miércoles, 14 de junio de 2017

EL DERECHO Y LA GUERRA DE ESPAÑA (II): LOS TRIBUNALES REPUBLICANOS

EL DERECHO Y LA GUERRA DE ESPAÑA (II): LOS TRIBUNALES REPUBLICANOS

Por Federico Bello Landrove


     Por mi vocación, soy historiador; por profesión, fiscal -ya jubilado-; por mi edad y vivencias, estudioso de la Guerra Civil. Creo que son razones bastantes para abordar esta serie de ensayos sobre El Derecho y la Guerra de España, en que procuraré aunar información veraz y brevedad amena. Su lectura y comentarios me dirán si he acertado o no en el empeño.




1.      INTRODUCCIÓN. LOS TRIBUNALES POPULARES.

1.1.            Introducción.

     Las trágicas e infamantes sacas y asesinatos de presos en Madrid[1] impulsaron a las Autoridades republicanas a modificar a toda prisa la existencia y dinámica de sus tribunales penales, para habilitar una Justicia mucho más expeditiva y popular, es decir, menos profesional y equilibrada. Entre agosto y octubre de 1936 se realizó lo básico de dicha tarea, con la suficiente generalización y eficacia como para que, en febrero del año siguiente se ampliara la competencia de dichos tribunales -inicialmente pensada para los delitos políticos- y se extendiera al conocimiento de los delitos comunes[2]. Finalmente, con fecha 7 de mayo de 1937 (Gaceta de la República del día 13) se promulgaron dos Decretos que sistematizaron todas las disposiciones anteriores en materia de Justicia penal popular y Jurisdicción de Guerra. La primera de dichas normas lleva las firmas de Manuel Azaña (Presidente de la República) y de Juan García Oliver (Ministro de Justicia), en tanto la segunda fue suscrita por el expresado Azaña y por Francisco Largo Caballero (Presidente del Consejo de Ministros). Las citadas disposiciones legales permanecerían  ya en vigor a todo lo largo de la existencia del Régimen republicano[3].

     Las diversas piezas de la Justicia penal popular tenían como elemento clave los llamados Tribunales Populares. En el siguiente subapartado haré una presentación general de los mismos, dejando para apartados sucesivos los demás elementos de dicha Justicia. Finalmente, aludiré a los Tribunales Populares de Guerra, incardinados dentro de la Jurisdicción penal militar.


     1.2.      Tribunales Populares.

·         Como el resto de la Justicia penal popular, los Tribunales Populares no admitían fueros especiales ni privilegios, siendo la Justicia gratuita y, en general, administrada en las capitales de provincia. Además del personal auxiliar, Secretarios y Fiscales adscritos, formaban cada uno de estos tribunales tres jueces profesionales (la llamada Sección de Derecho) y ocho jurados que representaban a los partidos políticos y organizaciones sindicales afectos al Frente Popular[4], elegidos por sus respectivos comités provinciales. La instrucción de los sumarios corría a cargo de jueces de instrucción profesionales, si bien para la delincuencia política, se les designaba con carácter especial. Los nombramientos de todos estos profesionales y jurados corrían a cargo, en último extremo, del Ministro de Justicia.

·         La competencia de los Tribunales populares estaba integrada por tres clases de delitos: 1ª. Los delitos comunes. 2ª. Los delitos de espionaje, rebelión y contra la seguridad de la Patria y del Estado, cualquiera que fuese la condición de los reos y el lugar en que se encontrasen. 3ª. Los delitos no estrictamente militares que fuesen cometidos por marinos, militares y paisanos movilizados. Si estos delitos fuesen imputados a menores de 16 años, estos serían puestos a disposición de los Tribunales Tutelares de Menores.

·         La defensa de los inculpados y acusados correspondía a Abogados de los respectivos Colegios, designados a instancia de parte o de oficio. No obstante, los mayores de edad podían optar por defenderse a sí mismos, aunque no fueran letrados. El abogado defensor podía ser nombrado por el inculpado a partir del momento en que prestaba su primera declaración, pero no estaba prevista expresamente su intervención en la causa hasta el momento en que se le daba traslado del acta acusatoria del Fiscal.

·         La instrucción de los sumarios no tenía, en principio, limitación general ninguna, pero estaba presidida por la nota de urgencia, ya que la investigación debía estar finalizada en cinco días, salvo circunstancias excepcionales. Ello implicaba, entre otras cosas, la autorización al Instructor para que solo tomara declaración a los testigos más relevantes, formara pieza separada para cada inculpado y evitara librar exhortos, sino que practicara por sí las diligencias precisas, aunque estuviera fuera de su jurisdicción. Con todo, bien dicen los expertos que hay que leer las leyes hasta su final. En efecto, reduciendo a poco menos que nada las garantías de la instrucción criminal (y de modo análogo a lo legislado en el bando nacional), la Disposición transitoria sexta del Decreto que estudiamos disponía: En tanto duren las actuales circunstancias derivadas de la sublevación, todos los sumarios que se incoen por los delitos que señalan los números segundo y tercero del artículo diez de este Decreto (es decir, los delitos políticos) se tramitarán por el procedimiento sumarísimo establecido en los Códigos de Justicia Militar y Penal de la Marina de Guerra.

·         Los sobreseimientos (libres y provisionales) tenían que ser informados por el Fiscal, analizados y votados por los jurados y, finalmente, decididos por los jueces de la Sección de Derecho, por mayoría, sin posibilidad de recurso. Caso de proceder la apertura del juicio oral, el Fiscal había de calificar en el plazo de 24 horas, proponiendo las pruebas pertinentes. Acto seguido, el Tribunal disponía (salvo causa excepcional) de 48 horas, para dar traslado del acta acusatoria al defensor y convocar al juicio. Ese era también el tiempo de que disponía el defensor para preparar la defensa y pruebas pertinentes, aunque no estaba obligado a presentar por escrito sus conclusiones.

·         La vista oral se celebraba de ordinario en audiencia pública, consistiendo en la práctica de las pruebas que pudiera hacerse inmediatamente, en la elevación de las conclusiones a definitivas y en los informes orales de las partes, cuya duración podía limitarse a media hora por cada una. Los acusados tenían el derecho a la última palabra. Si el Fiscal y demás partes acusadoras pidiesen la absolución de algún acusado por el resultado de la prueba, cualquiera de los ciudadanos presentes podía mantener la acusación, por sí mismo si era letrado, o designando ipso facto a un abogado para ello. En otro caso, la retirada de acusación implicaba el inmediato sobreseimiento libre.

·         Para los delitos comunes más graves y los delitos políticos, se admitía seguir la causa en rebeldía, hasta la celebración del juicio oral. Incluso este podía tenerse en ausencia del acusado, siempre que se contara con expresa autorización del Ministro de Justicia, previo informe de la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo. Las sentencias de reos en rebeldía no podían ser recurridas, si estos no se presentaban dentro del plazo ordinario para interponer el recurso.

·         Existiendo acusación, el Presidente del Tribunal redactaba las preguntas del veredicto y los ocho jurados se retiraban a deliberar a puerta cerrada y sin interrupción, votando por mayoría simple todas las preguntas. Caso de empate, se entendía respondida la pregunta en el sentido más favorable para el reo (en su caso, acordando la inculpabilidad). Si el veredicto era de culpabilidad, las partes solicitaban la pena pertinente y defendían su postura respectiva, pudiendo limitarse el uso de la palabra a diez minutos por cada parte. La Sección de Derecho estaba capacitada para devolver el veredicto a los jurados, si encontraba en él algún defecto grave o contradicción. En otro caso, debía proceder a dictar inmediata sentencia, de conformidad con lo votado en el veredicto.

·         Tratándose de delitos comunes, las partes podían recurrir la sentencia ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, por infracción de ley, quebrantamiento de forma o injusticia notoria en la apreciación de las pruebas (además de poder proponer el indulto por pena notoriamente excesiva). Tratándose de delitos políticos, no cabía recurso, sino proposición de indulto por error grave y manifiesto del jurado (apreciado por los jueces de Derecho). Pero, si la pena a imponer era la de muerte, la Sección de Derecho podía acordar la revisión de la causa por un nuevo jurado: a) cuando estuvieran de acuerdo en ello dos de los tres magistrados y la mayoría de los jurados; b) cuando lo decidieran unánimemente los tres magistrados.



2.      JURADOS DE URGENCIA, DE GUARDIA Y DE SEGURIDAD. OTRAS CUESTIONES.

2.1.            Los Jurados de Urgencia.

     Estos Jurados eran competentes para los que podríamos denominar delitos políticos menores, constitutivos de lo que la legislación llamaba actos de hostilidad y desafección al régimen. Tales delitos se enumeraban en el artº 54 del Decreto citado, de 7 de mayo de 1937[5], con unas deficiencias de legalidad de las que pueden dar una idea sus apartados c) y f). En el apartado c) se consideran actos de hostilidad y desafección al régimen observar una conducta que, sin ser constitutiva de delito, demuestre, por sus antecedentes y móviles, que quien la practica es persona desafecta al Régimen[6]. El apartado f) incluía cualquier otro hecho que, por sus circunstancias y consecuencias, deba estimarse como nocivo a los intereses del Gobierno, del pueblo o de la República. Las penas imponibles podían ser principales (internamiento en campo de trabajo o, subsidiariamente, privación de libertad, entre uno y cinco años) y accesorias (multa de cuantía indeterminada, privación de derechos civiles y políticos, privación de cargo público, profesión, industria u oficio, etc.).

     Clamoroso déficit de legalidad era también que las conductas delictivas se definieran en un simple Decreto, sin intervención ninguna del Congreso de los Diputados[7].

     La principal diferencia con los Tribunales populares era que, tanto el juez de Derecho (uno por Jurado de urgencia), como los legos que representaban a partidos políticos o sindicatos (dos por Jurado) se integraban conjuntamente en el tribunal y votaban las decisiones por mayoría. Solo en caso de empate (bastante excepcional, al ser los miembros impares), el juez de Derecho, que era el presidente del Jurado, decidía con su voto la discordia.

2.2.            Los Jurados de Guardia.

     Estos tribunales se constituían por orden del Ministro de Justicia en todos aquellos lugares en que, por grave alteración del orden público, se hubiese dictado un Bando al efecto, en el cual se determinarían todos los delitos que iban a corresponder a la jurisdicción del Jurado de Urgencia. Así mismo, el Ministro tenía facultades para designar al único juez profesional (que los presidía), como también el resto del personal del Jurado. En cambio, los seis jurados no profesionales eran nombrados por los comités provinciales de los partidos políticos y sindicatos afectos al Frente Popular.

     Los delitos competencia de estos Jurados (definidos como perturbadores del orden público o que tiendan a perturbarlo: artº 64 del citado Decreto) eran juzgados a tenor de las disposiciones del juicio sumarísimo del Código de Justicia Militar. El mismo Código determinaba las penas a imponer por los delitos enjuiciados.

     Aunque el Decreto que analizo no lo dice expresamente, la aplicación supletoria de lo preceptuado para los Consejos de Guerra hacía evidente que las sentencias se dictaban por mayoría de votos; es decir que, salvo casos de empate, el parecer del juez profesional que lo presidía era uno más, a sumar con los de los jurados políticos.[8]


2.3.            Los Jurados de Seguridad.

     Constituidos por un juez profesional (designado por el Ministro de Justicia) y dos jurados populares, de nombramiento político o sindical, enjuiciaban por las normas del juicio de faltas la conducta antisocial o peligrosa para los intereses de la República (artº 70 del Decreto ya citado). Entre las medidas de seguridad que podía aplicar, se hallaba la de internamiento en campos de trabajo por tiempo indeterminado, no inferior a un año ni superior a cinco.

     También en estos Jurados el juez profesional y los dos legos concurrían a formar por mayoría la decisión del Tribunal, cuyas sentencias eran apelables ante el Tribunal Popular de la provincia respectiva.


2.4.            Casos de espionaje.

     Los así llamados delitos de espionaje (artº 80 y siguientes del Decreto estudiado) tenían una amplísima extensión, llamándome desfavorablemente la atención el definido en el ordinal tercero de dicho artº 80: Realizar, con el fin de perturbar la acción del Gobierno de la República, actividades hostiles a ella, con carácter secreto o reservado, dentro o fuera del territorio nacional. Las penas previstas eran de doce años y un día de reclusión, a muerte, siendo aplicada en todo caso esta última cuando los actos de espionaje produzcan graves consecuencias o se realicen maliciosamente por algún funcionario público o persona militarizada, con infracción de los deberes de su cargo (artº 81, íbidem). Si el delito se cometía en tiempo de paz, se rebajarían las penas uno o dos grados.

     Una vez más, el Decreto que analizo incurría en quebrantamiento del principio de legalidad, al definir conductas delictivas en una mera disposición del Gobierno, no mediante Ley[9] votada en Cortes.

     Las penas previstas para los autores de delitos consumados eran las mismas a imponer que a los de tentativa, delito frustrado, conspiración y provocación al espionaje, así como a los cooperadores (necesarios o cómplices) y a los encubridores (por ocultación de objetos o instrumentos, o por facilitar al reo la fuga o los medios para sustraerse a la acción de la justicia). La proporcionalidad de las penas, pues, brillaba por su ausencia.

     Se preveían exenciones de pena o reducciones de la misma, en caso de denuncia a tiempo del hecho o de facilitar la detención de otros culpables.

     El Tribunal Popular competente para enjuiciar estos hechos podía acordar la celebración del juicio a puerta cerrada, cuando lo estimase pertinente.[10]


2.5.            El Tribunal Popular de Responsabilidades Civiles.

     El citado Decreto de 7 de mayo de 1937 creó, para conocer de las responsabilidades civiles derivadas de la rebelión militar y hacerlas efectivas (artº 72), un Tribunal Popular con jurisdicción en todo el territorio de la República y capacidad para dictar las normas de procedimiento aplicables. Sus sentencias no eran susceptibles de recurso.

      Formaban este Tribunal cinco funcionarios judiciales de superior categoría, nombrados por el Consejo de Ministros (Sección de Derecho), y doce jurados: seis Diputados a Cortes y otros seis insaculados de entre los propuestos cuatrimestralmente por los partidos y organizaciones sindicales que integran el Frente Popular (artº 74, íbidem). Sus fiscales eran nombrados directamente por el Fiscal General de la República.


2.6.            Causas seguidas contra prisioneros procedentes del campo rebelde.

     Prisioneros procedentes del campo rebelde es el circunloquio empleado por el Decreto que examino (véase la rúbrica de su capítulo IX) para no reconocer la existencia de una guerra civil[11] y, en consecuencia, no admitir que tales prisioneros eran presos de guerra, a los que debería haberse aplicado la normativa internacional al respecto. Aunque se tratara de pagar al bando contrario con la misma moneda, es cosa que no justifica la conducta de la República, cuyos efectos -como es lógico- pocas veces alcanzaban a los responsables del levantamiento militar, sino a combatientes ordinarios, que bajo ningún concepto debían haber sido tratados solo por eso como delincuentes.

     En cualquier caso, para suavizar este rigor contrario al Derecho de la Guerra, se dispuso que, si se comprobaba que el prisionero había sido obligado, forzando su voluntad, a tomar las armas contra la República, se dictaría a su respecto sentencia absolutoria. Si la toma de armas no hubiese sido forzada, pero tampoco por voluntaria adhesión al bando rebelde, la pena a imponer por los tribunales sería la inmediata inferior a la prevista en la Ley. Y, si los prisioneros se hubiesen pasado al campo leal de un modo voluntario, se les absolverá en todo caso con toda clase de pronunciamientos favorables, declarándolos ciudadanos dignos de combatir al lado de los soldados de la República (artº 111).

     No me cabe duda de que no pocos habrían preferido no gozar de semejante rasgo de dignidad. 


2.7.            Algunas consideraciones de Derecho sustantivo.

     Además de lo referente al delito de espionaje (supra, epígrafe 2.4) y algunos otros extremos, el Decreto regulador de la Justicia popular aborda cuestiones que no son procesales o parecen tener una enjundia mixta. La primera de ellas refleja bien a las claras la manera de pensar del Ministro de Justicia de la época, Juan García Oliver, cuya semblanza he hecho en otro ensayo recogido en este mismo blog[12]:

·         Todas las penas privativas de libertad impuestas por la Justicia Popular de la República pueden o deben ser sustituidas (o, si se prefiere, cumplidas) en régimen de campos de trabajo, para lograr con ello -se afirma- efectos correctivos, pedagógicos y rehabilitadores muy superiores a los del tradicional régimen de ejecución carcelaria. La duración de las penas sería la misma, en uno y otro caso. Se preveía el cumplimiento carcelario respecto de aquellas personas que, por su edad o circunstancias, no estuviesen capacitadas para llevar a cabo los trabajos ordenados (que no hay duda de que pueden calificarse de forzados).

·         En uno de los escasos deslices del régimen de Justicia Popular hacia la normativa propia del Derecho ordinario de tiempos de paz, el artículo 136 del Decreto examinado dispone que serán de aplicación a los reos… los preceptos de la legislación vigente que regula la condena condicional, la libertad provisional y la gracia de indulto. Si la persistencia de los indultos, fuera de casos de flagrante injusticia de la sentencia, era, en efecto, muy discutible para la ideología republicana[13], el mantener los principios generales de presunción de inocencia (para que no fuese obligado esperar en la cárcel el juicio y la sentencia) y de igualdad de régimen penitenciario (para que los delincuentes políticos no fuesen de peor condición que los comunes) eran puntos de progreso penal, que molestaban vivamente a las personas más justicieras y adictas al Régimen. De suyo, hubo quejas al respecto y peticiones para que, por ejemplo, la prisión preventiva fuese la regla general o absoluta para inculpados y acusados por ciertos delitos políticos[14]. No me consta, sin embargo, que el precepto al que aludimos fuese modificado, en consonancia con esta corriente de opinión.

·         Con discrecionalidad calcada de la de las leyes militares, el artículo 98 del Decreto dispone que para la apreciación de las circunstancias modificativas de la responsabilidad penal, obrarán los Tribunales según su prudente arbitrio y aplicarán la pena en la extensión que estimen justa… Obviamente, entre las circunstancias atenuantes de discrecional aplicación, figuraba la menor edad penal, entre los dieciséis y los dieciocho años. Ello explica la vergonzosa realidad de que se impusiera la pena de muerte a reos con edad adolescente, tanto por Tribunales de la República, como por los de la llamada zona nacional[15].



3.      LA JURISDICCIÓN DE GUERRA DE LA REPÚBLICA.


3.1.            Introducción. Tribunales de Guerra y su competencia.

·         Otro Decreto de 7 de mayo de 1937, firmado por Manuel Azaña y Francisco Largo Caballero (Gaceta de la República nº 133, de 13 de mayo de 1937, páginas 675-679), regula la llamada Jurisdicción de Guerra, llamada a funcionar, aunque no se declarase el estado de guerra, por todo el tiempo que duren las operaciones de campaña que se realicen para combatir el actual movimiento insurreccional (artº 9º). Por operación de campaña se entiende toda actividad desarrollada por las fuerzas armadas del Ejército contra enemigos exteriores, rebeldes o sediciosos (artº 4º).

·         La Jurisdicción de Guerra estaba constituida en la primera instancia por Tribunales Populares de Guerra, cuya competencia se extendía a ciertos delitos militares cometidos por militares (principalmente, los de sedición, insubordinación, extralimitaciones en el ejercicio del mando, abandono de servicio, negligencia, deserción y fraude), así como a todos los delitos militares…, los de espionaje y los comunes no incluidos en el artículo 13 del Código de Justicia Militar que cometieren en operaciones de campaña o con ocasión de las mismas, militares que presten servicios efectivos en fuerzas del Ejército. En el colmo de la desconfianza hacia la Jurisdicción de Guerra, aunque sus Tribunales se llamasen populares, el delito de rebelión militar quedaba sustraído en todo caso al conocimiento de aquella, entendiendo siempre competentes a los Tribunales Populares (supra, 2.2).

·         Con carácter general, los Auditores, Instructores, Secretarios y Fiscales de la Jurisdicción de Guerra estaban llamados a ser oficiales del Ejército o de la Marina (con carácter permanente o especial), pertenecientes a los Cuerpos Jurídico Militares en el caso de Auditores y Fiscales. En cuanto al Tribunal de Guerra, que enjuiciaba y sentenciaba los procesos, estaba formado por el Presidente (Delegado del Comisariado General de Guerra[16] territorialmente competente), un Vocal jurídico-militar o, en su defecto, que fuera Letrado, y otros tres Vocales militares que, al igual que el Instructor, habían de ser de categoría igual o superior a la del inculpado más caracterizado. El nombramiento de los Vocales se llevaba a cabo por sorteo, entre los oficiales de cada empleo de la respectiva demarcación. El acusado había de designar libremente un Defensor entre abogados o militares, desde el momento en que era procesado. Los defensores de oficio debían ser preferentemente militares Letrados[17].


3.2.            El procedimiento y las penas a imponer.


·         La primera fase del procedimiento era la instrucción del sumario, en que se practicaban las diligencias de investigación necesarias y, en su caso, se acordaba el procesamiento de los inculpados. A su conclusión, el sumario se remitía al Auditor competente quien, previo informe del Fiscal, decidía acerca de la práctica de nuevas pruebas, el sobreseimiento o la apertura de la vista de la causa. El sumario era devuelto al Instructor y, si procedía la celebración de juicio, se señalaba lugar y fecha para este y se nombraba a los cinco miembros del Tribunal. Las partes (Fiscal y Defensores) tenían cinco días para calificación de los hechos y proposición de pruebas. En el juicio se practicaban estas y se fijaban oralmente las conclusiones definitivas, informando en defensa de las mismas. Finalmente, el Tribunal dictaba sentencia por mayoría, resolución que era sometida a la aprobación del Auditor, del Jefe Militar y del Comisario de Guerra competentes. La falta de una cualquiera de dichas conformidades obligaba a elevar la causa a la Sala Sexta del Tribunal Supremo, que resolvía de forma definitiva. Si la pena impuesta era la de muerte, no alcanzaba firmeza ni se ejecutaba hasta recibir el enterado del Gobierno.

·         Las reglas precedentes experimentaban una drástica simplificación en los casos en que el Tribunal Popular de Guerra hubiera de constituirse en plazas o fortalezas sitiadas o bloqueadas, o en Unidades aisladas o de difícil comunicación[18].

·         Las penas de privación de libertad impuestas por Tribunal Popular de Guerra también eran sustituidas por internamiento en Campo de Trabajo o, en su caso, en establecimientos correccionales, pedagógicos o médico-pedagógicos. Las penas podían extinguirse por rehabilitación penal militar (artº 39 del Decreto que examinamos), acordada en Consejo de Ministros, la cual suponía, por plazo mínimo de seis meses, solicitar destino en el puesto de servicio que la Superioridad estimase conveniente y mantenerse en el mismo con valor, disciplina frente al enemigo, respeto de las instituciones de la República y arrepentimiento.


3.3.            Alusión a los bandos militares.

·         En vista del uso funesto que las Autoridades militares habían hecho de ellos en Marruecos y en diversas zonas de España, un Decreto de la Presidencia, de 17 de octubre de 1936, había transferido al Ministro de la Gobernación las facultades que el Código de Justicia Militar confería a las Autoridades militares para dictar bandos. Pues bien, el Decreto sobre Jurisdicción Popular de Guerra (artº 42) permitió a dichas Autoridades conservar tal facultad en casos excepcionales y previa autorización del Ministro de la Guerra.

    





[1]  En 22 y 23 de agosto de 1936 fueron asesinados unos 30 internos de la Cárcel Modelo de Madrid. Entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936, fueron sacados hasta Paracuellos del Jarama y asesinados allí unos 2.000 reclusos de las prisiones madrileñas. Las cifras no son exactas pero sí muy aproximadas. El Presidente Azaña manifestó que, con la implantación de Tribunales populares, se pretendía salvar diez mil vidas. Dicho esto en agosto de 1936, no parece que los acontecimientos futuros le diesen la razón.
[2]  Para la situación legal y fáctica de los primeros meses de la Guerra en la zona republicana me remito a Enrique Roldán Cañizares, La evolución competencial de los Tribunales Populares de la II República, Revista Internacional de Pensamiento Político, 1ª época, vol. 9 (2014), especialmente páginas 425-429.
[3] Lo cual no significa que dejaran de producirse modificaciones, generalmente lesivas para las garantías de los justiciables. Véanse infra las referencias a los Tribunales Especiales de Guardia y al Tribunal Especial de Espionaje y Alta Traición (Decretos de 22 y 29 de junio de 1937).
[4] Por si la cosa no estuviese suficientemente clara, o los partidos políticos y sindicatos cometiesen alguna equivocación al respecto, el artº 130 de este mismo Decreto dispone que serán excluidos de las listas de referencia (es decir, las de selección de jurados) las personas desafectas al régimen. Por cierto, la voz Régimen figura transcrita en la Gaceta de la República con minúscula.
[5] Gaceta de la República de 13 de mayo de 1937, págs. 667-668.
[6] Parece que el Derecho Penal de autor no era en España patrimonio exclusivo de los franquistas, simpatizantes de la Alemania nazi.
[7] Con ello, se infringía el artº 28 de la Constitución republicana, dado que las Cortes no habían dado previamente al Gobierno la pertinente autorización y fijado las bases de la misma. Cuando menos, el preámbulo del Decreto no recoge el cumplimiento de tales formalidades, como habría sido de razón, caso de haberse solicitado y concedido. 
[8]  Por Decreto del Presidente del Consejo de Ministros, Juan Negrín, se crearon a finales de noviembre de 1937 los Tribunales Especiales de Guardia, pensados especialmente para delitos graves flagrantes. Estaban compuestos por tres magistrados, nombrados discrecionalmente por los Ministerios de Justicia, Interior y Defensa, respectivamente. La rapidez de la instrucción (máximo de 24 horas) y la abundancia de penas de muerte que impusieron justifican el nombre burlesco con que fueron conocidos: la fotomatón.
[9] Véase lo indicado en la nota 5.
[10] Sucesivos Decretos de 23 y 29 de junio de 1937 supusieron una tendencia a la excepcionalidad y militarización de los Tribunales Especiales de Espionaje y Alta Traición (además del nacional, con sede en Valencia, aparecieron otros análogos en Cataluña), como lo evidencian el carácter sumario de la instrucción y la composición del Tribunal: tres magistrados civiles (uno de ellos, designado a instancia del Ministerio del Interior) y dos militares Letrados (a propuesta del Ministerio de Defensa). El nombramiento oficial era en todos los casos del Ministerio de Justicia.
[11] Recordemos que la República no declaró el estado de guerra hasta el 23 de enero de 1939, en que lo hizo el Presidente del Consejo de Ministros, Juan Negrín López, cuando las fuerzas de Franco estaban a las puertas de Barcelona. Ningún Gobierno republicano había dado hasta entonces ese paso: según los crédulos, para no acabar con las libertades democráticas y, según los realistas, para no dar al conflicto con sus enemigos las normas y garantías de una guerra. También pudo influir el no dar pábulo a las justificadas sospechas que, en 1936, podían tenerse respecto de numerosos militares profesionales: Recuérdese que la declaración del estado de guerra transmitía grandes poderes al Ejército, en concreto en la zona de Madrid, a los generales Miaja y Matallana, ambos poco de fiar para el Gobierno, sobre todo el segundo de ellos, de quien se sospechaban contactos con la Quinta Columna y el Gobierno de Burgos. De hecho, la declaración del estado de guerra en enero de 1939 fue -según historiadores- un factor que facilitó el golpe de Estado del coronel Casado contra el Gobierno de la República, a primeros de marzo de 1939.
[12] Véase El Derecho y la Guerra de España (I): Amnistías e indultos generales, epígrafe 2.1.
[13] Así se evidencia en los debates parlamentarios de las Cortes Constituyentes acerca del artº 102 de la Constitución de 1931.
[14] Véase, por ejemplo, el informe que con membrete del Tribunal Especial de Espionaje de Valencia dirigió, al parecer, al Ministro de Justicia, el Magistrado Delegado de Gobernación, con fecha 2 de agosto de 1937. Se copia por Doménec Pastor Petit, en su libro Resistencia y Sabotaje en la Guerra Civil, edit. Robin Book, Barcelona, 2013, páginas 130-131. Por cierto, el informe concluye con una frase lapidaria: Los momentos no son para sentimentalismos. Lamento que la firma no resulte totalmente legible, para poder revelar la identidad de este magistrado tan poco sentimental.
[15]  En mis lecturas, he comprobado que fueron ejecutados en la zona nacional reos de 15 años de edad. Creo que se trataba de asesinatos o paseos, no de cumplimiento de sentencias de consejos de guerra. No puedo, sin embargo, asegurar esta impresión, que para nada consolaría a tan jóvenes víctimas ni a sus familias.
[16]  Nos llevaría muy lejos aludir siquiera a la existencia y funciones de los Comisarios Políticos del Ejército, cuyos antecedentes remotos se remontan a la República Francesa de la época jacobina y los próximos, a la Rusia soviética. Su facultad de nombrar a los Presidentes de los Tribunales de Guerra de la República española era una garantía de control político y parcialidad de los mismos.
[17] Aunque el Decreto no lo contemplaba expresamente, cabía la posibilidad de auto defensa, cuando menos, en los casos en que el acusado fuera Letrado.
[18] La interpretación del concepto de Plaza sitiada o bloqueada tuvo en ocasiones una irrisoria ampliación. Baste recordar el caso del Consejo de Guerra celebrado en Barcelona contra los generales Goded y Burriel, el día 12 de agosto de 1936. Barcelona se reputó a tal efecto Plaza sitiada o bloqueada. En el ensayo El Derecho y la Guerra de España (V): El del general Goded, un juicio de ida y vuelta, en este mismo blog, abordo el tema con mucho más detenimiento.

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