***
Sucedió a los dos meses de haber llegado a Poitiers. Contra mi
costumbre, estaba paseando despaciosamente por la Grand’Rue, con especial
atención a los escaparates de las tiendas de telas, pues iba llegando la
primavera y, con ella, la perentoria necesidad de completar mi vestuario. Una
presencia femenina, a mi lado, me sobresaltó. No pude resistirme a preguntar:
-
Perdón,
¿no es usted Mathilde Brossart?
La interpelada se volvió hacia mí, con una mirada inexpresiva, que
achaqué a no haberme reconocido; porque, lo que es, yo no tenía dudas sobre su
identidad. Agregué:
-
Soy
Coutan; André Coutan.
Apenas oyó estas palabras, Madame Brossart
me echó los brazos al cuello y, sin reparar en la afluencia de gente, me
estampó tres sonoros besos en las mejillas. Mi primera impresión de alegría
pronto se mezcló con la inquietud de ser reconocido y la sorpresa de una
salutación tan efusiva y cariñosa. En tiempos pasados, las diferencias sociales
y de edad nunca permitieron semejante familiaridad.
Pero, ¿quién era Mathilde Brossart y qué había significado en mi vida
hasta aquel momento? Fuerza es que les ponga al corriente del más triste y
decisivo episodio de mis años mozos, en el que la hermosa y magnífica Mathilde
tuvo un significativo papel.
Fue en mi época tornesa, allá por los quince años. Era yo un aventajado
alumno del liceo Rabelais, con especial aplicación a las matemáticas que, poco
tiempo después, marcarían mi destino profesional. Como ya he dejado dicho, mi
padre era tendero, con establecimiento de carnicería abierto en la calle del
Grand Marché, de cuyo tráfico vivía toda nuestra familia. Allí acudía a comprar
semanalmente la señora Brossart en una airosa calesa, dejando hecho y pagado el
encargo, que luego habría de llevársele a su casa de la calle Beaujardin.
Un día, hallándome yo en la tienda repasando las cuentas y asentando los
totales en el libro, acertó a entrar Mathilde para su compra semanal y mi
padre, ni corto ni perezoso, me presentó:
-
Este
es mi segundo hijo, André, una lumbrera para el cálculo. Acaba de sacar la
medalla de honor de su curso en el liceo.
La señora sonrió y me tendió la mano, que besé con el mejor estilo que
pude, improvisando una gentileza. Intercambió conmigo unas breves frases y, al
terminar, se dirigió a mi padre:
-
Philippe,
si no es molestia, envíe hoy el pedido por el muchacho. Tal vez tenga algo para él.
Lo que nuestra clienta me tenía preparado era dar clase particular a
Éric, su hijo varón, diablillo de diez años, cuya inteligencia corría pareja
con la distracción y la indolencia. Tres veces por semana, a la caída de la
tarde, había de desplazarme al chalet de la calle Beaujardin para ayudar a mi
alumno con los deberes, las demostraciones y, sobre todo, la ordenación
matemática de su mente; tarea ardua, por no decir imposible, que sus padres
habían hecho descansar sobre mis débiles hombros, con la esperanza de que un
muchacho poco mayor que él pudiese llegar mejor a sus entendederas. ¡Cuántos
sesudos profesores no habrían pasado por semejante trance antes que yo y con
iguales o peores resultados!
Aunque la labor fuese penosa y de escasos progresos, yo la asumía de
buen grado, no tanto por la modesta soldada que caía en el monedero paterno
cada quincena, cuanto por el atractivo de aquella mansión y de las hadas que la habitaban. La señora Brossart,
en la espléndida lozanía de sus treinta y dos años, era el modelo perfecto de
la mujer burguesa de provincias, tan atractivas y finas por fuera, como
limitadas y clasistas en su interior. Agradecida de mis desvelos por Éric, como
del trato privilegiado que recibía en la carnicería de mis padres, correspondía
con frecuentes atenciones, invitándome a merendar antes de las clases, o
prestándome diarios y revistas recién llegados de París, con las últimas
noticias sobre el gran Napoleón o el Congreso de Viena. Tan superficial
intimidad –por así decir- solo habría sido suficiente para conocer de pasada a
la gentil Ivette, su hija adolescente, tan obediente y estudiosa, cuanto su
hermano resultaba díscolo y haragán. Hubo de darse una feliz casualidad para
unirnos sentimentalmente y ella fue la pesca de la trucha en el Cher.
Para explicarlo, forzoso será aludir a Monsieur Brossart, el cabeza de
familia, notario de profesión y profundamente enamorado de las prendas de su
esposa, en particular, de las posesiones de la misma en término de Saint
Genouph. Vástago decadente de la nobleza de toga, era un concienzudo
profesional, así como un perfeccionista en todo lo que emprendía. De la mañana
a la noche vivía entregado a sus escrituras, actas y testamentos, en un
destartalado despacho de la calle de la Sinagoga. El escaso tiempo libre lo
repartía entre la tertulia del Café del Teatro y su desmedida afición por las
monedas y medallas antiguas, que llenaban vitrinas y cajoneras, ordenadamente
colocadas en bandejas forradas de damasco rojo, con la precisión de un museo.
Quiere decirse que, en aquella casa, su señor era la señora y, a la espera de
que el hijo creciese y asesara, cualquier varón podía sentirse en ella protagonista,
respetado e imitable: al menos, yo lo apreciaba así.
Pues bien, aquel notario tan amante de su familia, como poco inclinado a
frecuentarla, se transfiguraba los domingos, cuando en compañía de su mujer e
hijos, hacía en la calesa familiar, de madrugada, el corto camino hasta las
tierras de ella. Una vez allí, el caballero tomaba sus amadas cañas de pescar y
el cebo fresco, preparado por el viejo criado Adrien, y recorría a pie el
sendero hasta el río Cher, donde se las había con las lancurdias de la poza de
Colin, en desigual combate, que concluía con el primer toque de campana
convocando a Misa de doce. Y digo desigual, pues los anhelados salmónidos, caso
de que existieran, se abstenían de acercarse al notario como a la peste. Sabido
ello por mí, lo comenté con mi padre, depredador del Loira en sus años mozos,
quien me transmitió algunos sabios consejos sobre cebar y lanzar, que yo hice
llegar a mi vez al notario. Este los acogió con desdén de académico pero lo
cierto es que, al viernes siguiente, Madame
me dijo, al acabar la clase:
-
Si
no te importa madrugar, el domingo podrías acompañarnos a la finca. Mi marido
te invita a comprobar sobre el terreno el acierto de tus indicaciones de pesca.
Aquél famoso domingo bien pudo llamarse el de los ciprínidos pues, con
gran rechifla del señor Brossart, estuvimos toda la mañana sacando del agua, y
devolviendo al río, barbos, gobios, tencas y carpas. El notario rugía y juraba,
hasta estallar finalmente en grandes carcajadas y chistes acerca de los
pescadores del Loira y su cebo mágico. Pero, a eso de las once y con un par de
gobios como carnada, unos soberbios tirones nos hicieron saber a ambos que algo
grande había picado. El combate fue largo y fiero, hasta el punto de que, por
primera vez en años, la campana tocó en vano para mi respetado anfitrión. No se
trataba –como ambos llegamos a pensar- de la
grande maman, es decir, la vieja trucha gigantesca que todo pescador dice
haber visto una vez, sino de sendos lucios de vara y media de largo, que sin
duda predaban las pobres truchas lugareñas y las tenían aterrorizadas.
Percatóse de ello el notario y, de camino a casa, me echó el brazo por los
hombros y predijo:
-
Mira,
André, que hemos hecho hoy una labor utilísima. Puede que no hayamos pescado
truchas, pero hemos acabado con las fieras
que las alejaban.
-
Es
probable, señor, pero habrá que comprobarlo en semanas sucesivas.
-
Por
supuesto. Aquí estaremos los dos el domingo para verlo.
Sucedió como Brossart barruntaba. Las truchas empezaron a menudear en su
cesta y a hacer las delicias de toda la familia, asadas a las brasas. El éxito
convirtió mi presencia dominical en indefectible y deseada. Pulí mis maneras y
mejoré mi dicción y cultura, sin perder por ello de vista cuál era mi puesto en
aquella convivencia festiva, ni lo frágil de mi fortuna. Con todo, mi humildad
y cortesía hubieron de ganarme el aprecio y confianza de mis anfitriones… y el
cariño de la pequeña Ivette, de mí tan deseado.
***
Las tardes de domingo, mientras el notario echaba la siesta y hablaba de
cultivos y cuentas con capataces y renteros, la señora leía o bordaba bajo techo,
cuidando que su marfileña tez no soportara la agresión del sol y el viento.
Entre tanto, Éric, Ivette y yo recorríamos los alrededores de la casona,
curioseando y hablando de mil cosas. Mi alumno pronto de desligaba de nosotros,
todavía muy niño para tan sesudas pláticas,
y se retrasaba zuzando los perros o jugando con sus coetáneos de la finca. Ese
era el momento glorioso para que aquella pareja de adolescentes sintiera la paz
y el calor de la naturaleza, se mirase a los ojos y rozara sus manos, empeñadas
en encontrarse, mientras formaban el ramo de flores silvestres que, a la caída
de la tarde, ofrendaríamos a Mathilde cuando, bajo una sombrilla turquí, paseaba
junto a la casa, antes de tomar el carruaje de vuelta a Tours. No puedo creer
que aquella dama tan perspicaz no penetrara en los secreto que los dos
chiquillos llevábamos escrito en la cara. Tengo para mí que estaba conforme con
que el alma de su hija conociera las sencillas dulzuras del primer amor de
labios de aquel chico tan serio e inofensivo, que se había cruzado en sus vidas
de manera casual y efímera. Seguro que ella apreciaba el armonioso efecto que
mis ternuras despertaban en aquella flor, que se abría a la vida tan cálida y
segura de sí. ¡Cómo dudar de que quería lo mejor para su hija, ahuyentando en
lo posible el dolor y la flaqueza del primer amor! Pero lo que pasaba por alto
–como todas las madres del mundo- eran las consecuencias indirectas y remotas
de dirigir y controlar los sentimientos filiales, por muy cercanos e infantiles
que sean quienes los experimentan. Me digo con frecuencia que fuimos juguetes
del destino y títeres en las manos de nuestra mentora. Pero la conciencia me
replica al instante: Eso es la vida. ¿Qué
hicisteis, qué hiciste tú para luchar por ella,
por vuestro amor?
3. En la ciudad de los cien
campanarios
Mathilde, al fin, me desligó de su abrazo, todavía arrebolada y con los
ojos brillantes. ¡Dios mío, que se habría hecho de su piel tersa y bruñida, de
su erguida y airosa esbeltez!
-
Pero,
¿cómo tú por aquí? –inquirió-. ¿Vives en Poitiers? ¿Te has retirado? ¡Oh,
perdona tantas preguntas juntas! ¡Cuántos años! Lo menos treinta, ¿verdad?
-
Y
más. Pero hace un poco de frío y transita mucha gente. ¿Por qué no entramos en
ese café?
-
¡Huy,
no, que sor Marguerite está al llegar y podría no verme, o parecerle mal! Tan
solo me he quedado rezagada tratando de ver escaparates, mientras ella entraba
a comprar unos cirios en la tienda de Lange.
Señaló vagamente hacia la izquierda, poco más allá. Supuse que
acompañaba ocasionalmente a una monja conocida, pero ella me adivinó el
pensamiento y precisó:
-
Ahora
vivo en esta ciudad, de pensionista con las Agustinas Hospitalarias de la Santa
Cruz. Tienes que venir a visitarme. Nos permiten recibir dos veces por semana,
los lunes y los jueves, a la hora del té.
-
Entonces,
su familia, su casa de Tours…
-
Ya
te contaré. No lo olvides, lunes y jueves. Tendrás que anunciar por adelantado tu
visita en la portería del convento.
Su voz se había vuelto de repente baja y solemne, mientras pinzaba con
energía mi antebrazo. Apenas asentí, noté la presencia de la hermana, que se nos acercaba con paso
rápido, portando una amplia bolsa de hule marrón, de la que sobresalían dos
gruesos velones pascuales.
-
Hermana,
le presento a Monsieur Coutan, un
antiguo amigo de mi familia. Me ha prometido una visita, tan pronto lo
permitan sus ocupaciones de banquero.
Sor Marguerite cambió su severo rictus, al oír la palabra mágica. Suavicé
sus efectos:
-
Empleado
de banca, simplemente, y en busca de acomodo. Son tiempos difíciles…
-
Y
con los precios por las nubes –apostilló la monja, mirando hacia los cirios-.
Ahora, si nos disculpa…
Mathilde se colgó de su brazo y me dijo como despedida:
-
Estás
como siempre. Seguro que te habría reconocido, si no fuera porque cada vez veo peor.
Me quedé contemplándolas discretamente hasta perderlas de vista. Luego,
torné a mirar el escaparate de las telas, a guisa de espejo. Como en un relámpago,
resucitó la imagen de Mathilde, bajo la sombrilla azul, recibiendo de nuestras
manos juveniles un ramillete de flores silvestres. Me estremecí y pensé:
¿Quedará todavía algo, en nuestro cuerpo o en nuestro espíritu, para poder
afirmar, de verdad, que somos los mismos de antaño?
***
Regreso a casa y vuelvo, una vez más, a rememorar aquellos tiempos de
Tours. ¿Qué pudo llevarme a hacer, de la forzada separación, una definitiva
ruptura? Es obvio que nuestros amores juveniles no podían durar así, que la
diferencia de clase tendría que interponerse. Ni mis padres ni los suyos
podrían aprobar un noviazgo formal, a la vista de todo el mundo. Debimos
presentirlo por las objeciones y reservas, minúsculas pero constantes, que
íbamos sufriendo para poder encontrarnos, para estar a solas un momento, para
tomarnos de la mano tiernamente. Mi padre era, para eso, bastante más explícito
y expeditivo: ¿Adónde crees que vas,
haciéndole la corte a esa señoritinga? O bien, dedícate a estudiar y ayudarnos con el negocio, que tiempo tendrás de
pelar la pava con alguien conveniente. Mi madre –Dios la bendiga-, enérgica
y realista como buena vasca, ya había escrito a sus parientes de Bayona,
conocidos de los Laffitte, para conseguirme un trabajo prometedor en París, con
el aval de mis excelentes calificaciones en el liceo. Solo esa vía era la
correcta para aspirar a una boda de
categoría, siempre que la novia esperase y el hijo del carnicero medrara en
el mundo de la banca.
Hoy alabo a mi madre y le doy la razón, pero ayer, mozo y enamorado, lo
quería todo y al momento, despreciando las convenciones sociales, pero torpe y
débil para la resolución de que el amor precisa. No pedía de Ivette una
paciente espera, sino su decidido apoyo a mi atrevimiento. La pobre, enamorada
y tímida, vacilaba, pero me dejaba hacer. Imaginé alcanzar el éxito por la vía
expeditiva de invitarla a ella y a su hermano –como carabina- a una función de ópera que daban en el teatro des Cordeliers, con ocasión de la visita
de Decazes a nuestra ciudad. Todavía me acuerdo de la obra a representar, El Califa de Bagdad, título que despertó
la curiosidad de Éric. Yo estaba dispuesto a pedir personalmente el permiso al
señor Brossart, como más asequible que su esposa, pero Ivette me suplicó que
dejara en sus manos la tarea de ablandar a
sus padres.
Aquella tarde, embutido en un agobiante traje de etiqueta tomado a
préstamo, llegué en un coche de punto a la puerta de los Brossart. El corazón
me latía tan apresurado, que dudaba si podría hablar de seguido. No me hizo
falta, de todos modos, pues la criada me hizo pasar directamente al gran
despacho de la planta baja, donde el notario se hizo esperar un buen rato.
Finalmente, entró, esbozó un frío ademán de saludo y me soltó una filípica, en
términos que no dejaban lugar a dudas sobre nuestro inmediato futuro:
-
Ivette
y tú sois dos chiquillos demasiado jóvenes como para formalizar vuestras
relaciones, ni hacerte ver de la gente como su acompañante o su pretendiente.
Es algo que mi mujer y yo siempre hemos creído que tenías asumido y que no
osarías comprometer a nuestra hija con una conducta, que entendemos simplemente
fruto de tu corta edad y falta de experiencia en la vida de sociedad.
-
Pero
Ivette y yo…
-
Mi
hija comparte plenamente nuestra forma de ver las cosas. En todo caso, nunca hará
nada que suponga desobedecer o disgustar a sus padres. No hay duda de que ella
te aprecia mucho; razón de más, para que no la agobies ni le causes dolor.
Estaba dicho todo. Nos mantuvimos en silencio durante unos instantes y, luego,
Brossart se levantó en señal de despedida. Debió verme tan cortado y compungido
que brotó en él la vena del antiguo compañero de pesca y, con su mano
estrechando la mía, aconsejó:
-
Nada
hay que el verdadero amor y el tiempo no consigan. Estudia, trabaja, lábrate un
porvenir. Vivimos tiempos de cambio y de grandes esperanzas. Lucha y, tal vez,
algún día…
Me acompañó hasta la salida. Afuera, esperaba el coche. Lo despedí y,
como un autómata, me encaminé al teatro y revendí mis tres billetes. No fue un
final brillante, pero sí sensato. Sin yo percatarme de ello, trocaba el oro de
la ilusión por la plata del criterio. Había terminado mi adolescencia.
***
No volví por casa de los Brossart, ni hice por comunicarme con Ivette.
Supongo que deseo y posibilidades de ello tuve, pero me apartaban el amor
propio y el ansia de olvidar. A fin de cuentas, ni ella me había apoyado –según
su padre-, ni había otro camino para volver que el del ascenso social. Madame, a su vez, dejó de ir por la
carnicería, lo que mi padre tomó a una ingratitud para con él. Estos burgueses, siempre tan hinchados. Los
ascos que le hacen a mi hijo no se los hacían a mis chuletas –decía,
empleando una analogía que habría hecho reír al propio Blanqui-.
Al fin, con mi décimo octavo cumpleaños,
llegó la invitación de París para que acudiese a la casa de banca Perregaux,
Laffitte y Compañía, a fin de someterme a los exámenes de ingreso en la misma.
No era un acceso libre pero iba recomendado, amén de mi buena preparación. No
obstante, apuré hasta el último momento para repasar y poner al día mis
conocimientos contables; de tal suerte que, cuando cogí la diligencia para la
Capital, Ivette meramente formaba parte de un pasado dichoso que, como mi
mocedad, no volvería más.
***
Dejé pasar tres semanas antes de decidirme a visitar a Mathilde en el
convento. Después de todo, si ella había abierto a mi vulgar infancia luminosos
caminos, también los había cerrado luego, sumiéndome en una oscuridad aún más
dolorosa. Oscuridad. Esa había sido su sugerencia de despedida, tal vez tan
exagerada, cuanto niños y viejos usan para hacerse compadecer y servir. ¿Qué le
debía yo, ni por qué su natural senectud tendría que despertar mi piedad? Por
otra parte, ¿no me había refugiado yo en Poitiers, tratando de pasar
desapercibido para la Policía? Y hete aquí que una anciana charlatana me delata
a la primera de cambio, poniendo ante la avidez de una monja lamentosa mi
antigua profesión de banquero. Y, por
cierto, ¿de dónde le habría venido ese dato? ¿Se habría interesado por mí,
luego de mi marcha de Tours? Al fin, tomé la decisión de rendir visita a Madame por una vez, evitando suspicacias
y mezquindad.
Para la entrevista, las hermanas de la Santa Cruz pusieron a nuestra disposición
una salita dignamente amueblada y convenientemente surtida de cuadros e
imágenes sacros, cuya mesa central de taracea estaba de antemano aparejada con
servicio de té para dos personas, así como de un platito imitación de Sèvres,
colmado de pastas caseras, indudable fruto de la cocina conventual. Los
aromáticos efluvios que desprendía la tetera suscitaron las primeras palabras
de Mathilde quien, vestida y alhajada con excelente gusto, resplandecía al
recibir los rayos del sol poniente, que bañaban su espalda de dorada claridad:
-
¡Estas
monjas, querido, saben de rezos pero omiten servir el té en su momento!
Tomémoslo antes de que se enfríe.
-
Supongo
que no será esta la única privación de la señora Brossart en este convento, ni
la mayor -repliqué con ironía-.
-
No
lo sabes tú bien –sonrió-. No obstante, hay quien opina que son mucho mayores
las ventajas y probablemente tenga razón.
-
Intuyo
que sus achaques de la vista tendrán mucho que ver con la determinación de ser
atendida por tan seráficas doncellas.
-
Ciertamente,
André: Las cataratas van a más de día en día. Ya no me atrevo a salir sola a la
calle y me resulta casi imposible leer.
Así pues, esa era la causa irremediable y progresiva de su pérdida de visión, que habría
de llevarla a la ceguera, no tardando. Me estremecí. Ella lo intuyó y decidió
desviar la conversación por muy otros derroteros. Así que, mientras dábamos
buena cuenta de la magra merienda, hube de resumirle tres décadas de mi vida,
con la lógica omisión de mis cuitas políticas y desavenencias con el régimen
del recién proclamado Emperador. Al concluir, buscó una de mis manos y,
estrechándola entre las suyas, resaltó solemne:
-
Así
pues, querido, hete aquí, cincuentón, separado, sin empleo, residiendo en una
ciudad dormida y tomando el té con
una vieja medio ciega. La verdad, André: para tal viaje, mejor habría sido
quedarte en Tours, a la vera de tu familia y diplomarte en Comercio. ¿Quién
sabe si…?
-
¿Si
los buenos amigos me habrían reabierto las puertas de su casa y de su corazón?
Lo dudo. Era demasiado poco para ellos y aún no sé si sigo siéndolo.
Mi espontáneo exabrupto la desconcertó por unos momentos, pero pronto
reaccionó:
-
El
mundo es como es y resulta vano intento resistírsele. De todas formas, si nos
equivocamos entonces, solo el futuro lo ha podido decir y bien que hemos penado
por ello.
Se hizo el silencio durante un intervalo que me pareció eterno.
Mathilde, al fin, prosiguió:
-
No
querría abrumarte con desgracias, que bastante tendrás con las tuyas. Tampoco
deseo que pases a sentirte culpable: mejor es juzgar tales a los demás, aunque
no sea lo más justo. Solo me impulsa a sincerarme la posibilidad, por remota
que sea, de enmendar mis pasados yerros y llevar un poco de felicidad a quien
tanto ha sufrido por vuestra forzosa separación, hasta el punto de haber
arruinado su vida.
-
¿Se
refiere usted a Ivette?
Por toda contestación, me hizo el siguiente relato:
-
Eludiré cualquier alusión personal a culpas y
errores. Es el caso que Ivette, consternada por tu ausencia y falta de
noticias, al cabo de tres años aceptó nuestras sugerencias de reconocer la
imposibilidad de reanudar vuestras relaciones y que aceptara las atenciones de
un joven teniente de Fusileros, y en su momento, la oferta de matrimonio que
aquel le hiciese. Así acaeció y, a los veinte años, se vio ligada a un hombre
que, ya por su baja estofa, ya porque sus sentimientos fueran un mero capricho,
le hizo desde muy pronto difícil la vida, con sus devaneos y maltratos. Su
padre y yo no supimos de su desgracia hasta bastante tiempo después, dado que
los ascensos y el deseo de hacer una brillante carrera que disimulase su baja
extracción y sus excesos, fueron llevando al militar de plaza en plaza, hasta
dar con sus huesos en Argel, en los tiempos de la conquista. Entre tanto, en
los primeros años de matrimonio, habían tenido dos hijos, niño y niña, que
fueron para mi Ivette el único consuelo y dedicación aunque, al mismo tiempo,
el dogal que la mantuvo ligada al padre, a fin de evitar sufrimientos a sus
hijos y, en particular, que él se los llevara consigo, de llegarse a una
separación.
Mathilde hizo una pausa, como si esperase a que las palabras calaran en
mi ánimo. La verdad es que, en un primer momento, las sentí ajenas y hasta
experimenté un perverso sentimiento de satisfacción, como de justicia cumplida.
No queriendo traslucir tales pensamientos, me abstuve de hacer comentario
alguno. Así pues, mi interlocutora, sin interrupción por mi parte, tuvo que
proseguir su exposición:
-
Coincidiendo
con esa marcha a Argel, murió mi esposo. Éric, tu antiguo alumno, había
concluido ya la carrera de Derecho –precisamente, aquí, en Poitiers- y marchado
a Burdeos, como pasante en un bufete de prestigio. Fue entonces cuando Ivette,
tan reservada y celosa de sus sufrimientos, decidió paliar mi soledad y mis
temores y empezó a escribirme una carta
por semana, tan amable y minuciosa, como falsa.
-
¿Y
eso? ¿A qué se refiere con tan duro epíteto?
-
Por
supuesto, a no hacer alusión alguna a los problemas con su marido, ni a las incomodidades
y privaciones de las tierras en que, a ella y a sus hijos, les tocaba vivir.
Con sus cartas intentaba consolarme, no darme más preocupaciones.
-
Entiendo.
Muy loable de su parte pero contraproducente a la postre. Descubierta la
falacia, usted ya no podría creer las buenas noticias, ni aunque fueran
ciertas.
La señora Brossart hizo un gesto dubitativo. Seguidamente, de entre sus
ropas extrajo un pequeño mazo de cartas, sujeto con una cinta rosa. Me
preguntó: ¿No quieres leer alguna?
Tomé las cartas, aunque sin voluntad ninguna de leerlas. Su roce me
estremeció. La escritura de los sobres me hizo recordar los rasgos olvidados de
apuntes escolares y breves esquelas, que yo había acariciado en una vida anterior. Las devolví:
-
No
quiero alargar en exceso nuestra entrevista –me disculpé-. Pero dígame algo del
contenido de las últimas cartas. ¿Cómo están Ivette y sus hijos?
-
He
ahí la cuestión y de eso quería hablarte. Hace cosa de un año que he dejado de
recibir noticias de mi hija. En su última misiva, me anunciaba que su marido
estaba pendiente de un nuevo traslado, del que todavía desconocían el destino;
que no me preocupara, si tenía que dejar de escribir durante un tiempo; que,
además, su hija iba a casarse y los preparativos las tenían muy ocupadas. Pero
yo creo que el silencio es ya demasiado largo y, dada la catadura de mi yerno y
lo peligroso del lugar, me temo alguna desgracia.
-
No
lo veo probable. De haber sucedido algo grave, seguro que la familia o las
autoridades les habrían informado. De todos modos, ¿ha hablado usted de esto
con Éric?
-
Éric…
Entre la política y la mala pécora de su mujer, se limita a tenerme encerrada
entre estas cuatro paredes para que me cuiden las monjitas. No sé si te he
dicho que, desde que Luis Napoleón ganó las elecciones del cuarenta y ocho, ha
subido mucho también él. Ahora es subprefecto no lejos de aquí, en Loudun.
-
Con
que subprefecto, ¿eh? –dije fingiendo indiferencia-. Espero que haya aprendido
algo de matemáticas, por lo menos, para entender nóminas y presupuestos. Pero,
en fin, teniendo ese cargo, seguro que habrá pulsado las teclas precisas para
dar con su hermana.
-
Eso
me dijo él, que estaba bien de salud y haciendo el equipaje para Marsella. Pero
a su madre no la engaña: O no hizo gestión alguna, o algo serio me está
ocultando. Lo leo en su cara las pocas veces que viene a visitarme.
-
En
fin, Mathilde, es casi de noche. He de hacer todavía algunas gestiones. Estoy
seguro de que todo son aprensiones vanas de una madre demasiado preocupada. Me
marcho, pero volveré no tardando, si sigo en Poitiers. Eso sí, tengo una cosa
que pedirle.
-
Lo
que esté en mi mano…
-
Que
no le diga a Éric que me ha visto. Yo también hice mis pinitos en política y no
precisamente a favor del petit Napoléon.
-
Descuida,
hijo –concedió con una sonrisa-. Mi pobre Lucien, que en gloria esté, era más
republicano que Saint Just. Las pasó de a quilo cuando las guerras de la
Vendée. Y eso que él era notario; así que tú, siendo hijo de un carnicero…
Calló bruscamente, comprendiendo que se había metido en terreno
ofensivo. Decidí seguirle el juego y aprovechar para despedirme lo más
rápidamente posible:
-
En
efecto, señora Brossart, mi difunto padre se inclinaba por el socialismo, pero
casi todos sus clientes eran burgueses; de modo que no le quedó más remedio que
contemporizar. A fin de cuentas, terneras, corderos y lechones no tienen ideas
políticas, que se sepa.
4. Un encargo piadoso
Dicen que la ociosidad no es buena consejera. Si hubiese tenido algo que
hacer, aparte pensar y recelar, es posible que las noticias del triste sino de
Ivette habrían sido una mera anécdota a enterrar entre las ocupaciones de la
vida diaria. O, si hubiera habido alguien con quien comentarlas y de quien
recibir un buen consejo, habrían supuesto como mucho una provechosa lección
sobre las vueltas que da el mundo, o acerca de las injusticias de la vida. Pero
sin nada que hacer y con la sola proximidad de mi casera, terminé por
obsesionarme con el relato que me había hecho Mathilde y a soñar con su hija,
tal como era cuando nos amamos.
Una y otra vez hacía por rememorar literalmente nuestra conversación y
por no rendirme ante la evidencia de una viejecita medio ciega, que contaba
tristes historias sin la intención de
repartir culpabilidades pero, eso sí, eludiendo la gran parte de
responsabilidad que tenía en el fracaso amoroso de su hija. ¡Qué fácil había
sido negar el pan y la sal al hijo del carnicero, para abrir de par en par las
puertas de su casa a un bizarro teniente, del que no sabían nada y que, para
colmo, resultó proceder de familia humilde, de
baja estofa! En mi esfuerzo por escapar de aquellos deletéreos recuerdos,
llegaba a suponer en Mathilde las más aviesas intenciones. De no estar yo separado
y con ciertos posibles, ¿me habría abierto su corazón? ¿Iría por ahí su no explicada
sugerencia sobre su propósito de enmienda y de llevar finalmente a Ivette un poco de felicidad?
Entre esas sospechas y su ominoso parentesco con un subprefecto del
nuevo Gobierno, debería haber escapado de Poitiers, rumbo a cualquier parte.
Pero pudieron más la curiosidad y la cortesía. Después de todo –me decía-, ¿qué
mal podía haber en conocer sus intenciones y decidirme luego en consecuencia?
Así pues, tras casi un mes de soliloquios y meditaciones, me hallé en la puerta
del convento de la Santa Cruz, anunciando mi visita a la señora Brossart para
el jueves siguiente.
***
Nada había cambiado desde nuestro anterior encuentro, a no ser el
sorprendente recado de la hermana portera al recibirme:
-
De
parte de la madre priora, que tendrá mucho gusto en saludarle cuando termine su
visita a Madame Brossart. Si pudieran
acabar antes de vísperas…
-
Mi
reloj atrasa y desconozco sus horarios. Avísenme cuando sea el momento y
acudiré con mucho gusto.
Mathilde, al exponerle tan llamativa cita, aventuró:
-
La
comunidad se ha quedado sin administrador. Mejor dicho, lo han tenido que echar
por infiel. La hermana Marguerite le hablaría de usted y la superiora me
preguntó. En cuanto saqué a relucir los nombres de Laffitte y los Péreire…
-
Un
momento. Yo no he trabajado para los hermanos Péreire y, en cuanto a Laffitte,
¿quién le ha dicho que yo…?
-
En
Tours, todo se sabe. ¿O es que piensas que te olvidamos cuando te fuiste? Mi
marido, sobre todo, lamentó siempre que te hubieses tomado nuestras reticencias
tan a pecho. ¡Ah, si hubieses regresado a visitarnos, o hubieras tenido alguna
palabra para Ivette!
-
El
té se enfría, Mathilde: tomémoslo y luego seguimos. Pero, ante todo, ¿cómo va
de salud?
El calor de la infusión pareció calmar el de mi indignación interna.
¡Pues no iba a resultar yo el culpable de todo! Junto al plato de pastas, otro
de merengues evidenciaba que, para aquella comunidad, empezaba a ser un
visitante especial.
-
Bueno,
querida amiga, dejemos el pasado y vengamos a lo que ahora le interesa. Es
posible que no me quede mucho más tiempo en Poitiers. Así que, sin rodeos,
dígame lo que espera de mí, o qué puedo hacer por la felicidad de Ivette, como dijo la otra tarde.
-
Empezaré
por donde acabé entonces. Te dije que, desde hace un año, había dejado de
recibir cartas de mi hija y que, conociéndola, no puedo creer que ello se deba
a una mudanza, ni a los preparativos de una celebración familiar. Es más, si se
han trasladado a Francia y se va a casar mi nieta, tanta mayor razón para que
me visitase y me hiciera llegar la invitación para asistir a la ceremonia. No,
no; hay algo que no encaja.
-
Pero
fue la propia Ivette quien se lo escribió…
-
…
Tal vez para no inquietarme y ganar tiempo.
-
Y
Éric indagó y no halló motivos de preocupación…
-
Hace
mucho tiempo que se desinteresó por su hermana y su morbosa insistencia en seguir dentro de la jaula del león, como
él llama a la tozudez de Ivette por no separarse de Georges, su marido. En fin,
no dudo de que se haya informado, pero sí de que me diga la verdad, si esta es
amarga.
-
Bien,
estamos en que no cree a sus hijos. ¿No lo ha intentado con alguna otra
persona? No sé…, tal vez escribiendo al Ministerio de la Guerra, para averiguar
el actual destino de su yerno.
-
De
eso no hay duda. Hasta hace tres meses, seguía en Orán, donde ha permanecido
los últimos años. Ha ascendido a comandante y parece que tiene algún grado de
invalidez para el servicio. Por motivos de confidencialidad, no me han aclarado
nada más.
-
Pues
me parece bastante, si quiere usted seguir con la encuesta. A alguien conocerá
en Orán, o en algún otro lugar de la colonia.
-
¿Crees
que es cosa para encomendar a cualquier desconocido? ¿Cómo reaccionaría mi hija,
o hasta qué punto puedo yo confiar en que me dirán la verdad? No, André. Si me
atreviera a pedírselo a alguien, ese serías tú.
Era lo que, en el fondo, había temido y anhelado a un tiempo, desde que
la desaparición de Ivette me había
sido comunicada. Y, por si albergaba alguna reticencia, Mathilde prosiguió:
-
Dirás
que por qué no me aventuro yo en el viaje. Estoy casi ciega y mi salud es
delicada, pero arrostraría cualquier peligro o incomodidad por encontrarme con
ella. Pero el caso es que Éric ha debido de dar indicaciones muy estrictas a
las monjas de que me vigilen y no me dejen salir sola en ningún momento.
Además, él es quien administra mis propiedades y apenas me llegan regularmente
unos cientos francos, para algún pequeño capricho.
-
Es
triste llegar a viejo, como decía Laffitte, aún con todo su poder e influencia.
-
Y
que lo digas. Dependes de otros y, en el mejor de los casos, los mueve el
interés, no el cariño, ni siquiera la gratitud. Y conste que no lo digo por ti,
que no has vuelto a la señora Brossart
por su brillante y severo pasado, sino por la lástima que ha despertado en tu
buen corazón.
-
Tampoco
es que tenga mucho que hacer y en Poitiers apenas conozco a nadie.
Mathilde se sonrió de mi fingido cinismo. Matizó:
-
Lo
cierto es que no he apreciado en ti lástima sino, si acaso, piedad. Mas no es a
esta a la que apelo, al pedir tu ayuda, sino a algo más profundo y
comprometedor. Si te pido que viajes a África, no es simplemente para que
busques a mi hija, sino para que la auxilies de la forma que te sea posible. Si
ella supiera que has vuelto, seguro que te haría la misma petición, siempre que
no la traicionase el orgullo. Me consta que Ivette nunca dejó de quererte en
secreto o, cuando menos, de acordarse de ti con cariño.
Ni me conmoví, ni le contesté. Sencillamente, me pareció una increíble
añagaza para doblegar mi claudicante voluntad. Ella insistió:
-
¿Por
qué crees que el otro día te mostré sus cartas, sino para que leyeras alguna y
te vieses citado en ella? Lamentablemente, no las he bajado hoy pero te prometo
que lo que digo es cierto. Por tanto, hijo, ve a Orán y vuelve a Francia con
ella. Todavía estáis en buena edad y vuestro valor y constancia podrá conseguir
lo que otros os impedimos conseguir otrora.
-
Tardía
es la confesión, a más de inexacta. También Ivette y yo tuvimos mucho que ver
en aquel desastrado final de nuestra relación. Está bien, Mathilde, cruzaré el
mar y cumpliré su encargo de ida pero, en cuanto al regreso, solo Dios sabe
cómo habrá de ser y lo que nos deparará el destino.
Unos golpecitos en la puerta de la sala precedieron a la entrada en ella
de una hermana, fornida y cuarentona, con una sonrisa beatífica y los brazos
cruzados a la altura del crucifijo de plata que pendía de su cuello.
-
A
la paz del Señor; disculpen la interrupción, pero las obligaciones mandan… Así
que este caballero es el banquero de París, tan honrado como ducho en su
profesión. Yo soy la madre Chantal, priora de la Santa Cruz. Pues verá; no sé
si Mathilde le habrá contado…
En efecto, Mathilde me había contado. Al salir del convento, llevaba conmigo
un mandado de piedad y una oferta de trabajo. Tal vez, una carga demasiado
pesada para asumirla en una sola tarde. Pero -¿quieren creerlo?- me sentía
ligero, firme, contento. Dicen que la vida consiste en amar y trabajar. De ser
ello cierto, volvía a despertar a la vida.
5. Los vivos y los muertos
Hice la travesía de Marsella a Orán en la goleta La Plaisante, gastándome mis buenos francos para ocupar un camarote
individual. El resto de los pasajeros era lo que podía esperarse del lujo
del barco, que su publicidad aseveraba: funcionarios civiles, comerciantes y
militares de media graduación, pocos de los cuales evidenciaban su propósito de
aposentarse en la colonia viajando con esposa e hijos. Ello me hizo reflexionar
sobre el hecho de que el marido de Ivette hubiese llevado tras él a África a
toda la familia. Fumando una pipa en cubierta con un capitán de legionarios,
saqué el tema y él me informó:
-
La
pacificación es un hecho desde hace unos cinco años. Las ciudades principales,
singularmente Argel y Orán, se van poblando de europeos: franceses, españoles,
italianos… Yo pienso que no se vive mal, pero las mujeres son escasas y los
niños no tienen apenas donde estudiar, más allá de la escuela primaria. Con
todo, lo decisivo es por qué se va a Argelia. Los comerciantes se enriquecen
fácilmente y los campesinos pueden encontrar la tierra de promisión. Lo más
duro es para los funcionarios y para nosotros, los militares, que tenemos que
pechar con los moros, valientes y traicioneros donde los haya. Y con una paga
similar a la de Francia, no se vaya usted a creer.
-
No
conocerá a un comandante de zuavos…; Georges Morin creo que se llama.
-
Me
suena su nombre, pero no creo haber coincidido con él. Llevo solo dos años en
África y los campamentos de la Legión Extranjera están fuera de las ciudades.
Yo dirijo el destacamento de Djebel-Taleb. ¡Bravos soldados, los zuavos! En
cambio, a nosotros nos toca instruir y controlar a los peores tipos de Francia
y de la inmigración, verdaderos indeseables y muy levantiscos. En fin, con
disciplina y tiempo, se llega a hacer de ellos buenos combatientes…, si no les
da por desertar.
Tal vez fuera esta mi conversación más larga durante la travesía. La
mayor parte del tiempo la pasé mareado en mi cámara o dando vueltas a la
táctica del encargo que me había sido confiado. Para empezar, una pátina de
respetabilidad: Sería un empleado de banca, comisionado por mi empresa para ver
de abrir una sucursal en Orán. Mis conocimientos del oficio y algunos nombres
dejados caer al azar darían al engaño una apariencia verosímil, si la
Gendarmería se empeñaba en buscarme las vueltas, como desafecto al Emperador de
los Franceses. Seguidamente, rapidez y discreción. Se trataba de comprobar
cuanto antes cómo se encontraba Ivette y, si acaso, hacerle llegar por tercera
persona una carta de mi puño y letra para instarle a reanudar la
correspondencia con su madre. No tenía el menor propósito de hacerme ver de
ella y hasta dudaba en firmar la carta de otra forma que como Un amigo leal, u otra ambigua fórmula
por el estilo. En resumen, haría lo necesario para poder informar y, en su
caso, tranquilizar a Mathilde. En cuanto a la
felicidad de Ivette, que se encargase la interesada de buscarla.
Con la ciudad de Orán en la línea del horizonte, reaparecí por cubierta,
con mis dos maletas perfectamente hechas y la carta para Ivette, redactada y
lista para entregar. Un secretario de juzgado, con el que había coincidido a la
mesa en el barco, me preguntó:
-
¿Ya
tiene usted alojamiento en la ciudad?
-
Pensaba
buscar algún hotel en la zona céntrica.
-
No
lo haga: Todos son caros y malos. Le recomiendo una pensión excelente, donde yo
me alojé durante un par de años, hasta que contraje matrimonio. Está a la
entrada de la Casbah, pero ofrece
esmerada limpieza y total seguridad.
-
¿Dan
comidas?
-
No
le aconsejo la comida de las pensiones: demasiado especiada para nuestros
estómagos. Los cafés a la europea son más aconsejables. Y el mejor, sin duda
ninguna, el Marignan.
En un instante, garabateó nombres y direcciones y me entregó el papel.
Añadió:
-
Dígale
a Madame Rivière que va de mi parte.
Y no se le ocurra hacer ningún alarde de riqueza. En esta tierra de truhanes,
fijan los precios en función de la fortuna que imaginan a cada cliente.
***
El
establecimiento de la señora Rivière llevaba al hispánico rótulo de La Posada, según unos, por pura
tradición histórica, en tanto otros aludían a la nacionalidad del marido de la
posadera, fallecido años atrás. El núcleo de la construcción era la airosa
escalera que, describiendo una amplia espiral, llevaba a los dos pisos de que
constaba el edificio y, finalmente, a la terraza del mismo. Recibía espléndida
luz por una cúpula ochavada, de ventanas ojivales, coronada por una media
naranja inmaculadamente enjalbegada. Las habitaciones del primer piso eran las
propias para huéspedes, mientras las del piso superior servían al acomodo de la
dueña, su familia y la servidumbre. En el piso bajo, al que se accedía por un
gran portón bajo arco de herradura, se hallaba la recepción, el comedor y las
piezas para baño, almacenes y fumadero. El gran vestíbulo servía de lugar de
lectura, espera y conversación, a la vez que daba acceso a un coqueto jardín
interior, precedido por luminoso invernadero o estufa y cerrado por celosías de
madera. La calle de acceso a la pensión se perdía, colina arriba, entre
escalinatas y callejones, que paulatinamente convertían la luz y la geometría
del puerto en una colmena, sombreada y rumorosa, a los pies del Castillo de
Santa Cruz.
Por lo demás, la ciudad iba adquiriendo la racionalidad y los edificios
que podían esperarse de su carácter de capital de Departamento, puerto
importante y fuerte guarnición. Acababa de terminarse el Hôtel de la
Prefectura y acondicionarse el Château Neuf como cuartel de los spahis
y del Segundo de Zuavos, que suponía sería la unidad del marido de Ivette.
Más arriba, impresionaba la mole del hospital militar Baudens, donde me
figuraba habría sido el comandante atendido de sus heridas de guerra. El
Ayuntamiento, la Gendarmería y la Justicia ocupaban más modestas o
provisionales ubicaciones, a la espera de tiempos mejores. Cerca de mi pensión,
avanzaba la cimentación de una iglesia, que iba a llevar la advocación de San
Luis. ¿Y para la educación de los hijos de los inmigrantes? Alguna
institución religiosa hay, que los atiende. De liceos, nada por ahora, si bien
está en proyecto uno público, al nivel de Francia. Es cuanto puedo decirles
de Orán, al modo de un viajero curioso. Por lo demás, comprenderán ustedes que
mis objetivos eran muy otros que el de hacer turismo.
Así pues, tan pronto me ambienté en la ciudad y constaté que la Policía
no se ocupaba de mi presencia, tomé la carta y encamineme a la calle Philippe, al último domicilio
conocido de Ivette. Verdad es que ya había ido hasta allí días antes, para explorar
el terreno. Era un modesto hotelito de dos plantas, protegido por una verja y
medio escondido entre la frondosidad de rododentros y terebintos. Desde las
aceras, haciendo como si paseara o esperase la llegada de alguien, no había
sorprendido una sola seña de vida en el inmueble, cuyas ventanas, celadas por
persianas de madera, parecían ojos enceguecidos por el sol.
Esta vez, tan decidido como me permitía el violento batir de mi corazón,
así con firmeza la manija del portón y empujé la hoja. No se movió: era obvio
que estaba cerrada con llave. Miré con mayor atención hacia el interior. Todo
presentaba la misma apariencia de días atrás, con esa pátina de descuido y
desaseo, que induce a pensar en una ausencia prolongada. Me decidí a preguntar
en la propiedad contigua.
-
¿El
comandante Morin? Hace meses que cerró
la casa y marchó para Argel.
-
Soy
un amigo de la familia, que anda preocupada con su estado de salud. ¿Sabe si
volverá o cuál sea su actual paradero?
-
Lo
ignoro. De hecho, se ausentó sin despedirse. Unos dicen que precisaba cuidados
que en Orán no podía tener. Otros, que lo iban a repatriar a Francia, en vista
de que estaba inútil para el servicio. Pero, si quiere mayores precisiones,
puede preguntar en el Cuartel de Zuavos o, tal vez, en la Gendarmería.
Ninguna de esas sugerencias me satisfizo. Regresé muy despacio a La
Posada. La carta para Ivette me quemaba en el bolsillo y en cada matrona
con sombrilla que me cruzaba creía ver el rostro de Mathilde.
***
Decidí proseguir mis indagaciones en la capital argelina, aunque ello
supusiera un dispendio adicional para el que no me encontraba bien dispuesto.
Pregunté al personal de la pensión:
-
Tengo
que trasladarme hasta Argel. ¿Qué me recomiendan: viajar en diligencia o por
mar?
-
El
cabotaje, sin duda ninguna –me respondieron-. La situación en tierra no está
todavía bien pacificada.
-
Así
que el señor nos deja –terció Madame Rivière-.
-
Pues
sí. Lo malo es que no es para regresar a Francia, sino para encontrar a una
persona que yo hacía en Orán, pero se ha ausentado y sin dejar señas.
La posadera –que atendía por el apodo cariñoso de Momine- mostró
cierto interés y yo estaba locuaz aquella mañana, con la secreta esperanza de
que alguien me echase una mano, sin tener que acudir a los canales oficiales.
Después de todo, Orán era una pequeña ciudad, donde los europeos aún no eran
muy numerosos. Le hice seña de dirigirnos al invernadero y nos sentamos en uno
de los bancos que corrían adosados al muro. De manera breve, expliqué la misión
que me había llevado a Orán y el fracaso relativo de aquella mañana. Concluí:
-
Por
razones políticas, no querría significarme; así que, si pudiese ayudarme, le
quedaría muy agradecido. Se trata de un oficial de zuavos, gravemente herido en
la guerra, el comandante Morin.
Momine, con los ojos muy abiertos, inquirió:
-
¿Dice
usted que su verdadero interés era encontrar a la mujer, no al marido?
-
Así
es, pero suponía que este sería mucho más conocido.
-
Y
que el encargo viene de los parientes de ella…
-
En
concreto, de su madre. Es buena amiga mía desde la infancia.
Ella sonrió. Dejó pasar unos momentos, antes de proseguir:
-
No
creo que sea necesario que se tome la molestia de ir hasta Argel para dar con
Ivette. Yo puedo darle todas las referencias que necesita.
Y, ante mi perplejidad y creciente emoción, me hizo el siguiente relato:
-
Conocí
a lvette en el año cuarenta y seis, poco antes de la rendición de Abd el-Kader.
Georges, su marido, había empezado a venir por La Posada todos los
martes por la tarde, pues se entendía con una peluquera italiana, joven y de
buen ver, con quien compartía la habitación número siete, hasta la anochecida.
El entonces capitán estaba perfectamente de salud y paseaba muy gallo por el
Bulevar y la Plaza de Armas, acompañado a veces de su mujer, morena, de cara
agradable y algo metida en carnes –así, como yo-. Todo eso fue anterior a que a
él le alcanzase una bala cerca de Mers el-Kebir, que lo dejó casi paralítico de
ambas piernas. Aunque mi relación con el militar era puramente profesional –por así decir-, lo fui a
visitar a petición de su amante, mientras estuvo en el hospital, y allí trabé
amistad con su esposa; lo suficiente para darme cuenta de que las relaciones
entre ellos no eran buenas, ni mucho menos…
-
Muy
natural, por lo que usted me dice de sus infidelidades. Y supongo que las cosas
irían a peor, con el genio que lógicamente se le pondría al volverse casi un
inválido.
-
Puede
figurarse. Creo que ya la maltrataba de antes, pero a raíz de la herida y de
sus consecuencias dolorosas, los malos modos y los insultos eran frecuentes.
-
¿Incluso
en público, en el sanatorio?
-
No,
no: en la casa que ha encontrado cerrada esta mañana. Para entonces, ya
habíamos congeniado y yo los seguía frecuentando, no para hacer de alcahueta,
sino por afecto y lástima hacia Ivette. Y todavía más, cuando murió el hijo.
-
¿Qué
me dice? ¡Tan joven! ¿También en la guerra?
-
No
tal. Es cierto que el muchacho estaba preparándose para ingresar en el Ejército
-¿qué otra cosa iba a hacer, con pocos estudios y escaso patrimonio?-, pero
murió en la gran epidemia de cólera del año cuarenta y nueve. Puede usted
figurarse que la madre quedó desolada. Su marido –ya comandante por méritos de
guerra y sin apenas poder ir por el cuartel-, se volvió aún más irascible;
bebía mucho y perdía los estribos. La tenía como a una criada a su servicio. La
pegaba con cierta frecuencia, incluso valiéndose de sus muletas.
-
¿Pero
no la auxiliaba nadie? ¿Y su hija?
-
No
era tan tonto como para ponerse violento en presencia del servicio. En cuanto a
Francine, a quien el padre despreciaba por su amor y parecido con la madre,
esta trató de alejarla cuanto pudo de aquel triste y estragador ambiente,
acogiéndola al seguro del internado de las Trinitarias. Las propias monjas, de
acuerdo con Ivette, le buscaron un novio conveniente en Argel y, tan pronto
cumplió los dieciocho años, se celebró la boda en la intimidad, con el pretexto
del reciente fallecimiento de su hermano y del estado de salud del padre. En el
fondo, me consta que mi amiga no quería que viniese nadie de Francia y
conociera su desgracia. En cuanto al novio, era un modesto aduanero del puerto
de Argel y su familia carecía de posibles para hacer el viaje.
-
Bien,
Momine, no quiero cansarla más. Para mi encargo bastará con que me dé algunos
detalles de la muerte de la pobre Ivette.
-
Poco
es lo que se sabe de seguro, y eso que, después de la muerte de su hijo, cada
vez venía más por aquí. Se quedaba a veces varios días, cuando más agresivo
estaba el comandante. Más de una vez hubimos de emplear todas nuestras
atenciones para curar sus golpes. No sé si debería decírselo pero, para aliviar
el sufrimiento o conciliar el sueño, fue acostumbrándose a fumar algunas drogas
que por aquí se emplean habitualmente. Hizo amistad con un afamado morabito,
que suele bajar a Orán para enseñar en la mezquita del Pachá y traer medicinas
y remedios a quien se los pide. Ivette lo tenía en gran estima y no hacía ascos
a sus consejos y ungüentos. Bien puede usted creer que aquel santón y una
servidora fuimos su paño de lágrimas en la última etapa de su vida.
-
¿Cuándo
y cómo acabó esta?
-
El
cuándo es sabido: hace un año, a poco de celebrarse la boda de Francine y
partir esta para Argel. Del cómo, ya le he dicho que lo ignoro. Parece que fue
una muerte repentina, que dio que hablar entre los vecinos, los cuales conocían
bien la agresividad de su marido. Pero no hubo nada de eso: Yo, que la vi de
cuerpo presente, atestiguo que no tenía ninguna huella de violencia y que su
rostro mostraba una gran placidez. De todos modos, la Policía no hizo mayores
averiguaciones, ni se practicó autopsia. Así que habrá que decir como ella,
días antes de morir: Llevo conmigo la
vida y la muerte. Soy la dueña de mi destino.
-
A
saber lo que la inculcó el tal morabito. En cualquier caso, bien puede decirse,
con una máxima más nuestra, que finalmente descansó en paz.
-
Ciertamente.
En pocas ocasiones será más exacto ese tópico.
***
No quise que me acompañase nadie al cementerio de El-Hamri, donde
reposaban los restos de Ivette y de su hijo, en modesta sepultura rematada por
una cruz con ángeles tenantes. La mañana era fresca y estaba cansado de la
caminata. Me senté junto a la tumba y me dio por pensar en el triste sino de
aquel primer amor, nacido a orillas del Cher. ¡Bien que habíamos pagado la
imposición o la cobardía! Después de todo, yo había sido el más afortunado,
llevando una vida normal en mi país y estando ignorante de los sufrimientos de
Ivette, hasta que ella hubo acabado definitivamente de padecerlos. Ahora
quedaba Mathilde, a quien habría de edulcorar las noticias, para que pudiera
tener una vejez lo más tranquila posible. Aunque, a fin de cuentas, ella era la
mayor responsable de nuestras cuitas, nacidas de una ruptura por orgullo de clase
y de la pésima elección de marido para su hija. Me alcanzó una ráfaga de viento
y sentí un escalofrío. Me levanté, recé una oración y sentí la necesidad –como
cuando niños- de hacerle una promesa a Ivette, apasionada, sincera, eterna.
Pero el aire me susurraba mentira,
mentira. Y yo pensaba qué ofrecerle. Y el viento, falso, falso. Entonces comprendí que todas aquellas promesas de
antaño, todas, habían quedado
irremisiblemente incumplidas. Y sentí que las palabras eran hueras; las
reflexiones, frías; mis propósitos, baldíos. Todo se marchitaría, como las
flores frescas que había dejado sobre la lápida. Mi corazón clamaba ¡justicia, penitencia! Y los pájaros de
aquel jardín de silencio cantaban ¡amor,
purificación! Paso a paso, sin perderle la cara, me fui alejando de la
sepultura, hasta alcanzar la senda de salida y allí aceleré el paso y dejé de
mirar al pasado.
***
-
Así
que nos deja usted, amigo André. Ya ha cumplido su encargo, por lo que se ve.
-
A
medias, Momine. Ahora tendré que administrar la verdad para no llevar tanto
sufrimiento a mi mandante. Y no sé cómo hacerlo.
-
Tal
vez le ayude, para aminorar el dolor ajeno, tener paz en su propio corazón. He
estado pensando en usted todos estos días, procurando entender su forma de ser
y, sobre todo, constatar sus sentimientos. No sé si se lo merece, ni si
acertaré en mi resolución pero, en fin, allá va. ¿Quiere usted saber lo que
pensaba Ivette de usted?
-
Mujer,
si no era algo malo… La verdad es que no traje a su vida mucha felicidad.
-
Todo
lo contrario. Jamás oí de sus labios una palabra responsabilizándole de su
dolor. Ella era fuerte y generosa. Asumió su error y su debilidad y disculpaba
en todo momento a sus padres y a usted. Pasé
la hermosa página de André y fui al matrimonio con Georges profundamente enamorada.
De todo lo malo que vino después, solo mi esposo es responsable.
-
No
opino yo lo mismo. De hecho, siempre he lamentado mi estupidez y mi flojera,
por más que fueran fruto de la inexperiencia. Y, desde que he sabido las
consecuencias, me siento profundamente culpable.
-
Esa
es una carga de la que yo no puedo liberarlo. Es usted responsable en parte de
lo malo, pero también le dio a Ivette sus mejores momentos, que le sirvieron de
recuerdo y estímulo durante toda su vida. Vaya, pues, lo uno por lo otro. Nadie
es perfecto, ni hay amores perpetuos. Para lo eterno dicen que está la otra
vida, ¿no?
Tomé la mano de Momine y la besé con gratitud. Permanecimos en silencio.
Finalmente, contesté:
-
La
otra vida: hermoso consuelo. Pero ya en esta tuvimos la posibilidad de unirnos
en cuerpo y alma y la dejamos pasar, para desgracia nuestra y alegría de
quienes tramaban nuestra separación.
***
Hacia la medianoche,
creí escuchar una suave llamada a mi puerta. Callé. Se repitió y, en un
susurro, una voz femenina pronunció mi nombre. Salté de la cama, me puse la
bata y abrí. Era Momine:
-
Nuestra
amiga no te habría dejado solo en tu última noche de Orán. Permíteme que,
aunque indigna, haga sus veces durante estas horas.
La tomé del brazo, cerré la puerta y acaricié su cabello suelto. Me echó
los brazos al cuello y musitó:
-
Si
lo deseas, puedes llamarme Ivette.
6. La decisión
-
¡André,
por fin ha llegado! Ivette me ha escrito.
Aparentando sorpresa y emoción, tomo la carta, con matasellos de Orán, y
exclamo:
-
¡Ya
era hora de que cumpliese la palabra que me había dado! ¿Y qué cuenta tu hija?
-
A
duras penas he sido capaz de leer el remite y reconocer sus rasgos. Anda,
léemela, que no quiero depender de las monjas para ciertas cosas.
-
Mujer,
son buenas, aunque un poco cotillas. Trae acá ¡y pobre de ella si no ha
merecido la pena tanta espera!
Leo pausadamente las dos holandesas de apretada escritura, que con tanto
esmero he escrito días atrás, procurando imitar la letra y las expresiones de
la difunta Ivette, cuyo conocimiento me ha sido dado por la propia Mathilde, al
prestarme las auténticas misivas de su hija, que obraban en su poder. Déjamelas, que no puedo resistirme a
recordar su ternura y enterarme de lo que dice sobre mí –había yo pretextado-.
Cuando acabo la lectura, Mathilde tiene los ojos húmedos y no cesa de
hacerme comentarios: ¡Vaya por Dios, otro
ramalazo del cólera! ¡Cuánto afán por cuidar de su marido, con lo poco que se
lo merece! ¡Lo que daría por ver a mis nietos! ¡Ojalá Francine tenga más suerte
con el matrimonio que su pobre madre!
-
Bueno,
te dejo con tus emociones, que yo tengo que trabajar –respiro aliviado y la
dejo sola, encaminándome al pequeño despacho que las hermanas reservan al
administrador del convento-.
Seguro que son ustedes de buenas entendederas. No obstante, bueno será
que les aclare un par de cosas. La primera, que al volver de Argelia, acepté la
oferta de convertirme en administrador de la Comunidad de las Agustinas
Hospitalarias. Y la segunda es que, con plena aprobación por su parte, la
gentil Momine se convirtió en reexpedidora de las cartas para Mathilde, que yo
le enviaba desde Poitiers, a fin de hacerle creer que su hija seguía mandándole
la correspondencia desde Orán. Como ven, un fraude muy bien tramado, contando
además con los anhelos y la cortedad de vista de la anciana destinataria.
… O, al menos, eso creía yo hasta el día en que encontré a la puerta de
mi hôtel de la calle de La Chaîne, un severo fiacre negro, con el cochero en el
pescante y un policía montando guardia. Un tanto inquieto, subí las escaleras
y, cuando me disponía a entrar en mi departamento, la sirvienta me advirtió:
-
Monsieur Coutan, aquí hay un señor que quiere
verlo. Lleva esperando un buen rato.
No tuve, pues, más remedio que entrar en las habitaciones de Madame Duménil, donde esta se encontraba
en animada conversación con un caballero, sentado de espaldas a la puerta del
salón. Saludé, se volvió y me encontré ante un individuo elegantemente
trajeado, casi de mi edad, gordo, calvo y con un rostro sonrosado, que me
miraba con una sonrisa algo irónica, pero amplia y acogedora.
-
¡Demonios,
André, no vengas con que no te acuerdas de mí! Tú estás tan esbelto y serio
como cuando me enseñabas la regla de tres y el máximo común divisor.
Sin duda, me hallaba ante Éric Brossart, o lo que quedaba de él cuarenta
años después.
La verdad es que el señor subprefecto de Loudun estuvo cariñosísimo
conmigo. Comprendió que lo primero era tranquilizarme sobre el objeto de su visita,
que nada tenía que ver con motivos profesionales:
-
Ya
sé –me dijo- que andas por aquí desde hace una temporada. Nada temas. El
Emperador va mostrándose tanto más tolerante, cuanto más se va afianzando su
gobierno. Por otra parte, tus crímenes no son tan graves, que merezcan el
patíbulo –rió de buena gana-. Además, aquí está tu alumno Éric para devolverte
tus desvelos, pasados y presentes, si fuere necesario.
Lo de presentes le puso en el
camino de explicar su visita, una vez la señora Duménil entendió que estaba de
más en aquella charla de amigos y se despidió para echar una miradita al puchero.
-
Voy
a serte sincero –prosiguió Éric-, entre otras cosas porque por mi madre estarás
al cabo de la calle de ciertas cosas. Por ejemplo, de que mi esposa y ella no
se pueden ver, lo que me impide acogerla en mi casa, como sería mi mayor deseo.
Lo del pupilaje de las monjas fue lo mejor que se me ocurrió como alternativa.
Por ella, habría seguido en Tours, pero apenas puede valerse por sí misma y,
además, quiero tenerla cerca de mi actual residencia. Ya sabes –guiñó un ojo-
que, como para las matemáticas he seguido siento un zote, ahora me dedico a la
política.
-
Conozco,
en efecto, cuanto me has dicho. Te agradezco la intercesión para que la Policía
me deje ganarme la vida en paz; y, si lo haces, por la compañía y ayuda que
pueda prestar a tu madre, nada tienes que agradecerme. Soy yo quien estará
siempre en deuda con ella.
-
¿A
pesar de lo de Ivette? ¡Qué metedura de pata aquella! No diré que tú valieras
mucho –bromeó-, pero infinitamente más que aquel tenientillo, todo bigote y
botas. En fin, reír por no llorar, que bien que lo hicieron mi hermana y mi
madre durante tantos años. Por cierto, ¿qué tal encontraste a Ivette en Orán?
-
¡Acabáramos!
Tu madre te ha contado…
-
Sí,
que ella ha reanudado su correspondencia. ¡Qué acierto has tenido, chico!
Cuando yo indagué y me enteré de su muerte, no me atreví a confesársela a mamá
y salí como pude, con pretextos y explicaciones tontas, tratando de ganar
tiempo y no hacerla más infeliz. Y ahora vienes tú con las cartas fingidas y me
das sopas con honda. ¡Vaya novela! ¡Cómo se nota que eras amigo y confidente de
Víctor Hugo!
-
Por
favor, Éric, no digas ciertas cosas ni en broma, que puedes perderme.
Mi
interlocutor estalló en una carcajada. Luego, prosiguió:
-
Para
concluir, André. Apoyo plenamente la argucia y me tienes enteramente a tu
disposición. Por si los emolumentos de las monjas no te son suficientes, ya he
hablado de ti al prefecto, para que no te pongan dificultad alguna si quieres
abrir alguna oficina de contabilidad, como en París. También te haré llegar una
cantidad todos los meses, para los gastos y atenciones que tengas con mi madre,
pues ella no puede manejar el dinero, estando casi ciega.
Me levanté de
un salto:
-
¡De
ninguna forma! No te consiento que me trates como a un lacayo.
-
Bah,
pamplinas, André. Para mí, siempre serás un amigo, pero yo también tengo mis
deudas morales con mamá, las cuales no puedo satisfacer directamente sin
incomodar a mi esposa. Acepta lo que te gire y empléalo en comprarle lo que se
te ocurra y en todo tipo de distracciones. Por aquí no hay mucha ópera –subrayó
malicioso- y El Califa de Bagdad está
ya muy polvoriento, pero algo se te ocurrirá, aunque solo sea para compensar
tantos rezos y menús de Cuaresma. En fin, tenme al corriente de cualquier
alteración… Y ahora, no te escabullas, que nos vamos a comer tú y yo a Rochefort. Pero antes voy a despedirme
de tu casera. ¡Chico, que verborrea! Sabe de Poitiers y sus gentes más que toda
la gendarmería. A ti parece respetarte mucho, aunque le resultas demasiado hermético y taciturno. La
verdad es que Lamartine no lo habría dicho mejor.
***
Ni el compromiso de concesión de la licencia me decidió a abrir una
oficina de contabilidad. El salario que las monjas me pagaban llegaba con
creces para cubrir mis gastos. La Comunidad tenía fincas y casas por todo el
departamento de Vienne y más allá, lo que me obligaba a viajar una o dos veces
por mes. Pero, sobre todo, la atención de Mathilde me llevaba mucho tiempo,
entre escribir sus cartas a Ivette, imaginar y redactar las supuestas
respuestas de esta y sacarla a pasear y distraerse
casi todas las tardes. Fácil es de comprender que la tarea más
complicada era la de meterme en la mente y las manos de la difunta, para
redactar una misiva quincenal, coherente y extensa, la cual habría luego de
seguir el conocido periplo, de Poitiers a Orán y regreso. Afortunadamente para
mi empresa, Mathilde había perdido ya casi del todo la vista; de modo que la
imitación de la grafía me llevaba cada vez menos tiempo. No quise prescindir
del matasellos oranés, por temor a que las monjas se fueran de la lengua con su
anciana pupila.
En una de mis sesiones de amanuense, Mathilde interrumpió el dictado
para decirme:
-
Querido
André, llevo dándole vueltas a la idea mucho tiempo y creo que podría resultar
muy positiva, tanto para Ivette, como para ti. ¿Qué te parece si le sugiero a
mi hija que deje a su marido y se reúna con nosotros en Poitiers?
-
Mujer,
no creo que su dignidad le permita abandonar en ese estado a Georges, por
malvado que haya sido para ella. Además, están los hijos.
-
Ya
van mayores y Francine acaba de casarse y marcharse a Argel. Fíjate, sola en
casa con semejante monstruo. Además,
cada carta que recibo me confirma más que ella te quiere. ¿No tuviste tú la
misma impresión cuando la visitaste en Orán?
-
Desde
luego que no. Una cosa es que tengamos bellos recuerdos, y hasta que me esté
agradecida por cuidar un poco de ti, y otra, que el pasado y el presente se
unan, como si no hubiesen pasado cuarenta años. Por otra parte, yo no...
-
No
me vengas con esas, André, que te conozco demasiado como para que me engañes.
Lo que pasa es que te has vuelto muy precavido y un tanto comodón. Ivette sería
ahora la compañera ideal para lo mucho que todavía os queda por vivir. Por otra
parte, no te sugiero otra cosa que una relación amistosa. Yo, que antaño os
impedí casaros, no voy ahora a imponeros el matrimonio.
-
Bueno,
bueno, Mathilde; por mí no ha de quedar. Escribiremos a Ivette lo que propones
y que ella decida.
A partir de ese día, no había epístola que no insistiera en la
conveniencia de poner fin a su vida con el comandante y en lo mucho que la
queríamos y necesitábamos junto a nosotros. Naturalmente, Ivette iba excusándose
y dando largas, hasta provocar el amargo reproche verbal de Mathilde, quien me
llegó a decir:
-
André,
acabaré por no conocer a mi hija. Si otro que ella me la hubiese mostrado tan
terca y desagradecida, no lo habría creído.
En fin, así iba transcurriendo mi vida. Poco a poco, Mathilde se había
convertido en mi principal razón de ser, en esa promesa que no me había
atrevido a definir y formular ante la tumba de Ivette, pero que ahora veía con
toda claridad convertida en hechos, más que en palabras. No pedía más: vivía en
paz y me sentía incluso afortunado. No solo expiaba mis culpas en este mundo,
sino que podía disfrutar de mi amor renacido al tibio fulgor del atardecer, con
una sola condición: no pensar en sacar a mi amada del mundo etéreo de la
imaginación.
***
Mi vida apenas evolucionaba, pero el mundo seguía girando en derredor.
Prueba de ello, recibimos un día la visita –inesperada, como casi todas las
suyas- de Éric. Recuerdo que fue por los días en que la emperatriz Eugenia dio a
luz al Príncipe Imperial.
-
Lamento
tener que alejarme de vosotros –nos dijo- pero me han concedido lo que puede
considerarse un ascenso y no puedo rechazarlo, desairando con ello a mis
valedores. Me han nombrado subprefecto de Cherburgo.
-
¡Repámpanos!
–bromeé-. Dicen que llueve mucho por allá.
-
No
es eso lo que más me preocupa –respondió, sonriendo-, sino que el trabajo será
mayor y la distancia demasiado larga, como para visitaros con frecuencia.
-
Tampoco
ahora lo hacías, querido; y tus hijos, no digamos –se lamentó Mathilde-.
-
No
siempre se puede hacer lo que se desea y, por otra parte, Nicole y tú… Bien,
vamos a lo que hoy toca, que es algo para lo que necesito la aprobación de
vosotros dos.
En pocas palabras, el subprefecto encareció lo positivo que para
Mathilde y para mí había sido nuestro reencuentro y se deshizo en elogios hacia
mi comportamiento. Luego, se refirió a la ceguera ya prácticamente total de su
madre y a los trastornos renales que empezaban a aquejarla seriamente, para los que el frío del convento es como un
puñal. Finalmente, fijó la conclusión:
-
En
suma, creo que lo mejor para todos sería que tú, mamá, dejaras el convento y te
fueras a vivir con André, donde os parezca bien: en Tours o aquí; en el pequeño
apartamento de Madame Duménil o en
nuestra vieja mansión tornesa. Por supuesto, no se escatimaría a la hora de
contratar el servicio, ni de establecer la atención médica, que podría llegar
hasta la visita diaria de algún doctor prestigioso. ¿Qué me decís?
Mathilde parecía ilusionada y no dudó en contestar:
-
Nunca
he congeniado con las monjas y André es ya como un hijo para mí. Lo que él diga
será también mi voluntad.
-
Pues
lo que yo digo no puede ser otra cosa que sí. Entre la hermana Chantal y yo,
creo que tu madre saldrá ganando conmigo. Eso sí, no quiero volver a Tours ni,
menos aún, a vuestra antigua casa. Es un caserón y me trae recuerdos tristes. Madame Duménil es muy servicial y su
criada, de toda confianza. Así que puedes irte tranquilo y que Normandía te sea
propicia.
Éric hizo un gesto dubitativo,
se levantó y dijo:
-
Voy
a darle la noticia a la madre superiora. No creo que le agrade mucho pues la
pensión que perciben de mí es muy suculenta.
En efecto, la nueva no le sentó nada bien. De hecho, a los pocos días, prescindieron
de mis servicios como administrador, con el pretexto de que se habían enterado
de mi condición de separado. No lo sentí, pues el cargo suponía –como ya he
dicho- viajar a menudo y, por tanto, dejar sola a Mathilde. Opté por llevar la
contabilidad de algunos comercios y de una pequeña sucursal bancaria,
trasladando a casa los libros de comercio siempre que podía. Éric, por su
parte, se mostraba bastante generoso en sus remesas.
7. Una visita y un obsequio
La salida del convento supuso, entre otras facilidades, la de no tener
que enviar las cartas a Momine para que las reexpidiese desde Orán. Cuando así
se lo comuniqué, agradeciéndole los
servicios prestados, me contestó con un amable mensaje de despedida, en el
que, entre otras cosas, me informaba de que el comandante Morin estaba cada vez
más imposibilitado, hasta el punto de haberlo recluido en el gran hospital
militar de Argel, para ser atendido como inválido de guerra. Francine y su
aduanero, por fin, habían conseguido retornar a Francia, según su deseo. El hôtel de la calle Philippe había sido
vendido a unos comerciantes alicantinos de éxito. En cuanto a La Posada, está en el mismo sitio donde la dejaste,
algo más vieja –como su dueña- y con el espíritu de la sufrida Ivette rondando
en la noche. Así que, si quieres encontrarte con ella de nuevo… Puntos suspensivos: sugeridor final para una relación robada.
Sin advertir a Mathilde, me dirigí a Éric para exponerle lo mucho que
emocionaría a su madre una visita de la hija de Ivette, ahora que andaba por
algún puerto o ciudad fronteriza del país. Al mes siguiente, contestó a mi
misiva: La pareja residía en Cerbère y ya se había dirigido a ellos para
encarecerles la conveniencia de visitar a su abuela, girándoles previamente una
cantidad para el viaje. Así mismo, les había puesto en antecedentes de la
mentira inocente que manteníamos, a
fin de que no revelaran la muerte de Ivette y avanzaran la fecha de su
matrimonio a no más de un año atrás.
La respuesta de Francine la tuvimos directamente. En carta a su abuela,
le revelaba como recientes su matrimonio y el traslado a Francia, y le
anunciaba para el mes siguiente una corta visita, dado que su marido no podía
acompañarla por razones de trabajo y ella no quería dejarlo solo durante largo
tiempo. Excuso reflejar la gran alegría de Mathilde, tanto mayor y más agitada,
cuanto menos tiempo iba faltando para el feliz encuentro.
-
La
última vez que la vi era una niña de siete u ocho años, que partía con sus
padres y hermano para Argel. Señor, Señor, ¡qué pena no poderla ahora ver!
-
Emplea
los ojos del alma, como dice sor Chantal –le contesté yo, con segundas-.
-
No
era con los del alma con los que miraba mi dinero, ni al capellán, replicó con
una indignación que le hizo olvidar su previa tristeza.
Días después, Mathilde sufrió un primer episodio de uremia. Respondió
bien al tratamiento prescrito, pero decayó visible y prolongadamente en lo
psicológico. A este paso, no voy a llegar
a ver a mi nieta; y a mi hija, ¡para qué hablar!
***
La aparición de Francine, tan emotiva para su abuela, fue también para
mí profundamente conmovedora. En muchos aspectos era muy diferente a su madre:
Su aventajada estatura, que la acusada delgadez potenciaba; su tez morena y el
cabello color ala de cuervo; aquel dominio de las situaciones, fruto de la
espontaneidad y de un carácter vivo, la alejaban de mi recuerdo de Ivette,
haciéndome suponer una herencia paterna. En cambio, los ojos vivísimos, la
nariz suavemente aguileña, la voz grave, la risa franca cantarina, todo eso era
de su madre, haciéndomela recordar constantemente. De hecho, mi imagen de
Ivette –arrumbada en la sima de la memoria, salvo en los sueños- se enriqueció
desde entonces con infinidad de detalles, rasgos y gestos que, a buen seguro,
me llegaron desde el más allá encarnados en su hija.
Supongo que a Francine le sucedería todo lo contrario. Casi nada podía
hallar en mí que respondiese a la descripción que su madre podría haberle
hecho. Tal vez por ello, inevitablemente decepcionada, no encontré en su trato
y conversación el afecto y la intimidad que yo esperaba. ¿Y este carcamal,
arrugado y huesudo, pudo enamorar a mi madre?, pensaría sin duda, mientras
me miraba de soslayo, cuando paseábamos los tres por aquellas calles
envejecidas, que no le traían otros ecos que el hueco y rítmico de nuestros
pasos.
Consideré, pues, doblemente acertada mi inicial resolución de dejar a la
abuela y la nieta el uso exclusivo de mi departamento, trasladándome yo –pared
por medio- a una habitación de la casona Duménil, donde Madame me abrumó
a preguntas sobre la recién llegada. A través del tabique común, me llegaban
los rumores y las risas de las charlas entre Mathilde y su nieta, que se
prolongaban hasta la medianoche.
Fue Francine quien escribió la carta a su madre en aquellas tres semanas
que estuvo entre nosotros. Pero lo más emotivo para la abuela fue saber que su
nieta se hallaba embarazada. Inmediatamente, tomó las decisiones correctas,
aunque un poco excesivas:
-
¡...
Y de tres meses, con lo peligroso que es este momento! Nada, nada,
tranquilidad, paseos y a la camita temprano. André, hay que avisar al doctor
Marcoul para que venga a reconocer a Francine: A saber cómo serán los médicos
por allá abajo. Y nada de alargar tu estancia aquí. Por mal que me sepa, debes
volver cuanto antes a tu casa... André, infórmate de la mejor forma de hacer el
viaje de vuelta, sin pasar por caminos mal asfaltados.
-
Deja
de preocuparte, Mathilde. En vista del estado de Francine, la acompañaré hasta
dejarla en los brazos de su esposo. Yo me encargo de todo.
-
Sois
imposibles –rió nuestra protegida-. En fin, escribiré enseguida a mi marido
para que salga a encontrarse con nosotros en Perpignan.
***
Finalmente, no fue preciso mi concurso como enfermero para la embarazada. Sucedió que un colega del doctor
Marcoul, profesor de la Facultad de
Poitiers, se trasladaba hasta la de Montpellier, para una sesión clínica sobre
cirugía de la aorta. Gentilmente, se brindó para atender a Francine en el
viaje, si fuere necesario. El aduanero fue advertido de que saliese a esperar a
su esposa a la ciudad monpelerina, y todo arreglado.
Un par de días antes de la partida, Mathilde se vino abajo, ante la
razonable probabilidad de no volver a ver a su nieta. Hube de retornar a mi
apartamento para atender a la anciana, durmiendo de cualquier manera en un
diván del gabinete. Francine se sentía un poco culpable de la neurastenia de su
abuela y hubimos de calmarla con tisanas de valeriana con unas gotitas de
láudano. En su última tarde entre nosotros, mientras la ayudaba a terminar y
cerrar el equipaje, allegó suavemente la puerta encristalada de su dormitorio,
para tener un aparte conmigo. En un principio, titubeó, como dudando del
acierto de aquel paso:
-
André,
supongo que, aunque no hayamos hablado de ello hasta hoy, no tendrá ninguna
duda de que conozco su antigua relación con mi madre, así como la triste forma
en que aquella concluyó.
-
En
efecto, ni sobre eso, ni acerca de la benéfica influencia que, según dicen sus
parientes, tuvo el recuerdo de la misma durante toda la dramática vida de ella.
-
Desde
luego. Puede estar seguro de su positivo efecto. No deja de ser una
contradicción –agregó-: Quien ha amado alguna vez guarda en su alma ese recuerdo
como su mayor bendición aunque, ante futuros desengaños, la memoria le haga
sentir una tristeza y una frustración aún más profundas.
-
Todos
tenemos experiencia de pérdidas y equivocaciones en el pasado. Luego, se nos abren
nuevos caminos, procuramos enmendar los yerros y seguimos adelante. Yo así lo
hice y el tiempo cicatrizó viejas heridas…, hasta que supe de la tragedia que
había vivido tu madre.
-
Le
comprendo. Cuando ella me contó vuestros amores, yo también lo maldije, por
haber huido ante las primeras dificultades, en vez de luchar por la felicidad
de ambos. Mi madre, desde luego, no compartía mi indignación. Me figuro que no
quería empañar la belleza de aquellos momentos y sublimaba a quien la había
hecho feliz por un tiempo.
-
Bien,
pues aquí me tienes, tal y como he llegado a ser, despojado de los trampantojos
de una novia enamorada y primeriza. Qué desilusión, ¿verdad?
-
Pues,
no, de ninguna forma. Como mujer joven, que vive en su mundo, ocupada ante todo
en traer al mismo una nueva vida, tengo que reconocer que no es en mi casa
donde mora el espíritu de mi madre, sino entre estas paredes. He podido
comprobar que son mi abuela y usted quienes viven con ella; ¡qué digo: para
ella! Hasta le ha inventado una nueva vida, hecha de esperanzas y de retornos.
-
Todo
sea para hacer menos penosa la vejez de tu abuela.
-
Un
fraude muy bien intencionado, que mi madre inició con el firme designio de que
nadie sufriese por su dolor, sino ella misma. Estoy convencida de que, de
vivir, lo habría aprobado y juzgado una muestra inestimable de cariño por su
parte. Pero, después de haber convivido estos días con ambos, me voy con una
duda, de la que tal vez pueda sacarme. ¿Quién es el más engañado, el más feliz
con la falacia, mi abuela, o el inventor para mi madre de una nueva y
prometedora existencia?
No supe que responder, ni creo que la pregunta de Francine esperase
contestación. Cerré el último bulto y me volví hacia ella:
-
Creo
que ya está todo –le dije-
-
Todavía
falta una cosa, replicó.
Con cierto esfuerzo, sacó de su dedo cordial el anillo que portaba y me
lo entregó. Era una gruesa sortija de plata, finamente labrada en altorrelieve,
con una pequeña piedra de olivino por remate. Pese a mi reticencia, insistió:
-
Era
de mi madre y quiero que lo conserve como recuerdo tangible.
-
De
ningún modo. ¡Quitártelo tú para dármelo a mí, que ni siquiera soy de la
familia!
-
¿De
veras? Bueno, da igual. Ella lo llamaba Esperanza
de amor, tal vez por el color verdoso de la gema. Así que nadie más
indicado que usted para heredarlo.
-
¡Ay,
Francine, ya no tengo edad ni motivos para esa esperanza!
-
Yo
diría que ella tampoco los tenía pero ¿quién soy yo para poner en duda la
palabra de mi madre?
Al día siguiente, Francine partió. Guardé el anillo en una cajita de gemelos,
al fondo de un cajón de mi armario ropero, y nada comenté del regalo a
Mathilde. Tal vez temía que, como recuerdo de Ivette, me reclamara su posesión.
O, más bien, que se convirtiera en un fetiche, acabando por poseerme a mí, en
vez de yo a él.
8. El final de esta historia
Han pasado dos años desde la visita de Francine. Mathilde va apagándose
como un quinqué en que se agota el petróleo. Apenas sale ya de casa, limitando
sus paseos a recorrer penosamente el ándito de nuestro hôtel, del brazo de algún caritativo lazarillo. El doctor Marcoul
le pronostica poco tiempo de vida y se limita a prescribir calor e hipnóticos.
En mi deseo de acompañarla y hacerle más llevaderos estos tristes días, tampoco
yo salgo de casa, si no es por necesidad y a la carrera. Trabajo cada vez menos
y dedico el tiempo libre a escribir estas míseras notas, a modo de examen de
conciencia, más que rendición de cuentas. He ampliado a una o dos a la semana
las cartas que nos envía Ivette, para
mayor emoción y entretenimiento de su madre. ¿No estaré delatándome? Hace unos
días, al concluir la lectura de una de ellas, pregunté a Mathilde:
-
Madre,
¿fallecerá algún día el comandante y podremos tener, al fin, a tu hija con
nosotros?
-
André
querido, tú y yo sabemos que Ivette no volverá jamás.
¿Desespera o es que ha descubierto el engaño? Prefiero cambiar de tema y
le leo y comento las páginas que he dedicado a la pesca de la trucha con su
difunto marido y a las escapadas del pequeño Éric, que su hermana y yo
deseábamos tanto. Mathilde sonríe y me regala su mayor cumplido:
-
¿De
veras me encontrabas entonces tan hermosa?
-
Eras
nuestra mujer ideal. Ivette y yo soñábamos con que ella llegara a ser como tú.
-
El
mundo es injusto y nos hace desgraciados. En el fondo, mi hija habría podido
ser feliz con un notario de provincias aficionado a la numismática y yo, amando
a un joven que tan solo pudiera ofrecerme el regalo puro y apasionado de unas
flores silvestres recién cortadas.
***
Aquella noche terminamos la lectura de La dama blanca. Como de costumbre, Mathilde la había seguido desde
la cama, abrigada con una toquilla malva y unos mitones a juego, frutos del
caritativo tricotar de la señora Duménil. Sentado junto a la estufa de
mayólica, cerré el libro, fantaseando todavía sobre aquel relato de
desigualdades sociales y fantasmagorías, con el que me sentía curiosamente
identificado. Todavía camino de nuestro pequeño mundo, que giraba en torno de
la lámpara amarillenta de sobremesa, me puse en pie y encamineme hacia el lecho
de la anciana, para arroparla y darle el beso de buena noche. Como en aquel
primer encuentro en Poitiers, asió firmemente mi brazo y susurró:
-
Júrame
que no abandonarás nunca a Ivette y que la desposarás tan pronto fallezca su
marido.
-
Así
será, si ella no me lo impide.
-
¡Aún
así! Ella te ama y te necesita, lo confiese o no.
-
Está
bien, madre. No volveré a dejarla. Lo juro.
Me soltó y puede irme retirando lentamente a mi alcoba. En la puerta
recordé que no le había preparado el somnífero. Retrocedí con tal objeto, pero
ella se negó:
-
Esta
noche no me importa velar; y, si he de dormir, lo haré reconfortada por tu
promesa y con el perdón de Dios.
Estas últimas palabras me impresionaron mucho más que el solemne
juramento anterior, que yo sabía completamente vano. ¿Encerraban algún misterio
o era su pura escenografía? Lo cierto es
que, apenas llegado a mi dormitorio, me puse a transcribirlas con aprensión.
¡Curioso sino para un añoso contable, dejarse prender en las redes de la
fantasía! Cerré los ojos por unos instantes y se me figuraron las flores de
otrora, trenzadas en lúgubres guirnaldas.
***
No fue una falsa inquietud, sino una premonición. A la mañana siguiente,
al entrar la criada para levantar a Mathilde, la encontró yerta, mas con el
rostro expresivo de una suave placidez. Por consejo del prefecto, procedimos a
embalsamar el cadáver y a trasladarlo hasta Tours, donde quedó temporalmente
depositado en la capilla-panteón de la familia Brossart. Tres días después,
llegó Éric y enterramos a su madre en la cripta del monumento. Acto seguido,
regresé a Poitiers, en unión de mi antiguo discípulo y de su esposa. Allí llevamos
a cabo la triste y poco grata tarea de recoger y dar destino al ajuar y objetos
personales de la finada. Fue entonces cuando tuve la oportunidad de comprobar
la indiferencia con que la nuera trataba los recuerdos de su difunta suegra, no
salvando del desecho más que los pocos de verdadero valor económico. El resto
se convino en trasladarlo en una carreta al convento de la Santa Cruz, para que
sus monjas le dieran el destino caritativo que tuviesen por conveniente. Éric
dejaba hacer con total pasividad, hasta el punto de que, en un aparte, le
manifesté mi desacuerdo con su forzado desprendimiento:
-
¿No
te arrepentirás? Ahora, el dolor te embarga pero, más adelante, puedes querer
materializar la memoria de tu madre y ya será tarde. Por otra parte, Francine…
-
Querido
André, no quiero discutir con mi mujer. Coge tú lo que quieras, que bien
merecido lo tienes, y deja que lo demás cumpla un objetivo benéfico.
-
Si
es por ayudar a los pobres, no seré yo menos generoso. Después de todo, para
recordar a tu madre, con la memoria me vale.
-
Pues
dejémoslo estar. En cuanto a mi sobrina, descuida, que recibirá su parte en la herencia
sin escatimar un solo franco.
Nos despedimos con cierta frialdad y el pequeño departamento quedó
desangelado y vacío, perdiendo poco a poco el olor de Mathilde y el eco de su
voz, todavía fresca y firme. Con esa sensación de angustia ante el inevitable
desvanecimiento de su presencia, me fui
aquella noche a la cama, prometiéndome combatir el dolor con el regreso al
trabajo y, tal vez, algún viaje al sur, para conocer al hijito de Francine.
Llegué a oír las once en el solemne reloj de péndulo de Madame Duménil y, al poco, me quedé dormido.
***
Soñé que una Ivette adolescente y yo mismo –más joven que ahora, pero en
todo caso adulto- nos casábamos en la capillita de su casa de campo en Saint
Genouph. Ni oficiaba sacerdote alguno, ni había otros testigos que Éric niño y
sus rústicos compañeros de juegos, cuyas carreras y gritos nos llegaban del
exterior, a través de una puerta entreabierta. Ella llevaba un vestido blanco
de novia y un ramo de florecillas campestres, como tantos otros que recogimos en
aquel tiempo feliz. Yo, severamente atildado, al modo de mi época en la banca
Laffitte, tenía prisa por acabar la ceremonia, temeroso de que la misma fuese
descubierta e interrumpida. Afanosamente escudriñaba mis bolsillos, tratando de
encontrar no sé qué, sin lo cual no nos era posible proseguir. En esto, vi que
Ivette tendía la mano, en la que mostraba el anillo que Francine me había
obsequiado. ¡Justo: eso era, el anillo de boda! Temblando, lo deslicé en su
dedo anular, a guisa de alianza. La capilla, la casa, Éric, todo se desvaneció
y solos los dos íbamos caminando de la mano, paseando despaciosamente por una
senda desconocida, bordeada de cipreses. Una niebla luminosa, como cuando el
sol está a punto de rasgarla, nos iba absorbiendo. Íntimamente, me sabía
perdido, pero mi novia avanzaba segura y su mano me arrastraba dulcemente hacia
delante, la mano que ornaba aquella gema del color de la esperanza…
Desperté sobresaltado. ¿Habría rapiñado la sortija aquella urraca de Nicole, mientras tenía mi alojamiento a su merced? Revolví
toda la ropa del armario, hasta dar al fin con aquella presea de Ivette. ¿Cómo
la llamaba ella? ¡Ah, ya, Esperanza de
amor! ¡Pobre amada mía! ¡Qué poco
imaginaba que la muerte la visitaría tan joven aún! ¿Y qué frase recordaba
Momine de ella? Algo así como llevo
conmigo la vida y la muerte; soy la dueña de mi destino. ¿Aludiría también
a la joya? ¿O, tal vez, se trataría de alguna presunta fuerza mágica, infundida
por aquel morabito de Orán?
Con la curiosidad de mis preguntas sin respuesta y el cariño renovado
por el sueño, saqué la sortija de su improvisado joyero y la examiné con
emoción y nostalgia. La coloqué en el meñique izquierdo y acaricié una y otra
vez sus relieves de plata y el facetado olivino del ápice. Y entonces se
produjo el milagro: Oprimí un mínimo resorte y la parte superior del anillo se
levantó con suavidad, dejando ver una cavidad parcialmente ocupada por un
líquido brillante y viscoso, de color verde malaquita. Entonces, como en un
relámpago, comprendí.
Comprendí por qué era verde el color de su esperanza. Comprendí el
señorío de Ivette sobre su destino. Comprendí la intensidad de su dolor y su
ansia de amar, su vida y mi sueño, su pasión y mi indiferencia, su muerte
repentina y mi moribunda existencia. En suma, entendí que aquel fluido espeso y
añejo era el veneno que ella había ingerido cuando ya no pudo resistir
más. Lo tenía ante mí, precisamente
ahora, cuando mi vida iba a volverse vacua e inútil. Una tras otra, se
acumulaban las señales: el regalo de Francine, la muerte de Mathilde, el sueño
de amor cumplido, el hallazgo del tósigo…
Olfateo la ponzoña. Rozo su superficie con mi dedo y poso la yema en la
lengua. Sí, no dudo de que mi vida ya no tiene sentido, si me resisto a seguir
de la mano de Ivette la senda onírica. Pero, por otra parte, ¿quién sabe lo que
la muerte nos depara? ¿Está más viva, es más verdadera la memoria con sus
recuerdos, o el otro mundo, hecho de espíritus? ¿Qué elegir, cómo acertar o, al
menos, cómo sufrir menos?
No puedo llegar a conocer el fin, pero sí voy a elegir la senda. Seguiré
la misma suerte que Ivette, mi amor, mi dolor, mi víctima. Esa será, en último
extremo, la suprema expiación de mi pecado.
Disuelvo el veneno en medio vaso de agua. El color de la esperanza se
torna incierto al tintineo de la cucharilla, que imprime al líquido un
movimiento vortiginoso. Lo ingiero de golpe y procuro llevar mi relato a
término. Noto que me voy desprendiendo del cuerpo y me siento ingrávido. Es
hora ya de emprender el camino sin retorno y, tal vez, sin final…