Con un poeta
ejecutado ya ha habido bastante
Por Federico Bello
Landrove
In memoriam, José María
Iribarren
La detención de Jorge Guillén en Pamplona, a primeros de septiembre de
1936, estuvo a punto de acabar muy mal para el insigne poeta. Afortunadamente,
todo quedó en un susto de cuatro días, seguido de una liberación que, promovida
con afán por su padre, tuvo el apoyo de otras varias personas, conocidas unas,
anónimas las más. Pues bien, contados por un narrador ficticio, pero veraz, los
hechos sucedieron así.
1. Este mundo del hombre está mal hecho
Creo que fue el 7
de septiembre. Recuerdo que aún duraba el júbilo por la toma de Irún, que
cortaba toda comunicación por tierra de la Zona Norte de la República con
Francia.
Me hallaba en el Gobierno Militar de Pamplona, iniciando mi tarea diaria de
secretario del Juzgado Militar de la Plaza, cuando me pasaron una llamada del
Cuartel General de Mola en Valladolid.
Al otro lado del hilo telefónico, una voz juvenil y un tanto imperativa me hizo
saber que estaba hablando con el alférez Iribarren, secretario del General. Me
identifiqué yo, a mi vez, como Ignacio Azpíroz, del mismo rango que mi
comunicante. Inmediatamente, cambió de tono:
-
Azpíroz…
No serás el procurador que tiene el despacho en el Paseo de Sarasate.
-
El
mismo. ¿Cómo es que sabes de mí?
-
Pues
porque yo he sido, hasta hace poco más de un mes, abogado en Tudela. No sé si,
incluso, me habrás llevado algún asunto de la Audiencia.
Como era aún muy temprano
y el nombre de Mola tenía un predicamento absoluto en aquellos tiempos, estuvimos
charlando unos minutos, lo suficiente para percatarme de que, más por
convicción él, más por seguridad yo, nos habíamos incorporado a la vida militar
-diría- administrativa y ya no nos
desprenderíamos del uniforme hasta acabar aquella incivil contienda. Mas su
llamada tenía un objetivo concreto que habría de llevarme a uno de los pocos
episodios venturosos que me cupieron en suerte como Jurídico militar. Veamos:
-
Te
llamo -concretó José María Iribarren- porque tenéis ahí detenido a un profesor
universitario natural de Valladolid.
Ya sabes cómo están las cosas…
-
¿Y
qué quieres que hagamos?
-
Mola
está muy interesado en recabar informes y controlar la situación para que, bajo
ningún concepto, vaya a hacerse una barrabasada. Dice que con un poeta ejecutado, ya ha habido bastante.
-
¿Es
que el profesor del que me hablas es también poeta?
-
Eso
dicen. Incluso tiene algún libro publicado.
-
Está
bien. Dame el nombre y me encargaré.
-
Se
trata de Jorge Guillén, pero también han detenido a su esposa: una francesa que
se llama Germaine, Germaine Cohen.
-
Tomo
nota y me pongo en acción, pero haz el favor de mandarnos al Juzgado un
telegrama en nombre de Mola, ordenando lo que acabas de pedirme. Solo así puedo
garantizar la vida de tu poeta, si es
que no se lo han cargado todavía.
Apenas habíamos
terminado de hablar, cuando apareció por la oficina el capitán García, juez
titular del Juzgado Militar. Le expuse el relato de Iribarren y el mandato de
Mola. Pareció más sorprendido por este que por aquel:
-
Ayer
tarde me llamaron del Gobierno Civil y me contaron que ese matrimonio es con
toda probabilidad una pareja de espías, que anda entrando y saliendo por la
frontera, aprovechando la nacionalidad francesa de la señora. Precisamente iba
a mandarte ahora que abrieses proceso sumarísimo contra ellos por ese motivo
pero, ya que Mola ordena prudencia, le obedeceremos. Iniciaremos solo una
investigación previa y tú trasládate a la Cárcel para tomar declaración al
matrimonio.
-
¿Le
dijeron los del Gobierno el motivo de sus sospechas? Si le dieron algún dato,
me sería bueno conocerlo para así orientar el interrogatorio.
-
Tenían
los pasaportes llenos de sellos de entrada y salida de España por Irún y,
últimamente, por Valcarlos. De ella se sabe que es de familia judía y parece
que su padre es masón. El profesor es un tibio, de familia radical
y amigo de toda la caterva de poetas de izquierdas. Más le vale que Mola lo
avale porque, si no, mucho me temo que le aguarde el paredón.
Me estaba subiendo ya al Berliet, cuando me alcanzó a grandes
zancadas el cabo escribiente, con un papel en la mano. Era el telegrama que nos
habían prometido. Estoy por jurar que el texto era de propia mano de su
remitente:
Absténgase cualquier decisión sobre
detenidos Jorge Guillén y Germaine Cahen hasta recibir mis órdenes. Mola.
Ni que decir tiene
que, en posesión de aquel documento, me sentí mucho más seguro.
***
Nos acomodaron
-como era habitual- en uno de los tabucos destinados al archivo de la prisión.
El cabo se puso al teclado de la Royal que,
junto con los folios de papel de oficio, los calcos y el vetusto Código
militar, ocupaban todo el espacio de la mesita de despacho. Hice a un lado el
sillón para sentarme e invité al inquilino
de la celda 100
a que tomase asiento frente al escribiente. Así lo hizo, en ligero escorzo para
tenerme cara a cara. El individuo resultaba de grata presencia: alto, más bien
delgado, con rostro ovalado de finas facciones, veladas por gafas de alta
graduación. Su frente, ampliamente despejada de cabello, y el ligero
encorvamiento denotaban su edad, bastante alejada ya de la juventud.
Una vez se le
hicieron las preguntas generales de la ley, preferí llevar la indagación a mi
aire, centrándome en aquellos aspectos que más podrían incriminarlo, a fin de
que diera las explicaciones oportunas. Tiempo habría luego de pasar mis notas a
las fojas, como dicen por América.
Guillén respondía
con voz suave, casi monótona, aparentando veracidad y calma, aunque la
procesión fuese por dentro. Recuerdo con toda nitidez su explicación de la presencia
en Navarra de su esposa y de él mismo, así como del paso reciente de la
frontera de Francia:
-
Tenemos
dos hijos, chico y chica, de once y trece años de edad, con doble nacionalidad,
al haber nacido en París de madre francesa. A primeros de agosto pasado,
estuvimos todos a punto de morir en un bombardeo, en las afueras de Valladolid.
Mi esposa y yo decidimos que nuestros hijos no debían correr más riesgos y
tomamos las medidas oportunas para pasarlos a Francia con sus abuelos maternos.
Al estar batallándose en Irún, optamos por la frontera navarra. Para evitar
dificultades, yo me quedé en Pamplona y el cruce lo hizo mi mujer, con los
niños. Luego, ella retornó conmigo y, cuando nos disponíamos a regresar a
Valladolid, nos detuvieron y aquí estamos, desde el domingo,
en celdas separadas y con la preocupación que puede usted figurarse.
Vacilé antes de
darle la siguiente información, pero me pudo la curiosidad:
-
¿Y
cómo es que se pusieron en contacto con el general Mola? El General ha
manifestado interés por su caso.
La mirada de
Guillén se iluminó, entre el júbilo y la sorpresa:
-
No
conozco al señor Mola ni sé de nadie que le haya hablado de nosotros. Lo único
que puedo decirle es que logré ponerme en contacto telefónico con una persona
conocida de aquí, con el ruego de que avisara a mi padre de cuanto sucedía.
Seguro que él habrá revuelto Roma con Santiago. No obstante, lo de Mola…
-
¿No
sabe que el General está ahora en Valladolid? Nada, pues, más fácil que llegar
hasta él desde dicha ciudad. Y más, siendo su padre simpatizante de Lerroux.
Mi interlocutor
calló. Yo volví con otra pregunta:
-
¿Con
quién habló usted por teléfono aquí, en Pamplona?
-
Preferiría
no dar su nombre. No quiero crearle complicaciones.
-
Allá
usted -repliqué muy serio- pero cabe la posibilidad de que lo acusen de
espionaje; así que más valdrá que revele todas las identidades que se le pidan…
-
Está
bien. Se trata de don Víctor Navarro, un profesor de mi hijo Claudio en el
Instituto Escuela de Sevilla.
Por lo que me cuenta, cumplió mi encargo y la bondad y eficacia de mi padre
habrán hecho el resto.
-
Conforme…
Supongo que tampoco su esposa habrá tomado parte en nada contrario al
Movimiento. Como se dice de ella que es judía y de padre masón...
Guillén pareció
indignarse. Trató de serenarse, tomando unos segundos para contestar:
-
Que
es judía de sangre, no voy a negarlo. Su apellido lo delata. Por lo demás, no
sé qué tenga que ver con nuestra guerra civil. ¿Acaso los nacionales son antisemitas?
-
Más
bien, al contrario -repuse-. Es más que probable que los judíos sean pro
republicanos. Ahí está el señor Blum.
¿Y qué me dice de su suegro: es masón o no?
-
Supongo
que no irán a acusarnos por las ideas de nuestros parientes…
-
Claro
está, pero más vale que conteste que no, no sea que lo que ha conseguido su
padre lo eche a perder su suegro.
Esto dicho,
procedimos a redactar y firmar la declaración formal. A la salida, me
entrevisté con el director de la Prisión y le hice leer el telegrama de Mola.
-
Así
que es un tipo importante, me comentó.
-
Importante
o no -repliqué-, más vale que lo ponga a buen recaudo, así como a la señora. Si
les ocurre algo, será usted el
responsable. Y ahora, si tiene la bondad, mande llamar a doña Germaine Cahen.
Aunque brevemente, tengo que interrogarla.
***
Mal que le pesara
al capitán García, muy deseoso de abrir una causa por algo distinto de rebelión
militar, la orden de liberación de Guillén y su esposa nos llegó de manera
inmediata, en forma de telegrama:
Procedan carácter inmediato gestionar
liberación señor Guillén y esposa. Padre detenido viaja hasta ésa con
pertinente documentación firmada por General. De orden de Su Excelencia,
Iribarren, Secretario.
En efecto, a las
ocho de la mañana siguiente, don Julio Guillén, padre del poeta, estaba a la
puerta del despacho, con la orden de liberación, firmada por Mola, y los
pasaportes para regresar a Valladolid. Según me indicó, había viajado en coche,
de un tirón, desde la capital vallisoletana hasta Pamplona. Medio en broma, le
pregunté:
-
¿No
habrá sido en un Berliet Dauphine? Es
el vehículo que, muy generosamente, un médico pamplonés ha puesto a disposición
del Juzgado.
-
Creo
que se trata de un Hispano Suiza.
Estaba muy nervioso y no conocía el camino, por lo que alquilé un taxi en
Valladolid.
-
Pues
vamos en seguida a la cárcel, para que no le cobren demasiado por la carrera.
Ya están prevenidos desde ayer tarde.
Montamos en el
taxi y fui indicando el camino hasta la Prisión Provincial. Llegados allí,
presentamos la documentación al subdirector y, apenas media hora más tarde, la
familia Guillén abandonaba nuestra ciudad, rumbo a la capital del Pisuerga. Me
gustaría contar que el poeta se despidió de mí con alguna frase inspirada o, al
menos, que me estrechó la mano, pero nada de eso sucedió. Se ve que el pobre no
veía llegar el momento de la partida, o que no me guardaba ninguna simpatía.
Así que, si les parece, podemos recoger alguna de sus frases ulteriores,
alusivas a aquellos penosos momentos:
Cada
noche que pasaba era muy difícil soportarla, porque era más fácil matar que no
matar. Pero matar a un español no tenía importancia. Que un español mate a otro
español es un acto patriótico.
2. Las doce en el reloj, o el mundo está bien hecho
Martes, 14 de mayo
de 1957. Dos caballeros de mediana edad, paseantes por el Campo Grande, se
sientan en la amplia plazoleta que preside una fuente monumental. Uno de ellos
se la presenta al otro:
-
Ahí
tienes, la Fuente de la Fama, con su barquillero y todo. ¿Probamos suerte?
-
No
creas, que el paseo me ha abierto el apetito.
¿Resultaría
ridículo que dos señores -Iribarren y
yo- probasen suerte? Espero a que el barquillero se encuentre solo, pero no me
atrevo a jugar por esos canutillos casi ingrávidos, envueltos en crujiente
papel de seda, y opto por los solemnes gofres, medias lunas dobles,
cuadriculadas y melosas, que se dan a los dientes con un escandaloso chasquido.
Su dulzor pegajoso aviva los recuerdos de aquellos meses dramáticos. Los evoca
José María:
-
Mola
no paró mucho por aquí. En octubre partió para Ávila y ya no volvió. ¡Chico,
qué despedida le hicieron! Media ciudad se echó a la calle; claro que entonces
Franco estaba recién nombrado y nunca le tiró Valladolid. Ya te he contado que
a la calle en que vivió el Poeta de mayorcito, le habían cambiado el nombre por
el de 18 de Julio.
Pues bien, el Alcalde le ofreció al General la dedicación de una vía y, ni
corto ni perezoso, optó por esa. Figúrate, postergar la fecha del Alzamiento,
para honrar a uno de sus jefes y promotores.
-
Supongo
que serían unos meses terribles -comento-. A los sublevados les serviría de
mucho alivio saber que el General en Jefe del Norte estaba en la ciudad,
dirigiendo desde aquí la guerra.
-
Ya
te mostré el balcón de esquina en el primer piso del Ayuntamiento donde tenía
su despacho. Los demás -yo entre ellos- nos apelotonábamos en dependencias de
la planta baja donde, mal que bien, funcionaba el Estado Mayor. Luego él se fue,
buscando la cercanía del frente, pero consintió que yo me quedase todavía un
tiempo más. No me agradaba el silbido de las balas.
-
Si
te descuidas -bromeé- te alcanzan las propias, sin comerlo ni beberlo.
Se levantó, hasta
un surtidor donde beber unos sorbos. Regresó luego y, entornando los ojos,
prosiguió con sus recuerdos:
-
No
sabes la de recomendaciones para Guillén que su padre logró en un par de días.
Hasta la del señor Arzobispo, aunque el hombre no estaba muy bien visto.
Pero el empujón definitivo vino de parte de Queipo de Llano,
como sabes, equivalente de Mola en el Sur. Aprovechando el conocimiento que los
Queipo tenían de la gente de Valladolid, y sabedor de que nuestro Poeta era
entonces catedrático de la Universidad de Sevilla, Mola telefoneó o telegrafió
-ya no lo recuerdo- a su colega y supeditó la liberación de Guillén a lo que
contestara su informante. Queipo debió de responder de forma favorable y para
mí que fue de él la frase que a este respecto circula, sobre que con un poeta ejecutado, ya había habido
bastante.
-
O
sea que, en el fondo, Guillén salió adelante, gracias al sacrificio precedente
de García Lorca.
-
Tómalo
así, si quieres. Yo, personalmente, creo que no les habría importado mucho que
hubiese dos poetas menos, si Guillén hubiera sido tan significado como Lorca.
Miramos la hora:
mediodía. Iribarren masculla, las doce en
el reloj. Se vuelve hacía mí y me exige:
-
Ahora
le toca a usted, alférez Azpíroz. Cuénteme con detalle la ominosa detención, consejo
de guerra en ciernes y jubilosa liberación de Guillén en Pamplona.
-
Ya
lo hemos hablado en varias ocasiones -me resisto infructuosamente-.
-
Siempre
queda algo en el tintero, replica inexorable.
-
Conforme
-concedo-, pero reanudemos la marcha. Aún tenemos que recorrer varias estaciones.
En efecto, eran
varias pero casi todas en un pañuelo:
El negocio familiar de la calle Santiago, número 27, orientado cada vez más al
ramo de ferretería. La casa natal, en el número 11 de la
antigua calle de Caldereros, ahora, del pintor Montero Calvo; la parroquia de
Santiago, donde cristianaron al Poeta; la morada -número 8- de la calle de la
Constitución -ahora del General Mola-, de notable empaque.
Al afrontarnos con
el Ayuntamiento, Iribarren trajo a cuento lo complicado de la vida de Guillén,
a partir de su liberación pamplonesa, pese al cuidado puesto para no molestar
de ninguna forma a los gerifaltes de la zona nacional.
-
Tengo
entendido -aduje- que, por consejo de su padre, quemó toda la correspondencia
archivada, que había mantenido con amigos y compañeros de la cáscara amarga. Tampoco lo pasó bien su padre, quien llegó a
ser encarcelado durante breve tiempo, vaya usted a saber por qué.
-
Peor
le fue al hijo quien, pese a haber despertado cierto interés benévolo por parte
de Queipo de Llano,
acabó siendo depurado como catedrático, con una suspensión bienal de empleo y
sueldo. Con su mujer e hijos en Francia, sin trabajo remunerado y con harta
experiencia de vivir en el extranjero,
Guillén pasó a Francia, con la inestimable ayuda de don Pedro Sáinz,
y hasta ahora.
Se quedó mirando
unos momentos la estatua del Conde Ansúrez, que presidía la Plaza, y agregó:
-
Eso
fue en el verano del 38. La verdad es que ignoro la fecha exacta.
A lo que yo,
atrevidamente, añadí:
-
El
día no lo sé pero la hora, fuese o no mediodía, era ¡las doce en el reloj!
***
Invité a comer a
Iribarren en La Viña, como buen
anfitrión en tierra castellana, en la que llevaba yo ejerciendo de secretario
judicial unos diez años. Se ve que mi etapa de escribano militar durante la Guerra había revelado mi vocación,
propia de una persona puntillosa, pero de escasa iniciativa. José María, por el
contrario, tras ejercer de Jurídico militar toda la contienda, colgó el
uniforme y volvió a la toga civil, sin otra novedad que la de dejar la ribera
del Ebro por la del Arga.
Ahora, de regreso de una vista en el Tribunal Supremo, había aceptado por fin
mi invitación, para darse un garbeo por Valladolid, en busca de aquel semestre
perdido en que nuestras vidas se cruzaron con la de Guillén.
Cierto es que,
para más tentarlo, yo le había animado a recordar aquellos acontecimientos que
nos pusieron en contacto y buen trato para siempre; pero es que Iribarren era
incansable. Cuando nos servían el café, ya estaba preparando la excursión de la
tarde:
-
Digo,
Ignacio, que podríamos ir al Museo de Escultura y así, de paso, imaginar al chiquito Guillén paseando por el famoso
patio columnario, mientras repasaba las lecciones de su bachiller.
Suspiré. Después
de todo, empezaba a hacerse tarde, habida cuenta de la hora de cierre del Museo
y lo mucho que en él había que ver. Cogimos, calle de las Angustias arriba,
hasta desembocar en la Plaza de San Pablo. Decidí tomarme un desquite:
-
Ese
noble edificio de ladrillo que ahí ves, dije, no es otro que el famoso
Instituto Zorrilla, donde el Poeta culminó su etapa de bachiller en 1909,
formando parte, precisamente, de la primera promoción de alumnos del Centro.
-
No
puede haber mejor forma de honrar a una academia que lleva el nombre de un
poeta, que la de que brote de ella otro mayor.
-
¡Hombre,
José María, mayor, lo que se dice mayor…! Si te oyen los vallisoletanos de a
pie, te excomulgan.
Iribarren sonrió
con socarronería:
-
Hemos
de defender al nuestro, ¿no te
parece?
El ordenanza tuvo
que echarnos a empujones, llegada la hora de cerrar, que nos sorprendió en las
salas de Gregorio Fernández. ¡Pero cómo,
que vamos a perdernos la capilla!, bramó José María. Así tienes un pretexto para volver muy pronto, le repliqué,
quitando hierro al asunto.
Hicimos el camino
de vuelta hasta los soportales. Anochecía con la parsimonia propia de mediados
de mayo, pero el expreso nocturno hasta Alsasua salía a las nueve y media,
teniendo todavía Iribarren que recoger el equipaje en el hotel y tomar un
tentempié en la cantina de la estación. Había, pues, que ir abreviando. Con
todo, tuve una ocurrencia:
-
¿Tienes
un ejemplar de Cántico?
-
¿Cómo
quieres que lo tenga? Ya sabes que no circula en España. Podría haberlo
conseguido en Francia, pero la verdad es que no se me ha ocurrido. Lo creas o
no, tenía bastante olvidado a Guillén hasta pisar este Valladolid de mis
recuerdos.
-
Aquí
cerca, unos hermanos abrieron no hace mucho una librería en que, bajo mano,
tienen bastantes cosas del exilio.
Podemos intentarlo.
Así lo hicimos.
Ante las lógicas vacilaciones del librero, Iribarren se exaltó y dijo:
-
¡Tiene
usted ante sí a dos personas sin las cuales el señor Guillén estaría dando
malvas, hace muchos años!
Y, sin que tuviera
que hacer otra cosa que mostrar estupor, recibió la más prolija y sincera
exposición de cuanto en este relato ha quedado dicho. El librero, guardando
silencio en todo momento, se dirigió a la trastienda y, a los pocos momentos,
vino con un Cántico de la edición de Cruz y Raya del año treinta y seis. Lo
envolvió en basto papel sepia y púsolo en las manos de José María. Solo
entonces osó hablar:
-
Debo
de tener por ahí de alguna edición posterior, pero sería no hacer justicia a
los señores.
Yo tiré de
billetero y pregunté cuánto era, temiendo que la factura sería cuantiosa. Nos
llevamos una grata sorpresa:
-
¿Pero
no se acuerda? Ya lo pagó, hace más de veinte años.