El código del honor
(entrega tercera)
Por Federico Bello
Landrove
-
Ese
es el emblema de la familia. Y, en cuanto a la de mis padres…
Era demasiado.
Incliné levemente la cabeza y salí pasillo adelante, camino de los zapatos y la
salida. La pobre señora, imposibilitada de seguirme, quiso no obstante
devolverme la gentileza aviar, con un esfuerzo de memoria:
-
Ahora
recuerdo que Keiko trabajaba hoy en una naviera junto al Taisan-ji. Supongo que
comerá al aire libre de lo que se llevó de casa… Hacia mediodía. Claro que, si
no la conoce… Creo que llevaba un vestido rosa.
Miré el reloj: las
once y media. Tenía el tiempo justo, con la ayuda de un taxi.
***
Resultó que el
lugar aludido era un precioso conjunto de templo budista y jardines,
mundialmente afamado. La verdad es que también para mí resultaba familiar,
aunque no recordaba por qué. Al fin, di con la razón, al memorizar las
fotografías de Keiko: ¡era el lugar donde ella y Tomoru se habían retratado,
varios años antes!
Con todo, yo estaba
casi ciego a la belleza arquitectónica y a la explosiva floración de hortensias
y camelias. Solo me interesaba una hermosa joven vestida de rosa, con una cesta
de comida a su lado. No era fácil la búsqueda, pues el recinto era amplio,
frondosa la vegetación, numeroso el público. Al fin, a eso de la una menos
veinte, la vi en las inmediaciones del Karesansui[1],
paseando, ya con el canasto al brazo. En casos así, siempre me ha gustado la
sorpresa; así que me acerqué a ella por detrás y susurré:
-
Señorita
Chigai, veo que ya ha comido. ¿Puedo invitarla a tomar el té?
La sorpresa duró
lo que tardó en ver mi rostro caucásico, que debió asociar inmediatamente con
la nota de la noche anterior:
-
Lo
siento, ya he tomado. Lo traía en el termo.
Puede resultar ridículo,
pero esas prosaicas palabras fueron las primeras que escuché a Keiko.
Me presenté
formalmente y quedé cortado acto seguido, sin saber bien cómo ni cuándo
plantear la cuestión. La verdad es que la joven no me facilitó mucho las cosas:
-
Kelso-san[2],
tal vez no sea momento para hablar de ciertas cosas, pues he de volver
inmediatamente al trabajo. En cualquier caso, quiero dejar clara una cosa:
Tomoru es ya para mí poco más que un fantasma del pasado y un hermoso recuerdo.
No me siento cómoda recibiendo mensajes del más allá, que no otra cosa será lo
que usted venga a transmitirme.
Aunque los años y
las privaciones no habían pasado en vano, pensé que ni las fotografías, ni las
descripciones de su prometido le habían hecho suficiente justicia. Estaba
deslumbrado. Así que insistí:
-
Le
doy la razón en que no tiene sentido precipitarse. Vaya a su trabajo. La puedo
esperar a la salida, o quedar citados en los próximos días. Aún tengo licencia
para otros cuatro. Pero, por favor, no deje de escuchar el mensaje que le
traigo pues, contra lo que se figura, no mira al pasado, sino que se proyecta
al porvenir.
Keiko quedó
perpleja por un momento. Luego:
-
Todos
luchamos por un futuro de esperanza, que no esté escrito en el ayer. Bastante
hemos sufrido ya, cantando a la tradición y luchando por los valores llamados
eternos.
No me sentía con
ganas de discutir y hasta agradecía dejar para más adelante el fraudulento
mensaje. Me limité a decir:
-
La
acompaño. ¿Vuelve a la naviera?
-
¿Cómo
sabe que…?
-
Por
su madre. Tuve el honor de saludarla esta mañana, cuando acudí a su casa en
busca de usted.
-
¡Ah,
ya! Pues no se ha dado usted prisa ni nada… En fin, esta tarde me toca un
restaurante por aquí cerca. No es muy lujoso pero podría tomar algo allí, ya
que intuyo que, con las prisas, no habrá comido.
-
Buena
idea. Y puedo esperarla hasta que termine.
Repentinamente,
Keiko explotó:
-
Kelso-san. Ya no soy la ilustre descendiente
de la casa de Chigai. No estudio Química en la Universidad. No me dedico a la
caligrafía ni al ikebana[3].
He olvidado a Tomoru y conocido a otros hombres. Odio el trabajo que realizo;
odio a los americanos; mi madre y yo malcomemos en una casa medio hundida.
¿Está seguro de que aún quiere darme ese mensaje y perder el tiempo tratándome
como a una señorita de la alta sociedad?
La elocuencia
nunca ha sido mi fuerte. Apenas le repliqué:
-
Pese
a la guerra, yo sigo siendo el mismo de siempre y tengo una promesa que cumplir. ¿Cuándo y dónde quedamos?
Estábamos a la
puerta del parque, a punto de cruzar la avenida, camino del restaurante. Keiko
se resignó:
-
Mañana,
a las cuatro, en este mismo lugar.
La vi alejarse,
algo vencida por el peso del cesto y de los recuerdos. Sin embargo, yo no me
sentía avergonzado ni culpable. No tenía ya otra idea en la cabeza que la de
conseguirla; sin matices, sin reparar en obstáculos, sin medir las
consecuencias. Conquistarla y después… Después, ya veríamos.
***
Era mi último día
de estancia autorizada en Kobe. Nuevamente, me hallaba en la mansión Sumiki,
solo que, esta vez, a solas con el señor de la casa y no para dar, sino para
pedir.
En estático
silencio, mi anfitrión escuchó la amarga historia que hube de contarle, sobre
los días pasados, entre Keiko y yo. De cómo Tomoru, desesperado de morir sin
cumplir su palabra, me había confiado la protección y el destino de su novia.
De mi viaje para cumplir el voto, ignorando aún si sería necesaria mi
intervención, ya por matrimonio de la joven, ya por estar atendida en todos los
aspectos. De mi firme y sincero
ofrecimiento de unión y el rechazo frontal que este había recibido, sin aclarar
debidamente motivos ni desafectos. Sumiki, al fin, contestó:
-
¿Le
parece poco motivo no conocerle a usted sino de unos días? Usted, un enemigo,
que mató a su prometido y que carece de cualquier arraigo en nuestro país. Por
otra parte, su deplorable situación económica es fruto del excesivo orgullo
para aceptar nuestra ayuda. ¿Cree usted que dejaríamos que cayese en la miseria
y en un posible oprobio la prometida de mi querido hijo?
-
Comprendo
sus argumentos y sus deberes, señor, pero también yo tengo los míos, para los
que creo poseer el derecho de recabar su ayuda.
-
Explíquese,
capitán.
Y entonces le
expuse, ce por be, los puntos de honor y tradición que había aprendido en Tokio
del señor Endo. Sumiki pareció sumirse en reflexión profunda durante un minuto
eterno. Finalmente, peroró:
-
Me
cita usted deberes y costumbres que nunca formaron parte integrante del bushidō. Por otra parte –y perdone que
se lo recuerde-, no es usted un samurái, aunque haya aprendido algunas de sus
artes y se le suponga la honorabilidad, como oficial del ejército. No tiene
ninguna obligación de satisfacer la petición de mi hijo ni, mucho menos, Keiko
tiene el deber de convertirse en su esposa, o en su concubina. Rechace de plano
tales consejas de los viejos tiempos, vuelva a su país con nuestra gratitud y
cásese allá con una mujer de su misma raza y costumbres. Por mi parte, le
prometo hacer por quien fue novia de mi hijo cuanto esté en mi mano, al menos,
mientras permanezca soltera.
No tuve, pues, más
remedio que pasar a la segunda parte del discurso de Endo. Así:
-
Agradezco
su información y sus consejos, pero aún hay algo más, que creo no admite
réplica. Si me atrevo a formularlo, no es por capricho o por vicio, sino porque
estoy seguro de que el matrimonio con Keiko haría nuestra felicidad. Me refiero
al deber que tiene usted, como padre de un samurái fallecido, de ayudarme a
cumplir para con su hijo las promesas que le hice antes de morir.
El señor Sumiki se conmovió y
entrecortadamente repuso:
-
¡La
voluntad de mi hijo! ¡Su promesa de cumplirla! Más le habría valido morir en el
acto, sin sufrir por la suerte de Keiko, ni imponer a otro una pesada carga.
Calló, pero quedó con la boca entreabierta y los ojos fijos en los míos,
como esperando a tomar fuerzas para proseguir. Le llevó algún tiempo, pero, al
fin:
-
Su
petición no admite ninguna réplica, ni más límites que los del honor. Cuente
con que haré valer mis mejores oficios ante Keiko Chigai y su madre. Apoyaré su
matrimonio con energía y le haré llegar a usted el resultado de mi gestión.
Todo sea por mi hijo y su generosidad para con él y toda nuestra familia.
La entrevista
había concluido. Me acompañó, contra la tradición y la diferencia de clase,
hasta la puerta del jardín. Tenía algo que decirme, rompiendo la continuidad
con lo que solemne y fríamente se había debatido en el salón:
-
¿Sabe,
Kelso-san? Algo me dice que es un
hombre fuera de lo común, más allá de guerras, odios y convencionalismos. Tal
vez esté yo equivocado y sea usted un verdadero samurái; con demasiado corazón,
pero un samurái. Si Keiko tiene algún punto
flaco –y todas las mujeres lo tienen-, le aseguro que lo encontraré.
5. La esposa del samurái
Al partir David de Kobe para Tokio, mis sentimientos eran
ambivalentes. De una parte, había conocido a un extranjero sabedor y respetuoso
de las cosas de mi tierra, de las tradiciones de mi clase social; a un hombre
que, más allá del deber, decía quererme y sabía y podía tratarme como a la
señorita que un día fui, como a la mujer que, en el fondo, nunca había dejado
de ser; pero, sobre todo, a un compañero que conocía mis miserias, comprendía
mi desgracia y parecía leer en mi alma, entre la hojarasca y la neblina de mis
caídas y mi dolor.
Mas, por otra
parte, aquel sujeto era oficial de un ejército enemigo, que había sumido a mi
pueblo en la derrota, en la ruina a mi ciudad, en la muerte a mi familia; el
individuo que había matado a Tomoru y pretendía ser el heredero de mi corazón;
el samurái de pacotilla que quería imponerme su voluntad, ¡a mí!, descendiente
de una de las familias más nobles del Imperio. Sus palabras resonaban
constantemente en mis oídos, ya como el dulce tañido de una campana al
atardecer, ya como el rugido del volcán a punto de arrojar su lava:
-
He
de regresar a Tokio, pero volveré pronto y espero en el alma que cambien tus
sentimientos hacia mí o, cuando menos, me permitas demostrarte plenamente los
míos.
Los días pasaban
ligeros, pero las noches eran lóbregas y pesadas. Me sorprendía a mí misma
cantando al fregar y buscando su ciudad en el mapa, pero el sueño había huido
de mis párpados y me resultaban insoportables las atenciones de los camareros y
de los amos de las casas en que limpiaba. Llegó en seguida su primera carta,
larga, expresiva, cariñosa, acompañada de una vista de la Explanada del Palacio
Imperial. Y, entonces, recibí una nota de Sumiki-san, para que pasase a visitarlo. Es cierto que me trató con toda
consideración, pero su mensaje y expresión no dejaban lugar a dudas.
De modo firme e
insistente, me recordó sus obligaciones para con David, por la forma excelsa en
que se había comportado con su familia; el deber en que estaba de apoyar la
última voluntad de Tomoru; el deseo de buscar mi bien y de labrarme un futuro,
más allá de vivir del pasado. Encareció los valores y virtudes del pretendiente
y, de forma para mi dolorosísima, concluyó:
-
Como
mujer noble, tienes todo el derecho del mundo de rechazar ayuda y solicitudes
de matrimonio, de vivir de tu trabajo y aún de unirte a tu prometido más allá
del tiempo, si te place. Para lo que no tienes facultad ni motivo ninguno, es
para arrastrar también a tu madre a la miseria, a perder la dignidad en los
dormitorios de las casas que limpias o en los vestuarios de los bares que
frecuentas, ni a ofender la memoria de mi hijo entre liviandades y ocupaciones
infamantes. Tienes la oportunidad de tu vida para redimirte del dolor y la
pobreza. Cuando acordé con tu difunto padre el matrimonio con mi hijo, es
evidente que no había amor en tu corazón y dudo de que lo haya podido haber
nunca. No será diferente ahora. Sois muy distintos, pero el mundo ha cambiado
con la guerra y el Yamato[4]
no volverá jamás.
Indiferente a mis
sentimientos, insensible a las lágrimas que su apóstrofe hacía brotar por su
vehemencia y su injusticia, pasó a la parte práctica
del trato que propugnaba. Con el matrimonio, yo quedaba a salvo de
contingencias económicas negativas, pero, a mayores, él se comprometía a dotarme
convenientemente y a pasar una pensión a mi madre, hasta su muerte. Era su
tributo –dijo- a la memoria de Tomoru y al respetuoso recuerdo de mi padre y de
mis hermanos.
Fue lo
suficientemente benévolo –o sabio- como para no pedirme una inmediata respuesta.
Me dio tres días, pasados los cuales habría de regresar a su casa para
contestarle. Entre tanto –exigió- deja inmediatamente
tus actuales labores. Hasta el matrimonio, yo te buscaré colocación en mi
empresa. Salí de la casa dando tumbos, como si no viese donde pisaba. No
obstante, un pensamiento me atenazaba, que convertí en palabras tan pronto me
encontré en la calle:
-
¡Maldito
seas, Sumiki-san. ¿Por qué no me has
ofrecido hasta hoy tu ayuda para encontrar mejor trabajo?
***
Aquellas tres jornadas
las tengo marcadas en mi vida como los
tres días del odio. Todos y todo lo que me rodeaba me producía desprecio o
repugnancia. Mi país, rencoroso y sin oportunidades para sus hijos; mi trabajo,
sucio y lleno de manos rijosas; la casa, ruinosa y sin las mínimas comodidades;
mi madre, pesada carga y charlatana insoportable; el difunto Tomoru, que
disponía de mi vida desde el más allá; su familia, poderosa y engreída, que
solo me había ofrecido limosnas y ahora quería quitarme la libertad; y, para
concluir, aquel americano pertinaz y untuoso, que había invadido mi pequeño
mundo, ofreciéndome un cariño que yo no me sentía capaz de compartir. Y lo peor
es que todo se confabulaba para dejarme sin más salida que entregarme como una
mercancía, en aras de la seguridad de mi madre y de la supuesta moralidad de mi
vida. Sentía que me asfixiaba, que iba a entrar en una cárcel de imposible
salida, a no ser que…
Sí, evidentemente,
a no ser que pusiera fin a mi vida. No era la primera vez que, en la soledad de
mi cuarto, tras una jornada más de agotador e innoble trabajo, lo había
pensado, pero ahora era distinto: no era el suicidio de los desesperados o de
los cobardes. Era la búsqueda de una forma noble de morir, fiel a mi prosapia y
tomando venganza de quienes no habían sabido respetar mi dignidad. El patriarca
Sumiki y aquel necio americano habían invocado el código de honor del samurái.
Yo iba a pagarles con la misma moneda. También la mujer del guerrero, la hija
del noble, defendería su honra y sus derechos. Y bien sabía una Chigai cómo
hacerlo.
Como primera
providencia, acudí a la cita con Sumiki-san
y, sumisamente, le mostré mi predisposición de acatar sus deseos y aceptar la
propuesta de matrimonio. No teniendo familiares próximos varones que negociaran
la dote ni la pensión de mi madre, le pedí aceptase establecer directamente
conmigo el contrato. Me replicó con desdén:
-
Habrás
de tratar con mi hijo Yukio. He delegado en él los asuntos económicos
ordinarios de nuestra familia.
Así lo hice y
puedo asegurar que resultó un acierto. El hijo, que había servido a las órdenes
del desgraciado general Yamashita, había perdido un brazo en la guerra, pero
ganado un sentido de la humanidad y del respeto a los pobres, de los que su
padre carecía. Desde el primer momento, fijamos un valor razonable para la
dote, tal vez bajo, a cambio de convertir la pensión para mi madre en un
capital, cuyo interés le aseguraría una buena renta vitalicia. Como uno de los
pocos rayos de sol de aquellos días, Yukio alabó mi comportamiento:
-
Pareces
despreciar la dote pero, en cambio, te preocupas mucho por tu madre. Eso te
honra.
Claro que el
desinterés por la dote corría parejo con el que sentía hacia mi futuro
matrimonio. No obstante, respondí con una razón más confesable e igualmente
cierta:
-
Estoy
segura de que el novio siente por mi dote aún menos avidez que yo.
Concluidas las
negociaciones y firmados los contratos, pedí dos favores al señor Sumiki, que
parecía bien predispuesto hacía mí en aquellos momentos.
-
Lo
primero, Sumiki-san, el trabajo
prometido. Tengo que llevar algo de dinero a casa, hasta que se celebre el
matrimonio.
-
Concedido,
puesto que fui yo el primero en ofrecértelo. ¿Qué más quieres?
-
No
ver al novio hasta el día de la boda. He de hacerme a la idea y temo que su
presencia encienda mis ánimos y me impulse a romper el compromiso.
-
Viviendo
él en Tokio, no creo sea difícil, aunque los occidentales… A propósito, ¿cómo y
dónde querrías casarte?
-
Es
mi voluntad celebrar la boda por el tradicional rito shinto[5],
en el templo Taisan-ji. Allí unieron sus vidas mis padres.
-
Será
divertido ver al capitán con kimono. Mi familia correrá con la organización y
los gastos, y te acompañaremos en tan señalada ocasión.
***
Estaba cayendo la
tarde. Ya vestidos de calle y después del banquete nupcial, mi esposo y yo nos
dirigimos en taxi al hotel Oriental,
donde había reservado una suite para
pasar la noche de bodas, que yo tenía decidido fuese de duelo. Dos grandes
ramos de camelias, rojas y blancas, saludaron nuestra entrada desde búcaros de
plata, aunque entendí su lozanía como un sutil canto funerario. Me adelanté al
dormitorio y dejé el bolso sobre una de las sillas. Dentro iba el kaiken o cuchillo de buena suerte, que
había recibido como regalo de bodas, al que iba a darle bien pronto un destino
más acorde con la tradición y con mi honor. David me llamó desde la sala, de
manera festiva:
-
Esposa
mía, no tengas tanta prisa en pasar a la alcoba, que aún tengo algo que
decirte.
Me senté en el
sofá, mientras él desplazaba su sillón hasta dejarlo frente a mí, separados por
una mesa baja. Por su gesto y el brusco cambio de registro, comprendí que se
trataba de una cuestión importante. Despaciosamente, midiendo el significado de
las palabras, pronunciadas en una lengua todavía frágilmente poseída, y
mirándome muy fijo, como prueba de absoluta veracidad, dijo:
-
Mucho
te amo y en este matrimonio he apostado mi vida, pero no quiero que nuestra
convivencia se cimente sobre una mentira que, como hasta ahora nos ha unido,
pueda en el futuro separarnos. Yo no maté en duelo a Tomoru, ni hube de
perdonarle la vida para que continuase con ella. El combate no fue a muerte y,
tras él, todavía vivió unos días, hasta morir en acción de guerra en la que yo
no tuve parte alguna. En los momentos que pasamos juntos, trabamos amistad y
compartimos los recuerdos de nuestra vida anterior. Él me habló de ti, ponderó
extraordinariamente tu carácter y tu belleza. Nunca me hizo prometer que te
desposaría si él faltaba, pero yo así he querido entender sus alusiones y su
dolor por la separación, que hicieron brotar en mí, todavía sin conocerte, la
esperanza y el cariño, simbolizados en esta fotografía que he llevado conmigo
desde entonces.
Me tendió un
pequeño retrato, oscurecido y ajado, en el que inmediatamente reconocí el que
me hice en un fotógrafo ambulante junto al puerto, y que envié a Tomoru con la
primera carta que durante la guerra le escribí.
-
Esta
es –prosiguió- mi mentira y mi vergüenza, reconocidas por sinceridad, pero no
con arrepentimiento. Si tu corazón guarda un ápice de piedad y confianza, dame
un tiempo para mostrarme a ti como soy y para que intente prender en tu alma el
amor que rebosa de mi pecho. No exigiré ni pediré nada que tú no quieras darme,
¡nada! Empieza conmigo una nueva vida y,
si llegares a estar segura de haberte extraviado, me marcharé de tu lado y de
tu patria, y no volverás a saber de mí.
Calló, sumiéndome
en la confusión más absoluta, de la que -¡pobre de mí!- pretendí escapar de la
forma que parecían imponer las reglas que hasta aquella situación sin salida me
habían llevado. Comprendí al punto que debía respetar la vida de mi esposo,
puesto que nada había tenido que ver con la muerte de Tomoru, ni pretendía
forzar mi cuerpo ni mi voluntad. Ciertamente me había conseguido con embustes
pero ¿no me había dejado yo prender en la red? ¿No era más culpable que él el
señor Sumiki? En fin, ¿no había yo quebrantado las sagradas promesas del
matrimonio para así tenerlo a mi merced y arrancarle la vida en el tálamo?
Él permanecía
entre tanto silencioso, con la mirada baja, esperando una respuesta. Mas no
eran palabras lo que mi mente elaboraba, sino la decisión sobre mi propia vida.
Y en este punto, permanecía inflexible. Había sido llevada al matrimonio con
presiones y engaños; había profanado las sagradas promesas y las comunes
libaciones[6]; no quería a aquel hombre,
cuyo amor enredador y meloso me arrastraba, sin embargo, como a los pescadores
las hijas del dios del mar. No lo pensé más. Me levanté del diván y fui rápidamente
en busca del bolso, que abrí, extrayendo de su interior el saquito de rico
brocado, en que guardaba la afilada lengua de acero. Ya con ella en la mano, me
asaltó el absurdo pensamiento de que, como mujer, infringiría los ritos del jigai, si no ceñía mis piernas con un
lazo[7], para no caer y quedar en
postura deshonrosa. Fue por unos instantes, pero lo suficiente para que David
se percatara de mi designio y tratara desesperadamente de impedirlo.
Impulsé el
cuchillo hacia mi cuello, pero el brazo de mi esposo alteró el recorrido del
arma, que rasgó su mejilla y fue a clavarse levemente en mi seno. Forcejeamos,
al tratar yo de repetir más eficazmente el golpe, y caímos al suelo, al tiempo
que la empuñadura lacada del kaiken resbalaba
entre mis dedos y el cuchillo quedó reposando a mi lado, sobre la alfombra. Sin
cuidarse de cosa alguna, David me incorporó, con la espalda contra la cama
occidental, se me abrazó dulcemente, con la cabeza reposando en mi pecho y, en
un susurro incontenible, repetía: perdóname,
perdóname…
Paralizada y
atónita, levanté la vista al frente y, en la luna del lujoso armario ropero,
contemplé aquella escena, tantas veces vista cuando estudiante, en el teatro de
marionetas o en las películas por entregas. La mujer, maltratada y sufrida,
recibía al fin el reconocimiento de su amado quien, abrazado a ella, le pedía
perdón y declaraba su amor. El marido estaba de espaldas pero la esposa tenía
mi rostro, aunque estuviera fuera de mí y su corazón fuese mucho más tierno y
esperanzado que el que latía en mi pecho, con fuego y rapidez inusitados.
Sí, desde luego lo
había visto muchas veces, siempre escondiendo las lágrimas a los compañeros,
que reían con aquellos argumentos inverosímiles. Y sabía lo que haría la
esposa, lo que tenía que hacer la actriz a quien le había tocado representar
ese papel. Era muy fácil; bastaba con decir: Amor mío, te perdono y te entregaré toda mi vida para nuestra
felicidad. ¡Vamos, adelante! ¡Dilo ya! ¿Qué te lo impide?
Siempre fui una
actriz mediocre. En el colegio nunca pasé de hacer papeles sin frase. La mujer
de enfrente continuaba muda, pero lentamente, muy lentamente, iba estrechando
en sus brazos el torso del marido y, posando una mano en su cabeza, le
acariciaba suavemente el cabello.
A la luz del
atardecer, reflejada en el espejo, la escena empezaba a resultar conmovedora
por su dulzura y su verismo, pero le faltaba fuerza. En eso, noté que en el
vestido blanco de la joven esposa, brotaba una flor roja, justo donde el marido
reclinaba su cabeza. Me miré y vi como, en efecto, la sangre de David y la mía
se mezclaban, lenta e indisolublemente, como una metáfora de vida y de
fertilidad.
[1] Literalmente, jardín seco, en que los componentes minerales (piedras, grava,
arenas) son tan importantes como los vegetales. Responde a una filosofía
budista de la contemplación de la naturaleza.
[2] San,
tratamiento japonés de moderado respeto, por ejemplo, hacia personas mayores o
poco conocidas. Se utiliza como sufijo del nombre o apellido de la persona a la
que se dirige.
[3] Arte de los arreglos florales.
[4] Palabra anfibológica, aquí empleada como el
“Japón tradicional” o el “Japón de antaño”.
[5] Shinto,
o Sintoísmo, junto al budismo, la religión más importante en la historia de
Japón.
[6] Las libaciones rituales con el licor llamado sake o saki forman parte de las bodas por el rito shinto.
[7] Jigai
significa suicidio, ya sea en general, ya el ritual de la mujer ofendida. La
alusión al enlazado de las piernas es completamente real, en sí y en su
objetivo.