viernes, 16 de diciembre de 2016

MI ANÉCDOTA PREFERIDA DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA


Mi anécdota preferida de la Guerra Civil española


 Por Federico Bello Landrove


     En su conocido Anecdotario de la Guerra Civil española[1], Fernando Díaz-Plaja recoge varios sucedidos, procedentes de las poco leídas Memorias de un comandante rojo[2], de las que es autor Rafael Miralles Bravo. Sorprendentemente, Díaz-Plaja se olvidó de la anécdota más jugosa -para mí- de las citadas Memorias. Una vez he divulgado la fuente, me permitiré dar al relato mayor amplitud y forma literaria, pero sin alterar en nada el fondo del suceso y respetando en lo esencial sus propias palabras.





1.      El contexto histórico-militar



     Para las tropas republicanas de Cataluña, los inicios del año 1937 significaron el cambio de rumbo de una guerra hasta entonces victoriosa, en el Frente de Aragón. El estancamiento en Belchite y la imposibilidad de conquistar Zaragoza y Huesca, desmintieron la superchería de la guerra fácil y revolucionaria. Los movimientos y avances se trocaron en una guerra de posiciones, con frentes definidos y escasamente alterables. El Gobierno de la Generalitat catalana, en buena coordinación con el P.S.U.C.[3], asumió la necesidad de conseguir la estructuración de las indisciplinadas Milicias, para darles la forma de un Ejército moderno, que se denominaría Ejército Popular de Cataluña[4]. Tras unos meses de denodados preparativos, el Ejército catalán republicano estaba listo para presentarse en sociedad, con sus efectivos, material, uniformes, insignias y símbolos. La fecha se haría coincidir con el 14 de abril de 1937, el sexto aniversario de la proclamación de la II República.

     Es de suponer que no todas las unidades recibirían la misma atención, a la hora de conseguir el máximo de prestancia y de eficacia. De hecho, no dejó de incurrirse en algún pecadillo de apariencias. Y es que las Autoridades implicadas en el esfuerzo se habían propuesto lograr la imponente y redonda cifra de DIEZ MIL voluntarios. Pese a la activa propaganda y al espíritu de la población, ni de lejos se llegó a conseguir dicho objetivo, entre otras cosas, por la oposición -incluso violenta- de los anarquistas a participar en la conversión de sus indisciplinadas columnas, en unidades de mayor organización y obediencia. Sin embargo, en aquel brillante miércoles de abril, desfilaron por las calles de Barcelona los consabidos diez mil -más o menos-: ¿Cómo se logró, por una vez, que las matemáticas no fueran una ciencia exacta? La respuesta la hallamos en nuestro amigo, Rafael Miralles:

     Para organizar el desfile de “nuevos reclutas” fue necesario traer del Frente a combatientes del primer día y disfrazarlos de civiles que habían respondido al llamamiento del Partido… Al día siguiente del desfile, los “voluntarios” eran devueltos secretamente a sus unidades de destino.

     Con unos cientos de oficiales, clases y tropa, ya fogueados previamente, se hizo un aparte para formar un Batallón de nuevo cuño, patrocinado por la Federación de Banca y Bolsa, la que -como es natural- no escatimó los medios para hacer de aquella unidad militar un modelo del Ejército Popular, que ahora se preconizaba: fusiles y ametralladoras de fabricación checa; pistolas de la Fábrica Nacional de Bélgica; nuevos uniformes, con los distintivos recién reglamentados; botas de media caña a la soviética; hermosas banderas de seda, bordadas en oro, y una amplia banda de música para realzar los sones del nuevo himno, si de tal podía calificarse un inocente plagio de los compases de La Internacional. Todo era poco para quienes iban a enfrentarse a los fascistas en el Frente de Teruel… y a competir en dotación y eficacia con la División Maciá-Companys, formada por Esquerra Republicana -partido mayoritario en la Generalitat y rival del P.S.U.C.-. Y así…

     Nuestro Batallón, según pudimos conocer unos pocos oficiales, tenía en el Frente de Teruel una misión más política que militar: la de transformar aquella División catalanista en una unidad al servicio del Partido (entiéndase, del P.S.U.C.), empleando para ello cuantos medios fuere necesario.

     Miralles concluye:

     Éramos los niños mimados del Partido y de la U.G.T…. Solo faltaba ver qué tal nos comportábamos en las llanuras de Martín del Río, sitio de destino de nuestra unidad.

     Dejaré ese comportamiento sin analizar. Para relatar lo que me propongo, bastará con reseñar la calurosa entrada del flamante Batallón en la ciudad turolense de Alcañiz. Demos paso para ello al segundo, y último, capítulo de este relato.




2.      La entrada en Alcañiz


     Era una noche de finales de mayo, que el entonces capitán Miralles recuerda como espléndida y bañada por la luna. El novel Batallón[5], amadrinado por la Federación catalana de Banca y Bolsa, había llegado por ferrocarril a la estación de Alcañiz, donde concluía su traslado por vía férrea, antes de tomar los camiones hasta su destino en el frente. La ciudad alcañizana se divisaba en lontananza, sobre un altozano, nimbada por la luna. La localidad era un feudo irreductible de los anarquistas, a más de Cuartel General del Consejo de Defensa de Aragón. El caso es que, por unas razones u otras, el Comandante (o Mayor) que mandaba el Batallón decidió hacer en Alcañiz una entrada airosa. Dio unas breves y tajantes órdenes a los capitanes de las compañías, que estos hicieron correr entre todos sus hombres. Formaron todos en perfecto orden de desfile, con las banderas al viento y la banda atacando las notas y acordes del himno del Ejército Popular de Cataluña. Sin desordenarse en ningún momento, aquellos cientos de militares ascendieron por el empinado camino entre la estación y la ciudad, penetrando en las reviradas callejuelas de su caserío, que retumbaban al marcar el paso. Los alcañizanos, sorprendidos, se asomaron en buen número a puertas y balcones… Pero dejemos la voz a Miralles:

     Aquellas gentes acostumbradas a las columnas de milicianos desharrapados, marchando sin orden ni concierto, al vernos, debieron de creer que éramos fuerzas fascistas que habían liberado Alcañiz, pues muchos salieron a los balcones y puertas de sus casas, recibiéndonos a los gritos de Viva Franco y Arriba España.

     Se ve que aquellas buenas gentes, o eran unos fascistones de tomo y lomo, o de los de arrimarse al sol que más calienta (la luna, en este caso). Lo que sucedió después lo cuenta con gracejo el Comandante rojo; desde luego, con más del que yo podría tener:

     Al oír tales gritos, nuestra sorpresa fue tan grande como el desconcierto de los elementos izquierdistas de la ciudad, cundiendo la alarma de tal forma, que aquello se convirtió en un pandemónium. Los anarcosindicalistas se lanzaron a las calles arma en mano, disparando a diestra y siniestra. En el Cuartel General de la División “Maciá-Companys” la confusión fue indescriptible. El Jefe de la misma, el coronel Pérez Salas, despertado en pleno sueño, se lanzó de la cama en paños menores, dando a gritos órdenes y contraórdenes, solicitando de sus ayudantes que le pusieran inmediatamente en comunicación con el comandante Imbernon (jefe de las fuerzas que cubrían el frente de Utrillas). No pocos de los miembros del Cuartel General, temiendo caer en poder del enemigo, optaron por poner tierra por medio, huyendo en diversas direcciones, saliendo de estampida de tal forma, que nunca más se supo de ellos.

     Finalmente, pudo restablecerse la calma, gracias a la serenidad demostrada por nuestros mandos que, con desprecio de sus vidas, habían ordenado a nuestro Batallón se cubriera en los soportales, mientras ellos avanzaban a pecho descubierto hacia la plaza de la Catedral[6], donde se hallaba el Cuartel General de Pérez Salas, logrando identificarse y consiguiendo poner fin al anárquico tiroteo provocado por aquellos gritos de los que nos habían confundido con fuerzas nacionales.

     Claro es que esta anécdota bélica, para resultar redonda, tenía que tener su vertiente trágica, que no hurta Miralles, aunque sin mayores precisiones:

     Al restablecerse la calma, con un saldo de varios muertos y heridos entre la población civil (de nuestro batallón nadie había disparado un arma)…

     De modo que, en justo castigo a sus veleidades fascistas, fue la población civil quien sufrió las peores consecuencias. Las más leves fueron para los altivos militares que, de noche y sin avisar, entraron en Alcañiz a tambor batiente y banderas desplegadas. Cito por última vez a nuestro simpático cubano[7]:

     El coronel Pérez Salas, que había logrado ponerse los pantalones, en venganza se negó a recibirnos e incluso a darnos alojamiento, por el susto que le habíamos dado. Esta función fue delegada en el Comité del Pueblo, al que no vimos, indignado por los sucesos de que se nos hacía responsables, y que trató de vengarse de algún modo de aquella que calificaban absurda entrada nuestra en Alcañiz. La venganza consistió en no darnos albergue, por lo que, abandonados a nuestra suerte, no nos quedó más recurso que el pasar la noche en la derruida iglesia donde, sin apenas espacio para tendernos en el duro suelo, tuvimos que mal dormir con las espaldas apoyadas en la pared. Y, al día siguiente bien temprano en la mañana, tras una ligerísima colación mal llamada café con leche y unos cuantos chuscos floridos[8] y duros como piedras, facilitados por la Intendencia militar de la División, se nos ordenó el traslado al pueblo de Martín del Río, siendo conducidos en camiones hasta Montalbán, debiendo cubrir a pie los últimos quilómetros hasta nuestro destino en el frente, donde relevamos a un batallón catalanista…

***

     Hasta aquí, mi anécdota preferida sobre nuestra Guerra Civil. Yo creo que dice mucho sobre aquella contienda y sobre la condición humana; también, de mis gustos; y, desde luego, acerca de la magia y el hechizo de la bellísima Alcañiz, a la luz de la luna.




    





[1] Editado por Plaza y Janés (colección “Así Fue”), en Barcelona, año 1996.
[2] Editorial San Martín, Madrid, 1975. La anécdota que me sirve de punto de partida para el relato está recogida en las páginas 87 y siguiente. El libro es de interesante y amenísima lectura: Lo recomiendo.
[3] Siglas del Partit Socialista Unificat de Catalunya, en que se habían fusionado, a nivel catalán, el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Comunista, amén de otras agrupaciones y partidos menores.
[4]  Esta referencia literal en cursiva, como las que la siguen, proceden del capítulo X del libro de Rafael Miralles Bravo, citado en la introducción del relato y en su nota 2.
[5]  Su filiación completa era: Batallón 526 de la 132 Brigada Mixta, de la 30ª División. Lo mandaba en aquel momento el comandante José Aliranguis.
[6] Supongo que el autor querrá aludir a la magna iglesia (otrora colegiata) de Santa María la Mayor, pues es notorio que Alcañiz no ha sido, ni es, sede episcopal.
[7] Rafael Miralles Bravo (1911-1983) había nacido en Guanabacoa (provincia de La Habana). Permaneció en España entre 1932 y 1939 (alcanzó en el Ejército de la República en grado de teniente coronel) y -no sé si ininterrumpidamente- desde 1947 hasta su muerte, producida en Madrid. Su presencia en la España franquista fue posible, entre otras cosas, porque mantuvo su nacionalidad cubana, ejerció para esta República diversos cargos diplomáticos y periodísticos menores y, desencantado de la práctica marxista en la España de la Guerra y en la Unión Soviética de Stalin, se dedicó a la propaganda anticomunista, según la ficha que de él ha confeccionado la Fundación Pablo Iglesias (consultada en Internet, año 2016).
[8]  Es decir, enmohecidos.

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