sábado, 3 de noviembre de 2018

A VUELTAS CON LA GENÉTICA. ENTREGA NÚMERO 9


A vueltas con la Genética. Entrega nº 9


Por Federico Bello Landrove

     El mundo de la Genética está en constante evolución. Esta serie de ensayos pretende ser una aproximación a algunos de los avances y descubrimientos científicos más recientes en la materia. Al propio tiempo, puede suponer una actualización del trabajo general presentado en este blog, bajo el título de Lamarck y Darwin se unen: Revisión general de la doctrina en materia de aleatoriedad de las mutaciones.



1.      Una ojeada a nuestra historia evolutiva


     Al haberse acabado de secuenciar, no solo el ADN actual de nuestra especie, sino el de todos los grandes monos (gorila, orangután, bonobo, chimpancé) y buena parte del de nuestros parientes homínidos más próximos (neandertales, denisovanos), los genetistas han decidido entrar a fondo en las grandes preguntas y tratar de precisar no solo lo que nos hace humanos (es decir, las diferencias o caracteres más sobresalientes y diferenciales del Homo sapiens sapiens), sino los fundamentos genéticos de los mismos. Un reciente número monográfico de la benemérita revista Investigación y Ciencia[1] ha sido dedicado al tema de nuestra historia evolutiva. En este apartado del ensayo he recogido los artículos más relacionados con la Genética, algunos de los cuales luego desarrollaré, con base en ulteriores lecturas.

     La mente neandertal.[2]

      Como se sabe, los neandertales son homininos extintos, que vivieron en Eurasia entre 350.000 y 39.000 años antes de Cristo, más o menos. Tradicionalmente, han sido despreciados por entender que tenían un cerebro funcionalmente muy inferior al de nuestra especie, así como por el mero hecho de haberse extinguido sin linaje que continuara la suya. Con todo, recientes estudios parecen confirmar que tuvieron capacidades similares a las de Homo sapiens sapiens (en lo sucesivo, H.s.s.), cosa que ahora empieza a poder dilucidarse genéticamente, aprovechando la circunstancia de que durante un periodo de varios milenios (entre 6.000 y 10.000 años) los neandertales coexistieron con los sapiens y llegaron a hibridarse, al no existir una barrera reproductiva. Hay hombres actuales que comparten hasta un 2% de su genoma con los neandertales. El hecho de que los genes compartidos no sean siempre los mismos, permite llegar a conocer entre uno y dos tercios del genoma del Homo neanderthaliensis (en lo sucesivo, H.n.). La pregunta brota espontánea: ¿en dónde se encuentran las principales diferencias entre el genoma de H.s.s. y el de H.n.?
     Los primeros pasos en la respuesta a tal interrogante parecen enfocados hacia los genes implicados en el desarrollo y las funciones cerebrales, como puede ser el lenguaje. Pero también es posible que las diferencias se expliquen, no porque los genes sean distintos, sino por la activación o desactivación de los mismos. El genetista de la Universidad de Texas, John Blangero, ha formulado la primera tesis general en relación con las disparidades del cerebro de H.s.s. y H.n. Puede resumirse así: A) No hay diferencia en el tamaño del cerebro, pero sí en su forma y en las dimensiones de algunas regiones cerebrales, singularmente aquellas en que abunda más la sustancia gris superficial (que es la que ayuda a procesar la información), en el área de Broca (lenguaje) y en la amígdala (motivación y control emocional). B) Los neandertales tenían menos sustancia blanca y, por ende, una menor conectividad neuronal. En consecuencia, podríamos afirmar que H.n. era menos apto que H.s.s. en el plano cognitivo.
     Sin embargo, los estudios sobre la Prehistoria cada vez aproximan más las habilidades y formas de vida de los neandertales con sus coetáneos H.s.s., los cromañones, no pudiendo saberse hasta qué punto pudieron influir los unos en los otros. Eso, unido a lo poco que por ahora se conoce del ADN neandertal, hace que muchos autores no crean posible establecer ya diferencias genéticas claras entre ambas especies. Y, en cuanto al estigma de la extinción, no está nada mal para los neandertales haber vivido más de trescientos mil años, máxime siendo una especie que siempre tuvo un número de individuos muy reducido, teniendo que soportar al final la presión de otra mucho más numerosa, como lo fue desde un principio la del H.s.s.

     Origen de la piel desnuda.[3]

     Para quienes tanto admiramos nuestro cerebro y la genética que le ha dado origen, puede ser una buena cura de humildad la de referirse a nuestra piel como signo distintivo de la especie[4] y reconocer la existencia de una ingente cantidad de genes para codificar sus proteínas. De hecho, la comparación del genoma humano con el del chimpancé revela que una de las principales diferencias está en los genes que codifican proteínas de/para la piel. Esta diversidad dérmica está encaminada a mejorar las cualidades cutáneas (permeabilidad, resistencia, transpiración), dirigidas a compensar la carencia casi total de pelo en los humanos. La doctora Jablonski aborda el tema en el indicado artículo -véase nota 3- con un detalle que yo no creo oportuno acoger aquí.

     La larga vida de los humanos. [5]

     Los estudios de Caleb Finch y otros sobre las momias prehistóricas acreditan la mucho mayor longevidad de los humanos modernos, así como el retraso en surgir los síntomas del envejecimiento. Una de las causas parece ser la conversión del hombre en omnívoro, gracias a la aparición de genes que le han permitido aprovechar carne, leche y otros productos animales ricos en proteínas. Eso, que nuestros ancestros y los monos no tienen, también ha permitido a los humanos adaptarse a todos los ecosistemas terrestres, trasladarse a grandes distancias y hacer otras actividades que precisan de mucha energía.
     También han aparecido variantes genéticas positivas en el sistema inmunológico y para la asimilación de las grasas. Las primeras son esenciales para combatir las enfermedades infecciosas y las segundas, para obtener mayor energía y desarrollar el cerebro.
     Con todo, no siempre los efectos de estas adaptaciones genéticas son ventajosos: el uso terapéutico de la inflamación puede potenciar la aterosclerosis; el exceso de grasas genera hipercolesterolemia; un sistema inmunitario más fuerte ha generado un exceso de alergias y de reacciones a ciertos alimentos (celiaquía, enfermedad de Crohn).

     Pérdidas de ADN durante nuestra evolución.[6]

    La comparación de los genomas completos de hombre, chimpancé, macaco y ratón ha permitido hallar unos quinientos segmentos de ADN de los que el hombre carece. No siempre se trata de genes perdidos, sino de interruptores de genes, es decir, de potenciadores de su metilación o desmetilación, un proceso que puede convertir a los genes, bien en activos, bien en durmientes. Muchos de estos segmentos perdidos afectan al tamaño y organización del cerebro y al bipedismo. Otros pueden estar conservados en mujeres y no en hombres, o viceversa. Pero lo más llamativo del estudio -según el profesor Reno- ha sido encontrar diferencias en aspectos sexuales de nuestra anatomía o fisiología, que acaban incidiendo decisivamente en nuestro comportamiento; por ejemplo, influyendo en establecer entre los sexos humanos relaciones más monogámicas y persistentes, con lo que ello afecta también al cuidado de los niños. La pérdida en los humanos masculinos de las espinas peneanas es el ejemplo más sobresaliente de esos cambios anatómicos a que se alude.
     Es muy interesante constatar que varias de esas pérdidas de ADN en humanos están funcionalmente relacionadas, así como que el efecto positivo o negativo de la modificación genética puede tener que ver con la alteración del medio ambiente. Quiere decirse que, si la pérdida de funcionalidad fuese solo epigenética, la misma podría ser reversible, caso de modificarse nuevamente el entorno.

     Genes humanos para ambientes extremos. [7]

     Nuestra especie surgió en África hace unos 200.000 años y desde entonces ha estado sometida a presiones evolutivas, que han generado cambios genéticos relacionados, sobre todo, con el sistema inmunitario y el metabolismo. Tales presiones y los cambios que han generado/aprovechado solo han sido favorables en determinados ambientes inhóspitos, para los que nuestra especie no estaba inicialmente adaptada: frío, hipoxia, gran escasez de vegetales, numerosos microbios o parásitos. Estudiar estas adaptaciones extremas es útil para entender mejor las más moderadas, así como para aplicar las experiencias a diversas enfermedades, incluso el cáncer.
     La obtención y generalización de fenotipos favorables para cada ambiente ha sido muchas veces considerablemente rápida, como en materia de pigmentación de la piel y de adaptación a la hipoxia de la altura. En ocasiones, las adaptaciones ambientales han sido coincidentes en los efectos, pero diversas en sus vías genéticas y bioquímicas (evolución convergente).
     Las adaptaciones son, como decimos, bastante rápidas, pero no tanto como las modificaciones bruscas del ambiente pueden exigir. Por ello, un carácter favorable que llega a extenderse y hacerse dominante en la población puede llegar a ser perjudicial e incluso patógeno. Es el caso de la tendencia a la obesidad (que pudo ser favorable cuando el alimento escaseaba) o del sistema inmunológico muy activo (perjudicial cuando los patógenos disminuyen, o cuando ciertos alérgenos no perjudiciales per se aumentan considerablemente).

     El futuro de la evolución humana. [8]

     Aunque en los últimos 30.000 años los humanos hemos evolucionado mucho, el gran progreso alcanzado tiende a hacernos creer que la evolución genética puede ser ya innecesaria: Tan poderosa e inteligente ha llegado a creerse la especie humana. Obviamente, ello no es así y abundan los ejemplos que nos lo evidencian. Están en marcha adaptaciones en materia de pigmentación de la piel; digestión por los adultos de la leche; adaptaciones a enfermedades, como la malaria; variantes del pelo y del color de los ojos; disminución del tamaño de dientes y mandíbulas; mayor eficacia digestiva de la saliva… Y, aunque admitamos que todo ello pueda ser fruto del azar, no cabe duda de que el número y eficacia expansiva de las mutaciones (en especial, las favorables) se potencia por la globalización y el enorme aumento de población humana (unos 7,5 miles de millones de hombres), cosas que tienen gran influencia en la genética de poblaciones. Con todo. mientras la humanidad no se convierta en una única población, las mutaciones dominantes para conseguir un determinado carácter seguirán siendo varias y distintas, en función de dónde y cuándo hayan aparecido.
     Por tanto, si seguimos viviendo, seguiremos evolucionando, pero ¿hacia una mayor diversidad o hacia una mayor homogeneidad fenotípica? J. Hawks opina que, dado que la mayoría de las mutaciones son neutrales y la mayoría de los caracteres poligénicos, iremos hacia la aparición de tipos muy numerosos y hacia genomas más hibridados. Yo me permito opinar que esa tendencia es bastante discutible, sobre todo en lo que se refiere a caracteres muy dispares y a mutaciones que sean claramente dominantes.



2.      Insistiendo en las pérdidas de ADN que nos hacen humanos


     Todo empezó cuando, secuenciados los genomas de hombres y chimpancés, surgió la relativa sorpresa de que el número de genes en ambos era muy similar y de que la coincidencia genética alcanzaba -se dijo entonces- a casi el 99% del ADN de ambas especies. Pareció como si resultara urgente encontrar algo que nos diferenciara de los simios de una manera radical. En esa línea pareció situarse un conocido artículo de Arcadi Navarro y Nick Barton[9], empeñado en justificar por qué, pese a la enorme similitud genética y a que la separación de ambas especies era relativamente reciente (unos diez millones de años atrás), éramos tan diferentes de nuestros primos primates. Dichos genetistas encontraban la clave en que el corto 1,24% de divergencia genómica entre ambas especies[10] se había realizado, en buena parte, mediante reordenación cromosómica, lo que supone dos efectos básicos: 1º. Alcanzar la especiación unas 2,2 veces más aprisa que por otras vías. 2º. Lograrse aquella con menor variabilidad de los nucleótidos. Los autores indicaban que las mayores diferencias entre hombres y chimpancés se daban en los cromosomas 1, 4, 5, 9, 12, 15, 16, 17 y 18. Además, el cromosoma 2 humano resultaba de la fusión de dos de los de los primates.
     Con todo -proseguían- esas diferencias genéticas podían tener una gran importancia funcional, o bien limitarse, más que nada, a marcar una barrera reproductiva que impidiera la hibridación (que, por otra parte, es probable que se diera entre homínidos y chimpancés durante varios millones de años[11]). Para responder al dilema, Navarro y Barton acudieron a la técnica de fijar el cociente entre sustituciones no sinónimas y sinónimas, es decir, entre sustituciones que determinan nuevos aminoácidos (y, por tanto, diferentes proteínas) y las que no. Dicha cifra indicaba un nivel alto de sustituciones no sinónimas y, por tanto, se explicaba así la notable incidencia práctica y positiva de las variaciones genéticas entre las dos especies. Las grandes distancias funcionales entre hombres y chimpancés quedaban, así, genómicamente explicadas.

***

     Una línea de hallazgos muy diferente -y menos pretenciosa para la especie humana- aportó un trascendental artículo publicado en 2011[12], también encaminado a buscar las razones genéticas de nuestros principales rasgos diferenciales como especie o, dicho de manera más vulgar, aquello que nos hace humanos. Este crucial trabajo constataba que, mucho más que divergencias en los genes, la disparidad humana con los primates existe en el ADN regulador (hasta 510 deleciones confirmadas de secuencias reguladoras -RS-), entre las que destacaban las relativas a andrógenos (los humanos han perdido pilosidad genéricamente masculina; han desaparecido los grandes caninos de los machos; carecen de espinas peneanas) y las afectantes al desarrollo del cerebro, tanto en tamaño, como en organización. Curiosamente, algunas de las secuencias ahora desaparecidas todavía estaban presentes en el genoma neandertal.
     Explicando las consecuencias que podían tener esas desapariciones de secuencias reguladoras, los autores indicaban que la desaparición de las espinas peneanas había influido de manera clara en la forma de entender la sexualidad humana y en la estabilización de la pareja para la crianza de la prole. Y, en lo tocante al cerebro, se señalaba la importancia de la expansión de su tamaño y, sobre todo, del volumen del córtex.
     ¿Cuál es la consecuencia de que nuestra especiación haya tomado la vía de la pérdida de secuencias reguladoras, no la del incremento o de la pérdida de genes? Pues que los genes siguen presentes en el ADN, pero carentes de expresión y de actividad proteica; es decir, están en posición de apagado -off-, por ahora, de forma permanente. Esas secuencias perdidas en humanos representan aproximadamente el 3,5% del ADN del chimpancé. Y, lo que es muy importante, la mayoría de las RS de las que carecemos habían sido conservadas a todo lo largo de la evolución de los mamíferos.
     Uno de los autores del citado artículo de 2011 ha vuelto sobre el tema en 2018[13], asumiendo dicho artículo señero y extendiendo la posibilidad que abre a otras cualidades humanas, como la marcha bípeda y el consiguiente perfeccionamiento de las manos. En esta revisión y comentario de 2018, Philip L. Reno se centra en su importancia para la rapidez de la evolución de los humanos. Algunas de las pérdidas de secuencias reguladoras -dice- son antiguas, pero otras no se habían producido aún hace unos cientos de miles, o decenas de miles, de años en los neandertales y denisovanos. Tales descubrimientos están en la misma línea de los de los de los peces espinosos, cuya variedad y rápida adaptación tampoco han sido fruto de nuevos genes, sino de su regulación, determinando su encendido y apagado -on/off- en el momento y lugar adecuados. Por lo mismo, no tiene por qué tratarse de elaborar proteínas completamente nuevas, sino solo de alterar algún aminoácido de valor funcional.
     Cabe preguntarse si la pérdida de importancia de la mutación o deleción de los genes afecta a la validez de las tesis darwinistas, centradas en la evolución a través de las mutaciones. Así se lo preguntó por escrito un aficionado al propio Philip Reno, quien le contestó que no creía que estos descubrimientos afectaran a la validez de las tesis de Darwin, toda vez que lo que se había constatado no dejaban de ser mutaciones por deleción, aunque no afectasen a genes, sino a las secuencias reguladoras del ADN. De todas formas, también como aficionado, pienso que el profesor Reno está olvidando que esa pequeña diferencia afecta decisivamente a algo que Darwin no admitía: que los cambios genéticos actúen de manera muy rápida para la marcha de la Evolución.



3.      Metilación comparada del ADN en humanos y grandes monos


     La especiación conseguida, más por la vía de la regulación génica, que de las mutaciones de genes presenta cierto parecido con los métodos epigenéticos, con la diferencia sustancial de que la examinada en el capítulo 2 supone deleciones en el ADN, en tanto que la epigenética implica la conservación del genoma. Con todo, el relevante valor de las secuencias reguladoras puede traer a un primer plano el epigenoma de los humanos y de los grandes monos (chimpancé, bonobo, gorila, orangután), hasta hace no mucho poco estudiado a nivel general. Tal vez el primer estudio comparativo global se produjo en 2013, comparando -todavía de forma modesta, cuantitativamente hablando- el epigenoma completo de 9 humanos y 23 primates de las cuatro especies indicadas[14]. Se llegó a la conclusión de que, cuando menos, había 800 genes diversamente metilados en las especies de grandes monos y 171 con metilación en humanos diferente de la de cualquiera de los primates, relacionados dichos genes con funciones neurológicas diversificadas en periodo reciente de la Evolución. Es un refuerzo de algo que a nadie perspicaz ya se oculta: que las diferencias y alteraciones epigenéticas son una importante fuerza evolutiva, pese a que, hasta ese momento (2013) estuviera poco explorada. Los autores entienden que las diferencias entre hombres y primates tienen más que ver con la regulación genética o epigenética de los genes, que no con las mutaciones de estos.
     Se parte de que la especiación divergente de los primates pudo iniciarse hace unos quince millones de años, siendo posterior (unos diez millones de años) la de hombres y chimpancés. Sin embargo, ya encontramos entre un 12 y un 18% de genes diversamente metilados, según el tejido que consideremos. Si esos cambios llegarán, o no, a convertirse en definitivos, o si han sido, o no, fruto de factores medioambientales, es cosa que no puede dilucidarse indubitadamente. Lo que sí puede analizarse es la importancia potencial de la diversa epigenética entre estas especies. Pues bien, de los 171 genes con metilación específica en humanos, los hay que tienen que ver con el aparato circulatorio, el desarrollo ontogénico, las funciones neurológicas y la producción de ciertas enfermedades. Algunos de los genes afectados son tan importantes, como ARTN (supervivencia de las neuronas periféricas del simpático y de las neuronas dopaminérgicas), COL2A1 (colágeno tipo II, que actúa en cartílagos, oído interno y humor vítreo) y PGAM2 (enzima implicada en la vía glicolítica). En ocasiones, la diferencia de los humanos es compartida por algunos otros de los primates: así, la metilación diferenciada de GABBR1, gen importantísimo para toda la inhibición simpática, que compartimos con el gorila.
     También es importante reflejar que la metilación diferencial ocurre sobre todo en las orillas de las islas CpG; como también es significativo que las diferencias se aprecian con mucha mayor intensidad en ciertas zonas del genoma, lo que parece apuntar en el sentido de que incidan con preferencia en elementos reguladores distales, es decir, operantes a larga distancia genética. También se han hallado diferencias significativas en la inactivación del segundo cromosoma X, por más que esta se dé en todas las especies estudiadas.
     Si la comparación epigenética se hace entre el hombre y el chimpancé, el trabajo examinado ha hallado hasta 2.500 genes con diverso grado de metilación (hipo o hiper), con un significativo número de cambios no sinónimos, es decir, con incidencia en la codificación o nivel de producción de proteínas. Y estos cambios se conservan en los diversos tejidos examinados (sangre, corazón, hígado y riñones).
     ¿Qué conclusiones pueden extraerse del estudio expuesto? Sus autores señalan las siguientes: 1ª. La importancia de la epigenética en el proceso de especiación humana y de los grandes monos. 2ª. Importantes diferencias de metilación entre el hombre y el chimpancé (hasta en un 9% de sus genes), incluyendo alteraciones de proteínas y zonas de presión evolutiva. 3ª, Bastantes de los 171 genes con metilación específica humana parecen tener que ver con rasgos genuinamente humanos, entre otros, la deambulación bípeda, que requiere de cambios en la presión sanguínea y el oído interno. 4ª. Sin perjuicio de la necesidad de ulteriores estudios, se robustece con este el valor que se va reconociendo a lo epigenético en los cambios evolutivos, que han dado lugar a la diversificación de los humanos y de las cuatro especies de grandes monos.
     




[1] Investigación y Ciencia. Temas. Número 92 (2º trimestre de 2018). Los artículos, autores y páginas de este capítulo de mi ensayo hacen referencia a dichos número y revista.
[2] Trabajo de Kate Wong, pp. 42-49.
[3] Trabajo de Nina Jablonski, íbidem, pp. 60-67
[4] En esto es inexcusable la referencia al zoólogo y etólogo británico, Desmond Morris, y a su famosísima serie de libros de divulgación que empezó en 1967, con la publicación de El mono desnudo (The naked man).
[5] Heather Pringle, íbidem, pp. 68-75.
[6] Philip L. Reno, íbidem, pp. 75-81. Se desarrolla más ampliamente este aspecto evolutivo en el capítulo 2 de este mismo ensayo.
[7] Matteo Fumagalli y Luca Pagani, íbidem, pp. 82-89.
[8] John Hawks, íbidem, pp. 90-95.
[9] Arcadi Navarro & Nick Barton, Chromosomal speciation and molecular divergence-accelerated in rearranged chromosomes, Science, vol 300, 11 april 2003, pp. 321-324.
[10] Hoy se admite un mayor porcentaje de diferenciación, del orden del 4%, aunque la mayor parte de él parece afectar al ADN no génico, históricamente conocido por genoma basura.
[11] El citado artículo establecía en 6 o 7 millones de años la divergencia específica de hombres y chimpancés, una cifra que hoy suele elevarse hasta 10 millones, lo que aún da más tiempo para posibles hibridaciones.
[12] Cory Y. McLean, Philip L. Reno, Alex A. Pollen, Abraham I. Bassan, Terence D. Capellini, Catherine Guenther, Vahan B. Indjeian, Xinhong Lim, Douglas B. Menke, Bruce T. Schaar, Aaron M. Wenger, Gill Bejerano & David M. Kingsley, Human-specific loss of regulatory DNA and the evolution of human-specific traits, Nature, 471 (7337), 10 March 2011, pp. 216-219.
[13] Philip L. Reno, Pérdidas de ADN en nuestra evolución, Investigación y Ciencia, abril 2018, Nº 499.
[14] Irene Hernando-Herráez, Javier Prado-Martínez, Paras Garg, Marcos Fernández-Callejo, Holger Heyn, Christina Hvilsom, Arcadi Navarro, Manel Esteller, Andrew J. Sharp & Tomás Marques-Bonet, Dynamics of DNA methylation in recent human and great ape evolution, PLoS Genet 9(9): e1003763, published September 5, 2013.

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