sábado, 16 de abril de 2016

EL SECRETO DE JOHN FIELD


El secreto de John Field
Por Federico Bello Landrove



     El reducido grupo que había acompañado el cadáver hasta el cementerio de Vedenskoye fue disgregándose. El día declinaba y el frío de enero aconsejaba retirarse con toda la urgencia que permitía el suelo cubierto de nieve helada. Haciendo esfuerzo, un caballero de recia complexión y edad mediana alcanzó a una joven vestida de negro, le rozó el brazo y dijo:

-          María Dimitrievna, si ha venido sola, podríamos regresar juntos en mi trineo.
     La joven se volvió, sonrió afectuosamente y respondió:
-          Con mucho gusto, profesor N., y muy agradecida.
     El camino de vuelta hasta el centro de Moscú no era corto. Ambos interlocutores se abrigaron con las mantas. Durante un rato permanecieron en silencio. Al fin, el profesor comentó:

      -    El pobre Field ya descansa en paz. No fue sencilla la última fase de su existencia: penuria económica, abuso de la bebida, cáncer. Y, para concluir, esa ridícula pantomima de no saber donde enterrarle, al no tener claro qué religión profesaba.

     La joven asintió con el gesto, pero no pronunció palabra alguna. El profesor continuó:

-          Menos mal que personas como usted le fueron fieles hasta el último momento. Tengo entendido que incluso estaba presente cuando murió.

     Nuevo asentimiento mudo de la acompañante, esta vez, llevándose fugazmente un pañuelo a los ojos. Fue suficiente para que el profesor, tras apretar levemente el brazo de María, no volviera a dirigirle la palabra, por respeto, en todo el trayecto. Ante la catedral de San Basilio, el trineo se detuvo, la joven bajó, se despidió cortésmente y perdióse de vista junto a los muros del Kremlin.

     La noche y la neblina cayeron sobre la ciudad antes de que María llegase a su casa. La oscuridad  tuvo en la mente de la joven el efecto de una metáfora de lo que sería, no tardando mucho, el recuerdo del músico al que acababan de dar sepultura. Apresuró el paso para llegar cuanto antes al hogar, como si tuviera miedo de perder –también ella- la memoria del difunto. Subió las escaleras desalada. Afortunadamente, su madre tenía calientes casa y cena. Le relató brevemente lo más destacado del entierro, cenó de manera frugal y se retiró a su habitación. Una vez en ella, preparó recado, se sentó al escritorio y, durante toda la noche, con una creciente paz interior, redactó el documento que se transcribirá más adelante.

     Como los lectores no encontrarán  los datos  en Internet, resumiré en dos palabras el destino ulterior de lo que María Dimitrievna Efímkina escribió aquella noche del 25 al 26 de enero de 1837. El documento permaneció en poder de su autora hasta que, al morir en 1876, lo legó al Conservatorio Superior de Música de Moscú. Considerado “de interés menor”, fue archivado para mero uso de especialistas, en el edificio número 64 de la calle Tvérskaya, que sufrió saqueo e incendio parcial durante los sucesos revolucionarios de 1917. Se sabe por tradición oral, que Scriabin, cultivador tardío del género del nocturno, conoció aún el manuscrito original y mandó sacar una copia literal del mismo. Por último, y sin que nadie haya sido capaz hasta ahora de establecer pruebas concluyentes de autenticidad, una versión inglesa  del testimonio Efimkin fue remitida desde Bruselas, en 1968, al Trinity College dublinés por una persona anónima, que decía ser descendiente de un hijo ilegítimo de John Field, deseoso de que su genio recibiera en Irlanda la consideración debida.

     En fin, sea vero o, simplemente, ben trovato, he aquí el texto íntegro de dicha versión inglesa, en traducción libre, cuya fidelidad al original es de mi exclusiva responsabilidad.

***

     Conocí al compositor Field hace poco más de un año, cuando la princesa Rajmánova lo encontró en un hospital de Nápoles y lo trajo de vuelta a Rusia, pagando los gastos del viaje y su instalación en Moscú, en un modesto segundo piso de la calle Donskoi. Yo estaba a punto de concluir la carrera de piano con notas excelentes y dudaba en dedicarme profesionalmente a la música. Consulté sobre ello al profesor N. –mi mejor maestro del Conservatorio-, quien me respondió:

-          Nadie sabe, querida, lo que la profesión musical pueda depararnos. En todo caso, tiene usted tres de las cuatro cosas que pueden hacer el éxito de una pianista: vocación, sensibilidad y notable formación musical. Siga mi consejo: perfeccione la cuarta, es decir, la técnica. Aquí en Moscú hay notables profesores para ello. Precisamente, ha regresado hace unas semanas el señor Field. Nadie mejor que él para el caso. Si usted quiere, le puedo dar una carta de presentación…

      La fama de Field como concertista y compositor era grande en toda Europa. En otro tiempo, los mejores estudiantes y los miembros de las familias más selectas se habían disputado, a precio de oro, sus servicios magistrales. Pero, en 1835, cincuentón, alcohólico y gravemente enfermo, sus alumnos eran pocos y sus honorarios, algo más que simbólicos. Me di cuenta de todo ello en nuestra primera entrevista; como también de que mi cabello pelirrojo y mis ojos verdes suponían para él una recomendación tan valiosa, como los elogios de la carta del profesor N. Pero mis suspicacias se vinieron abajo cuando el maestro, tras leer la misiva, me dijo sonriendo:

-          María Dimitrievna, los elogios hacia usted del profesor N. me obligan a hablarle con total sinceridad, pues a fe mía que el colega no se prodiga en hacerlos. Yo no soy ya quien fui. Mis manos tiemblan, mis dedos acusan los efectos del artritismo y, desde luego, mis conceptos pianísticos hoy no se llevan. Es la hora del sentimentalismo con escasa formación de Chopin, o del aporreo de las teclas de Liszt. Se lo digo a fuer de honrado, pues la verdad es que ni los alumnos ni el dinero me sobran. En fin, tal vez sea que el color de su pelo me ha hecho recordar mi Irlanda natal.

     Aquellas palabras –que rememoro punto por punto- fueron suficientes para reafirmar mi decisión y, al mismo tiempo, me hicieron comprender que estaba ante un hombre muy especial.  Ambas cosas acabaron por convertirnos, no sólo en profesor y alumna, sino en amigos y confidentes. Pero el objeto de este testimonio no es relatar intimidades banales para terceros, sino legar a la posteridad una parte del testamento artístico del músico John Field, tal y como él quería que se conociera, haciendo de mí –como si dijéramos- su albacea.

***

     Un día de noviembre, dos meses antes de su muerte, tras pasar a limpio las poco legibles partituras del maestro, ejecuté ante él sus dos últimos Nocturnos –ambos en mi mayor-. Dados los dolores que le provocaba el cáncer, no dejaba de extrañarme que fuera capaz de seguir componiendo. En particular, me llamaba la atención su interés por los nocturnos en la última etapa de su vida, tras haberlos descuidado durante una década. No recuerdo qué comentario me atreví a hacerle al respecto. El caso es que, un tanto misteriosamente, me dijo:

-          La cuenta, por fin, está cobrada. Dieciocho; ni uno más, ni uno menos.

      Por el momento, el tema quedó así. Pero, dos semanas más tarde, debiendo de sentir que se le acababa la vida, pidió que me aproximara al sofá donde, reclinado o echado bajo una manta de viaje, pasaba la mayor parte del día. Me rogó que tomara asiento junto a él e, intentando esbozar una sonrisa, confesó:

-          Querida amiga, ignoro si alguien –además de usted y pocos más- se acordará de mi música, digamos, dentro de cincuenta años; pero en conciencia creo que, de ser famoso por algo, debería serlo por mis nocturnos. Y no lo digo porque sean hermosos y variados –que creo lo son-, sino porque fui yo quien, allá por 1812, publicó los primeros verdaderamente modernos y líricos, mal que le pese a mi buen polaco afrancesado.
-          No tengo duda de ello –le respondí-, ni la tiene nadie medianamente versado en música. De hecho, su polaco afrancesado no ha tenido ningún rubor en reconocer la influencia de usted sobre él.
-          …Por más que –prosiguió el maestro, como si no hubiera escuchado mis palabras- tal vez yo hubiera seguido imitando a Mozart, de no ser por una noche mágica que cambió mi forma de sentir la música. La noche de los dieciocho rublos.

     Su sonrisa de oreja a oreja, y hasta el guiño que creí adivinar en sus ojos, tuvieron que contrastar sobremanera con mi cara de estupor. Se echó a reír tanto, cuanto le permitían sus dolores. Después, pasando bruscamente a su tesitura más dramática, me tomó la mano, como gesto para que inclinara mi oído hacia él, y añadió:

-          María Dimitrievna, mi vida concluye y no es del caso plasmar ante un notario sentimientos ni cuestiones musicales. Prométame que, cuando yo muera -no antes-, transcribirá usted cuanto voy a decirle y procurará que el documento quede depositado en los archivos del Conservatorio de mi querido Moscú.

     Y, sin esperar siquiera mi indudable respuesta afirmativa, John Field abrió su corazón.

***

      Corría uno de aquellos años felices que precedieron a la invasión napoleónica. Sería 1808 ó 1809, pues todavía no me había casado con mi francesita ni fijado la residencia en San Petersburgo. La vida me sonreía: joven, famoso y en buena posición, alternaba mis clases magistrales con conciertos en la capital y en Moscú. Es posible que, entre tanta felicidad, hubiera adquirido un toque de extravagancia. ¡Qué quiere usted! Siempre me ha gustado vivir bien y, visto lo visto, no me arrepiento.

     Era huésped del conde Golovin. Dimitri Ivánovich Golovin era un gran señor, que no me hacía sentir como un mercenario. En cambio, su hijo mayor, Piotr Dimítrovich, era un joven de mi misma edad, frívolo, vicioso y brutal, que ejercía sobre cuantos le rodeaban un dominio irresistible, mezcla de carácter imperativo y magnetismo personal. Yo congeniaba con él por juventud y amor a los placeres. Con todo, su falta de escrúpulos y de límites no dejaba de producir en mí cierta animosidad.

     Una noche blanca de principios de agosto, Piotr Dimítrovich decidió rondar a una de tantas bellezas como momentáneamente le interesaban. No crea que quiero ocultarle su nombre, es que realmente no me acuerdo. Lo cierto es que el condesito contrató la orquestina que solía para tales menesteres. Luego, en la jerga franco-rusa que utilizábamos para entendernos, me propuso:

-          No hay cosa más divertida que una serenata por San Petersburgo en una noche blanca. Anda, anímate y acompáñanos.
-          Sin duda sería un compañero ideal –le contesté irónicamente-: ningún interés por la joven y arrastrando el piano por la calle.
-          Hombre, John, no seas así. Estoy muy interesado en quedar bien con la bella y mis músicos desafinan muy a menudo. Tú podrías dirigirles disimuladamente, sin necesidad de tocar instrumento alguno. Te pagaré con esplendidez y te aseguro que, después de la ronda, nos divertiremos a lo grande.

     Sabía que era inútil resistirse, además de poco cortés. Así que, a regañadientes, tomé un violín de la sala de música del palacio y, sin dejar de pensar en mi padre (que tanto y tan bien tocó ese instrumento), repenticé unos aires de serenata nocturna, claramente inspirados en  Scarlatti y Mozart, y me dispuse a pasar unas horas tan poco agradables como inútiles, salvo –claro está- para el bolsillo, como groseramente se había encargado de advertirme mi mecenas.

     He de reconocer que la velada no se ajustó a los malos presagios. Aunque menos opulenta y populosa que ahora, San Petersburgo era una ciudad con encanto (si acaso, un tanto artificiosa, lo que en mi opinión la hace inferior a Moscú). Las noches blancas son algo mágico y aquella, en concreto, era de temperatura suave y ligera brisa. Mi conde tuvo la gentileza de hacerme los honores de su carruaje, y la casa o palacio de su amiga no quedaba lejos. Para colmo de dichas, mis compañeros instrumentistas no estaban aún demasiado bebidos y sus desacuerdos no resultaron ostensibles para los profanos.  En fin, mis solos de violín fueron alegres y ligeros, para sorpresa de Piotr Dimítrovich, que desconocía tales habilidades.

     Terminada la serenata, el conde pagó a los músicos (quienes no se fiaban mucho de su memoria del día después). Con cierto retintín, yo también me puse a la cola y reclamé la soldada. Golovin hizo ademán de pasar adelante, pero yo insistí. Me dijo:

-          ¿Pero qué demonios pretendes? ¿No vas a venir conmigo a casa de X., para seguir la fiesta?
-          Lo siendo, Piotr Dimítrovich, he tocado mucho y me encuentro cansado. No estoy, pues, para juergas. Págueme y acabemos.

     Por un momento, creí que me iba a acometer. Finalmente, sonrió, me pasó un brazo por los hombros y me dijo:

-          Tienes razón. Has tocado como los propios ángeles y te mereces una buena gratificación. Sólo que tendrás que regresar a casa andando, pues me llevo el carruaje y no voy a pasar por ella.

     Y, tras anunciarme lo que él juzgaba un desaire o, cuando menos, una mala pasada, deslizó en mi mano cuatro brillantes monedas de oro de a cinco, subió a la calesa y me dejó solo, en medio de la calle, con un violín y veinte rublos. Nunca me sentí más rico que aquella noche.

     Emprendí el camino de vuelta, paseando despaciosamente y pulsando el violín en  pizzicato. Media versta más allá, una taberna –sorprendentemente abierta y animada tan tarde- llamó mi atención y entré. Mis compañeros musicales de serenata se habían concentrado allí, para saciar la sed y dar buen fin al generoso salario del conde. Me saludaron efusivamente y me felicitaron de manera sincera: nunca habían visto a nadie improvisar una música de noche tan inspirada. Agradecido por los elogios, convidé a todos a unas rondas, abonando al tabernero dos rublos por todos los conceptos, propina incluida. El sujeto debió de poner unos ojos como platos cuanto viera relucir la dorada moneda de a cinco en el sucio mostrador. Lo cierto es que recogí la vuelta, me despedí de los colegas y, un poco achispado, reanudé el camino de retorno.



***

     La necesidad de tomar aire fresco me impulsó a desviarme y coger el paseo a lo largo del Neva. Lentamente fui avanzando, en la tenue claridad anaranjada de la noche blanca, hacia el Palacio Imperial. Los muelles se insinuaban como una zona oscura y ominosa entre la Perspectiva y las rizadas aguas del estuario. Sentí un escalofrío y, no obstante, avancé oblicuamente hacia los malecones, impulsado por una irresistible curiosidad. Y entonces los vi.

     Vi un conjunto amorfo de cuerpos que, poco a poco iban tomando individualidad y forma. De toda edad, sexo y fisonomía. Sentados y yacentes; borrachos y sobrios; aseados y astrosos; curiosos y huidizos; sanos y enfermos. Decenas de ellos, cientos de ellos. Solos en su multitud; indiferentes hacia los padecimientos ajenos y, tal vez, ante los propios; ciudadanos de la nada; derrotados sin lucha aparente; necesitados de todo, sin pedir cosa alguna.

     No era, ciertamente, mi primer contacto con la miseria y el sufrimiento, pero nunca lo había percibido de manera tan física y visceral.  Sentí que tenía que hacer algo. De forma inconsciente, coloqué el violín en posición y toqué. Ignoro qué, ni cómo, ni durante cuánto tiempo. No hubo aplausos ni ninguna otra reacción aparente: no me importó. Simplemente, di algo de mí y seguí mi camino, pausado, sin un gesto, mirando a los ojos de quienes quisieron mirarme.

     A punto de abandonar los muelles para retomar el camino del palacio Golovin, con la madrugada –luz y frío- en los ojos y en el alma, me pareció oír unos pasos y que alguien suavemente me chistaba. Volví la vista atrás y divisé una escuálida figura de mujer, a unos pasos de mí. Detuve mi marcha y ella avanzó hasta hacerme visible su rostro, no exento de gracia, aunque demacrado, cuya palidez contrastaba con lo oscuro de sus ropas, holgadas y raídas.

-          ¿Qué deseas, madrecita?, pregunté, en vista de su persistente silencio.
-          Darte las gracias por tu música. En el pasado, asistí a muchos conciertos y oí tocar a afamados artistas. Todos ponían en ello lo mejor de su técnica, pero tú transmites a quien te escucha  la bondad de tu corazón.

     Recorrí lentamente los pasos que ella no se había atrevido a dar hasta mí, posé el violín a sus pies y saqué del bolsillo los dieciocho rublos con que el crápula me había pagado. Tomé una de las manos de la mujer, puse en ella las monedas y se la cerré con dulzura. Recogí el violín y me alejé sin una palabra.

     Como sabes –concluyó el maestro- en 1812 publiqué mis tres primeros nocturnos, a los que, a lo largo de mi vida, han seguido quince más. Mi medida está colmada. Aquella noche de agosto compré con los dieciocho rublos de la música nocturna, festiva y callejera, la inspiración tenue y sutil de mis nocturnos. Ojalá su lirismo, amatorio y nostálgico, llegue a todos los muelles del dolor y la soledad del mundo. En cualquier caso, ahora estoy en paz.

***

     Hasta aquí, la traducción libre de la presunta confesión musical de John Field, también llamada el testimonio Efimkin. Como han podido comprobar, se trata de un texto “de interés menor”, como antaño fue calificado por los responsables del Conservatorio Superior de Moscú. Aunque tal vez algunos de ustedes –al igual que yo- no opinen lo mismo.