viernes, 10 de febrero de 2017

HISTORIAS DE VIDA O MUERTE (VI). TRABAJOS DE AMOR

Historias de vida o muerte (VI). Trabajos de amor


Por Federico Bello Landrove


     Siempre me ha gustado hacer una crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].




     Fue mi mujer quien me informó del deseo de nuestro vecino del tercero derecha:

-     - Paco, me he encontrado con doña Paula en el mercado y, después de muchos circunloquios, me ha hecho saber lo agradecidos que quedarían ella y su marido, si recibieras a este y le aconsejaras en un asunto que le está quitando el sueño.

-         -  Mujer, para eso estamos los abogados y más ahora que, con la guerra y el asedio, me estoy quedando sin pleitos y sin blanca.

-             -  Pues voy a subir a decírselo. Parece que la cosa es urgentísima.

     Apenas habíamos acabado de comer lo poco que teníamos, cuando el señor Carballares llamaba a nuestra puerta. Vestía una curiosa indumentaria, mezcla de paisano y del guardia civil, que efectivamente era; en concreto, con el grado de teniente en la reserva.

-         -  Muchísimas gracias por recibirme. La verdad es que debí venir a verlo hace unos días, pero no me atreví o, por mejor decir, pensé que las cosas saldrían mejor de lo que finalmente han resultado.

-         -   De nada, hombre. ¿Hace un café, o lo que tomamos por tal?

-           -  Si no le importa, don Anselmo, tómelo si quiere, mientras yo le voy contando.

-             -  Pues usted dirá.

     El asunto que lo traía a verme era de los trágicos, que menudeaban por aquellos días. Unas fechas antes, se había celebrado en Oviedo un consejo de guerra contra veinticinco acusados y al teniente, mi vecino, le había correspondido la defensa de oficio de un muchacho, al que acusaban de varios delitos y pedían pena de muerte. El bueno de Carballares lo había defendido lo mejor que sabía y lo habían dejado, pero el tribunal había impuesto la pena capital, que ahora había sido confirmada por el Auditor militar. Tampoco tenía la cosa nada de particular pues, de los veinticinco reos de aquella hornada, a veintitrés los habían condenado a ser fusilados.

-            -   Verdaderamente, es muy triste -apostillé al relato-, pero yo soy abogado civil y no sé nada del caso. No veo cómo aconsejarle con una mínima eficacia y conocimiento de causa.

-            -   Ya comprendo que he acudido a usted demasiado tarde, pero voy escribir al Cuartel del Generalísimo en solicitud de indulto y he pensado que podría ayudarme a redactar la petición.

     Debí de hacer algún gesto de escepticismo, pues el teniente agregó:

-           -  Sí, me consta que no son muchos los casos en que prospera, pero me siento obligado a intentarlo. Figúrese, un chiquillo de diecisiete años.

-           -    ¿Tan joven? Yo tenía entendido que no se aplicaba la pena de muerte hasta los dieciocho.

-            -   Pues ya lo ve… Dicen que, para los delitos más graves, no cuenta esa atenuante.

     Era un resquicio, por pequeño que fuese y, de todos modos, humanamente le debía un poco de atención. Así que

-          - Cuénteme el caso -dije-, excusando los detalles que le parezcan irrelevantes, y permítame tomar algunas notas, según vaya usted hablando.

***


-          José Álvarez era repartidor de una tienda de ultramarinos de la calle Caveda, donde había entrado a los trece años, apenas acabó la escuela. Desde los quince -y no me lo ocultó en ningún momento- se afilió a la U.G.T.[2], a los solos efectos de tener un apoyo sindical en su trabajo.

-          -     ¿Le pudieron probar eso en el juicio?, pregunté.
-         -   Tienen incautada toda la documentación del Sindicato, así que… Pero lo cierto es que, por error o a mala fe, la acusación fue la de pertenecer a las Juventudes Socialistas Unificadas[3], cosa incierta, que José desmintió y que, por descontado, el fiscal mantuvo sin ningún fundamento.

-           -    Está bien. Siga, por favor.

-         -   Pues bien, cuando estalló el Movimiento, José siguió trabajando, como si tal cosa. Ya sabe que las primeras semanas se notó poco el cerco y las tiendas tenían mercancías abundantes.

-           -    O sea, que no trató de escapar. 

-          -  ¿Por qué motivo? Tenía en la ciudad familia y trabajo, y no se le conocían actividades políticas. Claro que tampoco se le ocurrió alistarse voluntario para la defensa.

-            -  Bueno, como a tantos otros. Dicen que no llegaron ni a mil los que lo hicieron, contando los de todas las edades.

-             -  Pues mire usted por donde, esa fue otra acusación. Bien, en realidad, fue la de no haber ingresado en el ejército pero, cuando yo hice ver que el chico tenía diecisiete años y aún no habían sido llamados los de su reemplazo, me pusieron a caldo con lo de que, con menos años, muchos lo habían dado todo por la Patria.

-             -  Ya. De todos modos, ese cargo me parece muy débil para apoyar en él la pena capital. Si no fuera por lo de la U.G.T. …

-           -    Espere, don Anselmo, que hay más… y peor.

-            -   ¡Córcholis! Para ser un chiquillo, ya tenía todo un historial.

-        -  Pues sí, y además es la única inculpación verdaderamente cierta, aunque no en los términos en que la presentó el Fiscal. Se trata de haber cruzado las líneas, desde Oviedo a zona enemiga, y viceversa; y no una, sino muchas veces. 

-            -   Amigo Carballares, siendo ello cierto, me parece inútil andar pidiendo el indulto. Aunque el joven Álvarez fuese a la zona republicana a recolectar patatas, eso estaba completamente prohibido, por razones de seguridad. ¿Quién le dice a Aranda[4] que no se trataba de hacer espionaje o facilitar información al enemigo?

     El teniente, al oír lo de las patatas, sonrió y, cuando términé mi filípica a su ausente defendido, puntualizó:

-         -   Si hubiese sido para procurarse alimentos, habría tenido pase, pero ¿sabe usted qué llevaba a ese inconsciente a cruzar las líneas? Pues visitar a su novia, que vivía en Colloto[5].

-           -    No solo de pan vive el hombre -puntualicé-, sobre todo si se es joven.

     Nos quedamos callados durante unos segundos. Una idea me rondaba la cabeza, más por curiosidad que por prestar ayuda.

-           -   ¿Dónde está el tal José ahora?, inquirí.

-             -  En la cárcel, aquí en Oviedo, contestó Carballares.

-             -  ¿Podríamos ir mañana mismo a visitarlo? Me gustaría oír la historia de sus propios labios, antes de pergeñar el borrador de indulto.

     Mi vecino se puso en pie, como por un resorte, y replicó todo eufórico:

-        -  Ahora mismo voy para la prisión, a pedir el oportuno permiso… ¡Ah, y muchísimas gracias! Veo que no está todo perdido.

-            -   Bueno, ya sabe usted lo que se dice de la esperanza.

***

     El uniforme del teniente nos facilitó mucho las cosas, hasta el punto de permitirnos usar para la entrevista un tabuco destinado a archivo carcelario, muy parcamente amueblado, pero con una antediluviana Underwood sobre la mesita auxiliar, que me vendría de perlas para tomar notas, pues la artritis me hacía penoso escribir a mano.

     José Álvarez, aun escuálido y bastante desaseado, resultaba un mozo simpático a primera vista. Sus ojos azul claro aportaban a su rostro una dulce transparencia, y su constante sonrisa predisponía a una confiada familiaridad. Casi no precisó Carballares de presentarme, en forma agradecida y encomiástica. El muchacho se aplicó con sinceridad y toda fluidez a narrar su caso, sin que apenas tuviese que hacerle preguntas concretas.

     Para empezar, me confirmó que tenía novia en Colloto, aunque no me quiso dar detalle ninguno sobre su domicilio e identidad. El teniente terció, bastante enfadado:

-            -   ¿Querrá creer que me hizo lo mismo en el juicio? Dice que no quiere implicarla. Si el fiscal lo hubiese puesto en duda, me habría dejado en la estacada.

-            -   Casi da lo mismo -repliqué-. Lo considerarían una mera disculpa y, en todo caso, el ir a ver a una chica no impide que ejerciera también labores informativas.

     José se puso serio e intervino:

-            -   En eso se equivoca. Nunca llevé mensajes ni me encargué de misiones de espionaje. Bueno, es cierto que algunas veces los republicanos me hicieron preguntas sobre la situación en Oviedo, pero se conformaban con mis evasivas. Supongo que estarían bien informados por otros más comprometidos. Ya sabe que eran muchos los que, al principio del cerco, salían y entraban de Oviedo.

     Esta última frase me inspiró una idea interesante:

-        -  Sí, eso se dice. Parece como si los defensores no hubiesen puesto mucho interés en dificultar tanto tránsito. De hecho, ¿te impidieron salir o te detuvieron cuando volvías?

-           -   ¡Qué va! Y eso que lo estuve haciendo durante dos meses, un par de veces o tres a la semana. Recuerdo que en la primera ocasión pasé junto a un puesto de ametralladoras de la Guardia Civil a plena luz del día, y con el carnet de la U.G.T. en el bolsillo, por si fuera poco. Nadie me dijo una sola palabra.

-            -   ¡Es increíble!, comenté. ¿Y siempre fue así de sencillo?

-        -  Siempre, aunque la verdad es que empecé a tomar ciertas precauciones, ante las advertencias de mis amigos -a mis padres no les decía ni palabra-. Por ser el camino más corto, me acostumbré a volver de Colloto por el barrio de El Mercadín y fue por allí por donde acabé cruzando casi siempre.

-          -  Y así, ¿hasta cuándo?

-          -   Hasta finales de septiembre[6]. Claro, con combates tan duros y estrechándose el cerco, empecé a tener dificultades serias y tenía que volverme atrás bastantes veces. Pero no crea, si no llega a ser por las tifoideas…

     Antes de seguir con el tema de los viajes sentimentales, decidí apretarle un poco las clavijas:

-         -   Mira José, si tanto te tiraba la novia, más fácil habría sido quedarte en Colloto. Total, sin familiares a tu cargo y siendo de la U.G.T. … Tengo para mí que alguna esperanza tenías de ayudar a los rojos a entrar en Oviedo.

     José miró a su defensor, como preguntándose si yo estaba a su favor o en contra. Carballares le hizo un gesto de asentimiento y entonces me contestó:

-         -  Usted ha vivido estos meses en Oviedo, como yo, y sabe que no ha habido la menor amenaza de insurrección en la ciudad, supongo que por falta de organización. No voy a ocultar que la mitad de la población deseaba que los defensores acabaran rindiéndose y así acabara todo el asunto. Yo no, pero sí he oído a otros jalear los bombardeos, para que ganasen los suyos o por salir de la ratonera en que se había convertido la ciudad. Pero que si quieres. Nadie supo o pudo organizar una resistencia interior, ni hubo espionaje practicado sistemáticamente.



***

     Con lo que he dejado dicho tenía bastante para argumentar contra la condena por cruzar las líneas enemigas pese a órdenes concretas o con malévolas intenciones. Cuando menos, podía intentarse la conmutación de la pena capital por la de treinta años de reclusión. A continuación, tenía que centrarme en las otras dos acusaciones.

-        -  Vamos ahora con lo de que no te presentaste voluntario para combatir contra los republicanos. ¿Qué tienes que decir a eso?

-            -  Pues lo mismo que el teniente y yo explicamos al tribunal: que nadie me lo mandó, ni me buscaron para ello, y que tenía diecisiete años.

-            -  No me vengas con esas. Admitieron, desde chiquillos, hasta abuelos, tanto más, cuanto más apurada se volvía la situación. Yo mismo me apunté al Batallón de Ladreda [7]para trabajar en lo que me tocase, y menos mal que la artritis me tiene confinado en la Plana Mayor, para funciones burocráticas.

     El chico volvió a perder su sonrisa. Bajó la cabeza y reconoció:

-          -   Quizá sea usted de derechas. Yo, la verdad sea dicha, simpatizo más con los del Frente Popular. A no ser que me obliguen, no se me ha perdido nada en esta guerra y, de poder elegir, me iría con los proletarios.

-          -    ¡Buen proletario estás hecho! -exclamé-. Un mocetón que no hacía otra cosa en la vida que llevar pedidos. Eso, cuando la tienda marchase, que últimamente no tendría mercancía, como todas.

     Efectivamente, las existencias de víveres habían ido escaseando rápidamente y, a partir de octubre del año anterior[8], era casi imposible de obtener productos frescos, como carne, patatas, huevos, leche o sidra. José me replicó:

-            -  Pues, lo que es en la mía, seguía habiendo bastante género como para tenerla abierta. De hecho, si dejé de ir a trabajar, fue por haber cogido la fiebre tifoidea, que me tuvo muy enfermo durante casi un mes. Estaba todavía convaleciente cuando entraron las columnas gallegas[9]. Luego, cuando volví por la tienda para reanudar mi trabajo, los dueños me despidieron sin contemplaciones, con la disculpa de que ya no había casi nada que repartir. Para mí que se habían enterado de que estaba afiliado a la U.G.T. y no quisieron complicaciones.

     Carballares volvió a intervenir:

-         -   Recordará, don Anselmo, que hubo poca persecución política en Oviedo hasta que se abrió el cerco y llegaron los refuerzos de Galicia. Fue en noviembre cuando empezaron los consejos de guerra y la aplicación de numerosas sentencias de muerte.

-             -  Estoy en ello, Carballares. ¿Cuándo y dónde te detuvieron, muchacho?
  
-            -   En mi casa, el 3 de febrero. Al ver que detenían y ejecutaban a tanta gente, me dio miedo pero, no teniendo otro sitio al que ir, ni ser ya posible la huida, me quedé en casa sin salir. No me valió de nada, claro. Me echaron mano y me dieron una paliza fenomenal. Inmediatamente, me llevaron a la cárcel y allí pasé la primera semana tumbado en el camastro, sin poder levantarme. Menos mal que los compañeros de celda me daban a comer la bazofia que nos llevaban.

-        -  La paliza sería para que les dieses nombres de tus camaradas de las Juventudes Socialistas, seguro…

     José no cayó en mi celada, sino que replicó, muy en sus puntos:

-            -  Nunca he pertenecido a esas Juventudes: a la U.G.T. y gracias. Me pegaron porque les vino en gana, o porque alguno de ellos no simpatizase conmigo. Para nada necesitaban delaciones, cuando tenían en su poder toda la documentación y las listas del Sindicato.

     Se me quedó mirando con cara de pocos amigos. Para rebajar la tensión, le dijo el teniente:

-             -  Anda, cuéntale al abogado lo que viste desde la ventana de tu celda en la cárcel.

-            -  Fue por la tarde, un día de febrero, cuando ya podía tenerme en pie. Nos enteramos de que iban a fusilar al rector de la Universidad. Como yo era el más liviano, los otros presos me subieron a hombros y pude ver cómo le disparaban y le daban el tiro de gracia. Antes, dijo algo con voz fuerte, pero yo no alcancé a entenderlo[10].

     Poco más hablamos. Si acaso, voy a resaltar la sorpresa que me llevé cuando José me relató con candidez un último dato relacionado con sus famosos cruces de las líneas militares. Carballares dejó caer, como algo incidental, que en el consejo de guerra, ni el Instructor ni la Fiscalía habían presentado pruebas de ello. Asombrado, pregunté:

-             -  Entonces, ¿cómo es que lo confesaste?

     Carballares asumió la respuesta, con un contenido que, dadas las circunstancias, no sabría cómo calificar:

-           -   Total, lo iban a dar por cierto… Confesándolo, y dando el motivo por el que lo había hecho José, esperábamos ablandar al tribunal, por la sinceridad y romanticismo del chico.

-        -  Pues a ver cómo encaja el romanticismo en el Cuartel General del Generalísimo…, repuse de forma bastante sarcástica.

***

     No me queda sino exponerles a ustedes que, entre Carballares y un servidor, redactamos a uña de caballo el indulto para José Álvarez. Dos semanas más tarde, llegó la respuesta, que nos llenó de sorpresa y alegría: La pena de muerte era sustituida por la de treinta años de prisión. Y, aunque entonces aún no sabíamos a lo que esos treinta años quedarían convertidos en la práctica[11], lo esencial era salvarle de la muerte. Su juventud haría el resto.

     Carballares me avisó para que lo acompañase a dar la feliz noticia a su defendido. Yo decliné el honor, aunque sin duda una parte de él me correspondía. Quizás hice mal, pues pude dar a entender a José que todo el éxito era de aquel pugnaz teniente en la reserva de la Guardia Civil.

     Digo esto, porque me han dicho que nuestro indultado anda por ahí dando todo el crédito a Carballares, como si yo un hubiese existido. Claro que, si bien se mira, a lo mejor es que no he existido. ¡Bah, es igual! Lo importante es que, por esta vez, se abrió paso la vida.









[1]  Para Trabajos de amor, Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, edit. Crítica, Barcelona, 2016, pp. 335, 338 y 345 (nota). No debe olvidarse que este es un relato que se reserva un componente de imaginación el cual, en todo caso, respeta lo fundamental de la historia.  
[2]  Siglas de la Unión General de Trabajadores, central sindical entonces vinculada al Partido Socialista Obrero Español.
[3]  Dichas Juventudes se fusionaron con las comunistas en marzo de 1936.
[4] Antonio Aranda Mata (1888-1979), coronel -luego general- que dirigió la defensa de Oviedo durante su cerco y asedio (julio de 1936-octubre de 1937).
[5]  Población situada al este de Oviedo, a unos cinco quilómetros de esa capital.
[6]  Alude a septiembre de 1936, dos meses después de iniciado el cerco de Oviedo.
[7] Unidad formada durante el cerco y asedio de Oviedo para apoyar a los combatientes de primera línea y realizar servicios auxiliares, mandada por el comandante José María Fernández-Ladreda y Álvarez-Valdés (1885-1954).
[8] El de 1936. Así pues, la entrevista en la cárcel hubo de desarrollarse en 1937, tal vez, hacia el mes de marzo.
[9]  Como fecha de referencia, pues, se da la del 17 de octubre de 1936.
[10] Véase, por ejemplo, La Nueva España (periódico diario de Oviedo) del 19 de febrero de 2012, Memoria de un mártir de la libertad, por Javier Neira.
[11]  La cosa varió bastante, según casos y personas, pero fue corriente que los condenados a dichos treinta años saliesen en libertad condicional en media docena.

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