sábado, 25 de febrero de 2017

HISTORIAS DE VIDA O MUERTE (VIII). LIBERACIÓN

Historias de vida o muerte (VIII). Liberación


Por Federico Bello Landrove

     
     Siempre me ha gustado hacer una crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].



     Se llamaba Alberto Robles y, pese a su relativa juventud, era perro viejo en lo tocante a la política. Claro que, siguiendo con metáforas perrunas, de casta le venía al galgo. Su padre, uno de los terratenientes más ricos de la provincia, había sido diputado conservador, cacique en su distrito unipersonal. Alberto, emprendedor y práctico, había tomado decisiones firmes, en cuanto la República comenzó a hablar de reforma agraria. Junto a muchos otros propietarios de tierras, grandes y medianos, había promovido un Bloque Agrario, con resultados electorales muy prometedores. Luego, por aquello de que la unión hace la fuerza, su Bloque había pasado a integrarse en la C.E.D.A., de cuyo jefe, Gil Robles, era Alberto amigo personal[2]. Así y con dicho membrete, Alberto había obtenido en 1933 escaño en Cortes por su provincia. En febrero de 1936 había estado a punto de repetir éxito, pero una vergonzosa revisión de actas le había privado de su condición de electo[3]. Nuestro parlamentario frustrado no era un extremista y, de hecho, había aceptado con naturalidad el advenimiento de la República. Pero tampoco era un masoquista, ni sujeto que aceptase las injusticias sin responder al ellas. Así pues, decidió aprovechar su imprevista cesantía política recorriendo diversos lugares de España, informándose de la situación política y religiosa y, cada vez más decididamente, exhortando a apoyar el golpe de estado militar que se anunciaba. Y en esas estaba cuando fue encarcelado en Bilbao, coincidiendo con la sublevación armada del 18 de julio.

     Ignacio Aramendi era unos años más joven que Robles y lo tenía todo para triunfar en la vida. A los veinticinco años ya tenía tres carreras y dominaba cuatro o cinco idiomas, siendo el vascuence su preferido. El padre había sido diputado por el P.N.V. y era la tercera generación de Aramendi que se sentaba en el Consejo de Administración del Banco de Bilbao[4]. Ignacio era nacionalista y euscaldún[5] hasta la médula. Tal vez por ello, al principio de la guerra civil compartía la opinión de que el País Vasco debía proclamar su neutralidad en la contienda, despreciando a tirios y troyanos. No estaba dispuesto a elegir entre dos dictaduras, de las que la comunista la reputaba la peor, por ser más dura que las otras. Tampoco arrojaba ninguna esperanza el vencer a los militares sublevados pues -desde su punto de vista- sería tanto como permitir que el país cayera en las manos de los comunistas y anarquistas. Pero en dos meses todo quedó definido, al menos, temporalmente: Las tropas nacionales invadieron Guipúzcoa y la República aprobó el Estatuto que reconocía el autogobierno vasco. El Gobierno vasco proclamó su adhesión al republicano. Aramendi pasó a colaborar estrechamente con el lehendakari Aguirre y asumió diversos cargos en el ejército vasco, hasta la derrota y rendición del mismo, en agosto de 1937.

     Presentados a ustedes los protagonistas individuales del relato, hemos de pasar al personaje colectivo, algo mucho más difícil y desagradable. Difícil, por cuanto tiene de impreciso y anónimo, ergo, polémico. Desagradable, por las criminales acciones que llevó a cabo y que son claves para nuestra historia. Lo mejor será despachar de forma escueta y superficial lo acaecido, para que sirva de preámbulo al nudo de la exposición. Vamos a ello:

·              En los días 25 de septiembre y 2 de octubre de 1936, con motivo o pretexto de los bombardeos aéreos que habían sufrido Bilbao y otras poblaciones próximas, los barcos-prisión Aituna Mendi y Cabo Quilates, fueron asaltados por grupos numerosos de individuos los cuales, sin oposición de los milicianos que custodiaban a los detenidos políticos, procedieron a asesinar a setenta de ellos, el 25 de septiembre, y a treinta y ocho, el 2 de octubre. En estas fechas todavía no se había producido en Euzkadi[6] el relevo del Gobierno central por el estatutario, ostentado por el P.N.V.[7] Cabe también decir que estos incidentes en la ría del Nervión no fueron los únicos: En el citado día septembrino, una saca de la cárcel de Durango acabó con el asesinato de veintitrés presos tradicionalistas. Al día siguiente, la cárcel temporal e improvisada de Sestao fue asaltada y mataron a seis presos. Dicha prisión sufrió un nuevo asalto, el 26 de octubre -ya con el Gobierno autonómico- y cuatro detenidos fueron asesinados.

·         El día 4 de enero de 1937, tras un bombardeo de aviones de la Legión Cóndor[8] sobre la villa bilbaína, masas de individuos armados, milicianos y civiles, asaltaron la Cárcel provincial y otros tres edificios que constituían temporales centros penitenciarios y, en cuatro horas de faena, asesinaron a doscientos veintisiete internos por motivos políticos, dejando también la secuela de un número no determinado de heridos[9]. El escándalo, interno e internacional, fue mayúsculo, entre reproches, discusiones y desmentidos de los políticos (ir)responsables. Se abrió una causa judicial para la averiguación y, en su caso, castigo de los directos autores materiales, que continuaba tramitándose cuando la zona fue ocupada por los franquistas. Pero lo más importante es que el Gobierno nacionalista vasco tomó buena nota de lo sucedido y estableció una vigilancia de las prisiones que evitó, en lo sucesivo, tragedias análogas. Con mucha reserva mental, lo traducía así Ignacio Aramendi: Para nosotros, el no ensuciarse las manos de sangre fue siempre un problema tan grande como el de ganar la guerra. Quizás hasta mayor.

     Así estaban las cosas cuando, a mediados de junio de 1937, el Gobierno vasco resolvió abandonar Bilbao, volando los puentes sobre la ría. Muchas y graves cuestiones debían dejarse resueltas antes de abdicar de la autoridad y emprender la retirada. Una de ellas, decidir sobre la suerte de los presos, políticos, sobre todo. Ya digo que, aunque demasiado tarde, aquel Gobierno había aprendido a cumplir con su deber, en algunas cosas.



***

     Para entonces, Ignacio de Aramendi era un militar curtido y un político de peso. No es de extrañar que le tocara una china de esas que las Autoridades encomiendan -eso dicen- a personas de máxima confianza. Se trataba de conducir a los novecientos presos políticos encerrados en tres cárceles bilbaínas, desde estas hasta las líneas nacionales. El Gobierno vasco no había hallado mejor forma de garantizarles la vida, pese a las muchas personas que estaban dispuestas a hacerles pagar su derrota.

     Aramendi preguntó con cierta retranca:

-          ¿Con qué fuerza armada puedo contar para llevar a cabo la operación?

     Le contestaron:

-          Sabiendo a lo que vas, no es probable que se subleven los presos.


-          No es eso lo que temo, sino que los nuestros no los dejen llegar a su destino.

     Alguien le contestó destempladamente:

-          Nuestras fuerzas están retirándose, por no hablar de las que desertan. Coge a algunos de los que están custodiándolos.

     Ignacio, mascullando palabras gruesas, se encaminó a la cárcel de Larrínaga, donde habían concentrado a todos los presos. Con sorpresa mayúscula se los encontró en correcta formación, provistos de picos, palas y mantas. Los controlaba un número exiguo de militares reservistas y algún guardia civil, quienes ya estaban al corriente de la empresa que los aguardaba. Ante la perplejidad de Aramendi, uno de ellos explicó:

-          Los hemos preparado como si fuesen a cavar trincheras. De esa forma, ellos no recelan y pueden pasar por simples trabajadores, ante quienes estarían dispuestos a no dejarlos con vida.

     Aramendi convino en que no era mala idea, por más que los conducidos pudieran emplear las herramientas como armas. Seleccionó a dos gudaris que le parecieron de fiar y a un guardia civil, cuya calva descubierta relucía tanto a la luz de la luna, que le dio su propia boina para que se cubriese. Seguidamente, ordenó:

-               Tomen la carretera de Santo Domingo.

     Inmediatamente surgió el primer contratiempo. Lo anunció un teniente, cerrándole el paso:

-          ¡Contraorden, señor! Tienen que volver a la cárcel pues un batallón ha visto salir a los presos y seguro que van a atacar la columna.

     Aramendi rechazó tajante la sugerencia:

-          Quienes me han dado este encargo no se han puesto en contacto conmigo para revocarlo. Además, ¿se figura usted que estarían más seguros en la cárcel? ¡Ni hablar!, yo sigo y su deber es ayudarme a cumplir con mi deber. ¿No comprende la que podría armarse, si se produce otro 4 de enero?

     El teniente reflexionó, mientras se ponía a la altura de Aramendi quien, muy decidido, seguía tras los presos, tratando de recuperar el retraso. Juntos, llegaron hasta la basílica de Begoña. La columna se había detenido allí, esperando a su capitán. Muy próxima también aguardaba una sección de gudaris, la que mandaba el teniente. Este, al fin se decidió:

-               Ya está bien de venganzas. No le puedo dejar hombres, pero sí le entregaré algunas armas, … si es que se atreve a dárselas.

-               Traiga acá. Voy a jugármela.

     Entre Aramendi y los tres guardianes, recogieron unos cuantos fusiles. Aquél hizo un aparte con diez o doce presos, que encabezaban la comitiva:

-               Escuchen y corran la voz. Los vamos a llevar hasta las líneas de ustedes, que están en lo alto de esos montes. Solo nosotros conocemos el camino y podemos evitar que les impidan pasar. ¿Podemos confiar en que mantendrán el orden y no harán nada que los perjudique?

     Ellos, aunque asombrados, prometieron con firmeza seguir sus indicaciones.

-               Pues, entonces, que dejen las herramientas, para poder avanzar con mayor rapidez, y ustedes cojan las amas que vamos a entregarles.

     Las instrucciones corrieron y se cumplieron con presteza. De hecho, tiraron los picos y palas con tal algazara, que produjeron en la noche un ruido fenomenal. Seguidamente, reanudaron la marcha. Ignacio mandó a los presos armados que se destacaran y vigilasen estrechamente los cruces y la retaguardia. Décadas más tarde, recordaba:

-               En euskera no había blasfemias; de modo que en el confesonario uno le decía al sacerdote que había usado palabras españolas. Pues bien, aquella noche fue una de las pocas veces que he blasfemado en mi vida, y todo porque los presos no andaban lo bastante aprisa.

     No era de extrañar. Entre los conducidos, había varios enfermos que eran transportados en camilla. El camino hasta las posiciones del frente distaba de la cárcel unos tres quilómetros y formaba una áspera subida. Tampoco hay que olvidar que era de noche, aunque clara. Demasiado clara, para su gusto. La columna se destacaba y era facilmente visible para las tropas regulares y las milicias. Sin embargo, Aramendi tenía claro que habían de avanzar por la carretera, sin atajos o caminos secundarios: La entrega de los presos tenía que hacerse desde un puesto republicano, por iniciativa gubernamental, no como una fuga o decisión de paternidad desconocida.

     Tuvieron más de un encuentro ominoso. Aramendi apaciguaba los ánimos de unos y otros, con una mezcla de paciencia y autoridad. Finalmente, rebasaron las posiciones vascas y, con las mayores precauciones, entraron en tierra de nadie. Para relativa sorpresa del jefe de la conducción, pasaron al enemigo, no solo los prisioneros, sino sus guardianes, y hasta algunos gudaris que a última hora, dejando sus posiciones, los habían escoltado. Ignacio no pensó en seguirlos ni por un momento. Aliviado y satisfecho, desanduvo el camino, hasta el centro de Bilbao. Apenas veinte minutos después de que él pasara, los puentes sobre el Nervión fueron volados. El amanecer ya estaba próximo pero aún quería echar una última mirada a su casa. Luego, a seguir combatiendo, por más que la guerra pareciese perdida.

     Tenía a un amigo escondido en su morada.

-               Quédate en Bilbao, le dijo mecánicamente a Ignacio.

-               ¿Para que tus amigos me puedan cortar la cabeza?, replicó este.

-               ¡Hombre! ¿Qué quieres que hagan con alguien con unas ideas como las tuyas?

     Aramendi apostillaba con tristeza: Así era la mentalidad de los de derechas.



***

     Alberto Robles fue de los últimos en abrazar a los requetés que recibieron a la columna de presos de Bilbao. Y no era, solo, por desconfianza en su destino, sino por la enorme debilidad que sufría, después de un año encerrado. Pesaba treinta kilos -exageraba-, en vez de mis setenta de antes de la guerra. No obstante, sujetaba como podía el fusil ametrallador que me había dado un gudari.

     Como ha quedado dicho, con los presos liberados se pasaron voluntariamente a la zona nacional diversos vigilantes y soldados que los habían acompañado y protegido. Entre ellos, se encontraban el director de la prisión de Larrínaga y el jefe de guardianes, a quienes Alberto y algunos otros habían animado a acompañarlos, en la seguridad de que se les agradecería el trato magnífico dado a los reclusos -después del terrible asalto, en que poco o nada habían podido hacer- y encontrarían buen acomodo en la nueva España que estamos creando.

     Pero el hombre propone… y los energúmenos disponen. Es dramática la versión que de los hechos ofreció Alberto mucho tiempo después:

     Pero, a pesar de lo hambrientos que estábamos, apenas podíamos comer a causa de la alegría de respirar los nuevos aires, de estar donde deseábamos estar desde hacía tanto tiempo… Informamos a las autoridades de que los dos funcionarios de prisiones estaban bajo nuestra protección. Entonces llegaron líderes falangistas de Bilbao y abofetearon a los dos hombres. Nos quedamos horrorizados. Atacamos a los falangistas, les rasgamos la ropa, pero se llevaron a los dos funcionarios y los metieron en un calabozo… Fue el primer indicio de lo que estaba pasando. Nuestra desilusión fue tremenda. Uno de mis camaradas de prisión dijo que prefería volver a la cárcel. Al principio creímos que era cuestión de brutalidad personal por parte de los falangistas, pero pronto nos dimos cuenta de que aquel estado de cosas era general, que era algo planeado y preparado antes del levantamiento…
     Los prisioneros -yo entre ellos- dimos testimonio de la excelente conducta de los dos funcionarios de prisiones y finalmente estos fueron puestos en libertad y autorizados a volver a Bilbao; pero no antes de que les hubieran hecho pasar malos ratos.

     El desenlace feliz de tan torvo episodio no conmovió ni tranquilizó a Alberto Robles, una vez en su provincia y con su familia. Debía su vida a la acción, justa y valiente, de unos hombres que habían plantado cara a los asesinos de su propia facción. Ahora, entre los suyos, veía campar por sus respetos a otros individuos -análogos criminales, con distintos uniformes-, entre la complicidad o el silencio de sus conciudadanos. Venganza y miedo, decía, una mezcla letal que estaba erosionando a pasos agigantados sus convicciones y esperanzas.

     En esas estaba cuando, apenas dos semanas después de su liberación, apareció la Carta colectiva del Episcopado español, dirigida a los obispos de todo el mundo[10]. Si no hubiese discurrido un año de horrible guerra civil, Robles la habría comprendido. Con todo lo acaecido desde el 18 de julio anterior, su conciencia sentía repugnancia ante semejante apoyo al levantamiento militar y el bando franquista, unido al silencio -cuando no la aquiescencia- ante los crímenes de dicho bando. Con severa firmeza, así recordaba su punto de vista, muchos años después:

     Mitad por miedo, mitad por ambición, la Iglesia no cumplió con su obligación de criticar abiertamente los crímenes que se estaban cometiendo. Su pasividad representaba la aprobación tácita de la represión, al mismo tiempo que aceptaba generosos beneficios del Estado. La Iglesia debería haberse pronunciado, aunque ello la hubiese llevado al paredón.

     Sin duda, Alberto esperaba demasiado de la Iglesia, como también del nuevo régimen que alumbraba en su zona. Para empezar, su amada C.E.D.A. estaba siendo denostada, como culpable de todos los fracasos de las derechas en la anteguerra. Sus dirigentes pasaban al exilio, interior o exterior[11], entre la frustración y la sorpresa. No habría sido ese el caso de Alberto Robles, prestigiado por su conocimiento y promoción del mundo agrario, pero sus convicciones lo acabaron llevando al mismo punto. Él lo contaba así:

     Rechacé una oferta de Serrano Suñer, cuñado del Caudillo y principal figura política del nuevo régimen, para dirigir la organización de sindicatos verticales… Le dije que no podía aceptar el principio sobre el que se basaba el sindicato vertical.

     Lo siguiente queda ya fuera de nuestro relato. Este termina aquí, cuando Alberto Robles, que había salvado su vida física una noche luminosa de junio, se dejó perder la vida política y la participación activa en el porvenir de su patria. Aunque yo creo que ambas cosas acaecieron en el mismo momento: cuando pudo ver la imagen de los malvados de uno y otro bando en el bruñido espejo de quienes no eran en absoluto como ellos. Y es que muchas veces la honda decepción es el precio a pagar por la experiencia de la vida.

     O, dicho al sentencioso modo, lo que llamáis morir es acabar de morir y lo que llamáis nacer es empezar a morir y lo que llamáis vivir es morir viviendo[12]. 







[1]  Para Liberación, Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, edit. Crítica, Barcelona, 2016, pp. 563/567 y 574/578. No debe olvidarse que este es un relato que se reserva un componente de imaginación el cual, en todo caso, conserva lo fundamental de la historia. El empleo de ese componente me mueve a usar seudónimos para los dos personajes principales.
[2]  C.E.D.A.: Siglas de la Confederación Española de Derechas Autónomas, coalición de partidos políticos de derechas, constituida a comienzos de 1933, bajo el liderazgo de José María Gil-Robles Quiñones de León (1898-1980).
[3]  Empleo el epíteto de vergonzosa, en el sentir de nuestro personaje. Yo no estoy lejos de pensar lo mismo.
[4]  Uno de los principales bancos españoles (actualmente, el segundo en importancia objetiva), fundado en 1857. El bisabuelo de Aramendi había sido uno de los fundadores.
[5]  Utilizo la palabra en su sentido de hablante habitual del vascuence, como su lengua materna.
[6]  Esta, y no Euskadi, fue la grafía en la época a que nos venimos refiriendo.
[7]  Siglas del Partido Nacionalista Vasco, fundado en 1895 y mayoritario en Euzkadi en 1936/1937.
[8]   Importante unidad aérea nazi, al servicio del bando nacional.
[9]  Todas las cifras de asesinados son lógicamente muy aproximadas, pero no exactas, ya que no hay concordancia en las fuentes. Para un acercamiento correcto y breve al tema, puede consultarse Los asaltos a las cárceles de Bilbao el día 4 de enero de 1937, del que son autores José Manuel Azcona Pastor y Julen Lezámiz Legurezaresti, en Investigaciones Históricas, nº 32 (2012), págs. 217/236, accesible al público por Internet.
[10]  Documento fechado a 1 de julio de 1937, que solo rehusaron firmar cinco prelados. El texto íntegro es fácilmente accesible desde Internet.
[11]  Este último fue el caso del Jefe del Partido, José María Gil-Robles, sin perjuicio de que aconsejara públicamente a sus militantes el apoyar la causa nacional,  y entregase los fondos de la C.E.D.A. al general sublevado, Emilio Mola Vidal, para sufragar los gastos de la contienda.
[12] Francisco de Quevedo Villegas (1580-1645), Sueño de la Muerte.

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