sábado, 15 de abril de 2017

ENTRE LOS PINOS (II). GUY FAWKES

Entre los pinos (II). Guy Fawkes

Por Federico Bello Landrove


     Desde finales del siglo XV, Valladolid se rodea de un cinturón de pinares, para compensar la deforestación anterior[1]. A principios del siglo XVII y por cinco años, la Ciudad será capital de la Monarquía hispánica[2]. Es el momento al que se refieren los tres relatos de esta serie, en que transitan por aquellos bosques de pinos ilustres viajeros ingleses. ¿Realidad o fantasía? Diré que me muevo entre lo cierto y lo posible. En este, sobre Fawkes[3], la Historia toma la palabra.



1.      Un capitán de iniciativa


     Corren los últimos días del año 1603. Embozado en una vieja capa militar, aquel sujeto, alto y apuesto, tocado con un sombrero de elevada copa y ala ancha, avanza lentamente, bien por asegurar el paso entre la nieve, bien por comprobar que nadie lo sigue. Ya no debe de estar lejos del pabellón de caza, a juzgar por las indicaciones garrapateadas en la cuartilla que le han entregado, la que, a cada poco, extiende ante sus ojos. Dicen que toda prevención es poca, ahora que, hasta esta pequeña Capital[4], afluyen agentes y diplomáticos extranjeros en pro o en contra del inminente Tratado de paz[5]. Por eso, después de mil evasivas y circunloquios, el Duque de Frías[6] lo ha citado en esta mañana gélida en su madriguera del Pinar, muy cerca del río Duero, donde acostumbra a retirarse para la práctica de la caza.

     Guido -como gusta ser llamado- se detiene unos momentos y contempla las hojas de los pinos, convertidas en agujas de hielo. Repasa mentalmente las razones que ha de trasladar al prócer para convencerlo de lo justo y factible de su argumento. Pero pronto estalla en una retahíla de reproches y exabruptos, mientras hace memoria de sus últimos diez años, una década entregada a los tercios españoles, combatiendo sin tregua en Flandes y Francia, hasta alcanzar el honroso grado de alférez y la propuesta de ascenso a capitán, que a saber en qué cajón de qué Consejo acabará perdiéndose, gruñe decepcionado.

-          “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe[7]. ¡Cuántas veces no habré puesto en peligro la vida, como tantos otros de mis compatriotas! Pero está visto que nuestra sangre es bien recibida, no las iniciativas para librar de la esclavitud y la herejía a aquellos hermanos. Y eso que no pedimos que manden más flotas: Somos nosotros quienes asumiremos la tarea, pero ¡por Dios!, que nos ayuden y secunden, en vez de traicionar la fe y la religión con esa vergonzosa paz.

     Pronuncia esta última palabra con desprecio. Y prosigue:

-          ¡Valiente hijo de su madre, ese escocés, tibio y taimado![8] Claro que, al lado de su predecesora, cualquiera parece un santo. Pero, ni es católico, ni consentirá en poner el riesgo su trono por concedernos la libertad de conciencia y de culto. Si, para el Otro, París bien valía una misa[9], para este, Londres bien vale perseguir a los católicos. Nada bueno podemos esperar de él. Si fuera de otro modo, a qué ton seguiríamos sufriendo todavía violencia y destierro.

     Reanuda su incierto camino, sin interrumpir su incontenible soliloquio:

-          Bien sé que no todos son iguales. Sin ir más lejos, el archiduque Alberto[10] me escuchó con atención y accedió a darme carta de presentación para ante su cuñado[11]. Es claro que yo no aspiraba a ser recibido por el Rey en persona, pero de eso a pasarme medio año en las antesalas de cortesanos y secretarios… En fin, hora es de que hayan encontrado alguien competente a quien remitirme, aunque mucho me temo que el tal Frías tenga más de diplomático ladino, que no de hombre de acción y firmeza.

     Al fin, entre los arbustos, se columbra el famoso pabellón. No hay duda. Hasta el alférez llega el rumor de ladridos y su sexto sentido de hombre de guerra le advierte de que gente armada lo acecha entre los árboles. Nada extraño, por otra parte, pues el Duque le ha citado en su forestal guarida para darle una respuesta en nombre de la Corte. Guido, sin dejar de avanzar, atusa la barba y estira el jubón. No hay tiempo para más: dos guardias se acercan a galope. Susurra una jaculatoria y se detiene, esperando a ser conducido ante el Duque por quienes le salen al paso.



2.      La entrevista


     Apenas una hora más tarde, un decepcionado Fawkes sale del pabellón y emprende el camino de regreso hasta el mesón de las afueras de Valladolid en que, para mayor disimulo, había dejado su montura. Quizá, más que decepcionado, habría debido escribir confuso. No es fácil verter los sutiles matices de la diplomacia en los oídos de un militar que chapurrea un español con profusa mezcla del francés; ni convencer a un maduro diplomático de poner en peligro una negociación de paz por la quimera de un golpe de Estado, a cargo de desconocidos. Guido no deja de comprenderlo. Lo que no puede asumir es que los españoles se dejen embaucar por el Estuardo, como si en su pecho anidara el alma transparente y cándida de su madre.

-          No lo dude, Excelencia -le ha dicho al Duque-: El rey Jacobo se ha formado en un ambiente y un Reino severamente heréticos. Para asentarse en Inglaterra, que le está expectante, y aún hostil, tiene que apoyarse en la Iglesia anglicana, como fiel de la balanza de puritanos y católicos. Los escoceses de que se rodea no dejan lugar a dudas de sus creencias protestantes. Admito que, por principios, esté lejos de las formas rudas y sangrientas de Isabel, pero…

-          Y tanto -interrumpe Frías-. Apenas en el trono, afirmó su voluntad de paz y puso en libertad a los sacerdotes católicos que en prisión aguardaban el martirio.

-          Pero los ha expulsado de Inglaterra y sigue impidiendo los actos de nuestro culto.

-          En efecto, alférez, pero todo se andará. La seguridad y buenas relaciones que ha de traer la paz mejorarán sin duda la situación de vuestros compatriotas católicos. ¿O acaso suponéis que habríamos de abandonaros a vuestra suerte por el hecho de que desistamos de invadir las Islas?

-          ¿He de creer, señor, que Su Majestad, don Felipe, seguirá considerándose nuestro protector, de modo que el Tratado reconozca nuestra libertad de conciencia y la igualdad con nuestros conciudadanos protestantes?

-          Sois muy incisivo, señor oficial -respondió el Duque, sonriendo de manera un tanto enigmática-. Dentro de la prudencia que impone lo incipiente y secreto de la negociación, puedo tranquilizaros al respecto. Su Majestad no os abandonará a vuestra suerte y el Tratado lo recogerá en términos categóricos.

     Guido simuló una confianza que estaba lejos de sentir en su interior y emitió un suspiro de alivio. Su interlocutor lo aprovechó:

-          ¿Veis por qué os digo que, en este momento, son totalmente desaconsejables vuestros planes contra el rey Jacobo? Solo podrían entorpecer el camino de la paz y empeorar la condición de los católicos ingleses y de Irlanda. Dejad obrar a quienes tenemos el poder y la experiencia.

     La conversación parecía haber concluido pero, tras unos momentos en silencio, Fernández de Velasco agregó con cierta severidad:

-          Debe quedaros claro que España no apoyará de ninguna forma cualquier acto atentatorio contra vuestro rey, cosa que es totalmente inoportuna en estos momentos.

-          No es mi propósito, señor. Creía haber expuesto mis planes a Su Excelencia, los cuales son bastante más elaborados y ambiciosos que el mero hecho de dar muerte al Rey.

-          Lo sé, lo sé. No lo digo precisamente por vos, sino para que no os dejéis embaucar por otros compatriotas vuestros que, fiados en una ayuda que ya no os podemos brindar, andan tratando de sublevar a los católicos ingleses, más allá de toda esperanza razonable. No os mezcléis con ellos. Es más, si pensáis regresar a Flandes y reintegraros a vuestras banderas, recordad mis palabras y prodigad este consejos: Vuestra salvación está en la paz.


-          Nuestra salvación está en el Señor[12], replicó Guido.

-          Sí, pero el Señor bendice a su pueblo con la paz[13], concluyó el Duque.



3.      Epílogo


     Corre el mes de abril de 1604. Tres hombres están sentados a la mesa, en el reservado de una taberna de Dunquerque. Uno de ellos nos es conocido: se trata de Guido Fawkes, que ha vuelto con su tercio. Los otros dos habrá de presentárnoslos la Historia. Se trata del galés Hugh Owen, espía al servicio de España, y del inglés Thomas Wintour[14]. Es este último quien está en el uso de la palabra, que dirige a Guido:

-          Como te ha dicho Hugh, el año pasado me entrevisté con Tassis[15], el embajador extraordinario que el Rey de España mandó a Inglaterra para iniciar las negociaciones de paz, y le hice saber que, con la debida financiación, podría levantarse un ejército de tres mil católicos dispuestos a todo. Quedó en trasladar mi oferta a España y darme contestación, pero ha pasado el tiempo sin cumplir su promesa, lo que sin duda implica una negativa.

-          Es lo mismo que yo obtuve del Duque de Frías quien, finalmente, ha resultado ser quien encabece por España las negociaciones del Tratado. Todo lo supeditan a la paz y mucho me temo que, por conseguirla, nos abandonen a nuestra suerte.

-          Así que ya habéis conocido a Don Juan -respondió Wintour, con una amarga sonrisa-. Entonces no hará falta que os diga que se me mostró más amigable que comunicativo, y aun lo poco que me concretó lo rebozó de prudencia, pues está aún en Flandes, a la espera de pasar a Inglaterra con toda la delegación que preside.

     Quedaron en silencio por unos instantes. Luego, Wintour prosiguió:

-          Mucho me temo que las buenas y confusas palabras de los españoles solo sean una distracción, no una respuesta… Con su ayuda o sin ella tendremos que hacer algo en Inglaterra.

     Terció Owen:

-          ¿No convendrá posponer la decisión a la firma del Tratado? Tal vez se incluyan cláusulas favorables para nuestros hermanos católicos.

-          Eso me aseveró el Duque, valga su palabra lo que valga -apostilló Guido-.

-          Está bien, concluyó Wintour. Habré de consultar con mis amigos pero, por lo que a mí respecta, esperaré a conocer los términos de ese maldito Tratado.

-          Comparto tu parecer -aseguró Fawkes-. Regresaré contigo inmediatamente a Inglaterra y, si la paz se hace a costa nuestra, me uniré a vosotros.


***


     Finalmente, el Tratado de Paz, contra lo dictaminado por el Consejo de Estado español y las buenas -y, tal vez, sinceras- palabras del Duque de Frías, fue aprobado sin ninguna referencia a los católicos súbditos de Jacobo I. La conspiración se pondría, pues, en marcha, con nefastas consecuencias para aquellos en cuyo favor e interés obraban los conjurados.

  Tales consecuencias, discriminatorias y represivas de los católicos ingleses, duraron aproximadamente dos siglos. La Paz de 1604, apenas veinte años.







[1] Para interesados, Bartolomé Benassar, Valladolid en el Siglo de Oro, edit. Ayuntamiento de Valladolid, Valladolid, 1983, págs. 36-42.
[2] Entre enero de 1601 y marzo de 1606.
[3] Guy (Guido) Fawkes (1570-1606), militar católico inglés, el más famoso de los participantes en la Conspiración de la Pólvora (1605), serio intento de atentar contra el rey Jacobo I, haciendo explotar las Casas del Parlamento en el solemne acto inaugural del mismo, previsto para el 28 de julio de 1605, pero que hubo de retrasarse hasta el 5 de noviembre de dicho año, por la epidemia de peste que sufría Londres.
[4] Valladolid, capital de la Monarquía Hispánica desde enero de 1601, contaba en aquellas fechas con poco más de cincuenta mil habitantes.
[5] Entre España e Inglaterra. En octubre de 1603, el Consejo de Estado español había emitido las Instrucciones para el mismo.
[6]  Don Juan Fernández de Velasco y Tovar (1550-1613), Condestable de Castilla, cabeza de la delegación española que firmaría el Tratado de paz de Londres, en agosto de 1604.
[7]   San Pablo, Segunda Carta a Timoteo, capítulo 4, versículo 7.
[8]  Obvia alusión al rey Jacobo I, cuya madre (María I de Escocia) murió católica (1587), ejecutada por conspirar contra su prima, Isabel I de Inglaterra.
[9]   Frase atribuida con fundamento a Enrique IV de Francia (1553-1610), al convertirse formalmente al catolicismo para poder alcanzar la corona de Francia (1593).
[10]  Alberto de Austria (1559-1621), Soberano de los Países Bajos y Duque de Borgoña entre 1598 y 1621.
[11] Felipe III de España (rey entre 1598 y 1621) era cuñado del archiduque Alberto por el matrimonio de este con Isabel Clara Eugenia, media hermana de Felipe III.
[12] Comienzo del salmo 26: El señor es mi luz y mi salvación.
[13] Estribillo del salmo 28.
[14] Thomas Wintour, o Winter (c. 1571-1606), quien, junto con su hermano mayor Robert, su medio hermano John y su primo Robert Catesby, formarán el núcleo director de la Conspiración de la Pólvora. Véase la nota 3.
[15] Juan de Tassis y Acuña (c. 1550-1607), primer Conde de Villamediana. Además de la embajada aludida (iniciada en agosto de 1603), formó parte de la delegación española para el Tratado de paz de Londres (1604), presidida por el Condestable de Castilla, Duque de Frías y Conde de Haro, citado en la nota 6.

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