La violinista de
Juilliard
(Un cuento de Navidad)
Por Federico Bello
Landrove
Todo cuento de Navidad que se precie ha de
contener equilibradas dosis de magia y sentimentalismo. En el que les ofrezco
me parece que hay bastante más de este que de aquella. Y es que, de Dickens
hasta nuestros días, el Otro Mundo y este han ido perdiendo
comunicación. Tampoco es que hayamos progresado mucho con los buenos
sentimientos pero, si también nos los cargamos, ¿qué quedaría de Navidad?
Así la llamábamos
los amigos, con cierta envidia y retintín: la
violinista de Juilliard. Para todos nosotros, esa celebérrima academia
musical nos era desconocida, hasta que Leticia marchó a los Estados Unidos para
concluir sus estudios musicales. Su primer destino había sido, en realidad, el famoso
conservatorio Peabody[1]. De allí, tras los
exigentes exámenes de rigor, había pasado al fin a la Escuela Juilliard[2], en calidad de estudiante
de posgrado. Eso había sido el año anterior; de modo que, en el tiempo de este
relato, llevaba curso y pico de permanencia allí.
Como de costumbre,
Lety había venido a Castellar para pasar las vacaciones navideñas con su
familia. Aunque estuviera acostumbrada al frío neoyorkino, no dejaría de
traspasarla la rasca de aquellos días
finales de 1970, cuando empezó una ola de frío de diez días, con temperaturas
gélidas[3], niebla y cencellada en el
ambiente y el suelo convertido en una pista de patinaje sobre hielo. Habíamos
hablado los de la panda de reunirnos para celebrar la Nochevieja, pero uno tras
otro fueron excusándose. Leticia, Fabio y yo, menos drásticos, decidimos
reemplazar la velada por un cafetito caliente antes de cenar. No sin
dificultades y deslices, fuimos llegando a la cafetería a la hora prefijada;
Fabio el último, como siempre. Antes de su llegada, Leticia me comentó:
-
Vengo
asombrada. ¿Quieres creer que en los soportales estaba Plácido tocando el
acordeón como si tal cosa?
-
Es
decir, plácidamente –bromeé-. Tendrá
que hacerlo con guantes.
No le agradó la
guasa a mi amiga, pero hizo gala de su paciencia habitual y decidió pagarme con
un cuento, mientras hacíamos tiempo para la llegada del ausente. La verdad es
que la historia no me era del todo desconocida, pero la escuché con agrado,
dadas las fechas navideñas. Espero que a ustedes les pase lo mismo:
-
Seguramente
conoces a Plácido, el acordeonista que, acompañado de un perro callejero, pide
musicalmente limosna: en el verano, en la Acera o en el Campo y, en el
invierno, por los soportales. No lo hace mal y, sobre todo, siempre me agradó
la amplitud y variedad de su repertorio, inasequible a la rutina y la
indiferencia de los transeúntes. El caso es que, desde que dispuse de propina,
reservaba unas pesetas para echarle cuando lo viera. Él se limitaba a esbozar
una sonrisa, sin dejar de tocar. Casi me mostraba más interés el perro,
seguramente por ser yo portadora de los efluvios de mi perra Triki. Por eso, me extrañó la reacción
de Plácido, una vez que lo socorrí camino del Conservatorio, llevando mi
inseparable violín.
Señorita –me
dijo- no me pague la interpretación con
dinero. Hágalo con la misma moneda. Sorprendida y avergonzada, me quedé
inmóvil. Él insistió: Vamos, señorita,
aunque sea a dúo. Ya ve que no pasa casi nadie. En fin, haciendo de tripas
corazón, desenfundé el violín y el arco, los puse en posición y aguardé a que
él se arrancara con la pieza que se le ocurriese. Recuerdo que pensé: Con tal que la conozca de memoria…
Atacó el tango La cumparsita. Le tengo cariño pues es una de las canciones
favoritas de mi madre. Así que pulsé con decisión, mientras Plácido pasaba a
hacerme solo el acompañamiento. La tocamos de cabo a rabo, mientras iban formando
corro unas cuantas personas de edad, que se rascaban el bolsillo modestamente,
a juzgar por el tintineo de las pequeñas monedas. Dio lo mismo: ese no era por
el momento el pago que más me interesaba. Aún arrebolada, guardé el Palatino[4] y recogí mi primer sueldo,
de manos del mendigo: Toma este duro y
guárdalo como recuerdo de tu primer concierto. Seguro que, si no abandonas, vendrán
luego otros muchos.
Seguí viendo y oyendo de vez en
cuando a Plácido con un nuevo perro, sin intercambiar con aquel una palabra,
hasta que empezaron a menudear mis ausencias de Castellar y sus achaques de
salud. Abreviando, lo he vuelto a encontrar al venir para acá, en la Plaza
Mayor, y no he podido menos de acercarme a él para felicitarle el año nuevo, en
esta tarde tan heladora. Casi me desmayo al verlo…
-
Me
lo imagino. Con la que está cayendo y al sereno…
-
No
es solo eso. Se abrigaba con un jersey de cuello vuelto y una gorra de visera.
Tenía la cara terriblemente macilenta y apenas contenía la tos. Por si fuera
poco, solo tenía en el sombrero unas pocas monedas. Con decirte que hasta el
perro lo había abandonado…
-
A
lo peor es que ha fallecido.
-
No.
Plácido me lo dijo desgarradamente: Señorita,
no hace una noche como para que los perros anden pidiendo por la calle. Me
conmovió hasta el punto de hacerle un ofrecimiento irresistible, del que ahora
empiezo a arrepentirme.
-
¿Tocar
a dúo otra vez?
-
Peor
aún. Le eché una buena bronca por jugar con su salud de esa manera y él me
salió con que tenía que llevar algo a
casa y que la Nochevieja era buena para conseguir una aceptable
recaudación. A fin de cuentas, ¿quién era yo, la señoritinga de Juilliard, para
gobernar la miseria ajena? Me sentí tan falta de autoridad moral, que se me
ocurrió hacer algo fuera de lo común.
-
¿Como
soltarle las doscientas cincuenta pesetas que nos iba a costar el cotillón?,
inquirí, creyéndome en posesión de la verdad.
-
¡Algo
así es lo que tendría que haber hecho, pero no! La hija de mi madre tenía que
darse pote. Me ofrecí nada menos que para sustituirle esta noche. Así que, tan
pronto nos tomemos el café, a casita corriendo, cenar, coger el violín y a
ganarse las pesetas.
Fabio –que había
llegado poco antes- terció muy caballero:
-
Aquí
me tienes, para pasar el sombrero entre la concurrencia.
-
Y
a mí, para llevarte las uvas a las doce –agregué yo, un poco picado-.
Leticia sonrió:
-
Nada
de eso. El compromiso es mío y solo mío. Le pediré a mi abuela unos mitones.
***
La bondad humana
no conoce límites y la fanfarronería juvenil, tampoco. La noticia corrió entre
los amigos, vía telefónica, y todos nos concitamos para aparecer por la Plaza
Mayor después de las campanadas y dejar en el sombrero de Leticia cien pesetas
por cabeza. Luego, le quitaríamos de las manos el violín y nos la llevaríamos a
cualquier discoteca para que echase el frio afuera, a costa de alcohol y
brincos.
Fuimos llegando a
partir de las doce y media, salvo los locos
de Cristina y Javier que, caldeados por su recién estrenado amor, se atrevieron
a escuchar las campanadas en el reloj del Ayuntamiento. Y fue gracias a ellos
como llegamos a saber lo sucedido, porque Leticia brillaba por su ausencia
cuando nosotros llegamos. Dejemos pues que sea Cris, como mejor amiga de Lety,
quien nos narre los acontecimientos, con su miajita de preámbulo, dado que
pocos de ustedes estarán al corriente de lo acaecido antes de aquella noche.
-
Cuando
Javier y yo llegamos a la Plaza, allí estaba Leti, medio acogida a la
protección del zaguán del Teatro, tocando maravillosamente. La poca gente que
afluía hacia el centro de la Plaza apenas se detenía, entre el frío y la prisa
por colocarse ante el reloj. No obstante, el sombrero presentaba un buen
aspecto, sobre todo, cuando nosotros dos le echamos las doscientas pesetas
convenidas. Lety nos hizo el mohín de un beso y siguió con Vivaldi. Javi le
advirtió: Algo más popular, Lety, que en
Nochevieja la gente no está para clasicismos. Acabó, pues, la pieza y, tras
un instante de vacilación, se lanzó con Y
volvamos al amor[5].
Ya sabéis por qué digo que se lanzó…
-
Ni
idea, contestó Fabio. ¿Es que tenía algo que ver esa canción con ella?
-
Y
tanto –prosiguió Cris-. Bailando esa canción se le había declarado Fran, su
primer novio, del que seguramente os acordaréis, un chico con el que estuvo
saliendo un par de años, hasta que a ella le dio la ventolera de tomarse la
música tan en serio, como para irse a estudiar a Madrid y, luego, a
Norteamérica. El caso es que, en mi opinión, el título y la letra de esa
canción les venía como anillo al dedo pues la ruptura fue una torpeza de
chavales, con más amor propio que sentido común. Bueno, el caso es que llevaba
la interpretación mediada, cuando ¿quién diréis que apareció?
-
¡El
novio!, exclamamos casi todos al unísono.
-
¡En
efecto! Pero ¿cómo habéis acertado?... En fin, que Fran la saludó con una
inclinación de cabeza, tras echar un billete en el sombrero; ella, demudada y
casi sin aliento, dejó de tocar y allí que tuvimos que intervenir nosotros
-¿verdad, Javi?- para saludarlos y hacerles reaccionar, que se habían quedado
como pasmarotes.
-
Bueno
pero ¿a dónde han ido? ¿Dónde están ahora?, inquirió Fabio, en mi opinión con
una cara que trasparentaba cierta decepción sentimental.
-
¡A
vosotros os lo voy a decir, para que rompáis el hechizo!, replicó Cris, muy en
su papel de amiga del alma, un poco celestina. Dejad que aprovechen el poco
tiempo que les queda de estar juntos y sacar los atrasos.
Nos quedamos en silencio;
tanto, que la narradora se explicó:
-
Es
la última noche de Fran en España durante un tiempo. Mañana tiene que coger el
tren para París. Parece ser que está practicando como interno en un hospital de
allá.
-
Pues
ya fue casualidad que Cris sustituyese al músico callejero –comenté-. Por
cierto, ¿cómo le damos ahora las cien pesetas por barba?
-
¡De
eso nada!, rugió Fabio. Hemos venido a buscarla, ¿no? No estaba en la Plaza,
¿no es así? Pues no sé vosotros pero, lo que es yo, me voy a fundir las pelas a la boîte más próxima.
La moción fue
aprobada por unanimidad. De camino, alguien se arrancó con el estribillo de la
canción de marras, coreado a voz en cuello por los demás:
-
Lalalá, lalala, lalalá… lalalá,
lalala, lalalá…
Dicen que aquella
noche los termómetros de Castellar bajaron hasta diez bajo cero, o más. ¡Pues
nosotros no lo notamos y supongo que Leticia tampoco!
[1] El Instituto Peabody fue
fundado en 1857 en la ciudad de Baltimore (Maryland, USA). Institución muy
prestigiosa, desde 1977 (es decir, después de graduarse allí Leticia) ha pasado
a integrarse formalmente en la Universidad John Hopkins.
[2] Instituto de Arte Musical
de fama mundial, fundado en la ciudad de Nueva York en 1905. El ingreso en él
de Leticia coincidió con el traslado de sus instalaciones al Lincoln Center
(1969).
[3] En los primeros días de
enero de 1971, en Castellar bajaron las mínimas hasta los -13⁰ y en su
aeropuerto, hasta -18,8⁰.
[4] Conocida marca estadounidense de violines con
buena relación calidad/precio, especialmente idóneos para estudiantes.
[5] Original francés, titulado Les vendanges de l’amour (1963), de
Daniel Gérard y Michel Eugène Jourdan. Fue muy popular en ese año y el
siguiente en España, bajo el título reseñado en el texto y la interpretación
vocal, en castellano, de Marie Laforet.