El secreto de John
Field
Por Federico Bello Landrove
El reducido
grupo que había acompañado el cadáver hasta el cementerio de Vedenskoye fue
disgregándose. El día declinaba y el frío de enero aconsejaba retirarse con
toda la urgencia que permitía el suelo cubierto de nieve helada. Haciendo
esfuerzo, un caballero de recia complexión y edad mediana alcanzó a una joven
vestida de negro, le rozó el brazo y dijo:
-
María Dimitrievna, si ha venido sola, podríamos
regresar juntos en mi trineo.
La joven se
volvió, sonrió afectuosamente y respondió:
-
Con mucho gusto, profesor N., y muy agradecida.
El camino de
vuelta hasta el centro de Moscú no era corto. Ambos interlocutores se abrigaron
con las mantas. Durante un rato permanecieron en silencio. Al fin, el profesor
comentó:
- El pobre Field ya descansa en paz. No fue
sencilla la última fase de su existencia: penuria económica, abuso de la bebida,
cáncer. Y, para concluir, esa ridícula pantomima de no saber donde enterrarle,
al no tener claro qué religión profesaba.
La joven asintió con el gesto, pero no
pronunció palabra alguna. El profesor continuó:
-
Menos mal que personas como usted le fueron
fieles hasta el último momento. Tengo entendido que incluso estaba presente
cuando murió.
Nuevo
asentimiento mudo de la acompañante, esta vez, llevándose fugazmente un pañuelo
a los ojos. Fue suficiente para que el profesor, tras apretar levemente el
brazo de María, no volviera a dirigirle la palabra, por respeto, en todo el
trayecto. Ante la catedral de San Basilio, el trineo se detuvo, la joven bajó,
se despidió cortésmente y perdióse de vista junto a los muros del Kremlin.
La noche y la
neblina cayeron sobre la ciudad antes de que María llegase a su casa. La
oscuridad tuvo en la mente de la joven
el efecto de una metáfora de lo que sería, no tardando mucho, el recuerdo del
músico al que acababan de dar sepultura. Apresuró el paso para llegar cuanto
antes al hogar, como si tuviera miedo de perder –también ella- la memoria del
difunto. Subió las escaleras desalada. Afortunadamente, su madre tenía
calientes casa y cena. Le relató brevemente lo más destacado del entierro, cenó
de manera frugal y se retiró a su habitación. Una vez en ella, preparó recado,
se sentó al escritorio y, durante toda la noche, con una creciente paz
interior, redactó el documento que se transcribirá más adelante.
Como los
lectores no encontrarán los datos en Internet, resumiré en dos palabras el
destino ulterior de lo que María Dimitrievna Efímkina escribió aquella noche
del 25 al 26 de enero de 1837. El documento permaneció en poder de su autora
hasta que, al morir en 1876, lo legó al Conservatorio Superior de Música de
Moscú. Considerado “de interés menor”, fue archivado para mero uso de
especialistas, en el edificio número 64 de la calle Tvérskaya, que sufrió
saqueo e incendio parcial durante los sucesos revolucionarios de 1917. Se sabe
por tradición oral, que Scriabin, cultivador tardío del género del nocturno, conoció aún el manuscrito
original y mandó sacar una copia literal del mismo. Por último, y sin que nadie
haya sido capaz hasta ahora de establecer pruebas concluyentes de autenticidad,
una versión inglesa del testimonio Efimkin fue remitida desde
Bruselas, en 1968, al Trinity College dublinés por una persona anónima, que
decía ser descendiente de un hijo ilegítimo de John Field, deseoso de que su
genio recibiera en Irlanda la consideración debida.
En fin, sea vero o, simplemente, ben trovato, he aquí el texto íntegro de
dicha versión inglesa, en traducción libre, cuya fidelidad al original es de mi
exclusiva responsabilidad.
***
Conocí al compositor
Field hace poco más de un año, cuando la princesa Rajmánova lo encontró en un
hospital de Nápoles y lo trajo de vuelta a Rusia, pagando los gastos del viaje
y su instalación en Moscú, en un modesto segundo piso de la calle Donskoi. Yo
estaba a punto de concluir la carrera de piano con notas excelentes y dudaba en
dedicarme profesionalmente a la música. Consulté sobre ello al profesor N. –mi
mejor maestro del Conservatorio-, quien me respondió:
-
Nadie sabe, querida, lo que la profesión musical
pueda depararnos. En todo caso, tiene usted tres de las cuatro cosas que pueden
hacer el éxito de una pianista: vocación, sensibilidad y notable formación
musical. Siga mi consejo: perfeccione la cuarta, es decir, la técnica. Aquí en
Moscú hay notables profesores para ello. Precisamente, ha regresado hace unas
semanas el señor Field. Nadie mejor que él para el caso. Si usted quiere, le
puedo dar una carta de presentación…
La fama de Field
como concertista y compositor era grande en toda Europa. En otro tiempo, los
mejores estudiantes y los miembros de las familias más selectas se habían
disputado, a precio de oro, sus servicios magistrales. Pero, en 1835,
cincuentón, alcohólico y gravemente enfermo, sus alumnos eran pocos y sus
honorarios, algo más que simbólicos. Me di cuenta de todo ello en nuestra
primera entrevista; como también de que mi cabello pelirrojo y mis ojos verdes
suponían para él una recomendación tan valiosa, como los elogios de la carta
del profesor N. Pero mis suspicacias se vinieron abajo cuando el maestro, tras
leer la misiva, me dijo sonriendo:
-
María Dimitrievna, los elogios hacia usted del
profesor N. me obligan a hablarle con total sinceridad, pues a fe mía que el
colega no se prodiga en hacerlos. Yo no soy ya quien fui. Mis manos tiemblan,
mis dedos acusan los efectos del artritismo y, desde luego, mis conceptos pianísticos
hoy no se llevan. Es la hora del sentimentalismo con escasa formación de Chopin,
o del aporreo de las teclas de Liszt. Se lo digo a fuer de honrado, pues la
verdad es que ni los alumnos ni el dinero me sobran. En fin, tal vez sea que el
color de su pelo me ha hecho recordar mi Irlanda natal.
Aquellas palabras –que rememoro punto por
punto- fueron suficientes para reafirmar mi decisión y, al mismo tiempo, me
hicieron comprender que estaba ante un hombre muy especial. Ambas cosas acabaron por convertirnos, no sólo
en profesor y alumna, sino en amigos y confidentes. Pero el objeto de este
testimonio no es relatar intimidades banales para terceros, sino legar a la
posteridad una parte del testamento artístico del músico John Field, tal y como
él quería que se conociera, haciendo de mí –como si dijéramos- su albacea.
***
Un día de
noviembre, dos meses antes de su muerte, tras pasar a limpio las poco legibles
partituras del maestro, ejecuté ante él sus dos últimos Nocturnos –ambos en mi
mayor-. Dados los dolores que le provocaba el cáncer, no dejaba de extrañarme
que fuera capaz de seguir componiendo. En particular, me llamaba la atención su
interés por los nocturnos en la última
etapa de su vida, tras haberlos descuidado durante una década. No recuerdo qué
comentario me atreví a hacerle al respecto. El caso es que, un tanto
misteriosamente, me dijo:
-
La cuenta, por fin, está cobrada. Dieciocho; ni
uno más, ni uno menos.
Por el
momento, el tema quedó así. Pero, dos semanas más tarde, debiendo de sentir que
se le acababa la vida, pidió que me aproximara al sofá donde, reclinado o
echado bajo una manta de viaje, pasaba la mayor parte del día. Me rogó que
tomara asiento junto a él e, intentando esbozar una sonrisa, confesó:
-
Querida amiga, ignoro si alguien –además de
usted y pocos más- se acordará de mi música, digamos, dentro de cincuenta años;
pero en conciencia creo que, de ser famoso por algo, debería serlo por mis nocturnos. Y no lo digo porque sean
hermosos y variados –que creo lo son-, sino porque fui yo quien, allá por 1812,
publicó los primeros verdaderamente modernos y líricos, mal que le pese a mi
buen polaco afrancesado.
-
No tengo duda de ello –le respondí-, ni la tiene
nadie medianamente versado en música. De hecho, su polaco afrancesado no ha tenido ningún rubor en reconocer la
influencia de usted sobre él.
-
…Por más que –prosiguió el maestro, como si no
hubiera escuchado mis palabras- tal vez yo hubiera seguido imitando a Mozart,
de no ser por una noche mágica que cambió mi forma de sentir la música. La
noche de los dieciocho rublos.
Su sonrisa de
oreja a oreja, y hasta el guiño que creí adivinar en sus ojos, tuvieron que
contrastar sobremanera con mi cara de estupor. Se echó a reír tanto, cuanto le
permitían sus dolores. Después, pasando bruscamente a su tesitura más
dramática, me tomó la mano, como gesto para que inclinara mi oído hacia él, y
añadió:
-
María Dimitrievna, mi vida concluye y no es del
caso plasmar ante un notario sentimientos ni cuestiones musicales. Prométame
que, cuando yo muera -no antes-, transcribirá usted cuanto voy a decirle y
procurará que el documento quede depositado en los archivos del Conservatorio
de mi querido Moscú.
Y, sin esperar
siquiera mi indudable respuesta afirmativa, John Field abrió su corazón.
***
Corría uno de aquellos años felices que
precedieron a la invasión napoleónica. Sería 1808 ó 1809, pues todavía no me
había casado con mi francesita ni
fijado la residencia en San Petersburgo. La vida me sonreía: joven, famoso y en
buena posición, alternaba mis clases magistrales con conciertos en la capital y
en Moscú. Es posible que, entre tanta felicidad, hubiera adquirido un toque de
extravagancia. ¡Qué quiere usted! Siempre me ha gustado vivir bien y, visto lo
visto, no me arrepiento.
Era huésped del conde Golovin. Dimitri
Ivánovich Golovin era un gran señor, que no me hacía sentir como un mercenario.
En cambio, su hijo mayor, Piotr Dimítrovich, era un joven de mi misma edad,
frívolo, vicioso y brutal, que ejercía sobre cuantos le rodeaban un dominio
irresistible, mezcla de carácter imperativo y magnetismo personal. Yo congeniaba
con él por juventud y amor a los placeres. Con todo, su falta de escrúpulos y
de límites no dejaba de producir en mí cierta animosidad.
Una noche
blanca de principios de agosto, Piotr Dimítrovich decidió rondar a una de
tantas bellezas como momentáneamente le interesaban. No crea que quiero
ocultarle su nombre, es que realmente no me acuerdo. Lo cierto es que el
condesito contrató la orquestina que solía para tales menesteres. Luego, en la
jerga franco-rusa que utilizábamos para entendernos, me propuso:
-
No hay cosa más divertida que una serenata por
San Petersburgo en una noche blanca. Anda, anímate y acompáñanos.
-
Sin duda sería un compañero ideal –le contesté
irónicamente-: ningún interés por la joven y arrastrando el piano por la calle.
-
Hombre, John, no seas así. Estoy muy interesado
en quedar bien con la bella y mis músicos desafinan muy a menudo. Tú podrías
dirigirles disimuladamente, sin necesidad de tocar instrumento alguno. Te
pagaré con esplendidez y te aseguro que, después de la ronda, nos divertiremos
a lo grande.
Sabía que era inútil resistirse, además de
poco cortés. Así que, a regañadientes, tomé un violín de la sala de música del
palacio y, sin dejar de pensar en mi padre (que tanto y tan bien tocó ese
instrumento), repenticé unos aires de serenata nocturna, claramente inspirados
en Scarlatti y Mozart, y me dispuse a
pasar unas horas tan poco agradables como inútiles, salvo –claro está- para el
bolsillo, como groseramente se había encargado de advertirme mi mecenas.
He de reconocer que la velada no se
ajustó a los malos presagios. Aunque menos opulenta y populosa que ahora, San
Petersburgo era una ciudad con encanto (si acaso, un tanto artificiosa, lo que
en mi opinión la hace inferior a Moscú). Las noches blancas son algo mágico y
aquella, en concreto, era de temperatura suave y ligera brisa. Mi conde tuvo la
gentileza de hacerme los honores de su carruaje, y la casa o palacio de su amiga
no quedaba lejos. Para colmo de dichas, mis compañeros instrumentistas no
estaban aún demasiado bebidos y sus desacuerdos no resultaron ostensibles para
los profanos. En fin, mis solos de
violín fueron alegres y ligeros, para sorpresa de Piotr Dimítrovich, que
desconocía tales habilidades.
Terminada la
serenata, el conde pagó a los músicos (quienes no se fiaban mucho de su memoria
del día después). Con cierto retintín, yo también me puse a la cola y reclamé
la soldada. Golovin hizo ademán de pasar adelante, pero yo insistí. Me dijo:
-
¿Pero qué demonios pretendes? ¿No vas a venir
conmigo a casa de X., para seguir la fiesta?
-
Lo siendo, Piotr Dimítrovich, he tocado mucho y
me encuentro cansado. No estoy, pues, para juergas. Págueme y acabemos.
Por un
momento, creí que me iba a acometer. Finalmente, sonrió, me pasó un brazo por
los hombros y me dijo:
-
Tienes razón. Has tocado como los propios ángeles
y te mereces una buena gratificación. Sólo que tendrás que regresar a casa
andando, pues me llevo el carruaje y no voy a pasar por ella.
Y, tras
anunciarme lo que él juzgaba un desaire o, cuando menos, una mala pasada,
deslizó en mi mano cuatro brillantes monedas de oro de a cinco, subió a la
calesa y me dejó solo, en medio de la calle, con un violín y veinte rublos.
Nunca me sentí más rico que aquella noche.
Emprendí el
camino de vuelta, paseando despaciosamente y pulsando el violín en pizzicato.
Media versta más allá, una
taberna –sorprendentemente abierta y animada tan tarde- llamó mi atención y
entré. Mis compañeros musicales de serenata se habían concentrado allí, para
saciar la sed y dar buen fin al generoso salario del conde. Me saludaron
efusivamente y me felicitaron de manera sincera: nunca habían visto a nadie
improvisar una música de noche tan
inspirada. Agradecido por los elogios, convidé a todos a unas rondas, abonando
al tabernero dos rublos por todos los conceptos, propina incluida. El sujeto
debió de poner unos ojos como platos cuanto viera relucir la dorada moneda de a
cinco en el sucio mostrador. Lo cierto es que recogí la vuelta, me despedí de
los colegas y, un poco achispado,
reanudé el camino de retorno.
***
La necesidad
de tomar aire fresco me impulsó a desviarme y coger el paseo a lo largo del
Neva. Lentamente fui avanzando, en la tenue claridad anaranjada de la noche
blanca, hacia el Palacio Imperial. Los muelles se insinuaban como una zona
oscura y ominosa entre la Perspectiva y las rizadas aguas del estuario. Sentí
un escalofrío y, no obstante, avancé oblicuamente hacia los malecones,
impulsado por una irresistible curiosidad. Y entonces los vi.
Vi un conjunto
amorfo de cuerpos que, poco a poco iban tomando individualidad y forma. De toda
edad, sexo y fisonomía. Sentados y yacentes; borrachos y sobrios; aseados y
astrosos; curiosos y huidizos; sanos y enfermos. Decenas de ellos, cientos de
ellos. Solos en su multitud; indiferentes hacia los padecimientos ajenos y, tal
vez, ante los propios; ciudadanos de la nada; derrotados sin lucha aparente; necesitados
de todo, sin pedir cosa alguna.
No era,
ciertamente, mi primer contacto con la miseria y el sufrimiento, pero nunca lo
había percibido de manera tan física y visceral. Sentí que tenía que hacer algo. De forma
inconsciente, coloqué el violín en posición y toqué. Ignoro qué, ni cómo, ni
durante cuánto tiempo. No hubo aplausos ni ninguna otra reacción aparente: no
me importó. Simplemente, di algo de mí y seguí mi camino, pausado, sin un
gesto, mirando a los ojos de quienes quisieron mirarme.
A punto de
abandonar los muelles para retomar el camino del palacio Golovin, con la
madrugada –luz y frío- en los ojos y en el alma, me pareció oír unos pasos y
que alguien suavemente me chistaba. Volví la vista atrás y divisé una escuálida
figura de mujer, a unos pasos de mí. Detuve mi marcha y ella avanzó hasta
hacerme visible su rostro, no exento de gracia, aunque demacrado, cuya palidez
contrastaba con lo oscuro de sus ropas, holgadas y raídas.
-
¿Qué deseas, madrecita?, pregunté, en vista de
su persistente silencio.
-
Darte las gracias por tu música. En el pasado,
asistí a muchos conciertos y oí tocar a afamados artistas. Todos ponían en ello
lo mejor de su técnica, pero tú transmites a quien te escucha la bondad de tu corazón.
Recorrí
lentamente los pasos que ella no se había atrevido a dar hasta mí, posé el
violín a sus pies y saqué del bolsillo los dieciocho rublos con que el crápula
me había pagado. Tomé una de las manos de la mujer, puse en ella las monedas y
se la cerré con dulzura. Recogí el violín y me alejé sin una palabra.
Como sabes
–concluyó el maestro- en 1812 publiqué mis tres primeros nocturnos, a los que, a lo largo de mi vida, han seguido quince
más. Mi medida está colmada. Aquella noche de agosto compré con los dieciocho
rublos de la música nocturna, festiva
y callejera, la inspiración tenue y sutil de mis nocturnos. Ojalá su lirismo, amatorio y nostálgico, llegue a todos
los muelles del dolor y la soledad del mundo. En cualquier caso, ahora estoy en
paz.
***
Hasta aquí, la
traducción libre de la presunta confesión musical de John Field, también
llamada el testimonio Efimkin. Como
han podido comprobar, se trata de un texto “de interés menor”, como antaño fue
calificado por los responsables del Conservatorio Superior de Moscú. Aunque tal
vez algunos de ustedes –al igual que yo- no opinen lo mismo.