Psicopatología de la
vida amorosa (VI)
El caso del Ángel
exterminador
Por Federico Bello
Landrove
En plena madurez profesional, el doctor del
A. se enfrentó con un complicado caso clínico de exacerbación de la fijación
amorosa. De manera similar a lo acontecido en la película de Buñuel del mismo
nombre[1], cuando creía haberlo resuelto de modo magistral, la realidad se
encargó de demostrarle lo contrario.
1. El huraño en su rincón
Un día de principios de 1964, el doctor
del A. recibió en su consulta –como en tantas ocasiones- la visita de una madre
atribulada. Dialoguemos su entrevista, escuetamente recogida en la primera
página del expediente titulado El Ángel
exterminador –se ve que el galeno era aficionado al cine-.
-
Verá
usted, doctor. Vengo de parte de mi hijo, porque él no sale de casa.
-
¿Cómo
que no sale? ¿Es que está enfermo o impedido?
-
¡Quia,
no señor! Es que hace cosa de cinco o seis años que se niega a salir a la
calle. Precisamente, ese es el motivo de mi consulta.
-
¡Hum!,
sí que parece extraño. De todas formas, hay gente muy casera o que tiene
poderosas y lógicas razones para no aparecer a la vista de los demás…
-
Ya
veo por dónde va usted. No, no señor, no es ningún topo[2],
ni tiene deudas vencidas. El hecho es que, un buen día, se encerró en su piso
de soltero y se ha montado la vida de forma tal, que se las apaña para no salir
de casa.
-
O
sea, que hace vida normal, dentro de lo que cabe…
-
Desde
luego. Le voy a contar. Empezando por el trabajo, él era un excelente
mecanógrafo, como cumple a quienes han ganado las oposiciones de Telégrafos.
Pues bien, ahora acepta toda clase de trabajos de máquina para oficinas,
escritores y estudiantes, ganándose bien la vida ya que escribe muy rápido y
con gran pulcritud. En cuanto a la vida familiar y social, mantiene extensas
conversaciones telefónicas y recibe visitas los miércoles y los sábados. La
radio lo pone al día y la televisión le entretiene las veladas y permite seguir
la misa dominical. Encarga por teléfono cuanto necesita, no siendo la ropa, que
se la hago yo misma. En fin, es suscriptor del Diario y de la revista Selecciones[3].
-
Vamos,
una perfecta adaptación a su forma de vida, aunque me quedan algunos huecos.
Por ejemplo, ¿hace ejercicio?
-
Ya
lo creo. Tiene montado un pequeño gimnasio en lo que sería la habitación del
servicio.
-
A
propósito del servicio, ¿tiene alguna mujer en casa?
-
Una
asistenta, tres veces a la semana pero, por su edad y apariencia, no creo que
le preste otras atenciones que las propias de su profesión; y perdone que no
sea más explícita.
-
La
he entendido perfectamente. ¿Qué edad tiene su hijo?
-
Treinta
y cuatro años. Al ser tan joven, comprenderá usted mi inquietud por su
reclusión.
-
No
del todo. Siendo voluntaria y estando tan adaptado a ella, no creo sea
merecedora del estigma que supone toda consulta a un psiquiatra. Se lo digo
como lo siento, aunque esté tirando piedras a mi tejado.
-
Y
yo le agradezco la franqueza, pero para mí es un no vivir el ignorar por qué se
comporta así y desconocer si podría yo hacer algo para ayudarlo. Porque no me
dirá usted que eso es normal.
Según su costumbre, del A. enmarcó su
mandíbula inferior con las manos, entornó los párpados y permaneció pensativo y
silente durante unos segundos, que a sus interlocutores solían hacérseles
interminables. Finalmente, concedió:
-
Sea,
lo recibiré en consulta; siempre que él me lo pida, naturalmente.
-
Gracias,
doctor, pero habrá de ser en forma domiciliaria, según lo que acabo de
contarle.
-
No
tengo costumbre de visitar a mis pacientes, salvo a los del Psiquiátrico. Sin
embargo, haré una excepción en este caso, para facilitar la fluidez y
sinceridad de la comunicación. En sus manos, pues, dejo el convencer a su hijo
para que acepte la consulta. Si lo logra, telefonéeme y concertaremos la
entrevista.
***
El
cuarto de estar, donde el Doctor, fue recibido por su paciente, Edmundo Rambal,
era una pieza limpia y acogedora, montada eclécticamente, como habitación de
trabajo y descanso. Para lo primero, había una amplia mesa cuadrada, protegida
por un tapete plastificado color avellana, sobre el que destacaba una máquina
de escribir Olivetti de carro ancho[4], con una caja de papeles
de calco y un rimero de folios en blanco a su izquierda y otro de ellos mecanografiados
a la derecha. Una silla de brazos adosada a la mesa daba fe de que el señor de
la casa apenas acababa de abandonar momentáneamente su tarea. En señal de
respeto a su visitante, la máquina había sido cubierta con su funda de hule
gris, como diciendo: acepto que la espera
pueda ser larga.
El ámbito de descanso, ya casi en la
penumbra de una tarde lluviosa de febrero, lejos de la ventana, lo integraba un
sofá de dos plazas y un sillón, tapizados en pana verde, el primero de los
cuales daba frente a una mesa con el televisor. Un velador marcaba la frontera
entre el Doctor y su paciente, sentados en perpendicular, con el testigo de una
lámpara de sobremesa a lo Lladró[5]. Su haz luminoso levantaba destellos en un cenicero y un
portarretrato de plata, desde el que contemplaba sonriente la escena una
adolescente de jersey rojo y falda escocesa. Al fondo, un aparador, rematado en
espejo de talle alto, constituía el horizonte de la entrevista, al tiempo que
la reflejaba.
El reloj de péndulo, púdicamente recluido
en su habitáculo de cristal y madera torneada, dio solemne las seis.
-
Ante
todo, doctor, quiero darle la bienvenida a mi universo y agradecerle que no se
le haya ocurrido sacarme de él, cosa del todo imposible. Creo que mi madre ya
le habrá contado…
-
En
efecto, aunque también ha tenido que confesar la total ignorancia en que la
tiene acerca de las causas. Parece mentira, hombre, con lo que ella se preocupa
de usted.
-
Seguramente,
demasiado. Por lo demás, se equivoca. No es que yo guarde reserva sobre ese
particular: es que ni yo mismo sé por qué lo hice y lo sigo haciendo. De lo que
estoy seguro es de que me es imposible superar este impulso por mí mismo. Si yo
le contara…
-
Cuente,
cuente, que para eso estoy aquí.
-
Se
lo resumiré. Hace unos ocho años, empecé a pensar que la vida social no tenía
alicientes para mí, que no merecían la pena la mayor parte de los goces y
placeres que la gente valora y vive en el
exterior, por así decir. Me hice con este piso para mí solo y empecé a
llenarlo de las pequeñas comodidades que hacen la existencia personal y fructífera.
¡No vea usted la satisfacción de mandar a cierto sitio a mis jefes de la
oficina y a muchos de mis compañeros! Lo que resultó más peliagudo fue
encontrar un trabajo casero que me permitiese no depender económicamente de la
pensión y rentas de mi madre. Una vez conseguido esto, entre los buenos amigos,
algunos miembros de mi familia y la televisión, pues estoy en la gloria, la
verdad. A estas alturas, ni me pregunto por las causas de mi supuesto
aislamiento, ni se me da un ardite de no poder salir a la calle. Estoy pensando
en cambiarme a una casa con terraza para tomar el sol más a mis anchas pero,
claro, están el dinero y las dudas de si podré hacer la mudanza metido en el
aparador o agazapado entre las mantas de la cama. ¿Cree usted que podría?
-
Lo
que creo, amigo Edmundo, es que su vida es muy pobre en otros aspectos más
relevantes que el de su insolación. Por ejemplo, las mujeres. No me diga que…
-
Hombre,
doctor, no me parece bien que hable así a un hombre casado.
El médico quedó estupefacto.
-
¿Cómo
que casado? Su madre no me dijo…
-
¡Qué
cabeza la suya! ¡Mira que olvidarse de Lucía!
-
¿Y
qué –insistió el doctor-, también ella participa de su encierro?
-
No,
no. Pero deje que le cuente. Lucía y yo nos enamoramos a primera vista, cuando
éramos poco más que niños. Era prima de un buen amigo mío y teníamos tantas
cosas en común, que bien puede decirse eso de que estábamos hechos el uno para
el otro. Ella es una lumbrera, no como yo, que soy corrientito. Estudió
Derecho, pero no ejerce de abogada, sino que da clases en la Universidad. Nos
queremos muchísimo. Seguramente por eso lleva muy bien mi retiro, que ella
también comparte, a excepción de sus compromisos de dar clase y otros
inexcusables.
Se levantó en dirección al aparador, del
que cogió un retrato de veinte por treinta, enmarcado en carey. Se lo entregó
al psiquiatra quien, pese a la penumbra acertó a contemplar a una hermosa mujer
de medio cuerpo, vestida de lila, con una escollera a su espalda.
-
Muy
bonita. Ya veo que se llegó hasta el mar.
-
¡Huy!,
y no un mar cualquiera. Es el Egeo.
-
Bien,
bien. ¿No tienen hijos?
Edmundo ensombreció, más aún que el
entorno:
-
Pues
no. Cuando nos casamos, hablamos de tener cuatro, una parejita de cada sexo,
pero ya ve… El hombre propone…
-
Y
la mujer dispone.
-
No
iba decir eso. Si dependiera de ella, con lo que me quiere… Aludía a la
voluntad divina.
-
Ya.
En fin, no nos remontemos tan arriba. La voluntad de su madre es la de que
demos con el motivo de su apartamiento y que, en lo posible, le pongamos
remedio. Luego, una vez liberado de sus ataduras interiores, puede hacer usted
lo que quiera, como si le parece recluirse en el retrete: El caso es que lo
haga conscientemente y con libertad. ¿No le parece?
-
¡Ay,
doctor! ¿Quién pudiera? Pero me temo que va a ser imposible.
-
Hombre,
medios hay. Sin ir más lejos, la hipnosis…
-
¡De
ninguna manera! No pienso entregarle mi voluntad ni por un momento. Como mucho
–sonrió sibilinamente-, si quiere jugar con algo, le contaré un sueño,
que se repite con mucha frecuencia en mis noches.
-
No
tengo costumbre de jugar con mis pacientes, pero acepto el reto. No sabe usted
la cantidad de información que extraigo de esas imágenes oníricas,
aparentemente sin sentido. Así que puede usted empezar, con la máxima exactitud
y detalle posibles.
-
Pues
bien, no hay mucho que contar. Me encuentro a orillas de un río caudaloso, que
bien podría ser el de Castellar, y me dispongo a cruzarlo por un puente que tengo
a la vera. No sé qué me impulsa a pasar a la otra orilla, dado que está en
penumbra y opacada por una espesa niebla. No obstante, me dirijo decidido al
pasaje y entonces me doy cuenta de que tiene su embocadura adornada con dos
esfinges, una a cada lado, con el consabido cuerpo de león con alas y cabeza de
mujer. En cuanto esos seres mitológicos se fijan en mí, el puente se vuelve
levadizo e inicia un lento ascenso, que yo soy incapaz de parar, como tampoco
de asirme al borde de la estructura, pese a que salto y estiro los brazos,
tanto cuanto puedo. Remiro entonces el rostro de las esfinges que se alejan y,
solo entonces, me percato de que tienen unos rasgos perfectamente conocidos de
mí. ¿A que no sabe cuáles?
-
Déjese
de adivinanzas y deme todos los datos.
-
Pues
los de mi mujer, pero no con su aspecto actual, sino con el que tenía cuando la
conocí.
Y, tomando de la mesa baja el retrato de
la adolescente, lo tendió hacia el doctor. Este lo recogió y, por unos
momentos, lo miró con atención, tratando de memorizar la fisonomía y el entorno
de la retratada: apenas una repisa o aparador tras ella, con adornos navideños
encima. Devolvió el portarretrato a su lugar de origen y, entonces, Edmundo
concluyó el relato del sueño:
-
Pues
bien, cuando la reconozco, trato de gritar para llamarla y pedirle que haga
bajar el puente, pero no me sale la voz. Entre tanto, el artificio asciende y
se pierde más allá de las nubes. Y allí quedo yo, sin poder cruzar el río, con
sus aguas agitadas lamiéndome ominosamente los pies.
Del A. y su paciente quedaron mirándose de
hito en hito durante un minuto interminable. Parecía que ninguno de ellos
quisiera ser el primero en romper el silencio. Con todo, la sonrisa había
cambiado de bando y ahora resultaba ser el doctor quien creía tener a Edmundo casi a su merced. Este se percató y
cedió en el mutismo:
-
En fin, ¿qué le parece? ¿Le he dado alguna
pista?
El galeno exageró, con cierta
displicencia:
-
Está
clarísimo. Podría descifrarlo ahora mismo. Pero –dijo, tras mirar la hora en su
reloj de pulsera- se me ha hecho tarde. Tal vez se anime usted a salir de casa
y venir a mi consulta, para conocer mi interpretación. Claro que tengo la
impresión de que usted la conoce ya, casi tan bien como yo.
Edmundo no contestó. Se había quedado como
extasiado, contemplando el extraño reloj de la muñeca del doctor[6]. Finalmente, preguntó:
-
¿Un
escudo? ¿Se pone usted a la defensiva frente al paso del tiempo?
Del A. replicó:
-
¿Un
escudo? Es una consideración muy ilustrativa de su parte. A mí me recuerda una
punta de flecha. Ya sabe, omnes
vulnerant, ultima necat[7].
Así que aproveche el tiempo y vaya pensando en salir de su agujero… Tendrá
noticias mías.
Así dijo, levantose y, con irónico
retintín, concluyó:
-
No
hace falta que me acompañe. Conozco la salida mucho mejor que usted.
2. No hay bien que por mal no venga
En
efecto, el Doctor había captado de primeras el significado del sueño. Quedaba
claro que Edmundo trataba de escapar a su encierro, camino de un ámbito
incierto y temible, así como que su mujer parecía oponerse a ello o, cuando
menos, no le facilitaba las cosas. Pero, ¿por qué? ¿Es que acaso era ella la
responsable última de la reclusión? Llegado a este punto, del A. estaba hecho
un lío; como también en lo relativo a la esencial discordancia entre los
relatos de su paciente y de la madre. Aunque no le agradase, tenía que ponerse
en contacto con ella y pedirle aclaración de algunas cosas.
-
No
me había informado usted de que su hijo estuviese casado y conviviera con su
mujer en el piso…
-
Pero
¿qué me dice? ¿Quién le ha contado semejante patraña?
-
Pues
el propio Edmundo. Me dijo que era profesora de Universidad y me enseñó su
fotografía.
-
Imposible.
Le habrá querido desorientar o tomar el pelo. No solo está soltero, sino que no
le he conocido novia desde que rompió con la primera que tuvo. A ver, ¿puede
describirme la foto que le enseñó?
Del A. lo hizo lo mejor que supo. Fue
bastante para doña Aurora:
-
¡Justo!
Se trata de la misma Lucía a la que me refería antes, Lucía Pinal, la chica con
la que mantuvo un corto noviazgo cuando eran casi unos chiquillos.
-
Pues
parece que, al menos para su hijo, la cosa fue bastante más profunda y duradera
que un amor de verano. Cuénteme lo que sucedió entre ellos y, sobre todo, cómo
acabaron sus relaciones.
-
Poco
es lo que puedo decirle: entre el tiempo transcurrido y lo cerrado que es
Edmundo para esas cosas… Creo que para ambos se trató del primer amor,
favorecido por el hecho de que se conocieran del barrio. Las relaciones entre
ellos parecían ir viento en popa. Empezaron a salir solos, a hacerse algunos
regalos, mandarse cartas y todo eso. Luego de un año o así, rompieron de la
noche a la mañana, supongo que por cualquier tontería, sostenida con terquedad.
Hubo algún intento de reanudar la relación, pasado un tiempo, pero para
entonces andaba detrás de Lucía un sujeto mayor que ella, el badulaque lo llamaba mi hijo. Ella le siguió la corriente, se
casó con él y se fueron a vivir a Méjico. Me parece que porque era hijo de
exiliados, que había venido a España solo para estudiar la carrera de Medicina.
Yo conozco algo a la familia de ella, aunque no lo suficiente para andar
preguntándoles. Por otra parte, me da la impresión de que no me ponen buena
cara, desde hace algún tiempo. Así que yo no sé qué será de ella. Tal vez,
Edmundo…: si tiene alguna foto de ella de mayor, será que mantiene algún
contacto.
-
Una
cosa más. ¿Qué hay de cierto en lo de que ella estudió Derecho, que es
profesora de Universidad y que es una
lumbrera? Así la calificó su hijo.
-
Si
él lo dice, será verdad, o a saber si fantasea como con lo del matrimonio.
-
Claro,
todo es posible. Bueno, señora, gracias por su información. Me ha sido de gran
utilidad.
-
Me
alegro. Entonces, ¿será posible que se decida a salir de casa?
-
Demos
tiempo al tiempo. Por mí, no va a quedar.
Del A. despidió a doña Aurora sin más explicaciones.
No le parecía ético revelarle el diagnóstico del caso antes que al paciente,
por muy madre e intermediaria que fuese. Por lo demás, él tenía ya las ideas
muy claras, a juzgar por la siguiente anotación en la página 3 del dossier:
Es
evidente que, con el paso del tiempo, Edmundo ha ido reconociendo en su perdido
amor a la mujer de su vida, que nunca debió dejar escapar. Con razón o sin
ella, se siente culpable, ha perdido su interés por las demás mujeres y por la
vida social en general y ha decidido construirse su propio mundo interior,
llegando a sentir como real la vida amorosa que un día imaginó. Sin embargo, su
mente racional y equilibrada le permite conservar el deseo de que toda esa
fantasía y reclusión puedan terminar, de la única forma posible para él: yendo
en busca de su primer amor y tratando de recuperarlo. Tiene miedo a fracasar,
pero todavía conserva esperanzas sobre que la reacción de ella fuese positiva.
Ahí es donde tengo que incidir, si pretendo resolver el caso de la mejor forma
posible para el paciente…, aunque ello pudiere suponer la ruptura del
matrimonio de Lucía con el mejicano. Romper una relación, para reanudar otra:
una opción peliaguda. A fin de cuentas, será ella quien libremente decida.
***
La habitación era la misma, pero la
primavera se colaba ya por la ventana. Del A. se quedó por un momento de pie,
contemplando la fotografía de veinte por treinta. Lucía era en verdad
atractiva, con su vestido malva vaporoso, la melena con la rebeldía del viento
y, en los ojos, la luz dorada del atardecer. Tomó pie en ella:
-
Así
que el Egeo, ¿eh? ¿No será más bien el Pacífico, o el Golfo de Méjico?
Edmundo se quedó cortado. Era obvio que su
madre no le había revelado su última visita a la consulta del psiquiatra. Este
decidió obviarla también y aparentar ciencia infusa.
-
El
Egeo tiene un tono de agua azul muy oscuro, casi añil –agregó-. No sé cómo no
me di cuenta la vez anterior. Procure no volver a intentar confundirme: no
haría sino perjudicarse.
Edmundo se empeñó en que tomaran un café.
Del A. transigió, para así dar un último repaso a la táctica y hallar a su
paciente más relajado.
-
Muy
rico, aunque demasiado torrefactado. Me produce acidez de estómago. Bien, a lo
que vamos. Diagnóstico y tratamiento. Los médicos de consulta privada no
podemos permitirnos perder tiempo. ¿Y usted?
Rambal balbuceó una respuesta, que del A.
ni siquiera escuchó. Es lo que yo he dicho siempre de él: Cuando se lanzaba, no
había quien lo parase.
-
Bien,
he aquí el diagnóstico. Entre el mundo exterior, real, y usted, corre un río
caudaloso de errores, culpa y terquedad. El puente que le permitirá cruzarlo se
le escapa una y otra vez, por falta de decisión y de ayuda de la esfinge que lo gobierna, que no es otra
que esa Lucía, con quien me dice está casado, pero a quien no conocen tan
siquiera en la Facultad en que ejerce
de profesora.
Cogido de lleno en el renuncio, Edmundo
bajó los ojos y empezó a juguetear con su taza. Del A. prosiguió:
-
En
fin, aunque se ve que no confía en mí, yo he hecho mi trabajo contra viento y
marea. Aquí está el resultado: está usted perdiendo la libertad y el tiempo
inventándose una vida que no puede ser, porque no se atreve a coger el toro por
los cuernos e ir a por la esfinge… Hasta aquí, mi diagnóstico.
Sorbió el último buche de la infusión.
Edmundo había levantado la cabeza y miraba alternativamente el retrato de Lucía
adolescente y el rostro jovial de su médico. Al fin, algo en su interior le
animaba a rendirse sin condiciones ante aquel genio, que con solo un sueño y
una visita a la Facultad de Leyes, le había adivinado todo lo que había hecho[8]. Prosiguió:
-
Y
ahora vamos con el tratamiento. En los problemas psíquicos, lo mejor es que el
enfermo descubra por sí mismo la solución y se anime a superarlos. El médico,
con ayudar y dirigir, tiene más que de sobra. Pues bien, en su sueño está la
respuesta. Agárrese bien al puente levadizo, no lo suelte y cruce a la otra
orilla. Verá que allí no hay oscuridad y niebla, sino la vía para recuperar su
amor y su libertad.
-
Pero,
doctor, el propio sueño le plantea también la objeción. Yo solo no puedo
conseguir nada. Llamo y nadie me oye. Las esfinges son insensibles. La tarea es
demasiado dura para mí solo. Si Lucía no me ayuda… Claro y, por si fuera poco,
está casada y me consta que tiene una parejita.
-
¿Que
grita, dice usted? ¿No se da cuenta en el sueño de que ninguna voz sale de su
boca? ¿Cómo pretende que ella le ayude, si usted no se compromete en serio, si
reemplaza la realidad con fantasías, si no asume su responsabilidad? ¿O es que
no tuvo nada que ver en la ruptura? ¿Cuántos años lleva escondiendo la cabeza
en el suelo, en vez de sacar billete para Méjico?
Tan agobiadora batería de preguntas descolocó
totalmente a Edmundo, hasta el punto de no captar que la referencia mejicana
excedía con creces de lo que del A. podría saber por sus propios medios, ni
aunque fuese el mismísimo Sigmund Freud. Pero no fue el genial vienés, sino el
apasionado castellarense, quien lanzó el apóstrofe final:
-
Así
pues, Edmundo, ¡ánimo y decisión! Si es posible, cruce por el puente. Si no,
¡en barca o a nado! Bravo es el río y temerosa la incertidumbre, pero mucho
peores, la prisión y la cobardía. El tiempo vuela y Lucía espera, estoy seguro.
Acudamos de nuevo a lo escrito, para
reproducir la escena y su desarrollo:
Aunque
anonadado, el paciente no estaba convencido y corría el riesgo de decaer en su
incipiente decisión. Fue entonces cuando decidí utilizar el argumento
definitivo, extraído de la Quarterly Review of Psychology[9]. Me refiero a la teoría de la Impregnación amorosa o de la pervivencia
del primer amor. Tal vez, la exageré un poco, a fin de obtener el resultado
terapéutico apetecido.
-
…
Que sí, señor Rambal, que sí: un sesenta por ciento de éxitos. Ese es el
porcentaje de primeros amantes que, al reencontrarse, enlazan pasado y presente
para forjar, al fin, un futuro en común muy prometedor.
-
¿Incluso habiendo transcurrido tantos años?
-
Bueno,
en ese caso, un poco menos, pero del cuarenta no baja.
-
Y,
estando ella casada…
El Doctor explotó:
-
Siga
poniendo objeciones, siga. Lo que es a mí… No tiene usted idea de si permanece
casada o está divorciada; ni si es feliz o maltratada. Tal vez sueña con usted.
Quizá ella imagina un puente con atlantes que tienen su rostro. ¿Quién sabe si
Lucía es desgraciada y su Edmundo
tiene mucha responsabilidad en ello? ¿Quién…?
El médico cortó su nueva ristra de
interrogantes, al percatarse de que su interlocutor estaba lívido.
-
Bueno,
bueno, no pasemos de la despreocupada irresponsabilidad a la onerosa culpa, en
un santiamén. Puede ser una cosa como puede ser otra. Solo le aconsejo que
salga, que viaje, que se informe. Nada puede perder y tiene un mundo por ganar.
He de reconocer, desde la admiración a del
A., que en ocasiones incurría en desmesura. Por otra parte, ¿quién puede
asegurar que alguien no tiene nada que perder? En fin, me estoy deslizando
hacia la moraleja cuando aún no les he contado el final de la historia. Y va
siendo tiempo de que vayamos a él.
***
El 16 de julio de 1964, en vísperas de su
partida vacacional, el Doctor recibió la visita de doña Aurora, alborozada.
-
¡Mano
de santo, la que tiene usted! Edmundo, no solo ha salido de casa, sino que me
ha dejado esta nota, de la que se deduce que ha emprendido un largo viaje.
La señora entregó la esquela al galeno. En
ella podía leerse:
Madre,
marcho temporalmente a Méjico, en busca de mi felicidad o de mi ruina. No he
querido decírtelo antes, para que no tratases de disuadirme. Volveré lo antes
posible, quiera Dios que bien acompañado. Me hospedaré en el hotel Ocampo, cuya
dirección y teléfono te apunto al pie de esta. Tu hijo, que te quiere, Edmundo.
-
¡Ay,
doctor, que me da el pálpito de que ha ido por Lucía! Es así, ¿verdad?
-
Es
probable pero, ni estoy seguro de ello, ni debo revelarle más de lo que su hijo
desea que sepa.
El Doctor era bastante circunspecto, pero
hay gestos que una madre capta al instante:
-
¡Je!,
ya me lo figuraba y por eso estoy contenta como unas pascuas. Por si sí o por
si no, me hice la encontradiza con la madre de Lucía. La pillé comunicativa y me contó que el
matrimonio ha ido de mal en peor, hasta el punto de pensar su hija en
divorciarse y volverse para España. Claro que los nietos… En fin, ya al
corriente de todo, telefoneé a Edmundo, quien no quiso descubrirse y me salió
con evasivas. Yo le expliqué lo que acabo de decirle, por si él no hubiera
visto a Lucía aún, y le aconsejé: Si va a
venirse contigo, que se divorcie primero, que ya sabes que por acá no se puede[10].
-
Está
visto, señora, que sabe del caso mucho más que yo. No tengo más remedio que
pedirle que me tenga al corriente de su desenlace.
-
Descuide, doctor. Y, por cierto, páseme su
cuenta de honorarios. Seguro que mi hijo, con tantas emociones, se ha olvidado
de abonarla.
En
efecto –indica del A., a pie de página-, así era.
***
Al regresar de su consabido veraneo en La
Ramallosa, el Doctor tenía en el buzón una nota manuscrita de doña Aurora, que
incorporó a la historia clínica de El Ángel
exterminador. A la vista la tengo y dice así:
Castellar,
a 4 de agosto de 1964.
Señor doctor:
Le comunico que he tenido noticias de mi hijo. Me ha escrito que
encontró a Lucía y pudo hablar largo y tendido con ella. Le ha confirmado que
piensa divorciarse de su marido y regresar a España con sus hijos, si no surgen
inconvenientes legales allá. Fuera de eso, no le ha prometido nada, pero sí ha
dicho que le agradece la visita y que la ha animado mucho para confirmar y
apresurar su decisión de volver. Como la cosa todavía puede ir para largo,
Edmundo regresará solo pronto, no sin antes sacar los atrasos de tantos años, según me escribe literalmente.
También me manda recuerdos para usted y me encarga que le diga que, por
fin, ha logrado que la Esfinge detuviese el izado del puente levadizo. Usted
sabrá lo que quiere decir con eso.
A su regreso de vacaciones, le pediré consulta para contarle las últimas
novedades. Quién sabe si, estando ya de vuelta, no será mi hijo el que lo haga.
Le besa la mano esta madre agradecida,
Aurora
Pese al compromiso de tenerle informado,
del A. no tuvo noticias de Aurora ni de Edmundo en los meses siguientes. No le
dio importancia, suponiendo que podría haber habido algún retraso en el viaje,
o pequeñas complicaciones en las gestiones judiciales de Lucía. De hecho,
consta en el dossier que preparó entre tanto una comunicación para el Anuario
de la Facultad de Medicina de Castellar, con el siguiente título: Terapia activa contra un caso de síndrome de
reclusión voluntaria, basada en la interpretación de un sueño simbólico. Aunque
dejó copia de ella para su archivo, no he conseguido encontrarla. Supongo que
la retiró posteriormente. Sus razones tendría.
Pasadas las fiestas navideñas, el Doctor
no pudo aguantar más su impaciencia y telefoneó a doña Aurora. La señora, entre
el enfado y la reserva, argumentó:
-
Lo
siento. Mi hijo ya ha vuelto y lo lógico es que sea él quien le informe. Como
usted me dijo una vez, no debo revelarle más de lo que mi hijo
desea que sepa.
-
Está
bien. Que se pase un día de estos por mi consulta.
-
Imposible,
doctor. Si quiere saber de él, tendrá que visitarlo en su casa. Ya conoce la
dirección.
Y colgó.
Imagino las ideas que pasarían por la mente
de nuestro psiquiatra, desde la de mandar a paseo a madre e hijo por groseros y
desagradecidos, hasta la de que Edmundo habría vuelto a las andadas. El hecho
es que le pudo la curiosidad científica y, guardándose el amor propio, aceptó
la sugerencia y se presentó en el domicilio de su paciente. Era la tarde del 2
de febrero de 1965.
Le abrió la puerta doña Aurora quien, sin
responder apenas a su salutación, lo condujo a la sala de antaño. La mesa de
trabajo con la Olivetti había desaparecido,
ocupando su lugar una camilla de faldas granates, tapete de ganchillo y búcaro
con flores artificiales. Sentado en el sofá, le aguardaba Edmundo, con una
manta de viaje sobre las piernas.
-
Pase
y siéntese, doctor –invitó el paciente-. ¡Ah! y perdone que no me levante para
saludarle.
-
No
se preocupe… Le veo como cansado. ¿La gripe, tal vez?
La pregunta no recibió contestación. Del
A. se sentó en el sillón junto a la lámpara de mesa y la fotografía de la
adolescente del jersey rojo. Doña Aurora desapareció, pasillo adelante. Ni
siquiera contestó a la solicitud de su hijo de que les sirviera unos cafés.
-
No,
no es la gripe, doctor. Es…
No acabó la frase, prefiriendo señalar
hacía la ventana. Una silla de ruedas plegada asomaba tras las cortinas de
cretona floreada. Del A. no entendía nada. Fijó la mirada en el rostro
demacrado de Edmundo y, a la luz mortecina de la lámpara, percibió una extensa
cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda.
-
Creo
que mi madre ya le puso al corriente de los momentos felices de mi viaje a
Méjico. Lamento ser yo quien ahora tenga que informarle de los desdichados.
Y fríamente, sin ahorrar los peores
detalles, fue desgranando los puntos más relevantes de la historia: La
indignación del marido de Lucía ante la pretensión de esta de divorciarse. De
cómo el tal Oswaldo llegó a saber de la presencia e intervención de Edmundo, hasta
juzgarle el causante de la eventual separación de su mujer. Las amenazas que
recibió por teléfono, si no desaparecía al punto de la escena mejicana. En fin,
ante su desobediencia a tal conminación, el asalto por unos sicarios, que le
dieron una brutal paliza y, para colmo, le marcaron el rostro de un tajo.
-
Claro
que no es esto lo peor –se señaló la cara-, sino que me partieron las piernas a
palos y es muy dudoso que pueda volver a andar. Así que aquí me tiene usted,
como antes: No soy capaz de salir de esta casa. Solo que ahora convendrá
conmigo en que tengo mayores motivos para ello.
Del A. no sabía qué decir. Esto fue lo
primero que se le ocurrió:
-
Y
Lucía, ¿va a venir? ¿Acaso no sabe lo que le pasó?
-
La
última vez que nos vimos fue el día antes del atentado. Estaba desbordada. No
pensaba más que en sus hijos y en que yo la abandonase y me volviera a España.
La pobre debía sospechar lo que estaba tramando su marido, porque no me cabe
duda de que él fue el inductor, aunque no pueda demostrarlo.
-
¿Quiere
que haga alguna gestión? No sé, ponerme en contacto con alguien…
-
Gracias,
doctor –Edmundo parecía todo resignada dulzura-. Digamos definitivamente adiós
a las esfinges del puente y al río de aguas turbulentas. Como decía mi profesor
de latín, finita es comoedia[11].
El doctor le levantó, estrechó calurosamente
la mano de Edmundo y, sin aguardar a doña Aurora, se encaminó a la salida.
3. Buscando un final más concluyente
Es de suponer que pocos casos de su vida
profesional impresionarían más a nuestro Doctor, ni más decisivamente. De
hecho, el del A. que yo recuerdo de años ulteriores era un anciano médico
prudente y lleno de tolerancia, que dificilmente habría incurrido en el error
de arreglar la vida de una persona,
asumida por ella y razonablemente montada, por el hecho de que pareciese anormal
e incompleta a su madre o, incluso, a su psiquiatra. Supongo que el pobre
Edmundo Rambal estaría de acuerdo en que era más feliz cuando estaba entero
tecleando, que convertido en un guiñapo, haciendo solitarios.
Hasta aquí, lo tengo claro –no sé
ustedes-. Mas, en lo tocante al amor eterno, la lucha por recuperar el primer
amor y todo eso, ¿qué quieren que les diga? Hace algún tiempo, con motivo de la
preparación de otro relato[12], me dejé llevar un tanto
por la Psicología moderna y la propaganda mercantilista, tan favorables a
intentar convertir el primer amor en el definitivo. Con todo, uno es sensato, amén
de romántico, y me permití recordar la frase de mi admirada Gene Tierney[13]: El primer amor de una mujer debería ser el amor propio. Yo añadiría
también a los hombres y me quedaría tan fresco.
Así que, apliquen ese criterio egoísta a sus amores primeros y supongo
que les irá mucho mejor que si usasen de cualquier otro.
Por cierto, para los lectores que gustan
de los finales redondos, añadiré la
transcripción de un recorte del diario El
Vocero de Michoacán, correspondiente al 16 de junio de 1966 (página 4):
Tragedia familiar en Morelia
Ayer puso fin a su vida la señora Lucía Pinal, profesora de la Escuela
Normal de Educadoras y miembro de una conocida familia moreliana. Parece ser
que su trágica decisión fue tomada al conocer que iba a ser detenida como
sospechosa del asesinato de su marido, el médico Oswaldo Alcoriza, producido el
pasado mes de enero, a manos de unos malhechores, que habrían actuado por
encargo de la ahora finada.
Fuentes fiables, consultadas por este diario, han manifestado que el
matrimonio mantenía fuertes desavenencias desde hace algún tiempo, por motivos
que no nos han podido aclarar.
[1] Indispensable es, al menos, conocer el
argumento de dicha cinta: El Ángel
exterminador (Luis Buñuel, 1962).
[2] Apelativo que hizo fortuna durante unos años,
para designar a las personas que trataban de eludir sus responsabilidades
políticas, escondiéndose de la Policía franquista en lugares recónditos de sus
casas.
[3] Supongo que alude a la famosa y difundida
revista Selecciones del Reader’s Digest,
cuya edición para España –muy leída en otro tiempo- comenzó a publicarse en
1952.
[4] Olivetti
es una conocida empresa italiana de ofimática, fundada en 1908 en Ivrea, cerca
de Turín. Su filial española, Hispano Olivetti,
se fundó en 1929, contando con una gran fábrica en Barcelona, a partir de 1942.
Actualmente desaparecida, en su momento de máximo esplendor, coincidente
aproximadamente con la época de este relato, Hispano Olivetti contaba con 3.200 obreros y fabricaba anualmente
600.000 máquinas de escribir.
[5] Famosa fábrica de porcelana, fundada en
Tavernes Blanques (Valencia), en el año 1953.
Su diseño y modelos han sido muy imitados, en especial, en España.
[6] He tenido la suerte de conocerlo, pues lo
conserva su hijo como una reliquia venerable. Se trata de un reloj Hamilton Ventura original (año 1957), cuya forma pueden apreciar en las
ilustraciones de este relato.
[7] Leyenda muy habitual en relojes antiguos,
alusiva a la influencia del tiempo en el paso de la vida humana: Todas (las
horas) hieren, la última mata.
[8] Expresión literal e irónica del doctor del A.
en el expediente, que yo creo inspirada en la narración de Jesús y la
samaritana: Evangelio según San Juan, capítulo 4, versículo 29.
[9] No he sido capaz de localizar esta fuente de
ciencia del doctor del A. Tal vez equivocó la referencia. Desde luego, las
conclusiones a que alude han sido posteriormente corroboradas por muchos
ilustres psicólogos.
[10] El divorcio fue ilegal en España, desde el
final de la Guerra Civil (1939), hasta el año 1981.
[11] Libremente, Se acabó la función.
[12] Se trata de El simposio del primer amor, publicado en este mismo blog, bajo la etiqueta de Cuentos de temática variada. Disculpen
la auto-cita, debida a exigencias del guión.
[13] Gene Taylor Tierney (1920-1991), famosa
estrella de cine estadounidense, autora de una autobiografía (Self Portrait) aparecida en 1979, en la
que comenta su impresionante filmografía y su tormentosa vida sentimental.