Páginas del diario
de un escéptico
Por Federico Bello
Landrove
Muchos pensarán que no hacen falta tantas
páginas para ejemplificar lo poco y malo que significan la guerra y el
nacionalismo. Yo también lo creo así, aunque no todos los escritores opinan igual.
Y, desde luego, para los amantes de la violencia y de la raza, no habrá
palabras bastantes para apearlos de sus creencias: esos necesitarán vivir el
infierno para retractarse –y no todos-. Lo malo es que no lo vivan solamente
ellos…
1. En la Ciudad del León
Me llamo Stepán
Yavornitsky y nací en una hermosa ciudad, entonces austro-húngara, llamada
Lemberg, aunque mi familia, de honda raigambre rutena, dijese que era Lviv. Todo eso, a mis dieciocho
años, a mí me traía sin cuidado. Solo dos cosas me apasionaban por aquel
entonces: una mocita quinceañera, Olena Roth, y mi pierna izquierda.
¿La pierna izquierda?, habrán repetido
ustedes, releyendo lo arriba escrito, por si hubiesen sufrido algún error. En
efecto, fue una gracia del destino, que me tocó con su varita a los tres años, provocándome
la parálisis infantil, que luego he llegado a conocer se denomina poliomielitis aguda. Vivir para saber.
Si, antes de 1914,
alguien se hubiera referido a mi mal como una gracia del destino, habría obtenido de mí una réplica mordaz.
¡Demasiado poco! –se dirán-, pero es que he tenido mucho tiempo para comprobar
que, con mi limitación y escasa fuerza física, no tenía otra defensa contra la
burla ajena que el desprecio. Bueno, el desprecio y el uso prematuro de
pantalón largo, así como de un zapato especial, fruto de la imaginación y la experiencia de Simón Roth.
Simón era uno de
esos artesanos comerciantes instalados junto al portalón de una gran casa, con
ínfulas palaciegas, próxima a la plaza del Mercado. Si aludo al zapatero, no es
con el ánimo de perderme por los vericuetos de las digresiones, como quienes
tienen poco que decir y mucho que llenar, sino porque era el tío de mi amada
Olena, para quien fungía de padre, mientras los suyos de sangre malvivían en
alguna aldea próxima a Yekaterinoslav, tras los horribles pogromos de 1905. Los
Roth de las orillas del Dniéper eran fecundos y pobres, en tanto sus familiares
del Bug tenían un mediano pasar y
eran estériles. No me pregunten cómo, pero la dulce y cetrina Olena, con sólo
cinco años, cruzó tierras y frontera, para aparecer en la Ciudad del León y
pasar a los ojos de casi todos por la hija de Simón y de Noemí, bibliotecaria
ayudante de la Universidad.
Algo he dicho de
la familia de Olena, pero nada de la mía. Resumamos. Mi padre, ferroviario en
la línea Cracovia-Lemberg, apenas pasaba en casa un par de días a la semana,
aunque eran suficientes –dada su energía- para marcar las directrices a sus
cuatro hijos para el resto del tiempo. Mi madre, costurera de escasa cultura,
bastante tenía con su trabajo profesional y mantener en relativo orden aquel
hogar un tanto descabezado, totalmente masculino, excepto ella misma y mi
abuela paterna, siempre encamada. Más de una vez achaqué en mis desvelos a
aquella pobre vieja la herencia morbosa de mi infelicidad.
A quien Dios no le
da fuerza, el diablo le da maña. No era yo mal estudiante pero, sobre todo,
tenía una gran habilidad en la práctica de la caligrafía. La mezcolanza de
alfabetos usados por los habitantes de Lemberg –latino, cirílico, yiddish-
hacía útil y gratificante, a la vez, la labor del amanuense, en especial, si
era conocedor de las lenguas en que transcribía. Mi lengua materna era
ucraniana y había de dominar el alemán, como idioma oficial del Imperio. Siéndome
ajena la lengua yidis, pedí ayuda al zapatero, ya conocido de antes por mí como
ortopédico, y por medio de él, su mujer me hizo llegar una edición moderna del Shemot Devarim y la antología de Sholem Aleijem.
Esta última me resultó tan entretenida que llegué a aprender casi de memoria
algunas historias y hasta intenté traducirlas al alemán usual. Para darle las
gracias, acudí a conocer personalmente a Noemí Roth, la esposa de Simón. Me
atendió muy amablemente en la antesala de su
biblioteca y, tras hacerme varias preguntas sobre temas culturales, me
indicó:
-
Espera
aquí, por favor, un momento, que quiero que te conozca una persona.
A los pocos
momentos, salió acompañada de una adolescente casi niña, en cuya cinta roja del
cabello me había fijado yo, momentos antes, al acceder hasta la mesa de la
bibliotecaria. La muchachita no bajaba los ojos del suelo y sus mejillas hacían
buena pareja con la cinta. Era, por supuesto, Olena, un par de años atrás, un
tanto intimidada por la introducción que debía de haberle hecho su madre, quien
nos presentó así:
-
Señor
Yavornitsky, esta es mi hija –omitió el adoptiva-
Olena, estudiante en el Gimnasio, y
bastante buena por cierto, aunque muy lejos de la excelencia que muestra usted
en sus conocimientos.
Sería porque no
tomó muy en serio tal encomio, o porque en el chocolate del jueves siguiente en
su casa me mostré como un invitado modesto y afable. El hecho es que, pese a
tan poco prometedor inicio, Olena no tardó en enamorarse de mí, aunque me esté
mal el decirlo.
***
Mi histórica
ciudad tiene el orgulloso e increíble lema de Semper fidelis. Yo a veces me preguntaba a qué y para qué esa
sempiterna fidelidad. Como mucho, y dentro de los límites de la adolescencia, yo
procuraba ser fiel a mí mismo, es decir, a mis estudios, a mis amigos y, en
particular, a mi pequeña novia. ¡Con qué fuerza, no exenta de cierta inquietud,
me refería a Olena con ese apelativo!
Para mi madre,
obviamente, la fidelidad lo era para con su familia. Mi padre, empero, tenía otros
compromisos con el pasado. Aunque su madre –mi impedida abuela- era una
Szczerbinska, polaca de Lodz, él se sentía íntimamente ligado a su progenie
rutena y, por ende, ucraniana, tal y como él simplificaba las cosas. Los Yavornitsky
se contaban entre los socios fundadores de la organización Prosvita,
que llevaba casi treinta años aunando e instruyendo a los ucranios de Galitzia.
Al cumplir mis catorce, se empeñó en llevarme hasta la solemne sede central de
la institución, en el palacio Lubomirski. De camino, se explayó, más o menos,
de esta forma, sin duda un tanto pomposa para un modesto revisor de
ferrocarriles y su hijo, casi un niño:
-
No
olvides que tu tío Dmytro fue uno de los miembros más destacados de Prosvita, la cual es el alma y la
conciencia de la nación ucraniana en el Imperio. Tal vez un día no lejano sea
también, el motor económico y el nexo de unión entre todos nosotros, por encima
de fronteras artificiales…
Todo aquel exordio
acabó para mí en poner a disposición de la biblioteca pública de la Institución
dos tardes a la semana. Fue un tiempo bien aprovechado. Además de robustecer mi
cultura libresca, me supuso cincuenta coronas a la semana –procedentes de
subvenciones- y el apoyo de algunos distinguidos profesores, para aspirar con
éxito al ingreso en la Universidad. Por si fuera poco, Olena solía esperarme a
la salida los jueves y me permitía acompañarla hasta su casa, dando un rodeo
por el monumento a Jan Sobieski. Si tal día lo era de la primera semana del mes,
tenía el placer de invitarla de mi peculio a un café vienés en el Strauss
del Rynek.
En el aciago año
de 1914, Prosvita se puso de tiros
largos para conmemorar el centenario de Shevchenko. Olena tuvo la gentileza
de acompañarme, valorando más su estirpe ucrania, que no su condición de judía
askenazí. En aquellos actos, se me concedió, por mis altas calificaciones académicas y la entrega entusiasta a la
Organización, un diploma y una ayuda de quinientas coronas, como beca
universitaria de la fundación Tyshkevych. Dos días más tarde, paseando al sol
del atardecer de junio, Olena me cogió de la mano y preguntó:
-
Querido
Stenka, ¿qué es lo que te llevó a
fijarte en mí?
La verdad es que
yo era bastante reflexivo entonces y tenía ya la respuesta sin necesidad de pensarla:
-
Lo
dulce y firme que eres y lo poco que te importa mi pierna.
Olena sonrió,
insistiendo:
-
Pero
la religión, tus ideas socialistas, tu amplia cultura…
Me eché a reír de
temas tan excelsos, por primera vez en mi vida:
-
En
cuanto te miro a los ojos, todo eso se anonada y se olvida.
Ahora que lo
pienso, seguro que también fue la primera vez que empleé el verbo anonadarse. Por
lo que respecta a sus ojos, era la verdad, aunque no toda: Olena tenía otras
muchas cosas por debajo de sus ojos que me encantaban. Ustedes me habrán
comprendido, sin necesidad de mayores precisiones.
2. El amigo de todos
26 de junio de
1919. En una
suspensión de la sesión de la Rada,
me recibe –en traje militar sin apenas insignias- un hombre como de unos
cuarenta años, de estatura mediana, fornido, cuyo rostro ancho y de pómulos
marcados respira energía y tranquilidad. Me llama la atención su poblado
flequillo, que embosca la parte derecha de su ancha frente, dándole un aspecto
informal y hasta juvenil. Sin duda, me encuentro ante el famoso Symon Petlyura, Atamán en Jefe de la
República Popular de Ucrania, Presidente del Directorio que rige, desde Kiev –o
desde donde pueda: ahora, en Kharkiv-, el embrión político y militar del que
debería ser mi Estado de elección.
Precisamente se
refiere a ello, mientras hojea mis credenciales, seguramente ya conocidas de
él, por su presentación, cinco días atrás, en su Secretaría:
-
Así que
Yavornitsky, de Lviv y corresponsal acreditado de las publicaciones de Prosvita.
Todo eso me encaja sin dificultad. Pero lo de viajar con salvoconducto polaco,
firmado por el mismísimo Pilsudski...
-
Sería largo de
contar, excelencia. Baste decir que los polacos han ocupado la práctica
totalidad de Galitzia y cercan estrechamente Lemberg; bueno, Lviv. Para llegar
aquí me ha resultado indispensable su tolerancia.
-
Pero,
precisamente, Pilsusdki...
-
Mi abuela es
pariente de una íntima colaboradora del Presidente polaco. Tuve ocasión de
saludarlo en Varsovia a finales del año pasado, muy poco antes de la
restauración de la República de Polonia.
-
Ya veo que
ustedes, los periodistas, circulan y actúan con gran libertad.
-
Perdón, atamán,
pero no se trata solo de escribir por escribir, sino de informar al pueblo y
poner claridad en todo este pandemonio que el final de la Guerra europea ha
desatado y del que podría emerger una Ucrania independiente.
-
Para lograr eso,
joven, cuentan más las espadas que las plumas.
-
Me extrañan esas
palabras en el promotor de Slovo y de Rada.
Por otra parte...
Levanté la pernera
izquierda del pantalón, dejando a la vista mi pantorrilla, seca y soportada. Al
punto, Simón Vasylyovych esbozó una disculpa, me mandó sentar y entró en
materia, dando por zanjadas sus reticencias anteriores:
-
¿Qué desea saber?
-
Le va a
sorprender, señor, pero no pretendo distraer su atención con una entrevista,
más o menos extensa. Quien más, quien menos, los ucranios para quienes escribo
conocen su personalidad y los grandes esfuerzos por unir y consolidar un Estado
libre, frente a rusos y polacos. Mi objetivo es llegar al Dniéper y analizar
sobre el terreno esta dolorosa cuestión: ¿Por qué los ucranianos del este están
divididos, luchan entre sí, se alían con unos y con otros y, en resumen,
parecen cambiar de fidelidad como de camisa? Y quiero conocerlo de propia mano
porque temo que, de otra forma –por exacta que fuese-, yo no lo entendería y,
en consecuencia, no podría explicarlo a nuestros compatriotas.
Petlyura se
revolvió incómodo en el sillón. Vaciló durante unos momentos. Luego, contestó:
-
Ha hablado usted
de compatriotas. Ese es el meollo de la cuestión: que muchos ponen a
nuestra patria detrás de sus ambiciones, de sus ideologías, de sus necesidades
militares.
-
¿Y eso le resulta
al Atamán en Jefe raro o pernicioso? Yo diría que es inevitable en un mundo
convulso, del que nuestra Nación está apenas emergiendo. Para mí, lo extraño no
es sentir y tener diversas prioridades y comprensiones, sino carecer de
constancia y de solidez, cambiar a cada poco, sin rumbo y sin sentido.
Petlyura pudo creerse
aludido por mis palabras: al releer estas notas mucho tiempo después, me doy
cuenta de ello. Con todo, su mente viajó muy lejos de aquellas paredes, para
concluir:
-
Además de
ucranio, me siento cosaco, socialista, hombre de letras, respetuoso con la
religión y, por supuesto, militar y político. Pero, en estos momentos, unir a
la nación y lograr su independencia es el compromiso, la idea, el único
objetivo. Vaya, vaya y cuente lo que vea. Poco puedo hacer por ayudarlo y nada
intentaré para impedirlo. Solo le pido una cosa: si culmina con éxito su viaje,
procure regresar por aquí o, cuando menos, hacerme llegar sus conclusiones
sobre la situación.
Así se lo prometo,
no sin recordar el episodio bíblico de Herodes y los Reyes Magos. En su
momento, dejaré constancia de si volví, o no, a mi tierra por otro camino.
***
18 de julio de
1919. El campamento del atamán
Grigóriev,
no lejos de Olexandria –como he dejado dicho- bulle de rumores y desengaños.
Después de los brillantes hechos de armas de comienzos de año cuando, aliado a
los bolcheviques, tomó Odessa, Kherson y Mikolaiv, y golpeó con dureza a las
fuerzas greco-francesas de intervención, en mayo desertó –una vez más- del
bando rojo y pareció volverse hacia los blancos de Denikin. Un oficial, que oculta
su nombre, me resume las explicaciones apuntadas a este nuevo giro del independiente
atamán:
-
Perece ser que
Rakovsky
quiso quitárselo de en medio, mandándonos a apoyar a los revolucionarios
húngaros, atacando a Rumania. Otros dicen que Denikin tiene dinero fresco,
procedente de los ingleses y los franceses, pudiendo haberlo convencido de la
robustez de su posición financiera.
-
¿Me está
insinuando un soborno?
-
En absoluto.
Juzgo a nuestro atamán intachable a esos efectos. Se trata de que estamos
exhaustos y sin armas. Los rojos nos han ido arrastrando lejos del mar, hacia
las tierras dominadas por Denikin y ese diablo de Makhnó. Yo también pienso que no
tenemos alternativa: irnos con unos o con otros, aprovechando el encuadramiento
y experiencia de nuestros hombres.
-
Con unos o con
otros... No parece una postura
sólida. ¿Con quiénes, según usted?
-
Amigo, apurado te
veas. Quemamos las naves cuando desobedecimos a Petlyura y vapuleamos a sus
tropas. Ahora hay que elegir entre lo malo y lo peor. Allá el atamán pero, en
lo que a mí respecta, la preferencia la tengo por los blancos: el verdadero
enemigo de los hombres de orden es el socialismo, sea él rojo o negro.
El capitán tiene pocas ganas de seguir
hablando. Le solicito interceda por mí ante Grigóriev –donde quiera que se
encuentre- para que me reciba unos minutos y le lanzo un reto peligroso:
-
Pilsudski y
Petlyura ya ha tenido conmigo esa gentileza. Espero que el atamán no se
considere superior a ellos, ni esté más ocupado...
***
20 de julio de
1919. Si, en su día, el Atamán en Jefe me impresionó favorablemente por su
físico, Grigóriev tiene una apariencia anodina, más de hombre de teatro que de
jefe de armas. Delgado, de mediana estatura, mirada entre irónica y huidiza,
bigotito un tanto ridículo, cabello crespo y desordenado. Dada la hora nocturna
a la que me recibe, se encuentra bebido, como me cuentan es habitual en él. Me
atiende de forma amistosa, en uniforme basto y que le queda grande, en todos
los sentidos físicos de la medida. Como haciendo una gracia para sus ayudantes
y colegas presentes, me suelta una facecia:
- ¿Cómo no dijiste antes, valiente galitziano, que querías verme? Pero,
claro, manifestaste que deseabas entrevistar a un tal Grigóriev, y yo me llamo
Servétnyk, Nychypir Alexándrovitch Servétnyk.
Me encuentro
cansado y con pocas ganas de bromas:
-
Perdone
el señor, pero creí que, entre sus tropas, aludir al Atamán era inconfundible.
Claro que hay otros atamanes...
-
Touché,
pequeño periodista. Me han dicho que andas por ahí haciendo preguntas sobre
nuestra táctica, seguramente, para ir con el cuento a ese burgués de Petlyura,
un vende-patrias que no tiene de militar más que las botas que calza.
-
Empecemos
por ahí, atamán, si le parece. Usted y Petlyura no se soportan. Hace unos meses,
usted se declaró en rebeldía y, victoria tras victoria, expulsó al las tropas
fieles al Hetmanato de toda la Ucrania
central. ¿No hay otra forma más patriótica de dirimir las diferencias políticas
y sociales entre unos y otros?
-
Poco
a poco, joven. Aquí se están librando muchas guerras y es preciso fijar una
prioridad entre ellas. Yo no desprecio a Petlyura por lo que es, sino por lo
que representa. Si, para lograr la independencia de la patria, hay que negociar
con los polacos y los intervencionistas, recibir el dinero de los potentados y desplumar
a los campesinos, entonces yo no pertenezco a esa patria y me uniré a
cualquiera que piense lo mismo.
-
No
dudo, atamán, de su patriotismo, pero me llama la atención la curiosa forma que
tiene usted de hacer amigos para su causa, cualquiera que ella sea. Ha roto,
hasta la rebeldía y la guerra civil, con el Directorio, con los verdes
para entendernos. Deshizo, con una masacre, el intento greco-francés de ayudar
a los blancos desde los puertos del Mar Negro. Ha esquilmado a algunos
granjeros, hasta el punto de dejar pequeños a los bolcheviques. Después de
aliarse con estos, ahora los abandona y combate. Y, por si todo ello fuera
poco, se le relaciona con numerosos y graves pogromos en la zona de Odessa y de
Kherson...
Según iba
hablando, he notado una fuerte tensión en Grigóriev y en algunos de los oficiales
presentes. Aquel hace a estos una seña apaciguadora y me replica con la
condescendencia del maestro a un alumno ignorante:
-
Se
ve que la realidad de las guerras que aquí libramos es desconocida y
deben considerarnos unos salvajes caprichosos. ¿Sabes lo que es tener que armar
y alimentar a un pequeño ejército, sin la ayuda de extranjeros y capitalistas?
¿Tienes idea de la extensión casi infinita de estos escenarios bélicos? ¿Y de
combatir en varios frentes y de no tener la seguridad de si los paisanos son
amigos o enemigos? Joven, estamos en un momento crucial de la guerra. Sabemos
que los blancos de Denikin preparan una ofensiva para golpear a los
bolcheviques en su propio terreno: hasta llegar a Moscú, si es posible. Los
rojos se acercan a los anarquistas de Makhnó, buscando aliados, aunque sea en
el infierno. ¿Qué hemos de hacer nosotros? Pues escoger entre dos males, dar
largas, engañar a unos y a otros. Pero ahora ha llegado la hora del
patriotismo, como a ti parece gustarte.
-
Le
agradezco, atamán, sus explicaciones. De todos modos, si ha llegado la hora de
la verdad, me gustaría estar lo más cerca posible de esta. No por mí, ignorante
e inválido, sino por mis lectores y corresponsales, que dan sentido y algo de
dinero para realizar mi misión.
Grigóriev guiña
ostensiblemente el ojo a un individuo corpulento y rubicundo, con insignias de
coronel. Contesta:
-
Lamento
no poder dar detalles, pero mantente alerta. A fin de cuentas, un periodista de
raza debe olfatear la noticia y correr en pos de ella.
Da por terminada
la entrevista y me estrecha la mano. Todavía con ella en la suya, me espeta:
-
¿A
qué viene tu interés por los judíos? Sabes que han sido el cáncer de este país
y, por si fuera poco, ahora están todos a favor de los bolcheviques.
-
¿No
será porque son los únicos que los tratan de igual a igual?, replico, sin darle
detalles de mi afición judaica.
Al salir al aire
libre, me invade la nostalgia. Una canción de amor a la balalaika se mezcló con
la inmediata alusión a los judíos y ensoñé con Olena, perdida entre los
pliegues del tiempo y de la guerra. El cáncer de este país, repetí en
voz alta: más bien el exutorio para todos los males. Este atamán, a quien el
título viene grande, es en eso como los demás. Solo hay un sitio en que un
ucranio se sienta el amigo de todos: en las puertas de una judería, con una tea
en las manos.
3. La muerte del atamán y otras
historias
29 de julio de
1919. Desgraciadamente,
he llegado tarde a mi cita con el destino. Dos días antes podría haber sido
testigo del momento más dramático de esta funesta guerra civil que se vive en
las orillas del Dniéper. En esta misma aldea de Sentove en que me hallo, el
fogoso atamán Grigóriev ha sido eliminado a tiros por el propio Makhnó, o por
alguno de sus hombres. Nadie quiere hablar y, cuando por ventura lo hacen, sus
expresiones son confusas y contradictorias. Lo cierto es que me muestran la
tumba del atamán en las afueras del pueblo y aseguran que sus hombres están
pasándose en masa a los negros. Tras mucho insistir, me dan unos nombres
clave:
- Hable con Chubenko o, mejor aún, con
Karetnik. Ellos estaban presentes.
El primero resulta
que ha salido de patrulla hacia Olexandria. El segundo, al que otros llaman
Cherednik, tesorero de los makhnovistas, me hace de mala gana algunas
aclaraciones:
-
Grigóriev
había pedido reunirse con Makhnó, para conseguir una absurda e imposible
alianza, contra los blancos y contra los rojos –decía-. Pero bien
sabíamos nosotros que secretamente negociaba con Denikin y que recibía armas y
financiación de los zaristas. Acordamos
en el Comité, no obstante, escuchar al falso atamán, siempre que viniera a
nuestro territorio, sin escolta. Eran unas condiciones que no habría aceptado,
de no encontrarse a punto de una derrota total. El caso es que vino...
-
Disculpe,
¿por quién sabían que Grigóriev era un peón de los blancos? Yo estuve con él
hace unos días y no me dio esa impresión..., aunque ya se sabe que era muy
voluble.
-
No
debería dar nombres pero, si los omito, podrían pensar tus lectores que fabulo.
Pues bien, nada menos que Kámenev y Ovseenko nos lo confirmaron por
distintas vías: Grigóriev había sido comprado por los blancos, con el dinero de
la coalición extranjera, y pretendía conseguir de nosotros lo mismo.
Ha debido observar
la incredulidad en mi cara, pues no es lógico conceder crédito a personas tan
interesadas en mentir, por muy ilustres que sean. Por ello, prosigue:
-
El
propio Grigóriev se delató anteayer en la reunión. Es cierto que siguió con su
cantinela de ucranios, uníos, contra
blancos y contra rojos; pero lo cierto es que su propuesta fue la de atacar
primero a los bolcheviques, cuando todos sabemos que Denikin prepara una
invasión de Rusia en gran escala. Chubenko se lo echó en cara y sacó a colación
lo que todo el mundo aquí sabía: que había saqueado el banco de Mariupol y
estaba a sueldo de los blancos. El golpe fue tan certero que no pudo seguir
hablando y echó mano de la pistola. Fue entonces, y solo entonces, cuando lo
sujetamos, lo sacamos fuera de la sala y Chubenko, en nombre de todos, le
disparó.
-
Pues
la verdad es que, aunque el difunto atamán fuera un tipo interesado, yo no vi
indicio alguno de riqueza en su campamento ni entre su gente.
-
¡Yo no vi, yo no vi! ¿Qué clase de
periodista eres, que pretendes descubrir la verdad en cuatro días, y de los
mismos interesados en ocultarla? ¡Entérate, galitziano, Chubenko está a estas
horas camino de Olexandria, donde sabemos que Grigóriev guardaba el oro en un
tren blindado! ¡Quédate y verás!
-
Lo
haré y revelaré a todos el complot, siempre que me consiga un encuentro con Babko. Él es la figura que mis lectores
ansían conocer mejor.
-
Haré
lo que pueda, pero nada te prometo. Entre tanto, entrevista a quien quieras,
pero sin alejarte de la aldea, ni partir sin nuestro permiso.
Le agradezco su
sinceridad y buena disposición y procuro no perder el tiempo mientras espero el
momento de ver a Makhnó. Esta gente anarquista es en verdad interesante, pero
se apartan de mí en cuanto me acerco para hablar con ellos: han debido darles
una orden en tal sentido.
***
2 de agosto de 1919. Apenas me he
levantado, un soldado me trae una invitación irresistible: Voline te espera para desayunar. El propio permanece a la puerta
hasta que me encuentro listo y me acompaña hasta mi anfitrión.
El tal Voline –de quien ya he oído hablar-
resulta ser un judío, por nombre Vsévolod Mikháilovich Eichenbáum, que controla
o dirige la llamada Comisión Cultural y
Educativa, la cual edita algunas publicaciones y los manifiestos de los
anarquistas.
Se me presenta muy ceremonioso y, por los preámbulos, intuyo que se ha
informado sobre mí y mi indiferencia racial:
-
Le
va a resultar chocante, colega Yavornitsky –permita que lo juzgue tal, pues
ambos escribimos e informamos-. Sé quién es usted, a través de algunas personas
de mi raza de Yekaterinoslav.
-
Pues
lo cierto es que nunca he estado allí…
-
Hay
otras formas de conocer a la gente –aduce sibilinamente-. En fin, el caso es
que me consta que está usted interesado por el trato que los distintos bandos
en liza dispensan a los judíos, así como sobre la responsabilidad por los
pogromos.
-
Desde
luego. Es una de mis prioridades. No creo que un Estado de base nacional deba
asentarse en una previa limpieza étnica, aunque solo sea para exorcizar la
violencia o encontrar chivos expiatorios.
-
Como
comprenderá, mi buen amigo, nosotros los anarquistas no estamos nada
interesados en crear un Estado, ni nacional ni de clase alguna. Pero sí
queremos rechazar las falsas imputaciones de que solo los bolcheviques respetan
a los judíos.
-
Sin
embargo, se dice que Makhnó ha consentido ciertos excesos al respecto; incluso,
que su sangre cosaca le inclina al antisemitismo.
-
¡Bobadas
y rumores interesados! No se le ocurra sugerir siquiera a nuestro atamán esas
sospechas. Le ofendería gravemente. Bástele saber que Babko no diferencia entre judíos y cristianos, sino entre burgueses
y trabajadores, entre buenas y malas personas. En esa línea van sus proclamas y
manifiestos, como voy a demostrarle.
Sin apenas
levantarse, toma de un aparador adyacente un rimero de papeles y documentos.
Resoplo y le pregunto si voy a tener que leer tan indigesta literatura mientras
desayunamos. Se echa a reír:
-
No,
evidentemente. Repáselos con calma en su alojamiento y tome las notas que quiera.
¡Ah!, se me olvidaba. Makhnó estará aquí mañana. Seguro que aceptará de buen
grado entrevistarse con usted: después de todo, también él fue, y es, escritor
y periodista.
-
Va
a resultar que todos somos colegas. Será que a los ucranianos nos da por
escribir.
Voline vuelve a reír. Según me despido y
salgo, deja caer:
-
En
cuanto a lo de Yekaterinoslav, tal vez le diga algo el apellido Roth.
***
4 de agosto de 1919. A mediodía,
con un calor abrasador, se levanta una tormenta de polvo, que nos obliga a
refugiarnos entre los carros y las pacas del forraje. Intento, pese al aullido
del viento, descabezar una siestecita. Es en vano. Me pasan, con una sacudida
del brazo, el reclamo perentorio: Arriba, Batko te llama.
Lo encuentro sentado bajo un toldo, rodeado de una escuadra de su
guardia personal. Su vestimenta lo mismo podría valer para una oficina militar,
que para un falansterio: sobria, neutra, suelta, sin insignias. El cuello
camisero cerrado –pese al bochorno- y el color gris le dan un leve toque
marcial. Ya me lo habían comentado:
-
Makhnó detesta parecer el jefe de un ejército pues,
para él, somos hombres libres civiles, que defendemos nuestras ideas y nuestras
tierras. Con todo, no hay atamán mejor que él: da ciento y raya a los militares
profesionales.
Me impresiona su gesto ceñudo, de ojos sombríos; el cabello y el bigote
esmeradamente cuidados; el rostro juvenil, redondo, con barbilla prominente.
Parece menudo y fibroso; de hecho, se yergue para darme la mano y constato su
pequeña estatura. Le digo lo primero que se me ocurre:
-
Le suponía mucho mayor...
Babko sonríe:
-
Pues ya tengo los treinta cumplidos..., si puedo
contar como de vida los siete que estuve encerrado en la Butyrskaya.
-
... Episodio que, según dicen, formó su personalidad
como anarquista.
-
En efecto: en algo había que ocupar el tiempo y yo
tuve la suerte de toparme allí con buenos maestros. Pero supongo que mi pasado
no será de ningún interés periodístico. En cambio, me han dicho que está usted
especialmente interesado por los judíos.
-
Sobre ese
particular, creo tener ya una versión oficial de persona autorizada, que
no dudo coincidirá con la suya. Sin embargo, en mi viaje para llegar hasta
aquí, he visto y oído cosas terribles respecto de los menonitas.
-
Esas gentes –puede creerme- no habrían tenido nada
que temer de nosotros, ni por su etnia, ni por su religión, ni siquiera –me lo
recalca- por el trato que han dado a sus jornaleros, yo mismo entre ellos. Mas,
desde que llegaron aquí los austriacos durante la guerra, se unieron a ellos,
olvidando sus compromisos de no violencia; saquearon y destruyeron nuestras
aldeas; se empeñaron en mantener la propiedad de sus tierras, como con el zar.
Eso no puede consentirse y, menos aún, en periodos de guerra. ¡Ojo por ojo! Y
expropiación de sus granjas. ¿No sabe que esos santos, que no tomaron
las armas contra los prusianos, ahora han formado un pequeño ejército
para atacarnos?
-
O para defenderse ellos. Creo que lo llaman la Selbstschutz
y que se les enfrentan más y más abiertamente.
-
Claro, apoyados por Denikin y los suyos. Una razón
más para ir contra ellos, por si fuera poca la defensa que hacen de los
terratenientes y del Estado centralizado.
-
¿Es que es usted nacionalista, atamán?
-
En absoluto. Me traen al fresco las grescas de
ucranianos y rusos, polacos y ucranios y, hasta si me apura, entre blancos y
bolcheviques. Yo nací cosaco y me hice anarquista. Solo tengo un programa:
tierra y libertad. Gracias a esta guerra civil, tenemos un territorio y una
organización autogestionaria; un ejército eficaz de hombres libres y
voluntarios; unas bases culturales para la nueva sociedad. Por eso luchamos.
Nos aliaremos tácticamente con quien nos ayude. Nos enfrentaremos a quien se
nos oponga, y por el orden de su respectiva peligrosidad. No tengo ningún
inconveniente en confesárselo: hoy, contra los blancos; mañana, si no respetan
nuestra libertad, contra los bolcheviques.
Los planteamientos del atamán me parecen muy discutibles. ¿Son los
blancos más peligrosos que los rojos? ¿No serán estos invencibles mañana,
cuando los hombres de Denikin hayan sido derrotados? ¿No es la gran Rusia soviética
incompatible con las colonias anarquistas? Me atrevo con un punto conflictivo:
-
Babko, los bolcheviques los temen y
detestan: no hay peor cuña, que la de la misma, o parecida, madera. He leído
cosas sobre ustedes de Lenin, de Trotski, de Kámenev... Ustedes se están
quejando constantemente de que no les llegan los subsidios prometidos. Creo que
los están azuzando contra los blancos para que se destrocen unos a otros y
recoger luego sus despojos. ¿No lo ve así?
-
Los rojos y nosotros luchamos por principios;
ideales diversos, cierto, pero afines. Esos objetivos han de marcar nuestra
estrategia, más allá de consideraciones personales y de hipótesis de victoria o
derrota. Comprendo su punto de vista: los valores son abstractos; no generan
certezas; propenden con la práctica al escepticismo. Pero esos valores están
alumbrando cosas bien tangibles, libertad y riqueza, que nuestro pueblo no
tenía y ahora posee. Eso sí que da seguridad en la lucha. Estamos defendiendo
lo nuestro y consiguiendo recuperar mucho de lo que nos han privado. Por eso,
nuestra gente nos sigue voluntaria y espontáneamente, con un valor y una
disciplina que a todos asombra.
No cabe duda de que Makhnó no es solo un jefe militar encomiable, sino
que tiene una cabeza privilegiada para el discurso y la argumentación. La mía,
con tantas palabras, empieza a marearse. Voy concluyendo:
-
¿Qué lugar ocupa, en este ideario, la muerte de
Grigóriev?
El atamán parece tener respuestas para todo:
-
Grigóriev no dejaba de ser un oficial zarista, oportunista
y vicioso. Nuestro tiempo está lleno de gentes como él –usted habrá conocido,
sin duda, a muchos-: indisciplinados, tornadizos, violentos hasta el absurdo.
Yo los comprendo. Se han visto arrastradas a una guerra que no han provocado ni
desean, pero en la que no pueden mantenerse neutrales o al margen. Es lógico
que tales sujetos, sin formación ni motivos para luchar, sean indiferentes
sobre quién gane o pierda. Tan solo les preocupa la supervivencia. Muy bien. Yo
los entiendo..., siempre que sean gentes pobres, incultas, sin medios ni mando.
Pero no puedo aceptar a esas gentes cuando, como Grigóriev, alcanzan poder,
fuerza, gloria. Él entró en nuestra tierra; trató de mediatizarnos con arteras
palabras, de corromper con su dinero...
-
¿Estaba premeditada su ejecución?
Por una vez, el interpelado duda en responder. Uno de los suyos toma la
palabra:
-
Nos insultó y sacó su arma. Yo lo maté. No consiento
tal provocación en nuestra propia casa.
Por sus palabras, ha de tratarse de Chubenko. Me encaro con él y –no sé
por qué- le replico:
-
Espero que mis preguntas no le hayan parecido una
provocación. En cualquier caso, yo no llevo armas.
Chubenko y Makhnó intercambian una mirada. Decido suavizar mi actitud,
en lo posible:
-
Gracias por su atención y por su tiempo, Néstor
Ivánovych. Daré cuenta puntual de esta entrevista a los lectores, si es que la
información y yo mismo podemos salir de este avispero.
-
Entonces, ¿no quiere quedarse con nosotros?, me
pregunta irónicamente.
-
En paz, no le diría que no, pero declino cortesmente
su invitación mientras dure la Makhnovtchina.
4. ¡Por nuestra libertad y la vuestra!
Varsovia, 25 de abril de 1920. Querida
señora Roth: Haber recibido su carta del pasado día 23, me confirma la
normalización del servicio postal, tras tantos meses de desorden. Lviv se
consolida como Lwow: nuestro querido león ahora ruge en polaco, pero la
correspondencia circula con agilidad. No hay mal que por bien no venga, como
diría un optimista.
Tiene usted razón, estimada Noemí. También las personas capaces y
cultas se deben, ante todo, a su familia, cuando esta las necesita. El
problema surge cuando esa presunta capacidad y cultura que poseo me son
exigidas por quienes mandan y, más aún, si también son de la familia. Me
explicaré.
Creo conoce que mi difunta abuela Malgorzata (descanse en paz la pobre)
era polaca, de apellido Szczerbinska, y ¿quién dirá que ha resultado próxima
pariente suya? Pues doña Aleksandra,
íntima colaboradora, secretaria de confianza y amante del mariscal Pilsudski.
Ya durante la Guerra Europea tuve la oportunidad de gozar de su ayuda y favor
cuando –como con dureza me reprocha mi padre- escapé de Lviv cual conejo
asustado. De aquellos duros tiempos, bajo la bota rusa, conservamos un buen
recuerdo y una grata amistad (no vaya a pensar mal, que me saca más de quince
años). Pues bien, mis reportajes del frente del este han tenido también acá
tanto éxito, que la Gazeta me ha contratado de modo estable. Claro que
aún tengo algunas imprecisiones con el idioma, pero la recomendación del Jefe
del Estado ha sido –como supondrá- irresistible.
Leyendo su misiva entre líneas, creo encontrar algún reproche, no solo a
mi abandono familiar, sino de los ideales ucranios. Voy a darle respuesta
(espero que cumplida) a lo uno y a lo otro.
No ofendo mi deber de confidencialidad, pues los diarios de Varsovia se
hacen eco de ello, aunque de forma ambigua. Ayer se cerraron con éxito las
conversaciones entre mis respetados P&P –es decir, Pilsudski y Petlyura-,
para unir sus fuerzas militares contra los bolcheviques en Ucrania central. No
me pregunte qué pondrán unos y otros, aunque lógico es suponer que los sufridos
ucranios pondrán los soldaditos y los invencibles polacos suministrarán armas y
transportes..., aunque no gratis, naturalmente. Por tanto, admirada
bibliotecaria, ya no tendrá que tenerme por sospechoso de antipatriotismo:
Polacos y ucranios ya somos unos. ¿Recuerda el lema del siglo pasado? Por
nuestra libertad y la vuestra. Pues eso. Así que todos contentos.
¿En qué lugar quedamos los galitzianos, dirá usted? Lamento desilusionarla. Mi presencia en las
conversaciones fue a título de intérprete de confianza, no como representante
de la ZUNR.
Me temo que el león volverá a ser semper fidelis, pero ahora, a los
polacos que lo vieron nacer. Las consecuencias de ello no tardarán en hacerse
notar y espero que no afecten a la existencia de su querida Universidad, que no
llegó a ser la mía, por los avatares de la Gran Guerra.
Ahora, cuando esté usted leyendo esta carta interminable, su culto
alumno de yiddish estará siguiendo (a la mayor distancia posible) la
campaña conjunta contra los rojos, de la que tal vez pueda nacer esa Ucrania,
respetada e independiente, que tanto anhela mi padre. Respetada, independiente...
y amputada, por supuesto, de las tierras y los pueblos al oeste del río Zbruch.
Antes de terminar, no puedo menos de manifestarle la tristeza que me han
producido las noticias que me hace llegar sobre Olena. Nada tengo que reprochar
a su decisión de tomar estado, dadas las circunstancias. De la misma manera,
espero que no me guarde resentimiento por haberme dejado arrastrar lejos de
Lviv por el viento de la guerra y la busca de una vida mejor. Todo se daría por
bien empleado, ante un matrimonio feliz. Por lo que me cuenta, no ha tenido
suerte en ese sentido. Lo lamento infinito y, si lo juzga oportuno, hágale
llegar mi cariñoso recuerdo y mi solidaridad. No creo lejano el día en que,
acabada la guerra, pueda ser dueño de mi destino y volver a los míos, entre
quienes, con todo cariño y justicia, las cuento.
***
8 de mayo de 1920. A primera hora, se confirman los rumores de la tarde
anterior. Nuestras fuerzas han
entrado en Kiev, la sagrada Capital, sin encontrar resistencia. Al parecer, las
tropas rojas habían abandonado la ciudad el día anterior, afortunadamente para
todos, en especial, los civiles. Desayuno cualquier cosa y, de pronto, me llega
un clamor, sordo y creciente, que acaba convirtiéndose en un griterío agudo y
definido:
-
¡Ha
llegado Pilsudski! ¡A Kiev, a Kiev!
A duras penas
percibo que las voces han empezado por la estación. Echo a correr lo poco que
mi pierna permite, pero tengo suerte:
-
¡Eh,
periodista, suba!
Es la voz de un
teniente de Poznan, que me conoce, al ser de la guardia del mariscal. Entre dos
fusileros, me alzan a la caja, donde toda una sección bien uniformada está
sentada en las bancadas laterales. El oficial al mando me susurra:
-
Ha
parado aquí el tren blindado para tomar agua y recogernos. Creo que viene
también Petlyura.
Al tratar de subir
al convoy, un sargento trata de impedírmelo, pistola en mano. Una voz femenina
le ordena franquearme el paso: es Karolina Koplewskich, una de las secretarias
de Pilsudski. De su mano, llego hasta el vagón del Presidente polaco. La voz
inconfundible del atamán Petlyura me saluda jovialmente:
-
¡Llegó
el momento, galitziano! ¡Kiev es nuestro!
Sonrío, pero me
quedo con ganas de preguntar: nuestro, ¿de
quién? Me acomodo en un rincón: estamos a unos cuarenta kilómetros de la Ciudad
Santa del Dniéper, que voy por fin a conocer.
***
A la llegada a la estación de Kiev, nos espera un recibimiento que tiene
mucho de extraño, entre lo improvisado y lo absurdo. Ferroviarios y curiosos
asaltan los vagones secundarios, al salir de ellos la guardia. Decenas de jefes
y oficiales, que acaban de ocupar la ciudad y han sido avisados a tiempo de
nuestra llegada, se mezclan con los que acaban de bajar del tren y se
apelotonan y estrujan a Petlyura y Pilsudski, sin que la guardia se atreva a
hacer nada por impedirlo. De pronto, cesan los gritos como por ensalmo; giran
los cuerpos y se descubren las cabezas. Aquel mar encrespado de olas grises y
verdes vuélvese calmo. Los rostros se inclinan, las manos se cruzan y el gesto
se apacigua. Unos sacerdotes –o popes, tal vez: yo los tengo demasiado lejos
para diferenciarlo-, revestidos de vistosos ornamentos, llevan algo
–Sacramento, reliquias- en las manos, en ademán de bendición. Se me humedecen
los ojos y un escalofrío me sacude los hombros. Es de los momentos mágicos en
que el hombre se siente en paz con el Universo y en comunión con sus
semejantes. Momentos, tal vez, inútiles, falsos y hasta ridículos, si se miran
con la perspectiva del tiempo, pero de aquellos que, para quienes han tomado
parte, los emocionan, enorgullecen y ayudan a sobrevivir.
Poco a poco, la atmósfera se quiebra y el grupo se altera. Pilsudski,
más alto, con su gorra ya encasquetada, es rodeado por la guardia y,
trabajosamente, se forma una comitiva que ingresa en el enorme y destartalado
vestíbulo de la estación. Tratando de superar la ventaja que me llevan, intento
alcanzar al Atamán o, al menos, a Karolina. Es en vano. Me llegan gritos
incoherentes: ¡Al Ayuntamiento!, ¡A la
Rada! ¡A la Catedral! Nadie sabe a dónde se dirigen los dirigentes, para
dar solemnidad al momento y tomar posesión de la Capital. Me resigno y,
dolorido, me siento en un bordillo de la plaza de la Estación. Una señora de
negro, que lleva de la mano a quien puede ser su nieta, se me acerca:
-
¿Venía usted con el Atamán? ¿Se encuentra mal?
Me ha hablado en ruso. La respondo en ucranio:
-
Estoy bien, gracias. ¿Puede indicarme el camino para
el centro de la ciudad?
Se nos ha acercado un grupo. Uno de sus miembros se me ofrece jovialmente:
-
Nosotros vamos para allá. Acompáñanos si quieres.
Claro que quiero. Tengo que querer. Soy periodista. Soy ucraniano.
Admiro a Pilsudski y me cae bien Petlyura. Pero, por encima de todo, estoy
cansado y hambriento. Pasamos junto a un hotel y me rezago para introducirme en
él sin ser visto de mis jubilosos acompañantes. Me da vergüenza desairar a la
Historia.
El establecimiento no tiene mal
aspecto. La recepción es limpia y me atiende una oronda matrona con un vestido
estampado de grandes flores.
-
Buenos días, señor. Bienvenido al hotel Tryzub.
¿Desea habitación?
Es obvio que le han cambiado el nombre en las pasadas veinticuatro
horas. Un modelo de eficacia y, tal vez, de patriotismo. Firmo en el libro de
admisiones y, aunque estoy algo preocupado por la forma y moneda en que vaya a
pagar, no puedo menos de preguntar a la encargada del hotel:
-
Los hombres, claro, habrán ido a recibir a Petlyura…
-
Por supuesto. Tendrá usted que arreglárselas solo
hasta la tarde.
-
Estoy acostumbrado. Y dígame, ¿cuántas veces han
tenido que cambiar de nombre al hotel en los últimos dos años?
La señora se echa a reír y responde:
-
¡Huy, no llevo la cuenta! Creo que la ciudad ha cambiado de mano diecisiete
veces.
Replico, con voz que pretendo inaudible para ella:
-
A ver si tarda en llegar la dieciocho.
Ya en la habitación, me baño con delectación. ¿Qué pensaría de mí el
director de la Gazeta si supiera que
todo mi patriotismo y mi interés por las grandes noticias cabe de sobra en una
bañera? Me inquieto un poco; luego, hago ejercicios de relajación. A lo lejos,
voltean las campanas. Ya tengo título para el reportaje: Campanas de gloria en Kiev.
***
12 de junio de
1920. Hasta Rivne llega un ejemplar de la Gazeta,
fechado el pasado día 9. Al fin se reconoce la pérdida de Kiev y el retroceso
general del frente hasta una línea adecuada a los intereses polacos, dejando
prácticamente desguarnecida la Ucrania central. Según mis colegas del diario,
se trata de una retirada estratégica, en previsión de una ofensiva roja en
Bielorrusia. Me consta que es así, como también me consta que Petlyura y sus
verdes han tenido que plegarse a las órdenes de Pilsudski. Dicen que ha
prometido regresar, pero lo cierto es que los ucranios ya no tienen tierras
propias, habiendo de ser polacos o rusos. Me acuerdo de la anfitriona del hotel
Tryzub. ¿Lo llamará ahora Budenny o Krasnaya Zvezda?
Voy a solicitar formalmente la documentación como ciudadano polaco.
Aunque no tengo más que veintidós años, he vivido lo bastante como para
aprender que tal vez un león pueda ser Semper
fidelis, pero para un hombre, eso es imposible, o no merece la pena.
5. À
l’impossible nul n’est tenu
2 se septiembre de 1920. Me hallo
en la redacción de la Gazeta, a punto
de salir a comer, cuando me pasan una llamada telefónica: el Atamán en Jefe al aparato. La voz inconfundible de Petlyura me
sorprende:
-
¿Qué tal, galitziano? Estoy en Varsovia. No te
invito a comer porque habrá presencias indeseables, pero sí a tomar un buen
café en el hotel Bristol, a eso de
las tres. Preséntate en el vestíbulo a alguno de mi guardia.
Viste de paisano. Lo encuentro desmejorado, con semblante adusto. No
obstante, sonríe al verme y dice en voz baja: Vamos arriba: que nos sirvan en la habitación. Subimos hasta la
segunda planta, pero no llegamos a entrar en su cámara. Se nos franquea un
saloncito en que quedamos a solas, con un par de vigilantes a la puerta.
-
No he olvidado –me dice- la completa información que
sobre Grigóriev y Makhnó me hiciste llegar con mil dificultades. Vi que, no
solo eras un reportero de primera, sino un patriota sincero y avispado. Te
debía una y te la voy a pagar. Deja pasar un par de días y, luego, haz de esta
conversación el uso que quieras.
Esquematiza unos preliminares que me son conocidos: la nota Curzon;
la exigencia bolchevique para la paz, de desarmar a las tropas ucranias; las
dificultades de Pilsudski para mantener la dureza militar y política, después
de la terrible batalla de Varsovia; el dolor y cansancio polacos para proseguir
la guerra… Concluye:
-
Nuestros aliados polacos se han negado a aceptar las
cláusulas más duras para nosotros, reconociendo que hemos luchado junto a
ellos, leal y bravamente. Pero no
pueden enfrentarse a las Potencias occidentales y al cada vez más preparado
ejército rojo, todo a la vez. Así que…
-
… Adiós, querida República Popular de Ucrania. Fue
bonito mientras duró.
-
Algo así, Stepán. Una vez que los polacos han
recuperado tu Galitzia y la Volinia
occidental, han decidido no tirar más de la cuerda. Pilsudski ha tenido la
gentileza de llamarme a Varsovia para que dé el visto bueno y firmar el final
de nuestra alianza en las operaciones militares contra los rusos.
-
Pero, atamán, siendo así, la antigua Ucrania zarista
está irremisiblemente perdida.
-
No tan pronto, jovencito. Digamos que nuestro
destino queda exclusivamente en mis manos y las de mis hombres. En nosotros
está aliarnos con los blancos de Wrangel
y aprovechar el daño que a los bolcheviques pueda hacer tu amigo Makhnó.
-
¿Y todo eso es definitivo? Piense que todavía no hay
tratado de paz.
-
Lo sé. Los polacos nos ayudarán cuanto puedan –de
esto no puedo darte detalles-, pero ya no lucharemos codo con codo, como antes.
En fin, un político tiene que saber cuándo ha llegado al límite de lo posible,
pero un soldado seguirá luchando mientras tenga un arma. De eso, serás testigo.
Se levanta, dando por terminada la entrevista, que ha durado una media
hora. Ni siquiera hemos tomado el café prometido. Le tiendo la mano, pero
Petlyura me atrae con fuerza a sus brazos. Me despide con estas palabras,
muestra de su interés personal por mí:
-
Al menos, cuando te canses de Varsovia, siempre te
quedará Lviv.
***
Varsovia, 2 de abril de 1921. Querido padre: Como sabrás, por fin
se ha hecho la paz.
Nuestra tierra queda definitivamente asignada a una Polonia engrandecida,
mientras las botas de los bolcheviques sustituirán a las zaristas en las
estepas a un lado y otro del Dniéper. Por lo que yo sé, el anarquista Makhnó
sigue resistiendo como guerrillero, en tanto Petlyura (al que no hace mucho los
socialistas auténticos denostabais) ha de pasar al exilio, no sabiéndose
aún el lugar que constituirá su jaula dorada.
En todo caso, no hace falta ser tan pesimista como yo, para comprender que
Ucrania ha perdido, una vez más, el tren de la Historia.
La razón principal de esta carta no es –como comprenderás- componer una
crónica política, sino comunicarte que en el periódico me han concedido unas
bien ganadas vacaciones, después de casi dos años, las cuales deseo pasar junto
a vosotros. No hagáis ningún preparativo ni me esperéis, pues aún desconozco en
qué día y tren llegaré. Pienso que lo mejor sería que me hospedase en alguna
pensión próxima a casa –por ejemplo, la de la señora Lavrivsky-, para no dar
trabajo a mamá, cuyo delicado estado de salud me preocupa. De todos modos, de
eso ya hablaremos cuando yo esté ahí, cosa que estoy deseando, después de tanto
tiempo sin veros.
Saluda en mi nombre a los amigos de Prosvita,
a quienes siento no poderles llevar el regalo de la reapertura oficial de sus
instalaciones y actividades, con el beneplácito de las nuevas Autoridades
polacas. He hablado de la cuestión con Pilsudski, pero me dice que ha caído en
desgracia política o, por mejor decir, en
el ostracismo, pues la nueva Constitución casi no le concede poderes.
En estas circunstancias, me parece que no se atreve a tomar iniciativas que
puedan ofender a los nacionalistas polacos. Ya hablaremos con mayor detalle
sobre todas estas cosas, que parecen ensombrecer el futuro de los ucranios en
la nueva Polonia.
***
Varsovia, 9 de
noviembre de 1921. Queridísima Olena: Como dijo el gran César, alea
iacta est. Acabo de recibir del consulado francés el visado para
trasladarme a París como residente indefinido, mientras desarrolle el trabajo
de corresponsal de la Gazeta en la capital gala. Inmediatamente, me he
puesto a las gestiones para conseguir algunas otras corresponsalías de menos
pelo, que permitan redondear la economía familiar. Y digo familiar
porque doy por hecho, cariño, que me acompañarás en esta mi nueva etapa
viajera. Sabes que por ti me habría quedado en Lviv, o en el purgatorio si
fuese preciso, pero, dada tu imposible situación matrimonial y la postura
intemperante de tu padre, lo mejor para ambos es poner mucha tierra por medio.
Es gracioso, aunque tradicional: el judío supuestamente discriminado no tolera
que su hija conviva con un gentil, aunque sea tan descreído como yo. Menos mal
que tienes en tu madre un apoyo sólido y una consejera razonable. Son los
buenos efectos de la cultura. He conocido a bastantes canallas cultos y a
muchos analfabetos bondadosos pero, por lo común, nada abre más la mente que la
lectura y el recorrer mundo. Dale las gracias de mi parte por lo que está
haciendo por nosotros.
Tan pronto concluya mis diligencias acá, viajaré hasta Lviv para
redondear los contratos y ayudarte con los últimos preparativos. Es curioso que
tengamos que ocultar nuestros propósitos, como si fuéramos criminales. ¡Bah!,
hemos perdido ya muchos años y hora es de recobrarlos. Así que nos cogeremos de
las manos y emprenderemos el camino, sin volver ni por un momento la vista
atrás. ¡Qué felicidad, querida! El director del periódico –buen conocedor de la Ville Lumière- se ha
ofrecido a buscarme algún modesto apartamento en la zona de Montmartre. Como
sea y donde sea, habrá de ser para los dos el nido de amor más hermoso que
podamos imaginar. Ya ves que, aunque me echaste en cara ser frío y
reconcentrado, también puedo ser en ocasiones –contigo- efusivo y
sentimental.
A propósito de sentimientos, el pasado día 25 de octubre se casaron, al
fin, Pilsudski y la prima Aleksandra (ella se empeña en que la llame así). Su
primera esposa murió a comienzos de este mismo año y, con buen criterio, no han
querido esperar más. Ya sabes que tienen dos niñas, de tres y un año. Yo asistí
a la ceremonia, como pariente próximo de la novia, que lucía muy hermosa, a
pesar de sus casi cuarenta años. Claro que el mariscal tiene cincuenta y tres;
de modo que lo mejor que puede decirse de él en lo físico es que resulta muy
marcial y bizarro. Los detalles te los contaré personalmente, dentro de
unos días. En cualquier caso, creo de buen augurio para nosotros este
matrimonio. De hecho, Aleksandra me embromó por mi soltería y yo, muy
misterioso, le dije: si me obsequias una flor de tu ramo, se la haré llegar
a mi elegida. En fin, que sean tan felices como merecen..., pero mucho
menos que lo seremos nosotros.
6. Encuentros con el
pasado
16 de abril de 1924. Cada
vez estoy más desconectado de los círculos ucranios. Entre eso y lo grande que
es esta ciudad, me pilla por sorpresa la noticia: Petlyura está en París. Muestro una cierta incredulidad a mi
informador y este me responde tirando encima de la mesa el ejemplar de una
revista, el número uno. Leo su cabecera: Tryzub.
Me viene al punto a la memoria la oronda imagen de Olga, la hostelera de Kiev. ¡Qué título tan poco original! Y me río del recuerdo, ante la sorpresa
de mi interlocutor. Le pido más información y me facilita una dirección
imprecisa del bulevar Saint Michel. Iré lo antes posible, pues, sobre el
interés de la noticia, prima el hombre. Creo haber dejado ya escrito que
Petlyura me cae bien, y viceversa.
15 de mayo de 1924. Petlyura llega tarde a nuestra cita. Así
pues, me da tiempo de pasear, arriba y abajo, las dependencias de la República
Nacional de Ucrania en el exilio. En total, una oficina amplia, una biblioteca
que cumple como salón de reuniones y el despacho del Atamán, con la bandera y
fotografías de rigor. Al frente, una joven mecanógrafa francesa y un individuo
con aspecto fiero, que me pregunta en ucranio:
-
¿Es usted amigo de Petlyura?
-
Más bien, estoy aquí como periodista –disimulo-.
La simulación resulta vana, al llegar el Presidente y darme un abrazo de los llamados de oso. Está más delgado y los años no pasan en vano. Su mirada es
triste y se ayuda de un bastón para caminar. Las heridas de la guerra, me dice, aunque sin precisar si son
físicas o espirituales.
Tras la consabida introducción de temas personales y familiares, se
desahoga con tono muy crítico, aunque cariñoso:
-
Así que te has convertido en un perfecto polaco. A
mí no me engañas con que te has ido de Lviv porque tu mujer es judía y su
marido no quería concederle el divorcio. París es muy atractivo y aquí las
noticias proliferan como las pulgas. ¡Pobre Ucrania, a qué has quedado
reducida!
Luego, diserta sobre su asendereado exilio:
-
Polonia es muy otra desde que han ninguneado a
Pilsudski. Tienen miedo a los comunistas y, claro, ya no hay sitio para
nosotros en aquella tierra. Al menos, se dice que ha mejorado la situación de
los nuestros en Galitzia; ya sabes, la apertura de los locales de Prosvita y todo eso. ¿Qué noticias
tienes de allá?
Le confirmo sus impresiones, según lo que me escriben mi suegra y mi
padre. Reflexiona:
-
Stepán, hemos perdido el tren. Los rojos están cada
día más fuertes y consolidados. No hay más que ver a los emigrados rusos.
Afortunadamente, yo he sido escritor y periodista antes que político o soldado.
¡La cultura! ¡La lengua! He ahí las llaves del futuro. El problema es cómo
introducir las publicaciones en nuestro país.
Le muestro mi conocimiento de la revista Tryzub. Estalla de contento y me asegura que aparecerá
semanalmente. Prometo suscribirme, tan pronto termine nuestro encuentro.
Se pierde en alusiones a sus
colaboraciones en periódicos y revistas, con diversos seudónimos, así como las
referencias a los artistas ucranios que pululan por Europa y los Estados
Unidos. Me ruega:
-
Escribe en la Gazeta
sobre nosotros y el apoyo que dimos a las tropas polacas en la guerra contra
los bolcheviques. En Polonia no está todo perdido, mientras tengamos a
Pilsudski en la recámara.
Nos despedimos cordialmente. A la puerta de su despacho, insiste:
-
No olvides suscribirte. Y, si tienes tiempo, escribe
algo para nosotros. No pagamos las colaboraciones, pero no solo de pan vive el
hombre…
En casa, comento la entrevista con Olena. Me escucha unos momentos por
cortesía. En seguida me corta:
-
No quiero saber nada de Petlyura. Cincuenta mil
judíos lo maldicen en sus tumbas.
***
13 de septiembre de 1925. Cubro la actuación del grande y
veterano cantante Didur
en La fanciulla del West pucciniana.
Se trata de entrevistarlo pero, sobre todo, de dar una satisfacción a Olena,
aunque sea en localidades de gran altura.
Buscando el camerino del artista, me doy de manos a boca con un pequeño
tramoyista. Aunque atónito, exclamo y pregunto a la vez:
-
¿Makhnó?
Hay poca luz, pero la respuesta resulta inequívoca, en cortante
ucraniano:
-
¡Coño! ¡El periodista cojo! ¿Pero qué diablos haces
tú aquí?
Tengo que cumplir con el deber, pero antes lo emplazo para que volvamos
a encontrarnos:
-
No te va a ser difícil dar conmigo, bromea. Trabajo
en la Ópera de carpintero y subiendo y bajando telones. ¡Hay que vivir, továrich!
Dos días después, antes de que él entre a trabajar por la tarde,
quedamos en el café del Teatro. Frente a frente, lo encuentro muy cambiado,
pese a no haber transcurrido más de cinco años. Él se da cuenta de mi
apreciación:
-
No lo he pasado muy bien. Ya sabes, derrota y
exilio: Rumanía, Polonia, Dantzig, Berlín y, al fin, París, el centro del
mundo. Mis compañeros anarquistas me han hecho un hueco, aunque les resulto
incómodo. ¿No has leído mi manifiesto?
Tengo que reconocer mi ignorancia. Parece que ha reflejado sus
experiencias bélicas y sociales en una especie de memorias, de las que ha
sacado unas conclusiones demasiado
rígidas y jerárquicas –encampana la voz al decirlo-. Desde entonces, lo dan
un poco de lado, pese a su ejecutoria y valía.
-
¿Sabes quién es mi más feroz crítico? Pues Voline. ¿Te acuerdas de él? Claro,
hombre, el judío sabihondo, que te quiso ganar para la causa en nuestro
campamento de Sentove. ¡El gran intelectual Eichenbaum!
Y se echa a reír con una viveza, que me recuerda al Babko de tiempos pretéritos. Le sigo la corriente:
-
Entonces, ¿se acabó la Makhnovtchina o estás aquí para que te la representen?
-
¡Claro!, va a ponerle música Stravinsky. Te invitaré
al estreno.
Le cuento a grandes rasgos mi vida parisina. Hacemos proyectos vagos
para vernos, incluso con nuestras respectivas esposas e hijas. Intento pagar,
pero lo impide y me dice muy serio:
-
Caballero, está usted en mi casa y, en consecuencia,
es mi invitado.
***
13 de mayo de 1926. Se
confirman las noticias dadas por radio la tarde anterior. Pilsudski ha
encabezado un exitoso golpe de Estado que, según el punto de vista de la prensa
parisina, ha acabado con la democracia en
Polonia. Acudo a la Embajada en busca de mayor información, pero aquello se
ha convertido en una batahola. Como es lógico, la mayor parte de los diplomáticos
y del alto personal ha de temer por sus puestos y tratará de destruir
documentos comprometedores. Pero es tal el respeto y la admiración que
despierta el Mariscal, que todos parecen conformes y hasta aliviados. En
verdad, la situación política era difícilmente sostenible. El Agregado
cultural, que sabe de mi afinidad con Pilsudski y su esposa, me guiña un ojo y
augura:
-
Vaya, vaya, Stepán, dentro de una semana le tocará
ocupar mi puesto.
-
¿Cuál es el sueldo?, replico con sorna.
Olena, entre tanto, ha intentado telefonear a sus padres en Lviv,
infructuosamente. Trato de tranquilizarla:
-
Querida, esos líos solo pasan en Varsovia. Lviv está
para eso en el fin del mundo.
Sigue muy preocupada. Decido aparentar tranquilidad:
-
Anda, viste a la niña y vámonos a dar un paseo.
Volveremos a intentarlo por la noche, cuando haya menor flujo de llamadas.
***
26 de mayo de 1926. Es noticia de primera página en todos los
diarios de París, terrible y curiosamente detallada, como si fuese el texto de
un pequeño drama. He aquí como lo recogen coincidentemente los periódicos:
Sobre las dos y cuarto de la tarde
de ayer, en las inmediaciones de la librería Gilbert de la calle Racine, un individuo como de cuarenta años de edad se
acercó a Symon Petlyura –Jefe del Gobierno de la República Popular de Ucrania
en el exilio-, quien se hallaba paseando después de comer en un restaurante
próximo. Le preguntó en idioma ucranio si era el señor Petlyura y, comprobado
tal extremo, sacó una pistola y disparó contra él cinco veces, estando la
víctima de pie, y otras dos, ya en el suelo, ocasionándole la muerte en el
acto. El criminal permaneció en el lugar, dando grandes muestras de alegría,
hasta ser desarmado sin resistencia por un gendarme. Al ser detenido, exclamó: He
matado a un gran asesino. Ello hace
sospechar que podría tratarse de un judío, que quisiera vengarse de los
pogromos habidos en Ucrania durante la Presidencia del señor Petlyura. Lo
cierto es que, al tiempo de cerrar esta edición, se desconoce la identidad del
homicida, que continúa siendo interrogado en dependencias policiales.
7. De culpables y de víctimas
18 de octubre de
1926. A las nueve en
punto de la mañana, me constituyo en la cárcel de La Santé. Por fin,
tras innúmeras gestiones y trámites, me han autorizado a entrevistarme durante
media hora con el recluso más odiado por los ucranios, el cobarde asesino de
nuestro Atamán, Sholem Schwarzbard, encarcelado en la división 5 de esta
famosa prisión parisina. A las nueve y media aparece en el locutorio mi
objetivo. Quizá trata de impresionarme de modo favorable, pues sonríe
francamente y no aparta de mí la mirada de unos ojos, grandes y negros, que
inspiran confianza. Sus facciones regulares le dotan de cierta belleza. Pese a
su edad reconocida de cuarenta años, su cabello es abundante y totalmente
oscuro, como el recortado bigote que apenas ensombrece su labio superior. Es él
quien rompe el hielo:
-
Aunque pueda parecerle extraño, hay que ver las cosas que tenemos en
común: la raza de su esposa, el amor al periodismo, la amistad de Voline,
haber combatido con Makhnó...
-
En esto último se equivoca, señor Schwarzbard...
-
Llámeme Sholem o, mejor aún, Samuel.
-
Bien. En eso se confunde, Samuel. Yo solo estuve de visita en el
campamento de los anarquistas. Si
usted, como afirma, luchó con ellos, debería saberlo.
La corrección parece
ponerlo en guardia. Protesta:
-
Un
error lo tiene cualquiera. Creí haber entendido a Voline que usted... En
fin, ya veo que acabará por reprocharme que he matado a Petlyura por orden de
los bolcheviques, no en venganza por los miles de asesinados de mi raza por su
culpa.
-
Bien
pudiera darse la coincidencia de ambos motivos. Lo que es más discutible es la
responsabilidad del Atamán por los pogromos, en los que, por cierto, mi esposa
también tuvo parientes sacrificados, sin que por ello llevara sus sentimientos
hasta extremos de desear o consentir una sangrienta venganza.
-
Pues
tendrá un corazón blando y generoso. Por lo que yo he podido constatar, la
mayoría de los de mi raza apoyan esta ejecución.
-
¿Ha
hecho usted alguna encuesta en tal sentido?, ironizo.
-
A
las pruebas me remito. En última instancia, la decisión ha sido solo mía, pero
como portavoz y ejecutor en nombre de mi pueblo.
Veo que es inútil
insistir, pues no estoy para que me den discursos. No obstante, la imagen
amistosa de Petlyura surge en mi mente y retomo el argumento:
-
Ha
hablado usted de venganza. Nada más cierto: todo estaba ya consumado y el
Atamán arrinconado en el exilio. ¿Tiene sentido su muerte? ¿Dónde estaban usted
y sus partidarios cuando Petlyura mandaba y podía hacer algo más por evitar
el genocidio? Su acción me huele a oportunismo y cobardía.
-
Yo
estaba luchando contra esos criminales en las filas anarquistas y... –titubea-
de los rojos. Luego, Petlyura cambiaba de residencia como un vagabundo.
Finalmente –aunque es casi increíble-, yo no lo conocía y tuve que esperar
hasta encontrar una fotografía suya reconocible. La hallé en la enciclopedia Larousse:
una en que estaba junto a Pilsudski...
-
¿En
una estación, rodeados de militares?
-
En
efecto. Creo que fue durante la toma de Kiev. ¿La conoce?
-
Estuve
allí.
La solemnidad de
estas dos palabras, dichas con voz velada, parece impresionarle. Vuelve a su
inquina hacia la víctima:
-
Antes
de sacar el arma, le pregunté si era él. ¿Y sabe cómo reaccionó? Levantando
contra mí el bastón, tratando de apalearme como a un perro. Un perro judío.
Entonces me decidí.
-
¡No
me diga que no iba decidido a matarlo! ¡Si usted mismo lo confesó desde el
primer momento!
-
Nunca
se sabe. Una mirada compasiva, unas palabras de perdón, pueden mucho.
-
No
le creo en absoluto. Se da por seguro que ya había apalabrado con los
bolcheviques la operación. Algunos sostienen que recibió de ellos dinero, al
menos, para prepararla.
-
¡Rotundamente
falso! ¿Quién lo dice? ¿Qué pruebas tienen?
-
Las
pruebas se presentarán en el juicio. Yo solo soy un periodista, que busca
indicios y le basta con informaciones contrastadas. Lo demás, déjelo para su
abogado quien, por cierto, lo es también del consulado de los rojos en París.
-
¡El
señor Torres
es un abogado honesto, que ha defendido a cientos de personas, entre ellas, a
famosos anarquistas! Por eso le pedí que me representara y el accedió. Si tiene
simpatías comunistas, eso no me concierne.
Lo noto alterado
y, por otra parte, está a punto de cumplirse el tiempo concedido. Me levanto para
llamar al carcelero y dar por terminada la entrevista. Me reconviene:
-
Ya
veo que el matrimonio con una judía no le ha liberado de prejuicios.
Ahora soy yo quien se altera:
-
Señor
Schwarzbard, entre mi esposa y usted no hay más parecido que el de su pertenencia
a la especie humana, y aún de eso no estoy muy seguro.
***
30 de octubre de 1926.
Los intentos reiterados de que Makhnó me corroborara o desmintiera las
alegaciones del homicida Sholem han dado, por fin, hoy su fruto. El pequeño Babko ha decidido sincerarse, para dejar las cosas en su sitio –me
dice textualmente-. Charlo con él en un cafetucho del Barrio Latino, pues no ha
querido que nos vean, o espíen, en la Ópera.
-
Lo
del anarquismo de ese tipo –me manifiesta- es una mera cortina de humo, para
desconectarse de sus antiguos contactos con los comunistas. Es posible que el
tal Sholem combatiese algún tiempo con nosotros, pero sin ninguna relevancia. Voline tampoco recuerda que lo ayudase
en tareas de propaganda. Lo que sí está claro es que, durante la guerra civil,
estuvo con los bolcheviques, tanto en la Guardia Roja, como en la Brigada
Internacional. De hecho, fue de los que salieron zumbando de Kiev cuando
entrasteis vosotros, en mayo del año veinte.
-
Sin
embargo, él dice que Voline lo apoya.
-
Lo
ayuda por ser judío y porque ha hecho algo que, de no ser él, tal vez lo
habríamos consumado nosotros.
Decido ni
interrumpirlo, pese a su silencio, pues lo veo con ganas de sincerarse:
-
De
hecho, Stepán, tú sabes de mi odio a Petlyura, por sus violencias y traiciones
al pueblo. Al saberlo instalado en París y dirigiendo una pantomima
nacionalista, hablamos de quitarlo de en medio. Así que, cuando me enteré de
que el judío andaba por ahí diciendo que quería cometer un atentado contra
Petlyura, me pareció que alardeaba y decidí pararle los pies.
-
¿Cuándo
fue eso?
-
Él
quería aprovechar la fiesta popular montada por el cumpleaños del Atamán, para
llegar fácilmente hasta su víctima y eliminarla. Eso iba a ser a principios de
mayo. Nuestra conversación, en
presencia de Voline, sería como un
mes antes.
-
Se
ve que no lo disuadiste.
-
Pues
dio a entender lo contrario. Me figuro que los bolcheviques le apretarían luego
las clavijas. Ya sabes cómo son, cuando deciden liquidar a alguien. Llevaban
cinco años tratando de cazarlo. Y no te lo digo a humo de pajas. En esos días
llegó a París un tal Galip, con órdenes para Schwarzbard, de parte de Moscú o
de Kiev. Lo sé de buena tinta.
-
¿Y
antes? ¿Había contactado con él algún rojo de peso?
-
El
propio judío me dijo que Mikhail Volodin, un agente secreto de importancia.
Entre bambalinas, estaba el propio Rakovsky.
-
En
consecuencia, Néstor, tú eres decidido partidario de la inducción bolchevique
del atentado.
-
Sin
duda ninguna. Ese sujeto nunca me refirió la tesis de la venganza, sino la de
acabar con Petlyura por razones políticas. Más o menos, como nosotros. Eso sí,
alegó para justificar su iniciativa que estaba afectado de una enfermedad
incurable de pronto desenlace y que quería llevarse por delante a Petlyura, ya
que le daría igual la pena que le impusieran.
-
Siendo
así, dime, ¿qué es lo que la muerte puede salvar o la sangre limpiar?
Le pilla de
sorpresa la pregunta pero es un orador nato e improvisa bien:
-
Tú
eres periodista y un buen hombre. Petlyura y nosotros somos políticos y hombres
de acción. Si hubiese podido, él habría acabado con nosotros. Ha sido a la
inversa: ¡qué le vamos a hacer! Pero, eso sí, sin motivos personales. Por eso
no me encaja la teoría de la venganza y del ejecutor que lleva sobre sus
hombros el dolor de todo un pueblo. Claro que, tratándose de un judío…
Me guiña un ojo,
sonríe y se levanta bruscamente:
-
Hoy
te toca pagar a ti, periodista, que esto, evidentemente, no es el Café de la
Ópera.
***
21 de diciembre de 1926. Recibimos la carta de felicitación navideña de
los padres de Olena, es decir, de su madre. Está desolada por la política de
polonización que ha emprendido el Gobierno, apenas Pilsudski volvió al poder.
Desde luego, ha quedado cancelada cualquier iniciativa para crear una Universidad
ucraniana, o que se den clases en ucranio en la enseñanza superior. En lo
referente a las escuelas, han iniciado el cierre de las que imparten docencia
en nuestra lengua nativa. Mi padre le ha comentado que han suprimido casi
totalmente las subvenciones oficiales a Prosvita.
En resumen, parecen estar sembrando la simiente que, dentro de unos años,
pueda desembocar en imponer una Galitzia totalmente polaca –quién sabe si con
trasvases de población-. Al final, añoraremos el Imperio de Francisco José que,
cuando menos, era menos eficaz y, si
imponía algo, era la cultura germánica, incomparablemente superior a la
polonesa, digan lo de dijeren. En resumen –concluye Noemí-, tendremos que entonar un réquiem por el
Imperio difunto.
París, 30 de octubre de 1927. Querido padre: Te escribo aún bajo la
indignación y la sorpresa que me ha producido el desenlace del juicio por la
muerte del Atamán Petlyura, que se ha desarrollado en siete sesiones, desde el
pasado día 18. En realidad, lo que sigue es, a grandes rasgos, un resumen de
las crónicas que he estado enviando a mi periódico de Varsovia y que acabo de
saber que no se han publicado, porque no
querían crean controversia con la Unión Soviética, ni desairar a la República
Francesa, criticando duramente su Justicia. Será cierto, como lo es que mi
otrora admirado Pilsudski ha olvidado a los ucranios que, dirigidos por
Petlyura, lucharon leal y bravamente, por
su libertad y por la nuestra. Allá el Mariscal y el director de la Gazeta con su conciencia.
Pues bien, todo comenzó por el
interrogatorio del tal Schwarzbard, quien se deshizo en un mar de mentiras e
imprecisiones, desde las relativas al lugar y tiempo de su nacimiento, hasta
las residencias que había tenido, gentes con las que había luchado y relaciones
con los bolcheviques en Francia. Todo lo que pudo sacársele en limpio –y con
reiteración molesta- es que había luchado en la Guerra Europea bajo las
banderas francesas, con honor y valentía, mereciendo por ello la concesión de
la nacionalidad gala, así como la pérdida de casi toda su familia en los
pogromos de 1919, supuestamente conocidos y consentidos –cuando no ordenados-
por Petlyura.
Siguió el desfile
de lo más granado de la vieja guardia ucraniana,
encabezada por sus militares más ilustres. Resultó un poco pesado escuchar a
unos cincuenta testigos que el Atamán en Jefe era un celoso defensor de la
integridad de sus judíos; que incluso
tenía íntimos colaboradores que lo eran, y que la situación era tan anárquica,
que nadie podría haber hecho más para impedir las masacres. En esto, concedo
gustoso la palabra a tu nuera Olena, cuando dice: No es extraño que no lo supiera, o no pudiera evitarlo: se mata tan
rápido a cincuenta mil personas… Quizá no sean tantas, pero dicen los estudiosos
que de cuarenta mil no baja la cifra de asesinados.
El golpe de efecto
vino cuando había de practicarse la prueba de la defensa. Había ochenta
testigos convocados, algunos tan ilustres como Gorki o Einstein. La primera era
una joven enfermera, llamada Haia Grinberg, que sobrevivió al pogrom de
Proskuriv. Su declaración fue verdaderamente emocionante y de primera mano.
Según ella, los verdugos decían actuar cumpliendo órdenes del Atamán en Jefe y
obraron con absoluta impunidad. El testimonio fue muy extenso, llevó toda una
sesión. Y, cuando iba a iniciarse en la siguiente el inacabable desfile de
testigos, el defensor Torres sorprendió a todos: Tenía bastante; no necesitaba
molestar más a las personalidades que esperaban para declarar, ni al jurado que
había de decidir (formado, todo él, por ciudadanos ordinarios, no
profesionales).
Acabada la prueba
de forma tan abrupta, el fiscal y la acusación de la esposa y el hermano de
Petlyura pidieron pena de muerte, por asesinato con premeditación y alevosía.
Y, cuando se esperaba que el acusado reconociera su culpabilidad, con las
atenuantes de apasionamiento, confesión y entrega voluntaria, he aquí que se
destapó declarándose inocente, cosa que su defensor explicó: Schwarzbard mató,
pero no es culpable. El culpable es Petlyura, genocida y responsable de haber
colocado a su cliente en la necesidad y obligación moral de tomar las armas y
hacer, en nombre de todo su pueblo, lo que cualquier persona de conciencia
debería haber hecho desde un principio.
¿No te parece un
disparate semejante legitimación absoluta de la venganza? Pues para el jurado no
debía de serlo, y te explico. Los acusadores hicieron extensos y profusos
informes para convencer de que el acusado era, más que nada, un esbirro de los
bolcheviques y que, en cualquier caso, no se podía dar a un ciudadano
particular los derechos de juez y verdugo, aplicando la venganza como si fuera
la ejecución de un convicto. Y, otra vez, el tal Torres sorprendió a todos con
un alegato de menos de cinco minutos, basado en que no puede condenarse a un
hombre que lleva sobre sus hombros la carga de hacer justicia en nombre del
dolor de todo un pueblo; cosa –según él- que debía conocer mejor que nadie un
jurado de franceses de París, curtido en los ideales de la Revolución de 1789.
¡Francia no sería Francia, ni París sería Paris, si consideraran culpable al
acusado y no a su víctima!
Hecho. Media hora
de deliberación y el jurado declaró inocente a Schwarzbard de los cargos
criminales. Fenomenal algarabía en la sala; gritos y aplausos, casi todos a
favor del homicida. Faltaba aún la bofetada final a la Justicia, más dolorosa
aún, por serle dada en el rostro de la viuda y del hermano de Petlyura, a
quienes se reconocía el derecho a ser indemnizados… en un franco, cada
uno.
¿Habrá apelación,
manifestaciones, rechiflas, al menos? ¿Desaparecerá el jurado puro de la faz de
este país? ¿Quitarán al insigne Torres el derecho a vestir toga en sede penal?
Nada de eso, por supuesto. No hay que echar leña al fuego de las tensas
relaciones de Francia con la Unión Soviética. Es preferible sufrir el ludibrio
de los periodistas y enviados extranjeros, que se han despachado a gusto pero
que, a fin de cuentas, forman parte de naciones pacíficas y democráticas que,
hasta ahora, no mandan a sus peones a Francia, a matar a políticos asilados,
con el pretexto de que fueron unos criminales notorios.
En cuanto a los
diarios franceses, me dan náuseas. Unos lo cuentan todo según sus intereses
políticos; otros, informan escuetamente y sin opinión, para no apartarse de las
consignas del Gobierno. Verdaderamente, si en eso consiste el periodismo libre,
prefiero lo que ha hecho conmigo la Gazeta,
censurando aquello que no puede consentir. Al menos así no ha aparecido mi
firma al pie de un papel, apto –si acaso- para su uso en el retrete o en la
pescadería.
Como ves, papá,
aún tengo cierta capacidad de indignación. Para el entusiasmo me queda mucha
menos. Con todo, es posible que, aun habiendo llegado tan joven a la condición
de escéptico –como me llamas-, tenga
todavía ciertas posibilidades de redimirme de ella. A ver si mis semejantes me
echan una mano para ello.