Cuando todo declina
Por Federico Bello Landrove
In memoriam Constance Ockelman
Un viejo y desmemoriado policía recuerda –o imagina-, al compás de
viejas melodías que resuenan en su casa vacía. Una y otra vez, llegan hasta su
dormitorio los ecos de pasos, que no es capaz de reconocer ni de rechazar. ¿Cuánto
hay en esta historia, estremecida y sincopada, de representado o de vivido? Él
no sabría decirlo, pero sus lectores pueden tener una idea, si reflexionan
acerca de la dedicatoria que lo encabeza.
1. En
la soledad de la noche
Siempre he pecado de lo mismo: actuar de día y pensar de noche. Y ahora,
con lo que me advirtió el médico el mes pasado, vivo en una perpetua comezón
memorística. ¿Cómo se llamaba aquél que...? ¿De quién es esa cara que se
proyecta en la pantalla de mis párpados cerrados? ¿Quién era la protagonista de
la película que vi...? Es inútil. Me
revuelvo furioso en la cama, hasta que la ropa es un rebujo; fuerzo el bostezo
para provocar las lágrimas, que me traen nostalgia y autocompasión. Así que se
me irán borrando los recuerdos, los rostros, las vivencias. Bueno, no muy
aprisa. Además, como usted se ha mantenido tan activo hasta hace bien poco... Ya
empezamos: la vecina de arriba vaciando la cisterna a las tantas; el rorro de
los de al lado, segunda generación que me toca criar, con el berrinche nocturno. Menos mal que vivo solo y en casa
grande. Andando, con el reloj y la linterna, a la cama de matrimonio de mis
difuntos padres. ¡Cielos, algún desgraciado ha sacado el perro a ladrar al
parque, a las tres de la madrugada!
¡Quién tuviera ahora la llave para abrir el arca de los recuerdos e ir
cogiéndolos, uno a uno, para colocarlos, bien ordenados, sobre la colcha, como
hacía mi abuela con las prendas y preseas del baúl! Pero ya solo tengo
sensaciones, estremecimientos, pasos perdidos, rumorosos, de puntillas, que me
angustian hasta el amanecer. Una llave, como la de cristal de roca, que ella llevaba al cuello, colgada de un leve
cordón dorado, que yo adivinaba me podía revelar el arcano de su pasado:
-
¿Qué
puedes abrir con una llave de cristal?
-
Es
la clave del reino de las maravillas, pero no es aconsejable usarla, por si se
rompe y te quedas fuera por los siglos de los siglos.
-
Toma
y, si no la empleas, ¿qué adelantas?
-
Mantener
el control y la esperanza. Al menos, podrás mirar por el ojo de la cerradura.
Eso fue a poco de conocerla, cuando apenas sabía de qué hablar con ella.
Mucho más tarde, supe que aquella llave era símbolo de sus tiempos gloriosos, donada
quizá por algún admirador. Ella ya había entrado en aquel reino, ágil y pícara,
casi una niña, hasta poder percatarse que, bajo el expositor de los tesoros,
hervía un nido de víboras.
-
Pero,
al fin y al cabo, entraste y viste de cerca el paraíso. Es algo que otros no podremos tener nunca.
-
Entré,
sí, y me mordió la serpiente. Seguramente es que yo no era merecedora de gozar
de los frutos de la gloria.
Decía, con sonrisa de suave ironía, mientras con su mano de finísimos
dedos acariciaba el cuarzo hasta hacerlo refulgir.
***
Aquello debió de ser allá por el año de 1970. Decían que había tenido
suerte al conseguir un destino tan bueno, nada más ingresar, pero yo no las
tenía todas conmigo. Para un antequerano, recriado en San Roque, no tenía nada
de grato aterrizar en una ciudad castellana, con aspecto de poblachón, fría de
clima y gélida de carácter. Mi natural timidez había tenido que templarse, mal
que bien, con la expeditiva decisión que se le supone a un policía de la secreta, como decían entonces. Así
que le pregunté a Viqui:
-
¿Te
parece que vaya buscando piso en Castellar y nos casemos en primavera?
-
¿Y
qué se nos ha perdido tan lejos? Esperemos hasta que consigas plaza por aquí
cerca.
-
Eso
puede tardar varios años y no creo que ni tú ni yo estemos dispuestos a esperar
tanto.
-
Habla
por ti, Benito. Yo prefiero pensármelo mejor. ¡Nos conocemos tan poco todavía!
Con la experiencia –y la distancia- que dan los años, ahora pienso que
debimos dejarlo en aquel mismo momento. No estoy hecho para confiar y esperar. Y,
además, ella tenía razón: no nos habíamos tratado lo suficiente. De hecho, lo
comprobé muy pronto, al encargarle un envío por Interflora. Lo recuerdo bien.
Era una de mis primeras jornadas de faena y me tocó vigilar la plaza de la
Universidad. Junto a la Catedral, la tienda lucía los modestos colores del
invierno, pero fue lo suficiente para atraerme.
-
Así
que media docena de rosas. ¿De qué color le gustan a la destinataria?, preguntó
la rubia empleada.
-
Pues
no lo sé.
Se quedó mirándome con sus ojos azules de aguas tranquilas. Solo
entonces me fijé en la gorra de terciopelo verde con lazo, lánguidamente
vencida de un lado.
-
Podría
aconsejarle conforme al lenguaje de las flores pero, claro, a lo mejor tampoco
está muy seguro de sus sentimientos…
-
Amarillas
–resolví tajante-. ¿Hay problema con ese color?
-
Aquí,
probablemente, pero Andalucía es otra cosa.
-
Desde
luego, suspiré. Allí ya es casi primavera.
¿Qué demonios me impulsaría a decidir un color tan ictérico? Entonces
llegué a pensar que era la influencia de mi respetado García Márquez, cuyo Cien años de soledad llevaba bajo el
brazo, con el pretexto de pasar más desapercibido entre los estudiantes
levantiscos. Ahora, mientras me desespero con los ladridos nocturnos, imagino
que algo tendría que ver también en ello el color pajizo de los cabellos de
Connie.
***
Puedes llamarme Connie… ¿O fui
yo quien tuvo la idea? Mi padre era aduanero del Campo de Gibraltar y yo, de
forma casi insensible, llegué a dominar aquel inglés de acarreo, con acento
gaditano, que los llanitos alternaban con un español pobre en gramática. Ella
era Constanza, Constanza Almaguer, a
juzgar por las señas de las pocas cartas que recibía y por las facturas que el
hotel le pasaba formalmente, cuando se retrasaba demasiado en el pago. Es
verdad que suavizaba las erres y que, a veces, buscaba morosamente la palabra
justa. Pienso yo que simulaba la dificultad con el idioma. ¿O no? Era tan
celosa de su pasado...
-
Llegué
aquí huyendo de un marido violento, bebedor y tuerto. Así que comprenderás que
no entre en detalles.
-
¿No
tuvisteis hijos?
-
Por
supuesto, galán, soy muy femenina. Maternal, lo que se dice una madraza, en
absoluto. Estaba tan ocupada fuera de casa… En fin, ahora ya son mayores y no
tenemos mucho contacto. Lo pasado, pasado está.
Las manos de Constanza. Menudita y ajada, pocos eran ya los restos de su
antiguo esplendor, si es que un día lo hubo; pero las manos… Blancas, finas,
transparentes, y aquellos dedos largos y ondulantes, sin huella apenas de nudosidad.
Yo las miraba, admirativo, incansable, hasta que ella las posaba sobre las
mías, para que las contemplara a mi sabor. Estaban siempre muy frías, manos de hielo, de hada del norte –le
recitaba- y ella apretaba fuertemente mis palmas, como queriendo sorber mi
cálida juventud. ¿Cuántos años tendría, cuarenta, cincuenta tal vez? Podría haber sido mi madre. Pero no.
Nunca entonces pensé algo parecido. Tan independiente, tan sincera, tan
optimista. Algunas tardes, en el buen tiempo, la recogía al cumplir su horario
de florista y nos sentábamos en los jardines de Santa Cruz, entre escolares
juguetones y palomas atrevidas. Estoy
agotada –decía-; todo el día de pie,
sin parar un momento. Agradezco las malas jornadas de clientela esquiva. Pero
esto va a cambiar, va a cambiar muy pronto. Y hacía planes, entretejiendo
su pasado ilustre y un futuro incierto, para el que hacía como si me pidiera
consejo:
-
Verás,
mi salud no es muy buena, que digamos, pero la gente me conoce y tengo
experiencia y cualidades. Podría montar mi propia tienda. De flores, no, que ya
estoy harta de riegos y pinchazos. ¿Querrás creer que, antes de la floristería,
estuve confeccionando flores de fieltro? Servían de adorno para perchas de
lencería y ropa infantil. Tengo muy buen gusto para los colores, ¿sabes? ¡Eso!,
una casa de prendas íntimas, y complementos, y algo de perfumería.
Y yo me dejaba hipnotizar por los arabescos de sus manos y adormecer con
el ronroneo de su voz cálida y suavemente áspera, olvidando su ropa ajada, el
pelo sin gracia, las bolsas bajo sus ojos, los excesos con la bebida. Luego, me
despertaba del ensueño, con el frío de su mano sobre la mía, a punto para
escuchar el inevitable final de su parloteo:
-
…
Claro que tengo que cambiar algunas cosas. Cuidarme un poco más, alquilar un
pisito en el centro, escribir a algunos amigos influyentes…
Un día debió sorprender en mi mirada, invariablemente cansada o irónica,
un toque de verdadera compasión. Me pagó con palabras que todavía recuerdo a la
letra, tantos años después:
-
Aunque
amigo, lo que se dice amigo, tú eres el mejor.
-
Anda,
Connie, vámonos para el hotel, que está levantándose relente.
Ahora, solo ahora, me estremezco por dentro. ¿Cuántas contestaciones,
sinceras, poéticas, apasionadas he imaginado a su frase, que de momento corté
en agraz? Buscando el sueño, me cobijo entre las sábanas de una cama grande y
vacía. Como con ella, antaño, me estremece el frío, antes de recibir el premio
de una dulce y compartida templanza.
2. El paladín de la dama
El Hotel. Me cuesta trabajo
honrarle con la mayúscula. Levantado en tiempos de la República, el golpe
militar llegó a tiempo de bautizarle con un nombre imperial, del que no quiero
acordarme. Ocultaba su modesta alzada en una calle céntrica, de heroico rótulo,
a la sombra de una iglesia con ínfulas góticas, que parecía amenazar
constantemente con caer sobre él y hacerle trizas. De su pasado esplendor,
guardaba un comedor notable, guarnecido con vitrinas y aparadores de nervios
emplomados e historiadas molduras. Las arañas brillaban, cuanto la capa de
polvo les permitía, y los pesados cortinones de terciopelo granate me
recordaban el salón de baile del casino de La Línea. Decían que se comía bien
allí, pero los camareros de librea me repelen, por no hablar de los precios.
Aprovechando mi conocimiento del lugar y sus servidores, estuve allí yantando
una sola vez, cuando Viqui y sus padres vinieron a la descubierta para acabar
con nuestras relaciones. Estos eran amigos de mi familia y yo los consideraba
porción entrañable de ella.
-
Beni
–me dijo la madre, en un aparte-, yo creo que habéis confundido la intimidad y
afecto de amigos con el amor y el sacrificio que el matrimonio exige. Eres un
gran muchacho y mi hija no quiere hacerte daño: Por eso te dará largas con lo
de por ahora; más adelante; quién sabe si… Pamplinas,
a buen entendedor…
Siempre le estaré agradecido a la señora por su franqueza, aunque no me
confesara que su hija ya estaba saliendo con un farmacéutico de Málaga, cosa
que supe poco después por mis padres. Nunca volví a entrar en aquel comedor.
Cuando pasaba junto a él, miraba de soslayo los pesados cortinajes y me
figuraba que, tras ellos, espiaba el boticario de marras, con una sonrisa
sarcástica.
Afortunadamente, el hotel tenía un gran salón polivalente, de amplios y
diáfanos ventanales a la calle, que servía de bufé, cafetería y hasta salón de
apresuradas lecturas. Una mínima barra en forma de ese, de madera color caoba,
parecía el sinuoso contorno de una isla etílica, cuya tentadora promesa
reposaba en anaqueles de luz y cristal, duplicados por un gran espejo, de
contorno esmerilado y leves faltas de azogue.
Una o dos veces por semana, Constanza suplía al camarero titular, por
descanso o accidente. Era digno de ver cómo se transformaba, y no solo por
fuera. Daba volumen y libertad a su cabello de media melena, con una graciosa
onda hacia el ojo derecho. La capa de maquillaje y el discreto carmín de los
labios infundían vida en aquella piel alba, que el neón habría convertido, de
otro modo, en fantasmal. Las arrugas eran sabiamente ocultadas por el ceñido
cuello alto del jersey negro que, con falda tubo del mismo color, constituían su
discreto uniforme. En el tiempo frío, sobre el pulóver, la leve trama de una
rebeca de encaje blanco remataba su indumentaria, con mucho menos abrigo que
coquetería. Y, siempre a la mano, los impertinentes de plata, que solo usaba
para comprobar las minúsculas cifras de los tiques de caja.
-
Pero,
¿qué demonios?..., pregunté a Severino, el recepcionista de noche, la primera
vez que la vi de reina del ambigú.
-
Y qué quiere: apurado te veas. Se siente
importante pues cree que los clientes se acuerdan de ella y la estiman. En el
fondo es que anda tan alcanzada, que se le ocurrió al patrón. A cambio, le perdona
el alquiler de una semana. Claro que hay que ir con ella muy cuidadosamente.
-
No
me diga que sisa.
-
¡Qué
va! En eso es muy mirada. Con decir que ni siquiera se queda con las propinas…
El problema es que se convierta en la mejor clienta del bar. Más de una vez la
han sorprendido llevándose alguna botella a su habitación.
-
No
creí que las cosas llegaran a tanto. Así que por eso…
-
Ciertamente.
Ella aguanta mucho. Ya sabe, la costumbre; pero está hecha polvo por dentro: el
hígado, los riñones… Hemos…, bueno, han tenido que ingresarla más de una vez.
¡Qué lástima! Quienes la conocieron de joven cuentan y no acaban.
Estabas guapísima anoche, le solté a la mañana siguiente,
tras buscar nuestra coincidencia en el desayuno. Se puso roja y me agradeció el
cumplido, a su modo:
-
¿Verdad
que sí? Lo cierto es que disfruto mucho, charlando con la gente bien y ayudando
a los del hotel de vez en cuando.
-
Solo
te suplico una cosa, Connie. Disfruta, sí, pero no demasiado.
Entendió perfectamente lo que quería decirle y, por toda respuesta,
extendió sus brazos hacia mí, menudos, rígidos, sin asomo de temblores. Le pasé
la jarra del café, para disimular ante los circunstantes. Luego, nos quedamos
en silencio, mirando al unísono hacia los ventanales. El enlosado estaba mojado
y la mole blanca de Santiago parecía más ominosa que nunca.
-
Hay
algo de este hotel a lo que no me acostumbraré jamás –me dijo-. Lo pasé tan mal
de niña en un sitio parecido, que detesto su cercanía… Un día, me expulsaron
del colegio de monjas; ahora, de tan cerca que me tienen, parecen querer
engullirme.
***
Ya estoy completamente desvelado y solo los rosados dedos de la Aurora
podrán cerrar mis párpados y hacerme descabezar un sueño por agotamiento. Pero,
¿por dónde estábamos? ¡Ah, sí! El famoso hotel. ¿Qué le hizo a Constanza
suplicar, hasta convertirme en huésped del mismo establecimiento y empeñarse
luego en que ocupase una habitación frente por frente con la suya?
Estaba yo tan tranquilo en una pensión junto al Gran Teatro, a tiro de
piedra de la Comisaría. No era mi ideal, pero había que buscar bien un piso de
alquiler y ahorrar para los muebles. Ya saben, era mi época de Nuestra Señora de la Victoria. Luego…
-
¡Uf!,
no sabes lo difícil de los alquileres, con tantos estudiantes. ¡Y los muebles!
Eso, para que, según me cuentas, puedan trasladarte en cualquier momento por
necesidades del servicio. ¿Por qué no haces lo que yo? Un poco más caro, pero
te lo dan todo hecho, como a una señora.
Me complació y desagradó, a un tiempo, el entremetimiento. ¿Sería que yo
le interesaba? Sin duda, era un poco mayorcita, pero a uno sin mundo siempre le
gusta agradar. Para cuando di con el verdadero motivo, me había convertido ya
en un fijo, es decir, uno de los
huéspedes del hotel que vivían allí establemente, pagando por meses una
cantidad moderada, en comparación con los visitantes ocasionales. Éramos como
una docena, entre ellos Connie, pero me desmarqué del conjunto, poniendo mis
condiciones:
-
Estoy
sujeto a horarios varios y a emergencias constantes. Ya sabe, exigencias de mi
profesión. Me conformo con alojamiento y desayuno.
-
Veremos
qué puede hacerse. Aquí tenemos en mucha consideración a los señores de la
Policía.
¡Qué tiempos aquellos, en que un funcionario era alguien, aunque para
ello tuviese que llevar pistola! Porque el arma, por lo visto, era esencial;
también para Constanza:
-
Beni,
tú llevas siempre pistola, ¿no es cierto?
-
Pues
no. Tenemos ordenado dejarla en la Comisaría cuando acabamos el servicio.
-
Entonces,
por la noche, no…
Percibí que algo la inquietaba y le conté una patraña.
-
Te
lo confesaré. Yo tampoco estoy muy tranquilo yendo desarmado y guardo en el
armario un pequeño revólver, que compré en Gibraltar hace años. Por mi
profesión, puedo temer algún atentado, pero tú, ¿qué narices puede temer una
florista?
Me dejó patidifuso. Según ella, estando de veraneo en sus buenos
tiempos, se había percatado de que la seguían. Hizo averiguaciones, contrató a
un detective privado y, finalmente, dio con la respuesta. ¡La estaba siguiendo
el F.B.I.!
-
Mujer,
me resulta difícil de creer. Que fuese
alguien de los nuestros, pase, pero los federales americanos… ¿Fue antes o
después de los tratados de 1953?
-
¡Y
yo qué sé! No me acuerdo, después de tantos años. El caso es que entonces era
muy conocida y, según decían, mi influencia no era buena para las chicas del
montón.
-
En
fin –suspiré-, ¿qué quieres que haga? ¿Montar guardia armada junto a tu puerta?
-
Bastará
con una discreta vigilancia, antes de irnos a dormir. Si necesito algo durante
la noche, te llamaré por el teléfono interior o con cuatro golpes secos en la
puerta. Tú ten el arma a punto.
-
Por
supuesto, bajo la almohada. Por tu parte, procura no equivocarte de habitación.
Sería muy embarazoso.
-
¿Por
quién me tomas?, protestó. De parecerse a algo mi vida, es a un film de cine negro, no a una comedia de
Lubitsch.
***
¿Qué oscuros secretos guardaba Constanza en su mente? Como ahora mis
memorias, brotaban, se mezclaban y desaparecían, en tal confusión, que era
inútil buscar el hilo de Ariadna. Solo una cosa parecía tener clara: siempre
había una explicación exótica, una disculpa plausible, una culpa ajena. Su
infancia era recordada como penosa. Huérfana de padre a los nueve años, había
ido de internado en internado, con experiencias traumáticas y muy escasa
formación intelectual. El segundo matrimonio de la madre, convirtió las
relaciones entre ellas en un infierno, a causa de los celos enfermizos que doña
Constanza experimentaba, al notar cómo su adolescente y hermosa hija se alejaba
de ella e intimaba con el amable padrastro, viejo amigo de la familia. El
brillo rutilante de su vida en el espectáculo había sido un mero oropel de
desprecios y desencuentros, que ella –demasiado joven- había tratado de paliar
con un matrimonio de conveniencia, embarazos apenas deseados y grandes dosis de
alcohol. La fama había durado no mucho y el dinero, menos aún. Y ahí estaba
ante mí, inocente y experta, niña otoñal, provinciana cosmopolita, acogedora y
distante, desabrida y delicada.
-
Pero
contigo soy siempre la misma, ¿no es cierto? Me haces sentir tan a gusto.
-
Nada
de eso, Connie: si fueses siempre igual, resultarías muy aburrida. Eres…, no sé
cómo decirlo, eres…
-
Como
el Doctor Jeckill y Mister Hyde, completó, echándose a reír.
-
Como
el concierto para oboe de Bellini. ¿Quieres venir a mi cuarto a escucharlo?
Curiosa, se dejó llevar de la mano hasta sentarse en la única butaca del
modesto dormitorio. Seleccioné el disco prometido, cuya funda posé en sus manos
y del tocadiscos surgieron los primeros acordes del maestoso. Fijó sus ojos en la colcha de la cama y no los levantó en
los casi diez minutos que dura la pieza. No dijo nada, hasta que fui a retirar
el disco de la platina.
-
¿Me
ves así realmente?, preguntó.
-
Tal
cual, Constanza. Mudabilísima y única. ¿Qué sería un brillante si no tuviera
decenas de facetas?
¡Claro que exageraba, pero están entre las palabras que me siento más
orgulloso de haber pronunciado jamás! Y no cayeron en saco roto. Una noche soñé
con Constanza. Estaba en una habitación como la mía de entonces, solo que con
ventanas enrejadas y una enfermera de rostro adusto. Debía ser la enésima
visita de mi amiga a una clínica de
reposo, tal vez aquella de la que ya no volvió más. Y sonaba el larghetto cantabile, que ella seguía con
sus manos de cisne. No estoy
esquizofrénica –susurraba-, es solo que
soy un brillante.
3. El aprendizaje de un policía
¿Qué teníamos en común, Constanza y yo,
para hacer tan buenas migas? ¡Ah, querido, los pequeños detalles!
Si yo te contara...
¡Qué razón tenía! El amor por las flores;
una voz cálida, vagamente gutural; los paseos entre la niebla, aquel tremendo
invierno de la cencellada... Eso que resultas un poco alto para
mí… Y me contaba aquella manida
historia de dos artistas, unidos por su breve estatura y su cabello rizado,
color de lino. Nunca he logrado compartir las
grandes cosas –decía-, guerra, política, cultura. Eso lo
llevamos dentro, nos grita, nos posee, nos quiere con exclusividad. Solo se
puede compartir lo pequeño.
-
Pequeño, según se mire.
-
Cierto, Beni. Pero, si algún día me pongo solemne,
dame unos buenos azotes.
There goes my only possession,
There goes my everything[1]
Una y otra vez, esta balada me martillea
las sienes y hasta acompaso a su ritmo equino mis pasos por el corredor.
Now the love that kept this whole heart beating
Has been shattered by the closing of the door[2]
Todo fue
uno. La ruptura de Viqui, la intimidad con Connie y aquellas inolvidables
cintas musicales de Humperdinck o de Jones[3].
Nunca lo he apreciado mejor que en este caserón familiar, en que solo convivo
con un canario, por aquello de no desahuciar a un inquilino de tiempos de mi
madre. ¡Si hasta me parece oír los pasos que en el pasado fueron de mi amada y
ahora son de la memoria que se me escapa, poco antes que la vida!
I hear footsteps slowly walking
As they gently walk across de lonely floor[4]
Constanza
tenía soluciones para todo, con tal que yo no sufriera:
-
Y tú, ¿escuchas las canciones o solo las oyes?
-
Explícate mejor, Connie.
-
¡Eso es un sofisma! Además, soy yo quien ha quedado
burlado, roto, vacío.
-
Pues tendrás que sacar fuerzas de esa flaqueza...,
a no ser que te busques pronto una farmacéutica. ¿Quieres que te ayude yo en la
curación?
Era la monda. Me dejó en el corredor de
nuestras habitaciones, con la palabra en la boca. Tan solo un guiño y una voz,
baja y cálida que cantaba alejándose:
I’m just thankful for the good times we’ve had
For without them I could not go on[6]
Y, contra
su inveterada costumbre, dejó tras ella la puerta entreabierta.
***
No me he tenido nunca por importante y, en
cualquier caso, casi siempre ha sido más abultado mi debe
que el haber. Aquellos
dos años que pasé junto a Connie contraje con ella una deuda impagable, que
solo mucho más tarde he llegado a apreciar. En aquel entonces, yo creía darle
juventud, protección, buenos consejos. En el fondo, migajas de las sobras en el
banquete de la vida. Ella agradecía, manteniéndose en un discreto segundo
plano; eso sí, solo hasta que sus problemas o sus recuerdos la retornaban a sus
pretéritas glorias o la hundían en el infierno de la depresión. Entonces
reclamaba atención imperiosamente o se enroscaba como una gatita en busca de
caricias. ¡Cuán bien se me ha dado siempre escuchar y qué mal demostrar cariño!
Deseoso de dormir sin ruidos, había
elegido yo una modesta habitación interior, que daba a un patio agobiante e
irregular, que el hotel compartía con una casa aledaña. En cambio, Constanza
disfrutaba, con la amable tolerancia de la dirección, de una cámara con balcón
a la calle, frente por frente a uno de los cubos que enmarcaban la portada de
los pies de la Iglesia. En aquella época, la calle aún tenía tráfico rodado,
cuyo ruido multiplicaban los muros fronteros, elevados y pétreos. Siempre
supuse que ello no perjudicaba el sueño de Connie, ayudado como lo estaba de
alcohol y barbitúricos.
En aquel recinto, desordenado y cálido,
sobre la mesa que presidía un enmarcado cheque por cincuenta mil pesetas,
donativo generoso y no cobrado de un amante compasivo, improvisábamos la
merienda de los sábados, cuando el tiempo era inclemente y no teníamos otros
compromisos. Luego, nos encaminábamos a alguna sala próxima, para la
inexcusable película en sesión vermú. Ella me parecía una crítica muy sólida y
bastante ácida de las cintas que veíamos, y acompañaba frecuentemente sus
opiniones de anécdotas y reflexiones muy divertidas, camino de regreso al
hotel. Su tema favorito era el de los excesos del amor y sus concomitancias con
la desgracia y el delito. Tengo para mí que trataba de aprovechar mi desengaño
amoroso y la dedicación profesional, para darme lecciones o ejemplos de
provecho. Eso sí, lo hacía como si fuese ella la que se preguntara y
reflexionase, dejando que su palabra calara en mi mente de manera suave, casi
insensible.
-
Nunca olvidaré, Beni, la impresión que sufrí con lo
de mi amiga Doris. Se había casado muy joven con el dependiente de una tienda
de muebles, muy guapo, aunque algo perturbado por los traumas de nuestra
guerra. La casualidad hizo que su principal, dueño de la fábrica de los muebles
que él vendía, conociese en una fiesta social a mi amiga y –en fin- ella se
dejó arrastrar por el vigor masculino y el patrimonio del jefe. Hasta aquí,
nada que no suceda todos los días. Lo curioso es que el marido de Doris,
enterado de todo, acabase cayendo en los brazos de una hermosa rubia que un día
se pasó por la tienda para encargar un comedor.
-
Pues yo no veo la curiosidad por ninguna parte.
-
Espera, que me falta un dato importante por
revelar. Aquella rubia era la esposa del dueño de la fábrica. Así que puedes
figurarte…
-
Parejas cruzadas.
-
… El marido de Doris perdió el empleo, se separó de
ella y marchó a otra ciudad. Mi amiga aceptó el papel de querida oficial, con
piso y gastos pagos a cargo de su amante. Pero disfrutó por poco tiempo de un estado
tan conveniente, pues un atracador entró de noche para robarla; ella se
resistió y la estranguló.
-
¡Caramba! ¿Y
qué fue de los de la fábrica de muebles?
-
También acabaron rompiendo. Me contaron que la
rubia hizo lo indecible para encontrar a su amado, pero este no quiso
complicarse la vida con ella. Tal vez, se sintiese un poco culpable por haber
abandonado a Doris. En fin, querido, desde que supe todo esto, me hice un firme
propósito.
-
El de vivir en un país que admita el divorcio, para
acabar civilizadamente con estos enredos.
-
Eso ayudaría –sonrió-. Como también dar por sentado
que podemos equivocarnos en la elección de pareja, o encontrar después otra
mucho mejor. Es una realidad a abordar con armonía y tranquilidad, no por la
violencia y la precipitación. ¿No crees?
***
Mi primer caso importante –desde luego, a
las órdenes de un comisario- fue el de un sicario que se había cargado, no a la
persona escogida, sino a quien había venido haciéndole los encargos, mediante
precio. Recuerdo que me había llamado la atención, no solo la identidad de la
víctima, sino la rudeza con que el matón la había ejecutado, a martillazos. En
fin, ahorremos detalles morbosos. Lo cierto es que siempre nos quedó la duda de
si había sido una represalia por impago de servicios, o una venganza por alguna
delación. La verdad es que no me importaban mucho los detalles: ni el ejecutor
ni el capitalista asesinado disfrutaban de mi simpatía.
Mi ocupación en investigar el asunto
durante unas semanas debió dar lugar a que Connie me notase preocupado, o a que
yo le contase algo sobre el caso. Su comentario me impactó:
-
Siempre me
han llamado la atención los tipos que matan fríamente, por precio, no por odio.
En los años del estraperlo supe de un sujeto así. Se llamaba Felipe y había
sido boxeador. Hacía de guardaespaldas de un mafioso y usurero al que llamaban El
Cuervo, dando por su cuenta palizas y hasta algo más. Mi padre lo conocía
desde niño, pues eran del mismo barrio. Se había quedado sin padres durante la
guerra y lo acogió un pariente, quien le hizo trabajar duramente en una
carbonería, entre ignorancia y miseria. Un día, le pilló hurtándole unas
monedas y lo molió a golpes. Felipe cogió una pala de acarrear carbón y le hizo
una brecha en el cráneo. De allí pasó incontinente al tribunal de menores y,
por tres años, a un reformatorio, con las consecuencias que te puedes figurar.
Luego, el boxeo de mala muerte y el servicio a El Cuervo. ¿Qué se podía esperar?
-
Sinceramente, Connie, que ese sujeto no hiciera a
otros los mismos males que le habían hecho a él. No me convencen esos
determinismos lacrimógenos.
-
Tal vez tengas razón pero yo, cada vez que veía a
Felipe, recordaba lo que de su infancia había contado mi padre, y me hacía esta
pregunta: ¿No podría remansarse la violencia ciega de este hombre, mediante el ejemplo
y el cumplimiento de unas mínimas reglas del juego?
Después de uno de esos ejemplos, tan al
hilo de mis casos, daba yo en pensar si aquellos eran verdaderos o inventados. No
obstante, nunca le pedí a Connie que me sacara de dudas. Quizás, porque ya
entonces pensaba que, en el amor y en el crimen, todo es posible y nada cierto.
Todavía me viene a la cabeza la historia
de Juanita Enríquez. En aquellos años finales del franquismo, no fueron
infrecuentes los escándalos, con suicidios sospechosos y cadáveres en la ducha.
Sin llegar a tanto, había habido en Castellar un tema de familia, entre un
terrateniente podrido de millones y su yerno diputado en Cortes. Las relaciones
del político con su acaudalada esposa pasaban por malos momentos, tanto por la
discapacidad mental de su único hijo, como por la pasión que había incubado
hacia una psicóloga infantil que atendía al niño, antítesis de la madre de
este, por cultura, carácter y modestia de vida. No quiero dar más detalles, por
aquello de la reserva profesional, pero sí diré que el asunto acabó con un
sospechoso accidente de circulación, en que perdió la vida muy oportunamente la
esposa del político, entre el escándalo y los más variados rumores. No
obstante, el comisario actuó con la mayor indiferencia y circunspección:
-
Si nos metemos en medio, nos van a triturar como a
trigo candeal. Así que quien se empeñe en que no ha sido un accidente, que lo
investigue y nos lo demuestre.
-
Tal vez sea esa misión nuestra, repliqué
titubeando.
-
De eso nada. Ya verás cómo todo se arregla por sí
mismo.
No le faltaba razón. Para empezar, el
político perdió su carrera, su fortuna y su novia. Años después, me
enteré desde Granada de que el exdiputado había fallecido en accidente de caza
en una montería. La escopeta letal había sido disparada por el hermano de su difunta
esposa. Me encogí de hombros y pensé: En otros tiempos, a ciertos políticos de
embestida ciega los llamaban jabalíes; así que cabe la confusión.
¿Qué comentó Connie de este caso?
Sinceramente, ya no me acuerdo, pero sí tengo grabadas estas palabras suyas,
que pueden venir al pelo:
-
Beni, el amor es una planta que crece en cualquier
parte, pero más valdría que no pudiera brotar en ciertos terrenos o en algunas
personas.
***
Los rayos del sol hieren al fin las
ventanas y el canario gorjea convocándome a la cocina para el desayuno. Por el
pasillo, en penumbra, aún creo ver una pequeña figura vestida de gris, con una
gran dalia azul aplicada en la cintura. Agota sus pocas energías en sonreír y
darme un último adiós, que ahora yo inevitablemente comparto: A pesar de
todo –dice-, ha valido la pena.
No es polvo de años lo que cubre mis
recuerdos. Son las cenizas enamoradas de Connie.
[1]
En traducción algo libre: Allá va mi única posesión/allá va cuanto yo tenía.
[2] Más
o menos: Ahora el amor que hacía latir mi
corazón/se ha destrozado al cerrar la puerta.
[3] Obvia alusión a los famosos
cantantes Engelbert Humperdinck y Tom Jones, que cuentan entre los mejores
intérpretes de las canciones aludidas: Funny,
familiar, forgotten feelings y There
goes my everything.
[4]
Algo así como: Oigo pasos caminando lentamente/mientras
andan con suavidad por el piso solitario.
[5]
Es
triste, tan triste ver que un amor se vaya/pero un amor verdadero no habría
salido mal.
[6]
Estoy
agradecido a los buenos momentos que tuvimos/porque sin ellos no podría seguir
adelante.