Ante todo, la vida
Por Federico Bello
Landrove
La adaptación marca el éxito de las especies en la Naturaleza.
Oportunismo y omnivorismo hacen la fortuna de muchos animales. Pero, ¿qué decir
de un ser moral, como se supone es el hombre? ¿Hasta qué punto es lícito
doblegarse cual junco para no ser arrancado de cuajo por el huracán, como el
roble? Este relato, con su toque realista y todo[1],
trata de algunas de estas cosas.
1. La Justicia militar y la música militar[2]
¿Qué pudo
llevarme, desde el juzgado de primera instancia de Ledesma, a convertirme en
uno de los hombres de confianza del entonces comandante Fuset? Hay una primera
respuesta, tan ambigua como muchas otras cosas mías: la casualidad. Yo había
sido un opositor estudioso, a cuyas manos llegó oportunamente una monografía
del susodicho, seguramente elaborada como mérito para sacar notarías. Se
llamaba El testamento militar[3] y parecía un armonioso
maridaje de conocimientos por quien era, a la vez, jurídico militar y público
fedatario. Me tocó en el examen el tema de los testamentos especiales y me
lucí, aunque esté mal el decirlo. Suelo ser agradecido; de modo que escribí al
autor, atribuyéndole una parte de mi éxito. Me contestó muy amablemente y, por
entonces, eso fue todo.
Se preguntarán
ustedes a qué ton rememoro tan fútiles vivencias. Me explicaré. Hoy es viernes,
31 de marzo de 1939, y, a eso de las cinco de la tarde, radio macuto provocó un revuelo de tomo y lomo en la Auditoría. Un
sargento me sopló al oído:
-
Mi
teniente, que dicen que se ha acabado la Guerra.
-
¿Tan
pronto?, bromeé sin ninguna gracia.
-
Mañana
lo dirán en el Parte. Ya lo están celebrando en el Cuartel General.
Media hora más
tarde, aparecía por las oficinas Fuset, tras su visita cotidiana a Franco para
recabar conformidad o indulto de las penas de muerte. Los oficiales lo rodeamos
para conseguir noticias frescas. Como es lógico, el ya teniente coronel divagó:
-
Hombre,
con Madrid y Valencia en nuestro poder, tiene que ser cosa de días.
Me hice el remolón
y, en vez de retirarme, lo seguí hasta su despacho, como si tuviera que resolver
algo urgente. Él aprovechó:
-
Anda,
toma los expedientes y que los cursen a las Autoridades militares.
-
Con
la alegría de la victoria, Franco se habrá mostrado clemente –aventuré-.
-
Como
siempre. El Generalísimo, ya sabes cómo es: impasible.
-
O
sea, el cuarenta por ciento de ritual.
-
Cinco
ces y ocho es[4].
-
En
fin, suspiré. Mañana será otro día.
***
Como tantos
progresistas asturianos de entonces, mi familia era melquiadista[5]y
yo tonteé con la FUE y las juventudes de Azaña. Pero mi línea era la de un
estudioso que trataba de liberarse de la tienda textil en Cimadevilla. Por si
fuera ello poco, un temprano desengaño amoroso dio con mis huesos en la
penumbra de las bibliotecas y en la oscuridad ante la pantalla de los sueños. La
barbarie del 34[6]
me vacunó contra el virus de la política y me impulsó a concluir la preparación de las
oposiciones en León, con mis tíos. Meses después ganaba plaza de juez de
entrada y me destinaban a Ledesma, de donde habría de sacarme el conocimiento
de Fuset, como creo haber dicho ya.
¿Adónde habrá de
conducirme ahora esta pluma mal gobernada? Sin duda, por los caminos del miedo.
En el verano del 36, mi familia quedó cercada en Oviedo[7]. En cuanto a mí, relativamente
significado por la imparcialidad con que procuré tratar los pleitos agrarios y
las violencias políticas, llegué a sentirme en el punto de mira de los
terratenientes y de la Guardia Civil. En esas circunstancias, leí en El Adelanto[8] que, procedente de
Canarias, se había incorporado al elenco franquista el comandante Fuset y
decidí hacerme el encontradizo con tan poderoso valedor.
El hombre estuvo muy
afable. Me dio la impresión de que, pese a la intimidad de su familia con la
del Generalísimo, se hallaba un poco perdido en aquel mundo de pistolas y
banderías, él, que no dejaba de ser un jurista, de buena familia y hombre de
orden. Recibió mis inquietudes y protestas de adhesión con una mezcla de
escepticismo y bonhomía, más propia de notario en ciernes, que de auditor
militar y conspirador ocasional:
-
Veamos,
Valdés –me dijo-; de lo de Oviedo nada podemos hacer, pero Aranda es persona
templada y necesita de todos los hombres útiles. Bastará con que tus hermanos
se incorporen a las fuerzas defensoras y no hagan tonterías. En cuanto a ti,
por lo que me dices has pretendido seguir ejerciendo de juez, cuando el odio y
la guerra no lo permiten. Aquí, en Salamanca, las fuerzas agrarias y la Guardia
Civil pueden mucho. ¡A quién se le ocurre, frecuentar a los Saravia![9]
Hizo una pausa y
pareció abstraerse en la contemplación de las volutas del café. Finalmente, me
sugirió:
-
Por
orden del Caudillo, estoy organizando como puedo una Auditoría de Guerra. Está
harto de que virreyes[10] y falangistas apliquen la
pena de muerte sin juicio y a su arbitrio. Podría gestionar tu incorporación,
como oficial de complemento. No tendrías que actuar directamente: sólo en
labores de dictamen y burocráticas.
¿Fue el miedo
–repito- lo que me llevó a aceptar? Supongo. El hecho es que, al cabo de quince
días, me hallaba paseando por los soportales de la Plaza Mayor, con uniforme de
teniente auditor. No era lo mío. ¿O sí? El caqui me daba calor, respeto,
seguridad. Me sentía más y más cómodo con aquella indumentaria, bajo el
paraguas de Fuset. Como juez, yo era persona de orden y acatamiento de las
leyes. Como hombre, estaba acostumbrado a la responsabilidad y la disciplina.
Bien preparado y con ciertas veleidades políticas, mi mentor dejaba en mis
manos buena parte del trabajo de su oficina. Los auditores de carrera me
miraban con envidia y me hacían sentir su superioridad de rango. Yo, el
advenedizo, el ínfimo, el timorato, repasaba los expedientes del día siguiente
en la gélida habitación de la pensión y procuraba reconfortarme con
pensamientos a media voz:
-
El
día en que esto acabe, yo seré un
señor magistrado y esos engreídos, unos simples jugadores de julepe.
¿Me dará la razón
el tiempo?
***
A veces, me
muestro indulgente conmigo mismo y llego a afirmar que en mi decisión ha
resultado esencial el deseo de traer a este mundo de capricho y de violencia un
soplo de moderación y de justicia. Digo esto porque, pese a las iniciales
promesas de Fuset, me ha tocado pringarme
bastante más que en el mero trabajo de oficina. En muchas ocasiones, la
Auditoría me confió la instrucción de causas complejas o destacadas, cuya
tramitación y resultados hube de exponer ante el consejo de guerra. En otras,
pocas, mi nombre se deslizó entre los jueces de alguno de esos consejos, cuando
Fuset o Blas[11]
querían tener una voz autorizada en las deliberaciones y un voto para la
sentencia. En honor a la verdad, tengo que decir que, de las canalladas que se
atribuyen a los jueces militares no profesionales tenían mucha más culpa los
fiscales trepadores y las leyes draconianas, que no aquellos sujetos, con pinta
de estar de más en un tribunal, ganosos de acabar pronto y no provocarse
complicaciones ni cargas de conciencia.
¿He llegado a
intentar o conseguir algo que justifique mi autocomplacencia? Hombre, dentro de
lo que cabe… Calculo que veinte o treinta indultos han llevado el marchamo de
mi sesgado resumen del caso. En más de una ocasión, Fuset torció el gesto y
alteró mi propuesta:
-
Si
no te conociera, Valdés, pensaría que te han comprado con alguna joya o que te
has acostado con la esposa del reo.
Pese a ello, no me
siento satisfecho: demasiados sapos y excesiva sangre, como para librarme del
estigma y volver tranquilamente a vestir la toga. Pero la guerra es la guerra.
Ahora, que está a punto de terminar, pretendo sacudirme hambre, lágrimas,
duelos y volver a ser yo mismo. ¡Qué sencillo parece, que cómodo! Apartar los recuerdos,
como quien se despoja del uniforme; quitarse la máscara del terror, como el
actor que desciñe el tahalí con la espada. En la oscuridad, me inquieren
docenas de ojos fijos en la puerta de Fuset, para pedir el indulto de sus
deudos, mientras yo me encojo de hombros y continúo escribiendo. Son ya las
cuatro y media de la mañana y sigo redactando estas líneas a quien corresponda. Amanecerá pronto. Se disiparán los fantasmas y
el mes de abril traerá esa cantada primavera, que por cielo, tierra y mar se espera[12].
Y yo –lo tengo
decidido- declinaré la oferta de Fuset (capitán
e ingreso como numerario en el escalafón de jurídicos militares) y me iré
donde Dios quiera, a vivir y trabajar. Después de todo, solo tengo veintiocho
años.
2. Una cara conocida
Han pasado tres
años. Nuestro antiguo narrador, Sebastián Valdés, gracias al reconocimiento de
los servicios prestados, es ahora magistrado
de la izquierda[13]
en la Audiencia de Castellar. Para su gusto, el destino está demasiado cerca de
sus andanzas bélicas y en exceso lejano de sus raíces asturianas; pero no es
cosa de hacerle ascos al último favor de Fuset que, aunque un tanto
descabalgado del poder, todavía brujulea en torno del Generalísimo, con un pie
en los despachos de Madrid y otro en su notaría tinerfeña.
Por pura
casualidad, estamos a primero de abril; tres años, pues, día por día, de las
confidencias valdesianas del capítulo anterior. Es Miércoles Santo y la ciudad
reparte sus fastos entre el tercer aniversario de la Victoria y las procesiones que permita la clemencia del tiempo. El
día festivo ha animado al huésped permanente del Hotel Moderno a estirar las piernas por los soportales, una vez ha
redactado la minuta de sus ponencias pendientes.
-
Buenos
días, don Sebastián –saluda obsequioso el recepcionista, al que hace eco el
conserje-.
-
Buenos
y frescos a lo que parece, responde el magistrado. Volveré a las dos, para
comer.
Se encamina al Horno Francés, para hacer su habitual
acopio de dulces de la merienda, que invariablemente consume en su habitación.
Tan distraído como de costumbre –y un tanto miope-, a la altura de la Fuente
Dorada no se percata de la presencia de un joven abogado, muy bien acompañado:
-
Usted
siga bien, señoría.
-
Lo
siento. No lo… los había visto.
El mozo es el pasante
de confianza del letrado Merediz, vaca
sagrada del foro castellarense. Cada vez actúa más y mejor ante la
Audiencia y estará a punto de establecerse por su cuenta. Lo acompaña una joven
esbelta y bella, que el magistrado confunde:
-
Su
señora, tal vez.
-
¡Oh,
no! Disculpe. Le presento a mi hermana Benedicta.
El cruce de
miradas resulta embarazoso, por no hablar del efecto sorprendente de una joven
tan hermosa. Cuatro tópicos sobre el tiempo y los desfiles de una y otra clase.
Al despedirse, una gentileza, que luego juzga él mismo un poco impropia:
-
Bien,
hasta otra ocasión y ojalá que sea próxima.
-
Vivimos
a un paso de aquí. En la calle del Jabón, 3, tiene usted su casa.
Hasta que no hubo
reflexionado durante diez minutos, no consiguió su señoría dar con la
respuesta. ¿Dónde he visto yo antes a esa chica? ¡Justo! En la Auditoría de
Burgos, hace cuatro o cinco años. La madre fue a solicitar, infructuosamente,
el indulto para su marido y la tal Benedicta –entonces una adolescente- se
había quedado de pie, esperando. Un compañero de Valdés le había ofrecido
asiento. Luego, al salir, el consabido comentario de dudoso gusto:
-
¡Vaya
chavala! ¿Quién pudiera, eh?
Pues bien, ahí
estaba nuevamente, ahora hecha toda una mujer. El magistrado, siempre
precavido, se preguntaba si ella lo habría reconocido a su vez. En cualquier
caso, mejor sería no recordárselo, si es que tenía la ocasión de volver a
encontrarla. ¡Claro! Castellar era un pañuelo y apenas cinco minutos separaban
sus respectivos domicilios.
El prometedor
abogado, ya en casa, preguntó a su hermana:
-
Chica,
me dejaste un poco cortado. Lo mirabas de una forma…
-
Estoy
segura de haberlo visto antes, pero no soy capaz de situarlo.
-
No
lo creo. Se parecerá a alguien. Estos magistrados, en algunos aspectos, parecen
todos iguales.
***
Don Sebastián se
había preguntado antaño por los motivos de haberse pasado a la injusticia militar. Yo también me
planteé alguna vez las razones por las que la espléndida Bene accedió a casarse
con un hombre tan anodino y bastante mayor que ella. En los mentideros de
Castellar no tenían dudas: la posición y el buen sueldo de Valdés tenían la
culpa. Para don Victoriano, el magistrado presidente, había que retorcer un
poco el argumento:
-
El
bueno de Sebastián, siempre tan noble. No le ha importado que sea hija de un rojo bien conocido, ni que estén a la
cuarta pregunta. Claro que la novia está de buen ver, pero yo me lo pensaría
dos veces antes de emparentar con esa familia. ¡Con la de buenos partidos entre
los que podía haber elegido!
No andaba
descaminado el señor presidente. Por lo que yo sé y he constatado en otros muchos
casos, era esa disparidad política, esa sensación de ser una apestada, alguien
nefando, lo que conmovió a Bene y le hizo querer a Valdés. Salir de la pobreza,
respirar lejos de la opresión de su hogar, tener un pretendiente de cultura y
respetado, todo eso -¿qué duda cabe?- tenía su importancia, y mucha. Pero lo
decisivo iba por otro lado. Aquella muchacha, nacida para el amor y la dulzura,
vilipendiada, maltratada, agobiada de trabajo y de desprecio, todavía había de
bajar la cabeza, como si tuviese de qué avergonzarse; callar ante las ofensas;
ser esquivada y objeto de burlas por quienes eran criminales y victimarios.
Llevaba en el fondo del alma los agridulces recuerdos y en la frente el
apellido honroso, pero ante la sociedad carecía de nombre y de historia
reconocidos.
Querer a Valdés. Pero, ¿de veras lo
quería? Sus favores despertaban gratitud; su profesión, respeto; sobre todo, su
atención, ternura y orgullo. Para él, no era invisible, ni réproba, ni
discriminada. Podía tener pasado, opinión, criterio. El magistrado parecía
inasequible a las críticas, indiferente ante las ideologías, en paz con todos.
Bene comprendió que aquel hombre era el desquite que la vida le ofrecía y se
asió al él con todas sus fuerzas. ¿El amor? No puede permitírselo la economía
de guerra, pero existen sucedáneos y este era excelente.
Se casaron una
mañana temprano, de calle, ante un selecto y mínimo grupo de familiares y
amigos. La madre de Bene, suspicaz, decidió probar a su futuro yerno:
-
Parece
como si te avergonzases del paso que vas a dar o de con quien lo das.
Sebastián tan solo
replicó:
-
No
son dignos[14].
***
El episodio final
de esta historia me lo refirió la propia doña Bene, ya viuda, poco antes de
morir. Recuerdo punto por punto su relato:
-
En
el verano del 43, estando yo embarazada de Toñín, viajamos hasta Oviedo, para
conocer la ciudad y a los familiares que no habían venido a la boda. Sus padres
nos aposentaron en la habitación de soltero de Sebas. Mientras él departía con
sus padres, yo abrí el armario para colocar el equipaje y allí lo vi. Quiero
decir, el uniforme de teniente. Me dio un vuelco el corazón y tuve que sentarme
en la cama. Acababa de recordar el lugar y la ocasión en que él y yo nos
habíamos visto por vez primera. En tropel, me vinieron a la mente su pasividad,
sus engaños, el rostro de mi padre muerto. Me sentí tan asqueada que hube de ir
al retrete a toda prisa para vomitar. Hice valer mi estado y el cansancio del
viaje, para explicar ante todos la basca y el deseo de reposar sola en la
habitación, con las persianas cerradas.
Permanecí así no sé cuánto tiempo,
perdida entre la tristeza y la venganza. En esto, el niño golpeó mi vientre y
comprendí, como las madres somos capaces de hacerlo. Solo la vida, nueva, libre, sabia, tenía la
respuesta a mis recuerdos y anhelos de muerte. En mí, entonces y en adelante,
estaba la clave.
-
¿Le
dijo algo a su marido de aquel descubrimiento?
Doña Bene sonrió,
miró hacia el reloj de pared y tomó el camino de la cocina, con la inequívoca
intención de preparar el café… y de cerrar el libro de sus confesiones.
[1] En efecto, se hacen alusiones informales al
entorno de la Auditoría de Guerra del Cuartel General de Franco y sus secuaces,
durante nuestra Guerra Civil, en el que sobresalía el teniente coronel Lorenzo
Martínez Fuset (1899-1961), personaje muy interesante que, en mi opinión,
carece de una buena biografía y del que abundan las referencias erróneas.
Provisionalmente, véase Ramón GARRIGA, Los
validos de Franco, editorial Planeta, Barcelona, 1981, páginas 11/125.
[2] La
Justicia militar es a la justicia, lo que la música militar es a la música,
frase atribuida al político, periodista y literato francés, Georges Benjamin
Clémenceau (1841-1929). En mi opinión, la frase es en exceso irreverente para
la música militar.
[3] Lorenzo MARTÍNEZ FUSET, El testamento militar, con prólogo de Blas PÉREZ GONZÁLEZ, Talleres
Gráficos Margarit, Santa Cruz de Tenerife, 1935.
[4] Aunque existen algunas discrepancias, suele
afirmarse que se empleaba la C de conmutada,
para aludir al indulto de la pena de muerte por la de treinta años de
reclusión; y la E de enterado, para
que se procediera a la ejecución de la pena capital acordada en Consejo de
Guerra. La proporción 60/40 es una generosa aproximación a la razón histórica E/C.
[5] Es decir, seguidores del político gijonés
Melquiades Álvarez González-Posada (1864-1936), de clara evolución vital hacia
el conservadurismo. Su amplia relación con el republicanismo histórico y con
Azaña no le evitó la ejecución sin juicio en Madrid, en una saca carcelaria (22 de agosto de 1936).
[6] Episodio revolucionario
que, entre el 5 y el 13 de octubre de 1934, sacudió Asturias, produciendo unas
1.500 víctimas mortales e incontables actos de destrucción, saqueo y violencia
física.
[7] El cerco y el asedio del Oviedo nacional se produjeron entre julio de
1936 y octubre de 1937. Entre sus numerosas víctimas, se contaron no menos de
56 personas ejecutadas por motivos políticos.
[8] El
Adelanto de Salamanca, conocido diario salmantino, fundado en 1883 y
felizmente subsistente hasta ahora (2013).
[9] Sibilina alusión de Fuset que, fallecido el
juez Valdés, yo no puedo interpretar precisamente. Desde luego parece referirse
a la familia del general republicano, buen amigo de Azaña, Juan Hernández Saravia
(1880-1962), natural de Ledesma (Salamanca), como es bien sabido.
[10] Término entonces empleado para referirse a
las Autoridades militares de zona, las cuales tendían a comportarse de manera
omnímoda. El prototipo era el general Manuel Queipo de Llano y Sierra
(1875-1951).
[11] Cristalina alusión a Blas Pérez González
(1898-1978), auditor, catedrático de Derecho Civil y, posteriormente, Ministro
de la Gobernación (1942-1957). Evitó su ejecución, pese a haber sido condenado
a muerte por un tribunal popular en Barcelona, en septiembre de 1936. Pasado a
la zona nacional, se incorporó a la
Asesoría jurídica del Cuartel General franquista, en mayo de 1937.
[12] Volverá
a reír la primavera/que por cielo, tierra y mar se espera: versos de la
letra del himno falangista Cara al sol.
[13] Posición que, con referencia al presidente,
ocupa el magistrado más moderno de una Sala.
[14] Dudo de que su suegra, doña Casilda, captase
la referencia a la parábola cristiana de los invitados a las bodas. Véase,
Evangelio según San Mateo, capítulo 22, versículos 1/14.