sábado, 20 de mayo de 2017

EL DERECHO Y LA GUERRA DE ESPAÑA (III): CONSEJOS DE GUERRA Y TRIBUNALES ESPECIALES FRANQUISTAS


EL DERECHO Y LA GUERRA DE ESPAÑA (III): CONSEJOS DE GUERRA Y TRIBUNALES ESPECIALES FRANQUISTAS

Por Federico Bello Landrove

     Por mi vocación, soy historiador; por profesión, fiscal -ya jubilado-; por mi edad y vivencias, estudioso de la Guerra Civil o Guerra de España. Creo que son razones bastantes para abordar esta serie de ensayos sobre El Derecho y la Guerra de España, en que procuraré aunar información veraz y brevedad amena. Su lecturas y comentarios me dirán si he acertado o no en el empeño.



1.      JUSTICIA DE GUERRA Y JUSTICIA MILITAR.

     Que el Alzamiento o Movimiento Nacional contra la República fuera, ante todo, una rebelión contra esta de buena parte de las Fuerzas armadas, explica que, desde el primer momento, los sublevados -cuya dirección era casi exclusivamente militar- apelaran a su Justicia para reprimir la resistencia con un mínimo de apariencia legal. Antes de que Franco alcanzase la Jefatura del Gobierno y del Estado, así como el puesto de Generalísimo de los Ejércitos, ya los alzados habían tomado la resolución de someter a la Jurisdicción de Guerra a los rebeldes y a todos aquellos que, siendo autoridades, funcionarios o miembros de Corporaciones, no prestaren inmediatamente el auxilio requerido a los sublevados para el restablecimiento del orden y la ejecución de lo mandado. Esta es la línea seguida por el Bando declarativo del Estado de Guerra… extensivo a todo el territorio nacional, firmado en Burgos, a 28 de julio de 1936, por el general Miguel Cabanellas, como Presidente de la Junta de Defensa Nacional de España[1]. Para mayor detalle, se indicaba que el enjuiciamiento se llevaría a cabo por el procedimiento sumarísimo, regulado en el Código de Justicia Militar[2].

     La entrada en funcionamiento de la Jurisdicción militar en Estado de Guerra, así como el empleo en tal situación de procedimientos de urgencia, era algo habitual, que la entonces vigente Ley de Orden Público republicana preveía[3]. Cosa distinta, que rebasa los términos de este ensayo, son las cuestiones no procesales que plantea el Bando susodicho, como la desmesurada ampliación del delito de rebelión militar y el no exonerar de responsabilidad penal a quienes, previa intimación por la Autoridad militar, depusiesen toda actividad o actitud hostil hacia esta. Desde el punto de vista procesal, lo que llama la atención es el aspecto cuantitativo, es decir, la enorme extensión que se da a la competencia de los tribunales militares y a la aplicación del procedimiento sumarísimo, con lo que ello implicaba de disminución de garantías para los inculpados.

     Pero ni aún eso nos permite llegar al meollo de las justas críticas que se han formulado contra el empleo por el Régimen -calificado posteriormente de franquista- de los Consejos de Guerra. Ese punto clave no es otro que la pervivencia del sistema procesal de guerra durante décadas, cuando era evidente que el Estado de Guerra no existía en la práctica y -aunque menos claro- tampoco en la vida jurídica[4]. ¿Por qué se mantuvo este sistema durante tanto tiempo? Sin duda, por la confianza que al General Franco y a su Régimen brindaba el que los adversarios políticos fuesen enjuiciados por una jurisdicción tan contraria a estos, como la militar. Y no solo se trata de constatar afinidades ideológicas y de intereses, sino de reconocer, con todas las matizaciones que se quiera, que ser sometido a Consejo de Guerra sumarísimo era un terrible episodio, que los acusados emprendían forzosamente con un bagaje muy escaso de garantías y de imparcialidad. En lo que sigue se comprobará esto en gran medida, al exponer las líneas generales del procedimiento que les era aplicado.

     La normativa ofrece abundantes ejemplos de la instrumentación de los militares y su Justicia por el Movimiento Nacional, que ellos habían alumbrado y del que eran indudables beneficiarios. Tomemos el ejemplo sobresaliente del Decreto-Ley sobre represión de los delitos de Bandidaje y Terrorismo, de 18 de abril de 1947 (es decir, promulgado a los ocho años de terminada la Guerra). Una vez más, se apeló a la competencia de los Tribunales militares y al procedimiento sumarísimo para el enjuiciamiento. Era, sin duda, la resurrección práctica de los Consejos de Guerra para la delincuencia política, en un momento en que los hechos de la Guerra -y anteriores[5]- habían sido ya juzgados en su inmensa mayoría.

     La frecuente y drástica aplicación de la Justicia militar para castigar la disidencia política al Movimiento Nacional se mantuvo sustancialmente sin cambios hasta la Ley 154/1963, de 2 de diciembre, que creó el Tribunal de Orden Público para asumir tales competencias. Todavía en 15 de noviembre de 1971, la Ley 42/1971 ampliaría el concepto de terrorismo y delitos conexos, que seguían sujetos al conocimiento de la Jurisdicción militar. Y así, los Consejos de Guerra continuaron conociendo del bandidaje y del terrorismo durante toda la vida de Franco[6] y aún más allá: concretamente, hasta la promulgación del Real Decreto-Ley de 4 de enero de 1977, que creó la Audiencia Nacional (Sala de lo Penal y Juzgados Centrales de Instrucción).


2.      COMPOSICIÓN DE LOS CONSEJOS DE GUERRA.-


2.1.            Los primeros tiempos. Falta de especialización.

     Los Consejos de Guerra o Tribunales Militares de la Guerra Civil y de la posguerra respondían a dos principios esenciales, de los que derivaban muchas de sus características y deficiencias: 1º. Estar formados exclusivamente por militares. 2º. Estar sujeta la designación a una amplia discrecionalidad de la Autoridad militar, sin exigirse por lo general conocimientos jurídicos, es decir, el título de Letrado o la pertenencia al Cuerpo Jurídico Militar. En cambio, se respetaban sobremanera consideraciones de rango, cumpliéndose siempre, o en lo posible, estas exigencias: 1ª. Que el Presidente del Tribunal fuese un Jefe[7] y los vocales, como mínimo, Oficiales. 2ª. Que, si se juzgaba a un General, el Presidente y el mayor número posible de Vocales fuesen también Oficiales Generales. 3ª. Que el Presidente del Tribunal tuviera, al menos, el mismo rango que el acusado más relevante, si los inculpados eran militares.

     Las mismas normas sobre nombramiento, falta de conocimientos y jerarquía se cumplían con los Jueces Instructores, quienes habían de dirigir y formar el sumario.

     Por el contrario, además de la condición de Oficiales, se exigían conocimientos jurídicos, al tratarse en lo posible de Jurídicos del Ejército o de la Armada, en estas dos personas:
·         El Fiscal de la causa quien, gracias a su profesionalidad, tenía una superioridad evidente sobre el Defensor, como luego veremos.
·         El Vocal Ponente que, por sus conocimientos, estaba llamado a ganarse con cierta facilidad la voluntad de los otros miembros del Tribunal y, en todo caso, los asesoraba en cuestiones jurídicas y redactaba las sentencias, conforme a la decisión de la mayoría.

     Por Decreto nº 70 de la Jefatura del Estado de fecha 8 de noviembre de 1936, se autorizó que, con carácter voluntario, Jueces y Fiscales civiles pudiesen integrarse con carácter provisional en los Cuerpos Jurídico Militares, con graduación equiparada a Alféreces o Capitanes, según los casos.

     Uno de los puntos en que más se ha censurado la normativa de los Consejos de Guerra de la época ha sido el de que -salvo el caso especial de los Letrados que se defendiesen a sí mismos- los Defensores habían de ser Oficiales militares, sin necesidad de tener título de Letrado. La designación, en principio, correspondía al acusado, dentro de un escaso margen de opciones. De no designarlo aquél, era la Autoridad militar quien lo nombraba de oficio.

2.2.            La creación de Juzgados y Tribunales Militares Especiales.

     Con las tropas nacionales a las puertas de Madrid, Franco creyó que era cosa de días entrar en la Capital y, para ir preparando la logística de la represión, emitió un Decreto (el nº 55, de fecha 1 de noviembre de 1936), en el que adoptaba dos decisiones: 1ª. Reducir, aún más, la duración y garantías de los procesos, al pasar, del procedimiento sumarísimo, al sumarísimo de urgencia. 2ª. La creación de Consejos de Guerra e Instructores permanentes, acabando con el sistema anterior de designarlos para cada caso concreto (la verdad es que se repetían mucho los nombres).

     Aunque el fracaso ante Madrid impidió que dicho Decreto se aplicara entonces en dicha Villa, las directrices prosperaron para toda la Zona nacional, en la que se generalizaron por el Decreto nº 191, de 26 de enero de 1937. Veamos a muy grandes rasgos lo que significaron aquellas dos novedades.

·         El procedimiento sumarísimo de urgencia agilizaba aún más la tramitación de los sumarísimos, en especial en su fase de instrucción. Con todo, era tal la preexistente precipitación y falta de garantías, que apenas se notó la modificación, ni tuvo una transcendencia digna de mención[8]. Seguramente esa inanidad fue la que determinó el retorno al mero sumarísimo, con carácter general, en la Ley de Seguridad del Estado de 12 de julio de 1940.

·         En todas las provincias que hubieran sido tomadas o se tomaren en el futuro habrían de funcionar uno o más Juzgados Militares de Instrucción y uno o más Tribunales Militares Permanentes, cuyos funcionarios seguían siendo designados por la Autoridad militar, pero con una estabilidad que en ningún caso equivalía a la inamovilidad judicial. Desde el punto de vista numérico, lo más llamativo es la reducción a tres (en vez de cinco) de los Vocales legos, que constituían el Tribunal junto al Presidente y al Vocal Jurídico Militar.

Resulta lógico pensar que la permanencia significaría la adquisición -inicial o sobre la marcha- de una cierta profesionalidad; pero también es lógico suponer que la Autoridad militar tendría aún mayor cuidado en designar Instructores, Presidentes y Vocales plenamente identificados con su ideario y bien mandados.

De todos modos, reconozco sin ambages que no he consultado acerca de esta cuestión trabajos prácticos ni doctrinales.


3.      TRAMITACIÓN DE LOS PROCESOS [9].

3.1.            Fases de instrucción e intermedia.

     Suponiendo que la nota de urgencia del procedimiento sumarísimo no acortase o suprimiese trámites, la instrucción del sumario -cuyas diligencias siempre tenían carácter secreto- se contraía a las siguientes actuaciones:
·         Recepción de la notitia criminis, por medio de denuncia, atestado o expediente administrativo.
·         Designación del Juez Instructor por la Autoridad judicial competente.
·         Ratificación de la denuncia y toma de declaración a los testigos considerados indispensables.
·         Declaración de los inculpados, sin asistencia letrada.
·         Aportación de informes de conducta de los inculpados, a cargo del Alcalde y del Párroco de su residencia, así como por la Guardia Civil y la representación de Falange Española.
·         Auto de procesamiento.
·         Declaración indagatoria de los procesados.
·         Auto resumen de todo lo actuado y de su resultado, a cargo del Juez Instructor, remitiendo seguidamente las actuaciones a la Auditoría de la Autoridad militar. La recepción del sumario por el Auditor abría la fase intermedia.

     Recordemos que, a tenor del artº 653-1ª del Código de Justicia Militar de 1890, la situación personal de los inculpados durante toda la tramitación de los sumarísimos era la de prisión preventiva.

     En la fase intermedia se van desarrollando con toda rapidez las actuaciones siguientes:

·         Decisión por la Autoridad militar, a propuesta de su Auditor, sobre tener el sumario por completo, o bien ordenar al Instructor la práctica de diligencias adicionales. Esto último era inusitado y se consideraba una censura encubierta a la competencia o laboriosidad del Instructor.

·         Una vez completo el sumario, se decidía por la Autoridad militar, a propuesta de su Auditor, sobre el sobreseimiento de la causa o su elevación a plenario. El sobreseimiento podía ser libre (definitivo) o provisional (permitía la reapertura de la causa, de aparecer nuevas pruebas o motivos para ello).

·         Si se acordaba la elevación a plenario, nombramiento por la Autoridad militar del Tribunal (salvo que fuese Permanente), Fiscal y Defensor. Hasta este momento, los inculpados carecían de defensa procesal.

·         Fijación de lugar, día y hora para la celebración del plenario, decisiones que solían dejarse a la logística del Jefe militar de la plaza en que había de desarrollarse.

·         Entrega de las actuaciones al Fiscal y al Defensor, para que tomaran conocimiento de las mismas. Se ha llamado la atención escandalizada por lo preceptuado en el artº 658 del Código de Justicia Militar de 1890 que, en los procesos sumarísimos, preveía no más de tres horas para que el Defensor se instruyera de la causa. Hemos de decir que era frecuente disponer de más tiempo, en la medida en que el plenario no se celebrase de manera inmediata; y, dicho sea en honor a la verdad, solían ser tan pocas las diligencias de instrucción, que sobraba con el tiempo concedido, para enterarse de ellas. Cosa distinta era la casi total imposibilidad de encontrar pruebas de descargo en el breve tiempo entre el conocimiento de los autos y la celebración del plenario, aunque también en este aspecto la realidad se acomodaba a las posibilidades, dado que era muy poco frecuente que el Tribunal aceptara la práctica de pruebas, no conocidas durante la instrucción. De hecho, en el sumarísimo de urgencia la única prueba que podía practicarse en el plenario era la testifical.

3.2.            El Plenario, o Consejo de Guerra en sentido estricto.

     El plenario, por regla general, tenía carácter público y se celebraba (salvo cuando era respecto de reos ausentes) con la presencia de todos los inculpados. Las pruebas solían reducirse a las declaraciones de aquellos y a las de los testigos de cargo y de descargo que estuvieran presentes y el Tribunal juzgase necesario escuchar (pues, en principio, se daban por buenas sus declaraciones sumariales). La tendencia general de los Tribunales era la de practicar el menor número de pruebas posible (y de forma sumamente acelerada), para despachar los juicios a la mayor brevedad, dado que eran muchos y se pretendía que la justicia se administrase con toda rapidez (dicho queda: en forma sumarísima y urgente). Con todo, cabía la posibilidad legal de que el Tribunal suspendiese la celebración del plenario, para hacer comparecer a testigos de cargo o de descargo que no se encontraran en la sala.


     Concluida la práctica de la prueba, podía acordarse una breve suspensión, a fin de que el Fiscal y los Defensores pusieran en orden sus notas y prepararan la petición verbal que iban a hacer a continuación (artº 659 CJM de 1890). En efecto, el siguiente trámite, fundamental, era la calificación de los hechos y la petición de penas (o de absolución) por el Fiscal, seguida de análoga formulación verbal de las Defensas. Un breve informe de todas las partes en defensa de sus conclusiones y el trámite de última palabra por todos los acusados que lo desearan, ponía fin al Plenario y daba lugar a que el Tribunal se retirase para deliberar, votar y redactar la sentencia en privado.

     La sentencia respondía al parecer de la mayoría de los miembros del Tribunal, resolviendo los empates la decisión del Presidente. La votación la comenzaba el Vocal Ponente; seguía el resto de los vocales, por orden inverso a su grado y antigüedad, votando el Presidente en último lugar. Se redactaba por escrito (frecuentemente, a mano). Todos estos trámites se llevaban a cabo con gran rapidez, lo que inevitablemente implicaba la brevedad relativa y los clichés estereotipados del texto de la sentencia, así como frecuentes errores, tachaduras e interlineados.

3.3.            Aprobación de las sentencias. El enterado. Régimen de recursos.

·         Ha provocado severas críticas, como contrario a la más básica independencia judicial, el que las sentencias de los Consejos de Guerra de la España nacional o franquista hubieran de ser aprobadas por la Autoridad militar y su Auditor, para adquirir carácter definitivo y ser ejecutadas[10]. Comparto la censura, perfectamente extensible a los Tribunales Populares de Guerra de la República, cuyas sentencias habían de ser aprobadas, no solo por la Autoridad Militar y su Auditor, sino por el Comisario Político competente del Ejército Popular[11].

·         La susodicha aprobación hacía inmediatamente ejecutiva la sentencia, a no ser que implicara una condena a muerte. En ese caso, tenía que ser comunicada (a partir de marzo de 1937) a la Auditoría del Cuartel General del Generalísimo (posteriormente, Jefatura del Estado). Franco, de conformidad o no con su Auditor, podía indultar la última pena (conmutándola de ordinario por la de treinta años de reclusión), o bien estampar en la sentencia la fórmula de enterado, lo que suponía el visto bueno para su ulterior ejecución, habitualmente por la técnica del fusilamiento.

    Terminada la guerra, Franco decidió evitar que cayesen sobre su Auditoría miles y miles de solicitudes de indulto por conmutación de penas. A tal fin, por Orden de 24 de enero de 1940 (BOE del 21), creó unas Comisiones Provinciales de Conmutación de Penas, presididas por las Autoridades militares, para que fueran estas las que, conforme a criterios uniformes dados, concediesen o denegaran la conmutación. En lo tocante a la pena capital, la facultad de conmutación siguió residenciada en el Jefe del Estado, pero se prohibió que se le elevasen solicitudes de conmutación de la pena de muerte en los casos de los delitos más graves (los de rebelión militar, en alguno de los 17 casos enumerados en el Grupo I del Anexo de la citada Orden), los cuales quedaban, por tanto, abocados a la ejecución, salvo decisión de oficio del Generalísimo (lógicamente, ante petición de indulto que le llegase "por vía privada").

·         La ubicación del Tribunal Supremo en zona controlada por la República facilitó la decisión de los militares alzados, de desconocer en absoluto la fórmula de que una Sala de dicho alto Tribunal (a la sazón, la Sexta) pudiera enmendar la plana a los Tribunales estrictamente militares. Cuando se sintió la conveniencia de que hubiese un Tribunal de máxima categoría en materia militar, se acudió al expediente de crearlo al margen de la Justicia ordinaria e integrado solo por militares y jurídico-militares[12]. Dicho Órgano, llamado inicialmente Alto Tribunal de Justicia Militar, fue creado por Decreto de 24 de octubre de 1936. Por Ley de 5 de septiembre de 1939, ese Alto Tribunal fue reemplazado por el llamado Consejo Supremo de Justicia Militar, que ya se mantuvo activo durante todo el periodo franquista.

Uno de los objetivos de estos Altos Tribunales Militares era el de conocer de los recursos contra las sentencias de los Consejos de Guerra. La presunta dicción imprecisa del Código de Justicia Militar de 1890 a este respecto, dio pie a una Circular del Alto Tribunal de Justicia Militar, dada en Valladolid, a 21 de noviembre de 1936, según la cual se entenderá limitada la posible interposición de recursos a aquellos procedimientos que no tengan carácter de sumarísimos. En consecuencia, las sentencias de los Consejos de Guerra celebrados al amparo de la legislación de estado de guerra y análogas fueron irrecurribles[13].

3.4.            La cláusula de remisión por escasa gravedad, a la Jurisdicción civil.

     El servilismo de la Jurisdicción civil u ordinaria hacia la militar a todo lo largo del periodo del Alzamiento y el Franquismo, se puso de manifiesto ya desde el Bando declarativo del Estado de Guerra para todo el territorio nacional, de 28 de julio de 1936, cuyo artículo décimo disponía: La Jurisdicción de Guerra podrá dejar de conocer, remitiéndolas a la Jurisdicción ordinaria, de las causas incoadas que, hallándose comprendidas en este Bando, no tengan, a juicio de las Autoridades Militares, relación directa con el orden público.

     Todavía el citado texto mantenía un mínimo de cortesía, al aludir a un concepto jurídico, aunque indeterminado, la relación directa con el orden público. Subyacía, empero, la obvia posibilidad real de quitarse de encima todas las causas que no tuvieran un mínimo interés personal o material para los militares. No se trata, por mi parte, de una infundada suspicacia. En fecha tan separada de la Guerra Civil, como lo fue el 21 de septiembre de 1960, se promulgó el Decreto 1794/1960 (Boletín Oficial del Estado del 26-09-1960), que revisaba y unificaba toda la legislación en materia de orden público. Pues bien, en su preámbulo pueden leerse las siguientes palabras:

     … manteniendo, desde luego, la atribución de la competencia a la jurisdicción castrense y el trámite de los procedimientos en juicio sumarísimo, con facultad de inhibición en favor del fuero ordinario, cuando los hechos, por no afectar al Orden Público o por su escasa relevancia, no ofrezcan características de gravedad. (Naturalmente, el subrayado es mío)



4.      ALUSIÓN A LOS TRIBUNALES ESPECIALES: MASONERÍA Y COMUNISMO Y RESPONSABILIDADES POLÍTICAS.

     Aunque su naturaleza jurisdiccional pueda ser muy discutible, es lo cierto que el Franquismo, además de en los Tribunales militares, se apoyó para la represión de la disidencia en ciertos Tribunales especiales, que merecen por mi parte una alusión: el Tribunal de Represión de la Masonería y del Comunismo y los Tribunales de Responsabilidades Políticas.

4.1.            Tribunal de Represión de la Masonería y del Comunismo.

     La Ley de 1 de marzo de 1940 rindió tributo a una de las obsesiones más estudiadas del General Franco, al perseguir específicamente pertenecer a la masonería, al comunismo y demás sociedades clandestinas a que se refieren los artículos siguientes (artº 1, pfo. 1º de la citada Ley). El enjuiciamiento de tales conductas quedaba confiado a un Tribunal especial único para todo el Estado, cuyos cuatro miembros eran nombrados por el Jefe del Estado, sin otra limitación que la de ser su Presidente un General del Ejército y sus tres Vocales, un Jerarca de Falange Española Tradicionalista y dos Letrados. Sin perjuicio de ello, el Tribunal podía confiar total o parcialmente la instrucción de sus expedientes a la Jurisdicción ordinaria o a cualquiera de las militares, si bien se creó un poco eficaz Juzgado de Comunismo, por Decreto de 18 de septiembre de 1942.

     El procedimiento, completamente inquisitivo, no tenía otra determinación que la voluntad de los miembros del Tribunal, celebrándose las sesiones a puerta cerrada, sin que los inculpados pudieran intervenir con defensa letrada. Era parte obligatoria el Fiscal.

     Las sentencias podían imponer las más diversas penas, tales como incautación de bienes; privación de profesión, oficio o cargo, incluidos los derechos económicos ya consolidados; privación de libertad por términos de doce años y un día a veinte años que, para los dirigentes de las sociedades clandestinas, se elevaba a reclusión mayor (de veinte años y un día, hasta treinta años).

     Contra las sentencias del Tribunal cabía recurso ante el Consejo de Ministros, por quebrantamiento de forma, error de hecho o injusticia notoria.

     El Tribunal de Represión de la Masonería y del Comunismo fue sustituido por el Tribunal de Orden Público, creado por Ley de 2 de diciembre de 1963, cesando definitivamente en sus funciones en febrero de 1964. Durante toda su etapa histórica impuso un total muy cercano a las nueve mil condenas.

4.2.            Tribunales de Responsabilidades Políticas.

     Establecidos en la Ley homónima, de 9 de febrero de 1939, podemos considerarlos como el apéndice de la Jurisdicción militar, para aplicar penas o sanciones no carcelarias y medidas de seguridad, con duraciones entre seis meses y un día y seis años (salvo las que tuviesen carácter definitivo). Merece la pena enumerar los castigos que podían imponerse a tenor de dicha Ley: pérdida de la nacionalidad española; inhabilitaciones absoluta y especiales; extrañamiento; relegación a las posesiones africanas; confinamiento; destierro; pérdida total o parcial de bienes.

     Dos características muy importantes de la Ley eran las de no estar sujeta a las garantías de irretroactividad (podían sancionarse hechos u omisiones con fecha de inicio hasta octubre de 1934) y de no duplicidad de sanciones (ne bis in ídem), puesto que eran compatibles con las penas propiamente dichas, impuestas por Tribunales militares u ordinarios. Tampoco suponía una limitación para las sanciones de esta Ley el que hubiese fallecido el presunto culpable, recayendo entonces las consecuencias (en particular, económicas) sobre sus herederos.

     Los Tribunales de Responsabilidades Políticas existían a nivel Regional y Nacional (este último para resolver los recursos e inspeccionar y unificar los criterios de los Tribunales Regionales). A nivel provincial, se crearon Juzgados Instructores (cuyos titulares eran militares con título de abogado, nombrados a propuesta del Ministerio de Defensa) y Juzgados Civiles especiales (estos últimos, a cargo de un Juez o Magistrado nombrado por la Vicepresidencia del Gobierno, a propuesta del Ministro de Justicia). El Tribunal Nacional era nombrado por el Gobierno, siendo sus miembros: el Presidente; dos Generales o asimilados; dos Consejeros abogados de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, y dos Magistrados de categoría no inferior a la de Audiencia Territorial. Los Tribunales Regionales, de libre nombramiento por la Vicepresidencia del Gobierno, estaban formados por un Presidente, Jefe del Ejército; un Magistrado o Juez de categoría mínima de ascenso, y un militante de la expresada Falange Española que fuera abogado.

     La vida activa de los Tribunales de Responsabilidades Políticas fue impresionante. Baste decir que en los primeros dos años y medio de actuación, incoaron unos 230.000 expedientes[14]. Consecuencia de ello es que, no tardando mucho, se quedaron sin trabajo. Por ello, un Decreto de 13 de abril de 1945 ordenó la extinción de esta Jurisdicción, sin perjuicio de que la liquidación de las ejecuciones pendientes llevase aún varios años (sobre todo, cuando se trataba de devolver a los justiciables el dinero y bienes que les habían sido improcedentemente incautados).




    
    
    

    




[1] Véase Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional de España, nº 3, publicado en Burgos, el 30 de julio de 1936.
[2] Se trataba del Código de 27 de septiembre de 1890, en su redacción entonces vigente. En realidad, los militares alzados prescindieron en todo momento de las reformas del Código de Justicia Militar introducidas por la República, como lo evidencia el propio Bando de 28-07-1936 y lo formuló expresamente la Ley de Seguridad del Estado, de 12 de julio de 1940.
[3] Véanse los arts. 57 y 61 de la Ley de Orden Público de 28 de julio de 1933, así como la aplicación del procedimiento de urgencia, incluso cuando fuesen competentes los tribunales no militares.
[4] El Régimen franquista nunca levantó expresamente el Estado de Guerra, aunque dio por bueno que el mismo había dejado de regir hacia 1946, o poco después. Para tan pintoresca e inadmisible omisión remito a Juan Luis Cano Perucha, Los bandos penales militares, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, Madrid, 1983, página 314. El profesor José María Rodríguez Devesa, Derecho Penal Español. Parte General, 8ª edición, Madrid, 1981, página 173, nota 10, expone que la propia Presidencia del Gobierno juzgó no vigente ya el Estado de Guerra, en 1946. La Ley de Memoria Histórica de 26 de diciembre de 2007 se sintió obligada a hacer una derogación expresa del Bando de Guerra de 28 de julio de 1936, en su Disposición Derogatoria Única.     
[5] Recuérdese que la infracción por el Franquismo del básico principio de irretroactividad de las leyes penales llegó hasta extender muchos hechos punibles a la fecha límite de octubre de 1934.
[6]  El General Franco falleció el 20 de noviembre de 1975.
[7] Es decir, tener la categoría mínima de Comandante, o su equivalente en la Armada.
[8]  Este es el parecer del Fiscal, Carlos Jiménez Villarejo, La destrucción del orden republicano (apuntes jurídicos), Hispania Nova. Revista electrónica de Historia Contemporánea, nº 7 (2007), 515-544. Para las diferencias entre sumarísimos y sumarísimos de urgencia, Ignacio Tébar Rubio-Manzanares, Derecho penal del enemigo en el primer franquismo, edit. Universidad de Alicante, Alicante, 2017, página 36.
[9]  Esquematizo los trabajos citados en la nota 8 y, además: Eusebio González Padilla, La Justicia Militar en el Primer Franquismo, en Sociedad y política almeriense durante el régimen de Franco. Actas de las Jornadas celebradas en la UNED durante los días 8 al 12 de abril de 2002, edit. UNED, Madrid, 2003, págs. 155-166; Juan Antonio Alejandre, La justicia penal en la Guerra Civil, Revista de Historia 16, La Guerra Civil, fascículo 14, Madrid, 1986, 10 páginas. Para mucho mayor detalle, Eugenio Fernández Asiain, El delito de rebelión, Editorial Reus, Madrid, 1943.
[10]  A título de ejemplo de tal crítica, véase Miguel Gutiérrez Carbonell, La ilegitimidad del Derecho represor franquista, en la w.w.w. upfiscales, Derecho represor franquista, 21 Enero, 2011/Opinión. Se trata de una publicación póstuma, pues el Fiscal autor del artículo (probablemente, el guion para una exposición oral) había fallecido en 2008.
[11] Puede consultarse, en este mismo blog, mi ensayo El Derecho y la Guerra de España (II): Los Tribunales Republicanos, sub epígrafe 3.3.
[12]  Su Presidente era un Teniente General o General de División. Dos vocales eran Generales del Ejército y otros dos, Auditores generales, uno del Ejército y otro de la Armada.
[13]  Para el régimen de recursos contra los Tribunales Populares y Tribunales Populares de Guerra de la República, véase mi ensayo citado en nota 11, subepígrafes 1.2 y 3.2. Allí se ve que la situación no estaba muy alejada de la irrecurribilidad, pero existían excepciones y matizaciones a esta.
[14] Véase Manuel Álvaro Dueñas, Por ministerio de la ley y voluntad del Caudillo. La jurisdicción especial de Responsabilidades Políticas (1939-1945), edit. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2006, pág. 265.

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