La espina de Nacor
Por Federico Bello
Landrove
In memoriam, Antonio
Machado (1875-1939)
La fidelidad a uno mismo y al prójimo es
equivalente al respeto del propio pasado, es decir, de la memoria. No cabe duda
de que la excesiva fidelidad y la mucha memoria pueden ser contraproducentes
–como en el caso del Nacor de este relato-, pero tampoco hemos de amilanarnos
por el sufrimiento que comporten, como el poeta al que recuerdo in memoriam plasmó en su maravilloso poema Yo voy soñando caminos.
1. El juramento
En tiempos de los
Apóstoles, vivía en la aldea de Zeboím un matrimonio de mediana edad, cuya
felicidad veíase turbada por el extraño comportamiento del marido, que
provocaba el asombro de sus convecinos y el desasosiego de la esposa. Esta,
sabedora de que el Apóstol se hallaba en Jericó, a un
día de camino de su pueblo, se encaminó allí y, ofreciendo un cordero recental,
pidió a los discípulos ser recibida de su maestro. Consintió este y la mujer
fue llevada hasta su presencia. Una vez ante él, besó la orla de su manto y
relató lo que sigue:
-
Señor,
llevo cinco años casada con Nacor, hijo de Misael, benjaminita. Desde su
infancia, es mi esposo celoso cumplidor de la Ley e intolerante con cuantos en
su entorno la infringen. Pues bien, tuvo mi marido por padre a un hombre de tan
lasciva condición, que pretendía a todas las mujeres hermosas de su aldea y
alrededores, y frecuentaba a rameras y cortesanas, privando a su esposa
legítima y a sus hijos de la atención y el sustento que les eran debidos. Finalmente,
abandonó a su familia, tomó concubina en Segor y allí vino a finar
perdidamente.
Viendo mi esposo –a la sazón,
adolescente- el sufrimiento de los suyos y temiendo que la mala sangre de su
padre pudiese infectar también su corazón, tomó el último cabrito de su rebaño,
lo sacrificó a Yahveh y, sobre el fuego que consumía a la víctima, pronunció el
siguiente juramento: Por Dios
Todopoderoso y por su sagrado Templo, juro que nunca abandonaré a la mujer que
ame en esta vida, hasta que Él me recoja misericordioso en el Seno de Abraham.
Mas, si el espíritu es decidido y
poderoso, la carne es débil. Mi esposo estaba entonces enamorado, por vez
primera en su vida, de una piadosa niña, llamada Sara, que compartía los mismos
sentimientos. Bien hubiesen deseado ambos unirse en matrimonio, pero Nacor era
muy pobre y había de sacar adelante, como primogénito, a todos los de su casa.
El orgullo del joven pobre y los deseos de la familia de Sara para procurarle
una vida desahogada, acabaron por entregarla en casamiento al primo de un
comerciante de su aldea, cuyas ricas tierras radicaban en Galilea. Allí se
asentó tras la boda la pareja, y allí dicen que continúa Sara viviendo, infeliz
y repudiada.
Años después, en el vigor de su
juventud, mi esposo logró sacar de la pobreza a su familia y aspiró justamente
a formar la suya propia. Casó con la dulce Esther, hija de un carpintero de
Adama, y fueron felices durante siete años, en los que Yahveh quiso bendecirlos
con próspera fortuna y cuatro hijos. Pero la peste azotó la comarca y el Ángel
de la muerte vino a visitar aquella casa para llevarse con él a la esposa.
Imagine, mi señor, la desolación que cubrió con su sombra la vida de mi marido,
quien no obstante supo sobreponerse a tan terrible prueba, poniendo su corazón
transido en el regazo de sus hijos y en el cuidado y crecimiento de su
hacienda.
Pasados otros siete años, Nacor
prendose de una joven muy hermosa, llamada Isabel, a la que conoció en el
mercado de Jericó, comprando higos. La muchacha acogió favorable, en un
principio, el afecto e interés que el viudo le demostraba. No obstante, cuando
Nacor le confesó su amor y propuso nupcias, ella no se sintió capaz de aceptar la
diferencia de edad entre ellos, ni de asumir el cuidado y gobierno de su casa.
Separáronse tristes y mi esposo, no sintiéndose capaz de vivir en la misma
aldea deseando a Isabel infructuosa y cotidianamente, vendió cuanto allí tenía,
cogió a sus hijos y vino a residir en Zeboím, mi aldea natal, donde se
estableció prósperamente.
Yo, señor, me llamo Adamit. Conocí a
Nacor cuando por mi edad desesperaba de hallar un varón a la altura de mis merecimientos; sin presunción lo digo, pero ha
de saber que tuve otros varios pretendientes antes que él y a todos rechacé,
superando las presiones de mi padre con la amenaza de hacer voto como nazarea. Abrí, en fin, mi corazón a Nacor y, aunque
Yahveh no se ha dignado darme hijos, a los de mi marido tengo por propios y la
felicidad bendice nuestro hogar.
-
Siendo
así, mujer –inquirió el Apóstol-, ¿qué es lo que te conturba y te hace venir a
mí, en busca de consejo o de remedio?
- - Es
el hecho, maestro -prosiguió Adamit-, que por encima de cualquier otro deber y
sin consentir acomodamiento, Nacor ha venido cumpliendo el juramento de
fidelidad perpetua a la amada, puntilloso como buen fariseo. Habiendo contraído
el compromiso de no separarse de la mujer a quien amase, no toma en
consideración que ya vienen siendo cuatro. En su día mandó confeccionar unas
figuras articuladas de tamaño natural, con imagen de Sara y de Isabel,
vistiéndolas al modo de ellas, con prendas y adornos prestados por sus
respectivas familias. Con cera les ha formado una careta que imita sus rasgos y
sobre el pecho llevan colocado un cartel con su nombre. En el caso de Esther, tomó
su representación del natural, haciendo venir de Egipto a un embalsamador, que
formó con su cadáver lo que en las tierras del Nilo denominan momia y, sobre las vendas del rostro,
cubrió este con una máscara de oro, ónice y lapislázuli, que es la envidia de
todos los ambiciosos de la comarca.
Tenemos esas tres figuras sentadas en
una cámara especial de nuestra casa, a donde acude mi esposo tres veces al día,
para saludarlas al nacer el sol, poner ante ellas al mediodía una muestra de
las viandas que hayamos de comer y, al anochecer, retirar los platos de comida,
desearles las buenas noches, y platicar con ellas durante unos momentos. Son
instantes de intimidad, que él vive en privado, a puerta cerrada y sin revelar
sus detalles, pero yo le he espiado en ocasiones por el ojo de la cerradura y
pegando la oreja a la puerta, habiendo alcanzado a ver y oír lo que he dejado
dicho.
Todo ello no deja de ser el fruto de
una promesa poco meditada, que yo conocí antes de casarme con él y que en nada
ha afectado hasta ahora al cariño que ambos nos profesamos. Yo, como mujer
enamorada y sumisa, nada tengo que oponer o criticar del talante de mi marido,
aunque no coincida con el mío. Mas existen momentos en que el voto se torna muy
penoso y provoca el escándalo y el ludibrio de las buenas gentes, que nos
tienen por locos.
Ello sucede cada vez que hemos de
abandonar nuestra casa más de un día, por cualquier motivo. Nacor entonces
apareja tres jumentos, coloca sobre ellos los espantajos –que Yahveh perdone la
palabra- y, formando una reata con su cabalgadura, nos desplazamos así hasta el
lugar de destino, donde las tres efigies quedan instaladas en la posada o la
morada que nos acoja por huéspedes. Tanta es mi vergüenza, que he optado en lo
posible por quedarme siempre en casa, como prisionera, sin viajar fuera de la
aldea, no siendo al Templo de Jerusalén, por Pascua.
Según todo eso, dime, señor, si
existe algún remedio para tal obsesión y desmesura que, en todo caso, no aflija
a mi amado esposo ni haga caer sobre nuestra casa la ira de Dios.
- - Pides,
mujer, remedio para un sufrimiento baladí –contestó el Apóstol-, nacido de un
juramento que, aunque excediese de lo que un hombre puede prometer, fue
ratificado con un holocausto y aceptado por Dios. No obstante, mi Maestro –el
único que merece ese nombre- nos enseñó que Yahveh no quiere sacrificios sino
misericordia, así como que el Templo está en cualquier lugar donde se reúnan
dos o más en su nombre, porque en cualquier parte puede rendirse culto a Dios
en espíritu y en verdad. Así pues, me retiraré a rezar por ti y pediré al
Altísimo que exonere a tu esposo de ese voto enfadoso e inane, si a su
misericordia pluguiere.
Así dijo el
Apóstol y, conforme a lo prometido, oró a Dios y Él lo escuchó. Llamando de
nuevo a Adamit, le reveló su inapelable decisión:
- - Mujer,
recuerda que no debes tentar al Señor, tu Dios. Mas, si te llega a ser
insoportable el voto de tu marido, cuando vayáis por Pascua a Jerusalén, al
regreso, salid de la ciudad por la Puerta de la Aguja. Y no olvides cubrir
antes tu cuerpo con un manto negro, o te sucederá lo mismo que pueda acaecer a
las imágenes de tus predecesoras y al
corazón de Nacor.
2. La dispensa
La Pascua del año siguiente resultó
agotadora para la pareja de Nacor y Adamit, más los cuatro hijos de aquel y las
tres acompañantes en efigie. Las plazas libres escaseaban en las posadas de
Jerusalén y sus alrededores. Nacor no aceptaba que sus imágenes votivas
pernoctasen al raso o en el patio de un caravasar. Al final, llevados de los
demonios, los hijos de Nacor hubieron de velar a los pies de mulas y rucios,
mientras los trasuntos compartían una pequeña celda en el desván. Adamit decidió
que era el momento de hacer efectiva la posibilidad transmitida por el Apóstol
y, cumplidos en el Templo los rezos y ofrendas pertinentes, sugirió a su marido
salir de la Ciudad Santa por la Puerta de la Aguja.
Así lo hicieron, no sin que la esposa
echara sobre su cabeza el negro manto preparado al efecto. Para estupefacción
de Adamit y de sus hijos, las tres representaciones desaparecieron como por
ensalmo, quedando los asnos como mudos testigos de lo que hubo sobre sus lomos.
Con todo, lo más llamativo es que, cuando uno de los muchachos dio un grito de
sorpresa y alertó a su padre, Nacor volvió la cabeza y replicó distraídamente:
- - Ya
veo. Nos han quitado la albarda de Balam.
Ya me parecía a mí que la posada era una cueva de ladrones.
Adamit estaba boquiabierta pero la luz se
hizo como un relámpago en su mente. Hizo breve ademán de silencio a sus
hijastros y susurró:
- - Tal
vez, vuestro padre bendice este prodigio y no quiere hablar más de ello.
En efecto, así fue en lo sucesivo. Nacor
parecía haber olvidado repentinamente a sus amores perdidos y las imágenes con
que los había reemplazado. Su mujer y sus hijos imponían silencio a quienes trataban
de refrescarle la memoria. Poco a poco, el tema se cerró y la cámara de las
figuras se convirtió en depósito para el aceite. Adamit cantaba con júbilo,
mientras tendía la ropa:
… La boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares…
El Señor ha sido grande con nosotros
y estamos alegres.
Pero ¡cuán poco dura la alegría en la casa
de los pobres! A la Pascua siguiente, una compungida Adamit se presentaba a la
puerta de la casa donde el Apóstol estaba celebrando la Pascua jerosolimitana,
en unión de sus discípulos. Movido de la curiosidad, el maestro la recibió
inmediatamente.
- - ¿Qué,
buena mujer, salió todo como tú querías?
- - En
un principio, sí, mi señor. Las otras mujeres se esfumaron y, lo que es más
grande, desaparecieron en ese mismo instante de la cabeza de mi marido.
- - Demos
gracias a Dios. Entonces, ¿a qué vienes de nuevo a mí? ¿Para darme las gracias,
tal vez? Solo Yahveh las merece.
- - No
solo a eso. Resulta que mi marido se ha olvidado de las mujeres a las que amó
antes que a mí, así como de su desatentado juramento. Mas, al propio tiempo,
sufre amnesia de los hechos y los sentimientos que vivió en aquellas épocas y
que inspiraron su juventud. Nada sabe, sino desde el momento en que llegó a
nuestro pueblo y me conoció. ¡Ay, señor! El Nacor que me enamoró, el que todo
lo podía con su fortaleza y me conmovía con su ternura ya no existe. Ha de
aprender ahora a cantar y bailar, a recitar versos amorosos, a prodigarme
hábiles caricias, a besar entre bromas a sus hijos. ¿De qué me sirve que no
haya otras mujeres antes de mí, que lo tenga a mis pies como mi alumno, que
sienta como yo siento y viva lo que yo vivo? ¡Devuélveme, señor, al Nacor de
antaño, aunque no sea enteramente mío, aunque haya vivido una vida sin mí,
aunque eche sobre sus hombros la imagen de amores perdidos y los bese en la
frente para desearles una buena noche! ¡Yo misma les serviré la comida,
aparejaré los jumentos y cantaré y tañeré para ellas las estrofas de Míriam,
hija de Amram! Todo eso haré y te daré cuanto pidas, con tal que me devuelvas a
Nacor, a mi Nacor.
El Apóstol la miró con gesto severo y
rechazó su súplica, con estas palabras:
- - Mujer,
te advertí de la nimiedad de tus motivos y del riesgo de tentar al Señor, tu
Dios. Yahveh, en su infinita sabiduría, ha aplicado a cada acto humano su
consecuencia. En nosotros está actuar con la prudencia de quien, antes de
cimentar una casa, calcula si tiene dinero para construirla, o antes de
entablar batalla, si tiene los soldados suficientes para vencerla. Ve, pues, en
paz, procura el bien de tu marido y, si sales por la Puerta de la Aguja,
recuerda lo advertido.
Marchó Adamit como alma que lleva el
diablo, censurando acremente la conducta de aquel siervo de Dios, tan necio
como para no haberla avisado de los peligros de dispensar el juramento, y tan
insensible como para no interceder ahora por Nacor y por ella ante el Altísimo.
En su ceguedad, echaba en cara al propio Yahveh el haber aceptado en su día el
sacrificio que consagrara tan insensato juramento. Y así, de denuesto en
denuesto y de culpación en culpación, vino a pasar bajo la Puerta, sin
acordarse de cubrir su cabeza con el manto. Al punto su figura se convirtió en
humo y su alma, cual una sombra tenue, ascendió suavemente al encuentro de su
Creador.
En ese mismo instante, Nacor perdió del
todo la memoria y, cual niño que empieza vivir, buscó a la madre en torno suyo
y, no hallándola, rompió a llorar inconteniblemente.
***
El Apóstol del Señor pasó un día por la
aldea de Zeboím, camino del Mar Muerto. A la vera del camino, a la salida del
pueblo, un hombre, avejentado y harapiento, se afanaba en trenzar guirnaldas de
rosas silvestres, que ofrecía a los viajeros por unos cuartos. Sus manos
encallecidas apenas notaban los picotazos de las afiladas espinas. El siervo de
Dios lo miró a los ojos y, sonriendo, tomó una de las coronas, la bendijo y se
la encajó en la frente. Y las espinas ni la piel laceraron. Luego dijo al
discípulo que portaba la bolsa:
- - Págale
dos cuartos, que su familia halle beneficio en su labor y le dé de cenar esta
noche.
Y, desde aquel mismo día, hasta que Nacor
fue llamado por el Señor a su Gloria, los escaramujos de Zeboím tuvieron las
espinas tan blandas como lo había pedido el Apóstol al bendecir la obra del
desmemoriado artífice: Dios Padre haz, en
tu providente misericordia, que las espinas de las guirnaldas que trence este
desdichado hijuelo tuyo sean tan suaves como Tú habrías querido lo fuesen las
de la corona de Jesucristo, nuestro Señor.
Por eso, y hasta el presente, los
habitantes de aquella aldea recitan los versos de un dicho, cuyo sentido han
perdido con el paso del tiempo:
De Zeboím las espinas,
te penetran tiernamente,
con el dolor de la vida.
Ni el corazón ni la frente
Sufren con tan dulce herida.