sábado, 25 de febrero de 2017

HISTORIAS DE VIDA O MUERTE (VIII). LIBERACIÓN

Historias de vida o muerte (VIII). Liberación


Por Federico Bello Landrove

     
     Siempre me ha gustado hacer una crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].



     Se llamaba Alberto Robles y, pese a su relativa juventud, era perro viejo en lo tocante a la política. Claro que, siguiendo con metáforas perrunas, de casta le venía al galgo. Su padre, uno de los terratenientes más ricos de la provincia, había sido diputado conservador, cacique en su distrito unipersonal. Alberto, emprendedor y práctico, había tomado decisiones firmes, en cuanto la República comenzó a hablar de reforma agraria. Junto a muchos otros propietarios de tierras, grandes y medianos, había promovido un Bloque Agrario, con resultados electorales muy prometedores. Luego, por aquello de que la unión hace la fuerza, su Bloque había pasado a integrarse en la C.E.D.A., de cuyo jefe, Gil Robles, era Alberto amigo personal[2]. Así y con dicho membrete, Alberto había obtenido en 1933 escaño en Cortes por su provincia. En febrero de 1936 había estado a punto de repetir éxito, pero una vergonzosa revisión de actas le había privado de su condición de electo[3]. Nuestro parlamentario frustrado no era un extremista y, de hecho, había aceptado con naturalidad el advenimiento de la República. Pero tampoco era un masoquista, ni sujeto que aceptase las injusticias sin responder al ellas. Así pues, decidió aprovechar su imprevista cesantía política recorriendo diversos lugares de España, informándose de la situación política y religiosa y, cada vez más decididamente, exhortando a apoyar el golpe de estado militar que se anunciaba. Y en esas estaba cuando fue encarcelado en Bilbao, coincidiendo con la sublevación armada del 18 de julio.

     Ignacio Aramendi era unos años más joven que Robles y lo tenía todo para triunfar en la vida. A los veinticinco años ya tenía tres carreras y dominaba cuatro o cinco idiomas, siendo el vascuence su preferido. El padre había sido diputado por el P.N.V. y era la tercera generación de Aramendi que se sentaba en el Consejo de Administración del Banco de Bilbao[4]. Ignacio era nacionalista y euscaldún[5] hasta la médula. Tal vez por ello, al principio de la guerra civil compartía la opinión de que el País Vasco debía proclamar su neutralidad en la contienda, despreciando a tirios y troyanos. No estaba dispuesto a elegir entre dos dictaduras, de las que la comunista la reputaba la peor, por ser más dura que las otras. Tampoco arrojaba ninguna esperanza el vencer a los militares sublevados pues -desde su punto de vista- sería tanto como permitir que el país cayera en las manos de los comunistas y anarquistas. Pero en dos meses todo quedó definido, al menos, temporalmente: Las tropas nacionales invadieron Guipúzcoa y la República aprobó el Estatuto que reconocía el autogobierno vasco. El Gobierno vasco proclamó su adhesión al republicano. Aramendi pasó a colaborar estrechamente con el lehendakari Aguirre y asumió diversos cargos en el ejército vasco, hasta la derrota y rendición del mismo, en agosto de 1937.

     Presentados a ustedes los protagonistas individuales del relato, hemos de pasar al personaje colectivo, algo mucho más difícil y desagradable. Difícil, por cuanto tiene de impreciso y anónimo, ergo, polémico. Desagradable, por las criminales acciones que llevó a cabo y que son claves para nuestra historia. Lo mejor será despachar de forma escueta y superficial lo acaecido, para que sirva de preámbulo al nudo de la exposición. Vamos a ello:

·              En los días 25 de septiembre y 2 de octubre de 1936, con motivo o pretexto de los bombardeos aéreos que habían sufrido Bilbao y otras poblaciones próximas, los barcos-prisión Aituna Mendi y Cabo Quilates, fueron asaltados por grupos numerosos de individuos los cuales, sin oposición de los milicianos que custodiaban a los detenidos políticos, procedieron a asesinar a setenta de ellos, el 25 de septiembre, y a treinta y ocho, el 2 de octubre. En estas fechas todavía no se había producido en Euzkadi[6] el relevo del Gobierno central por el estatutario, ostentado por el P.N.V.[7] Cabe también decir que estos incidentes en la ría del Nervión no fueron los únicos: En el citado día septembrino, una saca de la cárcel de Durango acabó con el asesinato de veintitrés presos tradicionalistas. Al día siguiente, la cárcel temporal e improvisada de Sestao fue asaltada y mataron a seis presos. Dicha prisión sufrió un nuevo asalto, el 26 de octubre -ya con el Gobierno autonómico- y cuatro detenidos fueron asesinados.

·         El día 4 de enero de 1937, tras un bombardeo de aviones de la Legión Cóndor[8] sobre la villa bilbaína, masas de individuos armados, milicianos y civiles, asaltaron la Cárcel provincial y otros tres edificios que constituían temporales centros penitenciarios y, en cuatro horas de faena, asesinaron a doscientos veintisiete internos por motivos políticos, dejando también la secuela de un número no determinado de heridos[9]. El escándalo, interno e internacional, fue mayúsculo, entre reproches, discusiones y desmentidos de los políticos (ir)responsables. Se abrió una causa judicial para la averiguación y, en su caso, castigo de los directos autores materiales, que continuaba tramitándose cuando la zona fue ocupada por los franquistas. Pero lo más importante es que el Gobierno nacionalista vasco tomó buena nota de lo sucedido y estableció una vigilancia de las prisiones que evitó, en lo sucesivo, tragedias análogas. Con mucha reserva mental, lo traducía así Ignacio Aramendi: Para nosotros, el no ensuciarse las manos de sangre fue siempre un problema tan grande como el de ganar la guerra. Quizás hasta mayor.

     Así estaban las cosas cuando, a mediados de junio de 1937, el Gobierno vasco resolvió abandonar Bilbao, volando los puentes sobre la ría. Muchas y graves cuestiones debían dejarse resueltas antes de abdicar de la autoridad y emprender la retirada. Una de ellas, decidir sobre la suerte de los presos, políticos, sobre todo. Ya digo que, aunque demasiado tarde, aquel Gobierno había aprendido a cumplir con su deber, en algunas cosas.



***

     Para entonces, Ignacio de Aramendi era un militar curtido y un político de peso. No es de extrañar que le tocara una china de esas que las Autoridades encomiendan -eso dicen- a personas de máxima confianza. Se trataba de conducir a los novecientos presos políticos encerrados en tres cárceles bilbaínas, desde estas hasta las líneas nacionales. El Gobierno vasco no había hallado mejor forma de garantizarles la vida, pese a las muchas personas que estaban dispuestas a hacerles pagar su derrota.

     Aramendi preguntó con cierta retranca:

-          ¿Con qué fuerza armada puedo contar para llevar a cabo la operación?

     Le contestaron:

-          Sabiendo a lo que vas, no es probable que se subleven los presos.


-          No es eso lo que temo, sino que los nuestros no los dejen llegar a su destino.

     Alguien le contestó destempladamente:

-          Nuestras fuerzas están retirándose, por no hablar de las que desertan. Coge a algunos de los que están custodiándolos.

     Ignacio, mascullando palabras gruesas, se encaminó a la cárcel de Larrínaga, donde habían concentrado a todos los presos. Con sorpresa mayúscula se los encontró en correcta formación, provistos de picos, palas y mantas. Los controlaba un número exiguo de militares reservistas y algún guardia civil, quienes ya estaban al corriente de la empresa que los aguardaba. Ante la perplejidad de Aramendi, uno de ellos explicó:

-          Los hemos preparado como si fuesen a cavar trincheras. De esa forma, ellos no recelan y pueden pasar por simples trabajadores, ante quienes estarían dispuestos a no dejarlos con vida.

     Aramendi convino en que no era mala idea, por más que los conducidos pudieran emplear las herramientas como armas. Seleccionó a dos gudaris que le parecieron de fiar y a un guardia civil, cuya calva descubierta relucía tanto a la luz de la luna, que le dio su propia boina para que se cubriese. Seguidamente, ordenó:

-               Tomen la carretera de Santo Domingo.

     Inmediatamente surgió el primer contratiempo. Lo anunció un teniente, cerrándole el paso:

-          ¡Contraorden, señor! Tienen que volver a la cárcel pues un batallón ha visto salir a los presos y seguro que van a atacar la columna.

     Aramendi rechazó tajante la sugerencia:

-          Quienes me han dado este encargo no se han puesto en contacto conmigo para revocarlo. Además, ¿se figura usted que estarían más seguros en la cárcel? ¡Ni hablar!, yo sigo y su deber es ayudarme a cumplir con mi deber. ¿No comprende la que podría armarse, si se produce otro 4 de enero?

     El teniente reflexionó, mientras se ponía a la altura de Aramendi quien, muy decidido, seguía tras los presos, tratando de recuperar el retraso. Juntos, llegaron hasta la basílica de Begoña. La columna se había detenido allí, esperando a su capitán. Muy próxima también aguardaba una sección de gudaris, la que mandaba el teniente. Este, al fin se decidió:

-               Ya está bien de venganzas. No le puedo dejar hombres, pero sí le entregaré algunas armas, … si es que se atreve a dárselas.

-               Traiga acá. Voy a jugármela.

     Entre Aramendi y los tres guardianes, recogieron unos cuantos fusiles. Aquél hizo un aparte con diez o doce presos, que encabezaban la comitiva:

-               Escuchen y corran la voz. Los vamos a llevar hasta las líneas de ustedes, que están en lo alto de esos montes. Solo nosotros conocemos el camino y podemos evitar que les impidan pasar. ¿Podemos confiar en que mantendrán el orden y no harán nada que los perjudique?

     Ellos, aunque asombrados, prometieron con firmeza seguir sus indicaciones.

-               Pues, entonces, que dejen las herramientas, para poder avanzar con mayor rapidez, y ustedes cojan las amas que vamos a entregarles.

     Las instrucciones corrieron y se cumplieron con presteza. De hecho, tiraron los picos y palas con tal algazara, que produjeron en la noche un ruido fenomenal. Seguidamente, reanudaron la marcha. Ignacio mandó a los presos armados que se destacaran y vigilasen estrechamente los cruces y la retaguardia. Décadas más tarde, recordaba:

-               En euskera no había blasfemias; de modo que en el confesonario uno le decía al sacerdote que había usado palabras españolas. Pues bien, aquella noche fue una de las pocas veces que he blasfemado en mi vida, y todo porque los presos no andaban lo bastante aprisa.

     No era de extrañar. Entre los conducidos, había varios enfermos que eran transportados en camilla. El camino hasta las posiciones del frente distaba de la cárcel unos tres quilómetros y formaba una áspera subida. Tampoco hay que olvidar que era de noche, aunque clara. Demasiado clara, para su gusto. La columna se destacaba y era facilmente visible para las tropas regulares y las milicias. Sin embargo, Aramendi tenía claro que habían de avanzar por la carretera, sin atajos o caminos secundarios: La entrega de los presos tenía que hacerse desde un puesto republicano, por iniciativa gubernamental, no como una fuga o decisión de paternidad desconocida.

     Tuvieron más de un encuentro ominoso. Aramendi apaciguaba los ánimos de unos y otros, con una mezcla de paciencia y autoridad. Finalmente, rebasaron las posiciones vascas y, con las mayores precauciones, entraron en tierra de nadie. Para relativa sorpresa del jefe de la conducción, pasaron al enemigo, no solo los prisioneros, sino sus guardianes, y hasta algunos gudaris que a última hora, dejando sus posiciones, los habían escoltado. Ignacio no pensó en seguirlos ni por un momento. Aliviado y satisfecho, desanduvo el camino, hasta el centro de Bilbao. Apenas veinte minutos después de que él pasara, los puentes sobre el Nervión fueron volados. El amanecer ya estaba próximo pero aún quería echar una última mirada a su casa. Luego, a seguir combatiendo, por más que la guerra pareciese perdida.

     Tenía a un amigo escondido en su morada.

-               Quédate en Bilbao, le dijo mecánicamente a Ignacio.

-               ¿Para que tus amigos me puedan cortar la cabeza?, replicó este.

-               ¡Hombre! ¿Qué quieres que hagan con alguien con unas ideas como las tuyas?

     Aramendi apostillaba con tristeza: Así era la mentalidad de los de derechas.



***

     Alberto Robles fue de los últimos en abrazar a los requetés que recibieron a la columna de presos de Bilbao. Y no era, solo, por desconfianza en su destino, sino por la enorme debilidad que sufría, después de un año encerrado. Pesaba treinta kilos -exageraba-, en vez de mis setenta de antes de la guerra. No obstante, sujetaba como podía el fusil ametrallador que me había dado un gudari.

     Como ha quedado dicho, con los presos liberados se pasaron voluntariamente a la zona nacional diversos vigilantes y soldados que los habían acompañado y protegido. Entre ellos, se encontraban el director de la prisión de Larrínaga y el jefe de guardianes, a quienes Alberto y algunos otros habían animado a acompañarlos, en la seguridad de que se les agradecería el trato magnífico dado a los reclusos -después del terrible asalto, en que poco o nada habían podido hacer- y encontrarían buen acomodo en la nueva España que estamos creando.

     Pero el hombre propone… y los energúmenos disponen. Es dramática la versión que de los hechos ofreció Alberto mucho tiempo después:

     Pero, a pesar de lo hambrientos que estábamos, apenas podíamos comer a causa de la alegría de respirar los nuevos aires, de estar donde deseábamos estar desde hacía tanto tiempo… Informamos a las autoridades de que los dos funcionarios de prisiones estaban bajo nuestra protección. Entonces llegaron líderes falangistas de Bilbao y abofetearon a los dos hombres. Nos quedamos horrorizados. Atacamos a los falangistas, les rasgamos la ropa, pero se llevaron a los dos funcionarios y los metieron en un calabozo… Fue el primer indicio de lo que estaba pasando. Nuestra desilusión fue tremenda. Uno de mis camaradas de prisión dijo que prefería volver a la cárcel. Al principio creímos que era cuestión de brutalidad personal por parte de los falangistas, pero pronto nos dimos cuenta de que aquel estado de cosas era general, que era algo planeado y preparado antes del levantamiento…
     Los prisioneros -yo entre ellos- dimos testimonio de la excelente conducta de los dos funcionarios de prisiones y finalmente estos fueron puestos en libertad y autorizados a volver a Bilbao; pero no antes de que les hubieran hecho pasar malos ratos.

     El desenlace feliz de tan torvo episodio no conmovió ni tranquilizó a Alberto Robles, una vez en su provincia y con su familia. Debía su vida a la acción, justa y valiente, de unos hombres que habían plantado cara a los asesinos de su propia facción. Ahora, entre los suyos, veía campar por sus respetos a otros individuos -análogos criminales, con distintos uniformes-, entre la complicidad o el silencio de sus conciudadanos. Venganza y miedo, decía, una mezcla letal que estaba erosionando a pasos agigantados sus convicciones y esperanzas.

     En esas estaba cuando, apenas dos semanas después de su liberación, apareció la Carta colectiva del Episcopado español, dirigida a los obispos de todo el mundo[10]. Si no hubiese discurrido un año de horrible guerra civil, Robles la habría comprendido. Con todo lo acaecido desde el 18 de julio anterior, su conciencia sentía repugnancia ante semejante apoyo al levantamiento militar y el bando franquista, unido al silencio -cuando no la aquiescencia- ante los crímenes de dicho bando. Con severa firmeza, así recordaba su punto de vista, muchos años después:

     Mitad por miedo, mitad por ambición, la Iglesia no cumplió con su obligación de criticar abiertamente los crímenes que se estaban cometiendo. Su pasividad representaba la aprobación tácita de la represión, al mismo tiempo que aceptaba generosos beneficios del Estado. La Iglesia debería haberse pronunciado, aunque ello la hubiese llevado al paredón.

     Sin duda, Alberto esperaba demasiado de la Iglesia, como también del nuevo régimen que alumbraba en su zona. Para empezar, su amada C.E.D.A. estaba siendo denostada, como culpable de todos los fracasos de las derechas en la anteguerra. Sus dirigentes pasaban al exilio, interior o exterior[11], entre la frustración y la sorpresa. No habría sido ese el caso de Alberto Robles, prestigiado por su conocimiento y promoción del mundo agrario, pero sus convicciones lo acabaron llevando al mismo punto. Él lo contaba así:

     Rechacé una oferta de Serrano Suñer, cuñado del Caudillo y principal figura política del nuevo régimen, para dirigir la organización de sindicatos verticales… Le dije que no podía aceptar el principio sobre el que se basaba el sindicato vertical.

     Lo siguiente queda ya fuera de nuestro relato. Este termina aquí, cuando Alberto Robles, que había salvado su vida física una noche luminosa de junio, se dejó perder la vida política y la participación activa en el porvenir de su patria. Aunque yo creo que ambas cosas acaecieron en el mismo momento: cuando pudo ver la imagen de los malvados de uno y otro bando en el bruñido espejo de quienes no eran en absoluto como ellos. Y es que muchas veces la honda decepción es el precio a pagar por la experiencia de la vida.

     O, dicho al sentencioso modo, lo que llamáis morir es acabar de morir y lo que llamáis nacer es empezar a morir y lo que llamáis vivir es morir viviendo[12]. 







[1]  Para Liberación, Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, edit. Crítica, Barcelona, 2016, pp. 563/567 y 574/578. No debe olvidarse que este es un relato que se reserva un componente de imaginación el cual, en todo caso, conserva lo fundamental de la historia. El empleo de ese componente me mueve a usar seudónimos para los dos personajes principales.
[2]  C.E.D.A.: Siglas de la Confederación Española de Derechas Autónomas, coalición de partidos políticos de derechas, constituida a comienzos de 1933, bajo el liderazgo de José María Gil-Robles Quiñones de León (1898-1980).
[3]  Empleo el epíteto de vergonzosa, en el sentir de nuestro personaje. Yo no estoy lejos de pensar lo mismo.
[4]  Uno de los principales bancos españoles (actualmente, el segundo en importancia objetiva), fundado en 1857. El bisabuelo de Aramendi había sido uno de los fundadores.
[5]  Utilizo la palabra en su sentido de hablante habitual del vascuence, como su lengua materna.
[6]  Esta, y no Euskadi, fue la grafía en la época a que nos venimos refiriendo.
[7]  Siglas del Partido Nacionalista Vasco, fundado en 1895 y mayoritario en Euzkadi en 1936/1937.
[8]   Importante unidad aérea nazi, al servicio del bando nacional.
[9]  Todas las cifras de asesinados son lógicamente muy aproximadas, pero no exactas, ya que no hay concordancia en las fuentes. Para un acercamiento correcto y breve al tema, puede consultarse Los asaltos a las cárceles de Bilbao el día 4 de enero de 1937, del que son autores José Manuel Azcona Pastor y Julen Lezámiz Legurezaresti, en Investigaciones Históricas, nº 32 (2012), págs. 217/236, accesible al público por Internet.
[10]  Documento fechado a 1 de julio de 1937, que solo rehusaron firmar cinco prelados. El texto íntegro es fácilmente accesible desde Internet.
[11]  Este último fue el caso del Jefe del Partido, José María Gil-Robles, sin perjuicio de que aconsejara públicamente a sus militantes el apoyar la causa nacional,  y entregase los fondos de la C.E.D.A. al general sublevado, Emilio Mola Vidal, para sufragar los gastos de la contienda.
[12] Francisco de Quevedo Villegas (1580-1645), Sueño de la Muerte.

viernes, 17 de febrero de 2017

HISTORIAS DE VIDA O MUERTE (VII). EL FISCAL EQUILIBRADO

Historias de vida o muerte (VII). El fiscal equilibrado


Por Federico Bello Landrove

In memoriam, Roland Fraser (1930-2012)


     Siempre me ha gustado hacer una crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].



     Pocas personas han influido más en mi desempeño profesional que alguien a quien no llegué a conocer personalmente. Mucho antes de pensar en contribuir con toda justicia a divulgar su memoria, me sentí identificado con su peripecia y soñé con haber formado parte de ella. Decía llamarse Francisco Partaloa y, en lo que a mí respecta, esta es su historia.

***

     Relativamente joven para tal destino, Partaloa era uno de los fiscales del Tribunal Supremo, allá por el año 1936. El 18 de julio lo sorprendió de vacaciones con su familia por Almería, de cuya provincia era seguramente oriundo. Contando con la feliz circunstancia de que Madrid y la ciudad almeriense habían quedado en la misma zona -la republicana-, nuestro fiscal dio por concluido su periodo vacacional y se incorporó al despacho, con la sensación de relativa tranquilidad que evidencia el que lo acompañase su esposa. Pero muy pronto hubo de percatarse de lo equivocado de su presuposición, como escribía más tarde:

     Cuando regresé a Madrid, constaté escandalizado que se cometían asesinatos por las buenas, que había checas funcionando con toda impunidad y, en suma, que reinaba un alboroto incontrolado.

     Quedémonos, por ahora, con el epíteto sutil de incontrolado. Mucho más tarde, cuando recordaba ya al final de su vida sus experiencias de aquella guerra incivil, pronunció unas palabras que han sido ampliamente divulgadas, una vez se dio voz a los vencidos. Merece la pena recordarlas, en un ejercicio de objetividad que tributo a mi admirado colega[2], pues yo no comparto la firmeza de sus aseveraciones. Dijo Partaloa:

     Pero que quede bien claro: Tuve la oportunidad de ser testigo de la represión en ambas zonas. En la nacionalista, era planificada, metódica, fría. Como no se fiaban de la gente, las autoridades imponían su voluntad por medio del terror. Para ello, cometieron atrocidades. En la zona del Frente Popular también se cometieron atrocidades. En eso ambas zonas se parecían, pero la diferencia reside en que en la zona republicana los crímenes los perpetró una gente apasionada, no las autoridades. Estas siempre trataban de impedirlos. La ayuda que me prestaron para que escapara no es más que un caso entre muchos. No fue así en la zona nacionalista. Allí fusilaron a más gente; estaba organizado científicamente…

     Así pues, don Francisco pone como ejemplo su propio caso, su escapada. Es, pues, el momento de tratar de ella, con el detenimiento que merece para nuestro relato.

***

     Nunca explicó a fondo Partaloa los detalles de su choque más grave con los jefes de los apasionados. El hecho es que, según comentaba, no había tardado mucho en tener un altercado con un dirigente sindical comunista, que trataba de expropiar las joyas que una marquesa tenía depositadas en un banco madrileño, pues no creía que hubiese ninguna justificación para privar a la marquesa de sus derechos. Me quedo con las ganas de trasladar a ustedes el motivo de la intervención de todo un fiscal del Tribunal Supremo, como también las relaciones con la marquesa y el destino final previsto para sus preseas. En cambio, sí estoy en disposición de reducir a un breve diálogo la parte final del altercado entre el fiscal y el sindicalista:

-          ¿Se da cuenta de lo que su actitud puede significar?, preguntó este con tono amenazador.
-          Sí -respondió el fiscal, dramaticamente-, que puede costarme la vida. Pero como fiscal público en este caso[3], es mi deber oponerme a usted.

     El desenlace de tan ominoso intercambio de posturas tuvo lugar al acabar aquel día. Cedamos nuevamente la palabra a Partaloa. En vista de lo sucedido,

     Aquella noche no dormí en casa e hice bien, porque fueron por mí…

     Intimamente, tal conato de saca domiciliaria convenció al matrimonio Partaloa de que el marido había de huir para salvar la vida. Con todo, al irle en ello la evidente expulsión de la carrera, fue primero a visitar al Ministro de Justicia[4] quien, informado del caso, le dijo que, lamentándolo mucho, no podía garantizar su seguridad. En vista de ello, don Francisco apeló a los buenos oficios del Director General de Seguridad[5]. Y, si el Ministro había pecado de prudente ineficacia, el Director General se portó de manera que Partaloa juzgó asombrosamente positiva:

     El Director General me escondió en su despacho[6] y allí me tuvo hasta que consiguió  pasaje de avión para que saliera de Madrid, en un avión alemán[7] que se dirigía a París. Y no solo me consiguió el billete, sino que además me dio tres libras de oro[8], que escondí en mis zapatos.


     La salida de la Dirección General de Seguridad tuvo un destino increíble, de no conocer la dinámica de la seguridad -relativa- en el Madrid de la época. Cuenta don Francisco:

     La última noche en Madrid la pasé en la Cárcel Modelo, donde me presenté voluntariamente, ya que me parecía el lugar más seguro.

     Podría dormir sin grandes sobresaltos y, al siguiente día, tomó sin novedad el avión de París. Fue justo a tiempo pues, en la noche del aquél día, 22 de agosto de 1936, en un asalto de apasionados a la misma prisión, murieron asesinados varios amigos suyos[9].

     En París se reunió con su esposa y tuvo noticia de haber sido desposeído de su cargo, por abandono del servicio sin permiso ni justificación. En tales circunstancias, solo dos opciones cabían a don Francisco: permanecer extrañado o tratar de encontrar su sitio en la zona nacional. Para desventura del interesado y placer de quienes gustamos de las buenas historias, Partaloa se decidió por esto último. Veamos cómo.

***

     Partaloa era una persona bien relacionada. Aunque -por definición profesional- no perteneciese a ningún partido político, no consideraba que ello le hiciera ajeno a los problemas de España. A título de ejemplo, había sido amigo otrora del famoso Azaña[10], relación que fue enfriándose hasta romperse, cuando este empezó a intervenir activamente en política. En lo que acabó resultando el extremo opuesto, mantenía relaciones amistosas con el general Queipo de Llano[11], quien le profesaba considerable estima. Tenía, pues, agarraderas para regresar a su patria por la zona nacional. Oigamos su argumentación para ello:

     No se puede apagar un incendio huyendo de él. A los españoles toca resolver los problemas de España.

     A lo que su esposa, más cauta, aconsejaba:

     No vuelvas. Los nacionalistas son tan brutales como los rojos.

     Pudo más la voluntad de don Francisco, a la que se plegó la mujer, quien decidió acompañarlo en el proyectado retorno, para preparar el cual el Fiscal envió sendas cartas al Generalísimo Franco -recién nombrado tal y Jefe del Estado de la España nacionalista- y a Queipo de Llano. Desconozco el contenido de esta última, tal vez poco más que notificación de haber enviado la primera. Respecto de la dirigida a Franco, hay que colegir la astucia y decisión del Fiscal, ya que su esquema era, más o menos, el siguiente:

     Me atrevo a creer, Excelencia, que puedo ser una persona, si no necesaria, al menos muy útil para significar con mi presencia el respeto de su Gobierno hacia la Justicia, habida cuenta de mi condición de Fiscal del Tribunal Supremo y la forma vergonzosa con que he sido tratado por la República, cuyo Ministro de Justicia no fue capaz de garantizar mi vida, ante la amenaza de atentado de que era objeto, forzando mi huida de España, que posteriormente han aprovechado para desposeerme de mi cargo de forma, a todas luces, inicua[12].

     El general Franco parece contestó de forma positiva y tranquilizadora. En cualquier caso, eso se deducía del panfleto propagandístico en que sus súbditos utilizaron el caso de Partaloa, para ilustrar las ilegalidades que se cometían en la zona roja.

     En fin, seguro y bien intencionado, don Francisco abandonó París, en compañía de su esposa, en dirección a Marsella. En este puerto embarcaron con destino Gibraltar, el día de Año Nuevo de 1937. Desde la colonia británica, el matrimonio cruzó la frontera de La Línea. Bastó la exhibición de la documentación, para que acudiera el oficial que mandaba las fuerzas de seguridad españolas, a darle la bienvenida. Era un sentimiento que habría de durar exactamente un día.

***

     En efecto, al día siguiente de su llegada a La Línea, Partaloa volvió a ver al jefe de la Seguridad nacionalista, a fin de que facilitara un pase para que su esposa retornara a Gibraltar para hacer unas compras. Se encontró con la sorpresa de que el oficial, tras leer una hoja que tenía sobre el escritorio, le espetó muy cortesmente:

-          Lo siento, señor, pues esto es para mí muy desagradable. En este papel se me comunica que debo arrestarle.

     La respuesta del fiscal fue de un ordenancismo casi increíble:

-          En tal caso, será mejor que cumpla con su deber.

     Lo llevaron conducido hasta el cuartel de las fuerzas militares. Muchos años después, Partaloa aún recordaba perfectamente el nombre y apellido del capitán que lo recibió. La verdad es que no resulta extraña tan buena memoria, pues lo primero que le dijo, con toda la tranquilidad del mundo, fue algo como esto:

-          Prepárese usted porque esta noche será ejecutado.

-          ¿Por qué van a fusilarme?, preguntó don Francisco, sin perder la compostura.

-          Usted lo sabe tan bien como yo, contestó el oficial desabridamente.

     Partaloa se exasperó, aunque sin levantar mucho la voz:

-          No tengo ni idea, pero una cosa sí la sé. Si me fusilan esta noche, mañana van a lamentarlo. ¿Es que no saben de dónde vengo? Si tuviese algo que ocultar, no habría venido.

     Desgraciadamente para él, no llevaba encima las cartas de respuesta de Franco y de Queipo, sin cuya prueba juzgó contraproducente llenarse la boca de tan sonoros y altos nombres. Pero don Gonzalo -como él trataba a Queipo de Llano- estaba relativamente próximo y localizado, en la Capitanía General de Sevilla. En consecuencia, pidió al capitán que le permitiera llamarlo por teléfono. El militar se negó.

     Por fortuna, la esposa de Partaloa, al tener conocimiento del calvario de su esposo, tomó por propia iniciativa la misma intención de telefonear.

-          Me ha encontrado de milagro -le contestó el general- pues iba a salir de Sevilla hacia el frente[13]. No se preocupe. Ahora mismo telegrafiaré para que trasladen a su marido para acá y quede a buen recaudo hasta que yo regrese. Y hablaré con mi esposa para que los atienda lo mejor posible.

     Los conceptos de seguridad y atención de Queipo debían de ser muy especiales, ya que la orden que cursó fue la de que su amigo fiscal fuese trasladado a la Prisión de Sevilla y retenido allí hasta que él regresara. Tal vez era la manera de disimular el enorme favor que le hacía, habida cuenta de la gravedad de la denuncia que pesaba contra él. ¿Cuál era esta y de quién procedía? Son datos que el denunciado solo supo más tarde y que no puedo menos que calificar de kafkianos. Escuchemos al pobre Partaloa:

     La causa de mi arresto era la alegación -absolutamente falsa e inverosímil- de que me había presentado como candidato comunista por Almería en las elecciones parlamentarias. La denuncia la había presentado un almeriense de derechas, que ahora se encontraba en Algeciras y se enteraría de mi llegada a zona nacional. Y lo curioso es que, lejos de haberlo ofendido, yo lo había ayudado en diversas ocasiones…

     Nada sabemos del tipo de favores que el denunciante falso había recibido de nuestro fiscal.



***

     El traslado de Partaloa a Sevilla culminó a las dos de la madrugada del siguiente día, con su ingreso en la cárcel. La mujer de Queipo ya había llamado a la Prisión indicando que lo tratasen con toda cortesía. Esta consistió en que lo aposentaron para pernoctar en un cuarto de servicio, donde había un fuego encendido y una silla donde acomodarse. A poco de estar allí, entraron unos soldados moros, con el evidente encargo de preparar la conducción de los ejecutables en esa madrugada. Partaloa habría sido calificado hoy de xenófobo, pues argumenta:

-          Nunca me habían gustado los moros, así que pedí me trasladasen a una celda.

     El relato del resto de la noche es digno de recogerse por entero para lectores que, afortunadamente, no tienen las tremendas experiencias de su narrador. Helo aquí:

     Cuando el guardián abrió la puerta de la celda, vi que dentro se apretujaban unos veinte hombres, que intentaban dormir en el suelo, a pesar del poco espacio disponible. Los presos, al entrar yo, empezaron a protestar. Les dije que me hacía cargo, pero que no quería pasar la noche en la misma habitación que los moros. En cuanto oyeron la palabra moros, se pusieron en pie y comenzaron a proferir exclamaciones. Tenían razón. A los diez minutos volvió a abrirse la puerta de la celda. “Todos los que llame, que se levanten y den un paso al frente. No sirve de nada tratar de esconderse”. El guardián leyó tres nombres en voz alta. Los presos dieron un paso al frente. Nunca olvidaré al último: no tendría más de 16 o 17 años y estaba liando un cigarrillo. Siguió haciéndolo hasta terminarlo, se levantó y se volvió hacia nosotros. “Os deseo a todos mejor suerte”, dijo, y salió. La escena se me quedó grabada en la memoria. Sacaron a los tres hombres, sin chaqueta, con las manos atadas a la espalda con cuerdas o alambres, y se los llevaron para fusilarlos… No los habían juzgado. Según la ley española, no se puede sentenciar a muerte a un menor de 18 años. Pero, como más adelante vería en Córdoba, bastaba con que el Jefe de Orden Público trazase una cruz al lado de los nombres de una lista…

     Tan pronto regresó el general Queipo a Sevilla, Partaloa salió de la prisión hispalense. El fiscal apostilla, como final de su breve reclusión: A mí me trataron bien. Estaría bueno, me digo.

     La historia de vida o muerte del fiscal Partaloa termina aquí, pero quedaría penosamente incompleta sin la de las personas que le debieron la vida. Sigámosla un poco más. Seguro que no quedarán defraudados.

***

     Tras salir de la prisión de Sevilla, nuestro fiscal fue inmediatamente a ver a Queipo, a fin de agradecerle su decisiva ayuda y pedirle consejo sobre el rumbo a seguir. La sorpresa que le dio el general fue mayúscula.

-          Nada más apropiado a su honradez y conocimientos -apuntó el general- que el encargo que voy a hacerle. Convendrá conmigo en que los asuntos sociales no pueden solucionarse solo por la fuerza de las armas. Es mi propósito el de incautarme de todas las grandes fincas de Andalucía y dividirlas en lotes para arrendarlas a los campesinos[14].

     Partaloa, entre el asombro y la incredulidad, dejó hablar al virrey de Andalucía, mientras trataba de decidir la respuesta y argumentarla, caso de ser negativa. Aceptar significaba corresponder con Queipo y hacer algo muy positivo en medio de aquella guerra obscenamente destructora. De no haber mediado la triste experiencia, tan reciente, de La Línea y Sevilla, don Francisco estaba seguro de que habría aceptado. Pero  tras la acogida que le habían tributado en la zona nacionalista, no se sintió con ánimo para ello.

-          Mire usted, don Gonzalo -dijo a Queipo-, un perro es un animal al que se le puede pegar y luego vendrá a tenderte la pata. Pero yo no soy un perro. No he tenido una buena acogida aquí. Lo siento, pero no puede usted contar con mi ayuda.

     Con o sin símil canino, la respuesta era dura de admitir por quien llevaba meses teniendo a gran parte de la región andaluza bajo su férula. Con todo, la réplica del general fue de una comprensión admirable:

-          Ha dicho usted muy bien y su decisión es muy justa. Pero entonces, ¿qué piensa hacer?

     Partaloa pensó unos momentos. Las opciones a elegir eran, en verdad, muy limitadas. Todas parecían pasar por un retorno a su carrera. Contestó:

-          Hace años, estuve ejerciendo como fiscal en la Audiencia de Córdoba. Mi mujer y yo nos encontramos muy a gusto en aquella ciudad. ¿Hay algún inconveniente en que nos establezcamos allí?
-          Ninguno, ciertamente -repuso Queipo-. Pueden partir cuando quieran. Ahora bien, lo de ejercer su profesión tendrá que consultarse a Burgos. Ellos resolverán.

     En realidad, ya habían resuelto, aunque ni Partaloa ni -al parecer- Queipo supieran de ello. Las autoridades nacionalistas habían destituido al fiscal por no haber apoyado el Movimiento Nacional, justo unos días después de que hubiesen hecho lo propio las republicanas, como hemos dejado dicho. El funcionario reprobado fue lo suficientemente elegante, como para no hablar de dinero, es decir, para contarnos de qué iba a vivir en el futuro. Por el contrario, mostró su íntimo contento porque las dos destituciones demostraban que no apoyaba el fascismo ni el comunismo. Odiaba ambos sistemas, por totalitarios.

     Así pues, Partaloa, por bendita deformación profesional, teniendo mucho tiempo libre, asistió día tras día a los consejos de guerra de Córdoba, observando la justicia nacionalista en acción. A su modo de ver, tales consejos no eran más que una máscara de legalidad. En un solo día, se juzgaba y sentenciaba a treinta o cuarenta personas, sin que en un solo instante se tratase de corroborar que las acusaciones contra ellas fueran ciertas. El fallo solía ser sumamente monótono: pena de muerte, pena de muerte, pena de muerte…

     He calificado de bendita la ocurrencia de Partaloa de presenciar docenas de consejos de guerra. ¿Por qué? Lo sabremos en el siguiente apartado de esta historia, que será el último.



***

     Partaloa era persona relativamente conocida en Córdoba. Además, no dejaría de llamar la atención su asiduidad a las vistas de los consejos de guerra. Poco a poco, también él fue conociendo a los militares que integraban los tribunales[15]. De forma escueta, los caracterizaba así:

     Los oficiales que integraban los tribunales eran hombres honorables, pero sabían muy poco de leyes y veían la sedición por todas partes.

     Y he aquí que los jueces uniformados, presuntamente insensibles e indiferentes al destino de los reos, se sintieron impresionados por la presencia de aquel fiscal del Tribunal Supremo -en el limbo- y sintieron la utilidad de cambiar impresiones privadamente con él, antes de pronunciar su fallo. Y no de modo excepcional: Don Francisco lo deja bien claro:

     Con frecuencia me pedían consejo.

     Un consejo siempre rogado, pues:

     Mi situación me obligaba a permanecer callado día tras día, presenciando las atrocidades que se estaban cometiendo, sin poder intervenir a menos que me lo pidieran. De haber intervenido por mi propia cuenta, mi reputación de rojo me habría hecho perder la escasa autoridad moral que podía esgrimir ante ellos y que de vez en cuando me permitía hacer algo.

     Seguramente que en lo que antecede hay una valoración inexacta. Si Partaloa hubiese sido considerado un rojo, aquellos militares no se hubiesen atrevido a consultar su parecer. Su autoridad moral tenía que emanar de ser valorado como persona de orden, justa y equilibrada, que había huido de la zona roja y estaba protegida por Queipo de Llano. Hasta el propio Jefe de Orden Público de Córdoba, el siniestro y sanguinario Bruno Ibáñez[16], sintió la necesidad de justificarse ante Partaloa por su tremenda represión. Entre el orgullo y la disculpa, afirmó que había que librar a España de toda aquella mala gente. Partaloa confesó con sinceridad que se sintió demasiado asustado para decirle claramente lo que pensaba.

     En fin, retrocedamos a aquella expresión de nuestro fiscal: de vez en cuando me permitía hacer algo. ¿Lo qué? Él mismo lo concreta, con sencillez y alegría:

     Me complace recordar que conseguí salvar a dieciocho personas de ser ejecutadas.

     La precisión admira. ¿Dieciocho exactamente, ni más ni menos? ¿No estarían ya predispuestos los miembros del tribunal a no condenar a muerte en esos casos? ¿Usó de argumentos legales específicos o de razones poderosas de equidad? ¿Evitó el pronunciamiento de una pena capital o sugirió un informe favorable al indulto? ¿Quién y cómo le consultó en cada caso? Nada nos dice Partaloa. Por su triste memoria del muchacho de la Prisión de Sevilla, me atrevo a suponer que recordaría a los jueces la terminante imposibilidad de condenar a muerte a menores de dieciocho años. Es una mera hipótesis.

     ¡Dieciocho salvados de la muerte! Una gota de agua en un océano de sangre. La obra de un solo hombre, casi por casualidad, asesorando a otros. Al fin y al cabo, un buen final para una historia que empieza con él entre la vida y la muerte, y concluye con otros seres anónimos, ganados para la vida por su obra. Francisco Partaloa, por ellos y en nombre de tus compañeros, ¡gracias![17]

    


    




[1]  Para El fiscal equilibrado, Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, edit. Crítica, Barcelona, 2016, pp. 373/378 y 422. No debe olvidarse que este es un relato que se reserva un componente de imaginación el cual, en todo caso, conserva lo fundamental de la historia, entre otras cosas, el seudónimo que Fraser asignó al fiscal protagonista de la historia -Francisco Partaloa-, respetando así su deseo de público anonimato. Partaloa -hasta el siglo XIX, Partaloba- es una localidad del norte de la provincia almeriense, cuyos naturales siguen manteniendo el gentilicio de partaloberos.
[2] En mi nota de presentación de este blog he dejado dicho que he sido fiscal, si bien ya jubilado al momento de escribir estas líneas.
[3]  No alcanzo a entender la confusa referencia a la competencia profesional de un fiscal del Tribunal Supremo en un supuesto de probable incautación o expropiación ilegal. Dejo la cuestión para otros más doctos o mejor informados que yo.
[4]  A la sazón, Manuel Blasco Garzón (1885-1954), quien cesaría el 4 de septiembre de 1936.
[5] Indudablemente, Manuel Muñoz Martínez (1888-1942), fusilado tras consejo de guerra, el 1 de diciembre de 1942.
[6]  Supongo que por despacho habrá que entender dependencias personales en la Dirección General de Seguridad.
[7]   Esta alusión a un avión alemán y la posterior a una saca carcelaria permiten fijar cronológicamente el suceso, en agosto de 1936, pese a que las vacaciones judiciales solían durar hasta septiembre.
[8]  Entiendo que se referirá a monedas áureas de una libra esterlina.
[9]  Fueron asesinadas entre 25 y 30 personas, muchas de ellas significadas y de renombre. Ignoro cuáles de ellas serían amigos de Partaloa.
[10] Manuel Azaña Díaz (1880-1940), Presidente del Consejo de Ministros (1931-1933, 1936) y de la República Española (1936-1939).
[11]  Gonzalo Queipo de Llano y Sierra (1875-1951), destacadísimo jefe militar del bando nacional. No debe olvidarse que su ideología aparente y papel castrense habían sido muy diferentes antes de la Guerra Civil.
[12] Reitero que se trata de un resumen aproximado del sentido del texto, no de una redacción literal.
[13]  Cuadrando fechas, Queipo se trasladaba al frente de Málaga, que estaba a la sazón a la altura de Marbella. Allí se estaba desarrollando una ofensiva nacionalista por la zona costera.
[14]  Breve referencia a la ignorada -o silenciada- actividad de Queipo de Llano en lo económico, en Roland Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, ya citado, páginas 379/384.
[15] Todos ellos habían de ser, como mínimo, de rango de oficial y su número era de cinco.
[16] Bruno Ibáñez Gálvez (1886-1947), entonces comandante de la Guardia Civil. En su etapa de Jefe de Orden Público y Gobernador Civil de Córdoba (septiembre de 1936 – febrero de 1937) ordenó o firmó la ejecución de más de dos mil personas. Su destitución de dichos cargos parece que obedeció a cohechos contra personas o familias de relieve, que lo denunciaron a Queipo de Llano y a personas del círculo de Franco.
[17] Me resisto a concluir este relato, que termina en Córdoba, sin recordar al fiscal Gregorio Azaña Cuevas (1909-1936), destinado en la fiscalía cordobesa y ejecutado el 17 de agosto de 1936, por la poderosa razón de ser sobrino de don Manuel Azaña Díaz.