana y contempló aquella extensión desangelada y plana de losas de granito y yerba mustia por el helor y las pisadas. La niebla había levantado casi y Débora imaginó la emoción de algún insomne vecino al otro lado de la plaza, contemplando con unos improbables prismáticos su perfil, quizá demasiado opulento, recortándose entre cristales. La fantasía estuvo a punto de hacerle reír. Dio un pudoroso paso atrás, pero no se apartó de la ventana, hasta sentir un escalofrío. Aún posó la frente en el cristal, como terapia natural de la migraña que empezaba a hacerse tolerable. Regresó al lavabo; empapó la toalla de manos con una mezcla de agua fría y colonia, y la aplicó en la zona dolorida. Finalmente, abrió el lecho y se sumergió entre las sábanas frías, adoptando la típica posición fetal. Susurró don’t go down to Reno[22]y se dijo que, dada la hora, aún estaba a tiempo de descabezar un sueñecito.

     Cuando despertó, eran casi las seis de la mañana. Rápidamente se aseó, hizo el equipaje y tomo el ascensor hasta el piso bajo. Al bostezante empleado de noche le saludó sonriente y manifestó su propósito de marchar enseguida.

-          Ya sabe que el señor Reoyo corre con el abono de la habitación, advirtió Débora.

-          En efecto, señora. Está anotado en el libro.

-          ¿Podría tomar algo, aunque solo fuera bebido, o frío?

-          Sólo a partir de las siete. -El recepcionista consultó su reloj-. Falta media hora.

     Débora hizo un gesto de contrariedad. El empleado, como si intuyera su compañerismo, se mostró espléndido:

-          Tome. Yo no marcho hasta las ocho.

     Le tendió la mano con una chocolatina rellena de almendra picada. Débora la aceptó con su mejor sonrisa.

-          Hágame también el favor de llamar un taxi. ¡Ah, y diga a su colega de mañanas que entregue esta nota para el señor Reoyo!

     El vehículo de alquiler llegó en tres minutos. Débora advirtió a su conductor:

-          Tengo bastante prisa, pues he de coger el autobús de las siete a Ponferrada.

-          Tranquila, señora -le contestó-. A estas horas no hay circulación y los semáforos están todos en ámbar intermitente.

    En efecto, no hubo problemas…, por el momento. Atrás quedaba, como estandarte de combate, aquella nota, garabateada con tranquila furia:

     Tu esposa de La Bañeza te desea un segundo matrimonio tan feliz como el primero; pero este buen augurio no implica que, haciéndome pasar por tonta, haya de facilitároslo.





    



[1]  Obviamente, se trata de la canción Is this the way to Amarillo, o Amarillo a secas, creación de Neil Sedaka y Howard Greenfield, publicada en 1971 y popularizada por el cantante inglés, Tony Christie. En su primera salida, alcanzó el número 1 en Alemania y España (en nuestro país, durante cinco semanas, en junio y julio de 1972). Un muy exitoso reestreno (2005) le permitió alcanzar el primer puesto en Reino Unido e Irlanda. Sabido es que Amarillo es una ciudad situada al noroeste del estado de Texas.
[2] Festejos que, a la sazón, se celebraban para conmemorar el haber alcanzado la mitad de los estudios de Licenciatura. En la de Derecho (plan de 1953), eso tenía lugar mediado el tercer curso.
[3] Dicha Universidad se creó formalmente en 1979. Hasta entonces, solo albergaba la Facultad de Veterinaria del Distrito Universitario de Oviedo, así como algunos Centros homologados.
[4] San Marcelo lo era, según la tradición.
[5] Recordemos que, entre 1943 y 1978, la mayoría de edad en España estuvo fijada en los 21 años.
[6] Con arreglo al Plan de estudios que sufrieron Higinio y sus coetáneos, dicho año se cursaba con un promedio de 16 años de edad.
[7] Curso de enlace del bachillerato con el ingreso en la Universidad. Posteriormente, pasaría a denominarse C.O.U., es decir, Curso de Orientación Universitaria.
[8] La Alianza francesa (Alliance Française) es una organización fundada en 1883, que promueve el idioma y la cultura franceses en el mundo. Su sede central se encuentra en París. Su principal misión es enseñar el francés como segundo idioma, expidiendo en su caso títulos oficiales del Gobierno galo.
[9] En inglés, Puppet on a string (1967), original de Bill Martin y Phil Coulter, popularizada por la cantante Sandie Shaw, con la que ganó el Festival de Eurovisión de 1967. Fue número 1 en España durante las dos primeras semanas de mayo de dicho año.
[10] Esta edad no significó ser mayor en Francia, hasta una ley de julio de 1974.
[11] Expresión cinematográfica en inglés, para aludir a una técnica narrativa de inserto de sucesos antecedentes. Es característica del llamado cine negro.
[12] ¡Ay, aquella época en que no teníamos en España telefonía móvil!
[13]  Solía ser cantado y acompañado al piano por su autor, Michel Legrand. La banda sonora fue premio Oscar de 1971.
[14]  Verano del 42 (Summer of ’42), dirigida por Robert Mulligan en 1971.
[15] Suceso histórico acaecido el 20 de noviembre de 1975.
[16] Se alude a la Ley 30/1981, de 7 de julio. Sabido es que, mucho antes, existió la análoga ley de divorcio de la Segunda República, de 12 de marzo de 1932, derogada por ley de 23 de septiembre de 1939. Esta ley derogatoria preveía la posibilidad de anular con efecto retroactivo los divorcios, si lo solicitaba uno cualquiera de los esposos.
[17] Supongo que se trataría de solicitar la aplicación de la redacción del Código Civil anterior a la reforma citada de 1981, que obligaba al juez, en general, a tomar en consideración la edad y sexo de los hijos, para asignar su convivencia al padre o a la madre, en caso de nulidad o separación matrimonial. Esos criterios, aunque periclitados con la reforma, siguieron alegándose y tomándose en cuenta, por inercia o por su acierto, durante algún tiempo.
[18] Cadena de emisoras, dedicadas exclusivamente a transmitir música moderna. Desde 1979 (por tanto, en la fecha a la que se contrae el relato) ya se difundía por emisoras propias, pero dentro de la Cadena S.E.R. (Sociedad Española de Radiodifusión)
[19] Véase más arriba, la nota 1.
[20] En su inglés original, Don’t go down to Reno, canción de 1972, de la que fueron autores Peter Callander y Mitch Murray. Apareció primeramente en el álbum With loving feeling, cantado todo él por el citado Tony Christie.
[21] Reno era en 1972, y lo sigue siendo ahora (2019), una ciudad del estado norteamericano de Nevada, donde el divorcio de mutuo acuerdo resulta particularmente fácil y rápido, si bien requiere la previa domiciliación de, al menos, uno de los cónyuges en Nevada, durante un mínimo de seis semanas.
[22] No vayas a Reno. Véanse las notas 19 y 20.