viernes, 2 de febrero de 2018

EL PODER DE LA LITERATURA


El poder de la Literatura

Por Federico Bello Landrove


     Partiendo de la novela en verso de Pushkin, Eugenio Oneguin[1], una profesora de Literatura desencadenará sin proponérselo una tormenta sentimental, que será una buena demostración del poder de la Literatura, aunque no en el sentido que ella había querido darle a tal fuerza. De donde se infiere que, tal vez, la naturaleza imite al arte, pero en forma bastante libre.



1.      La profesora sugerente


     Cuando una profesora de Literatura es muy joven y apasionada por su disciplina, una clase puede asemejarse a una cesta de cerezas, de la que, enlazando temas y conceptos, pueden salir los objetos más insospechados. A Victoria no parecía importarle, aunque detrás de la ilación pudiera encontrarse la insaciable curiosidad de sus mejores alumnos, o la malicia de los indolentes para perder el tiempo. Afortunadamente, nuestra profesora, además de no mucho mayor que sus discípulos, era hermosa y con carácter, cualidades muy relevantes en el seno de una clase numerosa, exclusivamente masculina, de adolescentes que ya estaban llamando a las puertas de la Universidad.

      Aquella mañana de otoño, el programa de la materia -lección 4- rezaba así: Técnicas narrativas especiales. La novela epistolar. Victoria -Viki para los amigos-, fiel a la pauta de sus explicaciones, empezó haciendo los honores al temario, de Juan de Segura hasta la La tesis de Nancy, publicada poco tiempo antes[2]. Los alumnos la seguían con cierto interés, habida cuenta de que el correo era por entonces forma muy usual de comunicarse, incluso entre enamorados. Fue Viki quien, como si dijéramos, se salió de madre, cuando afirmó con énfasis:

-          En ocasiones, las cartas ficticias de unos autores han ejercido en los personajes de otros un efecto inesperado. Por ejemplo, ¿os imagináis a una joven rusa, inexperta y pueblerina, declarando francamente su amor en el siglo XIX a un caballero vividor, al que apenas conoce? ¡Y en francés! Durante muchos años, los críticos se han hecho cruces acerca de conducta tan inverosímil o, lo que es más frecuente, han pasado sobre ella sin detenerse, como si fuera lo más natural del mundo… Pero, por supuesto, no lo es… ¿Qué pensaríais vosotros, jóvenes españoles de la segunda mitad del siglo XX, si una chica apenas conocida os escribiera de golpe y porrazo una carta de amor? (regocijado bullicio en el auditorio)… Claro, suponiendo que la muchacha no fuese de vuestro total agrado, diríais que era una fresca, que se había salido por completo del papel asignado a su sexo (prosigue el hervor, con manifestaciones encontradas, predominando las acordes con la profesora). ¡Qué decir de una moza de ciento y muchos años atrás, que escribe a un caballero de veintiséis, vamos, un señor a su lado!

     Victoria hizo que se aplacaran los alumnos con leves siseos y ademanes de calma. El clímax oratorio estaba próximo:

-          ¿Sabéis cuál es la clave del comportamiento de Tatiana, tan efusiva ella?...  Pues que se dejó llevar, juzgándolo de buen tono, por el ejemplo de otras heroínas novelescas, que buscaron en las cartas la forma de expresar sus sentimientos con mayor libertad. Estoy por asegurar quién le sirvió de inspiración: la Nueva Eloísa de Rousseau[3]. ¡Si hasta se declaró en francés! El fallo es que Julia escribía a quien la conocía y amaba, mientras que Tatiana…

     Así prosiguió Viki durante unos minutos, zambullendo a sus alumnos en las encrespadas ondas de Eugenio Oneguin, para concluir de esta suerte:

-          Por tanto, de la novela del filósofo ginebrino brotó la carta de Tatiana, que acabó por arruinar dos vidas y acabó trágicamente con otra. Fijaos cuán grande es el poder de la Literatura.

     Armando Torner, desde la segunda fila, trató de poner las cosas en su sitio:

-          Pero, profesora, Tatiana y los demás, ¿no son también personajes novelescos?

     Yo creo que ahí era adonde quería llegar la maestra. El caso es que replicó:

-          Eso es cierto y no lo es. ¿Habéis oído hablar de la ola de suicidios que provocó otra novela epistolar, el Werther de Goethe[4]? Eso se sabe porque los alemanes son muy científicos y porque los suicidas solían dejar notas explicativas. Pero los rusos son menos reflexivos y, por supuesto, los amantes despechados y los duelistas no tienden a explicar sus motivos profundos… Quizá ni ellos mismos los conocen de cierto. De cualquier forma, estoy segura de que en Rusia hubo muchas más cartas femeninas de amor después de publicarse Eugenio Oneguin y, tal vez, bastantes duelos más, entre ellos, el del propio Pushkin[5].

     Esta última cita prometía enredar de nuevo el hilo de la clase; así que Viki cortó por lo sano:

-          No me tiréis de la lengua. Si queréis saber más de Oneguin o de su autor, leed la obra, que hay varias ediciones baratas, y también lo tenéis en las bibliotecas, empezando por la de este Centro. Una vez leáis la novela, podéis hacerme llegar vuestras impresiones.

-          ¿Es obligatorio leerla?, preguntó uno, en nombre de los trabajadores del aula.

-          Por supuesto que no, respondió Victoria, pero alguna consideración tendré con los valientes que se atrevan a ello.


***

      En la sala de profesores del Instituto, al día siguiente, la susodicha explicación fue tema de controversia. La inició Victoria, de la forma más inocente:

-          Hay que ver lo que se aprende enseñando -dijo-, incluso de forma inconsciente. Figuraos, descubrí sobre la marcha cuál podía ser el desencadenante de la peripecia de una novela famosa.

     Y, en forma breve, expuso a los presentes su teoría del efecto rusoniano sobre la heroína de Pushkin. Don Fernando, el catedrático de la asignatura, fue el primero en echar agua al vino:

-          Es una idea ingeniosa -reconoció- pero no deberías vincular el uso del francés por Tatiana a la influencia de La nueva Eloísa. En aquella época y en Rusia, las gentes ilustradas se comunicaban en francés.

-          Yo no sé mucho sobre el tema -terció Daniel, el joven adjunto de Historia- y, de hecho, no recuerdo haber leído la novela de que habláis. Con todo, me parece mucho más relevante la influencia de la vida y la cultura rusas de entonces, que no la de algunas lecturas por pasatiempo. ¿Qué remedio les quedaba a las señoritas sepultadas en la aldea, sino llamar la atención de los petimetres, que vivían allí de las rentas?

      Victoria se molestó de que un sujeto que desconocía el Oneguin se metiera a llevar la contraria a una especialista en el tema -acababa de empollarse para las oposiciones el tema de la literatura rusa del siglo XIX-. Que influyera en su enfado el conocido interés del colega por ella, trufado de complejo de superioridad e ironía, es cosa que solo la presunta ofendida podría aclararnos. La cosa es que contestó con desabrimiento:

-          Si hubieses leído la obra, te habrías percatado de que Pushkin imagina el alma de Tania cincelada por las lecturas sentimentales. Solo con la fuerza que estas le dan podemos entender que se lanzase a escribir una carta completamente fuera de la corrección y la prudencia.

     Daniel reaccionó a la pulla con viveza y cierta severidad:

-          Para entender algunas cosas, no sé si será peor haber leído novelas, contagiándose del esplín y la sensiblería de sus protagonistas, que no haberlo hecho. Por mi parte, te aconsejo la lectura de un buen libro sobre la Historia de Rusia. Si quieres, puedo indicarte varios.

     Ciertos profesores presentes empezaron a fijar la mirada en los discutidores. El catedrático de Ciencias Naturales hizo un guiño a su colega de Latín, pues no era la primera vez que aquellos jovenzuelos daban espectáculo con sus debates. El de Literatura, saliendo al quite, puso fin a la polémica:

-          Cualesquiera que sean las razones -sin duda, múltiples-, ¡qué profundo cambio en las mentes de los jóvenes de hoy en día, respecto de los de la época romántica! En ese sentido, querida Victoria, me admiro de que te hayan prestado atención y comprendido lo que suscitabas. ¡Ahí es nada!: la fuerza del arte para cambiar el mundo. Claro que también cabe la posibilidad de que se lo hayan tomado a guasa; son muy capaces.

-          No lo creo en modo alguno, replicó amostazada Viki. De todos modos, ya veremos qué me escriben en los próximos días.

-          ¡Ah!, pero ¿de verdad piensas que alguno va a tomarse la molestia de leer el libro y darte su opinión? -preguntó Daniel sarcásticamente-. Ya me contarás…

     Como en los combates de boxeo, la campana vino a poner paz: en este caso, la que anunciaba el final del recreo. Aún así, Viki se reservó el derecho a la última palabra. Susurró al oído de don Fernando:

-          A ese mastuerzo le voy a contar yo nada, para que se chotee a mi costa.




2.      La carta


     Victoria dejó pasar dos semanas hasta preguntar, al entrar en clase:

-          ¿Y qué? ¿Alguno de vosotros ha leído ya Eugenio Oneguin?

     Silencio absoluto.

-          No os pido resumen ni comentario. Solo digo que si alguien…

     Por un instante sufrió una alucinación visual: Le pareció que Daniel el profesor de Historia la miraba desde el fondo del aula, sonriendo con sorna.

-          Está bien, gruñó. Ya veo que no hay muchas ganas de aprender. Vosotros os lo perdéis. Vamos con la lección de hoy.

     No dejó de contar su fracaso a don Fernando. Este le respondió, condescendiente:

-          Estamos próximos a los exámenes trimestrales. Y no te digo nada, si se han enterado de que es una novela en verso.

     Viki suspiró. El catedrático le puso su habitual punto de suave ironía:

-          No te preocupes. No le diré nada a tu mastuerzo.

     Ella se puso colorada. Podría haber sido de vergüenza, pero era más bien de indignación. No comprendía cómo un joven inteligente y de buen ver podía echar a perder su encanto con tanto engreimiento.

     Pero todavía hubo de ruborizarse más un par de días más tarde, a raíz de recibir y leer en su domicilio una carta anónima, escrita a máquina, cuyo contenido era una apasionada y directa declaración de amor. Victoria se pasó dos horas leyendo y releyendo la misiva y, otras tantas, imaginando qué mente o qué corazón podría estar detrás de aquellas palabras: mente si, como empezaba a sospechar, se tratase de una broma estudiantil; corazón si, por el contrario, sus indudables prendas hubieran cautivado a algún tímido y romántico admirador.

     A eso de la medianoche, le dio por subrayar las frases y expresiones más elevadas, poniéndolas en relación con las cartas de la novela de Pushkin. Sí, no cabía duda: aunque levemente alteradas, aquí y allá surgían las citas del poeta de San Petersburgo. Así, estoy a tu merced y me entrego a mi destino; o bien, verte a cada instante, ¡he ahí mi felicidad!; o esta otra, ciertamente tremenda, qué atroz es consumirse y arder por la sed del amor; y, por fin, los días dorados de mi primavera. Todo ello, resecado a bisturí por una mano analítica e insensible, podría parecer una burla o una parodia; pero inserto en el cuerpo de una epístola de a folio, no resultaba cursi ni rebuscado. De hecho, Victoria hubo de contrastar varias veces su carta con la de Oneguin a Tatiana[6], para concluir de modo definitivo: Aquella solo podía haber sido escrita por alguien que hubiese leído esta.

     A la mañana siguiente, en el camino de su casa al Instituto, Victoria fue razonando sobre aquel episodio y restándole importancia. Con todo, no estaba dispuesta a dejar en el anonimato a su apasionado corresponsal. Y, supuesto que fuera uno de sus alumnos de último curso, había una primera línea de indagación: el registro del préstamo de libros en la biblioteca del Centro.

     La pesquisa dio un resultado diáfano. El único prestatario de Eugenio Oneguin en los meses anteriores había sido el ya citado Armando Torner, el aventajado alumno de la segunda fila, quien había solicitado la obra diecisiete días antes de que se echara al correo la carta y también con antelación -siquiera imprecisa para Viki- al momento en que la profesora se llevó el disgusto de que ninguno de los alumnos reconociera haberse interesado por la novela de Pushkin.

-          Signo inequívoco -soliloquiaba la profesora- de que algo tendría Armando que ocultar… ¡Qué demonio de muchacho!, devolver la obra solo a dos días de recibirla… Tomaría nota para la carta de las citas elegidas.

     Aclarada la autoría de la epístola a satisfacción de su destinataria, esta habría dejado estar la tierna impertinencia, de no ser porque, tres días después, recibió una segunda misiva, más breve y de muy parecida presentación, cuyo redactor volvía a la carga, confesando su turbación y sufrimiento, y haciendo protesta de la firmeza de su amor. ¡Era demasiado! El atrevido seguía la senda de Oneguin, que no cesó en su grafomanía hasta la tercera carta, tomando luego la determinación de presentarse en el palacio de Tatiana. Y seguía el préstamo de palabras:  ahora turbación y sufrimiento, los que Eugenio no veía, para su sorpresa, en el rostro de Tania. Había que parar de una vez estas efusiones, con la prudencia que imponían las dudas, por remotas que fuesen, y la dulzura[7] que merecía un adolescente que sufría por amor, sin duda, imposible. Ante todo, Viki era maestra y Armando, un buen alumno. En consecuencia, lo primero y principal sería darle el ejemplo de vida y conducta que el muchacho estaba necesitando para no llegar a ser, con los años, un Oneguin de nuestro tiempo.

***

     A la salida de clase, Victoria mandó quedar a Armando. Iba a ser breve y directa. Tiempo habría de explayarse en lugar más privado y propicio.

-          Armando, ¿por qué no levantaste la mano el otro día, cuando pregunté quién había leído Eugenio Oneguin?

     El chico, muy sorprendido, se la quedó mirando en silencio. Victoria justificó su razón de conocimiento:

-          Repasando las fichas de la biblioteca, vi tu nombre en la del Oneguin.

     Armando pareció sosegarse con la explicación y dijo:

-          Como nadie lo había leído, me dio corte admitirlo y quedar por empollón o pelotillero… De todos modos, no pasé de los dos primeros capítulos y lo dejé. Me pareció una tontería; bien escrito, sin duda, pero increíble y trasnochado.

-          ¿Estás seguro de ello?, inquirió Viki con segundas. Eso de confesar el amor por carta sigue teniendo su público.

     Torner se encogió de hombros. Su interlocutora comprendió que no le iba a sonsacar más por el momento, sobre todo, porque parecía extrañamente tranquilo.

-          En fin -prosiguió Victoria-, acepto los motivos de tu reserva, pero el caso es que pediste prestado el libro y leíste hasta donde pudiste aguantar. Así que, como lo prometido es deuda, te debo un bonito ejemplar de Oneguin… Y, como veo que no te agrada la obra, te advierto que viene con otras tres muy diversas. Alguna te gustará, digo yo.

-          Bueno, gracias.

-          ¿Te importaría ir por mi casa a recogerlo? Supongo que no querrás dar razón a tus compañeros del motivo del obsequio.

-          Si me indica la dirección…

-          Por supuesto; voy a escribírtela. ¿Podrías pasarte mañana, a las cuatro?

-          ¿De la tarde?

     Victoria casi se echa a reír con la pregunta. La verdad es que todo había salido a pedir de boca. El propio Armando le había facilitado el pretexto para atraerlo hasta su casa y darle la oportunidad de tener con él la extensa y jugosa plática que pretendía. Le iba a costar uno de los libritos de la colección que le había regalado su padre[8], cuando se instaló en su propia casa; eso y, dada la hora, un café con pastas. Con el sofocón que se imaginaba iba a darle, no creía que Armando comiera mucho.




3.      La plática

    
     Victoria había resuelto no plantear de entrada a Armando la cuestión central de si era, o no, el autor de las cartas, por dos razones principales. La primera, era posible una negativa de su parte -por increíble que fuera-, que a ella la enfadaría y al muchacho lo pondría a la defensiva. La segunda, que si pretendía ejercer de profesora y darle un ejemplo de vida y conducta, lo verdaderamente significativo eran los motivos por los que el chico actuaba de forma oculta y hacia una profesora mayor para él, en vez de emplear la franqueza y entenderse con jóvenes de su edad.

     De tácito acuerdo, los dos demoraban el inicio de una conversación interesante. Victoria le mostró su buena biblioteca y el montón de apuntes que tenía que estudiar (para que veáis que los profesores no hemos nacido catedráticos, ni siquiera enseñados); lo sacó a la terraza del salón, para que contemplara las excelentes vistas que desde allí se tenían de la parte antigua de la ciudad; lo dejó sentado esperando, mientras ella preparaba el café y sacaba la bandeja de pastas; le entregó el prometido librito con cuatro relatos de Pushkin, primoroso y minúsculo como un perrillo recién nacido. Viki le resaltó la circunstancia de haber sido editado el año del nacimiento de Armando -luego resultó que tal coincidencia era inexacta, por un año-. Finalmente, aprovechando que el alumno se las tenía con una pasta de corazón de guirlache, la profesora se resolvió a entrar en materia:

-          Ayer me dejaste muy deprimida con tu crítica feroz de Oneguin. Vamos, que no dejaste títere con cabeza. Un alumno tan preparado como tú, ¡y no poder pasar del capítulo segundo!

     La filípica surtió efecto y salió a relucir el amor propio del zaherido:

-          La verdad es que me lo leí entero; total, es bastante corto. Lo que pasa es que no quería que usted me impusiera hacer un comentario de texto de los suyos. Estamos muy agobiados de trabajo.

-          ¡Acabáramos, hombre!, me tranquilizas. Eso que estoy viendo que no tienes mucha confianza en los demás. Primero mientes, para evitar que tus compañeros puedan ridiculizarte. Luego me engañas a mí, para que no te exija algo indebido…

-          Bueno -la cortó Armando-, se lo he confesado, ¿no? Lo que pasa es que los profesores ya se han olvidado de los tiempos en que ellos eran como nosotros y seguro que también tendrían que defenderse como podían.

-          Es posible que así suceda con los mayores, pero yo, Armando, hace apenas seis años que salí del colegio, me acuerdo de todo y os comprendo bastante bien. Conmigo no tienes que usar de embustes ni subterfugios.

     Un tanto perplejo acerca del significado de este último vocablo, el muchacho asintió de manera casi imperceptible. Era el momento propicio para pasar a otra fase.

-          Prueba una de estas de chocolate, animó Victoria a un indeciso Armando, aprovechando el ofrecimiento con la bandeja para sentarse a su lado en el sofá. Ya veo -prosiguió- que estás a la defensiva con tus compañeros y con los profesores… ¿Y con las chicas?

     Todos tenemos un momento incomprensiblemente propicio para las confidencias. Sin duda que tener a nuestro lado a una bella joven que muestra un vivo interés por nuestras cosas puede ser uno de ellos. Victoria captó la inclinación de Armando a sincerarse y no la dejó pasar:

-          No quiero meterme donde no me llaman, ni ser paternalista, pero una profesora puede ser también una amiga y ayudarte con algún problema personal; tanto más, cuanto que eres un alumno brillante y de excelente comportamiento pero, ¿cómo lo diría?, bastante tímido.

     Viki se decía que toda aquella monserga era inexcusable para llegar al busilis epistolar: ¡lejos de ella asaltar la intimidad del muchacho! No contaba con la reacción de este:

-          Seguro que, hace algunos meses, me habrían sido muy útiles sus consejos, pero ahora ya es demasiado tarde.

     Y, con todo detalle, Armando le expuso lo que era -ni más, ni menos- la quiebra de su primer amor. El desengaño no tenía nada de particular, ni tampoco los motivos de la jovencita para decidir la ruptura. La víctima, por lo demás, lo tenía clarísimo y no se paró en barras a la hora de expresarlo a su profesora:

-          Lucía es de mi misma edad, lo que dicen implica una madurez bastante mayor, dado el ritmo de desarrollo de las chicas. El caso es que se cruzó por medio un tío que estudiaba tercero de Medicina, o sea, tres o cuatro años mayor que yo, y mucho más fuerte y decidido. Ya se ha dado usted cuenta de que soy más bien retraído, de poco carácter y muy respetuoso de las normas. El otro, por el contrario, no sé cuándo estudiaría, porque siempre andaba de copas, bailes y demás. Y caradura y atrevido, no se diga. En fin, Luchi vio en él al hombre de rompe y rasga… ¡Tan de rompe y rasga! (perdóneme usted) que, por lo que se ve y se adivina, no me extrañaría nada que hubieran hecho el amor. ¡Y yo que apenas me atrevía a cogerle la mano, por no hacerle pasar vergüenza, si nos veía algún conocido!

     Tanta sinceridad desarmó la táctica de Viki, que no sabía que decir. Le dio unas palmaditas en la espalda y esbozó unas frases de consuelo… Pero Armando aún no había terminado:

-          Así que, visto lo visto, he decidido apartarme de algo tan doloroso y traicionero como el amor y dedicarme solo a lo que me aproveche o me divierta. Vamos, algo así como lo que le llevó al tal Oneguin a rechazar a Tatiana, solo que en mejor.

-          ¿En mejor?, preguntó Victoria, asombrada. Mejor, ¿en qué sentido?

-          Mandando a la eme a Luchi, en vez de enamorarme otra vez de ella. Yo no voy a caer en el error de escribirle cartas, llamar a su puerta ni empeñarme en que me quiera. Ni con ella, ni con otra. No porque se haga uno mayor tiene que cambiar de valores o de intenciones.

     Calló Armando y se desmadejó en el diván. Era la viva imagen del abatimiento. Victoria dejó que la cabeza del joven fuera reclinándose sobre su hombro. Se escuchó a sí misma recitando una monótona exhortación a recobrar la ilusión por el amor, dejando que el tiempo curase sus heridas; a no malgastar, ciertamente, su cariño y su juventud con quien no fuera capaz de entenderlo o compartirlo; a vivir abierto a nuevas amistades y experiencias, superando en lo posible el apocamiento y la introversión.

     De pronto, calló, entre la rabia y la vergüenza. ¿Eran esos consejos de confesonario los que podrían salvar a aquella alma atribulada que se le había abierto en canal?; ¿ese el compromiso de profesora joven y entregada para mostrar a su discípulo el camino de la vida y la conducta? En un instante pasó por su mente la imagen de sus dieciséis años, tan parecidos a los de Armando, anhelantes y sufrientes, para luego caer en la voluptuosidad vacía, en la rutinaria vorágine de sus locos días de Facultad, en que a punto estuvo de perder la fe y la ilusión por el amor.

     Y ahora, aquí estaba la Viki experta y ese pobre muchacho que, por algún arcano, había puesto en ella la poca esperanza que atesoraba tras un cruel desencanto. Sus cartas podían ser torpes o desatentadas, pero eran un grito, una petición de ayuda a quien, en una pieza, era mujer, maestra y literata. ¿Qué habría de hacer, pues? Dímelo tú, Poeta petersburgués, alma en suplicio, infortunado duelista, amigo y padre de Oneguin. Y el escritor romántico parecía responderle: Si no quieres que Armando se convierta en Eugenio, no sigas tú el ejemplo de Tatiana, que sacrificó su amor a las leyes humanas.

     Sea. Vuélvese hacia Oneguin-Torner, lo abraza, lo cubre de besos y le susurra:

-          Querido Armando. Esta es mi respuesta a tus cartas, a tu inexperiencia, al frío de tu corazón. Como Tania, confío en tu honor y te pido me jures que nunca saldrá de tus labios la narración de cuanto ha acontecido y haya de suceder en esta tarde y que jamás me pedirás que vuelva a ser tuya.

     Armando, enardecido, apenas entiende lo que Viki expresa. Jura cuanto esta le pide y vive en la penumbra de aquel atardecer decembrino la experiencia más placentera y sorprendente de su vida. Sobre el velador, el librito obsequiado es mudo testigo del poder de la literatura.




4.      El desenlace


     Apenas tres días después del amoroso encuentro esbozado en el capítulo anterior, Victoria recibió, como otrora Tatiana, una tercera carta, tan desgarradora y apasionada como las precedentes. La profesora se puso hecha una furia pues la entendió como violación del juramento de Armando y torticero intento de este de proseguir sus contactos, quién sabe si con la larvada amenaza de divulgarlos. Ahora comprendía la sensatez de Pushkin, al no permitir que Tania quebrantara las leyes humanas, aún a riesgo de condenar a su amado a vivir con la muerte en el alma. En cambio, Viki estaba ahora en manos de un alumno menor de edad, inteligente y lujurioso, seducido por su profesora, tras citarlo esta con un pretexto fútil en su domicilio y a solas.

     No había más remedio que afrontar la situación y afear al escribiente la fidelidad quebrantada. En el peor de los casos, Victoria estaba dispuesta a sacrificarse unas cuantas veces más -las menos posible- y, tan pronto terminase el curso, cambiar de aires. Sin ir más lejos, su amiga, Alba Mucientes, daba clases de Dibujo en el Instituto de Santiago de la Espada, hermosa localidad que le había descrito en sus cartas como el sitio ideal para perderse.

     Después de darle muchas vueltas, convocó a Armando en el parque de La Moraleda, a primera hora de la tarde. El chico acudió puntualmente, siendo saludado por Viki con las siguientes palabras:

-          ¿No habíamos quedado en que una y no más? Me lo prometiste bajo juramento.

     Armando, atónito, acertó a decir:

-          Claro que sí, aunque me duela cumplirlo. Lo que no entiendo es que, si sigue en su idea, me haya mandado venir.

     Victoria estaba a punto de estallar. Sacó del bolsillo del abrigo la última carta y se la enseñó, diciendo:

-          Conque estás en cumplir tu compromiso… Entonces, ¿qué significa que me hayas enviado esta carta?

     El chico la leyó rápidamente y se la devolvió:

-          Yo no he escrito esto, dijo con aplomo y convicción.

     Viki no sabía qué contestar. Lo miró de hito en hito:

-          Y otras dos cartas, parecidas a esta, que recibí antes de… antes de lo nuestro…

-          Ni idea. Desde luego no tengo nada que ver con ellas.

-          Pero leíste el Oneguin; estabas al tanto del argumento…

-          Supongo que, a raíz de su clase y de la insistencia en que leyéramos la novela, otros también pudieron haberle hecho caso. Desde luego, a mí no me ha dado por imitar a esos rusos atormentados.

-          Sin embargo, reconociste que tu fracaso sentimental te había movido a identificarte con el protagonista de la obra.

-          No hasta el punto de andar detrás de Luchi, mandándole cartas, atormentándome yo y fastidiándola a ella. Y, además, de enviar cartas estilo Oneguin, se las mandaría a ella, no a usted. ¡A buenas horas me iba yo a jugar la tranquilidad y la calificación, liándome con una profesora!

     Victoria estaba casi convencida. Por de pronto, pensó que era mucho mejor acabar a buenas con aquel chico, que le había quitado de encima el cerote de la imaginada denuncia como corruptora de menores:

-          Te pido me disculpes por haber pensado mal de ti… Quedamos, pues, en que vas a seguir cumpliendo tus promesas.

-          ¡Por supuesto que sí! Le estoy muy agradecido por sus… enseñanzas. Si soy capaz de seguirlas, seguro que me cambia la vida.

     Viki sofocó la risa. Después de todo, la semilla había caído en terreno fértil. Se despidieron, pero aún tenía la profesora una pregunta para su fiel discípulo:

-          No habrás oído a algún compañero algo sobre mis cartas.

-          Hasta ahora, no. Si la siguen molestando y me entero de quién es, le leeré la cartilla y, si no cede, se lo haré saber a usted.

***

     En la comida de Navidad del Instituto, tocó a Viki -quién sabe si de casualidad- enfrente de Daniel Valcarce, el interesante profesor de Historia. Como un relámpago iluminó su mente el recuerdo de la discusión en la sala de profesores, a propósito del valor de la Literatura para explicar el comportamiento de Oneguin y Tatiana. No era suficiente, de todas formas, como para suponer que Daniel fuese el autor de las cartas pero, si a ello se unía la soberbia del profesor y su interés sentimental por ella, Victoria concluía que era alta la probabilidad de que fuera el padre de las misivas. Para mayor seguridad, al día siguiente -último lectivo del año- volvió a tomar el camino de una biblioteca, solo que esta vez tendría que ser la Librería Clara, donde le constaba que el historiador -y medio Instituto- tenía abierta una cuenta. Viki extremó la perspicacia y el riesgo:

-          Perdone, Orestes, quiero tener una atención con el señor Valcarce y se me ha ocurrido regalarle un libro de Literatura, pero desconozco sus gustos. ¿Qué ha comprado en el último año?

-          ¡Uf!, de Historia, bastante, pero de lo que me pregunta… Déjeme que consulte el registro de su cuenta.

     El dependiente volvió a los pocos momentos con una hoja, que leyó parcialmente:

-          La Eneida, en abril; Cela y Paso[9], en junio -seguro que para las vacaciones-, y el mes pasado, Eugenio Oneguin.

-          Gracias. Por favor, no le diga que he estado aquí preguntando. Todavía tengo que pensar lo que vaya a regalarle.

-          Descuide, señorita Ladogán[10]… Mis respetos a sus padres.

     Del resto, mejor podría darnos razón el bueno de don Fernando de la Fuente, el catedrático de Victoria, quien, aunque campechano y tolerante, tenía también su genio. Entre Viki y él prepararon el cepo en que vino a quedar preso el osado burlón, en el decir del profesor Fuente, que no dudaba era la guasa el motivo de las sucesivas epístolas. De creer que pudiera tratarse de la ocurrencia de un amante timorato, seguro que habría sido mucho más tolerante.

     Lo cierto es que Victoria, aunque contrahaciendo bastante su usual grafía, escribió de su puño una esquela al atrevido historiador. En ella podía leerse:

     En la hermosa novela de la que usted se ha servido, tras la tercera carta, Eugenio se presenta sin avisar en el palacio de Tatiana, sorprendiéndola en el momento más inoportuno. Para que así no sea en su caso, he resuelto concederle una cita para el próximo jueves, 27 de enero, en la cafetería Enredos. Decida o no usted acudir, le ruego no vuelva a escribirme una carta de amor: tres son las que se permitió Oneguin y ya sabe que yo sostengo que la naturaleza imita al arte.

     Sinceramente, la carta de Viki me habría parecido muy sospechosa, de haber sido yo el destinatario, pero lo cierto es que Daniel picó y acudió puntual a la cita, para encontrarse con que, a los pocos momentos, aparecía ante él don Fernando, imponente y adusto. Hubo entre ellos las explicaciones que son de suponer, y el juego de reproches y disculpas concluyó con una frase lapidaria del viejo profesor, que les sonará familiar:

-          Si se le ocurre volver a rozar, siquiera con el pensamiento, a alguno de los profesores de mi cátedra, le aseguro que el año que viene irá a disertar sobre los iberos a Santiago de la Espada[11].

     No hubo lugar a cumplir la amenaza. De todas formas, al siguiente verano, el advertido aprobó las oposiciones a Cátedras, siendo finalmente las Islas Canarias el lugar de su destino.

***

     ¿Todavía más? Pues sí. Será solo un instante.

     Al invierno siguiente, en ocasión de haber salido a pasear por el Parque del Príncipe para disfrutar de la contemplación de una cencellada, Viki se cruzó con una parejita muy amartelada; tanto, que se les quedó mirando de soslayo. ¡El muchacho era Armando, ahora pipiolo universitario en Derecho! ¿Y ella? ¿Quién sería ella?

     Estoy por afirmar que se trataba de Luchi. Sería una buena forma de concluir esta demostración del grande, aunque imprevisible, poder de la Literatura.




       



    




[1]  Alexandr Serguéyevich Pushkin (1799-1837), gran escritor ruso, nacido en San Petersburgo, considerado el padre de la Literatura posterior de su patria. Eugenio Oneguin, novela en verso publicada por capítulos entre 1823 y 1831, es una de sus obras más famosas. Su protagonista femenina se llama Tatiana o Tania.
[2] Juan de Segura, escritor español activo en los años centrales del siglo XVI, escribió una notable novela epistolar, titulada Processo de cartas de amores que entre dos amantes pasaron (1548). La tesis de Nancy (1962) es otra novela epistolar, de la que fue autor Ramón José Sender Garcés (1901-1982).
[3] Julia, o la Nueva Eloísa (1761) es el título más conocido de una novela epistolar del literato y filósofo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), natural de Ginebra (Suiza). El nombre de la protagonista es Julia y se la compara con Eloísa (c. 1092-1164), amante y esposa del filósofo Pedro Abelardo (1079-1142).
[4] Las penas (“Leiden”) del joven Werther (1774), novela epistolar de J.W. von Goethe (1749-1832) concluye en el suicidio del protagonista por sus tribulaciones amorosas, lo que provocó un efecto de imitación en numerosos jóvenes reales de aquel tiempo.
[5] Pushkin falleció el 29 de enero de 1837, a consecuencia de la herida sufrida en un duelo, provocado por él para defender el dudoso honor de su mujer.
[6] En realidad, una de las citas corresponde al poema de Lenski, escrito la noche anterior a su duelo fatídico con Oneguin.
[7] Esta vez es Viki la que recibe la influencia directa de Pushkin, quien escribe que, en su admonición final a Oneguin, Tatiana se puso a hablar dulcemente.
[8] Seguramente se alude al volumen número 117 de la legendaria colección Crisol (editorial Aguilar), editado por vez primera en 1945. Además del Eugenio Oneguin, el librito contiene otras tres obras de Pushkin, entre ellas, el famoso drama histórico, Borís Godúnov (1831).
[9] Alusión a los escritores españoles Camilo José Cela Trulock (1916-2002) y Alfonso Paso Gil (1926-1978).
[10] Oneguin es un pseudo apellido ruso, construido sobre el nombre del lago y del río Onega. Ladogán quiere ser una imitación española, tomando como base el lago Ládoga, relativamente cercano al Onega.
[11] Muy próximo a este municipio jienense, se halla el emplazamiento de la importante ciudad ibera de Toya, cuyo resto arqueológico más relevante es la necrópolis de Las Quebradas. El Instituto de la localidad lleva actualmente (2017) el nombre de Villa de Santiago.

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