viernes, 28 de abril de 2017

LOS "PROS" DE FRANKLIN ROOSEVELT

Los “pros” de Franklin Roosevelt

Por Federico Bello Landrove


     Este es el cuento número 300 del blog, con el que doy por cerrada la serie de relatos iniciada hace poco más de ocho años. Por lo demás, no tiene nada de particular. Recoge una anécdota bastante conocida, de cuando Franklin D. Roosevelt era Subsecretario de Marina; una muestra -como hay tantas- de que política y sentido común no siempre van de la mano.




1.      Realismo


     El Subsecretario de Marina[1] era ya un veterano en el puesto cuando los tigres de la guerra rugían en Washington. El año 1917, en efecto, no había empezado con buen pie para la mayoría pacifista de la Nación. El día 16 de enero, el Ministro de Asuntos Exteriores del Imperio Alemán[2] había ordenado cursar un telegrama a su embajador en Méjico, en el cual invitaba a este país a entrar en guerra contra los Estados Unidos, a cambio -entre otras cosas- de recuperar los territorios de Texas, Arizona y Nuevo México, perdidos hasta 1848. Interceptado y descifrado el despacho por los servicios de inteligencia británicos, el Gobierno inglés lo comunicó al embajador americano en Londres, el mes de febrero siguiente. El Presidente Wilson[3], aún con dudas sobre el contenido y la autenticidad del telegrama, comprendió que era la gota de agua que haría desbordar incontenible el vaso de la indignación popular. Por ello, tras viva deliberación del Gabinete, acordó posponer la información a la prensa.

     De todo ello estaba al tanto el eficaz y carismático Subsecretario naval, entre otras cosas, porque le unía íntima amistad y confianza con el Secretario[4] y porque, caso de conflicto armado, la Marina tendría que intervenir inmediatamente y parar los primeros golpes. En cambio, el Ejército podía tomarse las cosas con más calma: Con su nivel de pequeñez e impreparación, se calculaba en un año el tiempo preciso para pasar a combatir en Europa. Además, convenía que una eventual declaración de guerra hallase ya a la Marina debidamente desplegada en los mares. De eso se estaba encargando el señor Roosevelt, quien era el verdadero estratega del Departamento. Pero aquella mañana se hallaba todavía leyendo los despachos de los jefes de la Flota, cuando entró en su despacho la flamante secretaria oficial[5], que acababa de robar a su mujer y pasar a su servicio, para general sorpresa del entorno de ambos. Claro que la sorpresa se habría trocado en escándalo de saber que, desde el año anterior, el Subsecretario y la señorita Lucy Mercer eran amantes[6].

-          Buenos días, Franklin. Veo que todavía estás enfrascado en la correspondencia de salida. ¿Has visto ya una comunicación del Cirujano General[7] a las unidades del Índico y Extremo Oriente?
-          Acabo de echarle un vistazo. No creo que ciertos retoques en el equipo de los marineros merezcan mayor atención.
-          Pues, yo que tú, me fijaría en el cuarto ítem, insistió Lucy.

     Roosevelt suspiró, dejó el documento que tenía entre manos y rebuscó en los ya depositados en la bandeja.

-          El cuarto ítem, repitió la joven, sofocando la risa.

     Un paquete de veinte preservativos de tamaño medio. Se entenderán desechables, facilitando su renovación trimestral por otro envase análogo, de la medida que, en su caso, solicite el interesado.

-          ¡Repámpanos!, exclamó el Subsecretario. Espero que, por lo menos, hayamos celebrado el oportuno concurso-subasta para adjudicar estos suministros.
-          Me he permitido adelantarme a tus inquietudes formales y me he puesto en contacto con Sanidad. Parece ser que han incluido los condones dentro de un programa experimental de salud sexual de la Marina en el extranjero y no han juzgado necesario por ahora andar con muchos requilorios.
-          ¡Hum! Me temo que ese programa experimental promete emociones fuertes. Hazme un hueco en la agenda de mañana para recibir al Cirujano General. Va a tener que darme algunas explicaciones.

     Dijo Roosevelt esto último con tal inflexión de voz, que Lucy lamentó haber levantado la liebre. Salió del despacho cerrando la puerta con bastante más energía de la precisa. Gruñó:

-          No acabaré nunca de conocer a Franklin. Alguien hace algo grande por los muchachos y lo único que se le ocurre es preguntar si se han cumplido las Ordenanzas.

     Pero Lucy no había llegado al fondo del asunto. Se ve que, en efecto, no conocía a su jefe del todo bien.

***

     Roosevelt no era, ni mucho menos, un ordenancista. La mayor parte de los cuarenta y cinco minutos de su entrevista con el Cirujano General la empleó en escucharle acerca de la conveniencia militar de utilizar preservativos y sobre los motivos especiales que había tenido para ensayar la experiencia con la Flota del Índico y el Pacífico. Al propio tiempo, tuvo ocasión de conocer que varios ejércitos extranjeros ya venían facilitando a sus tropas condones gratuitamente. Hizo algunas recriminaciones y advertencias a su interlocutor, por haber tomado la decisión sin consultarle y sin soporte financiero especial. Lo despidió con una frase, que revelaba en buena parte su propósito:

-          Que los médicos militares le informen puntualmente del resultado de su experimento y de las posibles mejoras sanitarias con relación a la situación anterior. De todo ello me elevará un memorándum no más tarde de seis meses, al que dará carácter de secreto. Entre tanto, yo me encargo de la financiación de los materiales.

     Para esto último, el eficaz Franklin tuvo tiempo suficiente antes de que estallara la guerra. Bastaron unos miles de dólares, bajo el oscuro epígrafe presupuestario de fundas portátiles vulcanizadas, para cubrir las necesidades del momento. Pero mucho antes de que hubiese recibido el memorando, los Estados Unidos entraron en aquella guerra que, con el tiempo, se conocería como la Primera Mundial[8]. El Subsecretario de Marina tuvo, pues, que improvisar.



2.      Puritanismo


     De entre las muchas decisiones que Roosevelt hubo de tomar cuando la Marina americana entró en guerra, una de las menos importantes -aparentemente- fue la de extender a todos sus efectivos el suministro gratuito de fundas portátiles vulcanizadas. Estaba decidido a ello, sin importarle las Leyes Comstock que, desde 1873, prohibían el anuncio y venta de condones, por considerarlo una forma de obscenidad o pornografía[9]. En efecto, el Subsecretario de Marina no entendía que esas Leyes fueran aplicables a las fuerzas militares en tiempo de guerra, máxime estando destacadas en el extranjero. El problema, pues, no era de ordenancismo, sino de cómo convencer al Secretario naval, que era, por así decir, bastante puritano para estas cosas. Roosevelt decidió sondearlo:

-          Estoy de acuerdo contigo -concedió el señor Daniels- en que las enfermedades venéreas son una plaga en el frente, pero mejores remedios habrá que el de incumplir nuestras leyes.

     El Subsecretario -abogado de profesión, antes de entrar en política- objetó:

-          Pero los marineros se encontrarán en territorio extranjero y ya sabes que las leyes penales tienen una eficacia estrictamente territorial.

     Mas Daniels también era abogado, aunque no ejerciente, y le dio a su segundo un buen revolcón jurídico:

-          Nuestros buques de guerra son territorio americano, dondequiera que se hallen.

     Roosevelt no insistió. Sabía que el Secretario no daría su brazo a torcer.

     Aquella noche, lo comentó con Lucy, pues le constaba que estaba muy a favor de la medida condoniana.

-          Ya me lo temía, le contestó. Parece mentira que no conozcas a Daniels. Tendrías que haberle puesto ante hechos consumados.
-          No me gusta ser desleal -replicó Roosevelt-. De todos modos, se lo planteé como un simple comentario. Es posible que, si le obligo a tomar una decisión, se lo piense mejor y lo consulte con Baker[10], o con el mismo Presidente.
-          Y, para cuando tengamos una respuesta -seguramente, negativa- se habrán perdido varios meses y miles de marineros. Se me ocurre algo mejor.
-          Tú dirás.
-          Con el comienzo de la guerra, Daniels se pasa semanas fuera de Washington, haciendo propaganda bélica o despidiendo a los que parten para Europa. Aprovecha una de sus ausencias y dicta por delegación una orden de suministro de preservativos a todos cuantos se alisten en la Marina o marchen a combatir.
-          ¿Estás loca? La revocarían inmediatamente y me costaría el puesto, y con razón.
-          O no. En estos momentos Daniels no está en condiciones de prescindir de ti y dar un escándalo que podría volverse en contra del Gobierno. A los votantes le gustan los políticos que se juegan el cargo por servirlos bien.

     Roosevelt movía la cabeza, entre la duda y la desaprobación. Pero Lucy había sembrado una idea tentadora en su mente. Y, contra todo pronóstico, la idea fructificó.




***

     La bronca de Daniels a Roosevelt fue de campeonato. Este, que no era tonto, ni mucho menos, había limitado su directiva a la distribución de preservativos a los marineros con permiso para ir a tierra. Con todo, el Secretario le afeó su conducta y trató de hacerle ver lo impropio de la misma, conociendo -como conocía- su parecer. La cosa no pasó a mayores pues -como Lucy había previsto- Franklin era demasiado útil en el Departamento, como para echarlo en plena guerra. Pero Daniel fue tajante en la defensa de su preeminencia:

-           Voy a dejar inmediatamente sin efecto tu directiva y, a mayores, contestaré a tu motivación sanitaria de forma que no deje lugar a equívocos sobre la postura de la Marina, esté o no su Secretario presente.

     Fue entonces cuando Josephus Daniels pasó de la historia a la leyenda. Su vibrante alegato, conocido por La coraza invisible o, también, El escudo de continencia ha entrado en los anales de las campañas relacionadas con la sanidad sexual[11]. Presa de incontinencia -intelectual, por supuesto-, Daniels acompañó su tajante desautorización de Roosevelt de una campaña de carteles, que se distribuyeron por cuarteles y buques de la Marina. Y, no contento con todo ello, llevó el asunto a las reuniones del Gabinete. A pesar de que aquí no recibió un entusiástico apoyo, el Presidente y los Secretarios apoyaron a su colega, ganándose al propio tiempo el Subsecretario de Marina la fama de bastante díscolo y excesivamente liberal. Roosevelt tardaría en quitarse ese sambenito, a lo que ayudó un largo y fructífero viaje de inspección por Europa, que obtuvo la admiración de Daniels y la felicitación expresa del Presidente Wilson. Como decía la secretaria Mercer:

-          Querido Franklin, entre los hombres tienes más éxito cuando estás lejos.



3.      La tozudez de nuestros muchachos



     Este breve capítulo trata de cifras: aquellas que revelaron a Daniels -le valiera o no de algo- que era más fácil domeñar a su Subsecretario, que los lascivos impulsos de los muchachos del Ejército y la Marina. Veámoslas:

·         Según una encuesta a los soldados americanos de aquella guerra, solo un 30% de los mismos se abstuvieron voluntariamente de mantener relaciones sexuales durante su servicio en Europa. No aclararon si en su púdica decisión tuvo alguna influencia la campaña moralizadora del Secretario Daniels.

·         Durante la Primera Guerra Mundial viajaron hasta Europa -llegasen a luchar o no- un total de cuatro millones de militares estadounidenses. De ellos, cuatrocientos mil -que se sepa- se contagiaron de enfermedades venéreas (sífilis y gonorrea, principalmente). Teniendo en cuenta que su estancia media europea fue de unos seis meses, el contagio de un 10% de todos los soldados es francamente muy alto.

·         De esos cuatrocientos mil contagiados, diez mil lo fueron de tal gravedad, que motivó su baja definitiva en el Ejército o la Marina. Los restantes permanecieron de baja temporal un promedio de veinte días, lo que supuso la pérdida de unos siete millones y medio de días/hombre.

     No está de más señalar que el Gobierno americano se quedó solo en su decisión de no facilitar preservativos a sus tropas en la Gran Guerra Europea. De hecho, el Gobierno francés presentó una queja ante el estadounidense por tal motivo. Sin duda, ante la circunstancia de que los militares americanos estaban combatiendo entonces en suelo galo, se temía el contagio venéreo de las mujeres francesas que mantuviesen relaciones con soldados infectados que no usaran condón.

     Las demoledoras cifras de contagio venéreo, unidas a los sucesivos embates judiciales a las Leyes Comstock en materia anticonceptiva[12], dieron lugar a que la guerra de 1917-18 fuese la última a la que los soldados y marineros americanos acudiesen sin protección vulcanizada. Roosevelt, con la lección bien aprendida, tendría ocasión, años más tarde, de aplicar, contra la moralidad desmadrada, una nueva y sonada muestra de realismo[13].



4.      Donde se aclara lo de los “pros”


     En 1933, el puesto de Embajador de los Estados Unidos en Méjico era todo menos grato y sencillo de sobrellevar[14]. Con todo, y pese a su edad avanzada[15], Daniels se puso a las órdenes de su Presidente, el condoniano Franklin Roosevelt, y aceptó el encarguito. Lo ejercería durante ocho años, con general beneplácito.

     Estamos en la Casa Blanca, en el acto de presentación del nuevo Embajador, que Roosevelt ha querido fuese público y solemne, como corresponde a un viejo amigo y a la importancia que concede a un puesto clave para su política de buen vecino, que pretende observar con los países al sur del Río Grande.

     Un periodista pregunta al Presidente por los pros y los contras de la experiencia anterior de Daniels, para desempeñar el puesto diplomático que ahora se le asigna. Roosevelt mira de reojo al embajador y le hace un casi imperceptible guiño. Luego, conteniendo apenas la risa, contesta:

-          La verdad es que Mister Daniels ha sido siempre un hombre de contras. El de los pros era yo[16].

     Así, de primeras, pocos entendieron la respuesta presidencial. Entre ellos, estaba, por supuesto, Josephus Daniels.








[1]  Aludimos a Franklin D. Roosevelt (1882-1945), Subsecretario de Marina de los Estados Unidos entre 1913 y 1920. Posteriormente, alcanzaría la Presidencia de su País (1933-1945).
[2]  A la sazón, Arthur Zimmermann (1864-1940), quien ejerció el cargo entre noviembre de 1916 y agosto de 1917.
[3]  Thomas Woodrow Wilson (1856-1921), Presidente de los Estado Unidos entre 1913 y 1921.
[4]  Que era Josephus Daniels (1862-1948), cargo que ejerció entre 1913 y 1921.
[5] Era Lucy P. Mercer (1891-1948). Fue secretaria social de la Señora Roosevelt (la famosa Anna Eleanor Roosevelt -1884-1962-) entre 1914 y 1917, y secretaria oficial de Franklin D. Roosevelt en los años 1917 y 1918.
[6]  Dicha relación íntima parece haberse iniciado en 1916.
[7]  O Surgeon General, máxima autoridad médica. En la Marina lo es el Surgeon General of the U.S. Navy. Entre 1914 y 1920, lo fue William C. Braisted (1864-1941).
[8] Los EE.UU. aprobaron la declaración de guerra el 6 de abril de 1917, cuando el conflicto cumplía dos años y ocho meses de existencia. Previamente, se había dado a conocer al público el telegrama Zimmermann, el 1 de marzo de 1917, cuya autenticidad reconoció el Ministro alemán que lo promovió y dio nombre, dos días después.
[9] Dichas Leyes castigaban su infracción con pena de 6 meses a 5 años de prisión con trabajos forzados o multa de 100 a 2.000 dólares y las costas del juicio. En lo relativo a los preservativos y demás medios de contracepción, las Leyes Comstock permanecieron formalmente en vigor hasta 1970.
[10] Newton D. Baker (1871-1937), Secretario de Guerra (equivalente al actual de Defensa) entre 1916 y 1921.
[11] Entre ellos, aconsejo (y no solo por su expresivo título) el siguiente: Alexandra M. Lord, Condom Nation: The U.S. Government’s Sex Education Campaign from World War I to the Internet, John Hopkins University Press, Baltimore, 2010.
[12] Aludiré tan solo al primero de ellos, por ser contemporáneo de los hechos relatados: la sentencia del caso New York vs. Sanger, de 8 de enero de 1918 (conocida como sentencia Crane, por el apellido de su Ponente). 
[13] Evidentemente, se alude a la postura de pleno apoyo a la derogación de la Enmienda XVIII de la Constitución americana (supresión de la llamada Ley Seca), producida en diciembre de 1933, mediante la aprobación de la Enmienda XXI. En aquellos momentos, Roosevelt era Presidente de los Estados Unidos.
[14]  Remito la explicación a alguno de estos libros: Edmund David Cronon, Josephus Daniels in Mexico, University of Wisconsin Press, Madison, 1960; Lee Allan Craig, Josephus Daniels: His life & times, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 2013.
[15]  Setenta años cumplidos.
[16] Aparte de otros significados (entre ellos, el equivalente al español: pros and cons = pros y contras), pros es el apócope de prophylactics, es decir, preservativos o condones. Queda, pues, aclarado el título de este relato.

domingo, 23 de abril de 2017

ENTRE LOS PINOS (III). EDWARD ALLEYN Y PHILIP HENSLOWE

Entre los pinos (III). Edward Alleyn y Philip Henslowe

Por Federico Bello Landrove

     Desde finales del siglo XV, Valladolid se rodea de un cinturón de pinares, para compensar la deforestación anterior[1]. A principios del siglo XVII y por cinco años, la Ciudad será capital de la Monarquía hispánica[2]. Es el momento al que se refieren los tres relatos de esta serie, en que transitan por aquellos bosques de pinos ilustres viajeros ingleses. ¿Realidad o fantasía? Diré que me muevo entre lo cierto y lo posible. En este, sobre Alleyn y Henslowe[3], la imaginación toma la palabra.





1.      Exordio

     Mucho se ha escrito sobre una muy improbable estancia de Shakespeare en Valladolid en mayo y junio de 1605, como miembro de la numerosísima embajada inglesa para ratificar el Tratado de paz de 1604[4]. También se ha especulado -dentro de esa remota probabilidad- sobre un encuentro del dramaturgo inglés con Cervantes, como punto de partida para unilaterales o recíprocas influencias literarias[5]. No voy a participar en ese juego, tan fascinante como irreverente. En cambio, con mayor posibilidad y modestia, imaginaré la estancia vallisoletana de los dos notables hombres de teatro citados en el título de este relato, la cual bien pudo haber tenido para alguno de ellos cierta relevancia.



2.      Pinceladas teatrales


     Miércoles, 8 de junio de 1605. En vísperas del verano, el pinar ve ajarse sus modestas galas de la primavera. En cambio, la feroz tormenta de finales de mayo[6] ha esparcido por el suelo copiosa cosecha temprana de piñas, que los sucesivos calores han abierto, dejando libres las semillas. Los dos viajeros ingleses pasean entre los árboles y el más joven de ellos se entretiene en patear los frutos. El mayor sonríe y comenta:

-          Parece que te quedaste anoche con ganas de ejercitar las piernas durante la comedia que nos largaron. ¡Claro!, no era cosa de dar el espectáculo ante tan importantes autoridades[7].
-          No creo que podamos juzgar con fundamento, Philip. Al no conocer el idioma, se nos hizo imposible seguir tan complicado argumento. Y eso que los actores se esforzaron en que los entendiéramos, forzando en exceso la gesticulación[8].
-          Pues yo, querido yerno, suscribo la opinión de Cornwallis: La obra era más larga que agradable[9].
-          Más bien creo, a juzgar por lo que vimos, que el teatro español es tan diferente del nuestro, que no es fácil para los ingleses paladearlo, ni tampoco a la inversa.
-          Para saber esto, tendríamos que haber convencido a Lord Howard para que nos hubiera permitido representar La tragedia española[10]. Opino que plasma con propiedad la idiosincrasia de este pueblo.


-          No creo que les hubiesen gustado mucho a nuestros anfitriones las citas de su desdichada Armada, o de sus complicadas relaciones con Portugal. Mucho tenía que hacer olvidar nuestro mecenas[11], como para arriesgarse por un drama más o menos. Claro que, con tal mutis dramático, no se explica que trajera a toda su compañía a este viaje.

-          Entre tan numeroso cortejo, no es de temer que nos hayan descubierto -bromeó Henslowe-. Además, lo que pretendía era dar la réplica al honor que hizo el año pasado el Rey a Burbage y los suyos[12].

     El dúo empieza a sudar. Se ve que su indumentaria no es la más adecuada para este verano adelantado. De consuno, extienden sus capas por el suelo y se sientan a la sombra de un frondoso pino. Alleyn se queda mirando con sorna a su suegro y pregunta:

-          Bueno, ¿qué te pareció lo más hermoso de la comedia?

     Henslowe captó al vuelo en sentido de la cuestión:

-          No es nada nuevo para mí: Ya lo he visto en Francia. Pero he de convenir en que la tal Octavia es una preciosidad[13]; y buena actriz, además.
-          ¿Qué opinas de meter a mujeres en las compañías? Seguro que mejoraba la pasión con que actúan los actores.
-          Como empresario, no puedo estar más en contra. Como amante del teatro, soy convencido partidario de ello. No hay cosa más estúpida que los motivos de la prohibición, basados en la moralidad. Como si fuera más moral una práctica que fomenta, como bien sabes, la homosexualidad y la pederastia.

-          Dejémoslo estar, no sea que, en el colmo de la decencia, opten por cerrar los teatros[14].

***

     Permitámonos hacer un paréntesis en la conversación entre los dos hombres de teatro, para aclarar hasta qué punto era la escena su modo de vida y su principal ocupación. En lo que respecta a Henslowe, no cabe duda de que era un empresario de vocación. Casado con una viuda rica, invirtió la mayor parte de los rendimientos del capital inmobiliario de aquella en negocios de lo más variado[15]. En el mundo del teatro, era proverbial su actividad como promotor de nuevos y lujosos escenarios[16] y como socio-empresario de la compañía The Admiral’s Men, a la que en 1605 seguía ligado. En ella había conocido a Alleyn, con quien se asoció y emparentó, al casarse el actor con su hijastra[17].

     Más oscura parece la dedicación de este último. Con pocos más de treinta años, en la plenitud de su carrera, le dio la ventolera de abandonar su profesión[18], a la que se dice solo retornó por expresa petición de la Reina, algo que parece apoyar el que se retirase definitivamente al morir aquella[19]. Esto había ocurrido el año anterior a su vista a Valladolid, pese a lo cual, Lord Howard había mantenido su invitación para sumarse a la Embajada, junto a los actuales miembros de su compañía.

     La mente de Alleyn debe estar, pues, menos ocupada por puritanismos teatrales, que por el importante negocio que tiene entre manos: nada menos que invertir cinco mil libras en la compra de una espléndida propiedad en las inmediaciones de Londres[20]. Mucho parecen ganar los grandes actores -se diría-, pero no. También Alleyn es un buen negociante, como su suegro, con el que está íntimamente asociado. Las rentas de los teatros van de la mano de los prostíbulos y las luchas de animales salvajes o feroces. Así, el inimitable, el mejor de los actores, Proteo en sus formas y Roscio en su lengua[21] se ha convertido en maestro de los juegos reales de osos, toros y perros[22]. No sería extraño que nuestro buen Edward disfrutase más con las tauromaquias ofrecidas a la Embajada inglesa[23], que con la brillante comedia lopesca.



3.      Inocencia infantil


     En esas estaban, cuando les llamó la atención la cercana presencia de dos niñas, como de siete y diez años de edad, que andaban recogiendo piñas y piñones, agrupando las primeras en pequeños montones y guardando sus semillas en los amplios bolsos de sus sayas. Parecían encontrarse solas, aunque era lo cierto que se hallaban bajo la desatenta vigilancia de su madre quien, bastante más allá, se emboscaba entre retamas y codesos, amartelada con un caballero.



     No habiéndose percatado de la presencia de los adultos, nuestros ingleses creyeron que las niñas eran dos pilluelas, que andaban recogiendo frutos por necesidad. Alleyn era bastante niñero, como suele convenir a quienes Dios no ha bendecido con la gracia de los hijos. Hizo ademán a las chiquillas para que se les acercaran, a fin de obsequiarlas con alguna moneda, pero ellas fingieron no entender y siguieron a lo suyo. El actor, no teniendo conocimientos del idioma castellano, decidió hacerse notar con el lenguaje universal de los niños. Se incorporó y, simulando el gruñido y la torpe bipedestación de un oso, dio unos pasos y se apoyó en Henslowe, haciendo el gesto de morderlo en la garganta. Sofocado este por la acometida pero buen conocedor de tales contiendas, se puso a cuatro patas, mugiendo e imitando la cornamenta con los brazos. Las pequeñas, atónitas, se les fueron acercando, curiosas y sorprendidas. Favorecidos por la atención del reducido público, el oso se transmutó en león y el toro en mastín fiero, que acabó tendido por tierra, inevitablemente vencido por su rival, tras vender cara la derrota.

     Los comediantes se pusieron finalmente en pie e hicieron una reverencia a la parejita, que prorrumpió en una entusiasta ovación. Era el momento de hacerse entender sin palabras. Alleyn sacó de la faltriquera una moneda de plata y, por señas, ofreció su canje por los piñones que la niña más pequeña guardaba en la falda. Pero, bien fuera por no convenirle el trueque, bien por desconfianza hacia aquel desconocido, las niñas lo rechazaron y echaron a correr hacia donde habían dejado a su madre.

     Ante tan rotundo fracaso y temiendo haber sido malinterpretados, los dos hombres recogieron las capas y siguieron su camino. Si hemos de creer a nuestra imaginación, iban dialogando acerca del valor de la riqueza y del arte. Y, si hemos de hallar un principio a la generosidad de Alleyn, podemos convenir en que ese mismo día, 8 de junio de 1605, se prometió hacer, en favor de los niños, la mejor inversión de los rendimientos obtenidos de tan dudosos orígenes. Para ellos, y para él, se convertirían en un Regalo de Dios[24].







[1] Para interesados, Bartolomé Benassar, Valladolid en el Siglo de Oro, edit. Ayuntamiento de Valladolid, Valladolid, 1983, págs. 36-42.
[2] Entre enero de 1601 y marzo de 1606.
[3] Edward Alleyn (1566-1626), primer actor de la compañía teatral The Admiral’s Men, hasta su prematura retirada en 1604. Philip Henslowe (c. 1550-1616), el mayor y más famoso empresario teatral de Inglaterra durante unos treinta años (aproximadamente, entre 1587 y 1616), suegro de Alleyn (en realidad, la esposa de Alleyn era hijastra de Henslowe).
[4] La explicación sería larga. Su punto de partida es que Shakespeare, en su condición de actor destacado de la compañía The King’s Men, había formado parte del séquito para la delegación española en el Tratado de Londres, por designación del propio rey inglés y mecenas de dicha compañía, Jacobo I.
[5]  La especulación nos llevaría demasiado lejos. Me remito al relato de Anthony Burgess (1917-1993), A meeting in Valladolid, dentro de su libro The Devil’s mode (1989). Existen en Internet versiones escritas y radiadas del mismo, tanto en inglés, como en español.
[6] En concreto, se produjo en la tarde del 26 de mayo de 1605, justo cuando hacía su entrada solemne en Valladolid la tantas veces citada Delegación diplomática inglesa, presidida por lord Charles Howard.
[7] Henslowe hace referencia a la representación de El caballero de Illescas, de Lope de Vega, que el Duque de Lerma ofreció a la embajada inglesa durante la opípara y lujosa cena que ofreció en sus dependencias del Palacio Real vallisoletano, en la noche del 7 al 8 de junio de 1605. La obra había sido estrenada en 1602. Veremos más detalles en las notas siguientes.
[8] Se trataba de la compañía de Nicolás de los Ríos (c. 1550-1610). Entre 1602 y 1605, eran sus primeros actores Pedro de Valdés y Jerónima de Burgos, matrimonio en la vida real. Se rumorea con cierto fundamento que Jerónima fue amante de Lope de Vega.
[9] Comentario literal de Sir Charles Corwallis (1555-1629), embajador inglés ante la Corte española (1605-1609).
[10] The spanish tragedy, magna e influyente obra dramática, la más famosa de su autor, Thomas Kyd (1558-1594), seguramente retocada por Shakespeare en sus Pasajes adicionales. Se desconoce la fecha exacta de su estreno (hacia 1590), siendo editada a partir de 1592. Formó parte importante del repertorio de The Admiral’s Men, la compañía que lideró como actor Edward Alleyn.
[11] Lord Howard, junto a lord Essex, había encabezado el exitoso asalto y toma de Cádiz (1596), que acabó por el incendio y destrucción parcial de la ciudad.
[12]  Ver nota 4. Richard Burbage (1568-1619) era el actor principal de The King’s Men. La embajada inglesa de 1605 comprendía, según referencias aproximadas, unas seiscientas personas.
[13] Están aludiendo a la actriz Jerónima de Burgos (c. 1580-1641), que actuaba en el papel de Octavia en El caballero de Illescas. A comienzos del siglo XVII, las mujeres ya representaban sus papeles propios en el teatro de Italia, Francia o España; no así en el inglés, hasta una disposición regia de 1662. En su lugar, actuaban en papeles femeninos adolescentes y jóvenes masculinos, a partir de los trece años.
[14] Los puritanos ingleses, que estaban en contra de las mujeres actrices, acabaron por prohibir el teatro al llegar al poder. El Parlamento Largo así lo acordó en 1642, permaneciendo la medida hasta la Restauración, en que fue derogada por Carlos II.
[15] Se citan: tintorerías, fabricación de almidón, préstamo de dinero, tráfico con madera, comercio de pieles. A mayores, dentro de lo que parecen ser actividades usualmente relacionadas con el teatro de la época isabelina, regentaba una zona de recreo en Southwark, llamada The Little Rose, con jardines y un burdel, y participaba en el Paris Garden del negocio de espectáculos de lucha entre animales.
[16]  Se recuerdan especialmente The Rose y Fortune, pero también estuvo ligado a Newington Butts y The Swan.
[17]  Llamábase Joan Woodward. El matrimonio no tuvo hijos.
[18]  Ello sucedió hacia 1598.
[19] Isabel I falleció en 1603. Alleyn abandonó las tablas en 1604, con treinta y ocho años de edad.
[20] La propiedad era Dulwich Manor, con todos sus bosques, terrenos y edificaciones: en total 1.100 acres (unas 450 hectáreas). La compra por Alleyn a sir Francis Calton se documentó en el verano de 1605, pero el precio se abonó a plazos, en doce años. Sobre este tema, véase Jan Piggott, Dulwich College: a History, 1616-2008, edit. Dulwich College, Londres, 2008.
[21]  Alabanzas del dramaturgo Thomas Heywood (1570-1641).
[22]  Así lo considera el cronista John Stowe (1525-1605).
[23]  Ver Tomé Pinheiro da Veiga, Fastiginia o Fastos Geniales, edición y traducción de Narciso Alonso Cortés, Valladolid, 1916, páginas 69-75. Las fiestas de cañas y toros tuvieron lugar el 10 de junio de 1605.
[24] O God’s Gift, lema que encabeza el escudo del Colegio de Dulwich, fundado por Alleyn en 1619.