sábado, 28 de enero de 2017

HISTORIAS DE VIDA O MUERTE (IV). EL CONDUCTOR PIADOSO

Historias de vida o muerte (IV). El conductor piadoso

Por Federico Bello Landrove


     Siempre me ha gustado hacer una crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].



     Cuando la guerra civil está a las puertas, bien por la proximidad al frente, bien por los bombardeos aéreos, el miedo -a la muerte, a la derrota- provoca violencia y el sufrimiento, venganza. La frontera entre combatientes y población civil se borra; las formas legales -siquiera ficticias; nunca suficientes- se obvian; el crimen se justifica -en la guerra, como en la guerra, dicen-. Así sucedió durante nuestra contienda de 1936 en la provincia de C. y no es del caso que me ponga a recordárselo. Tal vez, incluso, debería haber empezado el relato de otra forma más esperanzadora. Por ejemplo:
     Cuando la guerra civil está a las puertas por la proximidad al frente, quienes han caído en la zona equivocada tienen, al menos, una leve y secreta esperanza: la de pasarse al bando de sus amores para así conservar la vida. ¿Lo ven? No hay mal que por bien no venga. Y este discutible aforismo está en el fondo de nuestra historia.
      Como lo está el importante atraso en que la España de aquel tiempo se encontraba en materia de automoción, a casi todos los niveles. Pongamos un ejemplo: La provincia de Sevilla tenía por aquel entonces unos novecientos mil habitantes. Para tan considerable población, resulta llamativo que los carnés de conducir expedidos en seis años[2] apenas alcanzasen la cifra de tres mil; o que las matriculaciones totales, iniciadas con el siglo XX, anduviesen por las diez mil. ¿Y a qué viene este recordatorio? Se lo explicaré en un momento, pues también guarda relación con el relato…, que, por cierto, va siendo hora de empezar, sin más preámbulos.

***

     En marzo del año 1936, Ismael había sentado plaza como soldado de cuota[3] en el regimiento de Artillería de su ciudad. Solo era un modesto trabajador, pero merecía la pena entregar parte de sus ahorros, con tal de no marcharse de casa y abandonar a su novia por un año. Además, en las tardes libres y algunos festivos, se reencontraba con su trabajo en la gasolinera y taller de reparaciones de Acisclo, en la carretera de Granada, especializado -según la propaganda- en camiones americanos. Precisamente a su profesión debía el que lo hubiesen aceptado en ese cuartel, pues es bien sabido que la artillería precisa de un amplio tren de transporte, del que los vehículos pesados son pieza primordial.

     En casa había tenido que soportar más de una chanza, a cargo de su hermano menor, Antonio, quien entonaba al verlo salir para el cuartel todo uniformado la famosa habanera, con un leve retoque:
Anda con Dios, anarquista
que a las banderas te vas,
yo te prometo y te anuncio
que vas a ser general.[4]

     Allá por mayo, su primo Rafa, de mayor edad y enjundia que su hermano, le preguntó:

-          ¿No andan un poco revueltos los militares? Dicen que Calvo Sotelo les ha hecho llegar por el antiguo Alcalde unas instrucciones para sublevarse[5].
-          No he oído nada. De todos modos, si andan revueltos, no van a contárnoslo a la tropa.
-          Anda con atención, por ti en primer lugar. No olvides que sigues afiliado a la C.N.T.[6]
-          ¡Bah!, no creo que llegue la sangre al río.

     Con todo, Mael no echó en saco roto la advertencia de Rafa. El capitán al frente del parque móvil del regimiento le tenía en gran estima, por su aplicación al trabajo. Un día de junio, yendo de uniforme hacia el cuartel, le habían abucheado unos manifestantes y el oficial llegó echando venablos. El soldado se disculpó por la conducta de sus correligionarios:

-          … En cualquier caso, mi capitán, no somos todos iguales. Sin ir más lejos, también yo pertenezco a la C.N.T., pero exclusivamente para la mejor defensa de mis derechos laborales.
-          ¡Qué me dices! Conociéndote, nunca lo habría creído.
-          Eso que, si puede perjudicarme mientras esté haciendo el servicio militar, yo…

     El capitán se puso solemne:

-          Mientras seas soldado y te portes como debes, estás amparado por tu uniforme y por la fidelidad de tus compañeros. Yo mismo no consentiré que te toquen un pelo de la ropa. Ahora que, si te desmandas, ya sabes la que puede caerte.
-          Descuide, mi capitán. De todas formas, eso que le he dicho…
-          Puedes estar tranquilo. Esta conversación nunca ha tenido lugar.

     Nos falta presentar a uno de los personajes de la historia, pero no sé bien cómo hacerlo. No cabe duda de que conocía a Mael y a los de su familia, como tampoco parece dudoso que se profesaran afecto y una cierta confianza. Podría inventarle un parentesco con Victoria, la novia de nuestro protagonista, o suponer, al menos, que también estaba afiliado a la C.N.T. Pero esto es una realidad hecha cuento, que me he comprometido a respetar en todo lo fundamental. ¡Bastante increíble es ya por sí misma! Así es que dejémoslo a un lado, en espera de volverlo a encontrar en el momento oportuno.

***

     Cuando el Regimiento de Artillería salió de la ciudad sublevada, camino del frente de la serranía, se vivía en la capital una tensa calma. Sin perjuicio de actos aislados de violencia -incendios, fusilamientos-, el esfuerzo por mantener la ciudad en manos nacionales y de ampliar las ventajas en los frentes cercanos, ocupaban las energías de los sublevados y tenían absoluta prioridad. La cosa cambió cuando las líneas se estabilizaron y generales venidos de fuera entendieron que era conveniente dominar a los civiles disidentes por el terror. Se desató entonces, y durante medio año, una represión atroz, en la que sacas carcelarias, paseos al amanecer y fusilamientos masivos por orden de la Autoridad cubrieron de dolor y llanto -eso sí, en privado y sin luto- muchas almas y algunas conciencias.

     Los dos componentes citados, guerra y terror, tuvieron su papel en esta historia. Por mor de la primera, Ismael anduvo de aquí para allá, según lo exigían los avances y retrocesos de los bandos sobre el terreno, o la discutible táctica de aquellos tiempos de columnas y agrupaciones. Desde luego, lo suficiente para carecer de conocimiento preciso, acerca de lo que sucedía en la capital, incluso en lo que atañía a su familia.

     El terror, precisamente, empezaba a afectar a sus deudos. Los combates en las cercanías de la ciudad y los bombardeos sobre ella dieron lugar a la más laxa interpretación del Bando de Guerra, que darse pudiera. Según ella, el consejo sumarísimo de guerra era reemplazado las más de las veces por la mera orden del Gobernador militar o del Jefe de Orden Público, ordenando a la fuerza armada el fusilamiento, así como la salida de la Prisión, al director de la misma. En esa dinámica, que no cambiaría mucho hasta febrero del año siguiente[7], fueron engullidos Antonio, Rafa y ese amigo de Ismael, de quien no he podido ofrecerles identidad ni detalles.

     Junto a la guerra y el terror, hubo de aparecer la casualidad para que este caso, entre mil, mereciese notoriedad gozosa. Y eso que no tenía buen cariz, cuando el capitán mandó llamar a Mael, a la caída de la tarde, llevando en la mano la orden recibida:

-          Lo siento, pero la Guardia Civil se ha quedado sin camiones y nos han pedido ayuda, para hacer mañana de madrugada un traslado de presos. Así que te coges un chato[8] y, a las cinco de la mañana en punto, estacionas a la puerta de la Cárcel provincial. ¿Entendido?
-          A sus órdenes. ¿Y hasta dónde tengo luego que ir? Lo digo por echar más o menos gasolina.
-          Hará falta poca. Vais a ir muy cerca.

     Ismael se quedó con ganas de pedir mayores precisiones, pero el oficial tenía mala cara y se dio media vuelta de inmediato. Así que nuestro cabo conductor fue para el garaje, comprobó el combustible y demás líquidos precisos y dio un limpión a la caja, que cubría un toldo verde oscuro y bordeaba por ambos lados un banco corrido de madera. Luego, pidió al tercer imaginaria que lo despertase a las cuatro y se metió medio vestido en la cama.

***

     Aún no había amanecido, cuando Mael estacionó el chato ante el portón de la cárcel. Minutos después se abrió este para dar paso a media docena de guardias civiles -mosquetón colgado del hombro- y un grupo como de una docena de presos, con las manos ligadas y atados por parejas. Nuestro conductor se bajó inmediatamente de la cabina y contornó el camión para bajar el portón de la caja y, de paso, columbrar los rostros de los conducidos. Algo debió de sospechar el sargento que mandaba la guardia pues le dio un leve empujón, al tiempo que decía:

-          Sube y vete poniendo el motor en marcha. De esto ya nos encargamos nosotros.

     Ismael hizo a duras penas lo que se le ordenaba. La cabeza le daba vueltas y el frescor del amanecer parecía calarle los huesos. No estaba seguro, pero le había parecido vislumbrar entre el grupo de ajusticiables la alta figura de su primo Rafa. En fin, quizá se tratara de la típica aberración de quien cree ver aquello que lo inquieta. ¿Cómo podría cerciorarse? ¿Y qué hacer, caso de confirmarlo?

-          ¡Venga, tira: al cementerio!

     La voz del sargento lo volvió a la realidad. Por suerte, no hizo uso del privilegio del rango y, en vez de montar junto a él en la cabina, pasó atrás, con sus compañeros.

     Seguía siendo noche cerrada. Ismael conducía como un autómata, gracias al buen conocimiento que tenía del camino a seguir. Los faros del camión eran luminarias deslumbrantes en la ciudad, sumida en la negrura, por temor a los bombardeos. En esto, oyó un leve siseo a su espalda, que le llegaba por la ventanilla de comunicación con la caja. Giró levemente la cabeza. Volvieron a chistar. Había que entenderse de la forma más sencilla y eficaz posible. Si era su primo, el comprendería un lenguaje sin palabras. Aunque no era un virtuoso en ello, silbó los primeros compases de Arroja la bomba[9], a riesgo de que fuera conocida de los guardias. La respuesta fue un susurro, más sonoro para él que un trueno:

-          Aquí vamos tu hermano, tu primo y yo.
-          ¡Silencio, coño!, bramó una voz.
-          Le decía a este que me estoy mareando.
-          Pues aguanta, que ya te queda poco.

     El paseo del Cementerio quedó atrás y las frías luces del vehículo hirieron las poderosas columnas del pórtico del camposanto.

-          ¡Para aquí!, le ordenó el sargento.

     Ismael dejó el camión al ralentí y miró angustiadamente por los ventanillos de comunicación. Como era de esperar, los guardias civiles estaban sentados en la parte de atrás de la caja. Bajó a toda prisa y les abrió los pestillos de la compuerta, para que salieran. Acto seguido, retornó a la cabina y volvió a otear el oscuro habitáculo cegado por el toldo.

-          ¡Venga, ahora vosotros! ¡Abajo todos! -voceó el sargento-.

     En ese mismo momento, Ismael aceleró y, a toda velocidad, dio media vuelta y tomó la carretera de Madrid, con la desatentada pretensión de poner entre el camión y los guardias cuanta distancia pudiese. Luego…, ¡sálvese quien pueda!

     Y sucedió lo increíble, si no lo refiriesen las crónicas y lo aseverasen de modo irrefutable quienes aquella madrugada salvaron la vida. El vehículo, con toda su carga de condenados a muerte, logró llegar a la zona republicana, distante de la capital unos cincuenta quilómetros.

***

     El episodio era lo bastante escandaloso, como para no airearlo. El sargento fue, a buen seguro, sancionado. Probablemente lo habría sido también el capitán de transportes, de haberse sabido que había designado conductor para aquel servicio a un anarquista confeso. Pero todo quedó en la pérdida de un chato y de un mecánico conductor de primera. Conociendo a aquel oficial, estoy seguro de que esa pérdida es la que lamentó, no la de un puñado de jóvenes llevados al matadero sin darles la oportunidad de combatir, por los unos o por los otros.




    

















[1]  Para El conductor piadoso, Francisco Moreno Gómez, La Guerra Civil en Córdoba (1936-1939), Madrid, 1985.
[2]  De 1934 a 1939.
[3] Es decir, pagando una cantidad entre mil y cinco mil pesetas, según tarifas, el soldado podía elegir destino, cumplir el servicio militar en la mitad de tiempo (seis meses, durante la II República), pernoctar en su casa y estar liberado de servicios mecánicos (no de armas).
[4]  Estrofa de la habanera de la zarzuela Luisa Fernanda (1932). El retoque consiste en la palabra anarquista, en lugar de soldadito.
[5]  José Calvo Sotelo (1893-1936), dirigente del Partido de extrema derecha Bloque Nacional, estaba al corriente de los planes golpistas de los militares de 1936 y, en ocasiones, hizo llegar instrucciones favorables a los mismos a sus simpatizantes, como con casi total seguridad acaeció en la provincia de C., donde se desarrolla el relato.
[6]  Siglas de Confederación Nacional del Trabajo, gran central sindical anarquista española, creada en 1910.
[7]  Mes en que se creó en la capital de C. el Consejo de Guerra Permanente que, pese a sus excesos y limitaciones, mejoró sustancialmente la situación jurídica penal anterior.
[8]   Apelativo para el camión marca Ford, modelo 1931, que se reproduce por fotografía al final de este cuento.
[9]  Canción anarquista compuesta en 1932 (se dice que en Barcelona), que se popularizó durante la Guerra Civil española. Al parecer, su autor fue un miembro de la C.N.T.-F.A.I. aragonés, apellidado Aznar, quizá Joaquín Aznar Solanas (¿1907?-1936). Juzgada su letra demasiado violenta, existe otra alternativa, que empieza: Liberar las mentes…

sábado, 21 de enero de 2017

HISTORIAS DE VIDA O MUERTE (III). LA DIFÍCIL FUGA DEL MARQUÉS

Historias de vida o muerte (III). La difícil fuga del marqués


Por Federico Bello Landrove

    
     Siempre me ha gustado hacer una crónica sentimental de la Guerra Civil española de 1936-1939. En entradas anteriores, bajo esta etiqueta, he reflejado en el blog relatos que tuvieron buenas dosis de verdad, dentro de su fantasía. En este me ha dado por elevar la realidad a categoría literaria (dentro de mi modestia). Podría haberlo hecho sin reconocer mi servidumbre, pero no me gusta adornarme con plumas ajenas. Así que, a pie de página, dejo indicados los libros en que leí las anécdotas que me han inspirado[1].



     No trato de explicar los motivos que pudieron llevar a un marquesito de 22 años a las puertas de su ejecución, en el Madrid del otoño de 1936, ni tampoco seguirle en su calvario de detenciones e interrogatorios, hasta que personas al servicio del Reino Unido lo refugiaron en la Embajada británica[2]. Nuestra historia comienza cuando el joven Marqués de P., ataviado con un modesto mono proletario, entra al anochecer en la estación de Atocha, dispuesto a tomar el expreso nocturno para Alicante. En su poder, documentos falsos que lo acreditan como delegado de la F.U.E.3 , y un billete para el citado tren. Con gran alivio, pasa sin ninguna dificultad el control policiaco para acceder a andenes y busca una plaza libre en los vagones. La encuentra en el inmediatamente posterior al coche-cama. Deposita su mínimo equipaje como prueba de posesión del asiento y, comprobando que todavía falta una hora para la salida, se baja y empieza a pasear arriba y abajo por el andén, esperando la llegada de otros dos compañeros de viaje, que han de ir llegando por separado. No es fácil ni grato el paseo, entorpecido por la afluencia de otros viajeros, principalmente milicianos, soldados y heridos de guerra.
     Pasan los minutos y sus colegas de fuga no llegan. Quien lo hace es una señora de bastante edad y baja estatura, que se abre paso penosamente entre el gentío y exclama -afortunadamente, en inglés-:
-          ¡Mi querido niño!
     Se trataba de la vieja niñera irlandesa del marqués que, sabedora por algún medio de la marcha de su pequeño -aunque no de las peligrosas circunstancias de la misma-, venía a despedirlo a la estación, trayéndole dos cartones de cigarrillos y una botella de güisqui para el viaje.
     El marqués -a quien llamaremos Ignacio- se lanzó hacía la señora, abrazándola como en aquel lugar era razonable, y entre susurros le puso al corriente del peligro que acechaba, si alguien ponía los ojos en él y lo reconocía. La pobre mujer, sin soltar siquiera el espléndido obsequio, dio media vuelta y se perdió entre la multitud. Nadie pareció darse cuenta del incidente.
     A su debido tiempo, apareció Enrique, el segundo de los auxiliados por la Embajada para escapar de Madrid. En cuanto al tercero, parece ser que su documentación despertó sospechas a los agentes del orden, ante lo que optó por retirarse del puesto de control a toda prisa y refugiarse en la legación acogedora más próxima.
     Llegada la hora de salida, el tren se puso en marcha y, sin incidentes dignos de contarse, condujo a los viajeros hacia su destino. Enrique e Ignacio, próximos pero no inmediatos, pasaron la noche cada vez más plácidamente, dentro de la incomodidad inevitable en un tren completo. La tranquilidad llama a la confianza y, llegada la madrugada y no lejos ya de la capital alicantina, el marqués salió al pasillo del vagón para desentumecerse y contemplar el paisaje, para él desconocido. Fue entonces cuando el destino volvió a llamar a su puerta.

***

     Con el rabillo del ojo, nuestro marqués se percató de que avanzaba hacia él, pasillo adelante, un individuo joven y grueso, con la insólita característica, para aquel lugar y época, de ir vestido con traje y corbata. Para su desdicha, el sujeto llevaba bajo la solapa una insignia de policía, que exhibió apenas llegó a su altura, deteniéndose:
-          Usted es el hijo de la ex Duquesa de M., ¿no es así?
     El interpelado lo miró de hito en hito. Aquel policía tenía una cara conocida para él, aunque al pronto no lo identificó. Bien fuese por eso, bien porque estuviese harto de fingir con escaso éxito, Ignacio asintió.
-          Queda usted detenido, replicó el agente.
     En cada uno de los vagones del tren había un miliciano armado, de guardia. El policía llamó al del coche donde se encontraban, se identificó y le ordenó la vigilancia del marqués, hasta que el convoy llegase a Alicante. Mientras el guardia se alejaba para seguir la ronda, su presa dio al fin con su identidad o, al menos, con su razón de conocimiento: Había sido dependiente de la librería donde él compraba por costumbre los libros de texto. ¡Para que luego digan que quien no lee, no vive plenamente!
     Ignacio apreció en su custodio más curiosidad que malevolencia, tal vez, porque el policía no le había informado de quién se trataba, ni de los motivos de la detención. Pretendiendo un imposible, trató de indisponerlo con el antiguo librero:
-          Ya ha sido mala suerte encontrar a ese tipejo en el tren. Has de saber que se trata de un emboscado y hasta puede que un quintacolumnista, que me tiene enfilado porque lo denuncié hace años por venderme unos libros a casi el doble de su precio.
     El miliciano pareció interesarse en el relato, de modo que el marqués siguió cargando las tintas:
-          Yo he estudiado siempre con muchos apuros económicos, trabajando para completar la poca ayuda que podían prestarme mis padres. Y, como soy de la F.U.E. -precisamente voy ahora a Alicante para un congreso-, no me callé la estafa y lo denuncié al dueño de la librería. Debieron de echarle y por eso, vete a saber cómo, se ha metido a policía y ahora quiere vengarse de mí…
     Estuvo a punto de pedirle que hiciese la vista gorda y le dejase escapar pero, por fortuna, tuvo una idea mejor, aunque igualmente descabellada.
-          Con este nerviosismo y el miedo que ese sujeto me ha metido en el cuerpo, no tengo más remedio que ir al retrete. ¿Me das permiso?
     El miliciano agarró con más fuerza la correa de su fusil y pareció recelar. Ignacio dio por hecho que contaba con su autorización, le dio las gracias con una sonrisa y se dirigió a paso vivo hacia el wáter, haciendo ya ademán de desabotonarse el mono. Su vigilante lo siguió unos pasos y luego se detuvo. El chico parecía de fiar y ya había llegado al servicio, cerrando la puerta con un sonoro golpe de pestillo. Esperó.
     De repente, volvió a abrirse la puerta e Ignacio, de un salto, pasó a la plataforma y se plantó en el vagón inmediato que, por aquel lado, era el coche cama. Se interpuso el empleado uniformado de la Compañía, al que apartó de un empellón. Ya se disponía a seguir corriendo hasta acabarse el tren, cuando se produjo el milagro. En el pasillo se encontraba el embajador de Argentina, llamado La Pimpinela Escarlata de Madrid, por las facilidades y triquiñuelas que usaba para esconder y ayudar a escapar a los perseguidos por motivos políticos. El marqués lo conocía de vista, por lo que se identificó y le manifestó el gran peligro que corría. El embajador lo metió en su compartimento y cerró la puerta. Estuvieron cara a cara durante unos momentos. Luego, el diplomático le dijo:
-          Voy a salir a ver cómo están las cosas ahí fuera, para procurar la mejor forma de ayudarte.
     Ignacio obedeció de mala gana, pero no tenía otro remedio que fiar en la buena fe y la inteligencia de su protector. En esto que, todavía a un trecho de la estación alicantina, el convoy aminoró sustancialmente la marcha. Era debido a una riada humana que, en manifestación entusiasta, había salido a recibir y dar la bienvenida a los heridos de guerra que viajaban en el tren, para acogerse a los hospitales de la capital levantina. El joven no dudó en aprovechar la ocasión, pese a los riesgos que corría.
     Bajó a tope la ventanilla del departamento, haciendo ademanes de saludo y, como quien no puede aguantar más su júbilo, saltó desde aquella a tierra o, por mejor decir, a los brazos de quienes lo estrechaban como a un hermano lacerado.
     Y así, camuflado con el mono azul mahón, simulando cojera, confundido entre la multitud, llegó a la estación, salió de ella sin contratiempo y se perdió en la ciudad.

***

     Por aquellos días, el Gobierno republicano español todavía dejaba que los barcos de pabellón alemán o italiano atracaran en sus puertos y metieran las narices en la guerra que los azotaba. Esa era la esperanza del marqués, según las indicaciones que de la Embajada británica había recibido:
-          Los oficiales italianos y alemanes suelen parar en el Hotel N. Acudan ustedes allí y traten de que los ayuden a salir de España.
     Ignacio y Enrique, ahora ya juntos, se encaminaron al hotel indicado, tan pronto abandonaron la estación y pudieron reencontrarse. Es curioso que, pese a la viva inquietud de estar siendo buscado por la Policía, el marqués tuviese tiempo de fijarse en detalles como estos, concernientes al establecimiento hotelero:
     Desde el vestíbulo, divisamos un salón grande. Viniendo del sórdido Madrid de aquellos días, las macetas con palmeras enanas, las mesas de mimbre con inmaculados manteles blancos y los camareros con chaquetilla del mismo color, nos parecieron increíblemente limpios y elegantes. Justo en el otro extremo de la sala, se hallaban sentados cinco oficiales de la marina italiana; algo más cerca, alrededor de una mesa, había un grupo de oficiales alemanes…
     Puestos a elegir entre unos y otros, los fugitivos optaron por los italianos, por similitud idiomática y, en particular, porque el padre de Enrique ejercía a la sazón las funciones de cónsul general de los nacionales en Génova. Por esa razón, Ignacio empujó materialmente a su amigo hacia el grupo de transalpinos, quedándose por si acaso alejado. Los marinos prestaron atención a lo que les decía el joven, casi susurrando. Al momento, uno de ellos se separó del grupo en unión de Enrique y salieron del salón, haciendo ademán a Ignacio de que los siguiera. Afuera, un grupo de milicianos se fijó en el uniforme del oficial, con cara torva.
     Para sorpresa de los dos amigos, su mentor no los llevó camino del puerto, donde permanecía surto su destructor, sino a una tienda próxima, llamada Casa Rossi, cuyo encargado aceptó sin rechistar el encargo del oficial y escondió a los jóvenes en la trastienda, mientras aquel iba a exponer el caso a sus superiores, para recibir de los mismos las oportunas indicaciones.
     No tardó mucho en regresar el marino. Dejando para el final lo más importante, les expuso lacónica y tajantemente el procedimiento a seguir:
-          De ahora en adelante, olvidarán por completo su verdadera identidad. Se convertirán en dos marineros italianos que han desertado, o mejor, que no han regresado a su barco cuando debían. De hoy para mañana vamos a prepararles unos documentos personales y, mañana temprano, vendrá una escolta para llevarlos por la fuerza… y cuando digo por la fuerza, no exagero.
     Finalmente afirmó lo que Ignacio y Enrique estaban deseando y que les pareció increíble, de tanto anhelarlo:
-          Eso es lo que haremos para sacarlos de aquí.



***

     Pasaron la noche en la propia trastienda, en sendas yacijas que les preparó el señor Rossi; para ellos, lechos de pluma, habida cuenta del cansancio y las rosadas esperanzas. Tan es así, que hubo de despertarlos al amanecer la brusca llegada de un fornido suboficial, con la documentación prometida y un gesto adusto, que pronto se concretó en una serie de bofetadas y puñetazos en el estómago, que los hispanos encajaron con el mejor espíritu.
     A la puerta, para pánico de Ignacio, esperaba un coche de la Policía española, alertada previamente por los italianos sobre la recogida forzosa de los dos desertores. En el interior, esperaban el conductor y otro compañero que, al ver las inequívocas huellas de los golpes del sargento, comentaron en voz baja:
-          Tampoco es para tratarlos así. Estos fascistas… Me dan ganas de dejarlos escapar.
     Al oírlo, el marqués -ahora marinero Parodi- y su amigo casi se desmayan. Afortunadamente la ley primó sobre la humanidad y el vehículo, sin detenerse, cruzó toda la ciudad y no paró hasta un embarcadero, al final del puerto, en que ya se encontraba amarrada una lancha de bandera italiana con dos marineros a bordo, armados con machetes. El sargento saludó a los policías españoles y balbuceó una frase de agradecimiento. Los agentes se alejaron, echando una mirada de conmiseración a aquellos dos pobres maltratados.
     Todavía hubieron de pasar el control de unos carabineros republicanos, que comprobaron rutinariamente la documentación de los detenidos y autorizaron su embarque. La lancha zarpó rumbo al destructor y -de esas cosas que tiene el destino- la última imagen que guardó Ignacio de tierra española fue la de aquellos carabineros, acodados en la barandilla del embarcadero, mirando con cara de aburrimiento cómo se alejaban. Él mismo cuenta que, para hacerles salir de su hastío, estuvo a punto de gritar un “¡Arriba España!”, que les revelase el engaño. No obstante, triunfó la prudencia sobre la provocación, pues concluye: Pero en seguida me lo pensé mejor.

***

     Para los lectores que gustan de los finales cerrados, diré que Álvaro y Enrique llegaron sin más dificultades a La Spezia. El marqués debía de estar hecho de madera muy dura, pues se alistó en la Legión y aún tuvo tiempo y ganas de luchar en su guerra durante un año, con el grado de alférez provisional. Falleció de muerte natural en el año 2001, a los ochenta y siete de su edad.







[1] En La difícil fuga del marqués, Roland Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la Guerra Civil española, Barcelona, 1979.
2  Si tienen interés por estos pródromos del relato, así como por la identidad real de su protagonista, les remito al libro de Roland Fraser citado en la nota anterior, páginas 260/264 de la edición de 2016.
3  Siglas de la Federación Universitaria Escolar, organización estudiantil de carácter izquierdista.