sábado, 12 de noviembre de 2016

EL REENCUENTRO


El reencuentro

Por Federico Bello Landrove

     Este cuento, que mezcla realidad y fantasía sobre el tema del suicidio, tiene su fundamento y sentido en un suceso de la vida real.



     Juraría que llevaba puestos los calcetines altos del uniforme colegial y, sin embargo, siente un frío glacial que le sube por las piernas, hasta las rodillas. No es posible que haya incurrido en un olvido tan absurdo, ni la tata habría dejado de percatarse, a pesar de todo el desbarajuste en que ha caído la casa. Su abuela Concha la coge de la mano y la ayuda con suavidad a pasar el resalte del portón de la iglesia. Es verano -seguro que sí, porque fue cuando murió mamá- y sin embargo va con el abrigo azul marino que un día tiró en el vestíbulo de la casa de Pontevedra, como grito de ruptura y libertad. El pasillo del templo se le hace interminable; bancos semivacíos a ambos lados, en insólita penumbra, dado que le funeral fue a mediodía y el sol -lo recuerda bien- perlaba de sudor su frente y humedecía sus cabellos trigueños, bajo el tupido velo preconciliar.
     Alguien parece acercársele, pero cierra los ojos entreabiertos, para concentrarse en las palabras del predicador, desde el púlpito. No es el párroco, que dice la misa de las nueve y media los domingos, cuando acude con papá, siempre al mismo sitio, ese que ella escogió tras leer en un devocionario aquella anécdota piadosa de la madre que iba al mercado con su hijo pequeño:
-          Niño mío, si alguna vez te sueltas de mi mano y no me ves, espérame en el rincón del fondo, a la derecha.
     Y el crío, despidiéndose de su madre, tras fulminante enfermedad:
-          Mamá, no llores, que no he de perderme. Te esperaré en el rincón del fondo, a la derecha del Cielo.
     ¡Qué ridículo, cuán simplón le resulta ahora el relato! ¿Dónde va a encontrarse ella con su madre? Incluso su padre parece aborrecer aquel lugar tan alejado del altar y tan propicio para cogerse un catarro. Más de una vez la ha invitado, infructuosamente, a cambiarlo por otro próximo al banco centrado donde, como siempre, ha creído reconocer a Salvadora, esa señora viuda que le pregunta a papá por su esposa, a la salida de la iglesia, solo que esta vez no va acompañada de sus dos hijos.
     Alguien ha entrado en la habitación; es un hombre, a juzgar por el timbre de su voz. Como por ensalmo, repite la cantilena del sacerdote de la homilía, canónigo amigo de su padre, que con tal motivo se empeñó en ser oficiante principal, y hasta pontífice, a juzgar por el símil, que en aquel entonces le había pasado inadvertido:
-          … ¿Quién nos dice que, en ese instante fatídico, en ese breve espacio entre el puente y el río, no estaba presente el arrepentimiento del desgraciado y la misericordia de Dios?

***

     Habían cambiado Galicia por Madrid, a fin de que su madre tuviese los mejores médicos. Poco o nada había sabido ella, tan niña, de las dolencias maternas, sin duda psíquicas, que se evidenciaban en un constante vaivén entre la alegría y el llanto, la actividad intensa y la depresión en lo hondo de un dormitorio, con las contraventanas  cerradas. Imágenes fugaces surgen y se alejan, en sucesión intermitente, incoloras, como las fotografías que un día fueron: con su padre y ella, en la playa; camino del colegio, de punta en blanco; empujando el cochecito de su hermano Luis; en foto de estudio, tan hermosa…
     Alguien, entre la niebla de la sedación, se mueve en derredor, mulle la almohada, inyecta quién sabe qué por la vía abierta en su muñeca… Ella -afortunadamente- no lo vio, ni nadie se lo contó entonces, pero ha llegado a saber, tiempo después, que por las venas se le fue a su madre la vida, recostada en la bañera, al alivio y protección casi fetal del agua tibia. Fue un fin de semana. En la clínica autorizaron que lo pasara en familia, como otras veces. ¿Eligió el lugar y el momento para poder despedirse en silencio, para que compartieran su decisión? Papá nunca se perdonaría no haber puesto las cuchillas de afeitar a buen recaudo. Y el doctor -bata blanca, pelo blanco, sonrisa blanca- hubo de recordarle que quien tiene la firme intención de acabar con su vida lo logra en todo caso, y vale más no convertirlo en un esclavo, en un objeto, pues no hay vida sin libertad y sin sosiego.
     Oye susurros a los que intenta contestar, como aquel día. La noche anterior había estado dialogando con su padre, en penumbra: ella, acostada; él, sentado en el sofá del dormitorio. Según el padre, la explicación para todo lo sucedido había estado en la mente enferma de mamá, en sus trastornos afectivos, en la angustia vital, tan de moda en la filosofía y la psiquiatría de entonces. El doctor se lo va a explicar muy bien: ya ha pedido consulta para ella. Es una eminencia y seguro que aclara todas sus dudas y así tranquiliza su espíritu.
     Nunca podrá olvidar aquella encerrona. La eminencia penetró en su conciencia como el bisturí en la carne y la fue envolviendo en su pegajosa tela, como la araña al moscón. Se contempló a sí misma siguiendo el rastro de su madre, aquella cadena perpetua de psicoanálisis, pastillas, consultas semanales e ingresos periódicos en el sanatorio. ¡Nunca más!, gritó a su padre en el portal, haciéndole una escena tremenda. Todavía se estremece al recordarlo. En efecto, nunca más volvió a abrir su alma a presuntos sanadores, ni a confiar en la honradez de los galenos. Lo que es su cuerpo, sí que ha tenido que entregárselo más de una vez, para esa angustiosa faena de cortar y coser, tan inútil y sofisticada.
     Como quien trata de huir de un lugar ominoso y sin esperanza, se revuelve en el lecho, pero no halla fuerzas para levantar el cuerpo; sí el espíritu, que revolotea por la habitación y se siente transportado sin transición al cansino tren que un día la llevó de vuelta a su amada Galicia, en plena adolescencia; ceremonia iniciática de una vida propia, de una libertad adulta, auspiciada por su abuela materna, que nunca comulgó con el segundo matrimonio de papá y la mezcolanza de sangres y de estirpes de aquella familia hecha de retales, en la que su niña se ahogaba.

***

     Toda su vida ha estado marcada por aquel suceso sangriento. Sus once años de entonces hicieron tal huella inevitable. Su padre había tratado de reconducirla a términos de razón y de sosiego, pero ella ha sido incapaz de entender el sentido de aquella muerte inesperada, de un delirio de aniquilación que podría haberse transmutado en mares de solidaridad y de afecto. De afecto, ¡ahí estaba el detalle! No podía aceptar que el amor a los hijos fuera compatible con su abandono, por mucha angustia vital que el psiquiatra adujese. No había explicación convincente ni equilibrio posible en dejar a unos niños sin madre. Charo siempre se había rebelado contra aquel acto contra natura. En el fondo, su deseo de saber, de conocer los motivos, encerraba una condena. No podía perdonar a mamá. Y es que, por mucho que la repugnase, estaba hecha de la misma pasta de sor Teodosia, su prototipo de la soberbia y la crueldad.
     Tampoco para el rasgo de aquella monja ha encontrado en su vida una justificación. Fue a los pocos días del suceso, cuando todavía este le era oscuro. Regresaba al colegio, envuelta en una nube de tristeza y de confusión. Sabe Dios -o el Diablo- lo que movió a la Madre Superiora a convocarla a su despacho y soltarle de sopetón aquella frase, que todavía resuena en sus oídos al pie de la letra:
-          Tu madre se ha muerto y va a ir al infierno, porque se ha suicidado.
     ¡Cuántas veces ha repasado la definitiva sentencia!; una resolución judicial en toda regla, con los hechos, los fundamentos jurídicos y la pena, tácitamente eterna. Tan perfectamente formulada, que la guardó en su corazón por muchos años, sin revelarla ni discutirla. Quizás ella también la habría suscrito, si no en términos de inapelable silogismo, sí por lo que la acción había significado en su vida y en la de su hermano Luis. De hecho, le parecía mejor construida que la hipótesis de todo un Dios a mitad de camino entre la puente y el río, aquel paño caliente del canónigo pontífice.
     En este momento, siente que se ahoga en las ondas grises y bravas de La Lanzada. Sus ojos lanzan una última mirada hacia la playa, mientras su ánima asciende, pausada y continuamente, hacia la luz, buscando afanosamente un rincón en el fondo del Cielo.

***

     El pitido se torna constante y el electrocardiógrafo traza una perfecta línea horizontal.



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