Suicidio por amor (II): El bizarro general
Por
Federico Bello Landrove
El suicidio de este relato nos lleva de
golpe a la alta política y, al propio tiempo, a uno de los más románticos y
conocidos suicidios por amor de la Historia. No obstante, con fantasía y
escepticismo, la anónima autora del texto, que yo solo transcribo, complicará
las cosas y acabará poniendo en duda hasta la causa de tan trágico suceso. Como
dejé claro en la Introducción a esta serie de
historias, si alguno de mis lectores quiere saber de quiénes pueda tratarse,
habrá de trasladar su atención a la séptima entrega de la serie (El
desenlace).
1. Un
hombre para todas las estaciones[1]:
Valencia
El caballero, cincuentón, enjuto, rubio
encanecido, con barba bien recortada y airoso mostacho, viste sobretodo caqui,
bajo el que asoma terno avellana, y se toca con gorra de visera del mismo
color. Camina a su lado y del brazo una dama –seguramente la esposa-, quien apenas puede seguir el ritmo de su
marcha, acelerado al acceder al gran vestíbulo y percatarse de la hora en el
reloj que lo preside. Tras ellos, sobrepasan el soberbio pórtico de columnas
dóricas un fornido treintañero, de parecida indumentaria a la de su precedente,
que porta un amplio bolso de viaje de cuero ya ajado, y parece abrir paso e
indicar el camino a un mozo, el cual arrastra un carrillo con media docena de
maletas variopintas. Apenas faltan diez minutos para la salida del expreso de
Madrid –vía Almansa- y la señora jadea:
-
Por favor, Jorge, acorta el paso, que tienes tiempo
suficiente.
-
Es que no soy solo yo, querida, sino el equipaje,
que no es precisamente ligero. No tenías que haberte empeñado en venir a
despedirme.
-
¡Estaría bueno! Te marchas a Madrid por una larga
temporada y me iba a quedar en casa, sin darte un beso en el andén.
-
Mujer, los niños se han quedado llorando... Y lo de
los besos, en presencia de mi ayudante...
-
¡Al cuerno el ayudante! Un general marcha a ocupar
un alto cargo en Madrid y no se dignan formar una guardia, ni una comisión para
despedirlo.
-
He sido yo, Manoli, el que ha pedido discreción. Ya
ves que visto de paisano. Además, supongo que habrá un policía esperando en el
vagón.
-
Anda, anda, y no te agobies los primeros días que,
si por ti fuera, dabas la vuelta al Ministerio, como a un calcetín... Y escribe
a menudo, que te vamos a extrañar muchísimo...
El caballero, entre hastiado y conmovido,
abraza a su mujer, la besa con más pasión de la habitual y salta a la
plataforma del coche de primera clase, sin preocuparse por los bultos ni de su
acompañante. Éste, por la otra portezuela, resopla arrastrando maletas, cuando
una mano vigorosa alza dos de ellas y la voz del cirineo musita:
-
Deje que lo ayude. Soy el inspector de escolta.
Tres minutos después, el convoy inicia la
marcha y la estación se escabulle. En el pasillo del vagón, acodado sobre la
ventanilla bajada, el general Pombo pierde de vista a Manoli, entre adioses y
humo. Su ilustre presente de segundo de a bordo en la
Capitanía General va quedando atrás y el pasado y el futuro se entrecruzan en
su mente, exaltada y confusa. Sigamos los pensamientos, que podremos intuir si
conocemos su vida anterior, como afortunadamente sucede.
***
-
Esta
Manoli, siempre igual: que no me agobie, que no me precipite, que las cosas son
como son y no como las quisiéramos… Claro que el Capitán General, más de lo
mismo, y no digamos mis compañeros. Tal parece que estemos en el mejor de los
mundos y que hubiésemos ganado la guerra. Todo es abstracto: tradición, honor,
patriotismo… ¡Monsergas! Hay que asumir nuestro papel y nuestras limitaciones
–cierto-, pero también mejorar todo lo que se pueda, sacudir la galvana y los
privilegios. Si no, ¿a qué partir para Madrid, dejando mi tierra, a mis hijos,
mi cómodo segundo puesto en Capitanía? Ya lo tengo bien pensado: Lo primero,
apresurar el pago de subsidios y pensiones de los repatriados. Luego, la Ley de
Planta militar. Después, la mejora del armamento y las instalaciones, la puesta
al día de las Ordenanzas, el tema de los ascensos y, por último, el servicio
militar obligatorio. ¡Ahí es nada! Con que consiga la mitad de la mitad… Y eso
que el Ministro parece animado de la mejor intención y es hombre de buen
carácter. Todavía recuerdo lo que me dijo hace un mes, al ofrecerme el puesto: No le llamo como al héroe que ensalzaron los
periodistas, sino como el general que plantó cara al enemigo con frialdad y
buena estrategia. Aquella guerra, no obstante, se perdió. Ganemos ahora las
batallas de la paz, para que en la próxima
contienda nos sonría la victoria. Muy bonito me parece, pero hay que
intentarlo, ahora que las páginas encomiásticas de los periódicos aún no han
amarilleado en las hemerotecas. Como dice mi cuñado, las hazañas pronto se olvidan y más aún, si van unidas a la derrota.
El general hurga en los bolsillos, hasta dar con la cartera, de la que
saca una fotografía de familia. Medita unos momentos y susurra para sí:
-
Mejor
será dejarles terminar el curso y luego, ya veremos. Lo mismo me toca irme por
donde he venido, dentro de unos meses. Además, Madrid…, la política…, el
trabajo hasta las tantas… No creo que Manoli esté hecha para todas esas cosas.
La herida de la pierna empieza a tirarle, como siempre que permanece en
pie largo rato. Vuelve a guardar la cartera e ingresa en el compartimento donde
esperan, ya instalados, el policía de escolta y su ayudante, el comandante
Penella. Ambos cortan al punto su conversación y adoptan la posición de firmes,
cuadrándose en señal de respeto. Pombo sonríe y pregunta:
-
¿Interrumpo,
señores?
-
En
absoluto, mi general –responde Penella-. Ya está el equipaje colocado, sin
novedad. Por cierto, permita que le presente al inspector de policía Ferrer,
que nos escoltará hasta Madrid, por orden del señor Ministro.
***
Si nuestro general no hubiese pasado más de media hora en el pasillo, a
solas con sus pensamientos, el comandante y el inspector no habrían tenido
oportunidad de mantener a su propósito la siguiente conversación, que inició el
policía:
-
Así
que el general Pombo marcha a Madrid, a ocupar un alto cargo. Bien merecido se
lo tiene y, si me lo permite, aún diría que ya iba siendo hora, con el coraje y
buen hacer que demostró durante la guerra.
-
Seguramente,
está usted en lo cierto, pero la verdad es que yo no he coincidido con él hasta
su destino en Valencia, después de la contienda. En fin, las cosas militares
son así: los políticos, unas veces, nos ignoran y otras, nos reconocen y
ensalzan. Hay que estar preparado para todo, con disciplina y discreción.
-
Ya,
ya, pero el general…, ¡menudo puesto!: asesor del Ministro y Director General
de no sé qué cosas importantes. Será un honor estar a su lado y moverse en tan
altas esferas.
-
Cuanto
más elevado es el cargo, mayor la responsabilidad y las dificultades. Menos mal
que el general es todavía joven, pero le toca separarse de su familia y
amistades, y conmigo sucede otro tanto.
-
Bueno,
todo será sacrificarse un tiempo. Luego, si les pinta bien, podrán traer a sus
familiares a Madrid. Y entretanto, la vida de soltero también tiene sus
encantos.
-
Eso
va con la forma de ser de cada cual –cortó secamente el comandante-.
La charla quedó suspendida por el momento, lo que el ayudante aprovechó
para colocar minuciosamente los bultos y enfrascarse, aparentemente, en la
lectura de Las Provincias. En
realidad, dio rienda suelta mentalmente a su causticidad, sin duda provocado
por las loas del inspector al general. He aquí su incompasiva crítica:
-
¡El
general Pombo, el gran estratega, el héroe de la barba rubia y el caballo
ruano! ¡El valiente que, tomando de un soldado muerto su fusil con la bayoneta
calada, atravesó a cinco enemigos, antes de caer herido en una pierna! ¡El alma
del baluarte inexpugnable de San Juan! ¡A otro perro con ese hueso! La
heroicidad se la inventaron los reporteros, ávidos de ofrecer al público algo
parecido a una victoria, aunque solo fuera una resistencia de horas. El tipo no
salió de su cómodo puesto de mando, conservando a su lado las tropas, en vez de
lanzarlas contra el enemigo en el momento preciso. ¡A la bayoneta calada! Sí,
sí, lo que es, si no llega a ser por los cañonazos de la artillería enemiga de
largo alcance, ahora tendría la pierna tan aparente como la de una corista.
¡Pero si ordenó construir blocaos y cavar trincheras de tal modo, que era casi
imposible disparar contra los asaltantes, colina abajo! ¡Valiente estratega!
Eso sí, sonrisas a los periodistas, relamidas alabanzas a los soldados,
afectado desprecio de los homenajes que le llovieron… Y no es malo el sujeto,
todo hay que decirlo: considerado, de buena voluntad, con ganas de mejorar las
cosas. Pero no sabe dónde se mete; en Madrid se lo van a comer crudo. ¡Cuánto
mejor estábamos él y yo en Valencia! A él lo ha liado el Ministro con promesas
y halagos, pero a mí… Eres oficial de
Estado Mayor; has escrito sobre táctica militar; has sido adjunto del Agregado
militar en Londres; no me puedes dejar solo ahora. ¡Pamplinas! En cuanto
pasen unas semanas, me invento una enfermedad de mi mujer y regreso a Valencia.
Que se busque otro ayudante en el Ministerio: Allí todos son unas lumbreras, y
ambiciosos hasta decir basta…
-
Parece
que tarda el general en entrar en el compartimento –dice el policía, rompiendo
el hilo de los pensamientos del comandante-. Estoy por salir a ver…
Penella levanta los ojos del diario y mira hacia el pasillo, en la
dirección por la que ya se acercaba el general, harto –como hemos visto- de
permanecer en pie. Responde:
-
No
es necesario. Ya viene.
-
¿Interrumpo,
señores?
Yo diría que no: Ya sabemos cuanto precisamos. Dejemos que el tren siga
su perezosa andadura, llevando al glorioso general Pombo camino de la
inmortalidad -histórica, naturalmente-.
2. Un
hombre para todas las estaciones: Madrid
-
General, le agradezco en mi nombre y en el de todo
el Gobierno su aceptación del mando de la Capitanía General de Galicia. Sabemos
el sacrificio que le comporta y, desde este Ministerio, apoyaremos todas sus
iniciativas en interés de la Patria y del Ejército.
-
¿Sacrificio, señor Ministro? Yo no calificaría de
tal el ascenso a Teniente General y el poder salir del avispero –y perdone
vuecencia- en que se ha convertido para mí esta casa y la capital de España, en
su conjunto.
-
Otra cosa –prosiguió el ministro, eludiendo el
anterior comentario-: procure abandonar Madrid sin avisar y de incógnito.
Tenemos noticias de que se prepara una manifestación en la estación del Norte.
Incluso, la Asociación de Madres de los Repatriados tiene decidido que varias
de sus integrantes se tumben sobre las vías, para que no salga el tren que haya
de llevarle fuera de la Capital.
-
¡Cuánta abnegación mal empleada! Si se hubiesen
tendido en la Carrera de San Jerónimo, o en la Plaza de Oriente, hace unos
meses, habrían sido de mucha mayor utilidad para mí … y con menos riesgo de su
parte.
-
Lo dudo –suspiró el ministro-. Lo que no se consiguió
con los votos, las manifestaciones y la prensa, no lo habrían podido lograr
esas pobre mujeres exaltadas.
-
Favor por favor, señor Ministro –dijo el general,
bajando la voz-. Es mi intención elegir libremente quien haya de… acompañarme
en La Coruña y no quiero que ello sea motivo de corrección o de censura pues,
si ha de traernos sinsabores, desde este momento yo renuncio.
-
De acuerdo, de acuerdo. Se respetará plenamente su
vida privada pero, por favor, actúe usted con prudencia. Con su edad y con su
grado, hay cosas que la gente no comprendería.
-
Soy el primer interesado en evitar situaciones
embarazosas a ciertas personas. Me lo
imponen el afecto y el honor.
-
En ese caso, general Pombo, no me queda sino
desearle suerte en su nuevo cargo.
-
Deseo que hago recíproco. Nadie conoce como yo la
carga de ser Ministro de la Guerra en estos tiempos.
***
Decía bien el general en eso de conocer el
Ministerio. Desde que lo dejamos en el tren de Valencia a Madrid, hace tres
años, la vida de Pombo ha sido como un rayo, o un viento huracanado, en la
política mortecina de su País. Inicialmente apoyado por los políticos en el
poder, ávidos de sacudirse el sambenito de ineficaces y derrotistas, casi todas
las iniciativas que proponía fueron defendidas por el Ministro, con mayor o
menor entusiasmo: Se agilizó el pago de pagas atrasadas y de pensiones a los
soldados o sus familiares; mejorose la dotación de hospitales y lazaretos
militares; se redujo la duración del servicio militar activo, activando en
cambio la instrucción y el manejo de armas; la dotación de estas fue
notablemente mejorada, como también el rancho y los acuartelamientos; la tropa
vio dulcificado el régimen disciplinario y aumentados los permisos. Como Pombo
argumentaba al Ministro, todo esto el
pueblo lo aplaudirá con justicia y el Ministro de Hacienda podrá proveerlo con
lo que ahorramos, al reducir efectivos y no tener que hacer frente a la guerra.
Aunque no fuera inicialmente egoísta ni ambicioso, nuestro general no
eludía lo que llamaba estar en primera
línea. Quiere decirse: visitas a cuarteles y hospitales militares de todo
el país, reuniones en las maniobras y los cuartos de banderas, discursos y
conferencias, entrevistas y notas de prensa… Era, en términos físicos, la rama
ascendente de la parábola, cuya aceleración inicial apenas era contrarrestada
por la incipiente resistencia de envidiosos y criticastros.
-
Suave, suave –aconsejaba el ministro de entonces-.
Apenas tengo tiempo de firmar las Órdenes que me propone. ¿No ve que estoy ya
viejo para estas galopadas?
-
Señor Ministro, tiene razón pero, si no aprovechamos
el momento, ¡quién sabe cuándo volverá a presentarse otra oportunidad!
-
En fin –concluía el anciano prócer, no muy
convencido-, mientras nos apoye el Presidente del Gobierno y el valedor de usted, que controla a
nuestros diputados en la Cámara…
Notarán que es tiempo de presentarles al Valedor, don Jorge Clemencio, apodado el Tigre, cuyo carácter era lo menos
acomodado a su apellido. Por una de esas casualidades que, de no ser rigurosamente
ciertas, se dirían fruto de la imaginación literaria, Clemencio había sido
condiscípulo escolar de Pombo a quien –un poco militar frustrado- profesaba
inconfesa admiración. El Valedor contribuyó decisivamente al ascenso político
de su tocayo, hasta el punto de catapultarlo al Ministerio, cuando se produjo
la siguiente reorganización del Gabinete. Pombo, dudando aceptar, objetó:
-
Jorge, yo no soy orador, ni tengo talento político.
¿No sería mejor seguirse apoyando en el ministro actual?
-
¿En el carcamal de Luis? ¡Valiente tientaparedes!
Tienes que dar el paso al frente. ¡Ahora mismo, o te vuelves para Valencia con
tu mujer, a pescar anguilas en la Albufera!
La alternativa no dejaba de tener su
encanto, salvo en lo referente a tu
mujer. Fuerza es que retrocedamos de nuevo en el hilo de la pequeña
Historia, para presentar a Margarita Cruzado, que soportaba en sociedad el
remoquete de la Condesita de Buena Mano.
***
La
bella Margot –como otros la denominaban- era en aquellos tiempos una
espléndida mujer de poco más de treinta años, con un rostro dulce y no muy
expresivo, para tratarse de una actriz; de estatura poco menos que mediana y
algo metidita en carnes de una sorprendente blancura, que contrastaba con el
negro de sus ojos y cabellos. Hija de un magistrado andaluz, tenía una esmerada
educación y una cultura notable, no obstante lo cual y la oposición familiar,
había decidido seguir su vocación teatral, por más asendereada que esta fuese.
Su belleza, talento y delicada voz le habían permitido alcanzar, aún muy joven,
un puesto destacado de segunda dama en compañías de postín. Ello fue antes de
que conociese al general, conde de Buena Mano, edecán y subjefe del Cuarto
Militar de Su Majestad, riquísimo y experimentado viudo, con tantos espolones cuantas
patas de gallo. Nadie sabe las artes de las que se valió el buen señor para
engatusar y llevar al huerto a la aclamada actriz: los más, se inclinan por
regalos e influencias; los menos apuntan vanas promesas matrimoniales o
delirios de grandeza. De cualquier forma, no seamos mal pensados: Cuando
Margarita fue contratada por Guerrero para la temporada inaugural del Teatro
Español, por él reconstruido con mimo, el romance de la actriz y el general ya
era agua pasada…, menos para los maldicientes de los mentideros.
¿Cómo se conocieron Jorge y Margot? Lo
único que sé de cierto es que no fue en el teatro. En aquellos días, el general
no estaba para muchas diversiones, ni la actriz se prodigaba en los escenarios,
a raíz de ciertos desarreglos de salud, que habían dado al traste con la
impostación de su voz. Mas, dondequiera que fuese, ambos congeniaron al
instante, no solo por sus respectivas prendas, sino por un imponderable: El
hermano menor de ella había servido en las colonias a las órdenes de Pombo y,
de regreso a la metrópoli, había transmitido a toda su familia la admiración
que sentía por el general. Por si fuese poco, la bella actriz estaba al
corriente de la cruzada que desde el Ministerio llevaba el general en pro de
los militares más necesitados. Ello fue suficiente, de entrada, para que
Margarita le abriese su corazón. En cuanto a él…, yo creo que basta con
contemplar algún retrato de la dama en aquella época. Por lo demás, ¡Manoli estaba
tan lejos!
La relación duraba ya dos años, cuando a
Jorge le fue ordenado cambiar de aires. A juzgar por la admonición del
Ministro, era generalmente conocida y oficialmente reprobada. A falta de
divorcio, el general había promovido judicialmente la separación de su mujer,
en un pleito conflictivo, que todavía coleaba en el momento de subir al tren
–de tapadillo, como sabemos-, camino de La Coruña. Margarita, entregada y cada
día más débil, dependía en todo de su amante, y este… Creo que nadie mejor que El Tigre había resumido la influencia de
Margot sobre el bizarro general:
-
Estoy seguro de que, para no perderla nunca de
vista, Jorgito lleva un retrato de su
amante prendido de la camiseta.
Por lo que luego se comprobó, o Clemencio
tenía una intimidad muy particular con su condiscípulo, o poseía increíbles
dotes adivinatorias.
***
De todas formas, no fue el amancebamiento
la causa de la desgracia política de Pombo, sino su decidido abordaje de la
segunda fase de la reforma militar. ¡Ahí es nada!, mandar la mitad del
generalato al retiro, implantar el servicio militar obligatorio o meter mano en
las sacrosantas Ordenanzas Militares de Carlos III. El cascado Presidente Silva lo llamó al orden en varias ocasiones pero
nada, Pombo era tan terco e iluminado como un profeta del Antiguo Testamento.
Con el apoyo del Tigre y demás fieras de la bancada republicana y
progresista, los ambiciosos proyectos de ley accedieron al Parlamento y allí
fue Troya. Era cosa sabida. Pero lo que más abatió al Ministro fue la feroz
acometida de sus compañeros de armas, encabezados -¡oh casualidad!- por el
Conde de Buena Mano y el funesto Capitán General Keller, cuyas diferencias con
Pombo en la guerra colonial habían sido estridentes. Parece ser que fue este
último quien, con voz de su tierra andaluza, tildó a nuestro general de Garabito, para afearle su baja
extracción social y el buen trato al enemigo. Las discordias tuvieron eco en
Palacio, donde poca duda podía caber sobre la predilección por los Condes y Espadones de prosapia, frente a un Garabito. Los Partidos del turno se
pusieron de acuerdo en devolver la reforma militar al Gobierno para su mejor estudio y valoración y, en
cuanto al resto, se infiere de la conversación entre Pombo y el Ministro que lo
sucedió: dimisión irrevocable del primero, seguida de su ascenso para acallar
las muchas voces populares que lo apoyaban, en la prensa y en la calle, con
términos tan apasionados y violentos como los de sus antagonistas.
Así pues, una vez más hemos de hallar al
general Pombo en una estación, también en atuendo de paisano, pero con algunos
bultos y escoltas más, y unos mostachos de menos –hubo de pasar por el barbero
para alterar su conocida apariencia-. Tan pronto se aposenta en el
compartimento, ordena a uno de sus ayudantes:
-
Capitán, vaya a ver si ya se ha acomodado la Señora.
El interpelado recorre el coche hasta el
penúltimo departamento. En efecto, allí está la Señora, acompañada de su fiel
criada Amalia y de un policía de servicio. Regresa para dar la novedad a su
superior. Este respira aliviado: El melón
del comisario de Policía se había empeñado en que llegaran a la estación
separadamente, por razones de seguridad.
Suena el pito del jefe de estación y le contesta, atronador, el de la
locomotora. Silba el vapor y gruñen las bielas. El tren inicia perezoso la
marcha. Tan pronto queda atrás el andén, el general insiste:
-
Capitán, acompañe a la Señora hasta mi
compartimento.
El oficial sale rezongando:
-
¡Qué mundo este! Los tenientes generales tienen que
esconderse y los capitanes, hacer de celestinas.
3. Un
hombre para todas las estaciones: París
¡Las vueltas que da el mundo! Lo que Pombo
nunca se habría atrevido a hacer en Madrid estuvo a punto de asumirlo en La
Coruña o, como decía el tragasantos del coronel Malvido, in partibus infidelibus. Pero vayamos por orden.
Los primeros meses de estancia en Galicia
fueron deliciosos. Contra todo compromiso, el general había aposentado a su sobrina Margot en las palaciegas
dependencias de Capitanía, entre la indiferencia, o la tolerancia, de una
ciudad no bien informada del pasado de la Condesita. La salud de esta había
experimentado una notable mejoría, gracias a los baños de asiento en Riazor y
los largos periplos por los mil y un balnearios de la región. Ello permitía al
general visitar todas las guarniciones a su mando, corrigiendo deficiencias,
proveyendo a las necesidades más perentorias y derrochando simpatía y
familiaridad por doquier. El bizarro
general Pombo, a lomos de su caballo Tizón fue una estampa popular,
aparecida en la famosa revista La
Ilustración Nacional.
Mientras la felicidad envolvía a la pareja
en tierras gallegas, en Madrid se descubría un escándalo, que estuvo a punto de
dar al traste con la precaria y mortecina normalidad de la vida política. Se
constató que un yerno del Presidente del Gobierno había estado haciendo tráfico
durante años con las condecoraciones militares pensionadas. La indignación fue
mayúscula en el Ejército, y disidentes y descontentos de los Partidos turnantes
–un diario deslizó la intencionada errata tunantes-
se pusieron de acuerdo con los republicanos para promover un golpe de Estado. El Tigre, a la cabeza de los
levantiscos, rugió una vez más y trató de ganar a Pombo para su causa:
… No
necesito encarecer la injusticia y venalidad de estos profesionales del
desgobierno, que has sufrido en tus carnes tantas veces, ni apelar a la
imperiosa necesidad de reformar toda la vida pública de la Nación, pues me
llegan sobradas muestras de que ya lo has emprendido en la Capitanía de
Galicia. Basta con que te diga que eres el militar más prestigioso y popular de
España y que contamos contigo para la jornada que se avecina. Tan pronto te haga llegar el telegrama cifrado con la
fecha acordada, declara la ley marcial en tu Región, deja al frente de ella a
un general de tu confianza y ven al punto para Madrid, a hacerte cargo de los
Ministerios de Guerra y Marina en el Gobierno provisional. El movimiento es
masivo y entusiasta, por lo que no dudamos de su triunfo. El propio Rey está al
corriente y, de manera discreta, ha manifestado que no pondrá traba ninguna,
siempre que el Ejército garantice el orden y la unidad. ¡Ahora o nunca, querido
Jorge! La hora de la regeneración nacional ha llegado.
Pombo vaciló durante un par de semanas.
Una cosa era mejorar el rancho de los soldados y pasearse a caballo por los
Cantones, descubriéndose ante los aplausos, y otra jugarse el todo por el todo,
comprometiendo a sus compañeros, y correr el riesgo de una contienda civil. Además,
Margarita estaba ultimamente más decaída y su tos era ya frecuente y
agobiadora. A fin de cuentas, parece que fue ella quien lo impulsó, sin
pretenderlo, a sumarse a la rebelión:
-
Querido, dice el doctor Linares que en Bélgica están
aplicando un novísimo tratamiento de mi enfermedad. Debería partir para allá,
abandonando esta ciudad tal húmeda e insana.
Desolado, Pombo hubo de convenir en el
viaje, prometiendo visitarla tanto como pudiese. Fueron a postrarse juntos ante
el Apóstol en Compostela para impetrar la gracia de la salud. Al salir de la
Catedral, se les acercaron a pedir limosna dos individuos mutilados, demacrados
y barbudos, vestidos con harapientos uniformes de rayadillo. Margot abrió el
bolso y puso en sus manos todo el dinero que llevaba. Su amante sintió entonces
la voz de la conciencia:
-
¿Y tú? ¿No vas a dar por estos abandonados cuanto
tienes? Ella se va, liberándote de cualquier consideración de altruista
prudencia. Ahora te quedarás a solas con el deber y con tu honor.
Dos días después, El Tigre recibió un telegrama de La Coruña. Decía así: Acepto e inicio preparativos. Jorge.
***
Con la bisoñez propia de su corta talla de
conspirador y la desgana de quien veía languidecer y alejarse al amor de su
vida, Pombo inició, no obstante, los preparativos
comprometidos. Afortunadamente, los generales y jefes consultados
respondieron a una y con entusiasmo a la idea del pronunciamiento. La Guardia
Civil, muy considerada por el General durante su etapa en el Ministerio, se
puso incondicionalmente a sus órdenes. Las Autoridades civiles y la Policía
parecían ignorantes o miraban para otro lado. De otras Capitanías llegaban
rumores de parecida situación de unánime complicidad.
Comoquiera que la alarma de El Tigre se
demorase y fuera ya inminente la partida de Margot hacia Bruselas, los dos
enamorados decidieron trasladarse al balneario de Brión a pasar su último fin
de semana juntos. Una decisión equivocada, sin duda, pues el viaje en coche de
caballos no era corto y la carretera, sinuosa y bacheada. No es de extrañar que
la enferma llegase derrengada y, tan pronto se acostó en la habitación, le
sobrevino una hemoptisis.
A eso de la medianoche, el galope de unos caballos despertó a Pombo,
que se había quedado traspuesto junto a Margot, atendida a la sazón por una
enfermera de la estación termal. Unos discretos golpes a la puerta hicieron
salir al general, para darse de manos a
boca con uno de sus ayudantes y otro oficial, de guardia en Capitanía. Le
tendieron un despacho urgente, cuyo contenido intuyó el destinatario antes de
abrirlo. En efecto, era la orden en clave de la sublevación: Calen bayonetas, Clemencio. Genio y
figura…
Los minutos siguientes fueron un infierno
para nuestro general. El estado de Margarita hacía inviable un inmediato
regreso ni le permitía moralmente dejarla sin su apoyo y compañía. Lanzar a sus
partidarios a la calle, sin dirigir él la operación, le parecía peligroso, a
más de contrario al honor militar. Finalmente adoptó la decisión que hubo de
considerar más equilibrada. Tomó recado de escribir y garabateó para el
Gobernador militar de La Coruña el siguiente mensaje:
Mantenga
a las tropas en estado de alerta, hasta mi regreso o nueva orden. No abandonen
los acuartelamientos ni hagan fuego, de no ser expresamente provocados, Pombo.
Los mensajeros hicieron el camino de
vuelta a galope tendido, por orden del General. Dicen que, cuando los
conjurados coruñeses leyeron la esquela de su Capitán General, se sintieron
profundamente frustrados. Uno de ellos gruñó:
-
Señores, son las tres de la mañana. Hace, pues, tres
horas que nuestra sublevación ha empezado a fracasar.
Todos participaban de ese parecer pero, no
obstante, se atuvieron a las órdenes recibidas. De madrugada, se recibió en
Capitanía una de las primeras llamadas telefónicas de su historia. El
comunicante, desde Madrid, rugía:
-
¡Pero cómo que están acuarteladas todavía las
tropas! ¿Y el general Pombo? ¿Ha cogido ya el tren para Madrid?
-
Pues no, está en el balneario de Brión, junto a
Santiago. Suponemos que no tardará en llegar.
-
¡Maldita sea mi estampa! Dígale de mi parte que así
se ahogue tomando las aguas.
-
¿De parte de quién, decía usted?
El
Tigre soltó un exabrupto y colgó con rudeza el auricular. Luego,
dirigiéndose a los circunstantes, con un gesto sardónico:
-
Señores –dijo-, el golpe de Estado ha fallecido de
hidropatía.
-
¿Hemos sido derrotados?
-
Quia. Simplemente, hemos estado de maniobras.
***
Hallamos, una vez más, al general Pombo en una estación, esta vez, de
París; tal vez, en la de Austerlitz. ¿Qué ha sucedido para que, quien no se
personó en la del Norte madrileña –donde tan anhelosamente lo aguardaron-, esté
esperando el expreso de Bruselas allende nuestras fronteras? Tomemos el hilo
del relato donde lo dejamos, un par de meses atrás.
Margot no estuvo para viajar en tres días, durante los cuales Jorge no
se apartó de su lado, negándose a recibir visitas y no abriendo los telegramas
que le llegaban. Podemos imaginar la agonía que libraban en su ánimo los
compromisos políticos y los deberes sentimentales. Se dice que, en la mañana
del segundo día, envió un despacho al Gobernador Militar coruñés, del siguiente
o parecido tenor: Actúen ustedes como les dicten el buen sentido y el honor.
Yo refrendaré y me haré responsable de cuanto decidan hacer u omitir. Como
es natural, entre la orfandad en que el General los dejaba y las noticias
confusas del resto del país, los conspiradores decidieron omitir y, de
modo informal, relajaron el acuartelamiento de las tropas y dieron contraorden
a los jefes y oficiales conjurados.
Al fin, el General se reincorporó a su puesto, Margarita partió hacia el
Brabante y España siguió con la modorra y el Gobierno de costumbre. Pombo
estaba cada día más decaído, y no solo por la ausencia y dolencia de su amada,
sino por el desprestigio en que había incurrido, rayano en el deshonor. Pocos
de los suyos, en Galicia y –no digamos- en Madrid entendían su
apartamiento como otra cosa que una defección, fruto de la flojedad o la
cobardía. Abandonó los viajes y su airoso caballo de capa negra, y se recluyó
en Capitanía, entregado exclusivamente a las tareas más burocráticas. Su
antesala ya no hervía de compañeros y en el correo abundaban las cartas y
anónimos reprensivos o burlones. El tratamiento de Margot y el pleito de
Valencia sangraban sus ya menguados ahorros, y varias veces hubo de contenerse
para que un desaire ostensible o alguna ironía sangrienta no acabasen en duelo.
Todo lo sufría con resignación por ella y contaba los días hasta el
permiso que lo habilitaría para salir al extranjero, a verla y pasar un par de
semanas a su lado.
Pero la licencia no llegaba. Lo que sí lo hizo fue una breve carta de El
Tigre, remitida a través de un propio. Decía así:
Por nuestra vieja amistad, que no por tu conducta en los últimos
tiempos, me cumple informarte de que el Gobierno ha tenido conocimiento de tu
conato de levantamiento y el Ministro ha ordenado al Consejo Supremo de Guerra
y Marina incoar causa criminal contra ti, por tentativa de rebelión. Mi
recomendación es que te marches de España por un tiempo. De esa forma, no creo
que se atrevan a dar publicidad a sus designios, ni mandar requisitorias para
tu busca y captura. Es lo mejor para tu honor e integridad personal, pues ya
sabes que las sentencias del susodicho Consejo no destacan, precisamente, por
su justicia ni independencia de criterio. Atentamente, J.
Post data: Por favor, quema inmediatamente esta carta.
Pombo dedujo acertadamente de la misiva que iba a ser el cabeza de turco
de la nonata sublevación y que –de no aceptar el consejo- sus amigos lo
iban a dejar en la estacada. De modo que, so pretexto de una audiencia con el
Ministro, empaquetó todas sus cosas, liquidó sus cuentas, vendió en oculto sus
más valiosas posesiones personales y tomó el expreso nocturno a la Capital. Al
llegar a Venta de Baños, transbordó al tren de Hendaya y despidió a sus
ayudantes:
-
Señores,
en nombre de la disciplina y del respeto que me deben, les doy una última
orden: Regresen a La Coruña y, solo una vez allí, pongan mi marcha en
conocimiento del general Taboada.
Pues bien, hemos cerrado el círculo. Nuestro general ha llegado a París,
solo y más ligero de equipaje que en estaciones precedentes, según vimos. Su
estado anímico es angustioso. ¿Razón? En el bolsillo interior de su chaqueta
porta un telegrama de anteayer, remitido por el sanatorio en que se halla
Margot. Lo ha recibido el día antes de su partida de La Coruña, y dice así: Grave
empeoramiento señora Cruzado. Aconsejable su presencia mayor brevedad. Doctor
Delorme.
4. Estación
Terminus
La gravedad de Margot era irreversible. La presencia de su amado apenas
sirvió para mejorar su estado de ánimo. Parecía resignada con sus sufrimientos
y preparada a su último viaje. Tan solo le suplicó:
-
Aquí
me ahogo y ya nada me pueden hacer. Por favor, Jorge, sácame del sanatorio y
llévame al campo.
Ante la pertinente consulta, el doctor Delorme aconsejó:
-
No
tengo nada que objetar al deseo de la enferma. Ahora bien, lo procedente es que
no se alejen mucho del Hospital, para que podamos tratar a tiempo las peores
crisis de la enfermedad.
Pombo –nunca más consintió que lo llamasen general- pagó la elevada
cuenta y alquiló seguidamente un pequeño palacete en el encantador pueblecito
de Ixelles, en los linderos del bosque de La Cambre, a corta distancia de uno
de las pintorescas lagunas y a un
kilómetro de la Abadía. Allí pasó la pareja sus últimos tres meses, sin otra
compañía que la de una enfermera, recomendada por el Doctor, y una criada
mediocre de la localidad, único servicio que pudieron encontrar, por el
visceral miedo a un contagio. Un médico ayudante, el doctor de Bruin, era la
única visita asidua, pues los frecuentaba una vez por semana, aportando
cuidados y recetas.
No soy buena para conmover las emociones de quienes me escuchan, ni
tengo de los últimos días de Margot y de los de duelo que siguieron, más que
referencias inconcretas y dispares. Es seguro que ella murió a mediados de
julio, siendo enterrada en el cementerio de la localidad. También doy por
cierto que Jorge quedó sumido en una depresión sin esperanza –tal vez, la neuropatía
a que alude el señor Durkheim en este libro-, hasta el punto de no salir de
la casa sino para llevar diariamente flores a la tumba de su amada. Consta que
escribió varias cartas a diversos destinatarios –incluida su esposa Manoli-,
cuyo texto o sentido presagiaba la decisión de suicidarse en breve. En todo
caso, pagó antes sus deudas y escribió la conocida frase que había de servirle
de epitafio [2].
Para el resto, dejo el uso de la pluma
al cronista de El País:
Bruselas, 1
de octubre de 18 91.
En el día de ayer, se produjo un hecho trágico
en el cementerio del pueblo de Ixelles, muy próximo a esta capital. El famoso
Teniente General, don Jorge Pombo, héroe de la guerra colonial, antiguo
Ministro de la Guerra y Capitán General de Galicia hasta hace unos meses, se
quitó la vida con su revólver reglamentario, ante la tumba de su amada, la
señorita Margarita Cruzado, que fuera distinguida actriz de la compañía del
Teatro Español y de otros elencos. Al parecer, el General Pombo había quedado
muy afectado por la muerte, el pasado mes de julio, de la señorita Cruzado, a
la edad de 35 años, víctima de la tisis. Todo hace pensar que el finado actuase
a impulsos de una depresión, de manera fulminante, sin que las personas
presentes en el camposanto pudieran hacer nada para evitarlo.
Al día siguiente, el mismo diario recogía, entre otras referencias, que:
La muerte del General Pombo ha sido unánimemente sentida. El Ministro de
la Guerra ha enviado un telegrama de pésame a su viuda... El Vicepresidente del
Congreso de los Diputados, don Jorge Clemencio, amigo personal del difunto, ha
recordado los
muchos y destacados servicios que la Patria debe a tan ilustre hijo, que ha
muerto a los 54 años, cuando aún eran de esperar grandes cosas de él. El
Capitán General Weyler...
En fin, por una vez, parecería que El Tigre no había rugido. Nada
más lejos de la verdad. Su juicio sobre Pombo, que ha pasado indeleble a la
posteridad, fue el siguiente: Ha muerto, como murió: como un tenientillo,
como un héroe de café cantante.
***
En resumen, ¿qué provocó el suicidio del general Pombo: el fracaso, el
amor, la pobreza, el destierro..., o todas esas cosas juntas? No sé por qué,
cuando me hallo buscando la respuesta, oigo en mi mente el sabio consejo de mi
madre:
-
Hija,
lejos de nosotras la funesta manía de pensar.
[1] Me
atrevo a tomar prestado, haciendo un juego de palabras, el hermoso título de la
obra de Robert Bolt, A man for all seasons (guión para la radio en 1954
y obra teatral estrenada en 1960). En España se hizo famosa cuando sirvió de
argumento a la película Un hombre para la eternidad (Fred Zinnemann,
1966), premiada con 6 Óscar, entre ellos, el de mejor película en lengua
inglesa.
[2] Nota
del transcriptor.-
De ser ciertas mis sospechas sobre la identidad real del general Pombo y de
Margot, aquel ordenó grabar en vida sobre la lápida de su amada las palabras À bientôt (Hasta pronto, en español). El epitafio que Pombo dejó escrito para
la que ya sería común sepultura de Margot y suya, fue: Ai-je bien pu vivre deux mois et demi sans toi!, que me atrevo a
traducir, con cierta libertad, así: ¡Cómo
he podido vivir dos meses y medio sin ti! Ambos textos pueden leerse
todavía con claridad en la tumba de los dos amantes, en el cementerio de
Ixelles, junto a Bruselas.