sábado, 28 de enero de 2017

HISTORIAS DE VIDA O MUERTE (IV). EL CONDUCTOR PIADOSO

Historias de vida o muerte (IV). El conductor piadoso

Por Federico Bello Landrove


     Siempre me ha gustado hacer una crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].



     Cuando la guerra civil está a las puertas, bien por la proximidad al frente, bien por los bombardeos aéreos, el miedo -a la muerte, a la derrota- provoca violencia y el sufrimiento, venganza. La frontera entre combatientes y población civil se borra; las formas legales -siquiera ficticias; nunca suficientes- se obvian; el crimen se justifica -en la guerra, como en la guerra, dicen-. Así sucedió durante nuestra contienda de 1936 en la provincia de C. y no es del caso que me ponga a recordárselo. Tal vez, incluso, debería haber empezado el relato de otra forma más esperanzadora. Por ejemplo:
     Cuando la guerra civil está a las puertas por la proximidad al frente, quienes han caído en la zona equivocada tienen, al menos, una leve y secreta esperanza: la de pasarse al bando de sus amores para así conservar la vida. ¿Lo ven? No hay mal que por bien no venga. Y este discutible aforismo está en el fondo de nuestra historia.
      Como lo está el importante atraso en que la España de aquel tiempo se encontraba en materia de automoción, a casi todos los niveles. Pongamos un ejemplo: La provincia de Sevilla tenía por aquel entonces unos novecientos mil habitantes. Para tan considerable población, resulta llamativo que los carnés de conducir expedidos en seis años[2] apenas alcanzasen la cifra de tres mil; o que las matriculaciones totales, iniciadas con el siglo XX, anduviesen por las diez mil. ¿Y a qué viene este recordatorio? Se lo explicaré en un momento, pues también guarda relación con el relato…, que, por cierto, va siendo hora de empezar, sin más preámbulos.

***

     En marzo del año 1936, Ismael había sentado plaza como soldado de cuota[3] en el regimiento de Artillería de su ciudad. Solo era un modesto trabajador, pero merecía la pena entregar parte de sus ahorros, con tal de no marcharse de casa y abandonar a su novia por un año. Además, en las tardes libres y algunos festivos, se reencontraba con su trabajo en la gasolinera y taller de reparaciones de Acisclo, en la carretera de Granada, especializado -según la propaganda- en camiones americanos. Precisamente a su profesión debía el que lo hubiesen aceptado en ese cuartel, pues es bien sabido que la artillería precisa de un amplio tren de transporte, del que los vehículos pesados son pieza primordial.

     En casa había tenido que soportar más de una chanza, a cargo de su hermano menor, Antonio, quien entonaba al verlo salir para el cuartel todo uniformado la famosa habanera, con un leve retoque:
Anda con Dios, anarquista
que a las banderas te vas,
yo te prometo y te anuncio
que vas a ser general.[4]

     Allá por mayo, su primo Rafa, de mayor edad y enjundia que su hermano, le preguntó:

-          ¿No andan un poco revueltos los militares? Dicen que Calvo Sotelo les ha hecho llegar por el antiguo Alcalde unas instrucciones para sublevarse[5].
-          No he oído nada. De todos modos, si andan revueltos, no van a contárnoslo a la tropa.
-          Anda con atención, por ti en primer lugar. No olvides que sigues afiliado a la C.N.T.[6]
-          ¡Bah!, no creo que llegue la sangre al río.

     Con todo, Mael no echó en saco roto la advertencia de Rafa. El capitán al frente del parque móvil del regimiento le tenía en gran estima, por su aplicación al trabajo. Un día de junio, yendo de uniforme hacia el cuartel, le habían abucheado unos manifestantes y el oficial llegó echando venablos. El soldado se disculpó por la conducta de sus correligionarios:

-          … En cualquier caso, mi capitán, no somos todos iguales. Sin ir más lejos, también yo pertenezco a la C.N.T., pero exclusivamente para la mejor defensa de mis derechos laborales.
-          ¡Qué me dices! Conociéndote, nunca lo habría creído.
-          Eso que, si puede perjudicarme mientras esté haciendo el servicio militar, yo…

     El capitán se puso solemne:

-          Mientras seas soldado y te portes como debes, estás amparado por tu uniforme y por la fidelidad de tus compañeros. Yo mismo no consentiré que te toquen un pelo de la ropa. Ahora que, si te desmandas, ya sabes la que puede caerte.
-          Descuide, mi capitán. De todas formas, eso que le he dicho…
-          Puedes estar tranquilo. Esta conversación nunca ha tenido lugar.

     Nos falta presentar a uno de los personajes de la historia, pero no sé bien cómo hacerlo. No cabe duda de que conocía a Mael y a los de su familia, como tampoco parece dudoso que se profesaran afecto y una cierta confianza. Podría inventarle un parentesco con Victoria, la novia de nuestro protagonista, o suponer, al menos, que también estaba afiliado a la C.N.T. Pero esto es una realidad hecha cuento, que me he comprometido a respetar en todo lo fundamental. ¡Bastante increíble es ya por sí misma! Así es que dejémoslo a un lado, en espera de volverlo a encontrar en el momento oportuno.

***

     Cuando el Regimiento de Artillería salió de la ciudad sublevada, camino del frente de la serranía, se vivía en la capital una tensa calma. Sin perjuicio de actos aislados de violencia -incendios, fusilamientos-, el esfuerzo por mantener la ciudad en manos nacionales y de ampliar las ventajas en los frentes cercanos, ocupaban las energías de los sublevados y tenían absoluta prioridad. La cosa cambió cuando las líneas se estabilizaron y generales venidos de fuera entendieron que era conveniente dominar a los civiles disidentes por el terror. Se desató entonces, y durante medio año, una represión atroz, en la que sacas carcelarias, paseos al amanecer y fusilamientos masivos por orden de la Autoridad cubrieron de dolor y llanto -eso sí, en privado y sin luto- muchas almas y algunas conciencias.

     Los dos componentes citados, guerra y terror, tuvieron su papel en esta historia. Por mor de la primera, Ismael anduvo de aquí para allá, según lo exigían los avances y retrocesos de los bandos sobre el terreno, o la discutible táctica de aquellos tiempos de columnas y agrupaciones. Desde luego, lo suficiente para carecer de conocimiento preciso, acerca de lo que sucedía en la capital, incluso en lo que atañía a su familia.

     El terror, precisamente, empezaba a afectar a sus deudos. Los combates en las cercanías de la ciudad y los bombardeos sobre ella dieron lugar a la más laxa interpretación del Bando de Guerra, que darse pudiera. Según ella, el consejo sumarísimo de guerra era reemplazado las más de las veces por la mera orden del Gobernador militar o del Jefe de Orden Público, ordenando a la fuerza armada el fusilamiento, así como la salida de la Prisión, al director de la misma. En esa dinámica, que no cambiaría mucho hasta febrero del año siguiente[7], fueron engullidos Antonio, Rafa y ese amigo de Ismael, de quien no he podido ofrecerles identidad ni detalles.

     Junto a la guerra y el terror, hubo de aparecer la casualidad para que este caso, entre mil, mereciese notoriedad gozosa. Y eso que no tenía buen cariz, cuando el capitán mandó llamar a Mael, a la caída de la tarde, llevando en la mano la orden recibida:

-          Lo siento, pero la Guardia Civil se ha quedado sin camiones y nos han pedido ayuda, para hacer mañana de madrugada un traslado de presos. Así que te coges un chato[8] y, a las cinco de la mañana en punto, estacionas a la puerta de la Cárcel provincial. ¿Entendido?
-          A sus órdenes. ¿Y hasta dónde tengo luego que ir? Lo digo por echar más o menos gasolina.
-          Hará falta poca. Vais a ir muy cerca.

     Ismael se quedó con ganas de pedir mayores precisiones, pero el oficial tenía mala cara y se dio media vuelta de inmediato. Así que nuestro cabo conductor fue para el garaje, comprobó el combustible y demás líquidos precisos y dio un limpión a la caja, que cubría un toldo verde oscuro y bordeaba por ambos lados un banco corrido de madera. Luego, pidió al tercer imaginaria que lo despertase a las cuatro y se metió medio vestido en la cama.

***

     Aún no había amanecido, cuando Mael estacionó el chato ante el portón de la cárcel. Minutos después se abrió este para dar paso a media docena de guardias civiles -mosquetón colgado del hombro- y un grupo como de una docena de presos, con las manos ligadas y atados por parejas. Nuestro conductor se bajó inmediatamente de la cabina y contornó el camión para bajar el portón de la caja y, de paso, columbrar los rostros de los conducidos. Algo debió de sospechar el sargento que mandaba la guardia pues le dio un leve empujón, al tiempo que decía:

-          Sube y vete poniendo el motor en marcha. De esto ya nos encargamos nosotros.

     Ismael hizo a duras penas lo que se le ordenaba. La cabeza le daba vueltas y el frescor del amanecer parecía calarle los huesos. No estaba seguro, pero le había parecido vislumbrar entre el grupo de ajusticiables la alta figura de su primo Rafa. En fin, quizá se tratara de la típica aberración de quien cree ver aquello que lo inquieta. ¿Cómo podría cerciorarse? ¿Y qué hacer, caso de confirmarlo?

-          ¡Venga, tira: al cementerio!

     La voz del sargento lo volvió a la realidad. Por suerte, no hizo uso del privilegio del rango y, en vez de montar junto a él en la cabina, pasó atrás, con sus compañeros.

     Seguía siendo noche cerrada. Ismael conducía como un autómata, gracias al buen conocimiento que tenía del camino a seguir. Los faros del camión eran luminarias deslumbrantes en la ciudad, sumida en la negrura, por temor a los bombardeos. En esto, oyó un leve siseo a su espalda, que le llegaba por la ventanilla de comunicación con la caja. Giró levemente la cabeza. Volvieron a chistar. Había que entenderse de la forma más sencilla y eficaz posible. Si era su primo, el comprendería un lenguaje sin palabras. Aunque no era un virtuoso en ello, silbó los primeros compases de Arroja la bomba[9], a riesgo de que fuera conocida de los guardias. La respuesta fue un susurro, más sonoro para él que un trueno:

-          Aquí vamos tu hermano, tu primo y yo.
-          ¡Silencio, coño!, bramó una voz.
-          Le decía a este que me estoy mareando.
-          Pues aguanta, que ya te queda poco.

     El paseo del Cementerio quedó atrás y las frías luces del vehículo hirieron las poderosas columnas del pórtico del camposanto.

-          ¡Para aquí!, le ordenó el sargento.

     Ismael dejó el camión al ralentí y miró angustiadamente por los ventanillos de comunicación. Como era de esperar, los guardias civiles estaban sentados en la parte de atrás de la caja. Bajó a toda prisa y les abrió los pestillos de la compuerta, para que salieran. Acto seguido, retornó a la cabina y volvió a otear el oscuro habitáculo cegado por el toldo.

-          ¡Venga, ahora vosotros! ¡Abajo todos! -voceó el sargento-.

     En ese mismo momento, Ismael aceleró y, a toda velocidad, dio media vuelta y tomó la carretera de Madrid, con la desatentada pretensión de poner entre el camión y los guardias cuanta distancia pudiese. Luego…, ¡sálvese quien pueda!

     Y sucedió lo increíble, si no lo refiriesen las crónicas y lo aseverasen de modo irrefutable quienes aquella madrugada salvaron la vida. El vehículo, con toda su carga de condenados a muerte, logró llegar a la zona republicana, distante de la capital unos cincuenta quilómetros.

***

     El episodio era lo bastante escandaloso, como para no airearlo. El sargento fue, a buen seguro, sancionado. Probablemente lo habría sido también el capitán de transportes, de haberse sabido que había designado conductor para aquel servicio a un anarquista confeso. Pero todo quedó en la pérdida de un chato y de un mecánico conductor de primera. Conociendo a aquel oficial, estoy seguro de que esa pérdida es la que lamentó, no la de un puñado de jóvenes llevados al matadero sin darles la oportunidad de combatir, por los unos o por los otros.




    

















[1]  Para El conductor piadoso, Francisco Moreno Gómez, La Guerra Civil en Córdoba (1936-1939), Madrid, 1985.
[2]  De 1934 a 1939.
[3] Es decir, pagando una cantidad entre mil y cinco mil pesetas, según tarifas, el soldado podía elegir destino, cumplir el servicio militar en la mitad de tiempo (seis meses, durante la II República), pernoctar en su casa y estar liberado de servicios mecánicos (no de armas).
[4]  Estrofa de la habanera de la zarzuela Luisa Fernanda (1932). El retoque consiste en la palabra anarquista, en lugar de soldadito.
[5]  José Calvo Sotelo (1893-1936), dirigente del Partido de extrema derecha Bloque Nacional, estaba al corriente de los planes golpistas de los militares de 1936 y, en ocasiones, hizo llegar instrucciones favorables a los mismos a sus simpatizantes, como con casi total seguridad acaeció en la provincia de C., donde se desarrolla el relato.
[6]  Siglas de Confederación Nacional del Trabajo, gran central sindical anarquista española, creada en 1910.
[7]  Mes en que se creó en la capital de C. el Consejo de Guerra Permanente que, pese a sus excesos y limitaciones, mejoró sustancialmente la situación jurídica penal anterior.
[8]   Apelativo para el camión marca Ford, modelo 1931, que se reproduce por fotografía al final de este cuento.
[9]  Canción anarquista compuesta en 1932 (se dice que en Barcelona), que se popularizó durante la Guerra Civil española. Al parecer, su autor fue un miembro de la C.N.T.-F.A.I. aragonés, apellidado Aznar, quizá Joaquín Aznar Solanas (¿1907?-1936). Juzgada su letra demasiado violenta, existe otra alternativa, que empieza: Liberar las mentes…

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